Título: Francisco Ferrer Guardia y la pedagogía libertaria
Fecha: 1980
Temas: Educación Educación libertaria
Notas: Digitalización KCL.
Fuente: Recuperado el 13 de junio de 2013 desde kclibertaria.comyr.comCuando se habla de la pedagogía Libertaria en España, se piensa en seguida, por lo general, en Francisco Ferrer y la Escuela Moderna. La resonancia internacional que alcanzó el proceso de éste y la unánime indignación que en los medios de izquierda y liberales de todo el mundo (desde Glasgow a Buenos Aires) provocó su fusilamiento, contribuyeron, sin duda, más que la intrínseca importancia de su obra educativa a hacerlo famoso y conocido.
Sin embargo, como bien dice Clara E. Lida, “la preocupación por la formación intelectual de las clases desposeídas fue tema central del ideario político del movimiento anarquistas desde su fundación. Contrariamente a lo que se ha sostenido hasta el momento, la preocupación de los anarquistas por la educación popular y la creación de escuelas y centros de instrucción fue muy anterior a la fundación de las Escuelas Modernas de Francisco Ferrer a comienzos del siglo XX; ya en el congreso de Zaragoza, en 1872, se propone un plan de enseñanza integralque contribuye al desarrollo de todos los aspectos de la formación individual. Trinidad Soriano redactó un extenso proyecto sobre este tema en el que se presentaba el plan de enseñanza de la nueva educación para los trabajadores” (Anarquismo y revolución en la España del siglo XIX, Madrid, 1972, pág. 152).
Desde fines de la década del 60 y durante las dos primeras etapas del bakuninismo (1868-74 y 1874-81) se advierte en el ambiente proletario y en la prensa obrera preocupaciones de tipo pedagógico, y aunque las mismas al principio sólo adquieren relieve en los grupos más reformistas, cobran luego importancia inclusive entre los más radicales (Cf. J. Álvarez Junco, La ideología político del anarquismo español. Madrid, 1976, págs. 523-524). Por otra parte, la “Liga de librepensadores”, fundada en 1869, que publica diversas revistas y periódicos y sostiene una biblioteca pública, considera como una de sus finalidades esenciales la promoción de una educación conforme a sus principios. La Confederación anticlerical, a quien confía esta tarea, dice tener, en 1882, 19 escuelas primarias y secundarias. Y, si bien es cierto que estos librepensadores no son anarquistas, pues, como dice Ivonne Turín, adoptan frente al Estado una actitud positiva, conservan, sin embargo, gracias a su anticlericalismo, “un aire de familia con las futuras escuelas anarquistas” (L’Educatoinetl’Ecole en Espagne de 1874 a 1902.Liberaisme et tradition, París, 1959, pág. 131).
Antecedentes más directos de la Escuela Moderna y de la educación anarquista en la España del siglo XX pueden encontrarse en las “escuelas cosmopolitas de enseñanza popular libre de Cataluña”, que, según Álvarez Junco, eran de inspiración anárquico-masónica (1886). El mismo autor (op. cit., pág. 524) se refiere también, desde el mismo punto de vista, “a la apertura de diversas escuelas laicas en 1885, 1887 y 1888; la celebración de un congreso constitutivo de la “Confederación autónoma de enseñanza laica”, uniendo a republicanos, socialistas, anarquistas y otros “amantes del progreso”, en septiembre de 1888; la existencia de una “sección de instrucción” en la Sociedad de Impresores de Barcelona”. Menciona asimismo la fundación de una serie de escuelas laicas en Barcelona, entre 1880 y 1898, las cuales se confederan bajo la dirección del ex fraile escolapio Bartolomé Gabarró Borrás. Este mismo tipo de Escuelas fue promovido fue promovido, al parecer en Cataluña, también por Elías Puig y Belén Sárraga y, más tarde, en Andalucía, por José Sánchez Rosa. Según Buenaventura Delgado, en 1883 había en Barcelona dos grupos dedicados a promover la enseñanza laica: la Unión Española de Librepensadores, de carácter deísta, con filiales en todo el territorio de España, y la Sociedad Catalana de Amigos de la Enseñanza laica, vinculada a la masonería. “En 1885, la primera agrupaba una cincuentena de escuelas con un total de 2.500 alumnos: la mayoría de ellas estaban radicadas en Cataluña y seguían las orientaciones de Bartolomé Gabarró, escritor y editor de los libros de texto de las escuelas de la Confederación, periodista, visitador incansable de sus escuelas y director del colegio modelo “Luis Blanc”, instalado en la típica calle barcelonesa de Petritxol (11, 2. º). La masonería catalana intentó monopolizar el movimiento creciente de enseñanza laica, contrarrestando los esfuerzos de Gabarró. Se alió con los anarquistas catalanes y organizó un Congreso de Amigos de la Enseñanza laica. Al congreso celebrado en 1888 se adhirieron 70 instituciones y asistieron 50 delegados. Cuatro años después se celebró en Madrid el Congreso Universal de Librepensadores al que acudieron representantes de Barcelona. Los 500 congresistas reunidos en el teatro Príncipe Alfonso —entre ellos Ferrer, representando a la masonería francesa— tuvieron que suspender sus sesiones y volver defraudados a sus hogares, obligados por la policía” (Buenaventura Delgado, “Ferrer Guaria y la pedagogía anarquista en Barcelona”. Historia y Vida. Núm. 68. Noviembre de 1973, pág. 51) por otras parte, no hay que olvidar las experiencias pedagógicas de clara definición anarquista, promovidas en diversos países de Europa, pero muy especialmente en Francia. Allí, el veterano militante Paul Robin, que en la época de la Comuna de París estaba ya relacionado con Bakunin y con la Federación del Jura, habían dirigido, desde 1880 a 1894, el famoso orfanato de Cempuis. Escritores tan conocidos en los medios libertarios y obreros de todo el mundo, como Malato, Reclús y Grave, se habían ocupado no sólo en la elaboración de una filosofía anarquista de la educación, sino también de la confección del programa de “L’Ecole Libertaire” (1898). Francisco Ferrer, que vivió en París desde 1885 a 1901 y que sólo tardíamente se conectó con el movimiento anarquista español, debe quizás más a estos ensayos franceses (y en especial a Robin), que a los antes mencionados intentos españoles, como bien supone Álvarez Junco (op. cit. Pág. 525). De hecho —dice éste—, “Ferrer no puede ser adscrito a ninguna escuela concreta y se limitó a intentar introducir en España —en versión bastante radical— las tendencias fundamentales de la pedagogía moderna”.
El mismo no se identifica plenamente con la ideología anarquista no aceptaba para sí tal denominación. “No soy un anarquista —decía—, soy un rebelde” (Cfr. G. Lapouge-J. Bécarud, Los anarquistas españoles. Barcelona, 1977, página 64).
En rigor, aun cuando sus ideas estaban más cerca del anarquismo que del marxismo, se habían originado en el seno del republicanismo radical, que no ignoraba el problema de la explotación del trabajo no la lucha de clases, pero que se preocupaba fundamentalmente por la cuestión política (lucha contra la monarquía) y por el problema religioso (anticlericalismo, ateísmo). Paralelamente, faltaban en su vida privada aquellos rasgos de austeridad y de generosidad heroica, característicos de las grandes figuras del anarquismo español, Anselmo Lorenzo y Fermín Salvochea. Sus hábitos de vida burgueses, su inestabilidad conyugal, hasta un cierto sentido comercial, lo distanciaban de la conducta típica de los militantes libertarios de la época. (Cfr. Carlos Díaz, “¿Ferrer Guardia, arcángel o Satanás?”. Prólogo a la Escuela Moderna, Madrid, 1976, pág. 10).
Por otra parte, su muerte, que hizo de él un mártir de la pedagogía racionalista, suplió largamente, por el sereno valor con que supo enfrentarla, los defectos de su vida, haciéndolo digno congénere de los santos ácratas.
En todo caso, la influencia que sobre sus ideas pedagógicas ejerció el anarquismo y la influencia que los métodos y el espíritu de la Escuela Moderna ejercieron sobre los medios obreros y anarquistas españoles en las siguientes décadas, resulta harto clara, y no puede ser siquiera discutida.
Antes de analizar dichas ideas y métodos en su relación con la ideología anarquista es preciso, sin embargo, ubicar históricamente la persona y la acción del mismo Ferrer.
Francisco Ferrer Guardia provenía de una familia de medianos agricultores, propietarios de viñedos, y al mismo tiempo aparceros, gente de orden, católica y claramente adicta a la monarquía. Nacido el 10 de enero de 1859 (según su hija, Sol Ferrer) o el 7 de julio de 1854 (según Orts-Ramos y otros), en el pueblo ribereño de Alella, no muy distante de Barcelona, tuvo, puyes, una formación familiar convencional, formó parte del coro parroquial y asistió a una escuela aldeana, donde en una sala de dudosas condiciones higiénicas y bajo el imperio de la palmeta, dedicó la mayor parte de su tiempo a estudiar la historia sagrada y a recitar el catecismo. El dogmatismo, la violencia y la estupidez de esta clase de educación (común a casi todas las escuelas de la España de su época), causaron en él una honda repulsa. Y, como dice Dommanget, “es seguro que sacó del mal recuerdo de esos cinco o seis años de represión, de doma, de hipocresía y de embotamiento confesional una parte de su vocación de educador”. Más aún, es seguro que por contraposición salieran de allí una gran parte de las ideas y de los sentimientos que inspiraron la vida de la Escuela Moderna. “Más tarde dirá, en el momento de fijar las bases de la Escuela Moderna: “No tengo más que tomar lo contrario de lo que he vivido”. Y saboreará una especie de venganza, al colocar en la portada amarilla de la Escuela renovada, bajo el retrato de la pequeña escolar, la divisa que resume su ideal pedagógico: “La infancia feliz y libre” (M. Dommanget, Los grandes socialistas y la educación. Madrid, 1972, pág. 384). No debe olvidarse, por otro lado, que ya en su primera educación pudo establecer Ferrer una comparación entre la pedagogía típicamente tradicional del maestro semicura de Alella y la de otro maestro laico, comprensivo, casi liberal, que tuvo luego en Teyá. Y, aunque en su niñez no faltó un cura que quiso orientarlo hacia la carrera eclesiástica, lo cierto es que la influencia extra-escolar predominantemente ejercida sobre él en aquella edad fue la de su tío, que había servido en el Ejército a las órdenes de Prim, y la de su hermano mayor José, notoriamente anticlerical y ateos (Sol Ferrer, La vie et l’oeuvre de Francisco Ferrer. Un martyr au XX. París, 1962, pág. 48).
