Título: El anarquismo individualista
Subtítulo: Lo que es, vale y puede
Fecha: 1916
Temas: Anarcoindividualismo
Fuente: Recuperado el 21 de abril de 2013 desde elanticristodistro.blogspot.comComplejidad del problema humano
A quienes va dirigido este libro
Los reformadores de la sociedad
Los reformadores religiosos y sus ideas
Diferentes tendencias socialistas
Definiciones: anarquía, anarquismo, anarquista
El anarquismo y la Internacional
Concepto del anarquista individualista
El comunismo y el ser individual
La propiedad del medio de producción y la libre disposición del producto
La equidad como punto de partida
Contestando algunas objeciones
El ideal anarquista individualista
El anarquista individualista y los reformadores de la sociedad
Últimas argucias de los reformadores religiosos
Productores inútiles y necesidades superfluas
La solidaridad y la actitud anarquista
Los cristianos y los anarquistas
El cristianismo primitivo y Jesús
Cristianismo y anarquismo irreconciliables
El anarquista individualista considerado como hombre de acción
El anarquismo como vida y como actividad
Teoría de la reacción en el medio ambiente
Actitud anarquista contra la sociedad actual
Voluntad de vivir y voluntad de reproducirse
Concepto de la lucha por la vida
Manifestaciones de la voluntad de reproducirse
La propaganda anarquista individualista
El esfuerzo y la alegría de vivir
La belleza de la vida vivida individualmente
El anarquista individualista como refractario
El anarquista individualista y el hecho económico
Condiciones del trabajo en la sociedad actual
Elección de un medio anarquista individualista
Teoría del ilegalismo anarquista desarrollada bajo diferentes aspectos
Diferentes conceptos de la vida
Condiciones, fases, valor de la experiencia
Los anarquistas individualistas y el compañerismo
Formamos una especie en el género humano
Teoría y práctica de la ayuda mutua
Necesidad de la crítica de las ideas anarquistas por los mismos anarquistas
Las inconsecuencias de los anarquistas individualistas
No es útil disimular las faltas
Capacidad de pensamiento y facultad de realización
Ninguna actividad externa sin la vida interior
Manifestaciones de la vida interior
Criterio de la disminución interior
El anarquismo individualista como vida y actividad
Panorama y carácter de la lucha
La irreductibilidad anarquista
El anarquista individualista y las propagandas especiales
Peligro de las propagandas especiales
Émile Armand es el pseudónimo de Ernest Juin, nacido en París en 1872, principal exponente de las ideas anarquistas individualistas y un apasionado defensor del amor libre durante las primeras décadas del siglo XX. Se cree que, aun cuando habría recibido una educación laica, a los 16 años resultó fuertemente impresionado por la lectura del Nuevo Testamento. Su gradual aproximación al anarquismo fue impulsada por la lectura de Temps Modernes de Jean Grave, uno de los fundadores del club o grupo El Arte Social. Armand creó su primera publicación periódica en 1901: L’Ere Nouvelle (Tribune libre du prolétariat redigée par des disciples du Christ), cuya cruza de ideas cristianas, socialistas, comunistas y libertarias se situaba parcialmente bajo la influencia de León Tolstoi. Al mismo tiempo comenzó un intenso activismo antimilitarista: en 1904 presentó una ponencia sobre la insumisión ante el servicio militar en un congreso internacional en Amsterdam; en 1917 fue arrestado y condenado a cinco años de cárcel por haber asistido a la deserción de un soldado durante la Primera Guerra Mundial. Su etapa más conocida de actividad anarquista comenzó a partir de esos años. Entre 1929 y 1939 dirigió el periódico L’En dehors, y entre 1945 y 1956, L’Unique. Por otra parte, escribió y publicó numerosos ensayos, entre los que se cuentan Qu’ est qu’un anarchiste?: thèses et opinions, L’initiation individualiste anarchiste, Idéalisme et réalisme melés, La Révolution sexuelle et la camaraderie amoureuse, algunos de ellos traducidos al español, idioma en el que también pueden hallarse Amor libre o sexualismo subversivo: variaciones sobre la voluptuosidad, Formas de vida en común sin Estado ni autoridad y La camaradería amorosa, entre otros.
La actual edición de El anarquismo individualista (Lo que es, puede y vale), que fuera publicado por primera vez en español en 1916 por traducción de M. Costa Iscar en la imprenta Germinal de Barcelona, se trata de una exposición al mismo tiempo sintética y detallada de una corriente de pensamiento y acción sobre la cual se han desplegado numerosas interpretaciones y equívocos, por no mencionar prejuicios.
En las últimas décadas del siglo XIX, la formación de grupos de afinidad que rechazaban la organización en sindicatos y sociedades obreras, así como una constante participación en atentados y asaltos a mano armada, fue realizada bajo la nomenclatura o etiqueta del anarcoindividualismo. Armand discute precisamente con esta tendencia en el capítulo “La ilegalidad” del presente libro, señalando los peligros de un “ilegalismo profesional” que limitaría el desarrollo intelectual y no conduciría a la liberación económica.
Las preocupaciones de Armand se orientan en torno de dos ejes: por un lado, el individuo y sus relaciones con una sociedad definida como “el producto de las adiciones individuales” o la suma de las individualidades que idealmente deberían asociarse a voluntad; y por el otro, la camaradería amorosa, que se distingue de la libertad sexual por intentar basarse en una elección consciente y razonada, en un proyecto de distribución equilibrada de ternura y voluptuosidad en los vínculos entre compañeros.“Vivir la vida intensamente, con placer, no implica dejar rienda suelta a los apetitos brutales y a la licencia irrazonable”, dirá acerca de la educación de la voluntad: “El dominio de sí mismo es la primera condición de una vida plena”. El anarquismo individualista es, para Armand, un principio social y moral: el punto de partida de una sociedad ideal donde los seres humanos se uniesen mediante un contrato libremente consentido, respetando la libertad de todos sin molestar la de cada cual. Ello requeriría el derecho a la propiedad individual del suelo y de los medios de producción, así como el de la libre disposición de los productos, ambos considerados una garantía esencial de la autonomía personal.
Si la utopía de una sociedad agraria y artesanal donde todos intercambian libremente sus productos sin mediación de institución alguna puede constituir hoy un proyecto cerrado para la historia, seguramente no tendremos la misma impresión ante la relevancia otorgada al “yo” dentro del ideario anarcoindividualista. De hecho, la jerarquización de una individualidad que se desea libre de toda obligación social aparece como insistente modelo en la sociedad contemporánea. Un examen más profundo habría de revelar las diferencias y semejanzas entre el ideal del yo preconizado por Armand y el que se presenta bajo las formas modernas y posmodernas de la sociedad de mercado. La elevación del yo al rango de un absoluto que trasciende toda estructura y toda forma de ser se hallaría en lo que el filósofo Ángel Cappelletti llamó la última etapa de la “prehistoria” del anarquismo, encarnada fundamentalmente por Stirner. Sería necesario dar un paso más, abolir ese constructo que se cree ley, soberano, “único”: destronar ese rey vacío, derogar sus privilegios, denunciar su artificiosidad, su ficción, su fragilidad... Armand reivindica el ideal de Stirner, pero cabe señalar el énfasis que también puso en el trabajo de asociación con otros a lo largo de su vida, como se observa en su interés por la historia de las comunidades y por el grupo Atlantis, que él mismo habría formado para la práctica del amor libre en las afueras de París.
En suma, el interés de Armand parece centrarse en esa minoría de indomables o refractarios que ansían practicar un compañerismo radical entre seres libres y vivir en paz y con el mayor grado de independencia posible sus experiencias personales. Una suerte de “especie” dentro del género humano, tal cómo él se sentía inclinado a expresar. Queda por ver si esa tribu dispersa en el tiempo y el espacio podrá sobrevivir a uno de sus más fervientes incitadores.
La Segunda Guerra Mundial sorprende a Armand en suelo francés y termina recluido en varios campos de concentración. Muere en la ciudad de Rouen en 1962. La vigencia de su prédica quizá podría sintetizarse con las últimas palabras del capítulo dedicado a “El esfuerzo y la alegría de vivir”: “Ni jefes ni servidores, ni amos ni siervos: he aquí lo que quieren los anarquistas; lo que ellos entienden por ‘vivir por vivir’ y lo que conviene recordar continuamente. Y aunque sólo se consiga en cierta medida, esta tendencia o aspiración no deja de constituir su razón de existir, de manifestarse y de formar una ‘especie’”.
Osvaldo Baigorria
En 1908 hice editar por la imprenta de Conversaciones populares, entonces bajo la influencia de Albert Libertad, un estudio intitulado ¿Qué es un anarquista? y me esforcé en el transcurso de la obra por situar al anarquista, bajo el ambiente exterior y en su propio medio.
Desde entonces, los acontecimientos han transcurrido sin cesar.
En presencia de los errores y de las confusiones, creo necesario tratar hoy, no del anarquista, término vago que se presta frecuentemente a equívocos, sino del anarquista individualista, con relación al medio social en general y a la filosofía ácrata en particular.
Esto es lo que he querido explicar en las páginas siguientes, que son cosa bien diferente a una refundición de mi primer trabajo.
Añado que lo he hecho sin pretensión, sin una sistematización extremada, y no ignoro que de las tesis y opiniones expuestas, algunas son apenas bosquejadas y otras, en cambio, adolecen de excesivo desarrollo. También sé las repeticiones que mi obra contiene.
En fin, tengo la convicción de que éstas páginas, tal como son, pueden llevar a muchos a reflexionar sobre los asuntos tratados y a adquirir sobre el anarquismo individualista una opinión personal.
É. Armand
Un caos de seres, de hechos e ideas; una lucha desordenada, violenta y despiadada; una mentira perpetua, por la que arbitrariamente unos se elevan al pináculo y otros quedan aplastados sin piedad en los bajos fondos.
¡Cuántas imágenes que describirían la sociedad actual, si en realidad pudiera hacerse!
El pincel de los más celebrados artistas, y la pluma de los más notables escritores se quebrarían cual frágil cristal, si se empleasen en representar siquiera un eco lejano del tumulto y la refriega que produce el choque de aspiraciones, apetitos, odios y abnegaciones en que se encuentran las diversas categorías que dividen a los hombres.
¿Quién podrá explicar exactamente la interminable batalla librada entre los intereses particulares y las necesidades colectivas; entre los sentimientos del individuo y la pseudológica de la generalidad humana?
Todo lo que constituye el desbarajuste de la actual sociedad no basta aun para hacer reflexionar a las gentes y escapa fácilmente a la penetración de su conocimiento.
Una minoría que posee la facultad de hacer producir y consumir, o la posibilidad de existir a título parasitario bajo diversas y numerosas formas, y en frente una inmensa mayoría que no tiene más que sus brazos, o su cerebro, u otros órganos productivos, que se ve forzosamente obligada a alquilar, o prostituir, no solamente para procurarse lo indispensable a fin de no morir de hambre, sino también para permitir a este pequeño número privilegiado, detentador de la potencia propiedad, o valor de cambio, de vivir a costa del esfuerzo ajeno, más o menos beatíficamente.
Una masa, ricos y pobres, esclavos de prejuicios seculares hereditarios; los unos porque en estos atavismos encuentran su interés; los otros, porque sumidos en la ignorancia, no quieren salir de ella; una multitud cuyo culto es el dinero y su aspiración el hombre enriquecido; una gran mayoría embrutecida por el abuso de los excitantes o por la conducta viciosa; la plaga de degenerados de arriba y de abajo, sin aspiraciones profundas, sin otro fin que el de alcanzar una situación de goce y sociedad, para poder aplastar, si es preciso, a los amigos de ayer y elevarse sobre sus costillas.
Lo provisional, que amenaza sin cesar transformarse en definitivo, y lo definitivo, que no parece dejar de ser jamás provisional.
Vidas que mienten a sus convicciones aparentes y convicciones que sirven de trampolín a bajas ambiciones. Librepensadores que se revelan más clericales y devotos que los mismos curas y devotos que dejan entrever el más grosero materialismo.
Lo superficial, que quiere pasar por profundo, y lo profundo, que no consigue hacerse valer por serio.
Repetir que todo esto es el cuadro vivo de la sociedad es poner en evidencia una verdad que nadie osará contradecir.
Cualquiera que sepa reflexionar comprenderá perfectamente que la pintura no es exagerada, sino que más bien queda muy por debajo de la realidad.
En nuestro tiempo, todo el mundo va enmascarado; y nadie se preocupa de ser y sí únicamente de parecer.
¡Parecer! He aquí el ideal supremo; y si tan ardientemente se desea la buena posición o la riqueza, es porque se sabe que sólo el dinero permite figurar.
Esta manía, esta pasión, esta tendencia a la apariencia y a todo lo que la proporciona, devora al rico y al pobre; al instruído y al ignorante.
El obrero que maldice de su patrón, desea ocupar un lugar igual; el comerciante que se precia de honrado, no repara en los sucios procedimientos de su profesión, mientras le reporten ventajas; el comerciante en pequeño, miembro de los comités electorales, patriotas y nacionalistas, , se apresura a exportar sus artículos a los fabricantes extranjeros, ya que en ello ve provecho; el diputado socialista, abogado del mísero proletario, que vive amontonado en lo peor de la ciudad, veranea y descansa en un palacio, o habita en los barrios mejores de la capital, donde el aire se respira abundante y puro. El libre-pensador, todavía se casa voluntariamente por la Iglesia y bautiza a sus hijos. El religioso no osa hacer gala de sus creencias, porque es de buen tono ridiculizar la religión.
Así pues, ¿dónde encontrar sinceridad? A todo se extiende la gangrena. La encontramos en el seno de la familia, donde frecuentemente, padres e hijos se odian y se engañan, diciendo que se aman y sobre todo haciéndolo creer; la vemos en las parejas, que mal avenidas, se traicionan, sin atreverse, no obstante, a romper los lazos que les encadenan; se apercibe en las agrupaciones, donde cada individuo busca el modo de suplantar al vecino en la estimación del presidente, del secretario o del tesorero, acechando siempre algunos, los más ambiciosos, el momento propicio para arrebatarles el puesto, cuando no puedan ya sacarles otras ventajas; abunda en los actos de abnegación, en las acciones de relumbrón, en los discursos oficiales. ¡Parecer, parecer...! Parecer puro, desinteresado, generoso, cuando se consideran pureza, desinterés y generosidad como vanos espejismos. Moral, honrado, virtuoso, cuando la probidad, la virtud, la moralidad, son la menor preocupación de los que dicen profesarlas.
¿Dónde encontrar a alguien que escape a la corrupción, que se conforme a no figurar?
Sin embargo, no pretendemos asegurar no haya habido y haya alguno, pero si hacemos constar: son rarísimas las personas eminentemente sinceras, y afirmamos que el número de seres humanos que obran desinteresadamente es reducidísimo.
A mi me inspira más respeto el individuo que declara cínicamente querer gozar de la vida aprovechándose de otro, que el burgués liberal y filántropo, cuyos labios pronuncian palabras tan bellas como hipócritas, pues que han hecho su fortuna explotando, disimuladamente a los desgraciados.
Se nos objetará que nos dejamos llevar de nuestra indignación; que nada prueba, en principio, que nuestra cólera o nuestras invectivas no sean también una manera de figurar. ¡Atención! lo que en este libro se encontrará, son observaciones, opiniones, tesis, cuyo valor ha de determinar el lector, pues ni hacemos alarde de inflexibilidad en las páginas que siguen, ni buscamos que los demás estén totalmente conformes con nuestro punto de vista.
Hemos constatado, notado, concluido, no siempre a título personal y bajo toda reserva. Nuestro objeto es hacer reflexionar a los que nos lean, sin perjuicio de admitir o rechazar lo que no cuadre con sus propias concepciones.
No vamos a tratar esta cuestión desde muy alto, o bajo un punto de vista metafísico; sabemos que es preciso descender al terreno de las realidades concretas. Y la realidad es ésta:
La sociedad actual es el resultado de un largo proceso histórico, en sus principios tal vez, y la humanidad esn sus diferentes etapas evolutivas va simplemente buscando o preparando sus vías; ella tantea, tropieza, pierde su camino, vuelve a encontrarlo, progresa, retrocede; es a veces sacudida hasta su base, por ciertas crisis, arrastrada, lanzada sobre la ruta de sus destinos, para acortar en seguida su marcha o seguirla acompasadamente. Arañando un poco el pulimento, el barniz, la superficie de las civilizaciones contemporáneas, quedan al descubierto los balbuceos, las niñerías y supersticiones de los antepasados. ¿Quién negará esto? Por nuestra parte convenimos en que todo esto contribuye a hacer el problema humano singularmente complejo.
Se nos argumentará, sin duda, que es locura buscar y establecer la responsabilidad del individuo, puesto que si éste queda absorvido por el medio ambiente, si sus gestos y sus pensamientos reflejan los de su convivencia, si forzosamente en todos los grados de la escala social la aspiración es parecer y no ser, la falta corresponde al plano actual de la evolución general y no al individuo miembro de la sociedad, átomo minúsculo perdido en un formidable conglomerado.
Replicamos, que si es cierto el espíritu que razona y considera a los hombres y a la sociedad en general, encuentra una barrera casi infranqueable a la vida libre, independiente, individual, en la que todas las actividades tuviesen una real y natural expansión, no por eso deja de desear la desaparición de las causas que le esclavizan a los actuales artificios en que forzosamente se desenvuelve.
De dos caminos uno: o curvearse ante las circunstancias y asistir cobarde y pasivamente a los acontecimientos, creyendo que esperando mejor, todo es aceptable en nuestra sociedad, o bien, sin optimismo exagerado, desviarse un poco de la corriente para sondear y preguntarse la verdadera causa del propio malestar.
Exponemos francamente que no escribimos para la sociedad en general, sino para los reflexivos o para los capaces de reflexionar, para los curiosos, para los críticos, para los insatisfechos, para todos, en suma, los que no se conforman con los formulismos y las soluciones actuales.
Son raros los que de un tranquilo optimismo proclaman que la sociedad es perfecta. Todo el mundo se queja de su suerte, hasta los más privilegiados, y sin examinar el grado de sinceridad que haya en las lamentaciones de cada uno, lo cierto es que el dolor universal está bien patente. Por eso los reformadores sociales forman legión, pero podemos abarcarlos en tres grandes divisiones.
Es antigua la historia de éstos; su obra y sus pretensiones no tienen ya gran importancia; pues ante la claridad de libre examen y de la investigación científica, los dogmas se ocultan, huyen avergonzados a las tinieblas del pasado, como murciélagos que, sorprendidos por una intensa luz, volviesen ala sombra de las cavernas. Sus proyectos no presentan más que un interés retrospectivo. Sus fantasías tuvieron valor en los tiempos no muy lejanos en que los hombres, hasta los mejor dotados, temerosos ante los fenómenos mal explicados o ante los incidentes fortuitos de la existencia, buscaban un recurso, un apoyo, una satisfacción a su ignorancia en una intervención extra-humana. Y así, los reformadores religiosos fundamentan todos sus argumentos en la voluntad divina o en la revelación de la misma. La criatura es un juguete en manos del creador, el gran drama de la evolución, la historia de las agrupaciones humanas, la desigualdad de nacimiento y aptitudes, la influencia de los poderosos y de los arroganrtes sobre el resto de los hombres, todo proviene de los altos designios y es la expresión tangible de la divinidad.
¡Hágase su voluntad! He aquí la última palabra de las alamas más espirituales, las más profundamente religiosas, aunque esa supuesta voluntad implique anulación personal, aceptación pasiva de todo lo que ahoga la expansión y el crecimiento de la vida individual.
Los reformadores religiosos nunca han conseguido más que dos resultados: o, so pretexto de reformas, hundir a sus discípulos en un abismo de resignación y de atrofia más profundo que del que pretendían sacarles, o bien, si han dado pruebas de alguna sinceridad, impulsar a sus partidarios a que les aventajen, es decir, a que lleguen a ser más que modificadores de las formas religiosas, verdadderos críticos de la misma base de la religión. Tal fue el caso de la Reforma, que llegó más lejos de lo que realmente querían sus iniciadores, o sea: a los librepensadores del siglo XVIII primero, a la difusión del espíritu crítico contemporáneo enseguida y al anarquismo por fin, que se puede considerar como el punto culminante, normal y lógico de la evolución del librepensamiento.
¿Qué reformas, qué transformaciones nos han propuesto los reformadores religiosos? Generalmente, el retorno a una concepción religiosa ya abandonada o desfigurada, corrompida o entibiada. ¿Qué ideales han presentado? Una divinidad única o dividida, un panteón de dioses o semidioses dotados o afligidos de todos los atributos, de todas las cualidades, de todos los defectos, , de todas las necedades con que los mortales se desnaturalizan. Escandinavos o semitas, hindis, católicos,, etc., todos llegan al mismo extremo: al de los dioses accionando como hombres, para que éstos lleguen a ser dioses a su vez. este es el mayor afán de los reformadores religiosos: que el hombre se haga semejante a Dios, anulándose en su gracia, si no en este bajo mundo, a lo menos en el supuesto después de la muerte, donde la criatura elegida contemplará cara a cara al Creador, donde el alma se complacerá en eternas beatitudes, donde el espíritu volverá al Espíritu. Poco importa que este lugar de delicias eternas varié según las razas o los climas, que se llame Paraíso, campos-Elíseos, Walhalla o Nirvana. El resultado siempre será el mismo, o sea el de afirmar más y más la resignación de la vida.
Ser nos objetará que somos demasiado exclusivos, que tratamos desconsideradamente la elevación de los metafísicos teólogos y el gran misterio en que radican las religiones, la lucha entre el bien y el mal, lo bello y lo feo, lo grande y lo vil, lo puro y lo impuro. Las religiones hablaron el lenguaje de su tiempo, se nos replica, pero su última visión era el triunfo de lo justo y de lo bueno, que simbolizaban con efigies exaltadoras de la imaginación. No negaremos la importancia de las religiones en la historia del desenvolvimiento humano, porque es una fase por la que debió pasar, pero sí haremos constar que los sacerdotes aclaman siempre el triunfo del dogma sobre el libre examen, del el del tirano sobre el del rebelde; y, sin embargo, es Prometeo quien tiene razón contra Jupiter, y Satán contra Jehová. Todo el esplendor de la teología, bien examinado, no es más que pura casuística. Si fuera cierto que las sutilezas religiosas hubiesen alcanzado el grado de elevación que se pretende, no quedaría mas que una conclusión: el sentimiento de saber que inteligencias bien dotadas se hayan dedicado a tales galimatías. Finalmente, nadie pretende negar el desinterés, la sinceridad, el puro entusiasmo de algunos reformadores religiosos, cuyas ideas no alcanzaron a traspasar las concepciones dominantes. estos tienen derecho a nuestra apreciación y nada más.
En resumen, los reformadores religiosos tienen:
Como ideal humano, el creyente a quien se educa en la fe, que sirve de freno para que jamás traspase ciertos límites y no ose gustar el fruto del árbol del bien y del mal, pues siendo un timorato rehuirá encontrarse de frente con un hecho que atente contra esa virtud indemostrable.
Como ideal supremo, Dios, entidad ficticia, científicamente indemostrable y producción imaginativa.
Como ideal social, el reino de Dios sobre la Tierra, compuesto de sacerdotes encargados de explicar y comentar la voluntad divina y creyentes obligados a obedecerla.
Si los que proponen una reforma religiosa de la sociedad, van perdiendo irremisiblemente su prestigio y su influencia sugestiva, no sucede lo mismo con los reformadores legislatarios, que no conciben la sociedad sino regida por reglamentos, códigos y ordenanzas, designados por una abstracción, que es: la ley. Estos admiten que la sociedad actual no es perfecta, pero que puede ser perfectible en graduación eminente e infinita. Hacen depender los defectos sociales precisamente de las leyes insuficiente o injustamente aplicadas y creen que si éstas fuesen modificadas en un sentido más generosos, equitable y humano, también la sociedad se transformaría y sería cada vez más soportable y agradable la convivencia.
La ley puede emanar teóricamente de un solo monarca autócrata, pero en realidad, aún en los regímenes más absolutistas, las leyes en vigor representan los intereses o las concepciones de la camarilla que rodea al trono o de los partidarios de la dinastía reinante. Bien que los privilegiados influeyentes del Estado sean sacerdotes, como en las antiguas teocracias, en las que la ley tenía fundamentos místicos, o bien sean aristócratas y oligarcas, como en las Repúblicas italianas de la Edad Media, lo cierto es que la ley siempre ha sido destinada a concentrar en algunas manos la gestión gubernamental, a conservar la dominación política y económica de unos cuantos ambiciosos, cuya obra consiste en hacer admitir por revelación divina o por razón de Estado la necesidad de continuar la autoridad.
Las democracias pretenden que la ley por ellas mantenida es la expresión de la soberanía popular, e igual dicen las monarquías constitucionales y las Repúblicas. Pero bien se ve el engaño, pues dada la educación de las masas en nuestras colectividades contemporáneas, éstas no pueden reflejar sino las ideas y los intereses de las clases dirigentes de la burguesía.
He aquí cómo se resume: siendo admitidos ciertos principios cívicos, morales, económicos, etc., que rigen a las sociedades, se trata de formular una regla de aplicación que determine las circunstancias en que el ciudadano afianza o atenta a dichos principios. Sea, por ejemplo, el principio de propiedad, piedra angular del derecho civil. la ley en él consistira no sólo en confirmar los derechos de los poseedores, sino en protegerlos contra todo ataque; determinará las condiciones en que la propiedad se adquiere, se pierde y se trasmite; las infracciones y castigos, o la significación jurídica de los hechos calificados de violencia, estafa, fraude, dolo. No irá más allá; no se ocupará de saber si es justo o no que la propiedad o el capital esté concentrado en unos cuantos y si de este acaparamiento no nace precisamente toda la materia penable.
Veamos otro ejemplo: las leyes constitucionales decretan el disfrute de lo que se denominan derechos civiles y políticos en la mayoría de edad, pero no se preocupan de la capacidad moral del ciudadano, que desde ese momento puede ya elegir a los legisladores, ejerciendo el sufragio, aunque no posea la más ligera noción de la gestión gubernamental. Puede ser un pícaro, un cobarde, un hipócrita, un alcohólico, poseer las ideas más retrógradas, las más perversas, ser analfabeto o ignorante... la ley se desentiende en absoluto.
Consideremos el matrimonio, que juega un importante papel en el derecho actual. Por él, dos seres se unen para toda la vida donde no existe el divorcio y, siendo éste vigente, por un periodo más o menos largo. Pues bien, siempre resultará que el marido ejercerá una autoridad de la que la mujer raramente puede librarse. La ley no se inquietará por saber si es una unión de amor o un desposorio de conveniencias, un acoplamiento arreglado por familias más atentas a los intereses que a los afectos. No indagará si hay engaño, disimulo de carácter y temperamento; si los que van al tálamo nupcial pueden cumplir sus naturales funciones; si, en fin, les guía la inspiración de una profunda y mutua simpatía o bien se dejan arrastrar por un entrenamiento sensual y pasajero. Una vez más la ley es inflexible y ciega. Se limita a decretar, pero no quiere discurrir sobre sus designios.
Un criminal, por un delito cualquiera, comparece ante el tribunal. mecánicamente, un juez, generalmente de origen y educación burguesa, le infligirá la pena prescrita por el Código. Solamente, en algunos casos, y gracias al juego de las circunstancias atenuantes, arbitrariamente y con frecuencia erróneamente aplicadas, disminuirá el castigo. Embutido en su lujosa toga, el defensor de la sociedad y de la ley no inquirirá la educación, las influencias hereditarias, las peripecias de la vida del acusado; no se preguntará sí, antes de caer en las mallas legales el delincuente, resistió a muchas tentaciones, ni si la misma sociedad fue quien le impulsó al delito imputado. La ley condenará. Tal es su misión.
