Título: Expansiones

Autor(es): Teresa Claramunt

Fecha: 1907

Temas: Anarquía

Notas: Publicado originalmente en El Rebelde, Barcelona, 2 de noviembre de 1907. Extraído desde «Teresa Claramunt, la virgen roja barcelonesa».

Fuente: Recuperado el 16 de septiembre de 2014 desde viruseditorial.net

Teresa Claramunt

Expansiones

Lleno mi corazón de fe, amor y esperanza, penetré en el campo de las ideas. Los primeros discursos que oí me convencieron de que sólo las almas muertas renuncian a la lucha.

Los anarquistas sin excepción se me aparecían como seres superiores y sólo bastaba que un individuo se nombrase anarquista para sin reparos tratarle como compañero querido.

Más tarde, algunos llamados anarquistas hiciéronme verter lágrimas de sangre; habían dudado de mis sentimientos anarquistas. Crispábanse mis nervios y se alteraba mi salud al recordar que pudiera haber quien dudara de mi sinceridad, de mis entusiasmos en pro de la causa libertaria.

Pero anarquista por temperamento, el desengaño no pudo lograr adormecer mi entusiasmo como tristemente lo consigue en aquellos seres débiles que han desertado de la lucha. Al sentirme asediada por la chismografía de que me hacían objeto algunas personas que me habían sido amigos queridos, no pude nunca atribuir al ideal libertador semejantes defecciones humanas.

Los odios y las calumnias que pudieran verter la gente que compone la burguesía, la policía y la masa borreguna no podían perturbarme, reconociendo lógico, formaran alrededor de mi vida una leyenda odiosa. Yo combatía su orden, despreciaba su moral, me causaba risa el concepto que tenían de su honradez y hallaba criminal su religión: los odios pues de toda esa gente, mejor me complacían aunque en ciertos casos llegaran a morderme.

Pero cuán distinta era la impresión que causaban en mí las acusaciones lanzadas por mis compañeros segura como estaba de que eran injustas. ¿Cómo es posible puedan dudar de mí, conocida mi enérgica actitud en todos los acontecimientos que he intervenido y firme mi entereza en los procesos en que me he visto envuelta junto con tantos y tantos compañeros? En esta y otras preguntas las lágrimas enrojecían mis ojos, yo necesitaba la amistad de mis compañeros y las pruebas de cariño que muchos me ofrecían devolvían la tranquilidad a mi corazón lacerado. Era débil; no podía andar sin las muletas del afecto personal; precisaba de algo que no me pertenecía, que era del dominio ajeno.

Transcurrieron los años y durante su curso me hice fuerte. La opinión de muchos hombres que han batallado en muchos campos me ha hecho comprender que es posible verse libre de la mordaz envidia y de los odios menores todo individuo que rompa el cerco de las costumbres vivientes.

He conseguido pues alejar de mi todas aquellas necesidades que no respondieran a mi propia voluntad. Me he desprendido de la roca a la que como otras viven aterradas la casi totalidad de las personas; sigo mi camino sin que me pare a estudiar mis pasos ni a volver la vista atrás. Llamo compañero al individuo no por el mero hecho de llamarse anarquista sino al que comparta conmigo la labor que yo realizo y participa de iguales entusiasmos.

Cuando algunos de mis amigos me comunican que hay quien pretende hacerme el vacío, prorrumpo sonora carcajada porque su pretensión es vana y ridícula siendo así que yo me basto y lleno. Y si la seriedad de otros les empuja a legislar mis acciones y constituyéndose en jueces, juzgan y sentencian «por lo dicho me han dicho», con un solo gesto de aquellos que reservo para los parásitos de toga o de bastón orlado, dejo reprochada su inconsecuencia.

Amo con todo mi ser la lucha y para ella me siento fuerte, desprendida de todo ese falso sentimentalismo que debilita las energías individuales.

He arrojado muy lejos las muletas morales. ¡Hurra, pues, por la Anarquía!