Su educación formal no se prolongó demasiado; al morir su padre no tenía Francisco sino trece años, y desde aquel momento debió trabajar de lleno en los viñedos de la familia. Sin embargo, la política y la educación constituían ya, desde aquella época, interés dominante en él.Pi y Margall es el héroe de su adolescencia y cuando se proclama la primera república, el joven Ferrer se ve inundado por una enorme alegría (Dommanget, op. cit. Pág. 384).
A los catorce años empieza a trabajar en Barcelona, como dependiente de una pañería, según unos; como aprendiz de una fábrica textil, según otros; como ayudante de panadero, según una tercera fuente (Cfr. Buenaventura Delgado. Op. Cit. Pág. 487).
Sol Ferrer (op. cit, págs. 49-50) insiste en la influencia que sobre el adolescente ejerce un tendero del suburbio de San Juan de Provensals, cuya esposa es amiga de la madre de Francisco, y en cuyo establecimiento trabaje éste, como tenedor de libros. Aquel pequeño comerciante, republicano, anticlerical y entusiasta pensador, lo lleva consigo a las reuniones políticas y lo inscribe en un curso nocturno.
En el ambiente obrero de la gran ciudad, agitado ya por muchos fermentos revolucionarios, prosigue sus lecturas radicales, que van ahora muchas más allá del Diario Liberal. Al mismo tiempo que estudia inglés, perfecciona su francés y practica el naturismo, llega fácilmente a la conclusión de que el enemigo número uno del progreso y de la humanidad es la iglesia católica. (Dommanget, op. cit. Pág. 385).
Hacia esta época traba relación con los grupos que rodean a Pi y Margall y, según Sol Ferrer, algunos llegaron a ver en el estudioso joven a un futuro continuador de la obra del gran Federalista (op- cit. Pág. 53). Cosa que parece poco verosímil. Años después comienza a trabajar como revisor de ferrocarril en la línea Barcelona-Port Bou. Al desempeñar este empleo, entre en contacto no sólo con los obreros ferroviarios, sino también con pasajeros de las más diversas profesiones y clases sociales y, entre ellos, con algunos conspiradores y revolucionarios. Por estos años conoce también a Teresa Sanmartí, joven católica de gran belleza con quien contrae matrimonio canónico en 1880 (cfr. B. delgado, op. cit. Pág. 48). Desde el punto de vista de sus intereses políticos es fundamental la relación que establece con el líder republicanos avanzados, Ruiz Zorrilla, a quien, aprovechando sus viajes a la frontera como revisor de trenes, sirve pronto de agente de enlace. Sus afanes pedagógicos lo llevan a crear por entonces una biblioteca pública circulante. En febrero de 1883 ingresa en la logia masónica Verdad de Barcelona, afiliada al Gran Oriente español. Según B. Delgado, “su padrino le presentó “cómo hombre honrado, despreocupado en religión, casado, empleado de ferrocarriles y con una tienda de confección para señoras”. El mismo autor refiere que: “Al año siguiente los ingresos de Ferrer disminuyeron notablemente y solicitó ayuda material a la logia en que había ingresado, excusándose porque sus ocupaciones le impedían contribuir en la medida de sus deseos “a la sublime obra de regeneración” de la que la masonería estaba encargada. La carta la firmaba Francisco Ferrer con el seudónimo “Cero”, que posteriormente emplearía en sus publicaciones obreras”. A partir de esta carta y de la comprobación de las dificultades económicas que Ferrer afrontaba, quiere explicar Delgado la emigración de aquél a Francia. Considera al mismo tiempo algo “fantástico” que Ferrer haya sido, según señala casi todos sus biógrafos, secretario del exiliado líder republicano Ruiz Zorrilla. Lo cierto es que en 1885 está a punto de ser arrestado, bajo la acusación de instigar y promover una huelga ferroviaria, por la cual debe abandonar su casa, su mujer y sus tres hijos para esconderse en Sallent, en casa del padre del educador anarquista Puig Elías; lo cierto es también que toma parte activa en la intentona republicana de Santa Coloma de Farners, el 19 de septiembre de1886, y que, al ser ésta desbaratada y tomado prisionero su jefe, el general Villacampa, se ve obligado a huir y a pasar la frontera (Dommanget, op. cit. Página 385). Al llegar a París, para ganarse la vida, debe emplearse en una tienda de vinos. Se dedica al negocio de fondista, en el barrio latino, tarea que sustituirá finalmente por la enseñanza del idioma español, con lo cual se inicia la pedagogía práctica. Sus clases son primero sólo particulares, pero más tarde se desarrollan en instituciones vinculadas a la masonería o a los grupos de librepensadores, como el “Círculo de enseñanza laica”, la “asociación politécnica”, etcétera. Entre sus alumnas se cuentan L. Bonnard, C. Jacquinet, E. Meunié, la última de las cuales, como veremos, hará un aporto financiero decisivo a la fundación de la Escuela Moderna. Mientras tanto sigue estudiando inglés, concurre a la Biblioteca nacional y hasta proyecta escribir un libro sobre la enseñanza de las lenguas. El hecho de ser un emigrante de escasos recursos económicos, obligado a ganarse laboriosamente la vida con clases a tres Francis la hora y aun el hecho de su no muy extensa ni brillante cultura no parecen, sin embargo, constituir obstáculos insalvables al desempeño de la secretaría de un político exiliado, contra lo que opina B. Delgado. Es muy probable que Ferrer fuera uno de los varios republicanos que, gozando de la confianza de Ruiz Zorrilla; llevaba a cabo, junto a él, tareas propias de un secretario privado.
Desde su llegada a París, toma contacto, como dice Dommanget (op. cit. Págs. 385-386), con “con sus compatriotas refugiados, con los republicanos, con los socialistas, sobre todo con los anarquistas franceses”.
En 1893 pierde Ferrer a dos de sus hijos (Carlos y Luz). Su vida familiar se deteriora; tiene graves conflictos con su mujer, la cual, el 12 de julio de 1894, llega a disparar contra él (y es condenada a un año de cárcel) movida posiblemente por el hecho de que Ferrer la ha separado de sus hijas al considerarla incapaz de educarlas y acaba huyendo a Ucrania con un aristócrata ruso. Se ha acusado a Ferrer —y ésta es quizá la más grave de las imputaciones que se le han hecho— de haberse despreocupado de la suerte de sus hijos. En tal sentido se le podría comparar al autor del Emilio, que revoluciono la pedagogía reivindicando la autonomía natural de los niños, y al mismo tiempo enviaba a sus hijos, a media que iban naciendo, al asilo de huérfanos. Sabemos, en efecto, que de la educación del único hijo varón de Ferrer, Riego, se ocupó siempre la madre, Leopoldina Bonnard; que Sol fue separada de su madre apenas nació, que Paz y Trinidad fueron mandadas a Australia con su tío José, que tenía una granja en Bendigo (Victoria), y que antes de esto, Trinidad había sido recluida en un colegio, sin que se le permitiera ninguna relación con su madre (B. Delgado, op. cit. pág. 50). Semejante actitud sólo puede explicarse suponiendo que Ferrer juzgase a su primera mujer, Teresa Sanmartí, católica, tan absolutamente carente de dotes morales como para corromper a las niñas (Cfr. Sol Ferrer, op. cit. pág. 59), hasta el punto de que fuera mejor que creciesen sin afecto materno alguno; y a su segundo mujer, Leopoldina Bonnard, librepensadora, tan perfecta como para suplir cabalmente en la educación del hijo la tarea paterna.
En 1895 hace Ferrer un largo viaje a Australia para ver a sus hijas Paz y Trinidad y a su hermano José.
Con Malato, el conocido escritor y militante anarquista, visita diferentes Barrios y villas obreras, como Oise y Montalaire, ara enterarse de un modo directo de las condiciones de vida de la clase trabajadora, aunque no parece haber estado, según señala Dommanget (op. cit., pág. 386), en el orfanato de Cempuis, situado en esas cercanías. Sin embargo, más tarde, traba amistad con Robin, se afilia a la “Liga de la regeneración humana” (que divulga la eugenesia y comporta una tendencia neomalthusania), y cuando aquél retorna de Nueva Zelanda y se propone reorganizar la mencionada “Liga”, una de las reuniones efectuadas con tal objeto tiene lugar en la casa de Ferrer (Dommanget, op. cit., pág. 386-387). Vinculado a compatriotas radicales como Lerreoux y a las figuras más importantes del anarquismo internacional del momento, como Kropotkin y Reclús, no deja nunca de mantener estrechas relaciones con la masonería. En 1890 ingresa en la logia “Los verdaderos expertos”, y llega hasta el grado 31 dentro del Gran Oriente francés. Interviene activamente en la campaña anti-militarista suscitada por el asunto Dreyfus; forma parte del movimiento internacional de Librepensadores encabezados por el belga Terwagne, y, como dijimos, en 1892 asiste al Congreso convocado por dicho movimiento en Madrid. Cuatro años más tarde va, como representante del IV distrito parisiense del Partido Obrero Francés, al Congreso Socialista Internacional, que se celebra en Londres. Su posición ideológica parece en este momento claramente ecléctica y conciliadora, dentro de lo que se podría considerar la izquierda de la época. Ferrer mantiene tan buenas relaciones con los republicanos como con los anarquistas, con los socialistas como con los masones. Acertadamente dice, pues, Dommanget, refiriéndose a él: “Tenía un pie en el movimiento anticlerical y el otro en el movimiento social, frecuentando y ayudando a los revolucionarios de todas las escuelas. Uno de sus rasgos distintivos era el eclecticismo y la tolerancia en el terreno ideológico. Tenía el espíritu abierto, accesible a todas las doctrinas, a todos los métodos de lucha” (op. cit., pág., 387).