Nuestra aglomeración de hombres — dicen los legatarios — no puede subsistir sin leyes escritas, regulando los deberes y los derechos de cada uno, fijando las infracciones, determinando los castigos. A las leyes, a la ley, expresión ideal, el ciudadano debe obedecer como el creyente religioso obedece a la divinidad. A los comentadores de la ley debe la misma respetuosa deferencia que los fieles a los intérpretes de la voluntad divina. Se reconoce, pues, al ciudadano modelo por la conformidad de sus actos externos con la ley, estando siempre dispuesto a sacrificar estúpidamente por ella su independencia, sus aspiraciones personales las más legítimas y hasta sus afecciones. Dura lex, sed lex.
Un ideal humano: el perfecto ciudadano, el ser que obedece la ley. Por eso la educación que el Estado dispensa con gran premeditación, está exclusivamente saturada de respeto hacia los hechos, los gestos y los hombres que consagran, protegen y perpetúan las cosas reconocidas y fundadas en la ley.
Un ideal moral: la ley, una abstracción esencialmente restrictiva de las necesidades y aspiraciones humanas.
Un ideal social: el Estado, una sociedad en que las relaciones humanas se conciben y realizan exclusivamente en los límites establecidos por la ley o por el hecho legal.
En oposición aparente con las teorías de los reformadores religiosos y legatarios, con el fin evidente de suplantarlas, se levantan estos últimos poderosos, que fundan la vida de las aglomeraciones humanas en el arreglo de la producción, de la distribución y del consumo de las subsistencias. Son los socialistas.
Aunque al socialismo colectivista, científico, se atribuye orígenes recientes, y el comunismo, que es un matiz de aquél, no quiera remontarse más allá de principios del siglo XIX, es indudable que las diferentes escuelas socialistas cuentan numerosos precursores, sobre todo entre las sectas cristianas de la Edad Media. En Francia, en Alemania, en los Países Bajos han abundado los socialistas o comunistas que pretendían extraer de las ideas evangélicas sus teorías de igualdad económica, de comunismo en la riqueza colectiva. Los episodios históricos son una prueba suficiente, aunque nos lleguen bajo una forma legendaria, truncada o desfigurada por la malignidad de los cronistas contemporáneos. Además, los anales judiciales también nos enseñan algo y, a pesar de la parcialidad de su jerga jurídica, calificando de malhechores o de poseídos del demonio a esos precursores condenados a muerte, es fácil adivinar la verdad, ya que no reestablecerla rigurosamente.
Por otra parte, la idea de igualdad económica ha persistido siempre latente entre los cristianos heterodoxos; es una tradición que parece remontarse a la aglomeración judeo-cristiana de Jerusalén que, al día siguiente de la desaparición de Jesús de Nazareth, se constituyó en agrupación colectivista voluntaria. El socialismo y el cristianismo preconizan el amor entre los hombres para que todos puedan gozar del banquete de la vida sin otro esfuerzo que su adhesión exterior al programa o al credo. Así, puede afirmarse que la forma científica del colectivismo o del comunismo contemporáneo, no es más que una adaptación, bajo otra terminología, del cristianismo, y sobre todo del catolicismo. El socialismo es la religión del hecho económico.
Bajo su forma actual, el socialismo se afirma y pretende probar que el problema humano consiste únicamente en una dificultad de orden económico. El hombre en sí no le interesa, sino en su doble función de productor y consumidor y la sociedad funcionaría perfectamente desde el momento que los socialistas pudieran organizar el trabajo y repartir los productos.
Numerosos son los medios propuestos para llegar a este resultado, según las épocas y las razas, pero para explayar más la idea que acabamos de iniciar, añadiremos que el socialismo y el catolicismo agrupan todos los temperamentos, caracteres y mentalidades imaginables bajo un lazo puramente exterior. Los socialistas afirman de un modo infantil que si dispusieran del poder necesario para administrar la sociedad, de grado o por fuerza aplicarían sus doctrinas.
A la hipótesis socialista, que hace depender todos los detalles humanos del hecho económico, objetaremos que, sin olvidar un sólo instante tan trascendental factor, que implica el principal problema de sustentación, no podemos, sin embargo, atribuirle todos los sucesos históricos que, según las circunstancias, han tenido tan pronto un origen político como un motivo religioso o un móvil económico, y eso sin tener en cuenta las influencias climatéricas. El ejemplo del error de la metafísica socialista lo tenemos precisamente en que periodos de la filosofía, las artes y la literatura indican de un modo preciso el poder determinante de la religión.
A pesar de un antagonismo aparente, los medios propuestos para conquistar el poder se completan. Entre los socialistas, los unos quieren la violencia revolucionaria para ampararse de la administración social y los otros el boletín de voto para llegar más rápidamente a la conquista de los poderes públicos. En Francia y en los países latinos, el socialismo se proclama materialista y es ateo y sensualista violentamente. Hay que exceptuar el movimiento francamente cristiano social o protestante. En Alemania es monista y haeckeliano. En los países anglo-sajones congenia con el cristianismo y no es raro ver alguno de sus prohombres predicar el sermón del domingo en algún templo independiente. En Francia fraterniza con los antimilitaristas y los sindicalistas ácratas. En Alemania es jerárquico y huye de los anarquistas como de la peste.
En todas partes, en tiempo de elecciones, y para no asustar al pacífico ciudadano que ejerce sus derechos, el candidato socialista sabe adaptarse, cambiar la casaca de antimilitarista por la del pacifismo y hacer el caldo gordo a los capitalistas de la circunscripción. También el catolicismo tiene sus confesores de inflexible autoridad y otros de manga ancha que se prestan a maravilla para absolver los dulces pecados de las mundanas.
Todo esto es lógico, pues lo que importa es la organización, la producción y la repartición, que es cuestión de cifras, bien por los procedimientos de los socialistas revolucionarios y antiparlamentarios o bien por la saturación lenta y progresiva de las masas, según la aspiración de los oportunistas. El socialismo es bueno para todos. Ninguna importancia se da a los sentimientos religiosos y patrióticos ni al mantenimiento de los prejuicios privados. Cuanto mayor sea el número de los socialistas, más cerca estará su gran ciudad, no sin haber atravesado antes todas las fases del progreso y retroceso inseparables de un movimiento de vastas colectividades. No se tiene en cuenta el valor personal, la mentalidad. En tiempo de escrutinio tanto vale el boletín de un alcohólico como el de un genio. Además, los impacientes del socialismo nada deben reclamar, puesto que su minoría ya tiene también sus representantes en las juntas del partido.
Sería pueril negar la influencia que éste ha alcanzado, suscitando en el fondo del proletariado y en muchas almas generosas parecido entusiasmo y esperanzas que el cristianismo levantó entre los esclavos del imperio romano. En los tiempos de superstición, mientras el prestigio de los dioses se debilitaba, el cristianismo proclamó por la boca de sus apóstoles, en principio ardientes y desinteresados, que delante de Dios, creador de cielos y tierra, todos los hombres eran iguales, halagando así la ilusión de los desherados.
En nuestros días, que a medida que la instrucción se extiende más disminuye el respeto al pasado, el cristianismo está en quiebra y el socialismo se preocupa de las necesidades inmediatas, reduciendo la cuestión social a una cuestión de alimentación, mayerfrage (expresión del socialismo alemán en el tiempo en que fue escrito este libro. Nota de Chantal López y Omar Cortés).
En una sociedad donde incesantemente se afirman nuevas necesidades, a veces artificiales, pero que reclaman satisfacción, no es extraño que el socialismo halle eco, tanto más que para propagarlo y comentarlo no le ha faltado ni talento ni abnegación.
Se resume así:
Un ideal humano: el perfecto productor y consumidor, cuya vida integral consistiría en adaptarse a una organización de la actividad productiz que le permitiese asegurar la satisfacción de sus necesidades materiales. la enseñanza socialista tiende a relacionar con el hecho económico todos los aspectos del desarrollo de las sociedades humanas, incluso el ético.
Un ideal moral: el derecho para todos a la subsistencia, con la desaparición de los diversos matices de la desigualdad, fruto del capitalismo, y la abolición de la propiedad, fruto de la explotación. Todo esto con variedades, según las diversa escuelas.
Un ideal social: el Estado colectivista, o la sociedad comunista, en que las relaciones humanas estuviesen determinadas por la reglamentación matemática o científica de la vida individual. Quedaría desterrada la competencia económica y la lucha por la vida.
Bajo este nombre se manifiesta una actividad revolucionaria, hostil a la acción parlamentaria y política, esforzándose principalmente en agrupar a los proletarios en sindicatos profesionales y de mantener en el mundo obrero una continua agitación. Los medios preconizados por el sindicalismo consisten en presentar a la clase patronal reivindicaciones siempre crecientes, aumento de salarios, reducción de horas de trabajo, etc., etc., y en empujar a la huelga en caso negativo, de modo a infligir pérdidas más o menos considerables a los capitalistas, que ven así inactivos sus elementos de explotación. El sindicalismo avanzado, adopta el sabotaje, la acción directa, el antimilitarismo y, como hijo que es del socialismo, fija la base de su concepción social en el hecho económico. Su éxito ha sido grande entre los elementos obreros revolucionarios, porque se puede decir que es el acicate de su mejoramiento.
Parecerá que después de haber hablado de los reformadores o transformadores de la sociedad, bajo el triple carácter religioso, legalitario y económico, la lista quede completa; pero examinando a fondo los proyectos propuestos, pronto se apercibe una laguna: los reformadores religiosos consideran al individuo como instrumento de la divinidad, los legalistas como función de la ley y los socialistas como máquina de producir y consumir. Ninguno le da valor personal por sí mismo, sino como responsable ante las abstracciones que cada uno sostiene, pretendiendo hacer de él el fin de sus designios. A llenar el vacío individual viene precisamente el anarquismo. Mucho se ha divagado sobre el valor y la significación del movimiento anarquista. Con razón o sin ella se le ha catalogado, asimilándolo al terrorismo y al nihilismo, uniéndolo al socialismo y formando su vanguardia, englobándolo al sindicalismo revolucionario y haciéndolo sinónimo del individualismo. Se le ha hecho proceder de Babeuf, Saint-Simon, Fourier, Proudhon, de la Internacional y del cristianismo original.
Vamos a intentar aclarar esta confusión, deseada por algunos y explotada por otros. No pretendemos formular un dogma o proporcionar las bases de un código anarquista. Nuestro plan rechaza toda idea de explusivismo, pues consiste en presentar opiniones, tesis y hacer conclusiones que se pueden verificar para ser admitidas o rechazadas.
El vocablo anarquía viene de dos palabras griegas que significan negación o ausencia de gobierno; de autoridad, de mando. En el sentido de desorden no nos interesa, pero debemos reconocer que la significación de reglamentación le es completamente exótica. Según su fisonomía verbal el término anarquía es esencialmente negativo o crítico, y nunca positivo o constructor. Sin embargo, por extensión se le ha hecho designar una concepción filosófica de la sociedad, sin obligación ni sanción autoritarias.
El anarquista es el protagonista o realizador de las ideas y de los hechos consiguientes a la anarquía, y el anarquismo no es más que el procedimiento, la descripción ideal, el punto esencial especulativo y práctico para llegar al más allá.
Creemos que prácticamente puede considerarse como anarquista a todo el que después de una reflexión seria y consciente, rechaza toda coerción gubernamental, intelectual y económica, o sea toda dominación, cuyo corolario económico es la explotación del hombre por el hombre, del hombre por el medio o del medio por el hombre.
El primer anarquista fue sin duda el que deliberadamente reaccionó contra la opresión de otro individuo o de una colectividad. Por esto es fácil definir el origen histórico del movimiento anarquista. la leyenda y la historia citan a Prometeo, Satán, Jesús, Epicteto, Diógenes, Robin Hood, considerados bajo diferentes aspectos tipos anarquistas. Los principios filosóficos del anarquismo actual parecen remontarse al Renacimiento, o más exactamente a la Reforma, que abriendo los espíritus al libre examen en materia bíblica, traspasó el límite de sus iniciadores y condujo a la difusión de la crítica en todos los dominios intelectuales. Nació el libre examen; pero, en lugar de desarrollarse hasta la crítica racional de las instituciones y de las convenciones humanas, quedó convertido en un medio político, no siguió el impulso de sus más decididos propagandistas y se retardó en la disección de las fábulas pueriles, sobre las que los cristianos ortodoxos edificaban sus creencias.
Llegó, por fin, el movimiento anarquista, completando y acabando la obra del libre pensamiento, sometiendo al análisis individual los reglamentos, las leyes, los programas de la enseñanza, las condiciones económicas y las relaciones sociales de toda clase, alcanzando a ser definitivamente la oposición más peligrosa que han encontrado las tiranías gubernamentales.
Inexactamente se pretende hacer depender la historia de la anarquía del movimiento obrero que, bajo el nombre de la Internacional, floreció hacia el fin del reinado de Napoleón III. El odio en las invectivas con que el gran profeta del socialismo, Karl Marx, persiguió a Miguel Bakunin, no tuvo por causa divergencias profundas intelectuales o éticas. Bakunin y sus amigos fueron expulsados de la Internacional porque se mostraron federalistas, descentralizadores, insurreccionales, hostiles a la forma estadista o a la conquista parlamentaria a que se inclinaba la actividad socialista. Los amigos de Bakunin, los federalistas, se proclamaron abiertamente colectivistas, y algunos de ellos reprochan hoy al socialismo de haber acaparado este calificativo. Tradujeron y propagaron en los países mediterráneos la obra de Marx, El Capital. Ciertamente, Bakunin fue un anarquizante, violento con frecuencia y profundo a veces, bastante más que no lo han sido muchos de sus continuadores; pero si se estudia detenidamente el movimiento de la Federación Jurasiana, se encontrarán todas las reminiscencias del socialismo de antaño, creencias en la igualdad, en la fraternidad humana, ideas de solidaridad y amor universales, sociedad futura, revolución salvadora y transformadora, concepciones todas que el anarquismo somete al análisis individual, a pesar de que específicamente nada tienen de anarquistas. La verdad es que los federalistas de la Internacional se mostraron anarquizantes en cuanto a la concepción de la táctica y de la organización del movimiento socialista y nada les diferenciaba de los socialistas revolucionarios de entonces.
Fuera del partido y antítesis viviente del socialismo, como esperamos irlo demostrando en el trascurso de estas páginas, los anarquistas se encuentran en completo desacuerdo con la sociedad actual. En todo momento y ocasión hacen valer su personalidad y no se dejan arrastrar por la necesidad, la envidia, el prurito de parecer que caracteriza a los hombres de nuestros días. En primer lugar, el anarquista está en camino de ser, y si niega la ley, se levanta contra la autoridad de sus representantes, contra los actos ejecutivos de la sociedad, es porque afirma poder servirse de su propia ley y encontrar en sí mismo el resorte necesario para conducirse sin ninguna intervención exterior.
Las sociedades donde el anarquista se desarrolla, necesitan para perpetuarse, para continuar existiendo, el auxilio de diversas especies de autoridad, como son: Dios, ley, riqueza, consideración, respectatibilidad, historia de los antepasados y toda clase de programas. El anarquista lo examina y considera todo, acepta o renuncia, según que las ideas propuestas o expuestas, estén de acuerdo o no con su concepción de la vida o sus aspiraciones individuales. En fin, todos los hombres se conforman con ser determinados por el medio y, en cambio, el anarquista se esfuerza bajo las reservas inevitables de orden físico, en determinarse por sí mismo.
Hemos visto que el anarquismo es la filosofía del anti-autoritarismo. El anarquismo individualista es una concepción práctica de esta filosofía, postulado que apercibe a cada uno de los que la siguen a traducir en su vida diaria y para sí mismo los actos y gestos consiguientes, sin ningún límite al desarrollo personal o al desplazamiento propio sobre el plano social, salvo naturalmente, el de invadir el terreno en donde otro camarada evolucione.
Desde luego que el anarquista individualista es igualmente negador de autoridad y de explotación, bajo sus diferentes y numerosas formas, odiando y despreciando a la vez todo cuanto mantiene el dolor humano y le impide proseguir su mayor liberación sin descanso ni fatiga.
El movimiento anarquista individualista consiste, pues, en una actividad intelectual que se extiende a todos los dominios del saber, tratando de resolver en beneficio del individuo conscientemente ácrata, los problemas concretos de las manifestaciones de la vida, creando entre sus adeptos, ya dotados de un temperamento especial, un espíritu de crítica permanente e irreductible en frente de las instituciones que enseñan, mantienen y preconizan la tiranía de unos hombres sobre la resignación de los demás. Y puesto que por los hombres conocemos las instituciones, justo es que midamos a ambos con el mismo rasero.
El pensamiento director estriba, pues, en impulsar a los que se han asimilado a la idea anarquista, a que sientan el deseo imperioso de vivir las fases de su vida diariamente, fuera de toda autoridad exterior y de toda institución impuesta y no ejerciendo influencia coercitiva alguna sobre los demás camaradas que conciben de modo distinto los detalles de su existencia cotidiana. En fin, es hacer de cada anarquista individualista un propagador personal de las ideas esclarecidas, una especie de antorcha luminosa en las tinieblas de la autoridad, cuya llama y calor son destructivos de toda tendencia dominadora.
En resumen: la tendencia es suscitar en los individuos el mayor conocimiento, en el sentido de experimentar, demostrar y asimilar el anti-autoritarismo en las diferentes etapas de la actividad humana; ética, intelectual, social y económicamente. Y en la resolución personal, anarquista, de los problemas que plantean las manifestaciones de la vida en general.
Entre los individualistas hay unos partidarios del aislamiento, porque así se creen más fuerte, pues la autoridad — dicen — cuando ataca es más enérgica contra los asociados y más débil cuando se defiende. Además, cuando su obra de concierto, aún involuntariamente puede aparecer la traición. Otros afirman que la asociación permite obtener resultados bastante apreciables con menos esfuerzo y menos tiempo. En realidad, estas apreciaciones son cuestión de temperamento, pero cuando los individualistas se asocian por un interés cualquiera, no pierden de vista la salvaguardia de su autonomía en lo que son y en lo que tienen, pudiendo desde luego libremente también dejar la asociación en el momento en que cese la necesidad o el peligro que la haya inspirado.
El anarquismo individualista se diferencia del comunista de la Federación Jurasiana y sus continuadores, en que considera la propiedad del medio de producción y la libre disposición del producto como la garantía esencial de la libertad individual, que no puede existir sin esa plena posesión de los resultados del esfuerzo de cada uno y de los objetos de placer que forman una prolongación de la personalidad, quedando bien entendido que esta propiedad se limita sólo a la posibilidad de hacer valer siempre la extensión de la tierra o los útiles de producción indispensables a sus necesidades, bajo reserva para el poseedor de no poder disponer por ningún concepto del esfuerzo ajeno en la evaluación de sus facultades.
El hecho de que los instrumentos de producción, o el Capital, sean detentados por una minoría de poseedores actuales, o por el Estado, la colectividad o la comuna, es lo mismo para el individuo. Aunque los monopolios y los privilegios sean trasladados de las grandes asociaciones capitalistas a la comuna, el individuo se halla igualmente desnudo de recursos que antes. En lugar de hallarse dominado económicamente por la minoría capitalista, lo es por el conjunto comunista. Nada le pertenece, es un esclavo.
Es sólo por la posesión de su producto, y la facultad de disponer de él a su gusto, que el productor deja de ser un dominado, un explotado. Sólo un método paréceme asegurarle este resultado; y es que consiga que, todo cuanto el individuo posea, sea el resultado de su esfuerzo individual. este método de vida económico, me parece esencialmente anarquista y constituye el objeto de nuestra actividad o reacción para el ambiente.
Declarándome anarquista individualista, no comprendo por qué no podré serlo económicamente. El anarquismo individualista debe tener los recursos suficientes para orientar a los que se interesen por una solución netamente anarquista del problema económico.
El comunismo, ¿qué es en resumen? Es un sistema económico por medio del cual todas las riquezas naturales y todos los resultados del trabajo, producidos por cada uno, según sus esfuerzos, son distribuidos a cada uno, según sus necesidades, mediante un mecanismo dado, una oficina de estadística centralizadora, con el método de depositar y retirar los productos en común.
En régimen comunista, los individuos gozan de toda libertad, menos la de producir para ellos mismos y disponer, a su gusto, de sus productos, y cambiarlos con sus vecinos, fuera del mecanismo impuesto.
¿Qué tiene este sistema de anarquista? Esto es colectivismo disfrazado, liberalizado, endulzado y nada más. El individuo continúa sujeto a la colectividad. ¿En dónde la dignidad personal se encuentra salvaguardada?
Dadle vueltas al comunismo, en todos sentidos, y siempre llegaréis al punto que, de grado o por fuerza, el individuo deberá sacrificarse a la colectividad o a la democracia comunista.
Anarquista, mientras una sociedad no me permita comer, vestir, morar, difundir mis ideas a mi manera y sin control alguno — a condición de que no domine ni explote a nadie — consideraré su fundamento como autoritario.
¿Se ha definido seriamente el método depositar y retirar los productos en común? ¿Cuál será la forma de los depósitos: cuadrada, cilíndrica o piramidal? ¿Se mezclarán confituras, carbón, zapatos y patatas? Se necesitará un método de almacenaje para cada producto, para cada especie de utilidad. ¿Se llevará a los almacenes la materia bruta o la metaria elaborada? ¿Quién vigilará la calidad? ¿Cómo evitarse la superproducción? ¿Cómo remediarse el que los primeros lleven lo mejor y más de lo que corresponda? ¿Se registrará la casa de X, bajo denuncia, para verificar si no ha conservado o retenido parte de su producto o si lo que posee H ha pasado, o no, por el depósito? ¿Qué medios de verificación se emplearán? ¡Qué ejército de policías en perspectiva! Ante ello uno se pregunta en dónde estará la diferencia con la sociedad actual.
Por conscientes que se hayan hecho los individuos, desde el momento que su regla de conducta se basa únicamente sobre su interés o sobre la utilidad bien comprendida, no hay más que la violencia que pueda impedirles contravenir a una regla dada, cuando encuentran ventaja en hacerlo.
El comunismo sólo es compatible con la moral del renunciamiento o con el cristianismo, es decir, con una moral de esclavos.
Practicado en gran escala, el método de depositar y retirar los productos en común exige una administración de las cosas complicada e inquisitorial, como lo son todas las administraciones.
Descartado el comunismo, hay que dar con un método que, todo y no dejando subsistir ningún vestigio de explotación del hombre por el hombre, o por la colectividad, salvaguarde la dignidad individual, de acuerdo con el interés de cada uno, no lesione a nadie, cierre la puerta al parasitismo, a la ociosidad, a la pereza, no frustre a cualquiera el placer resultante de la realización de su propio esfuerzo, permitiendo al individuo el empleo más intenso de su facultad de iniciativa. Hasta que yo no encuentre otro mejor, el método de cambio de los productos, entre individuos o entre grupos, paréceme responder al desideratum.
Es evidente que, permaneciendo dueño de su producto, disponiendo de él a su antojo, el productor podrá elevarlo al grado de perfección y de calidad posiblemente imaginable. Y ya no será la obra anónima, abarrotada, cuyo destino se ignora.
La libre disposición del producto, entraña la posesión del medio de producción, de la herramienta y del suelo. En el sentido anarquista, la propiedad ha consistido siempre en la posibilidad de hacer valer — individualmente, por asociaciones sexuales o familiares, según las circunstancias — la extensión del suelo, indispensable a la unidad social, a condición de no hacerlo explotar, por nadie, a nuestro servicio, o arrendarlo.
Esta posesión del suelo no impide que, cada vez que haya ocasión, los anarquistas individualistas se unan para los trabajos de la recolección susceptibles de ser realizados en común.
El reemplazamiento gradual del vapor, por la electricidad, hace la fuerza motriz asequible, en gran cantidad, a cada uno. Cuanto más el trabajo se realice racionalmente, más se limitará a la producción de una alimentación y de abrigos higiénicos, de una morada y al medio de cambiar nuestros pensamientos. Para ello sólo habrá que perfeccionar lo existente y es indudable que una multitud de industrias inútiles y parasitarias desaparecerán.
¿Quién lo lamentará? Por mi parte prefiero la restricción de mis necesidades secundarias, o inútiles, a la restricción de mi pensamiento. Antes que productor y consumidor soy anarquista individualista y tiendo a renunciar a toda consumación que pueda hacerme esclavo. Nunca admitiré que se me obligue a contribuir a una producción, que se me antoje inútil, para el desarrollo normal de los egoístas, con quienes me asocie. Si no viajo y no recibo en casa visitantes alejados, no veo por qué se me ha de obligar a contribuir a los gastos de alimentación del tren rápido y de sus conductores. Sólo los que viajen y reciban visitas deberán preocuparse de la cuestión.
En cuanto a los medios a emplearse, para arreglar las condiciones del cambio de los productos, entre productores individuales o grupos de productores, los ignoro aún. Si este método es adoptado por los anarquistas, estoy seguro que será por libre acuerdo y nada, de cerca o de lejos, recordará la autoridad y la explotación. Esto me basta, y son los egoístas quienes deben arreglar los detalles de su actividad económica.
Además, una vez en posesión del medio individual de producción, poco importa el resto. Tanto mejor para mi vecino si, no haciendo trabajar a nadie por su cuenta, obtiene mejor rendimiento que yo, acaso porque su consumación es más considerable que la mía, acaso porque se preocupa de dar a su trabajo una mayor distinción personal. Tanto mejor para aquellos con quienes cambia, no dinero, sino productos, si su calzado está mejor acabado, su trigo maravillosamente molido, sus libros lujosamente impresos, sus vestidos artísticamente presentados, con higiene y comodidad y sus frutos son deliciosos.
Esto no puede más que incitar a los demás a trabajar mejor, sirviéndoles de estimulante. Tanto mejor para el que obtiene en cambio más productos o más finos, pues es equitativo que cada uno aproveche todo lo que pueda su esfuerzo individual. No podré sentir celos y, mucho menos no interviniendo yo en su consumación, así como él tampoco participa en mi producción. La determinación de las necesidades es cuestión de apreciación personal y tal objeto de consumo que a mi me parece indispensable, para otro es superfluo. Me parece equitativo que quien consuma más produzca también más y rehuso en buena inteligencia, yo que consumo poco o que razono mi consumación según mi concepto, producir para el camarada que gasta mucho, empleando un método que me desagrada. Esto no seria compañerismo sino explotación.
Por otra parte, la preocupación mayor de los societarios futuristas en pequeño o en grande, es restablecer el equilibrio de toda actividad. Queda bien determinado que el productor depositará toda su producción en el almacén colectivo, en la comunidad o en la modesta dependencia de las provisiones. Se pueden también preveer funcionarios colectores que se hagan cargo de los productos remitidos al delegado, a la dirección de cada taller o sección, y los centralizaran. El reparto se hará entre todos con o sin verificación. ¡Vaya por la altivez individual! El sueño comunista, el logro de la igualdad quimérica que implica la negación del individuo, puesto que igualdad equivale a nivelación, es hacer de la dependencia del medio un método inevitable, bajo pretexto de que es más racional, en lugar de considerarla como un accidente que puede evitarse; es decir, en principio, el sacrificio del individuo a la masa. Mas yo pretende que el anarquista individualista sea un ser arrogante que no se sacrifica ni exige a nadie que lo haga, aunque él obtuviese algún provecho. No abandonará benévolamente a todo el mundo el producto de su esfuerzo, sino que lo cambiará o cederá gratuitamente a quien más le plazca.