Entre las alumnas de español que Ferrer consigue en París, está la ya madura señorita Jeanne Ernestina Meunié, católica practicante, sobre la cual ejerce una poderosa influencia, hasta el punto de convencerla de la necesidad de una educación racional, laica y científica. Es posible que esta mujer estuviera enamorada de Ferrer. Nada nos hace pensar que él lo estuviera de ella ni que tuviera intenciones de unirse a la misma, por lo cual parece enteramente equivoco lo que sugieren Ricardo Fernández de la Reguera y Susana March, al escribir: “Las relaciones de Ferrer con su esposa, de la que tuvo dos hijos —Trinidad y Paz— eran muy tirantes. Se separó de ella y pidió el divorcio en Francia, al conocer a la señorita Juana Ernestina Meunié. El 12 de junio de 1894 la despechada esposa disparo varias veces contra su marido” (“¿Fue culpable Ferrer Guardia?”. Historia y vida. Núm. 8, noviembre de 1968, pág. 99). Las causas del atentado de Teresa Sanmartí, según se desprende de lo que antes dijimos, parecen ser, más que los celos conyugales. Los sentimientos de maternidad burlada (Cf. B. Delgado, op. cit., pág. 50). Por otra parte, si de alguien debía ella sentir celos no era de la pacata y devota señorita Meunié, sino de la joven maestra Leopoldina Bonnard, con la cual vivía maritalmente Ferrer desde hacía ya tiempo. De hecho, en los viajes que Ferrer realizó acompañado por diversos países de Europa a la rica Ernestina, se hizo acompañar también por la bella Leopoldina. Si pidió, pues, el divorcio, no fue para unirse aquélla, pero tampoco posiblemente para casarse con está, ya que, de hecho, no lo intentó ni siquiera después de haber tenido de ella un hijo (y, dicho sea de paso, de Teresa no tuvo Ferrer dos hijas, como señalan los citados autores, sino tres).
Al explicar los orígenes de la Escuela Moderna, el propio Ferrer, describe a su discípula Ernestina como una “católica convencida y observante escrupulosamente nimia”, que “odiaba a los revolucionarios”, pero era, sin embargo, “ingenua y simpática y poco menos que sin consideración alguna a antecedentes, accesorios y consecuencias” (Francisco Ferrer Guardia, La Escuela Moderna, Madrid, 1976, pág. 29). Narra también que, carente de afectos íntimos, debido a su aislamiento de soltera, le otorgó amistad y su confianza, y que después de viajar con él por diversos países, se vio “obligada a reconocer que no todo irreligioso es un perverso no todo ateo un criminal empedernido”, ya que él, ateo convencido, le demostraba con su conducta lo contrario (La Escuela Moderna, pág. 30). “Pensó entonces —añade Ferrer— que mi bondad era excepcional, recordando que se dice que toda excepción confirma la regla; pero ante la continuidad y la lógica de mis razonamientos hubo de rendirse a la evidencia; y si bien respecto de religión le quedaron dudas, convino en que una educación racional y una enseñanza científica salvarían a la infancia del error, darían a los hombres bondad necesaria y reorganizaría la sociedad en conformidad a la justicia” (Ibíd.)Habiéndole expuesto Ferrer la necesidad moral de llevar a la práctica tales ideas pedagógicas, la señorita Meunié “concedió los recursos necesarios para la creación de una institución de enseñanza racional”, y de este modo aseguró la realización del proyecto, ya concebido por Ferrer, de la Escuela Moderna. De hecho, Ernestina, para quien el exiliado profesor español parece haber sido una especie de director espiritual laico, muere al poco tiempo, dejándole una cuantiosa herencia (en títulos y propiedad inmueble) que asciende a un millón de francos. El sigue ocupando un modesto departamento en la calle Richer, pero poco después compra el “más Germinal” (En Masnou, cerca de Barcelona) y hace venir de Australia a sus dos hijas y a su hermano José. De su mente no se aparta un instante, sin embargo, el proyecto de la escuela racionalista. “En posesión de los medios necesarios a mi objeto —escribe—, pensé sin pérdida de tiempo en llevarle a la práctica” (La Escuela Moderna, pág. 35)
Regresa así a Barcelona, donde se propone fundar la Escuela Moderna. Leopoldina Bonnard es quizá quien le inspira primero la idea (Sol Ferrer, op. cit., pág. 66). Hacia esta época se muestra ya bastante desilusionado de los partidos políticos y de los revolucionarios profesionales, se ha distanciado algo del viejo partido republicano y, sin abjurar de la masonería e inclusive sin criticarla nunca públicamente, parece considerarla ya como una sociedad conservadora. La educación racional de la infancia y de la juventud le parece, sino él único, el más importante medio para acabar con la sociedad burguesa y el capitalista.
La empresa no podría carecer de obstáculos. La iglesia, el Estado, el clero, los políticos, las escuelas tradicionales, la prensa burguesa, las asociaciones cívicas de padres de familia, etc., se ponen inmediatamente en guardia, y no dejan de bombardear con todos sus medios el proyecto de Ferrer (cfr. Hugo Thomas, La guerra civil española, París, 1976, I, pág. 85). Esto se explica fácilmente. Dice J. Connelly Ullman: “En aquella década de tensión creada por la campaña anticlerical de los liberales, cualquier escuela experimental laica hubiera levantado un movimiento de oposición, especialmente si se proponía, como era el caso de Ferrer, educar a los obreros. Además, Ferrer acababa de regresar de París, después de dieciséis años de residencia allí, y en el contexto de la Tercera República Francesa la educación racionalista adquiría otra dimensión: formaba parte del complejo de derechos civiles y movimientos de reforma de la enseñanza que no sólo había conseguido en Francia la legislación anticlerical, sino que había promovido el establecimiento de un estado laico, campaña que condujo con el tiempo a la separación de la Iglesia y el Estado en 1905. En España, una campaña así adquiría implicaciones revolucionarias” (La Semana Trágica. Barcelona, 1972, pág. 163). Pero no es esto todo. Como añade la misma autora, aun si prescindimos de “cualquier potencial revolucionario, el hecho de que Ferrer estuviera afiliado a la masonería, junto con sus estrechos lazos con el gran Oriente de París, hicieron que se sospechara de sus planes para fundar una escuela” (La semana Trágica, pág. 164).
El movimiento hacia la escuela laica tenía ya sus mártires. El periódico Las dominicales había sido duramente perseguido por el gobierno reaccionario y uno de sus redactores, García Vas, había sido asesinado (Sol Ferrer, op. cit. página 70).
No es extraño que se comenzara diciendo que Ferrer recibía dinero de la masonería (aun cuando él insistiera que sólo había contado con la ayuda de Ernestina Meunié); y para quien conoce la mentalidad de la sacristía, tampoco es raro que se le acusara de relaciones adulterinas con aquella mujer. A ello se refiere, sin duda, cuando en su libro, escribe Ferrer: “Cuánto ha fantaseado la maledicencia sobre este asunto, desde que me vi obligado a someterme a un interrogatorio judicial, es absolutamente calumnioso” (La Escuela Moderna, pág. 31).
Lo que no se puede negar es el sentido comercial y la habilidad para los negocios que mostró siempre Ferrer. Sin poner en duda que sus móviles fueran fundamentalmente idealistas, debe reconocerse que supo aprovechar muy bien la coyuntura para acrecentar el capital que disponía. En parís se mostró hábil especulador de Bolsa; supo manejar el capital aportado por su segunda mujer, Leopoldina Bonnard, y, sobre todo, administró inmejorablemente la herencia de Ernestina Meunié: hipoteco la propiedad comercial que ésta le legara y adquirió acciones en “Fomento de obras y construcciones, S. A.”, compañía que tenía la concesión de las obras de reforma urbana de Barcelona. Dichas acciones acrecentaron grandemente su valor por la concesión de contratos adicionales, logrados gracias a la buena voluntad de los concejales radicales (Cfr. Connelly Ullman, op. cit. página 167).
Para proveer de local a la escuela habilita Ferrer un piso en la calle de Bailén. En seguida tiene que ocuparse de comprar material didáctico, de redactar anuncios y prospectos y, sobre todo, de conseguir personal docente idóneo para los fines que se propone alcanzar en la enseñanza. Requiere y obtiene la colaboración de una ex alumna suya, Clemencia Jacquinet, que ejerce a la sazón el profesorado en Egipto. Organiza, al mismo tiempo un patronato o comité de honor en la Escuela, integrado por el rector de la Universidad de Barcelona, Rodríguez Méndez; por los profesores de la Facultad de medicina, Llura y Martínez Vargas; por el conocido naturista Odón de Buen; por el biólogo y premio Nobel, Ramón y Cajal, y por el patriarca del anarquismo español, Anselmo Lorenzo, junto a éste, crea un comité de colaboración inmediata, formado por Canibell, Prat, Salas Antón y Peiró (Padre e hijo).
Al decidir finalmente la inauguración de su escuela, Ferrer anuncia así al público el programa general de la misma, es decir, su orientación y su meta, así como los medios que usará para alcanzarla:
“La misión de la Escuela Moderna consiste en hacer que los niños y niñas que se le confíen lleguen a ser personas instruidas, verídicas, justas y libres de todo prejuicio. Para ello, sustituirá al estudio dogmático por el razonado de las ciencias naturales. Excitará, desarrollará y dirigirá las aptitudes propias de cada alumno, a fin de que con la totalidad del propio valer individual no sólo sea un miembro un miembro útil a la sociedad, sino que como consecuencia, eleve proporcionalmente el valor de la colectividad. Enseñará los verdaderos deberes sociales, de conformidad con la justa máxima: “No hay deberes sin derechos; no hay derechos sin deberes”. En vista del buen éxito que la enseñanza mixta obtiene en el extranjero, y, principalmente para realizar el propósito de la Escuela Moderna, encaminado a preparar una humanidad verdaderamente fraternal sin categoría de sexos ni clases, se aceptarán niños de ambos sexos desde la edad de cinco años. Para completar su obra, la Escuela Moderna se abrirá las mañanas de los domingos, consagrando la clase al estudio de los sufrimientos humanos durante el curso general de la historia y al recuerdo de los hombres eminentes en las ciencias, en las artes o en las luchas por el progreso. A estas clases podrán concurrir las familias de los alumnos. Deseando que la labor intelectual de la Escuela Moderna sea fructífera en lo porvenir, además de las condiciones higiénicas que hemos procurado dar al local y sus dependencias, se establece una inspección médica a la entrada el alumno, de cuyas observaciones, si se cree necesario, se dará conocimiento a la familia para los efectos oportunos, y luego otra periódica, al objeto de cortar la propagación de enfermedades contagiosas durante las horas de vida escolar”” (La Escuela moderna, págs, 37-38).
La inauguración de la escuela se efectuó el 8 de septiembre de 1901. Los alumnos inscritos eran 30: 12 niñas y 18 niños. Entre los asistentes al acto inaugural, además de padres y parientes de los alumnos, se contaban delegados de varias sociedades obreras, especialmente invitados.
El local, según la crónica periodística, era luminoso, bien ventilado, alegre. Había varios gabinetes (de Zoología, Mineralogía, etc.); se contaba con abundante material gráfico (láminas de anatomía, botánica, etc.) y con numerosos mapas físicos (aunque no políticos, por considerarse que las fronteras son algo arbitrario y contranatural); y, como verdadera innovación en España, se había adquirido toda una serie de proyecciones luminosas. Los alumnos se hallaban distribuidos en dos grupos que correspondían a dos niveles o grados: el preparatorio y el superior. La idea de dar conferencias para adultos los domingos por la mañana (como sustituto, sin duda, de la misa) surgió de Clemencia Jacquinet.
El número de alumnos creció constantemente: al año siguiente eran 70; tres años más tarde, 123. Pero además, surgen en seguida filiales y sucursales dentro y fuera de Barcelona. En toda la provincia se cuentan, hacia 1905, 147 sucursales. Sólo en la capital catalana hay, en 1908, diez escuelas modernas, a las que concurren unos mil alumnos. Pero la influencia de Ferrer y de su escuela se extiende pronto a toda España y aun al exterior: no sólo se fundan establecimientos de este tipo en Madrid, Sevilla, Málaga, Granada, Córdoba, Cádiz, Palma de Mallorca, etc., sino también en Portugal, Brasil, (Sao Paulo), Suiza (Laussane) y Holanda (Ámsterdam). En Rosario (Argentina), enrique Nido (Amadeo Lluan), amigo y ex colaborador de Ferrer, instala uno, que pervive hasta su muerte, en 1926.
“Si Cataluña, si Barcelona muy especialmente, están en la vanguardia del movimiento emancipador de la Península, hay que decirlo: la Escuela Moderna con toda su red de instituciones, y principalmente Ferrer, tiene gran parte en ello”, escribe Dommanget (op. cit., pág. 395).
El primer rasgo característico de la Escuela Moderna es la enseñanza racional y científica. Se trata, ante todo, de excluir el dogma religioso y la mitología que conforma la base de toda la educación tradicional. La enseñanza religiosa deforma, para Ferrer, el juicio, y desvía la conducta del educado; es tan perniciosa para la inteligencia como para la voluntad y tan negativa en lo teórico como en lo práctico. Desde este punto de vista la Escuela de Ferrer es “laica”, aunque no se trate, en verdad, de una escuela “neutra”, como el término parece sugerir, sino de una escuela positivamente anti-religiosa, en la medida en que la ciencia se supone incompatible con la religión, y necesariamente atea. Por otra parte, el término “laico” tampoco le agrada a Ferrer, ya que —dice— “se denominan escuelas laicas muchas que no son más que políticas o esencialmente patrióticas y antihumanitarias” (La Escuela Moderna, pág. 102). En efecto, además del dogma religioso, la Escuela Moderna excluye también al dogmatismo político, y la enseñanza “encaminada a exaltar el patriotismo y a presentar la administración pública actual como instrumento de buen gobierno” (Ibíd.).
He aquí, pues, que, según las propias palabras de Ferrer, “La enseñanza se eleva dignamente sobre tan mezquinos propósitos”.
Y no puede asemejarse ni a la que brinda la iglesia ni a la que imparte el Estado.
“En primer lugar no ha de parecerse a la enseñanza religiosa, pues la ciencia ha demostrado que la creación es una leyenda y que los dioses son mitos, y por consiguiente se abusa de la ignorancia de los padres y de la credulidad de los niños, perpetuando la creencia en un ser sobrenatural, creador del mundo, y al que puede acudirse con ruegos y plegarias para alcanzar toda clase de fervores”.
Pero asimismo, “no ha de parecerse tampoco nuestra enseñanza a la política, porque habiendo de formar individuos en perfecta posesión de todas sus facultades, ésta le supedita a otros hombres, y así como las religiones, ensalzando un poder divino, han creado un poder positivamente abusivo y han dificultado la emancipación humana, los sistemas políticos la retardan acostumbrando a los hombres a esperarlo todo de las voluntades ajenas, de energías de supuesto orden superior, de los que por tradición o por industria ejercen la profesión de gobernantes”. (La Escuela Moderna, pág. 103).
La enseñanza racional corresponde, según este concepto, a la enseñanza anarquista. Y por los menos en este aspecto, la Escuela Moderna resulta mucho más radical que la mayoría de las escuelas laicas, fundadas por masones, librepensadores y republicanos, hasta aquel momento en España. Es evidente, por ejemplo, la distancia que la separa aquí de la Institución Libre de Enseñanza, inspirada en la filosofía Krausista. Ferrer no se para en el deísmo o en el panteísmo; profesa activamente el ateísmo; no se contenta con la democracia o la república, aspira a la anarquía, o algo que mucho se le parece. Cree firmemente, por lo demás, que tanto al antiteísmo como el antiestatismo no son sino corolarios de la ciencia y que sus fundamentos pueden demostrarse de un modo empírico y hasta experimental. De esta manera, puede decirse que, por una especie de absolutización de la ciencia, que deriva en este caso de un limitado sentido crítico y tal vez de una no muy sólida cultura histórica, la Escuela Moderna enfrenta el peligro de un nuevo dogmatismo, y de hecho sucumbe ante él. Ya en su tiempo aquello le fue reprochado por algunos lúcidos escritores anarquistas, y, entre ellos, principalmente Mella. Poco después de la muerte de Ferrer, surge a este propósito una polémica en los medios libertarios. Algunos opinaban que en las escuelas anarquista (y, por tanto, naturalmente, en la Escuela Moderna) haya un exceso de doctrinarismo y que es preciso brindar en ellas menos “sociología” revolucionaria y más datos estrictamente científicos. Así J. Barbosa y el ya citado R. Mella sostiene que la escuela debe ser ante todo antidogmática, es decir, ni religiosa ni antirreligiosa, ni política, ni antipolítica, mientras otros, como J. Echazarreta y Costa Iscar creen, por el contrario, que debe ser positivamente anarquista, propagando los ideales socialistas y libertarios y desarraigando en los niños poco a poco toda supervivencia de la fe cristiana (J. Álvarez Junco, op. cit. Pág. 537). Este debate deriva al parecer de la contradicción que existe en el seno de la ideología anarquista entre la afirmación de la bondad natural del hombre (Rousseau) y el determinismo social (Herbart). Ambas ideas son generalmente aceptadas por las anarquistas de la época de Ferrer, y un ejemplo muy representativo de ello sería la obra de Kropotkin. Si nos atenemos a la primera tesis, la escuela no deberá enseñar “verdades”, sino ayudar a que el niño encuentre sus “verdades”; si atendemos sobre toda a la segunda, tendrá necesariamente que dar al educado una tabla de valores y, con ella, una cosmovisión. Ahora bien, aunque ambas tesis, como señala Álvarez Junco, son auténticamente libertarias, “La última parece en definitiva, la vigente en los medios españoles” (op. cit. Pág. 538). Esta tesis, que comparten en el extranjero hombres como Sebastián Faure, en su escuela de “La Ruche”, es indudablemente la que más se acerca la pedagogía anarquista a la marxista. Pero, aun entre los anarquistas españoles nunca faltaron, a parte de los qué antes mencionados, quienes insistieran en la necesidad de excluir todo dogma y de dejar libres paso a la confrontación de ideas, dando por sentado que dicha confrontación siempre saldrían triunfantes las ideas libertarias. Así por ejemplo, Soledad Gustavo, en su trabajo leído en el Ateneo de Madrid, y titulado Sobre la Enseñanza, dice: “Fervientes convencidos de que sólo la libertad es la que puede dar al pueblo su capacidad íntegra para desenvolverse en el progreso y en la civilización, abogamos por que esa libertad sea un hecho... Pero si nosotros abogamos a favor de la libertad de enseñanza, no es para que nos podamos enseñar en las escuelas nuestras ideas ácratas, como los ortodoxos pretenden que se enseñe su religión; nosotros la queremos, sencillamente, porque queremos las libertad en todo y para todo, y porque tenemos confianza en nosotros, en nuestras ideas y en la misma libertad, que la consideramos superior a cuantas teologías y sistemas filosóficos-religiosos pueden concebirse” (ERA 80, ELs anarquistes, educadors del poble: “La revista Blanca” (1898-1905), Barcelona, 1977, pág. 201). Insiste por eso en el carácter fraternal y supra-confesional que debe tener la escuela: “la enseñanza, para cumplir su misión, debe abrazar en su seno la idea de la libertad y la tolerancia, del amor a la humanidad entera, sin distinción de razas ni de religiones: todos somos hermanos en naturaleza, todos debemos ser educados e instruidos en la escuela de la fraternidad” (Ibíd., página 204). En consecuencia, propicia una enseñanza “que respete todas las creencias, que en ella lo mismo quepa el racionalista que el ateo, el materialista que el espiritualista”, con tal de que “no se acongoje a la ciencia con vanos fantasmas, con absurdos indemostrables, con filosofías que es incapaz de comprender la inteligencia de un niño” (Ibíd., pág. 206).
En realidad, lo que Ferrer entiende por “ciencia” es más bien “filosofía cientificista” y, sin duda, también “materialistas”.
Plenamente convencido de la eternidad y la unidad de la materia, así como de su carácter increado, no puede menos de considerarla como una realidad absoluta, que se halla en el fondo de toda explicación.