No habiendo necesitado concurso alguno para transformar en objeto de consumo la materia bruta o ya trabajada y obtenida como cambio o donación, no tendrá tampoco que rendir cuentas. El compañerismo se fundamentará en lo que la misma experiencia nos enseña, o sea, que cuanto más independientes somos, cuanto menos debamos a los demás, mejor y más libres nos encontramos.
Para imponer el sacrificio del esfuerzo individual al medio, la autoridad o la sugestión son necesarias. Para retirar del individuo el mayor resultante de su propio trabajo, se ha de recurrir a la violencia. Luego el restablecimiento del equilibrio de toda actividad, o sea la nivelación, postula la fórmula del Estado regulador.
Yo no sé si es posible un estado de cosas mundial o territorial en que exista en principio el equilibrio. Yo no pretendo más que indicar las diferencias que separan el individualismo y el comunismo anarquistas. El primero reposa sobre una base esencialmente moral: en primer término y sobre todo el individuo libre, independiente del medio, aunque sea en su detrimento material. El segundo, hipnotizado por las condiciones en que opera la producción, trabajo colectivo, por instrumentos accionados por una fuerza motríz común, no considera al individuo en oposición constante conel medio desde el momento en que se trata del aumento de bienestar no se habla más que de concesiones. Se adopta el lenguaje de la pequeña burguesía bajo el pretexto de que es más razonable, más científico, fijar la atención en el interés, en el menor esfuerzo, y en toda suerte de sentimientos más bajos que elevados.
Soy, por mi característica, incapaz de sentar una premisa, sin llegar, a la vez, a las conclusiones a que la experiencia, o mis reflexiones, me lleven. No soy de los que escriben para hacer triunfar sus opiniones, sino para inducir a otro a la reflexión.
Desearía que se comprendiera bien que, hablando de los anarquistas y de las relaciones individuales entre ellos, no hago alusión alguna a los anarquistas tal como ellos podrán ser cuando yo deje de existir. Los anarquistas que me interesan son los que conocemos, los que he conocido y frecuentado, tal como ellos me han parecido. Sólo los anarquistas del presente me preocupan.
Declaro, francamente, que ignoro qué resultados podrá dar la educación distribuida sin discernimiento. No soy profeta, e indudablemente no veré nada de tales resultados.
La educación es una experiencia, un ensayo, y cuando la practico no lo hago para ser recompensado, estimado o considerado. Es porque los camaradas encuentran una satisfacción en ello, que me ayudan en mi propaganda anarquista, de libre examen. Es muy cierto también que yo aporto, al trabajo, el máximo de aplicación, de análisis y de razonamiento, pero es igualmente poir satisfacción, por egoísmo que lo hago. Si por hallar una satisfacción removiendo las ideas o exponiendo mis opiniones, me disminuyera interiormente, desde un punto de vista cualquiera, dejaría inmediatamente de hacerlo.
Se nos dice que el egoísmo o el individualismo anarquista, nos conducirá forzosamente a una especie de solidaridad. Nada nos prueba que el egoísmo bien razonado no pueda llegar a otra cosa que a la camaradería, tal como yo la concibo. este es un azar que no debemos pasar en silencio, si queremos evitar las desilusiones. El egoísmo anarquista me parece que llegará a la formación de una multitud de asociaciones de egoístas. Digo, me parece; no prejuzgo. Corresponderá a las asociaciones de entonces el adoptar tal o cual método de vida — intelectual, moral o económico — que más convenga a sus intereses. Creo también que, tanto menos se hará sentir la obligación del medio, más el número de los egoístas aislados aumentará. En todo caso a nadie le corresponde dictar, a la asociación o al individuo aislado, el medio a emplear para sentirse vivir. Es de presumir que, los egoístas anarquistas, no permitirán, en ningún caso, que nadie atente contra su dignidad individual.
Yo he bosquejado un compromiso entre la idea de asociación, el concepto del trabajo convertido en recreo, y nuestras pasiones individuales, puestas al servicio de la actividad humana y si me he interesado en las colonias comunistas ha sido porque creí ver en ellas una protesta enérgica, una revuelta práctica, de individuos seleccionados, contra la obkigada frecuentación de la masa repugnante que oscila entre el cretino y el arribista. Debo manifestar, no obstante, que las consideré sólo desde el punto de vista moral.
Nada queda de la famosa Fraternidad Internacional, de Blaricum, la mejor constituída de todas las tentativas edificadas desde la última década.
Las colonias comunistas han dado pésimos resultados, engendrando la suspicacia y la desconfianza. En cambio ha existido, no lejos de Nueva York, una colonia anarquista individualista denominada Modern times que ha practicado el cambio de los productos y el empleo de los bonos de cambio cuyo término hiere los oídos comunistas. Los que la visitaron quedaron siempre maravillados de la inteligencia reinante entre los colonos que la guerra de secesión dispersó.
En verdad, nunca acepté la fórmula a cada uno según sus necesidades, si no era con la restricción de que, el esfuerzo realizado por cada uno, sirviera de medida a la de determinación de sus necesidades.
Cualquiera que sea el grado de conciencia a que llegue un anarquista, nunca consentirá que nadie atente a su libertad individual, tanto en lo que es, como en lo que tiene. Al que intente oprimirle le opondrá una resistencia activa, siempre que no fuera tolstoyano, y, entonces, este seria ya otro punto de vista. Nunca una asociación de egoístas permitirá a nadie que venga a usurpar su bienestar, aunque sea económico. Ella resistirá al agresor. La resistencia a la opresión es el corolario lógico de la libertad del individuo, como de la asociación.
En tiempo futuros como en la actualidad, el método más simple, para eliminar a un individuo de un grupo, del cual sea un factor de desarmonía, y dado que no quiera eliminarse él mismo, será la expulsión. Esto acongoja el alma. Pero, se comprende que ello se realizará después de haber agotado todos los medios de persuación posibles. Creo, no obstante, que en lo sucesivo uno se volverá lo suficientemente consciente para retirarse de un medio, cuando vea que está de más en él. Debemos tener presente que esto es sólo una esperanza y que hay que contar con el azar, es decir, con el hecho de que un individuo quiera demorar en un medio, en el cual no se le quiere, debido a que su interés se lo determine. Todo método de vida práctica, que prescinda de este azar, es defectuoso.
Desde el punto de vista económico, como desde los otros dominios, la dificultad esta en encontrar una solución que haga inútiles e imposibles las luchas entre anarquistas. Se aproximaría a ello todo método de vida que no atentara a la dignidad personal, no restringiera el libre ejercicio de la iniciativa individual y en el que la suspicacia y la desconfianza no intervinieran en la determinación de las necesidades de cada uno.
No debemos de olvidar que, el anarquismo individualista no es para los ineptos del esfuerzo. No se nace anarquista, sino que uno se hace tal por razonamiento, por sentimiento, por observación, por análisis y por sensibilidad. Pero, siempre es necesario el esfuerzo. Es presumible que, sin haber llegado a un grado de conciencia muy desarrollada, los débiles de entre nosotros comprenderán, por su interés, que no deben reproducirse. Durante el periodo de transición encontraremos un interés — para evitar todo factor de desarmonía — en procurar, a aquellos de los nuestros, desheredados por la naturaleza, ocupaciones en relación a su grado de fuerza física. Del mismo modo hallaremos interés — ya que podemos caer enfermos — en cuidar a aquellos de los nuestros atacados por una enfermedad, no obstante las precauciones de higiene que hayan adoptado. Y concluyo.
Compréndase que correrá aún mucha agua por debajo de los puentes, antes que se levante la aurora de una sociedad anarquista. ¿Quién sabe si ella llegará a existir? Lo importante es, pues, vivir su vida enseguida, sentirse vivir.
Creo que con lo dicho basta para responder a los que acusan a los anarquistas individualistas de no tener ningún método de vida económico, para oponerlo al comunismo. Tan incompleto como sea este estudio, él es suficiente para indicar que el anarquismo individualista, que garantiza la dignidad individual, desde el punto de vista intelectual y moral, posee bastantes recursos para garantizarla desde el punto de vista económico. Por otro lado estimo que, todo aquel que actualmente cambia un producto con otro, sin preocuparse de la valorización que le atribuya el medio y sin intermediario alguno, realiza, económicamente hablando, un acto materialmente anarquista.
Concede un lugar secundario al interés económico. Antes una choza, un vaso de agua y un puñado de castañas, que la labor en común con quien no place. Que toda la civilización perezca con sus casas de seis pisos, sus ascensores, sus aeroplanos, sus rápidos, su telegrafía sin hilos y sus monstruos marinos de guerra, si todo esto debe aumentar la dependencia del individuo.
En resumen, se presenta:
Un ideal humano y moral: el individuo negador de autoridad y de su corolario económico: la explotación; rehusando ejercerlas; el ser cuya vida consiste en una reacción continua contra un medio que no puede ni quiere comprenderle ni aprobarle, puesto que los constituyentes de este medio son los esclavos de la ignorancia, de la apatía, de las taras ancestrales, del respeto a lo establecido. Tiende, además, hacia la realización de un nuevo tipo: el hombre que no necesita ninguna reglamentación o violencia exterior, porque posee bastante potencia de volición para determinar sus necesidades personales y guardar su propio equilibrio.
Un ideal moral y social a la vez; una sociedad donde los hombres determinasen su vida bajo los aspectos intelectuales, éticos, económicos, por un contrato libremente consentido y aplicado, respetando la libertad de todos sin molestar la de cada uno, implicando especialmente bajo el punto de vista económico: propiedad del medio de producción y libre disposición del producto, considerados como garantía esencial de la autonomía personal.
Puesto que todos los sistemas de renovación social relegan al último término al individuo, es muy natural la indiferencia u hostilidad del anarquista hacia los mismos, puesta que considera los seres y los hechos de modo muy distinto.
En vano los reformadores religiosos afirmarán que los designios supremos de la sabiduría divina son la realización cordial entre los humanos, suprimiendo las desigualdades de fortuna y educación y que las etapas dolorosas de la humanidad son indispensables a su perfección para llegar con fe inquebrantable al reino de Dios, sinónimo de armonía equitativa y fraternal; el anarquista preguntará por qué medios tangibles este Dios todo amor les comunica su pensamiento, qué nociones científicas tienen de su existencia y cómo la ejercita.
Acosados los últimos representantes del misticismo religioso, acaso contesten que Dios es un sentimiento interior del ser humano, una categoría ideal que avanaza, aunque todavía no se haya manifestado completamente. Esta explicación y otras tan nebulosas podrán satisfacer a los creyentes excesivamente piadosos, pero de ningún modo a un espíritu abierto. Para el anarquista, todo ideal es creación de la voluntad humana, una manifestación del pensamiento individual, un fenómeno de la vida interior, una aspiración personal. Luego esta afirmación es a la par negación divina y evidencia de que Dios es un sofisma.
Yo soy ateo y enemigo irreconciliable de toda concepción monoteista y politeista y lo soy sobre todo en mi calidad de anarquista individualista y no porque los supuestos representantes de Dios sean a veces detestables, pues también hay otros, aunque en minoría, que son superiores a la moralidad media general. Estoy muy persuadido de que los humanos están determinados por su temperamento para dar gran importancia a las inconsecuencias de los cristianos, de los musulmanes o de los budistas, o a las diferencias que la vida diaria de algunos anarquistas puede presentar con las teorías de que hacen gala. Es más fácil abstraerse cerebralmente del medio, que triunfar de las solicitaciones que este hace a los sentidos y cada vez me siento menos inclinado a lanzar la piedra a los que no pueden realizar una teoría que está por encima de las fuerzas humanas. El que un cura no pueda guardar su voto de castidad no me hará dudar de Dios, como tampoco me haría repudiar la anarquía un absceso de celos por parte de un anarquista. Mi conclusión es que ambos han presumido demasiado de sus fuerzas y han hecho intervenir sus teorías con actos completamente extemporáneos, propios del temperamento, que no quitan valor intelectual y social a las ideas. Puede haber deistas voluptuosos y anarquistas celosos y yo no me creo con derecho a condenarlos; lo único que he de desear, si convivo con ellos, es que se manifiesten tal como son.
Tampoco soy ateo a causa de la imposibilidad en que se encuentran los deistas para contestar a las objeciones del librepensamiento vocinglero. Las afirmaciones teológicas proporcionan a este muchos argumentos para sus bellas declamaciones oratorias. Tomando, por ejemplo, el problema del sufrimiento, se dice que si Dios no lo evita es porque no quiere o no puede y, por tanto, la existencia del dolor sobre la Tierra desmiente los atributos de bondad, omnipotencia y de sabiduría de ese vertebrado y gaseoso a la vez. Estas razones, que parece aplastantes, no me impresionarian si fuese deista y alzaría las espaldas con bastante buen sentido si se me hablase de los atributos divinos, de la creación o de la cuestión del mal. Yo me diría que estas cuestiones son el producto de la imaginación humana y que nada tienen de común con la realidad. Dios, la causa primera, inteligente, la causa permanente y consciente, creadora y activa tendría, a mi modo de ver, si existiese, una concepción de la vida en general muy diferente a la nuestra, pobres parásitos terrestres. No soy, pues, un ateo por razones escolásticas. Tampoco lo soy científicamente y, para evitar todo equívoco, he de hacer constar que no confundo la ciencia, conjunto de observaciones prácticas, de aplicaciones provechosas y útiles con la Ciencia especulativa (con mayúscula). De la ciencia, Haeckel dice que es imposible sin hipótesis y Henri Poincaré proclama esta indispensable. De acujerdo con los filósofos contemporáneos eminentes, yo creo que el hecho científico es un fenómeno social, humano, esencialmente relativo, cuya explicación varia según la mentalidad de aquellos a quienes interesa. Si yo me ocupase profundamente de la ciencia, sometería con la misma severidad a la crítica las hipótesis religiosas y las científicas. Reclamo el derecho a dudar de la existencia de Dios, del Átomo y del Ether hasta que los haya contemplado y observado por mi mismo y rehuso oponer una hipótesis a otra, aunque tuviera la simpatía propia, la de una colectividad o la de la masa.
Mi ateismo no es más que la consecuencia de mi anarquismo. Puesto que la inteligencia humana no puede ocncebir a Dios más que como un superhombre dictador, autoritario y despótico, yo no puedo aceptarlo, pues lo mismo me repugna un patrón del universo que un patrón del taller. Bakunin dijo: Si Dios existe, el hombre es esclavo, y si el hombre es libre, Dios no existe. No voy a discutir aquí lo que debe entenderse por libertad del hombre, pero si afirmaré que, aspirando a ser libre, Dios no puede existir para mí. Repito con Proudhon que Dios es el enemigo del hombre y, por tanto, no hay conciliación posible entre mi antiautoritarismo, mi odio a la dominación, mi rebeldía contra la explotación y contra cualquier concepción divina.
No solamente niego a Dios si no que además no le necesito. Para tener conciencia de mi vida, para desarrollarme física e intelectualmente, para constatar, meditar, moverme, amar y ejecutar cuanto me atañe, no me es necesario un creador providente y legislador. Puedo conocer una vida interior, profunda, que resista a las desilusiones procedentes del exterior o de mis propios errores, y para perseverar y seguir la ruta individual, cosechando experiencias, apreciando goces, buscando la expansión completa de mi intelecto y de mis sentidos no me es necesaria la creencia en el Todopoderoso, producto efectivo del temor y de la ignorancia ancestrales. No detesto perversamente al creyente, y digo con benjamín Tucker: Aún viendo en la jerarquía divina una constradicción de la anarquía y siendo incrédulos, los anarquistas no dejan de ser partidarios decididos de la libertad de creer, y lo mismo que proclaman el derecho para el individuo de ser o elegir su propio médico, reivindican el de ser o elegir su propio sacerdote. Ni monopolio ni restricción en teología o en medicina. Añado que me presto a cooperar a una determinada labor con espiritualistas individuales, es decir, no pertenecientes a ninguna organización eclesiástica y adversarios profundos de las explotaciones y de las autoridades.
En vano los legatarios afirmarán que el objeto de la ley no es el de oprimir al individuo, sino el de asegurarle, según el contrato social, las posibilidades de vivir en sociedad, para lo cual codifica, cataloga y establece los deberes y los derechos que aseguran el buen funcionamiento autoritario. El anarquista, apoyándose en las pruebas históricas, demostrará que el dicho contrato ha sido impuesto siempre por una minoría de fuertes o de astutos, sacerdotes o magos, soldados afortunados o conquistadores, familias célebres o capitalistas poderosos. Jamás contrato alguno fue propuesto, consentido y aplicado libremente. Lo único que conocemos de la sociedad es su mecanismo de imposiciones y castigos, sus ejecutantes ysostenedores, sus policias y justicieros, sus tribunales y sus presidios y su enseñanza dogmática, deprimente, intolerante, tanto si se titula laica como si es francamente clerical.
El Estado es la forma laica de la iglesia, como ésta es la forma religiosa de aquél y estos dos enemigos siempre se reconcilian sobre el terreno de la dominación. Antes se condenaba a la hoguera a los que osaban negar la divinidad de Jesús, el misterio de la Trinidad u otro cualquier dogma; y hoy el que ataca violentamente, tan sólo de palabra o por escrito, los intangibles principios de propiedad, patria y los demás, en que se basan las instituciones civiles del siglo XX, también se verá fácilmente enredado en las mallas del código y amenazado de punición. El contrato social no es mas que la amalgama de morales trasnochadas y prejuicios ridículos, cuyo respeto se inculca en la escuela, a pesar de que es vacío de sentido en frente de los conocimientos actuales.
Examinando críticamente la cuestión de producción y consumo, el anarquista pretende que es ostensiblemente extremado en nuestra sociedad agrupar a los hombres por profesiones u oficios, que en régimen de exceso productor y explotación capitalista esta clasificación es arbitraria, peligrosa y hasta malsana. Por ejemplo, el productor de trigo o cereales, uno de los más útiles, hace vivir a su costa y a costa de los consumidores, a los intermediarios y corredores de toda especie.
Exaltar al productor en el estado actual es la consecuencia de un puro sofisma. Muchas veces produce objetos y valores inútiles o perjudiciales individual y socialmente. Los metalúrgicos de los arsenales, de las manufacturas de armas, de las fundiciones de cañones; los carceleros, los aduaneros, los cobradores de contribuciones e impuestos, los caga-tintas de la administración oficial; los obreros que fabrican bebidas alcoholicas y toda clase de venenos; los ferroviarios dedicados al transporte de tantos objetos de lujo superfluo, al de las provisiones adulteradas o al de los soldados que va a la matanza, ¿producen acaso todos estos funciones útiles? En vano los constructores de prisiones, cuarteles e iglesias se agrupan en sindicatos revolucionarios, en vano igualmente los que producen ametralladoras, fusiles y uniformes se adhieren a las Bolsas de Trabajo, pues no por este hecho dejará de ser funesta su producción.
Es innegable que una gran parte de los productores viven como parásitos de un gran número de consumidores que mantienen las necesidades artificiales en que la humanidad se desequilibra.
Místicos, legalitarios, socialistas, discurren sobre la solidaridad que unirá a los hombres; los primeros, porque afirman que Dios es el padre del género humano; los segundos, porque atribuyen a la ley la buena convivencia social y los últimos porque creen que la producción y el consumo tienen mutuos deberes y derechos ineludibles.
El anarquista individualista no se curva ante estas tres abstracciones. Fría y lealmnete somete a la crítica este formidable argumento: Solidaridad obligada no merece tal nombre. Y añade que, habiendo venido a la sociedad humana por el conjunto de circunstancias de un fenómeno natural, se encontró desde un principio en frente de condiciones morales, intelectuales y económicas impuestas sin discusión. Desde la más tierna infancia las instituciones y los hombres se coaligaron para determinarles a la resignación y a la solidaridad del medio ambiente. En la familia, la escuela, el cuartel y la fábrica se le predicó la misma virtud hacia sus semejantes. Solidario de los padres, aún en el momento de impedirle por fuerza el correr hacia la joven que despertaba sus sentidos, solidario del maestro que le retenía en verano largas horas en clase, mientras fuera las flores se abrían y los pájaros trinaban, solidario del superior militar que le imponía humillaciones y ejercicios estúpidos, solidario del patrón, a quien una hora de trabajo de los obreros venía a aumentar más y más la fortuna y el bienestar... Hay suficiente para comprender que tal solidaridad es sinónimo de esclavitud.
Por mi parte, una más detenida reflexión me enseñó que yo era tan esclavo de los de arriba como de los de abajo. El indigente que aclama la retreta militar, el guardián que retiene en la cárcel al desgraciado, el obrero soplón de sus camaradas, para conseguir una plaza de capataz; el policía, astuto para quitar la poca libertad a los infelices delincuentes; el aldeano que me mira con desprecio, porque prefiero pasearme por el campo mejor que respirar el aire viciado de fábricas y talleres; el sindicalista que con placer me vería despedido del trabajo porque me niego a ser su coasociado, todos estos seres afirman que yo les debo solidaridad y que por ellos y con ellos debo pensar, accionar, producir, es decir, consagrar lo mejor de mis facultades.
He reaccionado y, a este determinismo terrorífico, he opuesto el mío propio, no aceptando otra solidaridad que la que yo pueda debatir en previsión de las consecuencias resultantes. En vano los exaltados me objetarán que el agricultor devoto, el sastre radical, el empleado de correos socialista, el panadero conservador, el marino patriota son necesarios a mi vida, puesto que contribuyen directa o indirectamente a proporcionarme lo necesario a mi subsistencia. Yo replicaré que en las condiciones en que actualmente la sociedad evoluciona, estos diferentes miembros de ella no son sólo productores, sino también electores, a veces jurados, con frecuencia genitores de jerarquías oficiales y explotadores siempre que pueden; son partidarios de la autoridad y la emplean moral y materialmente en mantener por fuerza el régimen de solidaridad que sufrimos.
La solidaridad universal se revela realmente como un fantasma y la historia nos enseña que ha servido sobre todo para edificar dogmas y suscitar dominaciones. Para asociar temperamentos e intereses encontrados ha sido precisa la religión y la ley y, para que no fuesen letra muerta las relaciones que ellas determinaban entre los hombres, se erigieron los ejecutores, sacerdotes y magistrados.
En resumen, el anarquista aceptará voluntariamente la solidaridad que le convenga y se aislará siempre que se aperciba que practicándola se afirma más y más la dominación y la explotación en sus múltiples formas. El individualista va más lejos, pues ni siquiera se hace solidario de sus más caros amigos, cuando realizan actor cuya apreciación no está en el dominio de su juicio o de su temperamento. No sintiendo ninguna afinidad moral e intelectual por la sociedad, procurará rehuir como mejor entienda y pueda las obligaciones que ésta le impone. Su única preocupación consistirá en obtener siempre mayor libertad integral sin estorbar la libertad de pensar y obrar de los demás. Bajo este criterio determinará su vida, todos los actos de su existencia.
¿Existe algún lazo de parentesco entre el cristianismo y el anarquismo? ¿Pueden ambos conciliarse? ¿Puede sostenerse que si el cristianismo no se hubiera cristalizado en fórmulas y ritos y hubiera seguido su evolución normal, los cristianos se hubieran hecho anarquistas?
Nadie, de buena fe, podrá afirmar estas preguntas. Cuando se habla de cristianismo anarquista, social y hasta revolucionario, siempre se hace referencia al primitivo, pues hoy el oficial de las iglesias es el sostén del capitalismo y admirador de la violencia gubernamental. La gran dificultad estriba en la falta de documentos serios, probantes de la iniciación histórica del cristianismo, porque los datos concretos no aparecen hasta que el movimiento cristiano se transforma en una organización religiosa, en una iglesia que pretende conquistar el mundo, imponiéndole una supremacía espiritual y temporal, gracias a una jerarquía formidablemente dispuesta. En los comienzos, la gran preocupación consistía en asimilarse las creencias y supersticiones paganas, a fin de evitar las disensiones y las divisiones intestinas que servían de excusa a manejos políticos. Cuanto más se remonta el pasado, mayores son las conjeturas, las leyendas más inconsistentes y contradictorias. Ni siquiera encontramos una prueba indudable de la existencia de Jesucristo, y como el mayor interés de sus biógrafos consiste en favorecer y hacer triunfar las ideas del partido que representan, de ahí que sea difícil apreciar realmente la fisonomía el Redentor a través de sus cronistas.
Jesús, de nacimiento irregular, acaso con sangre griega en sus venas, parece haber tenido mayor resentimiento contra los pseudocreyentes judíos que contra los opresores romanos de la Judea. Empapado en la lectura de los grandes profetas israelitas, interesados acaso en el conocimiento de la filosofía griega, mecido seguramente desde la infancia por los Apocalipsis judíos, parece que se creyó llamado a renovar las profecías anteriores, puesto que antes de predicar la rebeldía contra los extranjeros, preconizó una revolución interior, de modo que hizo obra educativa antes que subversiva. Jesús se nos aparece como un hombre de origen modesto, educado en una carpintería, o en una granja, según E. Crosby, pero su propia reflexión y el efecto de los viajes le hicieron alejarse del contacto inmediato con la vulgaridad. A pesar de participar de muchas supersticiones, adoptando las teorías cosmogónicas de su época, parece haber poseído un alto valor personal y ejercido una seria influencia sobre los que le rodearen. Se nos presenta dotado de mucho sentimiento, de vivo entusiasmo, desligado de las concepciones mezquinas y aborreciendo el espíritu mercantil que hacia tan detestables a sus compatriotas.
No habiendo encontrado eco entra las clases acomodadas, excepto en dos o tres burgueses liberales o rabinos, Jesús reclutó sus amigos entre las gentes del mal vivir, caminantes, vagabundos, prostitutas y demás hampa, a los que se agregaron muchos de los judíos que esperaban la llegada del Mesías que les libertase del yugo de las legiones cesarianas. No tuvo mucho respeto por las leyes civiles y la propiedad, y la libertad de sus costumbres quedó manifiesta en el episodio de las dos hermanas a quienes amó tiernamente. En fin, con este puñado de amigos fanáticos y poco escrupulosos se lanzó al asalto de la imponente fortaleza en que se albergaban el formalismo y la hipocresía israelitas.
Como todos los reformadores religiosos, acusó con vehemencia los que habían pervertido el sentido primitivo de su religión, abandonando la vida interior y reemplazando el espíritu por la letra, o sea por el texto frío, estéril, que deseca y mata, pues la pretendida austeridad de los tales ocultaba un desenfrenado sensualismo. Y en oposición a la enseñanza oficial de los rabinos, Jesús adoptó probablemente lo que se basa en este consejo: Lo que hagas, no sea por obediencia, sino porque en tu fuero interno te parezca bueno.
Tal máxima, más nueva que comprendida, suscitó la atención de las gentes, que se apresuraron relativamente a rodear al joven propagandista demagogo, cuyas invectivas contra los poderosos y los ricos alagaban los cándidos oídos de los desheredados.
Sin duda, los sacerdotes y los burgueses se sorprendieron de la audacia de tal personaje, de sus costumbres dudosas y de sus discípulos también sospechosos, que afirmaban que es el individuo interior a quien debe considerarse y no a su apariencia exterior y que al propio tiempo les reicriminaba duramente en su posición social.