Tal concepción del mundo llevo inmediatamente a excluir todo antropomorfismo y antropocentrismo: ni la tierra es el centro del universo ni el hombre el fin de la creación. En primer término, rechaza, pues, en general, cualquier cosmovisión teísta, y considera enteramente inadmisible toda idea de un Dios personal. En segundo lugar, se opone al cristianismo y a la cosmovisión bíblica, en cuanto los considera indisolublemente vinculados al geocentrismo y al antropocentrismo.
Esta filosofía materialista y mecanicista corresponde, al parecer, a la de Kropotkin, el pensador más influyente entre los anarquistas españoles de la época. Y al considerarla, como el propio Kropotkin, un simple resultado de la ciencia empírica y experimental, cree Ferrer ineludible constituirla en base de toda la enseñanza:
“Si la materia es una, increada y eterna: si vivimos en un cuerpo astronómico secundario, inferior a incontable número de mundos que pueblan el espacio infinito, como se enseña en la Universidad y pueden saber los privilegiados que monopolizan la ciencia universal, no hay razón ni puede haber pretexto para que en la escuela de primeras letras, a que asiste el pueblo cuando puede asistir a ella, se enseñe que Dios hizo el mundo de la nada en seis días, ni toda la colección de absurdos de la leyenda religiosa” (Ibíd., pág. 37).
Se parte del supuesto de que hay una verdad definitiva y, en la práctica, absoluta. El no enseñarla desde la escuela primaria implicaría una injusticia social, puesto que la misma se enseña en la Universidad a los privilegiados que pueden acceder a ella.
En este aspecto, la pedagogía de Ferrer se acerca notablemente a la de los marxistas de su época y aun a la de los actuales Estados “socialistas”, al paso que se opone a las ideas del libertario Mella. Pero hay que reconocer que resulta muy difícil, en el calor de la lucha superar todo dogmatismo cerril y prepotente, como lo era el de la Iglesia católica en ese momento.
En cambio, no se pueden excusar del todo otras deficiencias de la filosofía educativa de la Escuela Moderna. Parece privar en ella un intelectualismo excesivo: no se percibe en ninguna parte el propósito de fortalecer la voluntad. Y sin duda tiene razón Dommanget, cuando dice que en ella no se concedió bastante atención al campo de la efectividad. “Robin, e incluso los jesuitas, por el conducto del P. Du Lac, le hubiesen podido enseñar a preocuparse al menos tanto del corazón como del cuerpo y el espíritu” (op. cit., pág. 409).
Tampoco parece haber habido ningún lugar dentro de la Escuela Moderna —y es ésta otra objeción que no se puede desdeñar— para la educación estética, que ya había iniciado en España, desde un cuarto de siglo, la Institución Libre de Madrid.
El segundo rasgo fundamental de la Escuela Moderna es su carácter social y cultural contestatario. No se trata, como en toda enseñanza tradicional, de adaptar al educado a la sociedad tal cual ella existe, sino, por el contrario, de prepararlo para tener una visión crítica del medio en que vive y para ser capaz de trasformarlo desde sus mismo fundamentos. Hay que aclarar, sin embargo, que Ferrer no quiere promover directamente la lucha de clases ni incitar al niño a la rebeldía, sino sólo hacerlo capaz de rebelarse y de luchar cuando sea adulto. A veces se le ha criticado a Ferrer el no haber consagrado su escuela exclusivamente a los niños de la clase proletario y de las capas más bajas y oprimidas de la sociedad, tal como lo hicieron Robin y, en general todos los pedagogos anarquistas. El ha definido la “coeducación social”, arguyendo que una escuela exclusiva de la clase desheredada, si no enseña, como las escuelas tradicionales, el acatamiento al terror y al orden establecido, debe inclinar forzosamente a la rebeldía y al odio. Ahora bien, es cierto —dice— que “los oprimidos, los expoliados, los explotados han de ser rebeldes, porque han de recabar sus derechos hasta lograr su compleja y perfecta participación en el patrimonio universal”, pero la escuela debe obrar sobre los niños, intenta prepararlos para ser hombres, y “no anticipa amores ni odios, adhesiones ni rebeldías, que son deberes y sentimientos propios de los adultos”. En otras palabras, se trata de no adelantar resultados, de no pasar por alto el natural desarrollo de la conciencia humana, de no atribuir al educado una responsabilidad sin haberlo dotado de los elementos que pueden fundamentar su criterio moral.
“Aprendan los niños a ser hombres —dice—,y cuando lo sean declárense en buena hora en buena hora en rebeldía” (La Escuela Moderna, pág. 56).
Por eso, concluye:
“La coeducación de pobres y ricos, que pone en contacto unos con otros en la inocente igualdad de la infancia, por medio de la sistemática igualdad de la escuela racional, ésa es la escuela buena, necesaria y reparadora”.
Esto, no obstante, si nos atenemos a algunos de los resultados obtenidos en los primeros años de enseñanza, tendremos que admitir que la Escuela fue más revolucionaria de lo que su mismo fundador dice y prevé, ya que los niños no escaparán a ser hombres para juzgar la sociedad capitalista y para rebelarse contra ella (y no los de las clases bajas solamente, sino, al parecer, todos por igual). Baste leer, por ejemplo, algunas composiciones que el propio Ferrer transcribe en su libro para darse cuenta de ello. Un niño de doce años considera que, para que una nación o Estado pueda merecer el nombre de “civilizado”, debe haber eliminado:
“1º la coexistencia de pobre y ricos, y como consecuencia, la explotación. 2º El militarismo, medio de destrucción empleado por unas naciones contra otras, debido a la mala organización de la sociedad 3º La desigualdad que permite a unos gobernar y mandar y obliga a otros a humillarse y obedecer. 4º El dinero, que hace a unos ricos y les somete a los pobres” (La Escuela Moderna, pág. 146).
Una niña de nueve años, con sencillez y claridad que el propio Ferrer encarece, escribe:
“Al criminal se le condena a muerte: si el homicidio merece esa pena, el que condena y el que mata al criminal igualmente son homicidas; lógicamente deberían morir también, y así se acabaría la humanidad. Mejor sería que en vez de castigar al criminal cometiendo otro crimen, se le diesen buenos consejos para que no lo hiciese más. Sin contar que si todos fuéramos iguales, no habría ladrones, ni asesinos, ni ricos, ni pobres, sino todos iguales, amates del trabajo y de la libertad” (La Escuela Moderna, pág. 147).
Una adolescente, de dieciséis años, ve así la sociedad en el que vive:
“¡Qué desigualdad hay en este sociedad! Unos trabajan desde la mañana hasta la noche, sin más descanso que el preciso para comer sus deficientes alimentos; otros recibiendo el producto de los trabajadores para recrearse con los superfluo. ¿Y por qué ha de ser así? ¿No somos todos iguales? Indudablemente que lo somos, aunque la sociedad no lo reconozca, ya que unos parecen destinados al trabajo y al sufrimiento, y otros a la ociosidad y al goce. Si algún trabajador se rebela al ver la explotación a que vive sujeto, es despreciado y castigado cruelmente mientras otros sufren con resignación la desigualdad. El obrero necesita instruirse, y para lograrlo es necesario fundar escuelas gratuitas, sostenidas por ese dinero que desperdician los ricos. De ese modo se conseguiría que el obrero adelantara cada vez más hasta lograr verse considerado como merece, porque en resumen él es quien desempeña la misión más útil de la sociedad” (La Escuela Moderna, pág. 150-151).
Aunque Ferrer considere todo esto como una prueba de que la Escuela Moderna ha logrado su propósito fundamental, que consiste en hacer “que la inteligencia del alumno, influida por lo que ve y documentada por los conocimientos positivos que vaya adquiriendo, discurra libremente, sin prejuicios ni sujeción sectaria de ningún género, con autonomía perfecta y sin más traba que la razón, igual para todos” (La Escuela Moderna, pág. 151).
Difícilmente se podría creer que niños y adolescentes, después de un par e años de escolaridad, llegaran a estas conclusiones sin una directa y positiva enseñanza revolucionaria, basada en una ideología socialista y libertaria. ¿Es posible imaginar que sin ello, una niña de nueve años puede escribir, a los pocos meses de asistir a la escuela?, estas frases de salutación a un congreso obrero:
“Los saludo, queridos obreros, por el trabajo que hacen en bien de la sociedad. A ustedes y a todos los obreros hay que agradecer el trabajo con que se hace todo lo necesario para la vida, y no a los ricos, que les pagan un jornal mísero, y no se les pagan para que vivan, sino porque si ustedes no trabajarán tendrían que trabajar ellos” (La Escuela Moderna, pág. 152)
¿Es posible suponer que sin una precisa instrucción socialista pueda un niño de once años escribir?
“El trabajador, que debiera ser la admiración del mundo, es el más despreciado por nuestra sociedad. El que nos proporciona vestido, casa y muebles; apacenta el ganado que nos suministra lana y carne; con trenes o buques nos lleva de un punto a otro, y nos presta muchos otros servicios. A él debemos la vida” (La Escuela Moderna, pág. 153).
Solamente una escuela impregnada de ideas socialistas y con un contenido ideológico revolucionario explícito y bien definido, puede hacer que niños de once años se expresen de esta manera:
“¿Quiénes son los que disfrutan del trabajo producido por los obreros? Los ricos. ¿Para qué sirven los ricos? Estos hombres son improductivos, por lo que se les puede comparar con las abejas, sino que éstas tienen más conocimiento, porque matan a los parásitos”.
“La mala organización social marca entre los hombres una separación injusta, pues hay dos clases de hombres, los que trabajan y los que no trabajan... Cuando hay una huelga no se ven más que civiles a las puertas de las fábricas dispuestos a hacer uso del máuser. ¿No valdría más que en vez de emplearse en eso se dedicaran a un oficio útil?”
“¿Los hijos de los burgueses y los de los trabajadores, no son todos de carne y hueso? Pues ¿por qué en la sociedad han de ser unos diferentes de otros?” (La Escuela Moderna, pág. 154-155).
Cuando se leen frases como éstas, se explican fácilmente el odio y el temor que el nombre de Ferrer inspiró en su época a la burguesía industrial española. Un aeda de esta burguesía, el novelista catalán Ignacio Agustí, por ejemplo, que sabe unir el intimismo nostálgico con un rencor lleno de ignorancia hacia la clase obrera y el socialismo, no duda en mezclar con la Escuela Moderna el terrorismo, el atentado contra la pareja real, las logias, los estupefacientes... y otras basuras (El viudo Rius, Barcelona, 1962, pág. 135).
En realidad, el carácter revolucionario de la Escuela Moderna deriva de su carácter racionalista y científico (tal como son entendidos el racionalismo y la ciencia por Ferrer), Cuando éste sostiene que no pretende fomentar la lucha de clases directamente entre los educados, probablemente sólo busca una justificación para el hecho de que su escuela no sea gratuita y enteramente proletaria, sino más bien policlasista (por la composición de su alumnado). De hecho, según vimos, la lucha de clases, así como la lucha contra el Estado y la Iglesia, constituyen el alma de toda la enseñanza en la Escuela Moderna. Y si es evidente que sólo el prejuicio o la mala fe de los pedagogos conservadores pudo difundir la especie de que allí no se enseñaba otra cosa más que “política” (confróntese Y. Turín, op. cit., pág. 318-319), también es claro que todo cuanto se enseñaba —y no podía ser de otro modo, dados los presupuestos filosóficos de Ferrer— estaba impregnado de una ideología socialista y libertaria, y de un espíritu revolucionario. Desde este punto de vista, la Escuela Moderna se halla en abierto contraste con la mayoría de las experiencias de la pedagogía libertaria que se realizaron después, hasta nuestros días. Ni siquiera la más radical de estas experiencias, la de la Gemeinschaftsschule, de Hamburgo, tan duramente atacada por prensa nacional-socialista y por los corifeos de la pedagogía nazi, trasmitió una ideología revolucionaria o planteó directamente la problemática de la sociedad contemporánea con espíritu libertario. Neill, el fundador de Summerhill, opina que la política (y, por consiguiente, también la antipolítica del anarquismo), igual que la religión, constituyen un problema privado y puramente personal, cuya resolución debe encarar el adulto y no el niño.
El internacionalismo anarquista de la Escuela Moderna se revela inclusive en la abierta negativa de su fundador a usar en ella la lengua local y regional, el catalán, que era, sin duda, la lengua que él mismo había hablado primero, de niño. Prefiere el castellano, no porque quiera hacer concesión alguna al nacionalismo español y al centralismo madrileño, sino porque lo considera más universal que el catalán. Pero, si en su mano estuviera, sólo utilizaría una lengua internacional, capaz de vincular espiritualmente a todos los hombres del mundo, como el esperanto, por ejemplo (cfr. La Escuela Moderna, pág. 36). Para sostener este criterio, debe enfrentarse Ferrer a muchos influyentes personajes y, entre ellos, a lambí, el futuro líder de la “Liga Catalana” y prominente portavoz de la derecha regional (cfr. Sol Ferrer, op. cit., pág. 71).
El tercer rasgo propio de la Escuela Moderna es su carácter, integral. Esta denominación, igual que la de “racional y científica”, no las inventamos nosotros ni ninguno de los autores que sobre el tema han tratado (como Álvarez Junco), sino que corresponde al vocabulario pedagógico anarquista de la época. Se entiende por enseñanza “integral” la que no se limita a la formación de la inteligencia y del espíritu, sino que pretende también formar el cuerpo y la mano; la que, según los postulados de Kropotkin, atiende a la integración del trabajo intelectual con el trabajo manual (cfr. Campos, fábricas y talleres). Cuando en 1907 la Escuela Moderna fue reabierta, después del proceso y la absolución de Ferrer, éste recibió una carta del propio Kropotkin recomendando tal integración y citando, como ejemplo, algunos establecimientos norteamericano, que él había conocido, sin duda, en su gira de conferencias por aquel país (cfr. Y. Turín, op. cit., pág. 316). Para Kropotkin la actividad intelectual desligada del trabajo manual deforma y deshumaniza (alienan, dirían los marxistas) tanto como el trabajo manual ajeno a todo pensamiento. En una sociedad socialista —sostiene— ningún hombre estará condenado, como en la presente sociedad industrial burguesa, a pasar su vida en la ejecución de una acción mínima y sin sentido; todos se sentirían dueños de sus actos por la comprensión de su objeto, de su naturaleza y de sus afines; nadie tendrá siquiera un solo oficio o profesión, sino que, por el contrario, alternará en el mayor número de ocupaciones que sea posible. Ya Déjacque, en su utopía El Humanisferio, que data de mediados del siglo XIX, había representado a cada miembro de la futura e ideal ciudad anarcocomunista ejerciendo sucesivamente y según su gusto todos los oficios, todas las profesiones, todas las artes. También Reclús había insistido en la necesidad de integrar el pensamiento con el trabajo manual y, en términos generales, todos los socialistas de la época de Ferrer veían como un abismo a salvar las diferencias que separan al campesino del obrero industrial, y sobre todo, al trabajador intelectual del trabajador manual.
En la Escuela Moderna se trata de formar hombres en los cuales la teoría no quede aislada de la práctica ni la inteligencia separada del trabajo. Si por “antiintelectualismo” se entiende la tendencia a negar el cultivo del pensamiento por el pensamiento mismo, se podrá decir que ella es una escuela “antiintelectualista”; pero, si por tal se entiende la subordinación de la razón y de la inteligencia a alguna instancia irracional, es evidente que de ninguna manera merecerá tal calificativo. Lo que la Escuela moderna rechaza no es la “inteligencia” (¿cómo podría hacerlo, si empieza por autocalificarse como “racional y científica”?), sino más bien al “intelectual”, como clase social y como tipo humano. En no menor medida desearía asimismo acabar con el trabajo puramente “manual” y con la mecanización de la actividad humano dentro de la sociedad moderna, para lograr el hombre “integral”.
Su meta es la formación de hombres aptos para vivir en una sociedad industrial, sin adoptar, sin embargo, los ideales de dicha sociedad; capaces de hacer y de obrar pensando, para trasformar revolucionariamente en el medio en que viven.
Es por eso que en la Escuela Moderna, como antes en el orfanato de Robin, los niños realizan toda clase de trabajos manuales (jardinería, horticultura, limpieza, etc.). En esto recoge Ferrer tanto las ideas de la pedagogía socialista del siglo XIX (recordemos en especial las “pequeños hordas” de Fourier) como las de otras tendencias modernas, de ideología democrática, aunque no necesariamente socialista. Tal es el caso de la Escuela activa, para la cual el hacer constituye el fundamento de toda tarea educativa. Esta corriente pedagógica, cuyos antecedentes suelen buscarse en Pestalozzi y en Rousseau, se caracteriza tanto por una tendencia a fomentar en los educados el sentido de la solidaridad y de la cooperación, como por su decidido rechazo de la tradicional enseñanza memorista y verbalista. Al aprendizaje libresco pretende sustituir la experiencia directa del niño y a la asimilación de palabras, la creación de cosas. Uno de sus puntos de partida es la idea de que en el niño se da siempre un impulso demiúrgico. Ahora bien, las primeras realizaciones concretas de la Escuela activa pueden remontarse a muy pocos años antes de la fundación de la Escuela Moderna. Recién en 1896 fundó J. Dewey en la universidad de Chicago su “Escuela elemental”, y al año siguiente iniciaba Kerschenteiner en Munich su trasformación de las escuelas primarias. Más aún, los métodos activos propiamente tales, como el de la doctora Montessori (en la “Casa dei bambini” de Roma) y el del doctor Decroly (en la “Escuela para la vida” en Bruselas) datan precisamente del último y penúltimo año de funcionamiento de la Escuela Moderna de Ferrer.
Todo esto nos demuestra, si no la absoluta originalidad, por lo menos la gran novedad de los métodos que Ferrer implantó o pretendió implantar en su Escuela Moderna. De todas maneras, aunque él conocía, sin duda, las ideas de los pedagogos de la Escuela activa, es preciso advertir que antes de la aparición de los métodos de esta Escuela, “había comenzado ya a practicarse la educación activa de ciertas escuelas de Europa, como las “Escuelas nuevas”, que comienzan en la Abbotsholme, en Inglaterra, y que se trasplantan a Alemania, con los “Hogares de educación en el campo”, del doctor Liertz; a Francia, con la Ecole des Roches, de Desmolins; a Suiza, con la escuela de Paul Geeheb, etc.” (L. Luzuriaga, Diccionario de Pedagogía, 1960, págs. 11-12).
He aquí cómo el gran geógrafo anarquista Eliseo Reclús, en carta dirigida a Ferrer desde Bruselas, el 26 de febrero de 1903, que aparece incluida en el libro La Escuela Moderna, se expresa acerca de la enseñanza de la geografía:
“Si tuviera la dicha de ser profesor de geografía para niños, sin verme encerrado en un establecimiento oficial o particular, me guardaría bien de comenzar por poner libros y mapas en manos de mis infantiles compañeros; quizá ni pronunciaría ante ellos la palabra griega geografía, pero sí les invitaría a largos paseos comunes, feliz de aprender en su compañía. Siendo profesor, pero profesor sin título, cuidaría mucho de proceder con método en esos paseos y en las conversaciones suscitadas por la vista de los objetos y de los paisajes... Por monótono y pobre que fuera nuestro punto de residencia, no faltaría la posibilidad de ver, si no montañas o colinas, al menos algunas rocas que rasgaran la vestidura de tierras más recientemente depositadas; por todas partes observaríamos cierta diversidad de terrenos, arenas, arcillas, pantanos y turbas; probablemente también areniscas y calcáreas; podríamos seguir el margen de un arroyo o de un río, ver una corriente que se pierde, un remolino que se desarrolla, un reflujo que devuelve las aguas, el juego de las arrugas que se forma en la arena, la marcha de las erosiones que despojan parte de una ribera y de los aluviones que se depositan sobre los bajíos. Si nuestra comarca fuera tan poco favorecida por la naturaleza que careciera de arroyos temporales con sus cauces, acantilados, rápidos, contenciones, compuertas, circuitos, revueltas y confluentes; en fin, la variedad infinita de fenómenos hidrológicos”. (La Escuela Moderna, pág. 108)
Así como para Ferrer no se deben confundir el juego y las prácticas atléticas con el deporte, según veremos más adelante, así para Reclús, cuyas ideas hace suyas el mismo Ferrer, estas excursiones pedagógicas y las más extensas que se puedan hacer no han de equipararse en ningún momento al “turismo”:
“A estos paseos alrededor de nuestra residencia habitual, las circunstancias de la vida podrían añadir largas excursiones, verdaderos viajes, dirigidos con método, porque no se trata de correr al azar, como aquellos americanos que dan su «vuelta al Mundo Antiguo», y que suelen hacerse más ignorantes a fuerza de amontonar desordenadamente lugares y personas en sus cerebros, confundiéndose todo en sus recuerdos: los bailes de París, la revista de la guardia en Postdam, las visitas al papa y al sultán, la subida a las pirámides y la adoración al Santo Sepulcro... Para evitar semejantes aberraciones es importante proceder a las excursiones y a los viajes con el mismo cuidado de método que en el estudio ordinario para la enseñanza; pero es preciso evitar también todo pedantismo en la dirección de los viajes, porque ante todo el niño ha de encontrar en ellos su alegría: el estudio debe presentarse únicamente en el momento psicológico, en el preciso instante en que la vista y la descripción entren de lleno en el cerebro para grabarse en él para siempre. Preparado de ese modo, el niño se encuentra ya muy adelantado, aunque no haya seguido lo que se llama en curso: el entendimiento se halla abierto y tiene deseo de saber” (La Escuela Moderna, pág. 109-110).