En la provincia obtuvo tanto éxito como en Jerusalén y se amaba su simplicidad; una barca, una terraza, un montículo le servían de cátedra. Su propaganda no fue ilimitada; se contentaba con sembrar palabras e ideas: Que el que tenga oídos para escuchar, escuche. La semilla puede caer al borde del camino, donde servirá a los pájaros, o en terreno pedregoso y será quemada por el sol; pero si cae en tierra fértil, producirá, centuplicándose. Su conversación atraía al pueblo; hablaba de campos, flores, cosechas y cielo estrellado. Como no era un asceta, su trato se hacia agradable y con toda clase de gentes se mezclaba en las calles para beber y comer. ¡Qué diferencia con los sacerdotes afectados de la Sinagoga!
Uno de los más bellos e imborrables rasgos de Jesús, fue su confianza y su paciencia para los que le seguían. Con gran voluntad pretendió educarles, excusándoles su cobardía, su ignorancia, sus mezquinas ambiciones y sus pueriles rivalidades. Nada le arredró, y aunque sus biógrafos pasan rápidamente sobre este aspecto, que es el mejor de su fisonomía moral, resalta, sin embargo, con tanto vigor, que eclipsa por completo y sin piedad a toda la serie de pretendidos milagros que los evangelistas describen tan prolijamente. El resultado fue que sus partidarios, aun no comprendiéndoles, no se separaron de él hasta el momento exclusivo del peligro.
Un día se produjo la inevitable crisis. Arrastrado por el entusiasmo y esperando probablemente una manifestación en su favor de una potencia extrahumana, Jesús se dirigió a Jerusalén en las fiestas de Pascua, cuando la población era incapaz de albergar tantos israelitas, procedentes de todos los puntos del Imperio romano. Entró en el Templo, arengando, discutiendo, provocando el tumulto. Bella ocasión para librarse del importuno y de las desagradables consecuencias que hubieran podido tener sus violentos discursos; pero sabedor Jesús de lo que se tramaba, se ocultó con algunos amigos y, acaso traicionado, fue pronto descubierto y detenido, y las autoridades romana y judia, puestas en seguida de acuerdo, decidieron su muerte, que sufrió con cierto desfallecimiento, al ver frustradas sus esperanzas de intervención divina y el abandono de sus discípulos. Para evitar que éstos hiciesen un profeta más, se tuvo buen cuidado de sorprenderles, ridiculizando a su maestro e inflingiéndoles un suplicio probablemente reservado de ordinario a los malhechores.
Pero, ejemplo siempre repetido, lejos de abatirse, el sacrificio les electrizó, reanimando su valor. Alucinados por la influencia moral que sobre ellos había ejercido Jesús, que contrastaba más aun con la irregular conducta que ellos seguían, sus adeptos se encontraron, se agruparon y dieron nacimiento al cristianismo Tal fue probablemente su origen, que se confunde con la personalidad de su iniciador. Que éste fuese un revolucionario, un anarquista, en el sentido de haber repudiado o combatido la autoridad sacerdotal, la moral hipócrita oficial, la ley escrita impuesta, es admisible, pero haciendo constar que su existencia histórica importa poco, aunque nosotros la demos por cierta. El hecho interesante es que es un momento dado de la historia, en Asia Menor, algunos hombres crearon un parecido individuo-tipo. Personalmente hemos oído afirmar a protestantes muy liberales, que Jesús era un ideal imaginado por el espíritu humano para responder a sus interiores aspiraciones.
Lo que hace difícil una determinación exacta del carácter social del cristianismo primitivo, es que inmediatamente después de la muerte presumida o real de su iniciador, sufrió aquel la influencia de un hombre muy instruido, judio de nacimiento, griego de educación, dialéctico de primer orden, gran polemista, entusiasta visionario y organizador consumado, que fue Saul de Tarse, o san Pablo, fundador del catolicismo. Conducido al cristianismo por circunstancias extrañas, bajo el imperio de una alucinación mística, recorrió el mundo romano presentando al Cristo como el dios desconocido a unos, y a los israelitas y judaizantes como una especie de tesis teológica.
El calvario del agitador galilco se hizo el rescate de la humanidad, separada de dios por el pecado original; la sangre vertida en el Gólgota simbolizó el último y supremo sacrificio exigido por la implacable justicia de Jehová: más tarde, Jesús se elevó hasta el rango de santo del Señor, Hijo de dios, persona de la Trinidad. Las comunidades cristianas se extendieron, los místicos se agregaron, y ante tal suceso, los griegos de Alejandría intentaron conciliar el cristianismo con sus ideas filosóficas, Jesús fue la encarnación del verbo, del logos, de la razón.
Dos principios viciaron al cristianismo en su origen: su odio, no del mundo sino de la vida y su sumisión ciega a la pretendida voluntad de dios. Hágase tu voluntad, exclamó Jesús en el jardín Getsemani y este es el abismo infranqueable que separa siempre de los cristianos a los hombres de iniciativa, independientes, refractarios, rebeldes. Inútil recurrir a los textos, no hay acuerdo posible. No aceptamos un ser sobrenatural, que sabe el número de nuestros cabellos, pero que nos niega el derecho de disponer de nuestra voluntad. Si fuese posible su existencia, nuestro primordial e imperioso deber consistiría en sublevarnos contra tal tiranía. Ni amos ni dioses que reflejen la imagen de aquellos. ¡La actitud del hombre arrodillado es propia de esclavos!
Además, el cristianismo ha valido en su época. Si en la historia de la humanidad tuvo influencia libertadora, sus méritos pasados no le disculpan de todo el mal que ha causado a los pensadores independientes, a los amantes de la vida. Nos parece ver aún en las piras sagradas y oír los desesperados lamentos de los infelices aherrojados en los lóbregos calabozos de las inquisiciones religiosas. Ante el recuerdo desfilan los católicos, los griegos, los protestantes, Torquemada, Calvino, Lutero, Enrique VIII, Loyola, el Santo Oficio, el Synodo ruso, las dragonadas angelicanas, las misiones...
Se conoce al árbol por sus frutos... Estos son, pues, los frutos amargos del cristianismo, como también son frutos podridos del mismo, el pietismo, las mojigaterías, el moraliteismo, toda la hipocresía, en fin, que no considera más que la apariencia, que no mira más que la respetabilidad, que quiere mutilar al individuo con el pretexto de librarle de las pasiones sanas que son la vida misma, no consiguiendo, a pesar de su tenacidad dogmática, más que formar seres desequilibrados, malsanos y viciosos.
Puesto que el anarquismo no es únicamente una filosofía, un sistema, un método, una actitud, sino que es además y ante todo una vida y una actividad, el anarquista se encuentra inmediatamente en contradicción violenta e inevitable con el medio social. Los sistemas de creencias, los métodos de convicción, los programas de toda clase, en que los hombres se dividen, no exigen generalmente que sus fieles o partidarios adopten una posición tan decisiva; los unos no afectan más que al intelecto y su acción no tiene repercusión alguna en la vida cotidiana; los otros ponen sus esperanzas en un incierto porvenir: el paraíso deseado resplandece en el más allá, los justos y equitativos propósitos se promulgarán mañana, en la próxima legislatura o cuando caiga el ministerio; la República social, la sociedad futura, la organización colectivista o comunista mundial se realizaran... ¡quién sabe cuando!
La reprobación sincera de toda autoridad exterior y de toda explotación plantea un problema que es preciso resolver todos los días y a todas horas, a menos de dejarse arrastrar por la corriente de los compromisos, perder toda voluntad de resistir a la opresión o vivir en perpetua contradicción con sus propias convicciones.
La ruptura de equilibrio en un medio dado, constituye muy probablemente la forma elemental de la vida y en todo caso su manifestación incontestable. En efecto, cuando una agitación o una fermentación se origina, como síntoma de nueva forma de vida, la lucha es imprescindible entre el ambiente refractario, apático, y aquella. No hay que olvidar que vivir es combatir y afirmarse y al cesar la lucha, cesa también el movimiento y la vida.
Felizmente, jamás se afirmará sobre la Tierra el reino de la armonía, estancado, monótono y mortal. Siempre habrá protestatarios, rebeldes, refractarios, aislados, críticos, razonadores, negadores, seres que amarán y odiarán vigorosamente, apasionados, perturbadores, amorales, ilegales, antisociales, anarquistas en fin.
Las leyendas prehistóricas nos enseñan que la misma Edad de Oro conoció descontentos y que toda la ambrosia del Olimpo no bastó para calmar a Prometeo. Y en todos los tiempos hay alguien que reacciona contra la opinión o la tiranía del mayor número. El planeta no es aún bastante viejo para haber agotado el elemento vital o la energía de resistencia individual común a todos los seres. Y sin duda la Tierra dará muchas vueltas alrededor del sol, antes que así suceda. Y este es el más consolador pensamiento, después de haberse desvanecido las ilusiones y entusiasmos idealistas, ante las decepciones que la realidad ofrece a la consideración individual.
El individuo se rebelará siempre contra la masa. El único no aceptará jamás la dominación de la multitud, y el hombre solo no se dejará absorber por el conjunto.
El artista no prostituirá su visión ante los gustos del vulgo y el poeta no sacrificará su inspiración a la mentalidad dominante.
Los que colocan la libertad por encima del bienestar material, no podrán entenderse con los que siempre están dispuestos a comprometer poco o mucho de su independencia por un plato de lentejas o por un precio mayor. Los que se preocupan sobre todo de la escultura de su propio ser, no pueden estar de acuerdo con los que no van más allá de la lenta transformación del ambiente.
El artesano no se inclinará ante el obrero, autómata maquinal del taller o la fábrica. No renunciará a dotar de su originalidad personal al objeto que sale de sus manos, para seguir un vulgar patrón de producción común.
El educador no se inclinará ante el vulgarizador, ni el investigador ante el guardían de las fórmulas, ni el inventor ante el rutinario, ni el experimentador ante el detentador de las verdades oficiales...
El activo se negará siempre a trabajar para el holgazán y el parásito, y el digno despreciará al rastrero.
El explotado será hasta el fin el irreconciliable enemigo de quien le impida aprovecharse en absoluto del fruto de su propio esfuerzo, cualquiera que sea el nombre del explotador, el disfraz del acaparador o del privilegiado: capitalista, administrador, colectividad, comunidad o grupo.
El anarquista no se dejará nunca dominar, ni seducir por la perspectiva del bienestar económico, ni comprometer por los partidarios del menor esfuerzo y mayor dependencia. No se encontrará tampoco entre los modestos burgueses que buscan en la resolución de la cuestión del vientre el disimulo de su incapacidad para resolver su cuestión personal, afrontando la vida con sus riesgos morales, intelectuales y económicos, partiendo en principio desde un punto de equidad.
El anarquista individualista adoptará como base de su vida activa y de su propaganda, su elevación razonable, que le pone constantemente en legítima defensa contra todo régimen implicando sacrificio de la unidad a la pluralidad social, aunque de tal imposición resulte un beneficio económico.
Dejarse dominar sin oponer resistencia, o aspirar a un mando cualquiera, no es propio de anarquistas, y para éstos, precisamente, la lucha será incesante.
Todo medio constituye una fuerza de energía, de conservación, una reserva estancadora que se opone instintivamente a cualquier tentativa innovadora y aborrece, por tanto, todo lo que tiende a acelerar su lenta descomposición. Desgraciados los que turban su quietud y pretenden impedir o precipitar su gradual disgregación: todas las energías latentes, sacudidas, excitadas, irritadas, se aliarán para esforzarse en ahogar y absorber a los imprudentes impacientes.
El anarquista reaccionará o perecerá sin remisión; o su voz y sus gestos repercutirán afirmándose o se perderán en el murmullo común, anulados por la vulgaridad; o aceptará benévolamente los pretendidos contrato social y solidaridad universal, impuestos por la fuerza de la costumbre y por la violencia dirigente, o bien, rebelándose, defenderá y sostendrá su derecho individual a la negación de tales principios; o no será más que un número matriculado en la masa, sin iniciativa ni voluntad, o bien se esforzará por disponer de su propia actividad. Y precisamente, porque rechaza la solidaridad universal, se verá normalmente obligado a obrar en desacuerdo con el contrato social. Y téngase presente que la reacción no se mantiene más que a costa de la lucha.
Ahora bien, o la sociedad está mal conformada o ella funcionará del mejor modo posible. Este es el dilema, lector, y si tu la encuentras buena y ves que satisface tus aspiraciones, serías el más necio de los necios al combatirla. Si por el contrario, juzgamos su maldad, nuestros movimientos no pueden tender más que a destruirla, aprovechando los medios circunstanciales o de propio ingenio de que podamos disponer.
El anarquista tiene todo el interés en ver acelerarse la descomposición social y su labor natural estriba en ser un fermento destructor, bajo cualquier régimen o combinación autoritaria.
El anarquista individualista no se retira del mundo como los anacoretas de los primeros siglos del cristianismo, sino que en él afirma su existencia, trata de vivir su vida. No se estaciona pensando en el futuro y no cuenta con la promesa de que los retrasados vengan a alcanzarle en sus aspiraciones. Estacionarse es retroceder, es haber perdido la batalla y declararse vencido. El anarquista comprende perfectamente que una gran parte de sus semejantes pertenecen intelectual y moralmente a especies exóticas, de otro tiempo, ineptas fisiológicamente a la concepción y realización de una vida libre. No caerá, pues, en los brazos de una inexcusable sensiblería, porque comprende perfectamente que es una despreciable añagaza y una cínica mentira el amor al género humano.
El anarquista individualista no solamente quiere vivir, sino también reproducirse. No es sólo individualista en el sentido real y profundo del término, es, además, propagandista.
Ya hemos dicho que la aparición de una reacción en un medio vital constituye la innegable manifestación de una nueva actividad, que implica la voluntad de vivir, propia del instinto de conservación porque luchan todos los seres. Un organismo que no se afirmase en este sentido podría ser considerado justamente como degenerado, enfermo o anormal.
Cuanto más se remonta la escala, de la organización vital, más compleja se manifiesta la energía de persistir.
En los humanos se demuestra bajo una diversidad de formas cuyos detalles varían en relación con las razas y aún con los individuos, según el nivel que haya alcanzado el desarrollo de su mentalidad en la lucha por la vida.
Los organismos vivos, sanos, aspiran a perpetuar o conservar su especie, pues de lo contrario caerían en las mismas anormalidades de los que no quisieran vivir. No buscaremos razones profundas que valoren esta tesis, propia de un estudio biológico, sino que diremos que esta es una de las tendencias cósmicas, fundamentales, cuya repetición y repercusión no son todavía explicadas integralmente y que sin embargo se sitúan entre los fundamentos de la realidad.
El individualista, o el ser que no vive más que para sí mismo, es un error; no existe normalmente, ni en las especies peor dotadas. Entre los hombres, los individualistas más notables han buscado propagar sus ideas, asegurándose una posteridad intelectual, que equivale a la voluntad de reproducirse. Y entre los dotados de una actividad cerebral pronunciada, doblemente se deja sentir esta necesidad, a veces con más fuerza espiritual que fisiológica. Lo mismo que las condiciones de nuestra naturaleza rodean de voluptuosidad, de satisfacción nerviosa irreflexiva el acto sexual de reproducción, acompañan también de goces cerebrales la trasmisión intelectual. Hay absoluta analogía. Los términos de que nos servimos, intelectual, cerebral, genésico, sexual, son imágenes, ilustraciones, balbuceos, planos, aspectos de una misma razón de ser, de una misma complexión, cuyas divergencias provienen del ángulo en que nos coloquemos para considerarlas separadamente.
Las lágrimas del hombre de ciencia incomprendido, las lamentaciones del artista ignorado, los suspiros del escritor obscuro, las inquietudes del propagandista abandonado. Orgullo, ambición, en fin, no son más que afirmaciones reproductivas, temores de no poder sobrevivir en otros seres.
Esta es la manifestación terminante del deseo normal de reflejarse en otro, de dejar una descendencia que nos continúe o nos complete moral o intelectualmente, de rodearnos de un ambiente de vibraciones simpáticas a nuestras aspiraciones y tendencias. Es la resultante lógica de nuestra función de seres sociales.
Generalmente se ignora el por qué y el cómo de nuestra propaganda y las razones que nos determinan a dirigirnos indistintamente a todos.
En principio no podemos entrever en un porvenir indefinido una humanidad perfecta, llegada a la absoluta justicia por la equivalencia de todas las conciencias. Nada nos sería más horrible que esta uniformidad. La variedad en las experiencias individuales desaparecería en un medio en que todos sus componentes se repitiesen moralmente.
No diremos tampoco que todos son aptos para vivir sin leyes escritas. Queremos afirmar que la disposición a una vida libre no es exclusivamente el privilegio de las clases cultas, como algunos aseguran. Si éstas prescinden de la ley escrita para solventar sus diferencias, aunque la crónica de los tribunales dice lo contrario, en cambio no dudan en recurrir a ella contra los que no son de su partido. Creemos que en la masa dormitan numerosas ignorantes individualidades, capaces de adaptarse a una existencia libertada de la impedimenta de las convenciones y prejuicios sociales, individualidades que es preciso despertar por el verbo o por la pluma para que ellas mismas se rebelen a su propia conciencia.
Publicamos periodicos, manifiestos, folletos, organizamos conferencias, precisamente para seleccionar individualidades. Esta selección descubre anarquistas que se ignoraban, gentes catalogadas en la común incultura y que, sin embargo, se manifiestan capaces de saber prescindir de los códigos y de los jueces. Y mejor que no lo hacen las tildadas de cultas, porque no es la cuestión económica su exclusiva preocupación, sino que consideran la libertad en un plano superior al bienestar material.
El anarquismo individualista es para todos los que se han hecho anarquistas, a causa de su temperamento, de sus conclusiones, o de su concepción de la vida. De consiguiente, los inadaptados al anarquismo se desencaminan de la verdadera interpretación de las ideas y pasan a otros campos más asequibles. Los adaptados permanecen íntegros. Pero adaptado en concepto anarquista, significa inadaptado social o refractario al hecho de que la autoridad es útil o indispensable, no sólo al buen acuerdo general sino a los mismos que la repudian.
Nuestra propaganda busca, en definitiva, a los seres que forzados a vivir en sociedad, no se sienten ligados a ella ni por la más ligera fibra del corazón, ni por célula alguna del cerebro.
Si la manifestación de la vida consiste en una ruptura de equilibrio en un medio dado, el nacimiento de toda nueva actividad implica al mismo tiempo un esfuerzo, una energía. Toda reacción contra el poder conservador y la tendencia a la inmovilidad constituye un esfuerzo. La historia de la selección de las especies nos confirma, no solamente esta constatación banal de que las más aptas y mejor dotadas subsistieron, destruyendo y reemplazando a las más débiles para la lucha y la perpetuación, sino también que, si las razas sobrevivieron y se propagaron, fue gracias a un esfuerzo continuo de resistencia, de asimilación y absorción, esfuerzo casi inconsciente en los organismos inferiores, pero más y más esclarecido en su tenacidad, a medida que se manifiesta en el hombre, que es el tipo más perfecto y mejor dotado de los vertebrados.
El esfuerzo, facultad inherente al individuo, es la práctica de la voluntad de vivir y reproducirse, o sea la manifestación dinámica, efectiva.
Para apoyar nuestras razones, tomemos algunos ejemplos típicos:
En un medio, donde la educación del Estado tiende a infundir en los cerebros el respeto a las instituciones establecidas y el culto a los hechos adquiridos, todo individuo que vive fuera de esta concepción realiza un esfuerzo. Podría ser únicamente una potencia, pero desde el momento en que pasa de la teoría a la práctica, ya se manifiesta aquella energía activa.
En un medio artístico, donde los procedimientos de pintura clásica, gozacen de la admiración y beneficiasen de la consideración general, un futurista pretende afirmar una nueva tendencia. Si ésta pasa de su cerebro a la traducción concreta, el esfuerzo se realiza al luchar con las ideas dominantes, al hacer gestos de resistencia para producir en definitiva las obras de su concepción.
En el curso de una exploración, un turista encuentra un lugar delicioso para edificar su vivienda. Después de reflexionar, una serie de actos secundarios se producen: compra del terreno, levantamiento de planos, contratos de trabajo, transporte de materiales y todo cuanto es indispensable hasta la terminación de la casa, que equivale a la coronación definitiva del esfuerzo.
En contraposición de esta teoría vital que ama el esfuerzo afirmativo, encontramos la funesta clase de los parásitos, que juzgan más cómodo y menos fatigante vivir a expensas de la actividad ajena. No son sólo los rentistas o los herederos de casa grande, sino que se encuentran en todos los dominios estos seres absorbentes. El parásito adquiere formas diversas y se le conoce con distintos nombres: es poeta, artista, propagandista, obrero sin trabajo, productor interesado, y laborioso, si es preciso. A veces, con su traje de faena y sus manos callosas es difícil desenmascararle, pero con mucha habilidad se llega a reconocerle. Su obra es negativa, su propaganda una repetición de lugares comunes, y si explota las ideas avanzadas, sus discursos inflamados contra la sociedad suenan tanto más huecamente cuanto mejor provista es la mesa y más confortable es el lecho que comparte en casa del cándido compañero. No olvidemos tampoco que parásito es igualmente el proletario que se aprovecha de las mejoras alcanzadas por sus compañeros, sin haber querido tomar parte en las luchas consiguientes.
Sin duda todos somos algo parásitos, puesto que nos aprovechamos de las adquisiciones de los más adelantados en ideas y estudios y no podemos vanagloriarnos de nuestro saber, cuando es una imitación de lo que otros han dicho antes y mejor que nosotros. Únicamente, cuando vamos más lejos, por nuestra cuenta y riesgo, sirviéndonos de los jalones que aquellos han plantado con los resultados de su trabajo en la ruta de la experiencia, podemos decir que adquirimos propia personalidad y perseguimos nuevas iniciativas.
Los parásitos abundan en el terreno económico. ¿Qué decir de los innumerables obreros inútiles? Los que, aún condenándolas, aceptan y perpetúan las condiciones actuales de la existencia social y comprendiendo la necesidad del esfuerzo, rehuyen éste por temor de los riesgos que conlleva, son los peores parásitos. En cambio los refractarios, despreciados por el obrero honrado y laborioso, son esforzados y enérgicos, como corresponde a toda manifestación rebelde, propia de los que rehusan, aunque sea inconscientemente, los reglamentos intelectuales, morales y económicos que rigen a las colectividades, aunque tuviesen que romper violentamente con ellas.
Una constatación dolorosa es, que todos no son aptos actualmente para esforzarse en ser rebeldes o refractarios. El mayor número de los humanos nos parece impropio para vivir una existencia nada más que algo individual. Es una consecuencia de la manera como se realiza la supervivencia de las especies. Las más aptas para remontar los obstáculos, para vencer las resistencias que se opongan a su perpetuación, son guiadas solamente por un número restringido de individuos más capaces, dotados de ciertas características perfeccionadas que llegan a constituir la herencia de una nueva especie o raza transformada. Lo que pudiéramos llamar la escoria, el sedimento, o el desecho intransformable de la especie, la raza y el individuo, languidece, se debilita, degenera y acaba por perecer, si no es absorvido. Buscar las causas de estas ineptitudes, la influencia hereditaria, las modificaciones del ambiente, de los intereses o de la educación, la falta de ocasiones propias a despertar la necesidad o el deseo de una existencia independiente de los inveterados prejuicios, es tarea profunda y extensa que no podría contenerse en los límites de esta obra. ¿Sabemos tan sólo si el instinto de la vida libre existe inconsciente, latente, presto a manifestarse en todos los seres?
La vida es bella para quien traspasa las fronteras de lo convencional, se evade del infierno industrial y comercial y huye lejos del humo insalubre de las fábricas y del hedor pestífero de las tabernas; para quien se despreocupa de las restricciones de la respetatibilidad, de los temores del qué dirán y de las murmuraciones vulgares. La vida es bella para el anarquista. Y como el anarquista no cesa de propagar sus concepciones, haciendo obra de vida y de reproducción, es natural que se desinterese en cierto modo de los incapaces de un esfuerzo que sea efectivo en el presente, porque quiere el mayor grado de libertad sobre todo, sin aguardar al problemático mañana, cuya consecución ha de fiarse a los demás.
El anarquista sigue su camino, dejando atrás a los religiosos, a los legatarios y a los socialistas que confían su esfuerzo en manos de sus sacerdotes, de sus diputados o de sus delegados. No puede estar de acuerdo con partido alguno organizado.
Se objetará que el esfuerzo individual o combinado en un reducido número no produce grandes resultados. En apariencia, así es, pero puede discutirse tal aserto. En realidad, una minoría decidida y consciente tiene mucha más influencia que una mayoría que obra por irreflexión imitativa. Además, existen ciertas mentalidades que aman el esfuerzo, no por su resultado material, sino por la satisfacción íntima que les produce y, bajo este concepto, no es posible la desesperación. Continúan desplegando más y más energía y, si alguna vez desfallecen, pronto su existencia recobra su nivel y con más pujanza se disponen a la tentativa de nuevos esfuerzos.
En efecto, la vida no puede parecer bella mas que considerada individualmente. Es bueno respirar el aire embalsamado de los campos floridos, trepar a lo alto de alegres colinas, asociarse a la fresca canción del agua cristalina de los arroyos, soñar en las arenas de la playa, paseando la vista por los espacios siderales, gozar, en fin, con todos los variados aspectos de la naturaleza, pero sólo a condición de experimentar por sí mismo la emoción y no porque las descripciones estén estampadas en algún libro de viajes.
Nadie más que los que perciben la vida a través del prisma social, todos los que forman de ella un concepto estrecho según las ideas determinantes de la moral que sustentan, todos los atrofiados por los innumerables arcaismos, la encuentran insípida o detestable, porque siendo víctimas de la zozobra de saber lo que puede hacerse y lo que está prohibido, según las reglas prefijadas, resulta de tal modo una carga o una esclavitud. El anarquista, al contrario, aprecia la alegría de vivir intelectual, sentimental y materialmente, ya en el tráfico de las grandes ciudades, o bien en la paz sedante de los campos o aldehuelas. Goza de todo y no deshecha sino lo que no cuadra con su temperamento, su carácter, sus aspiraciones y su sed de realidades.
Vivir la vida intensamente, con placer, no implica dejar rienda suelta a los apetitos brutales y a la licencia irrazonable. Nada es más triste e incoloro que una vida ignorante del flujo y reflujo de las pasiones y para el anarquista nada hay tan deprimente e indigno como el abandono a las malas inclinaciones o hábitos inveterados, pues esto supone una servidumbre y, donde no hay libertad, mal se puede gozar de lo que no puede apreciarse y dosificarse a voluntad. El dominio de sí mismo es la primera condición de una vida plena. Aqui también, el esfuerzo, que varía de individuo a individuo, es necesario, porque al fin y al cabo el verdadero deleite vital se resume en una cuestión de capacidad, de aptitud y de adaptación personal. Es cuestión de cantidad y no de volumen que pueda convenir a todos y es sobre todo cuestión de educación de la voluntad, susceptible también de gradual evolución. Gozar de todo en los límites de la petencia de apreciación personal sin salirse del perfecto equilibrio, he aquí el ideal. Ver, por así decir, mil caballos enganchados a nuestro carro, sin que las riendas de uno sólo nos escapen, esta es la imagen de la educación de la voluntad, la iniciación de la verdadera libertad individual. Igual que el beodo trata de arrastrar a sus amigos, una de nuestras pasiones puede también hacernos caer totalmente en la servidumbre y en la anulación de nuestra potencia creadora.
El anarquista no es un abstinente ni un vicioso, puesto que el primero implica temor exagerado o defecto de discernimiento moral, en tanto que el segundo es una prueba de impotencia de la voluntad, una afirmación de degeneración moral. Se le podría considerar como un atemperado, si por tal se entiende al individuo dotado de bastante voluntad para refrenar sus deseos o necesidades, en cuanto conoce que el uso amenaza de transformarse en abuso.
¡Vivir!