En otro pasaje de su libro refiere Ferrer las excursiones realizadas por los alumnos de la Escuela Moderna a diversas fábricas de Sabadell, “donde se relacionaron afectuosísimamente con obreras y obreros, que acogieron a los infantiles visitantes con amor y respeto”, y donde pudieron aprender directamente el funcionamiento de la industria textil en sus diversos momentos (La Escuela Moderna, pág. 130-134). Ya Froebel, en el capítulo XXII de su obra La Educación del hombre, había hablado de la “utilidad de pequeños viajes y de largos paseos”. Mucho antes todavía, a comienzos del siglo XV, Vitorrino da Feltre utilizaba, en su “Casa giocosa”, de Mantua, las excursiones como recurso pedagógico. A pesar de esto, se ha criticado a Ferrer el que la enseñanza impartida por la Escuela Moderna siguiera basándose más en los libros que en la experiencia directa. “Al revés que Paúl Robin, Ferrer se basó en los libros más que en la actividad manual o el aprendizaje directo; aquéllos, aunque tendían a versar sobre materias científicas más que humanísticas, distaban mucho de ser manuales técnicos-profesionales, y si bien se editaban por la propia Escuela Moderna (lo que demuestra la preocupación de Ferrer por la clase de libros y por su contenido), de ningún modo se trataba de una experiencia del tipo de “la imprenta en la escuela”, como la técnica con la que, nos parece, ha recogido parcialmente Freinet en nuestro siglo la vieja preocupación por la enseñanza integral” (Álvarez Junco, op. cit., pág. 532).
Tales críticas sólo se justifican, a nuestro juicio, parcialmente. En un país como la España del novecientos, con una abrumadora mayoría de analfabetos y al mismo tiempo con una abundante literatura clerical-reaccionaria, la preocupación de Ferrer por el libro escolar y su insistencia en la publicación de manuales escritos con criterio “científico” y progresista resulta fácilmente compresibles. Es verdad que entre los enunciados teórico-pragmáticos y la praxis educacional hubo una cierta disparidad y que el libro siguió siendo instrumento principal en la enseñanza de la Escuela Moderna, pero ciertamente no fue instrumento único y esto ya bastaba para diferenciar profundamente la técnica didáctica de la misma frente a las de las escuelas tradicionales del país. Por otra parte, si bien es cierto que la editorial de la Escuela Moderna no estaba incorporada a la misma escuela como obra a realizar por parte de los educados (como en la aludida experiencia de “la imprenta escolar”) no debe olvidarse que una parte del Boletín, por lo menos, estaba dedicada a publicar trabajos originales de los alumnos. El mismo Ferrer nos los dice así:
“Una de las secciones del Boletín que mayor éxito alcanzaron, fue la destinada a la publicación de pensamientos de los alumnos. Más que una exposición de sus adelantos, en cuyo concepto jamás se hubieran publicado, era la manifestación espontánea del sentido común. Niñas y niños, sin diferencia apreciable en concepto intelectual por causa del sexo, en el choque con la realidad de la vida que les ofrecían las explicaciones de los profesores y las lecturas, consignaban sus impresiones en sencillas notas, si a veces eran juicios simplistas e incompletos, mucha más resultaban de incontrastable lógica, que trataban asuntos filosóficos, políticos o sociales de importancia” (La Escuela Moderna, pág. 162).
También el juego desempeñaba un papel importante en la pedagogía de la Escuela Moderna.
Ferrer, oponiéndose a la pedagogía tradicional, se niega a ver en él un mero instrumento para el desarrollo físico del niño. Rechazaba por eso la sustitución, que algunos creyeron ventajosa, del juego por la gimnasia y por el menor ejercicio físico. El juego —opina— tiene una función más profunda, desde el momento que “que el estado placentero y el libre desplegamiento de las tendencias nativas son factores importantes, esenciadísimos y predominantes en la vigorización y desenvolvimiento del ser del niño” (La Escuela Moderna, pág. 68).
Sin citarlo, parece recordar aquí Ferrer aquel pasaje en que Froebel dice que “por el juego [el niño] se abre al gozo y para el gozo como se abre la flor al salir del capullo; porque el gozo es el alma de todas las acciones de esta edad” (La Educación del Hombre, New York, 1912, pág. 255).
Pero es Spencer a quien sigue y cita cuando, a renglón seguido, sostiene que el vivo interés y la alegría que el niño siente en sus juegos es tan importante como el ejercicio corporal que los acompaña. De ahí que, la gimnasia, la no ofrecer esta clase de estímulos mentales, siempre sea defectuosa e inferior al juego mismo.
Implícitamente parece adherir también Ferrer a la teoría de Spencer, que explica el juego por un exceso de energía (teoría a la cual se inclina hoy M. A. S. Neill, el fundador de Summerhill), y como mero recreo, según lo concebía Schiller, o como atavismo, según lo explicaba Stanley Hall. Pero, de todas maneras, de haberlo conocido, hubiera también acogido con simpatía la teoría de Karl Bühler, que hace del juego una especie de ejercicio previo y preparatorio para la vida.
En todo caso no tarda en advertir que los juegos “merecen en la pedagogía otro punto de vista y una mayor consideración si se quiere” (La Escuela Moderna, pág. 98). Si analizamos los juegos infantiles, veremos que guardan gran similitud con los trabajos más serios de los adultos:
“Los niños combinan y ejecutan sus juegos con un interés y una energía que sólo abate el cansancio. Trabajan por imitar cuantas cosas pueden concebir que hacen los grandes. Construyen casas, hacen pasteles de barro, van a la ciudad, juegan a la escuela, dan baile, hacen de médico, visitan muñecas, lavan la ropa, dan funciones de circo, venden frutos y bebidas, forman jardines, trabajan en minas de carbón, escriben cartas, se hacen burla, discuten, pelean, etc. Todo eso tiende a demostrarnos —añade— ‘El niño juega a hombre, y cuando llega a la edad viril hace en serio aquello que de niño divertía’”. (La Escuela Moderna, pág. 71).
Pero además de esta función del juego, como ejercicio preparatorio para la vida, señala Ferrer otra aún más importante, que es la de manifestar y coadyuvar al libre desarrollo de la vida mediante el placer que provoca y le es propio:
“Debe dejarse al niño que en donde quiere que esté manifieste sinceramente sus deseos. Este es el factor principal del juego, que, como advierte Johonnot, es el deseo complacido por la libre actividad. Por lo mismo, no nos pesa decir que es de absoluta necesidad que se vaya introduciendo sustancia del juego por el interior de las clases. Así lo entienden en países más cultos y en organismos escolares que prescinden de toda añeja preocupación, y no desean otra cosa que encontrar racionales procedimientos para realizar la amigable composición entre la salud y el adelanto del niño” (La Escuela Moderna, pág. 69).
Como los educadores de la Escuela activa, arremete Ferrer contra el mutismo y la pasividad de las aulas tradicionales y quiere sustituir la recepción de ideas por la creación. Pero va más allá que la mayoría de ellos, en cuanto no se contenta, como Ad. Ferriére, con promover “un movimiento de reacción contra lo que subsiste de medieval en la escuela contemporánea”, sino que pretende superar toda pedagogía cristiana, basada en el dogma del pecado original. El elemento hedonista aparece así en él con más fuerza que en otros pedagogos afines, ya provengan del socialismo, ya de la Escuela activa:
“Una concepción más verdadera y más optimista de la vida del hombre ha obligado a los pedagogos a modificar sus ideas. En individuos y colectividades donde ha penetrado la cultura moderna, se ve la vida desde un punto de vista contrario a las enseñanzas del sentido cristiano. La idea de que la vida es una cruz, una enojosa y pesada carga, tiene que tolerarse hasta que la providencia se harte de vernos sufrir, radicalmente desaparece. La vida se nos dice, es para gozar de la vida, para vivirla. Lo que atormenta y produce dolor se debe rechazar como mutilador de la vida. El que pacientemente lo acepta es merecedor de que se le considere como un atávico degenerado, o de ser un desdichado inmoral, si tiene conocimiento de lo que hace” (La Escuela Moderna, pág. 69-70).
Finalmente, el juego tiene, para Ferrer, una tercera función, que consiste en desarrollar en el educado el sentido altruista. Contradiciendo en esto a Kropotkin, afirma Ferrer que el niño es por lo general egoísta gracias a la ley de la herencia. Esto se manifiesta, para él, en su natural despótico, que lo lleva a querer imponerse siempre sobre sus iguales. A través del juego se lo puede muy bien orientar hacia la cooperación y la solidaridad, demostrándole que se obtiene mayor provecho con la tolerancia y que la ley de la solidaridad beneficia a los demás y al mismo tiempo que la practica (La Escuela Moderna, pág. 71-72).