Aspiración de todo organismo en buena salud; razón de ser de todo cuanto existe sobre la Tierra o llena el universo, pues todo — seres y cosas — tiende a crecer, desenvolverse y transformarse en múltiples combinaciones.
¡Vivir! Significa para el inconsciente o para el imperfectamente consciente, adquirir consciencia de que existe, se mueve y ejerce actos de voluntad.
¡Vivir! Razón de todo cuanto siente, respira, se nutre, se reproduce, discurre, forma asociaciones de ideas, traza una regla de conducta, adopta una actitud, manifiesta una actividad.
¡Vivir! Finalidad del hombre — principio y fin — objeto y aspiración del individuo, explicación de nuestra presencia sobre el planeta.
No hay nada que pueda sustraerse a las manifestaciones de la vida, sea cualquiera la forma en que se nos represente.
El bien, el mal, lo útil, lo nocivo, lo grande, lo mezquino, el amor, el arte, el placer y el dolor, todo está íntimamente ligado a la vida, pudiendo decirse que constituye la vida misma.
La Tierra y el cosmos rinden testimonio a la vida universal siguiendo sus leyes eternas de movimiento y transformación, de energía y de resistencia. Las nebulosas que se resuelven y los soles que se eternizan; los niños que ven la luz primera y los viejos que exhalan el último suspiro; las flores que se marchitan y los árboles cuyas ramas ceden bajo el peso del fruto que soportan; la inmensidad del oceano, el elevado pico cubierto de nieve, la dorada llanura, el espeso bosque, la ciudad bulliciosa, son otros tantos aspectos de la vida.
Vivir, ¡oh seres semejantes a mi exteriormente! ¿Y para qué?
Pregunta que ha dado lugar a innumerables respuestas, pero que nunca ha sido resuelta de un modo absoluto y eficaz.
Unos dicen que es preciso vivir para dios, para la ley, para el bien y para la justicia; es decir, para una abstracción indefinible, que varia según las épocas o el grado de cultura de las colectividades o los individuos; una abstracción invisible, impalpable; fantasma creado por la imaginación del hombre y en cuya presecución la humanidad se agota en vanos esfuerzos.
Otros han afirmado que era preciso vivir para la humanidad, el medio humano, el conjunto social y así los hombres han llegado a hacer abstracción de todo cuanto tendía en ellos a desarrollarse separada y aisladamente, depositando cuanto eran y cuanto tenían en el altar del contrato social. La coacción universal acabó con el último vestigio de la iniciativa personal, convirtiendo a los hombres en súbditos, ciudadanos y miembros de las sociedades, sin que en tal situación nadie se considere más dichoso.
Muy pocos son los que han proclamado que es preciso vivir por vivir para llenar sus funciones de bípedo dotado de inteligencia y de sentimiento, capaz de analizar las emociones y de catalogar las sensaciones.
Vivir por vivir sin más; vivir para trasladarse de una parte a otra; para apreciar las experiencias intelectuales y morales; para gozar; para satisfacer las necesidades del cerebro o la voz de los sentidos. Vivir para adquirir sabiduria, para luchar y formarse una individualidad franca; para amar; para coger las flores de los campos y los frutos de los árboles. Vivir para producir y consumir; para sembrar y recoger para cantar al unísono con los pájaros y para disfrutar del sol tendidos sobre la arena de la playa.
Vivir por vivir, para gozar intensamente de cuanto nos ofrece la vida, apurando hasta la última gota de la copa de delirios y sorpresas que la vida guarda a quienes han adquirido conciencia de que existen. ¿Es que esto no vale por todo el fárrago de metafísicas religiosas o laicas?
Vivir por vivir. He aquí lo que quieren los anarquistas; pero vivir en libertad, sin que una moral extraña a ellos o impuesta por la tradición o la mayoría establezca una división entre lo lícito y lo prohibido.
Vivir, no acomodándose a convencionalismos o prejuicios; sino siguiendo los impulsos de su naturaleza individual, sin dejarse arrastrar más allá del punto en que el uso de la vida degenera en abuso, y uno de por sí, no siendo capaz de apreciar la vida, se convierte en esclavo de sus inclinaciones.
Vivir por vivir. No para pensar continuamente si se está o no de acuerdo con éste o el otro criterio general sobre la virtud y el vivir, sino para disponerse a no hacer ni cumplir nada que vaya en menoscabo de nuestra dignidad individual.
Vivir por vivir sin tratar de aplastar a otros ni pisotear las aspiraciones o los sentimientos de alguien; sin dominar ni explotar, sino siendo libres y resistiendo con todas nuestras fuerzas, tanto a la tiranía de uno solo como a la absorción de las multitudes.
Vivir, no para la propaganda, para la causa o para la ciudad que se aspira a formar — pues todas estas cosas están dentro de la vida — sino para vivir en libertad cada uno su vida, guardándose de entrometerse en la vida de sus camaradas de ideas y pidiendo solamente que se deje el camino libre a quien no comparta nuestro modo de pensar, pero rebelándonos si es preciso contra quien se oponga a nuestro paso.
Ni jefes ni servidores, ni amos ni siervos; he aqui lo que quieren los anarquistas; lo que ellos entienden vivir por vivir y lo que conviene recordar continuamente. Y aunque sólo se consiga en cierta medida, esta tendencia o aspiración no deja de constituir su razón de existir, de manifestarse y de formar una especie.
Hemos visto sucesivamente al anarquista en desacuerdo con la sociedad actual y sin afinidad alguna con sus reformadores, en inevitable reacción constante contra el medio, desechando enérgicamente una solidaridad ficticia que le impide amar la vida libremente, por su propia experiencia. Es un refractario a todos los grados de enseñanza que dispensa el Estado y se niega a postergarse, lo mismo ante la divinidad que ante la ciencia, porque sabe que las deducciones de ésta se conforman a la constitución del cerebro y, como las demás ramas de la actividad, ha de servir a la liberación humana y no a la sumisión. Siendo ateo, el anarquista no puede sumarse a los fieles de la religión científica y siente horror de las fórmulas que pretenden resolver problemas frecuentemente mal planteados. No es adversario de concepto filosófico alguno, siempre que admita la crítica y repose en una aspiración, satisfacción o razonamiento individual. Busca siempre la mayor facilidad de desarrollo integral; no se encierra en ideas fijas y todos los conceptos que acepta son a título provisional o transitorio, hasta que adquiere por la experiencia otros más elevados y justos.
Es materialista en concepto puramente individual, porque la materia es apreciada según la percepción de los sentidos de cada uno. Pero por materialista que sea, el anarquista no renuncia ni a los goces interiores de la vida del sentimiento, ni a las gratas expansiones intelectuales de la especulación filosófica, literaria, práctica o artística, sin cortapisas exclusivistas o limitaciones dogmáticas de cualquier especie, dejando a cada uno que siga sus propias aspiraciones, sin criticarlas porque no concuerden con las que él persigue; pues desde luego no busca la uniformidad, sino que, comprendiendo la diversidad, respeta al que, por ejemplo, encuentra su mayor satisfacción ideal en las matemáticas o en la geometría, aunque él prefiera a ese rigorismo científico la libre expansión de la fantasía artística.
De cualquier modo que se consideren los hechos de la humanidad, el anarquista no puede conducirse mas que como refractario.
Si se trata de las relaciones sexuales o afectivas, no hay nada más absurdo que los prejuicios en que reposan y las consecuencias que producen. Es una infamia general que se tolere una moral femenina distinta a la masculina. En esta cuestión la mujer está doblemente sometida a la esclavitud y a la ignorancia y sufre además la anormalidad de la castidad o pureza sexual forzosa.
Al amor esclavo, único que conoce la sociedad actual, debe oponerse el amor libre; a la dependencia sexual de la mujer, considerada generalmente como carne de placer, la libertad sexual o sea la la facultad para ambos sexos de disponer a su antojo de los deseos y aspiraciones de su temperamento sensual o sentimental.
El anarquista sabe distinguir entre libertad sexual o amor libre y promiscuidad o desarreglo, pues mientras aquél reposa siempre en una elección consciente o razonada, aunque no excluye ni la impulsión sentimental ni el deseo emocional, en el sensualismo puro, la promiscuidad denota un desequilibrio, casi siempre en favor del elemento masculino y si puede convenir a algunos temperamentos sería irracional extenderla a todos. La mujer que por deber anarquista se creyese en la obligación de entregarse a cualquier camarada sin atender a sus inclinaciones, sería un verdadero contrasentido de la misma idea.
El amor libre comprende muchas variedades que se adaptan a los diversos temperamentos amorosos: constantes, volubles, tiernos, apasionados, sentimentales, voluptuosos, etc., y reviste las formas de monogamia, poliandria, poligamia y pluralidad simultanea; no tiene en cuenta los grados de parentesco y admite sin reparo la unión sexual entre muy próximos consanguíneos; lo que importa es la mutua satisfacción y como la voluptuosidad y la ternura son aspectos del goce de vivir deben perseguirse individualmente. Mientras uno busca su placer en la variedad de las experiencias amorosas, otro lo encontrará siempre en la unidad, lo cual no será obstáculo para que el amor exista y se armonice.
Las necesidades sexuales son más imperiosas en ciertos periodos de la vida, como la unión sentimental es también en otros más apremiante que la pura satisfacción material. La observación y aplicación de todos estos matices es lo que constituye el amor libre. Como todas las fases de la vida anarquista, esta no admite reglas establecidas. A cada uno corresponde deducir las conclusiones de su propia experiencia que más convengan también a su emancipación.
Respecto a la familia, el anarquista se halla en profundo desacuerdo con las ideas dominantes, las cuales basan aquella sobre bienes con gran frecuencia puramente circunstanciales y que conceden al padre una autoridad tiránica, como la de dirigir la educación del niño, inclinándole a una carrera dada, falseando las más de las veces su porvenir intelectual y moral. Casi todos los padres tienden a hacer de sus hijos, considerados como otra forma de propiedad, no seres capaces de pensar por sí mismos y reaccionar contra las influencias hereditarias, no focos de iniciativa, sino fotografías y reproducciones reflejando las ideas y los gestos progenitores. Basta que un niño no sienta afinidad familiar y que a los veinte años haga gala de ideas contrarias a las aprendidas en el hogar para que sea tachado de mal sujeto y acusado de baldón de los suyos.
El anarquista sabe que, producto de la fecundación del huevo por el espermatozoide, toda criatura, por una aplicación algo obscura de los fenómenos del atavismo, reproduce los rasgos del carácter de sus ascendientes, a veces muy lejanos, que los resume o los mezcla a los de sus padres o parientes más inmediatos y que no es sorprendente que algunas de estas características hagan irrupción en el medio familiar y obliguen al inadaptado o mala cabeza a buscar un nuevo terreno más favorable a su desarrollo.
Creerse en el derecho de dirigir la vida ulterior de un vástago, porque durante algún tiempo se le ha asegurado la subsistencia, es para el anarquista tan tiránico como la pretención de algunos patronos que, por el hecho de proporcionar el trabajo, quisieran imponer a sus asalariados la obligación de asistir a misa.
La verdadera familia es la que se une por afinidad de ideas, caracteres y temperamentos y aunque tal pueda suceder también por la única base del lazo genital, lo cierto es que toda presunción autoritaria perjudica al buen acuerdo entre sus miembros. Dicho esto, se comprenderá que el anarquista es adversario únicamente del concepto estrecho que hoy se aplica a la familia.
No hablaremos aquí de las gestiones que los dirigentes aplican a los negocios públicos y de los intereses capitalistas que fundamentan la idea de patria; únicamente haremos constar que la idea internacionalista no excluye las preferencias anarquistas por uno u otro lugar de la Tierra.
El anarquista es refractario a las ideas generales o, mejor dicho, a la opinión pública. No puede hacer como todo el mundo, sino que ha de tener un criterio elevado y ha de saberlo aplicar en todos sus actos. Tan ilógico es el beodo que se revuelca en el arroyo gritando ¡viva la anarquía!, como el burgués crápula despreciable, que bajo pretexto del amor libre deja embarazada a su sirvienta. Ideas tan puras no sirven para excusar pasiones brutales o inclinaciones degeneradoras en contra de la más elemental justicia.
No pretendemos tampoco que el anarquista deba estrellarse contra las barreras que la sociedad opone a la expansión vital. Si consiente en hacer indispensables concesiones a la fuerza dominadora es siempre con premeditación de resarcirse, para no arriesgar o sacrificar necia e inútilmente su vida, pues las considera exclusivamente como armas de defensa personal en la lucha social.
Es cierto que el anarquista puede realizar ciertas formalidades legales o administrativas a fin de conseguir alguna ventaja que de otro modo le hubiera sido imposible alcanzar, pero para que no haya inconsecuencia es preciso que mantenga su espíritu rebelde, que no se incline a la poltronería y que sepa aprovechar esas circunstancias ordinarias sagazmente, transformándolas y acabando por inutilizarlas. El individualista es sólo responsable ante su conciencia, no da cuentas a nadie y le basta para estar satisfecho saber que sus esfuerzos son sinceros y constantes y están de acuerdo con sus convicciones.
Desde luego esta independencia moral no debe prestarse a equívocos y tiene sus límites naturales. Un anarquista no es diputado, ni magistrado, ni policía, ni millonario, y si posee algún dinero, la imperiosa necesidad de reproducirse le llevará a gastarlo en beneficio de las ideas que ama. Vive sencillamente y no es esclavo de lo superfluo, aunque su simplicidad no este reñida con un bienestar intenso, sano y gozoso, que nada tiene que ver con la vida burguesa de groseros apetitos.
En resumen, por obligado que esté a vivir en una sociedad constitución le repugna, el anarquista será en su fuero interno un irreducible adversario, un inadaptado, un refractario a toda dominación.
Un anarquista puede formar parte de un sindicato, donde mediante el pago regular de una cuota encontrará facilidades para colocarse u ocasión de obtener aumento de salario o disminución de horas de trabajo, como también puede pertenecer a una sociedad de seguros mutuos. Esto no significa que considere de gran valor estos paliativos o males menores, sino que los acepta en su calidad de trabajador, a causa de las luchas económicas entre explotadores y explotados, pero por el hecho de ser sindicado no dejará de ser anarquista, sino que, por el contrario, afirmará más sus ideas entre los mismos que toman el sindicalismo como fin y no como un medio adecuado de defensa profesional.
Nuestro criterio sobre la violencia es que esta niega todo método educativo y no soluciona los conflictos que dividen a los hombres y a las colectividades. Puesto que implica superioridad brutal y empleo de autoridad de la fuerza física es anti-anarquista. Hemos preconizado siempre la resistencia pasiva o la abstención de la violencia ofensiva, no admitiendo la defensiva más que como último recurso de protección individual o como garantía de mayor grado de libertad. Pero entiéndase bien que es solamente una táctica susceptible de modificaciones, según los casos, y no pretendemos hacer un principio, una especie de dogma como los discípulos de Tolstoi con su no resistencia al mal por la violencia.
Es evidente la diferencia entre el empleo de los argumentos contundentes contra quien nos ataca que contra quien nos deja tranquilos.
Benjamín R. Tucker explica con un ejemplo típico el empleo de la violencia
Suponed — dice — que un individuo me ataque y quiera dominarme. Trataré de defenderme y de disuadirle de su intención; pero si continúa redoblando sus golpes y yo tengo prisa para tomar el tren que ha de conducirme al lado de mi hijo que agoniza, procuraré sujetarle. Si no se conforma y se vuelve contra mí, distrayéndome un tiempo precioso, cuestión de vida o muerte, entonces, sin reparar, me libraré de él como pueda.
He aquí todavía un resumen de la opinión de Stephen T. Byington, de la que no participamos en absoluto:
Como muchos otros individuos, los anarquistas desearían llegar a una era de completa armonía; pero saben que este es un ideal lejano, inactual. Saben también que unos se sirven de la violencia y a otros corresponde determinar si ha de replicárseles del mismo modo. Por ejemplo: si un bruto se esfuerza en lanzarme a un estanque, lo que es un acto esencialmente gubernamental, aunque cometido fuera de esa institución, según se entiende generalmente, y yo resisto contrarrestando su proyecto, ¿puede mi defensa compararse a su agresión?
Emplear la amenaza o la fuerza contra pacíficos es un crimen gubernamental; pero servirse de ella para atajar los desmanes de un brutal despotismo es una acción laudable. Por eso los anarquistas justifican las violentas represalias contra la expoliación y el fraude enseñoreados en la sociedad autoritaria; pero en ningún caso disculparán el ensañamiento contra seres inofensivos. Es principio elemental de libertad individual domeñar en lo posible los atentados del poder tiránico de los gobiernos y ningún anarquista reprochará los medios más extremos para conseguirlo.
En consecuencia, la violencia se puede emplear por pura necesidad, para lograr una utilidad cierta. Sólo bajo este criterio es admisible, y si fuera posible conseguir bajo un régimen de propiedad individual un máximun de libertad de pensamiento y acción pacífica, los ataques rabiosos de una pequeña minoría contra tal régimen serían bestiales, inútiles y absolutamente reprobables.
Sustraerse al servicio militar y a toda clase de contribuciones; practicar las uniones libres a título de protesta contra la moral corriente; abstenerse de toda acción, de toda labor, de toda función implicando mantenimiento o consolidación del regimen intelectual, ético y económico impuesto; cambiar, además, los productos de primera necesidad entre anarquistas individualistas posesores de los útiles necesarios a la producción, fuera de todo intermediario explotador o capitalista. he aquí los actos de rebeldía inherentes y de esencial convivencia a nuestra actividad.
Es evidente que el anarquista que trabaja en las condiciones económicas actuales contradice su razón de ser.
Como asalariado contribuye al mantenimiento de la sociedad, alquilando o prostituyendo su capacidad y su iniciativa en beneficio del parásito que vive directamente sobre él e indirectamente sobre todos.
Repudiando la forzada solidaridad humana, en su forma caótica de tiranía, el individuo que ha llegado a posesionarse de su conocimiento, se esfuerza por romper el círculo de los convencionalismos y trata de vivir fuera de las condiciones comunes de servidumbre. Tal hace el anarquista que sabe que el problema humano no se resuelve sólo con pensamientos y por tanto, ya solo o asociado a otros camaradas, lleva a cabo la primordial cuestión económica, procediendo siempre según su temperamento, su carácter, sus facultades, su concepción personal de la vida y en la medida en que pueda liberarse de ciertas contingencias y de ciertos resabios de una falsa educación.
Sin embargo, el anarquista individualista puede ser empleado, obrero, funcionario y puede consentir también en doblegarse, repitiendo los mismos gestos monótonos durante largo tiempo para dedicarse a una ocupación fastidiosa que él cree con frecuencia estéril o inútil. Forzado por diversas circunstancias, acaso por deberes de familia, acepta semejante situación, pero no se resigna ni se hace jamás un obrero dócil, un empleado modelo o un funcionario irreprochable. Se considera como prisionero de guerra, como un espía en país contrario. El poseedor, el detentador capitalista, el director de explotación, los capataces, toda la jerarquía, en fin, que forma el engranaje triturador del productor, he aquí su enemigo. Y las melosas e hipócritas palabras de simpatía que éste pueda dirigirle no serán capaces de desarmar su rencor irreducible. Si el anarquista acepta una función de responsabilidad, es porque tiene las buenas razones de poder así beneficiar excepcionalmente a la propaganda y al bienestar de sus compañeros. Hace en todo caso a la sociedad un minimum de concesiones para conseguir el mayor grado de ventajas y por tanto jamás es engañado ni cómplice de ella.
Otros anarquistas ejercen oficios independientes, siempre penosos y poco lucrativos, a causa de la competencia del gran comercio. Se hacen vendedores ambulantes, corredores por su cuenta y confeccionadores de objetos diversos que expiden por sí mismos. Este es todavía un mal menor, puesto que sirven de intermediarios y únicamente los objetos de lujo o de utilidad superficial les permiten esperar pequeños beneficios. La única ventaja es la de poder huir de la presencia obligatoria de un lugar de trabajo determinado y del contacto forzoso con individuos hostiles a las ideas anarquistas. Algunos camaradas desempeñan una profesión liberal, pero en número ínfimo y si llegan a una posición lucrativa, no es sin haber pisoteado algunas de sus convicciones.
Han sido causa de muchas desilusiones para los anarquistas que, rompiendo decididamente con el medio social, han querido equilibrar en común su producción y consumo. No nos referimos a los miserables embriones colonizadores que han tenido lamentable existencia en Francia y Bélgica; sino que nos trasladamos por el pensamiento a los años 1830 a 1870, en que a través del Atlántico tantos ensayos florecieron y de los que no ha quedado sino el recuerdo. Nada ha importado la elección de los asociados, ni el valor moral e intelectual que hayan aportado, ni el éxito efímero o accidental que hayan conseguido en tales tentativas comunistas. Una sola conclusión se ha impuesto y es que sin autoridad o influencia moral de un individuo y anulación de la personalidad ante un ideal religioso y económico, una colonia no podría vivir y prosperar.
Las asociaciones económicas que existen actualmente en los Estados Unidos, y a las que no negamos interés especial, como los arrendamientos en común, exhalan un hedor colectivista tan pronunciado, que nada tiene que ver con el anarquismo individualista, tal como lo concebimos.
El triunfo de una vida semejante estaría sujeto a tantos reglamentos y precauciones que, a decir verdad, nos sentiríamos más libres en la sociedad actual.
No solamente se han gastado energías, inútilmente casi siempre en tales ensayos, sino mucho dinero, que hubiera podido servir a una gran propaganda intelectual, destruyendo muchos prejuicios embarazosos y viejos escrúpulos y haciendo la vida de algunos más agradable y menos limitada.
Refiriéndonos al país francés, dudamos que los participantes de los ensayos comunistas, salvo raras excepciones, hayan gozado de mayor libertad que si hubiesen permanecido en el ambiente hostil. Luego si asociándose se ha de tener menos independencia económica, intelectual y moral, bajo el punto del individualismo vale más permanecer aislado. Y téngase presente que no hacemos referencia a la materialidad del esfuerzo, pues vale más trabajar por cuenta propia, aunque más duramente, que en las condiciones de ordinaria explotación. Aceptamos la asociación, no como beneficio de menos actividad, sino como mayor garantía autónoma, o disminución evidente de la intervención del medio autoritario en la vida personal, para que cada uno sea responsable del producto y del consumo de su propio esfuerzo, sin molestar a ninguno de los coasociados y sin compromisos u obligaciones fijas, determinadas anticipadamente.
A nuestro juicio, he aquí las bases porque podrán regirse los que cansados del contacto con el vulgo quisieran vivir fuera del rebaño humano, en colonia individualista.
Adquisición de un terreno en sociedad y distribución del mismo en partes iguales inalienables.
Cada uno podría producir y edificar a su gusto y disponer de sus bienes, bien cambiándolos con los de los demás compañeros en las condiciones convenidas o con los consumidores fuera.
Como norma de conducta debe desaparecer de la colonia todo medio de explotación y engaño y todo valor monetario, procurando igual libertad para todos en el desarrollo de las iniciativas.
Todo individuo puede separarse de la asociación cuando le parezca conveniente, bajo la condición de ceder su parte a un reemplazante que cuente con la simpatía general y que haya sido proporcionado por el disidente o por la colonia misma.
Porción de parte reservada a los niños, con determinación de edad, asegurándoles una parte completa, y eso sin perder de vista la necesidad de una limitación consciente de la procreación.
Facultad individual de industrializar su parte o de considerarla como un refugio después del trabajo cotidiano.
La mujer independiente de su compañero y autónoma de su parcela, teniendo la facultad de no cohabitar con él.
Igual derecho para reunirse varios y vivir bajo el mismo techo, como mejor les parezca.
Creemos que bajo estas condiciones esenciales daría más resultados morales y económicos el individualismo anarquista que las tentativas de las colonias comunistas.
Un cierto número de anarquistas, haciendo consciente y deliberadamente tabla raza de los escrúpulos tradicionales y de la honradez codificada, deciden resolver por su propia cuenta el problema económico de modo extra-legal, o sea por medios atentatorios a la propiedad, por las diferentes formas de la violencia o de la astucia, infracciones todas que las leyes castigan más o menos severamente.
Se comprende perfectamente que un anarquista no se acomode al yugo del salario y a la odiosa servidumbre del cuartel, que repudie al patrón y al jefe militar, que no se preste a producir sin saber por qué y para quién y que no se deje matar en la guerra. Prisión, cuartel, producción asalariada y ciega son para él tres efectos de la misma causa, tres símbolos de un mismo estado de cosas de esclavitud. Por tanto, instintivamente rehuye su nefasta influencia y cuando se somete forzosamente es siempre a pesar suyo.
La tendencia ilegalista ha tenido serios teóricos del anarquismo y es preciso examinarla para poder emitir un juicio, tanto más cuanto que unos cuantos desaprensivos pudieran aprovecharse de la confusión consiguiente para justificar actitudes poco recomendables, amparándose del calificativo anarquista. Esto no es nuevo y en todos los campos de la filosofía ha habido vividores. Tan antipático es el burgués de gorra o sombrero de copa que vive del sudor ajeno como el gandul que vive engañando, aunque ambos se pongan la etiqueta anarquista. Si un anarquista en verdad se resuelve a vivir al margen del código no es sólo por este hecho de cumplir ilegalidades que merece tal nombre. El anarquista ilegal comprende perfectamente que no destruye las condiciones económicas existentes como tampoco las destruye el que sufre los rigores del trabajo impuesto, ni el propagandista, orador o escritor, ni mucho menos el terrorista. Se puede aceptar que, si los atentados a la propiedad se multiplicasen hasta el extremo de hacer muy onerosa para los poseedores la conservación de su capital, en el sentido de que los gastos de custodia y defensa fuesen mayores que el beneficio de los intereses, entonces podría preverse su desaparición en la forma actual. Salvo en esta conjetura poco probable, el ilegalismo no constituye más que un medio de vida económica más arriesgado que los otros y nada más.
El anarquista no es un perezoso o un gandul, sino que ama el trabajo como una función de desarrollo individual y como un estimulante de energías. Odiar la explotación de que es víctima el trabajo es justo, pero deleitarse en matar el tiempo, en divertirse inútil e inconsideradamente, sin objeto alguno, procurarse lujos superfluos y estúpidos placeres costosos, complacerse en glotonerías elegantes y en noches de orgía, esto no tiene nada de anarquista.
Los ilegalistas convencidos reconocen que sus gestos dependen de su propio temperamento, que su vida es una experiencia poco recomendable y que no todos los anarquistas son aptos para seguirla. En todo caso, el que la adopta no por eso se verá disminuido intelectual o moralmente. Con este criterio podemos reconocer siempre al verdadero camarada y no otorgaremos nuestra confianza al falso que no piensa mas que en juergas y que es indiferente a las necesidades de los amigos y despreocupado de la marcha del movimiento anarquista.
El proceso de los bandidos trágicos, por los hechos que en 1911 aterrorizaron a París y que costó la vida a una docena de anarquistas, demostró claramente el peligro de la práctica ilegalista. Por románticas que hayan parecido las hazañas de Bonnot, Callemin, Garnier, Vallet y compañía, no se debe olvidar que el ilegalismo paraxismal no puede ser en modo alguno la consecuencia obligada del anarquismo individualista, pues éste es en principio una actitud moral e intelectual, una deliberada rebeldía individual de temperamento y reflexión, una filosofía crítica de propia defensa y negativa de la ley, de la moral y de la sociedad actuales.
El ilegalismo puede ser una de las formas o modalidades anarquistas, pero lo que nos interesa sobre todo, no es esta peligrosa táctica, sino el empleo de las facultades cerebrales, del tiempo y de los recursos de que disponen los que se dicen anarquistas. El ilegal que afirma, primero, después y siempre su egoísmo y que no piensa en la propaganda mas que cuando él está bien al abrigo de los peligros de la vida, nos interesa tan poco como el que, viviendo legalmente, se ocupa de las ideas solamente después de haberse creado una situación tranquila o de haber cumplido, como vulgarmente se dice, con sus deberes.
El mejor camarada es el que dentro o fuera de la legalidad, consagra su actividad y su fuerza a la difusión de las ideas y a la escultura de su individualidad.
Reflexionando fríamente, no hay heroicidad en la muerte de los desgraciados camaradas ilegalistas, arrastrados, empujados y lanzados sobre la guillotina, bajo las miradas de magistrados satisfechos, de periodistas bufos y de policías astutos, como tampoco la hay en la actitud del anarquista, refractario intelectual y moral que vive legalmente, lo que no es óbice para que en el terreno económico también llegue a actos contrarios a la ley. Creemos que el negarse a pagar impuestos o a servirse del dinero o de los valores financieros en las transacciones o en el cambio de productos del trabajo personal, son actos interesantes por sí mismos y por su repercusión. Tampoco faltan los gestos enérgicos, como son: rehusar el servicio militar, la obediencia a toda prescripción de la autoridad que limita la libertad de escribir o de hablar, la comparecencia ante cualquier tribunal y por cualquier causa, la sujeción de los pequeños a una educación de Estado, de iglesia, etc.; las ocasiones abundan para ser un luchador. Algunos camaradas han sido encarcelados o enviados a presidio por haber adoptado esas actitudes, que difieren sobre todo de ciertas famosas hazañas porque son menos ruidosas, aunque necesitan el mismo coraje para realizarlas, sin provecho alguno para los que las llevan a cabo.
Hemos de confesar que sentimos gran simpatía por los irregulares, o sea los que viven al margen de la sociedad, y creemos que no se debe ser la víctima, sino el beneficiario moral y materialmente de las teorías que cada uno profesa.
No podemos, sin embargo, dejar de observar que hay actitudes de rebeldía tan nobles y valerosas como pueden serlo las del refractario que hace oficio de ilegalismo económico, actitudes terminantes que no se prestan a equívocos, puesto que solo los anarquistas son capaces de efectuarlas.
Cuando los anarquistas cometen acciones que les colocan, no moral o intelectualmente, sino materialmente bajo la sanción social, nada más fácil para defenderles y excusarles, que poner en evidencia ante los que les vilipendian, que el conjunto social perpetra continuamente crímenes mayores que los que algunos individuos pueden llevar a cabo aisladamente.
Es innegable que el medio tolera o aprueba una infinidad de atentados a la libertad individual o a la vida de los humanos, que no tienen punto de comparación con la nimiedad que representan los más atroces crímenes del ilegalismo anarquista.
Cualquiera comprende, que en el estado en que vivimos, el derecho de matar es ejercido sin restricción por los más fuertes y privilegiados (razas, grupos, individuos) en detrimento de los más débiles y desposeídos.
Sin piedad, las razas llamadas superiores, persiguen a sangre y fuego a las pretendidas inferiores, y en el océano de crímenes sociales, los calificados de anarquistas no representan más que una imperceptible gota de agua.
Consideremos superficialmente la requisitoria de las guerras coloniales para satisfacer a los aventureros de la política y a los bandidos financieros y veremos a todos los pueblos aborígenes sufrir las mismas tropelías de sus conquistadores. La conquista de América por los españoles, la despoblación de la América del Norte, la explotación del Congo belga, la paz impuesta por los rubios, grasos y dulces holandeses en sus colonias de la Sonda, son otras tantas pruebas de la avaricia que, traducida en explotación y sufrimiento, se ha venido encubriendo bajo la bandera de la civilización. Pero no necesitamos remontarnos tan lejos. Nos basta mirar a nuestro alrededor, juzgar de la actual hecatombe en que el mundo se destruye, para comprender la falta de lógica que caracteriza a los que vituperan tan solo a los raros individuos que conscientemente se rebelan contra el orden establecido y atentan contra la vida y la propiedad de los dominadores.
Como materialistas no tenemos fe en un juicio supremo y final en el que se levantasen todas las víctimas de las naciones conquistadoras y cultas, pero imaginativamente nos complacemos en ver esta especie de tribunal sin apelación, en el que elevarán sus querellas todos los torturados. Los mutilados, los descuartizados, los quemados, los estropeados, los empobrecidos en nombre del progreso occidental. ¡Qué triste figura la del homo sapiens ante esta teoría infinita de hombres, mujeres y niños resucitados y viniendo de todos los puntos del mundo atrasado! La máscara de hipocresía y de moralidad caería delante de esta masa sangrienta sacrificada; demostrando que las grandes palabras de justicia, de paz, de orden público, no son sino encubridoras de la más exaltada avidez y ferocidad.
A nuestro recuerdo acude la raza magnífica y soberbia de los Caribes, destruida por la soldadezca que seguía a Cortés; la atlética y valiente de los pieles rojas, próxima a extinguirse por el embrutecimiento del alcohol; pensamos en los mexicanos, los peruanos, los árabes, los malayos, en los amarillos, los negros, los cobrizos, en todos, en fin, los que contra toda razón humana y sólo por el placer de matar han sido destruidos por los hombres de raza blanca. ¿En qué se fundan, pues, nuestras modernas sociedades para recriminar a los pobres bandidos contemporáneos que actúan por su propia cuenta?
Y volviendo a nuestras reflexiones constatamos que los responsables no son sólo los que organizan el pillaje y la matanza, sino que el más cruel, el más sádico, el más implacable es siempre el subalterno, el hombre sacado de las filas populares. Español, francés, belga, alemán, ruso, holandés, anglo-sajón, de cualquier nacionalidad que sea, es siempre el hombre disciplinado, amaestrado, que encuentra placer en incendiar las viviendas, destruir las tierras productoras, violar a las muchachas y despanzurrar a las futuras madres y jugar, en fin, con la vida y el bienestar de los que cree sus enemigos.
Pero todavía hay algo más. Leyendo los informes de las comisiones inglesas nombradas por las Cámaras de los Comunes sobre el trabajo de los menores en los tejidos de algodón en el siglo pasado (siglo XIX), se ve que era habitual la jornada de 13 a 18 horas para niños de seis a siete años, sin otro descanso que media hora para comer y con vigilantes permanentes que, látigo en mano, impedían que estos desgraciados pequeños se rindiesen el sueño. Madres de once años sorprendidas por el parto en el taller y a las que se acordaba como gracia tres días de reposo. Las pobres criaturas morían a centenares, naturalmente, y las que sobrevivían a tantos horrores eran víctimas de toda clase de taras físicas. En Stockport y Manchester sobre 22094 obreros de fábricas, sólo 143 habían pasado de 45 años.
¡Pobres bandidos aislados! ¡Lástima que no poseáis temperamento de explotadores! Establecidos fabricantes de cristal en el Este o en el Norte de Francia, o tejedores en Rouen, o en Lille, o vendedores de conservas en Chicago o contratistas de confecciones en Londres, hubierais podido matar lentamente, a fuego lento, sin riesgos, con la impunidad más completa; más aún: patentados, condecorados, honorables comerciantes, industriales, filántropos, hubierais juzgado a los mediocres criminales, enviándolos al presidio o al patíbulo y lamentándoos todavía de que existe demasiada indulgencia para los delincuentes.
No. La sociedad en particular y en general, no vale más que los que han roto violentamente el contrato social. No es este un hecho nuevo. El carpintero de Nazareth empleó el mismo argumento con la desgraciada adúltera a quien los honestos israelitas querían perseguir a pedradas y a quienes Jesús dijo que el que estuviera libre de pecado lanzase la primera piedra, sin que ninguno se atreviese a hacerlo. Verdadera o imaginaria, esta historia prueba que en todos los tiempos los guardianes de las conveniencias sociales no han sido mejores que quienes las han infringido.
Pero este es un argumento que no podemos aprovechar en la obra educativa que perseguimos, y ya que no podemos hacer declarar a los que execran el ilegalismo anarquista que ellos interiormente se sienten inferiores, a lo menos hagamos constar que en nuestro fuero interno, los que sabemos juzgar con libre criterio nos sentimos valer más.
Ahora bien; si de acuerdo con los teóricos más serios hemos tratado de razonar, explicar, comprender y limitar la práctica del ilegalismo, es decir, el ejercicio de los oficios escabrosos no inscritos en el registro de los tolerados por la policía, queriendo demostrar que el anarquista ilegal puede sernos simpático, en cambio nos parece injustificable el ilegalismo paradológico bajo el punto de vista anarquista individualista. Porque no queriendo directamente dominar ni explotar, el anarquista individualista no consentirá jamás en hacer sufrir más todavía a las víctimas del estado económico. Sería ilógico e indigno. No se pondrá, pues, al lado de los que esquilman al rebaño, sino que se separará, demostrando así su superioridad mental.
La experiencia nos enseña que la práctica del ilegalismo, sobre todo cuando es profesional, constituye un peligro temible. Impide la expansión de la vida individual, es nefasto para el desarrollo intelectual y no liberta económicamente bajo ningún punto de vista. Estas son razones poderosas para reaccionar vigorosamente en el medio anarquista contra los desastres que puede ejercer en los espíritus jóvenes, la tendencia al ilegalismo.
En todo caso, el anarquista individualista, adversario de la violencia, salvo el caso de legítima defensa, bien establecida, no se hará solidario de los ilegales, que no dudan en llegar hasta el atentado personal o el crimen.
En conclusión, hemos de hacer constar que no somos en absoluto refractarios al ilegalismo. Consideramos que es cuestión de temperamento, pues lo mismo que hay anarquistas con inclinaciones artísticas, los hay con predisposiciones ilegalistas. Por tanto, aunque no los aprobemos, juzgamos a los anarquistas ilegalistas como de nuestro mundo.
Se puede considerar la vida como una función fastidiosa que es preciso realizar con la voluntad de terminarla lo más pronto posible, como una escala honorífica, un pretexto de gloria cualquiera o también como una carrera, para llegar a una situación liberal, comercial, industrial, política o administrativa. Cada uno tiene reservado su papel en el gran escenario social. Hay ambiciosos que desean brillar y dominar y otros más modestos que sólo aspiran a ser honrados y laboriosos, comenzando dócilmente el aprendizaje o los estudios preparatorios de su ulterior profesión, pasando más tarde por el cuartel como buenos soldados, por la dependencia productiva o parasitaria como fieles y buenos trabajadores, por el matrimonio legal y lo más ventajoso posible como esposos modelo y excelentes padres de familia. Para estos mediocres o insignificantes, el placer mayor consiste en pasar sus días festivos en excursión campestre y familiar y así esperan el fin de sus días monótonos sin hacer mal ni bien alguno.
Una concepción anarquista individualista consiste en considerar la vida como una serie de experiencias variables, siempre en provecho propio. Es, por tanto, la vida, un campo de estudios y una lección de cosas. No se puede tener conciencia de la vida en general, sin haber antes adquirido un conocimiento de sí mismo, o de las condiciones que pueden aquilatarla. La intensidad de apreciación estriba, pues, en la capacidad individual para gozarla equilibradamente, sin temor alguno de las consecuencias, que no pueden ser peligrosas cuando proceden de satisfacciones o placeres normales.
El anarquista será siempre dueño de sí mismo, abandonando en seguida las experiencias que le sean desagradables y persiguiendo, en cambio, las que le parezcan más dignas de tenacidad y perseverancia en relación con la satisfacción que le proporcionen. Sabe que no siempre le espera el éxito y por haberse defraudado una vez sus deseos bajo el influjo de ciertas circunstancias, no por eso desistirá de renovar la experiencia en modificadas o nuevas condiciones.
La experiencia es puramente individual, no se impone, y sus resultados difieren según el carácter de quien la intenta. El individualista no la aceptará en colectividad, sino provisionalmente y porque así pueda obtener ciertas ventajas intelectuales, afectivas, sensuales o económicas. Pero no por eso se separará de la asociación, por capricho o por la más pequeña dificultad que pueda presentarse.
El placer, el interés de la experiencia, consiste esencialmente en las peripecias ocurridas para lograrlo.
El abrigo al borde del camino, la cabaña en el bosque, la casita que domina la colina, son los resultados del esfuerzo, simbolizan el descanso, el término de la lección aprendida. Todo ideal conseguido, todo propósito llevado al fin, amenaza fosilizarse y precisamente el desarrollo individual, el ejercicio de las iniciativas, la valoración de las energías, la eficacia de las reacciones, reclaman que las experiencias se modifiquen, se renueven, se contradigan a veces, resultando también que algunas contienen ya el germen de otras ulteriores.
Vive bien todo lo que haya acumulado un tesoro de experiencias diversas, cuya propiedad es verdaderamente personal e inviolable y sirve para aprender a conocer el corazón humano y el fondo de todas las acciones, a la par que destruye el velo de Isis y aclara los misterios de la vida. Ampliando sus conocimientos, el anarquista se hace bueno en el sentido más esclarecido, o sea en el de considerar a cada uno según la inteligencia que posea para concebir o interpretar la vida.
Cuanto más extensa es la experiencia colectiva, menor es el juicio personal. Por eso el anarquista individualista busca el mayor número de experiencias propias, para elevar la importancia de su razonamiento, extender la irradiación de su sensibilidad y desembarazarse de los conceptos mezquinos tan comunes en los seres cuya vida es muy limitada o poco accidentada.
El que ha vivido bien, que ha desarrollado el maximum de sus capacidades de percepción o de iniciativa, que ha conocido las mayores emociones sensitivas, de acuerdo con su fuerza de resistencia o energía de apreciación, muere bien igualmente. Su agonía ignora los remordimientos y las lamentaciones. No necesita auxilios espirituales y deja la existencia tranquilamente, dichoso de pensar que por su ejemplo o su propaganda ha podido contribuir a que otros continúen el camino fecundo de las infinitas experiencias.
La vida como experiencia se realiza constantemente fuera de la ley, de la moral y de las costumbres, convenciones todas calculadas para asegurar la paz interior en la estúpida indiferencia a los que nada arriesgan por miedo o por interés.
La vida amplia, sin restricciones ni prejuicios voluntarios, lacera los reglamentos, pisotea los convencionalismos, desciende de la torre de marfil, abandona el hecho adquirido y sale de la cosa juzgada para lanzarse a la ventura y vagabundear en el campo abierto de lo imprevisto.
La experiencia perseguida de tal modo, es el espanto de la moral corriente, el terror de todas las respetuosidades, ante la idea de ser soliviantadas en sus torpes costumbres.
La vida experimental no se inquieta por la derrota ni por la victoria. Triunfos, contrariedades, obstáculos, caídas, todo le sirve de lección. Únicamente le emociona el sentimiento de que los esfuerzos realizados puedan ser inútiles o sin provecho.
En consecuencia, los verdaderos educadores son los que enseñan a mirar la vida de frente, con su incalculable riqueza de situaciones diversas, no para destruir la sensibilidad y anular el sentimiento, sino para despertar mayores deseos y energías realizadoras individualmente, desechando el temor a las sorpresas o dificultades que, en realidad, deben servir de acicate para avanzar más, sin impedir la libertad de pensar y de obrar de cada uno. La vida individual no puede reducirse a una pauta, como si fuera un papel musical que limita las vibraciones y la amplitud de los acordes. Pero para lograr el mayor y más útil resultado en la conquista de la experiencia, es preciso, siempre que valga la pena, comentarla, explicarla, analizarla y comunicarla a otro, para que a su vez aprenda, por las peripecias ocurridas en ella, a vivir más intensamente y a adquirir verdadera decisión.
La experiencia que aprovecha únicamente al que la intenta, no llega a su fin completo; es como un descubrimiento cuya fórmula quedase encerrada en la memoria del sabio que lo hubiese hecho. El esfuerzo nunca es tan poderoso exterior e interiormente, ni produce tanto placer intelectual, como cuando es dado en calidad de alimento y bebida a los que tienen hambre y sed de conocimientos.
Poco debe importar la actitud de los indiferentes: la propaganda se hace, considerándola como germen fecundo que emana del individuo esclarecido, como foco de luz que irradia al conjunto social e ilumina a las masas, para obtener únicamente de ellas una distinción o selección individual.
Ya hemos expresado la opinión de que el individualista puro era una aberración; el hombre es un ser sociable y el anarquista que forma parte del género humano no hace excepción. El ser humano no es sociable por accidente, puesto que su organización fisiológica le obliga a buscar, para completarse, para reproducirse, uno de sus semejantes de sexo diferente. De un modo general, se puede constatar que los hombres practican la sociabilidad sin reflexión o bajo la amenaza de la violencia: en la escuela, en el cuartel y más tarde en su trabajo, vivirán en común una gran parte de su existencia con individuos sin afinidad alguna, a los que no une la menor simpatía. En las grandes ciudades habitarán en inmensos edificios, otra especie cuartelaria, puerta por puerta con vecinos a quienes ningún lazo intelectual o moral les une.
Hasta llegarán a casarse sin conocerse, sin saber sus respectivas necesidades. El anarquista individualista no se conforma al yugo de la sociabilidad impuesta o de la solidaridad forzada, pero podrá asociarse a los camaradas, a los anarquistas, a los de su especie, porque es innegable que los anarquistas forman entre el género humano una especie que se reconoce por sus rasgos característicos bien determinados. Los que conscientemente rechazan toda suerte de dominación y explotación, viven o tienden a vivir sin dios ni amo, buscan reproducirse en otros seres, a fin de perpetuar su especie y continuar su labor intelectual o práctica, su obra de educación y destrucción a la vez, estos individuos forman, pues, una especie aparte en el género humano, tan diferente de las otras especies de hombres, como en el género canino, el perro de Terranova lo es del gozquecillo.
Entendámonos bien: no se trata de hacer del anarquista individualista un superhombre, como tampoco del Terranova puede hacerse un símbolo de magnificencia perruna. Sin embargo, existe una diferencia en este ejemplo: el can citado es un tipo que no evolucionará, mientras que el tipo anarquista sí lo hará; produce en la humanidad el mismo efecto que las especies proféticas en la evolución de los seres vivientes y también se le puede asimilar a esos tipos mejor dotados, más vigorosos, más aptos a la lucha por la vida, que aparecen en un momento dado en el seno de una especie y acaban por determinar el porvenir de la misma. Con sus imperfecciones, sus faltas, sus errores, los anarquistas constituyen, a nuestro juicio, el tipo del hombre futuro, el individuo de espíritu libre, de cuerpo sano, de voluntad educada, viviendo plenamente la vida, pero que no quiere ser siervo ni dominador, ni víctima, ni verdugo.
El anarquista no es, pues, un aislado, sino que practica el compañerismo y, como todas las especies en peligro constante de ser atacadas, tiende instintivamente a practicarlo. Es difícil describir en detalle las formas que puede revestir la solidaridad así comprendida, porque éstas son múltiples, pero lo esencial es el esfuerzo hacia la desaparición del sufrimiento evitable entre camaradas y, cualquiera que se manifieste propicio o indiferente a prolongar o aumentar cualquier causa de malestar en el grupo, puede ser repudiado por éste.
El anarquista individualista, impulsará a quien quiera unírsele a rebelarse prácticamente contra el determinismo social, a afirmarse individualmente, a hacerse lo más posible independiente de la vulgaridad moral, intelectual y económica. Animará al ignorante para instruirse, al indiferente para que reaccione, al débil para hacerse fuerte, al humilde para erguirse arrogante... En fin, ayudará a los mal dotados y a los menos aptos a lograr por sí mismos todos los recursos posibles, sin confiar su energía propia a la ajena.
Siendo la teoría anarquista individualista la filosofía del antiautoritarismo, concebida, experimentada y practicada individualmente, sin molestar la actividad de otro, resulta que el compañerismo se afirma más cuanto mejor cada uno puede realizar en paz y con independencia sus experiencias personales.
Nada de mutua desconfianza. Un acuerdo, un contrato tácito, un concepto psicológico nos une a los constituyentes de la especie anarquista, pero no nos da derecho a intervenir en los hechos de cada uno, mientras no nos causen perjuicio real o nos molesten verdaderamente. Y tal es la única concepción del bien y del mal que los anarquistas individualistas tenemos, considerando como acción muy reprobable el inmiscuirse en la vida privada. He aquí los elementos de nuestra moral social. A cada uno corresponde estar prevenido y saber si estas condiciones primordiales convienen o no a sus aspiraciones y a su temperamento.
Por mi parte estimo que la especie anarquista, nunca será bastante numerosa sobre la Tierra para que los individualistas puedan molestarse entre sí. No hay pues ningún motivo serio para que cometan el crimen de juzgarse, condenarse o excomulgarse por lo referente a su vida íntima. Por lo mismo, me negaría a dar ningún detalle sobre la mia, si algún camarada pretendiese pedirme explicaciones. Me basta saber que ninguno de mis actos ha tenido influencia alguna restrictiva sobre el desarrollo o la actividad de otro para rechazar toda intervención tiránica o insoportable. Al obrar así, no alimento el más leve recelo; no hago sino practicar el acuerdo moral entre anarquistas, o sea: respeto integral de la libertad de acción de cada uno en la mejor inteligencia.
Es evidente que yo no tendré esta misma reserva con la vida pública, en cuanto ella supone influencia directa con la idea fundamental del anarquismo individualista. Un anarquista no puede ser agente de autoridad gubernamental, ni de ningún modo ayudar, propagar y desarrollar ésta. He aquí por qué me creo con derecho de intervenir cuando sé que un anarquista defiende la República o preconiza el voto y por qué me separo del juez, del policía del carcelero, del verdugo, del elegido o del elector en cualquier grado. Estos no pueden ser de los nuestros.
En cambio, disculpo ciertas transigencias individuales con el medio, determinadas por una independencia económica apreciable. Considero compañeros a aquellos empleados del Estado que llenan funciones útiles y a quienes su situación no excluye del odio contra la autoridad, puesto que han aceptado ciertas ventajas que ésta puede conceder a cambio de someterse a un trabajo que en ningún caso va contra la libertad moral y material. Me separaré únicamente de los que blasonando de anarquistas, hacen propaganda en favor de las formalidades legales y afianzan directamente la sociedad actual. Quede pues, bien sentado, sin lugar a equívocos, que sólo se establecen excusas razonables, por fuerza mayor o por necesidades imprescindibles, para los que no obran de perfecto acuerdo con la pureza teórica.
El anarquismo individualista no implica que no haya choques, frotamientos y discusiones entre los que lo aceptan. Apenas salidos de la animalidad, henos aquí con el concepto filosófico más elevado. ¿Cómo no hemos de tratar con harta frecuencia de atentar al desarrollo de los demás y que los que se vean amenazados no reaccionen contra los obstáculos que se les oponen? Habrá todavía creencias, incomprensiones, juicios ligeros, retrocesos, abandonos, dudas... Es inevitable en un movimiento al uso de hombres elevados y al cual se agregan individuos que no exceden gran cosa del nivel común de la brutalidad. Esto no prueba nada contra el valor de la idea anarquista en sí misma. Si hay hombres que no la comprenden o la deforman voluntariamente, la conclusión es que son ineptos para intentar vivirla.
Todo lo dicho no significa tampoco que una presunción ridícula pueda conducir a un camarada a rehusar la superioridad de otro en un ramo cualquiera de la actividad que él no conoce bastante o ignora por completo. De ningún modo, por ejemplo, me sentiré disminuido o dominado si paseando en barca con otros amigos, ellos saben manejar mejor los remos y yo no, o si un compañero es capaz de traducir el chino, que yo desconozco. En tales casos, la incapacidad excluye las responsabilidades. Yo no quiero ser responsable sino de aquello que creo poder realizar, reservándome el derecho de excusarme si llego a apercibirme de que me he engañado. Mi experiencia me ha convencido en caso de asociación anarquista individualista, que ésta perdura tanto más cuanto que la labor a realizar de acuerdo, será susceptible de ser distribuida entre varias personas autónomas en sus respectivos departamentos.
Los grupos anarquistas se establecen más estrechamente sobre las afinidades del temperamento o del carácter de los que se unen. No existen recelos y se admite perfectamente que un camarada forme parte de varios de estos grupos o deje uno de ellos para reunirse a otro. De un modo general, es con relación a sí mismo que el anarquista determina quién merece su aprecio y de ningún modo por el juicio ajeno, particular o común. Ante todo, el compañerismo es de orden individual y, como todas las otras faces de la vida anarquista, es también una experiencia. Por lo mismo, los anarquistas no critican la vida privada, o sea el modo particular de interpretarla, bajo reserva, naturalmente, de que haya tendencia al acuerdo con las convicciones profesadas, sin ninguna clase de coacción. Sobre este punto ya nos hemos explicado: un anarquista no puede ser millonario, ni crearse rentas con su propaganda, ni estafar a los compañeros, ni ser agente de seguridad.
Mas, si por las razones expuestas, el anarquista no critica más que con grandes reservas el modo de vivir de sus camaradas, de ningún modo se privará del exámen crítico de sus ideas, en tanto son expresadas públicamente. Someterá a juicio esclarecido, a razonamiento desapasionado las obras y las declaraciones que pretendan llevar el sello de la infalibilidad. Para él nada hay sagrado, pues que la vida anarquista vibra, evoluciona, se transforma, se critica y analiza a sí misma. Mañana no será ésta lo que fue ayer; no se estaciona, de consiguiente, en inmutables concepciones. El verdadero anarquista hará cuanto le sea posible para evitar que el movimiento individualista caiga en el abismo de la rutina o del dogmatismo.
Una de las consecuencias del compañerismo anarquista, transportado al terreno de las realidades, es el acuerdo, en vista de una labor determinada, a realizar en un tiempo fijo.
Toda asociación de cualquier clase entre individuos libres, bien tenga por objeto la ejecución de un trabajo temporal, o la consecución de una actividad de más larga duración, o ya la realización de una concepción de la vida, se basa sobre una conformidad, sobre promesas o convenciones, que pueden designarse con el término genérico de contrato.
Teóricamente, el acuerdo desaparece en cuanto lesiona a uno de los contratantes. Como todas las fórmulas, ésta tiene el defecto, cuando se la considera en sus aplicaciones prácticas, de no tener en cuenta las circunstancias de vida y de temperamento individuales. Prácticamente, puede decirse que el contrato anarquista cesa desde que la misma conformidad preside el acto de unión y de desagregación que se ha realizado.
En efecto; la agrupación entre anarquistas, para la realización de un fin cualquiera, se supone no ha sido efectuada a la ligera, puesto que individualmente se la considera como un expediente o un mal menor. En su origen ha sido exenta de las restricciones mentales, de los pensamientos mezquinos, del disimulo, del fraude, de esa vil aspiración de un interés sórdido, que caracteriza los contratos efectuados en la sociedad actual.
Los asociados se conocen, han calculado el pro y el contra, han reflexionado sobre las consecuencias, examinado los puntos fuertes y los débiles de la situación, prevenido los peligros y riesgos, sospechado los goces y las ventajas, determinado, en fin, las concesiones que deberán hacerse mutuamente.
Estos detalles bastan para indicar que un contrato leal no se deshace únicamente por un capricho de la fantasía o por una humorada de uno de los contratantes. La ruptura exige también una reflexión seria por parte de los que han estado unidos por un esfuerzo determinado.
Sin embargo, desde el momento en que uno formula su voluntad de separarse, ningún compañero anarquista puede oponerse; lo cual no quiere decir que no haga objeciones a tal decisión, pues este es un derecho innegable individualmente. Puede suceder, en efecto, que en el momento en que el descontento expone su deseo de disociarse, los demás asociados se encuentren en disposiciones de inteligencia y de sentimiento absolutamente semejantes a las que les decidieron a llevar a término el contrato. El anarquista podrá, desde luego, exponer las razones que posea contra el desacuerdo iniciado, pedirá reflexión, hará valer ciertas consecuencias, invocará otras consideraciones, sobre todo cuando se trata del dominio de las pasiones en un orden completamente particular y que comprende, por tanto, a los que viven intensamente las variantes del sentimiento. Resistirá seguramente más o menos tiempo a la ruptura, si posee la profunda convicción de que está inspirada por la imperiosa influencia de una determinación perniciosa. No hay nada en esta actitud que raye con la inconsecuencia. Según su temperamento, podra sufrir y hasta lamentarse y nadie deberá reprocharle de que él, anarquista, sea algo más que una ecuación geométrica. Solamente si se opusiese categóricamente a la disolución exigida por un compañero, cesaría de ser consecuente en el sentido práctico y profundo del término.
A menos de motivos excepcionales, el anarquista que impone la separación sin reflexión y apresuradamente, tampoco me parece consecuente, pues el que merece tal calificativo no se aprovechará de su libérrima facultad más que después de haber obtenido la adhesión sincera de los demás. Considerará, cuantas veces sea necesario, la situación, antes de llegar al desacuerdo, faltando a las promesas, deshaciendo las convenciones nacidas de buena fe y que implicaban una confianza recíproca.
La ruptura impuesta o exigida extremadamente sin causa ni razón, ocasionando sufrimiento inútil, no es un hecho de buen compañerismo, porque este es esencialmente un contrato que permite unirse por afinidades intelectuales o de sentimiento o por gestos susceptibles de disminuir el disgusto que alcanza a todo individuo que forma parte de una especie en reacción constante contra el medio.
Además, si los anarquistas fuesen más conscientes y numerosos, no solamente los contratos se harían muy esclarecidamente, sino que además, el dolor ocasionado por el muy reducido número de rupturas, aun exigidas o impuestas, sería disminuido muy sensiblemente por la facilidad que encontrarían los disociados, en sustituir pronto la disensión acaecida, por nuevos elementos de asociación, que serían legión entonces entre las afinidades anarquistas.
Se nos objetará que, examinándolos de cerca, los individualistas no dejan de parecerse mucho a todo el mundo; que a veces se critican entre sí neciamente y que, las razones de su hostilidad hacia los demás son con frecuencia mezquinas y bajas... No lo negaremos.
Nada se gana en disimular las faltas o los errores. Todas las religiones, todas las doctrinas han usado de esta estratagema invocando las necesidades de la causa. Ha sido inútilmente. Las mismas inconsecuencias de sus adictos perdió a la religión mucho antes de que el trabajo de la critica hubiese hecho justicia de sus dogmas, y hoy dia nadie se compromete ya en un partido, sino es porque espera encontrar un medio de hallar ciertas compensaciones. Un espíritu recto no se desanima por las contradicciones que en la práctica suelen desvirtuar las teorías, sino que, después de un examen superficial, penetra profundamente en las causas; se da cuenta de los hechos, los estudia con toda sinceridad, los analiza imparcialmente y saca, en fin, las conclusiones que han de aumentar sus conocimientos y que ha de exponer a sus camaradas, como otros tantos motivos de reflexión fecunda.
Sin duda, un anarquista no se preocupará de las exclamaciones interesadas de burgueses y moralistas religiosos o laicos. El fariseísmo o la grosera hipocresía burguesa, encuentra un placer especial, una vanidad exagerada, en mostrar las inconsecuencias de los anarquistas.
Gentes honradas, cuya fortuna se edifica sobre la explotación de los más desgraciados; cerebros sin horizontes intelectuales, cuya única preocupación es la conquista de influencias materiales; padres interesados en colocar convenientemente a su progenie, como si fueran comerciantes inquietos por desembarazarse de sus géneros de saldo; sibaritas empedernidos bajo la máscara de una respetatibilidad forzada... vuestras protestas equivalen a los ecos confusos que el viento arrastra sin llamar la atención de alguien.
Tampoco sienta bien a los moralistas exhibir un pudor ofendido; ya sabemos lo que ocultan los rostros asustados de los periodistas sensatos y de los escritores talentosos; no ignoramos sus mejores ocupaciones, que consisten en preservar de las ideas disolventes a las instituciones de la sociedad actual; tanto los privilegiados como los que aspiran a serlo, han comprendido cuánto ganaría su causa logrando distraer la atención de los desheredados sobre las verdaderas causas del sufrimiento y procurando fijarla sobre las inconsecuencias de los que son irreconciliables enemigos de todo absurdo y bárbaro privilegio social.
Así, pues, cuando examinamos la cuestión de las inconsecuencias de los anarquistas, no lo hacemos en modo alguno para justificarnos ante nuestros adversarios. No escribimos por escribir, ni hablamos por hablar. Nuestros deseos son profundos o elevados. Pensamos que una teoría vale muy poco, si no se afirma en la práctica y todo nuestro interés consiste en buscar las razones de las incongruencias que se notan a veces entre la concepción anarquista y su realización.
La primera constatación que hacemos y que se aplica a todos los dominios es que el pensamiento aventaja a la acción, y no queremos hacer una deducción peligrosa, fijando una ley; nos limitamos a sentar un hecho: construimos con gran facilidad teorías que casi en absoluto no podemos realizar.
Colonias comunistas, práctica de compañerismo efectivo, experiencias de amor libre y de libertad sexual, toda clase de esfuerzos a realizar en común... ¡qué de proyectos concebidos con ardor, que ha conducido a miserables fracasos! Y en nuestra vida individual... ¡cuántos descontentos y decepciones! A veces nos encontramos muy por debajo de lo que quisiéramos ser. Deseamos por encima de todo ser y sin embargo muchas veces hemos de resignarnos a parecer.
Quisiéramos ser buenos y nos encontramos malos; obrar desinteresadamente y pronto descubrimos nuestro grosero interés. Nos pretendemos excentos de celos, de envidia, de rencor y he aquí que nuestros actos desmienten nuestras pretensiones. ¡Cuántas antipatías, movimientos de impaciencia o de humor, gestos de vanidad, incompatibles con el modelo que interiormente nos hacemos del anarquista consciente! Denunciamos la dominación y ciertas circunstancias nos muestran como verdaderos autoritarios; declaramos que el mundo es bastante vasto para que la propaganda en general tenga libre curso, y, no obstante, nos encontramos desconcertados ante cualquiera que obre en diferente sentido que nosotros. Nos afirmamos tolerantes y la menor oposición nos solivianta. ¡Qué de amargas desilusiones!
Pues bien, todo esto es verdad. hemos edificado en nuestras mentes una maravillosa vivienda, pero el día que quisimos instalarnos en ella se convirtió en un zaquizami. ¡Y feliz todavía si es habitable! Nuestra capacidad intelectual traspasó los límites de nuestra facultad de realización y eso es todo. El misterio consiste en que nuestras circunstancias atávicas y educacionales, el lado instintivo de nuestra naturaleza, esta raramente en equilibrio con el funcionamiento de nuestro cerebro, a quien la reflexión profunda tiende a hacerle más y más individual e independiente. El ejercicio de la voluntad predispone al acuerdo y es del mayor o menor grado de potencia efectiva de este ejercicio razonado de que depende la directa armonía entre el pensamiento y la acción.
Ciertamente, los que se conforman con lo establecido, los que siguen plácidamente los caminos trillados sin sentir el deseo de la experiencia, pueden fácilmente ser consecuentes. Para el anarquista que quiere seguir una ruta independiente la escena cambia. La consecución del equilibrio entre el pensamiento y la acción, el ejercicio de la voluntad para poner a ambos de acuerdo o para indicarles aun más elevados fines, constituye el interés de la vida individual, se hace la vida misma, en la que las inconsecuencias son otros tantos jalones que señalan los tormentos de las experiencias fracasadas, en la que las victorias y las derrotas se mezclan y el entusiasmo y el abatimiento chocan, produciendo poco a poco el valor de una perseverancia incansable, la necesidad de una educación de la voluntad.
No hay nada que pueda descorazonar al anarquista; conoce la violencia del esfuerzo para armonizar la teoría y la práctica y sabe que para realizarlo no debe salirse de sí mismo, puesto que si ha podido concebirlo su entendimiento, lógico es que no este por encima de su capacidad efectiva. Luego perseverará, ejercerá y educará su voluntad para intentar combatir las taras ancestrales y la influencia del medio, que son las mayores dificultades con que tropieza en la vida social para expansionarse individualmente. Gracias a esta energía persistente, aunque no siempre sea coronada por el éxito, se reconocerá la sinceridad del compañerismo, que no puede aceptar la inconsecuencia como un hecho ineludible, pues esto supondría una superchería o una pereza crónicas, defectos que son esencialmente antianarquistas.
En conclusión: el anarquista individualista actual, no es todavía el ser bueno por excelencia, sano, libre y despreocupado; no está aún dotado de una vida tan intensamente sincera que sepa desenvolverse sin atentar a la originalidad de los demás, pasando por todas las experiencias sin dejarse dominar por ninguna. Pero puede considerársele como un síntoma característico que une al rebelde inconsciente de los tiempos obscuros con el anarquista futuro. Esta consecuencia debe animarnos y hacernos tolerantes para las contradicciones que saltan a la vista y para aquellas que, aun no siendo evidentes, no dejan de ser las más graves acaso. Comprendiendo que, a pesar nuestro, estamos sometidos todavía a la esclavitud de los instintos y de los temores prehistóricos, lo que debemos de hacer es procurar esforzarnos para llegar al mayor dominio sobre nosotros mismos.
He aquí el punto culminante donde se resumen las inconsecuencias anarquistas y en el cual se cometen grandes injusticias.
Por mi parte, yo simpatizo con el mal camarada, es decir, el reputado así. Hace más de 25 años que milito en diversas corrientes y mi experiencia me ha enseñado que generalmente aquel de quien se habla mal es muy superior al que se le tributan elogios. Cada vez que me he relacionado en un medio cristiano, socialista, revolucionario o anarquista, con uno de esos seres señalados como abyectos, innobles o tarados, he encontrado en él una individualidad ignorante del arte de adular las manías, los vicios o la mentalidad de su ambiente especial, un refractario a los convencionalismos partidistas, obrando y pensando por su propia cuenta, aun a riesgo de engañarse torpemente, lo que es en todo caso mejor que seguir los pasos de los dispensadores de consejos. En fin, detrás del réprobo siempre he descubierto una originalidad y una inteligencia plausibles. Y es comprensible, puesto que el patentado como buen camarada, es casi siempre una nulidad borreguil, siempre flexible a la vida monótona, obscura, inaccidentada, insensible al flujo y reflujo de las experiencias apasionadas e intelectualmente permanece resignado en la opinión media, tan desprovisto de iniciativas creadoras como de audacias críticas.
La muchedumbre anarquista no simpatiza con el individuo que llega a singularizarse, y en esto se parece a todas las masas. Se insiste mucho sobre la necesidad de crearse una personalidad consciente, a fin de formar un constante fermento de reacción contra la costumbre y el hecho establecidos, pero esta propaganda está más en los labios que en el corazón. Se declama mucho contra las leyes, las mentiras convencionales, los prejuicios sociales y las trabas morales, pero prácticamente no se llega a una posición irreducible de desobediencia. ¡Y desgraciado del que no respeta el dogma y no responde al modelo anarquista! Irremisiblemente será descalificado por los que se creen pontífices para interpretar las ideas.
No porque el anarquista individualista niegue, rechace y combata los dioses y los amos, las autoridades y las dominaciones, ha de creerse que desconoce la vida interior. Antes de ser anarquista externo, conviene serlo interiormente. No se repudia la idea de autoridad por capricho o por fantasía, sino porque se comprende que las leyes y los códigos son inútiles y perjudiciales y que sólo son necesarios para los individuos que no viven más que exteriormente. Si el anarquista puede vivir con intensidad, es porque su existencia interior es profunda y no encontraría placer en la experiencia, por múltiple y variada que fuese, si no le diese motivos de reflexión.
El anarquista medita y compara, sabe concentrarse en sí mismo y con amplitud de juicio realiza su revolución individual. Posee un fondo de conocimientos, una reserva de adquisiciones que sabe aprovechar como un recurso, cuando carece de otros apoyos, y que acrecienta continuamente, sacando de él nuevos motivos de estudio para profundizar. No se inquieta solo del cómo y el por qué de las cosas, sino que busca su razón de ser. Sin estas reservas mentales, no es posible prescindir de la autoridad, pues cuando uno agota sus propios medios, le es forzoso recurrir a los ajenos.
El anarquista es sencillo, y, aunque original, no desea atraerse las miradas del vulgo. Si su vivienda es confortable, según lo que le hayan permitido las circunstancias pecuniarias, no es en modo alguno lujosa o abarrotada de objetos inútiles al desarrollo individual. Sus necesidades son normales, ni restringidas ni superfluas y si cierta experiencia de su vida le conduce a dejar inevitablemente su norma, pronto vuelve a esta, una vez realizada aquella.
De esta simplicidad natural, sin austeridad ni dureza, que es producto de la franqueza y no de la vanidad, no debe inferirse que el anarquista sea insensible a la belleza. Nadie mejor que él sabe apreciar lo vigorosamente hermoso, en arte, en literatura, en ciencia, en ética. Belleza de la Natura, de las formas corporales, del razonamiento, del placer de los sentidos, de la voluptuosidad sana, todo esto el anarquista lo aprecia, lo siente, pero sin dejarse guiar por el gusto general, o por las concepciones de un cenáculo particular cualquiera. Todo producto de una investigación sincera, toda obra que refleje un temperamento personal o testimonie un esfuerzo enérgico, toda labor y toda manifestación que haga vibrar las fibras íntimas de su ser, le atrae, despierta su atención y le hace meditar. Lo aparente, lo falso lo ficticio, lo débil y mezquino, lo pretencioso le hace daño, le exacerba, lo repudia, en fin. Sabe además muy bien que en el dominio de la estética, la apreciación es individual y que belleza y fealdad son términos relativos de apreciación.
Hombres o mujeres realmente anarquistas no pueden aparentar ascetismo. Sería una farsa negar y combatir la dominación y someterse a la vez al yugo de la austeridad, querer la libertad y crizar de obstáculos su camino.
Vivir sin renunciar a los goces intelectuales, sensuales y efectivos, desarrollando la facultad de apreciarlos sin dejarse dominar por ellos, antes al contrario juzgándolos útiles o nocivos según el equilibrio fisio-psicológico que produzcan. Seguir decididamente la ruta, recogiendo las flores perfumadas, dejando las plantas venenosas y aspirando los efluvios más puros, persiguiendo siempre lo nuevo, lo original, sin fatigarse nunca, he aquí el goce anarquista, la aspiración suprema de todo el que se siente serlo sinceramente.
El anarquista conoce la vida del sentimiento, las afecciones íntimas, prolongadas, las ternuras profundas, las amistades firmes que resisten los golpes de la adversidad o las alegrías del éxito. Cuanto más profunda es su existencia, más radiante se muestra, adquiriendo más valor, más vigor, más delicadeza. Ante todo, el anarquista individualista procurará no disminuirse interiormente, no desprestigiar su integridad de pensamiento, su potencia de análisis y de deducción, su voluntad de reflexión y comparación. Toda tendencia directa o indirecta a rebajarse individualmente supone una prueba de pérdida de equilibrio, de indignidad de la vida libre.
El anarquista rechaza el concepto burgués del bien y del mal; vive y acciona en un plano más elevado y completamente distinto; todos los actos que le facilitan una vida más intensa y normal, un desarrollo más amplio y un mayor saber le son lícitos. Por el contrario, le será malsano todo lo que en cualquier grado atente a su valor intelectual o a su vida interior. Este es su único criterio.
Los espíritus cerrados, inclinados a los juicios resueltos, o todavía esclavos de los prejuicios, no admiten que, fuera de lo que ellos llaman la moral, al estilo burgués, pueda existir vida interior. Sin preocuparse de estas despreciables opiniones, se puede afirmar que la vida ordinaria, corriente, no es susceptible en modo alguno de desarrollar la intensidad de la personalidad consciente o esclarecida. En efecto, ¿qué vida interior pueden tener los que incesantemente se preguntan si todos sus actos o sus gestos están de acuerdo con el código de la moral que les transmitieron sus abuelos?
Cuanto más pronunciada es la reacción contra el medio ambiente, más pujante es la personalidad psicológica.
Siendo el anarquista un negador de autoridad, en el sentido más absoluto, se comprende fácilmente que sólo su causa le interesa, o sea la causa de la libertad, que la reclama y la exige en el mayor grado posible moral, intelectual y económicamente. Ni su produccón ni su amoralidad pueden caber en la marmita comunista. Y por eso es absurdo que algunos pretendidos camaradas quieran pedir cuentas a los anarquistas individualistas. El que únicamente se hace responsable, en relación con su concepto individual de la vida y por su propio carácter, y no obra mas que de acuerdo consigo mismo, no necesita hacer examen de conciencia ante el juicio ajeno.
Se puede juzgar a un sindicalista, a un revolucionario, a un comunista, a cualquiera que trabaje por cuenta de otro conforme a un ideal colectivo, a una regla de conducta de mayoría o en vista de una sociedad futura, pero de ningún modo al que funda su vida no en una vanidad desmedida, en un orgullo insensato o en una superhombría exaltada, como en el mayor y más profundo conocimiento de su propio yo.
La experiencia personal, un juicio más claro, el conjunto de sus observaciones, puede hacer que el anarquista individualista modifique su opinión sobre un punto de la actividad ácrata. Y si después de comprenderla de otro modo no lo manifestase, seria un motivo de disgusto, de cobardía o de falta de convicción, propia solamente del que se deja dominar por el temor del qué dirán, haciéndose esclavo moralmente.
Se pueden adoptar diversas ideas sobre el ilegalismo, la legalidad, la unidad o la pluralidad amorosa, la libre disposición del producto personal y todos los demás extremos de la teoría anarquista, según las luces adquiridas o desarrolladas; pero no se puede, en buena lógica, sino presentar a la consideración proposiciones sin obligación ni sanción y de ningún modo imposiciones únicas.
Así, pues, lo que interesa no es el cambio más o menos frecuente en ciertos detalles, sino la personalidad en si, que practica en el mayor grado de vida y actividad, la filosofía anarquista.
La conquista de lo absoluto es una contradicción de la esencia misma del concepto anarquista; es siempre una coacción, una autoridad abstracta, una entidad metafísica, como dios o la ley. La doctrina no es más que el formulismo en que se encierra lo absoluto. Los tiranos y los jefes de escuelas de todos los tiempos, han encontrado en la doctrina un auxiliar tanto más poderoso cuanto más pretende concretar lo absoluto, que es irrealizable en sí mismo. No existiendo, pues, lo absoluto, la doctrina resulta ser una prisión, donde se pasa la vida ensayando de llegar a una perfección que no puede encontrarse en el orden natural, porque éste está continuamente sometido a la relatividad de lo imprevisto, lo fortuito, lo casual. Por lo mismo, los cálculos astronómicos más rigurosos varian siempre en los decimales, a causa de una perturbación imposible de preveer, en el momento en que las operaciones se efectúan. Y así sucede siempre con todas las leyes naturales.
Puede decirse que ni siquiera existe la tendencia a lo absoluto. No hay más que lo relativo en todos los dominios y así se niega el determinismo fatal. Los sucesos se desarrollan en ciertas condiciones dadas del ambiente, del tiempo y del espacio y guardan siempre en todos los cambios una relación directa. El tiempo, el espacio y el infinito no existen con relación a nosotros mismos mas que por nuestra sensibilidad o imaginación, y no podemos definirlos concretamente a la completa satisfacción de todos. Son, pues, más que nada, convencionalismos del lenguaje ideológico.
Los anarquistas individualistas son una ínfima minoría entre los hombres y se exponen a la lucha en cuanto quieren realizar en lo posible sus ideas. Lo mejor es mirar de frente la situación y separarse de la oratoria ramplona y meliflua y de toda tentativa interesada de los agentes provocadores. Lejos de toda obra de superficialidad y de castración, que muchas veces emerge de los fondos secretos de la sociedad, pues no es posible la consolidación entre los anarquistas y los mantenedores sociales. El hecho real es que el anarquismo no puede presentarse de un modo discreto o convencional, y los que lo aceptan no pueden pretender ser los conductores de la felíz Arcadia. El camino de la anarquía no está trazado matemáticamente ni sembrado de flores. Es un sendero abrupto que requiere esfuerzos sostenidos.
El anarquista empieza a ser combatido por su propia familia; no siempre es comprendido por sus camaradas; está en desacuerdo con su patrón, mal visto de sus vecinos y desconsiderado generalmente. La cárcel le amenaza continuamente; está bajo la vigilancia policíaca y los soplones contribuyen a veces a que sea despedido de su trabajo. ¿Quiere hacer un poco de propaganda agresiva? Persecuciones y años de prisión le esperan.
En la rebelión contra los prejuicios morales, también ha de armarse de valor. Comenzando por iniciar a una joven en las primeras caricias, la que se le entrega en plena voluntad, acto natural entre todos, el anarquista se expone a ridículas denuncias por corrupción de menores; continuando por la amenaza constante de ser acorralado si afecta o se contenta de hacer silenciosamente una vida que choca más o menos violentamente con las ideas recibidas en materia de respetabilidad; si se permite usar vestidos que no estén de acuerdo con la moda, o frecuenta gentes que desagraden a su portera; acabando, en fin, por ser renegado de todos, considerado como un oprobio del mundo y un despojo social.
No hay acuerdo posible entre el anarquista y todo medio reglamentado por las decisiones de una mayoría o por los votos de una elección. Contra él se levanta la sociedad toda. Lucha por la libertad de exponer la idea, por la de vivir; lucha por el pan, por el saber; lucha incesante que dará goces profundos y en la que se tendrá, acaso, la inapreciable satisfacción de ver caer alguna piedra angular y vacilar el edificio social, pero lucha al fin y al cabo.
El anarquista no admite treguas. Su actividad se concreta en lucha continua y su interés estriba en prolongarla todo lo posible. Se muestra intratable, intransigente, sin piedad con los que detentan el poder administrativo, intelectual y económico. No acepta concesiones sociales a cambio de una relativa tranquilidad, haciéndose el cómplice de las gentes interesadas en el mantenimiento de la actual sociedad, sino que lleva a la mayor intensidad y constancia su labor de crítica profunda y seria.
Rechazamos, pues, las fórmulas fijas, porque o debemos tener en cuenta más que las circunstancias relativas del presente que vivimos. Si ayer nos fue útil poner a contribución nuestras necesidades, hoy puede sernos más agradable hallar compensación a nuestros esfuerzos y guiarnos por éstos y no por aquellas, lo que significa únicamente que hemos evolucionado, sin dejar por eso el plano de libertad espiritual en que tratamos de asentar nuestro conocimiento. Si tal regla de conducta moral nos convenía cuando éramos más ignorantes, habiendo adquirido ya mayor experiencia, nos es perjudicial seguirla ahora. De modo que aceptamos un concepto mientras nos hace felices, pero lo rechazamos si nos sentimos cohibidos. Es para nuestra alegría, para nuestro placer y nuestra utilidad que edificamos teorías y con la misma facilidad las destruimos en cuanto comprendemos que se quieren apoderar de nuestra individualidad. Toda regla que no proporciona un mínimum de dicha tangible, es despreciable; es una opresión en cuanto no ayuda a vivir más libre y felizmente, con más intensidad.
La experiencia nos demuestra que no hay una panacea que pueda convenir a todos los temperamentos y a todas las circunstancias y como el anarquismo es una filosofía de la vida esencialmente relativa, de aquí que quien la acepta no puede ser a la vez doctrinario y anarquista, sino que ante todo le conviene librarse en el mayor grado posible de la subordinación al medio para seguir sus fines individuales de reacción contra todo convencionalismo de tendencia absolutista. Tampoco cabe perseguir exclusivamente el interés económico, porque no basta haberse desligado de dios, de la moral y del qué dirán, sino que es preciso, para ser lógicos, romper toda coyunda. Por encima del interés económico, colocamos la satisfacción moral, el goce interior y hasta el placer de los sentidos. Y no hay mejor satisfacción que ésta que experimentamos al sentirnos independientes. La cuestión para nosotros no estriba en saber si el empleo del mecanismo más perfeccionado, el trabajo en común o la solidaridad nos pueden proporcionar más ventajas materiales; lo esencial es determinar si todas las novedades y adelantos nos permitirán afirmar mejor la insubordinación y la indisciplina en que se basa la autonomía personal. ¡Cuántas veces hemos tenido que romper hasta con nuestros amigos en detrimento de nuestro interés material, al comprender que al seguir haciéndoles ciertas concesiones, disminuíamos nuestra personalidad!... Un anarquista no es un calculador y un razonador sempiterno, puesto que basándose en el hecho individual, se comprenden a la vez, mezclados, en lucha, unas veces triunfantes y otras derrotados, el instinto, la razón, la sensibilidad, la acometividad, la reflexión y tantos otros aspectos del ser activo que los experimenta sucesivamente. A nuestro alrededor vemos que todos hacen del interés económico el móvil de sus acciones y, aunque lo persiguen caóticamente, no podemos pretender imitarles bajo el pretexto de ordenar su desbarajuste que acabaría por enredarnos también. Seamos expeditivos y no embrollemos, pues no es insensato el afirmar que tendemos hacia una selección que podrá realizarse; es decir, que de un lado se clasificarán los formulistas, los doctrinarios, los mezquinos, los detallistas utilitarios, los que no han sabido o querido comprender que el anarquismo es una concepción de actualidad, una negación presente, un combate cotidiano contra todo lo que hace sombra al desarrollo de la personalidad; de otro lado se unirán los que no quieren sacrificarse al medio, conformarse a la opinión predominante cuando les es adversa. Esta separación es necesaria para evitar torcidas interpretaciones.
Por todas partes la uniformidad nos rodea; todos los vestidos obedecen a un modelo, todos siguen el ridículo de la moda y desprecian la comodidad; todas las viviendas se alinean monótonamente y presentan las mismas fachadas; todas las facciones presentan la misma máscara de insinceridad. Realizar los mismos gestos, a la misma hora, del mismo modo, tal parece ser el fin de una sociedad bien organizada, pero como no somos teóricos de la sociedad futura, preferimos resolver nuestra cuestión individual como mejor podamos, día por día, según las circunstancias. Nos repugna seguir el mismo camino que la sociedad, gris y sucio como la atmósfera de las grandes ciudades invadidas por el humo de sus fábricas tristes y enervadoras, donde es asfixiante el ambiente por la aglomeración de escuelas rutinarias, cuarteles, prisiones y edificios oficiales, con el contraste misérrimo que ofrece la habitación de los que forman la clase baja, al lado de las suntuosidades y refinamientos sibaríticos de los pudientes y privilegiados.
Pero no hace falta insistir. Dejemos a los que viven en la monotonía de la existencia, extendamos nuestro desprecio hasta los que se encasillan en un necio absolutismo, aunque se amparen en un doctrinarismo anárquico (?) y cultivemos nuestro yo (que sólo es despreciable para los tartufos y perezosos) en el pleno ambiente de la originalidad.
Eterno descontento, el anarquista criticará siempre los hechos del sufrimiento, del dolor, del miedo, los motivos, en suma, que dan lugar al drama humano; criticará en todas partes, con entusiasmo, con valor, con sinceridad, como si dependiese de él que todos los que le rodean se hagan anarquistas, sin inquietarse de las torpezas, de los errores y de las derrotas de los que le han precedido, con la esperanza, con la convicción de que el resultado obtenido mañana sea mejor que el de hoy, y apreciando en su justo valor los esfuerzos realizados en tal sentido; criticará por todos los medios, por la palabra, por los escritos y por los hechos, por su vida de refractario, por su ejemplo en los medios anarquistas individualistas sinceros, por la multiplicación de su actividad, por la práctica del verdadero compañerismo, por la creación de numerosas escuelas anarquistas o focos de enseñanza, donde se intente preparar los cerebros y los corazones para accionar, pensar y vibrar por y para sí mismos; criticará las instituciones y los hombres actuales: capitalismo, patriotismo, militarismo y parasitismo; la enseñanza pública y privada, la educación familiar, la elemental y la superior, los hechos adquiridos y las cosas juzgadas, los textos invariables, los principios inmutables, las declaraciones de los derechos del hombre y las proclamas de independencia, las ideas de frontera, de superioridad o inferioridad sociales, no basadas sobre la observación científica, las concepciones en que la sociedad basa la familia: afectación paternal, maternal, fraternal, filial, fidelidad sexual, amor, matrimonio; el culto al pasado, la inevitable evolución, el determinismo fatal, el libre albedrío inconsciente, la predestinación, el moralismo, el pietismo, la fe indemostrable, el autoritarismo, el parlamentarismo, la centralización administrativa, bien sea ministerial o simplemente sindicalista, las ideas erróneas y vulgares sobre la caridad, la solidaridad y el amor universal, el burgués de blusa o de levita, los hombres indispensables, los Mesías, los redentores, el pontífice católico y el dómine anarquista, las supersticiones, las leyendas, las mojigaterías, los magistrados, los jueces, todo el engranaje autoritario, las ideas de explotación y del trabajo dignificador, la inactividad y la holganza como consecuencia de las ideas anarquistas, la urbanidad, la cortesía, la honradez, el pudor, como elementos arreglados al gusto burgués y convencional, las soluciones a priori, las necesidades de la causa, el ficticio desinterés, los sacrificios por la idea cuando no ocultan más que hipocresía o mentira grosera.
Tan pronto el anarquista se apoyará en los datos científicos como invocará la razón o el sentimiento. Ridiculizará y será irónico o bien pondrá en juego la reflexión profunda y la comparación imparcial. Abrirá, cortará, amputará, introducirá el escalpelo en la llaga social cuantas veces sea necesario.
La propaganda anarquista no criticará por monomanía o vocación; no para hacer número, discípulos, adeptos, obedientes, sino para hacer tabla rasa.
Una vez el cerebro desembarazado, libre, en marcha; la razón y el sentimiento vibrando armónicamente, corresponde a cada uno edificar su propia concepción de la vida, cumplir su personal revolución, levantar su ciudad futura individual. Que cada uno dirija su vida según sus tendencias, su temperamento, su carácter, sus aspiraciones, y que la ejercite aislado o unido a otros, amplia, intensa, feliz.
El anarquista criticará primero para librarse a sí mismo y después para los demás. Es destructor y educador, crítico e innovador. Traza su camino, un camino nuevo, y siempre a la defensiva, combate cuantos prejuicios se levantan adversos contra él. Saborea los goces de la inteligente despreocupación, pero bebe también su copa de amargura. Conoce los rodeos que conducen al punto de partida, las emboscadas, las traiciones. Sabe del hambre que atenaza las entrañas y de la hostilidad que hiela el corazón. Tiene experiencia del cariño interesado, de la protección fingida, de la hipocresía ambiente y de las sonrisas que enmascaran la insidia. A pesar de todo sigue su ruta, trabajando por puro placer, recogiendo al pasar las satisfacciones que le procura su modo de ser, sin obligación ni sanción legal. Desconocido las más de las veces, no comprendido por quienes le son más queridos, continúa entusiasta, y aunque caiga un día u otro, es evidente que los mismos que ridiculizaron su esfuerzo se ven obligados a penetrar por la brecha que él abrió.
De tal modo, proclamando bien alta la voluntad de vivir para sí mismo, su esfuerzo le ha conducido a trabajar por otro, a reproducirse, a cumplir su destino, su razón de ser un hombre sano, vigoroso, enérgico, audaz, enamorado de la vida verdadera fuera de la autoridad, un anarquista, en fin.
No quisiéramos terminar este libro sin examinar la posición del anarquista con relación a las diversas propagandas especiales que, en las diferentes fases del movimiento ideológico, han retenido la atención de varios camaradas, a veces numerosos, y que han sido el objeto de caracterizadas tendencias. El defecto de estas especialidades es que, como si fueran potentes ramas, amenazan absorber toda la savia del tronco, en gracia a los problemas cuya solución no es de ningún modo urgente, pues al quitar una gran parte de la iniciativa y de la actividad agresiva al anarquismo, éste languidece y pierde su razón de ser.
Consideremos el feminismo: Que un anarquista constate la inferioridad a que el hombre en general ha relegado a su compañera, la mujer; que se de cuenta de lo doloroso que es hallar la explicación de ciertos prejuicios atávicos inherentes a la sociedad... no por eso ha de pretender hacer un pedestal al sexo femenino y dotarle de cualidades que bajo cualquier aspecto le hagan superior al masculino. ¿Acaso la mujer se hace más interesante reclamando su emancipación política, el derecho al sufragio o a la elegibilidad?
El anarquista no establece diferencias de sexo sino que se interesa únicamente en los seres libres. Su propaganda crítica apunta igualmente al hombre y a la mujer y socava los cimientos de la autoridad y de la explotación de que ambos son víctimas a la vez. Los dos sexos se complementan, sin desigualdades depresivas para ninguno, y es una locura excitarles entre sí. Parece que el hombre, más robusto, más sólido, menos delicado, ve la vida bajo un aspecto más general y la mujer, más sensible, la aprecia de un modo más particular, poseyendo el secreto de esa tenaz abnegación, de esa ternura perseverante que suele ser su característica y no la del hombre. No hay en esto nada que indique inferioridad en uno u otro sexo; por otra parte, los fenómenos de herencia que hacen que un hombre reproduzca los rasgos psicológicos de un antepasado femenino o viceversa, frecuentemente evidencian excepciones. El anarquista, pues, debe ejercer la propaganda para ambos sexos sin distinción, preconizando la vida libre, la multiplicidad y variedad de las experiencias de la existencia. Y esto es lo que hacemos en estas páginas.
En la sociedad actual, cuando dos anarquistas se unen por un periodo que prevén durable, por lo general, son independientes económicamente entre sí y esta es la tendencia anarquista-individualista. También puede suceder que el mejor dotado y adaptado, hombre o mujer, asegure la vida material de ambos. Sí, de un modo general, cada uno conserva su completa autonomía, compatible con la armonía de la convivencia (pues sin la intimidad y la confianza no es posible ni aún la unión anarquista), suele producirse con frecuencia que el más activo y el de mejores iniciativas decide también la orientación moral o intelectual que debe guiarles. En el dominio afectivo o sexual, cada uno puede gozar de una libertad absoluta, bien practicando la unidad o la pluralidad y conformándose con su propia experiencia. Lo importante es que no haya coacción ni disminución individual, es decir, que obren según las circunstancias, según que tales o cuales actos concurran a su desarrollo personal y a su mutua felicidad. Se podría asimilar la unión anarquista a una tentativa de asociación anarquista-individualista, la más restringida, basada en la más estrecha cordialidad, con la belleza particular que el amor le presta.
Otra propaganda especial, cuyo infatigable apóstol Paul Robin, ha conquistado innegables simpatías anarquistas, es el neomalthusianismo, que sin duda establece un problema social de los más interesantes. Sin embargo, nos parece que el anarquista individualista no debe interesarse mucho en el punto esencial de tal doctrina, o sea en la ley científica que quisiera que las subsistencias disminuyesen en relación matemática con el aumento de la natalidad y que a menos de una restricción razonada en ésta, la población del globo pudiera perecer de inanición. Aunque somos partidarios de la limitación voluntaria de la procreación, la perspectiva de los continuadores de Malthus, no nos parece de actualidad.
Además, ¿qué válidas estadísticas pueden hacerse de una producción no basada sobre las necesidades del consumo, sino reguladas por la avidez especulativa?
Los neomalthusianos tienen también la errónea pretensión de poseer una panacea en su doctrina, y nosotros decimos que el empleo de los medios anticonceptivos no hace mejor o peor al que los practica. Las clases acomodadas saben bastante de esto y sin embargo de su seno salen los acaparadores y los privilegiados en todas las escalas. Aunque la fecundidad quedase reducida al más estricto mínimum, los humanos no serían más felices en realidad. Habría igualmente unos rencorosos, mezquinos y ambiciosos y otros, los menos generosos, buenos, de elevadas aspiraciones.
El buen sentido basta para saber que a menos cargas, más libertad, y a menos responsabilidades, más independencia. En un medio de explotación y autoridad como el presente, nosotros, los anarquistas individualistas de ambos sexos, buscamos vivir nuestra vida, pero sin renunciar a las delicias del amor sexual ni a las exigencias de nuestra naturaleza sentimental. Para la mujer, la procreación no es una función indispensable a la vida. Como seres racionales, seleccionamos entre nuestras necesidades, aspiraciones y funciones las que nos hacen menos esclavos de las condiciones económicas y prejuicios del medio ambiente. Puesto que los procedimientos preventivos permiten a las compañeras ser madres a voluntad, podemos afirmar que esto constituye una resistencia más contra la opresión y el determinismo de las circunstancias exteriores.
Es inadmisible, en efecto, que de un coito pasajero pueda resultar para la mujer anarquista una maternidad no deseada y para su compañero la responsabilidad paterna. Es conveniente, por tanto, que el avisado advierta al ignorante, en gracia a la más elemental lealtad, que puede evitar mayores males para ambos.
El naturismo anarquista es otra panacea especial de la propaganda. En su acepción racional, tal como lo han entendido Tolstoi, Carpenter, Crosby y otros, es digno de simpatías por su tendencia general a contrarrestar la vida artificial y la fiebre desordenada de los contemporáneos, pero los naturistas exagerados quisieran desterrar todos los progresos científicos y hacernos retroceder a a lo que ellos denominan la edad de oro, o sea a los tiempos de los viajes a caballo, de los oficios a mano y de los barcos de vela.
Ciertamente, sería injusto negar lo nocivo y feo de las ciudades industriales y el tufo desagradable de su atmósfera cargada. Nada tan detestable como las altas chimineas de las fábricas inundando de humo un bello paisaje; nada menos estético que esos inmensos edificios de seis pisos cuyas fachadas perfilan a lo largo de las arterias ciudadanas su desesperante monotonía. Pero, aún reconociendo estos vulgares errores, no debe llegarse a desear la desaparición de las adquisiciones científicas y de los medios rápidos de fabricación, para volver al pasado.
Sin duda, el anarquista preferirá el expreso a la diligencia, las máquinas tejedoras al simple telar antiguo y, en fin, todo lo que significa menor trabajo y mayor bienestar. Cuanto mayor sea su desarrollo intelectual, más intensa será su vida, más sentirá la necesidad de reducir al mínimum el tiempo exigido para la fabricación de las utilidades más indispensables al funcionamiento puramente físico de su cuerpo. Los naturistas objetan vivamente que en la sociedad futura no se encontrará quien se preste a desempeñar trabajos sucios, repugnantes o dificultosos, tales como el de pocero, minero o fogonero, porque entonces cada uno elegirá voluntariamente sin imposición alguna.
He aquí nuestra réplica: Que la sociedad futura es puramente hipotética y que si esperando su realización no se aprovecha el progreso adquirido, equivale tal actitud para el anarquista a una marcada inferioridad que le haría imposible su vida de reacción contra el medio social. En la sociedad presente, única interesante verdaderamente, el anarquista, por el contrario, ejercitará en el mayor grado los medios científicos destinados a procurarle mayor fuerza y economía de tiempo.
En conclusión, la tendencia naturista se puede aceptar como reacción saludable contra la perniciosa especulación social, pero nunca como una representación fidedigna del anarquismo.
Examinemos la propaganda en favor de las lenguas auxiliares o idioma universal y en particular del Esperanto. No cabe duda que el Esperanto corregido, modificado, simplificado y aun transformado en el mundo cuenta con algunos miles de adherentes, pero la reflexión nos lleva a preguntar si en el estado actual de la sociedad tiene alguna utilidad para la actividad anarquista. Presumimos que la lengua internacional auxiliar, se formará, naturalmente, por la función del vocabulario internacional ya practicado y que cuenta unos diez mil términos científicos, filosóficos, sociológicos, nombres propios, etc., con la lengua hablada por el mayor número en un momento dado. En lugar de un lenguaje artificial, sujeto a inevitables competencias, a pasajeros entusiasmos, ¿no sería más lógica la elección de un idioma vivo, tal como el inglés, hablado por todo el mundo comercial, comprendido en todos los puertos marítimos, mezclado, si se quiere, al francés del mundo literario y artístico, bajo reserva de una revisión ortográfica, de una simplificación de pronunciación, de un aligeramiento de ciertas locuciones arcaicas o idiotismos particulares?
En todo caso, el tiempo consagrado al conocimiento de una lengua artificial, ¿no sería mejor emplearlo en la adquisición y en la práctica del inglés, del alemán, del japonés, del ruso, o simplemente del danés o del malayo o de otra lengua cualquiera? Además, el anarquista se queda perplejo ante esos camaradas que a fuerza de relacionarse con los burgueses esperantistas, acaban efectivamente por olvidar que cualquiera que sostenga directa o indirectamente el sistema actual de autoridad y explotación es el enemigo.
Los anarquistas se han preocupado también de las cuestiones de higiene y alimentación.
La propaganda anarquista individualista se dirige a los anarquistas y a los que no lo son. A los primeros les incita a tener conciencia de que son antiautoritarios individuales notablemente diferenciados de los comunistas, de los creyentes, de los societaristas o de los ilusos, a discutir entre sí los diferentes problemas que plantea en la vida de cada uno la aplicación del punto de vista anarquista y a examinar, en fin, libremente, los diferentes aspectos de su filosofía en conjunto y en detalle. A los segundos les hace teórica y prácticamente la crítica del hombre y de las instituciones regidas por una franca o encubierta tiranía.
Al lado de esta labor existe la gran actividad del pensamiento humano, de la que no podemos desinteresarnos, pues en ella se comprenden las ciencias naturales y todas las manifestaciones de la literatura, del arte y de la belleza en general. Pero téngase bien presente que nada tiene en nosotros valor de dogma, sino que todo queda a disposición del libre examen y de la crítica individual.
No negamos la utilidad del régimen alimenticio en la terapéutica. Conocemos la utilidad del saber respirar, y no olvidamos la cultura física. Somos partidarios de una vida sencilla contra lo superfluo y los hábitos esclavizadores, pero a condición de que sea el mismo individuo quien determine sus necesidades y sus costumbres; de una alimentación mixta, pero moderada en la carne; del aire y del agua en abundancia; esto es lo que nos parece ser la base natural de toda higiene individual normal.
Un anarquista individualista no puede ser intemperante, porque el serlo equivale a esclavitud pasional. No es alcohólico ni vicioso; no hace excesos de mesa, ni intelectuales, pero sobre la cuestión del vegetarianismo, de la hidroterapia o del alcohol, considerado como alimento, no se priva de escuchar las partes contrarias como en cualquier otro tema de controversia. Esta concepción demuestra los primeros rudimentos de la educación ácrata.
Por nuestra parte, no podemos excomulgar ni moralizar estúpidamente al camarada que consume algunos decilitros de bebidas alcohólicas, sobre todo si desconoce su buena procedencia, o al que fuma algunos cigarrillos de vez en cuando. Buscamos, ante todo, al anarquista, al hombre de libertad, al que sabe practicar una reprocidad consentida antes que cualquiera otra especialidad de las apuntadas.
El anarquismo no es tampoco una colección de teoremas geométricos o una sabiduría de recetas culinarias o un entusiasmo de los baños y duchas. Es una actitud de negación práctica, un concepto de constante rebeldía, un método individual de vida y actividad, una regla de conducta, pero no una filosofía mezquina, árida, dogmática. Después de todo, hay un gran contingente humano, del cual unos han pasado por las grandes escuelas y otros, fervientes de los deportes, fieles hidrópatas, intransigentes vegetarianos, bebedores de agua filtrada, higienistas insoportables, que creen que todo esta bien en el mejor de los mundos. A pesar de su buena salud y de respirar con sistema, jamás tuvieron un movimiento de rebeldía contra la autoridad efectiva y hasta aceptan muy bien ser sus agentes ejecutivos; algunos son moralistas tan insípidos como peligrosos y a veces son también delatores. Estamos hartos de saber, en fin, que hay multimillonarios que se visten con tejidos ultrahigiénicos, que calzan sandalias, que son abstemios de tabaco y alcohol y que llevan la cabeza al aire para evitar la calvicie, todo lo cual no les impide hacer buenas jugadas de bolsa y ejercer la explotación del hombre por el hombre.
Es inútil engañarse a sí mismo y a los demás con la ilusión. Por medio de sonoras declamaciones y de hinchadas promesas se puede captar cierta confianza y hasta excitar la codicia de algunos, pero de tal modo no se consigue una selección, sino un conglomerado sin consistencia que se dispersará fácilmente en el primer choque, como los montones de la hojarasca de otoño por el cierzo.
La propaganda verdadera nos ha de permitir encontrarnos más tarde cara a cara con los que nos han escuchado, sin temor de que puedan reprocharnos de haberles decepcionado como cualquier charlatán interesado de feria popular.
Tengamos presente, en principio, que nuestro ideal no es colectivamente realizable, porque el esfuerzo realizado únicamente en vista de conquistas inmediatas, se nos figura siempre más o menos inmoral, como el acto de caridad, realizado para evitar el infierno y conseguir el cielo. El esfuerzo lleva en sí su recompensa, aunque no siempre logre el éxito, y especialmente, por lo concerniente a las concepciones libertarias, se considera más la superioridad del fin que la actualidad del resultado. La esencia, pues, de la propaganda, persigue el llevar al dominio de la práctica las ideas superiores, casi siempre opuestas a las ideas recibidas y aguijonear teóricamente las aspiraciones individuales en la relativo, sin preocuparse en gran manera de los beneficios materiales.
Con algo de penetración sobre el funcionamiento de la sociedad, se comprenderá que la masa no está dispuesta para continuar organizando la vida de relación, al día siguiente de uno de esos sobresaltos catastróficos que, según ciertos profetas, bastarían para hacer brillar el risueño cielo de la Ciudad Futura. Dichosos todavía, cuando no tratamos más que de las diferencias entre nosotros sobre los medios de acción. Sin contar las envidias, las rencillas y los personalismos, hemos presenciado polémicas periodísticas dignas de competir con los más odiosos libelos. Todo lo cual nos hace creer que lejos de la aurora roja tan cantada y deseada, un cambio radical de la sociedad podría enemistar sangrientamente entre sí a los mismos iniciadores. Cúlpese al estado actual de las mentalidades, que han de pasar por largos periodos de evolución antes que pueda vislumbrarse el horizonte humano de la emancipación suprema.
Hecha lealmente esta declaración, la verdadera propaganda no decepcionará nunca, porque diferenciará, sin lugar a equívocos, la concepción anarquista de las demás concepciones que le son antagónicas, a pesar de haberlas considerado como vecinas en algún tiempo. Según la fórmula tradicional, el porvenir ignorará económica, intelectual y moralmente la autoridad y la explotación del hombre sobre el hombre. Pero tal resultado supone de antemano una educación preliminar del individuo. No podemos, pues, tener comunidad ideológica con los que pretenden que la sociedad se transforme mágicamente dictando decretos, más o menos acertados o revolucionarios.
La propaganda verdadera, debe dejar las declamaciones y los elementos seductivos a los sistemas que se fundan sobre una oral autoritaria exterior al individuo. Desgraciadamente, un gran número de socialistas revolucionarios o catastróficos más o menos antiparlamentarios, vagamente anarquizantes, se vanaglorian de las ideas libertarias y hacen inconscientemente el juego a una forma estatista, tanto más peligrosa para la autonomía individual cuanto más influencia tiene en ella un sectarismo económico de los más avanzados.
Ejemplos como los de la Nueva Zelandia, donde se disfruta la jornada de ocho horas, el salario mínimo, retiros obreros, seguros de accidentes, ministerios obreros y demás leyes sociales reformadoras, indican que se puede resolver la cuestión económica, la cuestión del estómago, sin que la mentalidad de los beneficiarios se modifique en lo más mínimo. A pesar de su progreso social, ¡cuántos rancios prejuicios abrigarán aún estos dichosos neozelandeses!
La solución del problema económico es de toda inminencia, pero no puede ser superior a las cuestiones de moral social o de educación en el libre examen. Por esto no nos determinamos a formar en las filas de un sistema social reformista, pues nuestras observaciones nos hacen concluir que los hechos de orden psicológico, a veces han determinado la evolución económica de la humanidad, y que esta evolución, para que sea eficaz, ha de ser la obligada consecuencia de ideas esclarecidas. Nuestra atención, ha de fijarse primero sobre la influencia decisiva y soberana de los hombres, tomados individualmente sobre la marcha histórica del mundo. No podemos subordinar nuestras aspiraciones y nuestra actividad a una especie de fatalismo económico, cuyo resultado es siempre una organización jerarquizada. A juzgar por los resultados del triunfo del catolicismo, que es una organización moral colectivista por excelencia, que nos ha dejado un tan triste ejemplo de intolerancia, es conveniente reflexionar seriamente antes de comenzar una nueva experiencia sobre un terreno económico y sobre una base pseudo-ncientífica.
Hacemos constar que no sentimos contra el colectivismo una hostilidad agresiva, pues comprendemos que lo mismo que otra idea cualquiera generalizada, corresponde a una etapa de la mentalidad humana, que puede llamarse fase de la religión económica y en la cual no pueden retardarse los anarquistas individualistas.
La propaganda verdadera mostrara que, en la marcha de la humanidad, los anarquistas reivindican simplemente la vanguardia de campeones contra los prejuicios de todas clases que embotan el cerebro humano y le impiden pensar por sí mismos. Lo importante no es que los otros piensen como nosotros, sino que piensen por y para ellos mismos.
No se trata de crear seres a nuestra imagen, sino individuos libres, buscando por la experimentación la fórmula de su felicidad individual y colectiva. Independientes de todo compromiso, jamás ligados a un movimiento cualquiera, pero siempre dispuestos a mezclarse temporalmente a toda acción libertadora de cualquier sitio que ella emane. Exponiendo y proponiendo sin cesar, no imponiéndonos ni nosotros mismos ni nuestras ideas. he ahí lo que somos. Sería salirnos de nuestro papel el mezclarnos a las combinaciones groseras de la política, aunque fuese antiparlamentaria.
La propaganda verdadera recordará toda la importancia del ejemplo, del esfuerzo intentado en vista de vivir actualmente la concepción de vida personal tantas veces expuesta.
La propaganda verdadera hará comprender que, no estando nadie obligado a declararse desprovisto de tal o cual prejuicio, es inconsecuente cualquiera que así lo pretenda y no admita que sus prójimos se aprovechen los primeros de sus declaraciones. Que el camarada que preconiza o defiende las ideas de amor libre, por ejemplo, espere que los suyos tomen al pie de la letra sus apreciaciones sobre este asunto. Que el partidario de la libre discusión espere ver sus concepciones más queridas negadas en su casa y que no solo reserve para los de fuera una tolerancia que desconocen los que le rodean. ¡Cómo cambiaría el aspecto de este desgraciado mundo, si estuviéramos seguros de la sinceridad de los que nos son más íntimos de entre los anunciadores de los tiempos nuevos! Pero no hemos llegado aún a ese punto, no porque sea difícil el esfuerzo que hay que desarrollar, sino porque nos queda por aprender esta lección: que el menor acto en desacuerdo con nuestras palabras o nuestros escritos disminuye o debilita esta fuente interior de energía que sólo permite resistir el peso de una sociedad cuya moral consiste esencialmente en obrar de distinto modo que se escribe, que se habla o que se siente. ¿Enseñar esta lección no es el alfa de la propaganda verdadera?
Constatemos, en fin, que el ideal anarquista esta bien representado por esa pequeña minoría de indomables, de rebeldes, de incorregibles, esforzándose siempre en no dejarlo empañar por concesión alguna a las exigencias del medio ambiente y procurando preparar el camino para los que les siguen.
Crítica o demolición, educación o cultura, nada positivo; actividad enteramente negativa. Nos parece oír resumir así las objeciones del lector que nos ha seguido hasta aquí, formulando una última pregunta: Vosotros, anarquistas, ¿no albergáis alguna concepción, aunque lejana, de una sociedad anarquista, de un mundo basado en la libertad, de un futuro que no conozca la dominación, la especulación y la explotación?
Personalmente no nos gusta conjeturar sobre la sociedad futura. No solamente es ésta una idea que ha sido explotada como la del Paraíso lo es por el sacerdocio, sino que además tienen ambas en común la influencia soporífica que ejercen sobre los fieles que escuchan sus maravillosas descripciones, haciendo olvidar la opresión, la tiranía, la presente servidumbre, debilitando la energía, castrando la iniciativa.
¿Qué pruebas podemos alegar en pro de la realización de una sociedad futura? A título de fantasía literaria, un anarquista individualista dotado de imaginación podría describir una hipótesis en tal sentido, pero ¿cómo tal visión imaginativa podría adaptarse a la mentalidad o a la voluntad general? Para que la sociedad se transforme en realidad, seria preciso que las especies en vía de degeneración, las categorías dirigentes y las dirigidas desapareciesen del globo, y esto no puede llegar al dominio de las probabilidades. Y puesto que los anarquistas exigen vivir en el presente, no podemos crearnos el derecho de adormecerles con los acentos de una música melodiosa y dulce y orientarles hacia una concepción determinada de una sociedad anarquista. Solamente el estado de los conocimientos, o el nivel de las mentalidades podrán dictar en un momento dado, los fundamentos de una transformación o nuevo régimen.
Todos lo que puede hacer el anarquista individualista es situarse en estado de legítima defensa enfrente del ambiente social, que admite, perpetúa, sanciona y facilita la subordinación al medio del individuo, colocando a este en estado de manifiesta inferioridad, puesto que no puede tratar con el conjunto de igual a igual, de potencia a potencia; la obligación en cualquier dominio de la ayuda mutua, de la solidaridad, de la asociación; la prohibición de la posesión individual e inalienable del medio de producción y de la disposición absoluta del producto; la explotación, que hace que unos trabajen por cuenta y beneficio de otros; el acaparamiento individual y colectivo, o sea la posibilidad de poseer mucho más de lo necesario y aún de lo superfluo a la vida normal; el monopolio del Estado y de cualquier forma ejecutiva que le reemplace, es decir, su intervención centralizadora, administrativa, directriz, organizadora de las relaciones entre los individuos bajo cualquier forma social; el préstamo interesado, la usura, el agio, el valor del cambio monetario, la herencia y, en fin, todas las infamias descaradas o encubiertas en que los seres humanos se debaten y se aniquilan.
Ahora bien: ¿cómo podrá afirmarse que aún desapareciendo todos los impedimentos enumerados, el anarquista se acomodaría a un nuevo estado de cosas, en el que siempre habría incógnitas y conjeturas?
No debemos insistir sobre este extremo; ya hemos dicho bastante para resumir nuestro pensamiento, que abarca todas las modalidades de la suprema aspiración ideológica y que no es otra en esencia que la elevación constante de la personalidad, reaccionando contra todos los obstáculos que se oponen a la vida y a la reproducción del individualismo anarquista.