Ferrer demostró siempre, como fundador y director de la Escuela Moderna, una verdadera obsesión por la higiene. Claro está que no fue el primero en hablar de ello en España. Médicos y pedagogos habían insistido desde mucho tiempo atrás en la necesidad de atender al emplazamiento, la orientación y las condiciones generales del edificio escolar, así como a la adecuada dimensión de las aulas, a la ventilación, la calefacción y el alumbrado, al mobiliario y a la distribución de los diversos departamentos y servicios (lavabos, vestuarios, patios, etc.). Para citar un ejemplo entre muchos que se podrían traer, recordaremos que quince años antes de la fundación de la Escuela Moderna, el catedrático de Higiene pública y privada de la Universidad de Valladolid, doctor Nicanor Remolar García, dedicó su Discurso inaugural para el curso de 1885-1886 a la “Higiene de las escuelas”. Sin embargo, en la práctica, la gran mayoría de las escuelas de la península, y particularmente las rurales y suburbanas, carecían a comienzos de siglo de las más elementales condiciones higiénicas.
Esto se debía, sin duda, principalmente a factores de índole socio-económica y a la política tradicionalmente negligente de los gobernantes españoles de la época en materia de educación primaria. Pero tenía también por causa una generalizada y más bien difusa convicción de la inferioridad del cuerpo frente al alma, independiente y libre, verdaderamente inmoral. Tal actitud ascética, fomentada, aunque no siempre de modo directo por el clero, contribuía a un cierto menos precio por la higiene y por todo cuidado corporal. Y aquí debe buscarse evidentemente la clave de la gran insistencia de Ferrer en este punto de la higiene escolar. Su hedonismo se complementaba muy bien con su anticlericalismo. Y sentía verdaderamente complacencia en equiparar catolicismo con suciedad y racionalidad con aseo.
“Respecto a la higiene, la suciedad católica domina en España. San Alejo y San Benito Labra son, no los únicos, ni los más caracterizados puercos que figuran en la lista de los supuestos habitantes del reino de los cielos, sino unos de los más populares entre los inmundos e innumerables maestros de la porquería” (La Escuela Moderna, pág. 62).
En España, el amor por la limpieza corporal y por la higiene parece haber sido, hasta hace poco, cuestión de heterodoxos. Pío Baroja, extractando el Diario del cuáquero Usoz y Ríos, refiere que a éste le indigna la suciedad de unos gallegos que viajan con él de Vigo a Lisboa, y que escribe: “Bien hermosa y bella sería España si en ella hubiese limpieza, tan suma limpieza como suma porquería hay ahora”. Y que poco más adelante, comentando la suciedad de Portugal, cuya educación está en manos de los frailes, añade el protestante: “Y al cabo, quien dice frailes marranos y holgazanes, y mal puede limpiar y educar un cerdo a otros cerdos” (Pío Baroja, Siluetas románticas, Madrid, 1934, págs. 283-284).
Por otra parte, tampoco pierde Ferrer la ocasión de atacar a la monarquía y a la clase burguesa, como cómplices del clero, en el fomento de la suciedad:
“Con tales tipos de perfección, en medio del ambiente de ignorancia, hábil e inicuamente sostenido por el clero y la realeza de tiempos pasados y por la burguesía liberal y hasta democrática de nuestros días, claro es que los niños que venían a nuestra escuela habían de ser muy deficientes en punto a limpieza: la suciedad era atávica” (La Escuela Moderna, pág. 62).
“Prudente y sistemáticamente» se empezaron, pues, a combatir los hábitos anti-higiénicos y la falta de aseo, identificando limpieza con belleza, y suciedad con fealdad, mostrando la suciedad como causa de múltiples enfermedades. Las influencia de esta educación higiénica llegó inclusive a las mismas familias de los educados, y Ferrer ve en este hecho un “consolador presagio de la futura generación que ha de producir la enseñanza racional” (La Escuela Moderna, pág. 62).
En la tarea, más ardua sin duda de los que a primera vista puede parecer, de implantar normas de higiene escolar y de educar al mismo tiempo en la práctica de la higiene a los alumnos, tuvo Ferrer la valiosa colaboración del doctor Andrés Martínez Vargas, catedrático de la Facultad de Medición, cuyos estudios sobre tuberculosis y enfermedades infantiles le dieron renombre internacional. Este médico ilustra, que era primero del polígrafo Joaquín Costa (cfr. George. J. E. Cheyne, Joaquín Costa, el gran desconocido, Barcelona, 1972, pág. 20), el cual estuvo muy estrechamente vinculado a Giner de los Ríos, a la Institución Libre de Enseñanza, y, por, tanto, a los problemas de la educación española de su tiempo, era hombre de ideas radicales y simpatizó siempre abiertamente con el proyecto de Ferrer, aunque en ocasiones no dejara de presentarle algunas objeciones de carácter práctico.
En un artículo, que Ferrer incluyó luego en su libro, y que se titulaba Protección higiénica de las escuelas. Su implantación por los particulares, aboga por lo que llama “protección e instrucción higiénicas en las escuelas”, que es, para él, “La condición fundamental para que la educación intelectual sea eficaz”. Ella deberían atender —propone— los siguientes puntos: 1.º) Salubridad del edificio; 2.º) Profilaxis de las enfermedades transmisibles; 3.º) Comprobación del funcionamiento normal de los órganos y del crecimiento; 4.º) Educación física y adaptación de los estudios a la capacidad intelectual de cada niño; 5.º) Educación e instrucción sanitarias; y 6.º) Redacción de un cuaderno biológico (historia clínica e higiénica). Casi todos esos puntos parece que se llevaron a la práctica dentro de la Escuela Moderna. No faltaba allí el ejercicio de algunos deportes (como la natación, considerada probablemente el más integral de todos ellos), aunque desprovistos siempre de cualquier sentido competitivo. Inclusive se hacía un lugar a la gimnasia, que, sin embargo, no debía sustituir al juego, y a la que Ferrer miraba tal vez con una cierta vaga aprensión por las connotaciones que podían suscitar alineamientos, desfiles, órdenes, etc. (sabemos, sin embargo, que en al más célebre de los institutos gimnásticos del siglo XIX, el instituto central real de Estocolmo, fundado en 1814, por la acción de Enrique Ling, se distinguía ya entre gimnasia médica, gimnasia militar y gimnasia escolar) (cfr. Pietro Romano, Dizionariodi Scienze Pedagoiche, Milano, 1929-I, pág. 457).
No ha faltado tampoco quien reprocha a Ferrer lo inadecuado del local escogido para el funcionamiento de su escuela. “En vez de ubicarla en las afueras de Barcelona o en un ambiente rural, como aconsejan las corrientes pedagógicas de entonces, a fin de facilitar el desarrollo de los sentidos en contacto con la naturaleza. Ferrer habilito un piso en la calle Bailén, sin espacio al aire libre, sin talleres y con muy pocas aulas. En tal escuela sólo podía transmitirse una educación tan mala como la tradicional”, dice B. Delgado (op. cit., pág. 52), contraponiendo la Escuela Moderna al Orfanato de Cempuis, dirigido por Robin. Olvida, sin embargo, la diferencia fundamental de tipo organizativo que había entre ambas instituciones: la escuela de Robin estaba destinada a recoger huérfanos de ambos sexos del Departamento del Sena, y necesariamente funcionaba como internado; la de Ferrer, destinaba a niños de las diversas clases sociales de la ciudad de Barcelona, era un externado. Mientras la primera podía muy bien funcionar en el campo, la segunda no hubiera podido hacerlo en aquella época sin dejar de ser lo que se proponía ser: escuela urbana, externa, con coeducación de clases. Por otra parte, si bien hay que reconocer que la Escuela Moderna no logró realizar muy cabalmente el programa de la Escuela Activa, y que la enseñanza siguió allí basada sobre todo en el libro, tampoco es verdad que careciera enteramente de talleres, y la enseñanza al aire libre se impartía a través de frecuentes excursiones colectivas.
El naturalismo pedagógico de Ferrer, que ignora la idea del pecado original, y su anticlericalismo, que lo lleva a oponerse a todas las instituciones de la educación tradicional, se manifiestan también en la adopción del sistema coeducacional. La coeducación de los sexos constituye, para él, la realización concreta más significativa de la pedagogía racionalista, precisamente porque es la que más se opone a la costumbre y los prejuicios vigentes en la sociedad y la que más colide con la tradicional y los principios católicos:
“La manifestación más importante de la enseñanza racional, dado el atraso intelectual del país, lo que por lo pronto podía chocar más contra las preocupaciones y las costumbres, era la coeducación de niñas y niños” (La Escuela Moderna, pág. 47).
El mismo Ferrer reconoce que ella no era absolutamente nueva en España, ya en España, y que en las aldeas, por razones simplemente económicas (es decir, por la imposibilidad de pagar al mismo tiempo un maestro y una maestra) muchas veces los niños recibían las clases en la misma escuela; pero al mismo tiempo sostiene que esto jamás sucedía en villa y ciudades desde la enseñanza mixta era desconocida. Más aun, añade, “si acaso por la literatura se tenía noticia de que en otros países se predicaba, nadie pensaba en adaptarla a España, donde el propósito de introducir esa importantísima innovación hubiera parecido descabellada utopía” (La Escuela Moderna, pág. 47-48).
La idea misma de la coeducación es, sin embargo, muy antigua, pues la encontramos y en la República de Platón. En el siglo XVIII la habían defendido particularmente Rousseau y Condorcet, y a comienzos del XIX, Fichte. En el campo socialista la habían promovido —y en alguna medida, practicado— Babeuf en Francia y Owen en Inglaterra. La primera Internacional recomendaba el establecimiento de escuelas mixtas para los hijos de los obreros.
Por otra parte, en Estados Unidos funcionaba ya desde 1835 el Colegio Mixto de Oberlin; y en 1853 el famoso pedagogo Horase Mann fundada un colegio coeducacional en la ciudad de Antiochia. En Suecia había escuelas secundarias mixtas desde 1876. Y en la propia España,Giner de los Ríos la lleva a la práctica en la Institución Libre, a nivel secundario y superior.
Pero parece claro que el primer ensayo conocido y notorio de la escuela mixta (si se exceptúan quizá algunas de las escuelas libertarias y socialistas antes mencionadas que funcionaron siempre precaria y oscuramente), fue en España el de Ferrer.
En términos generales, puede decirse que la coeducación se fue imponiendo, a partir de la última década del siglo pasado, en todas partes, pero de un modo gradual. En las Universidades de integración de la mujer tuvo lugar entre 1890 y 1920. En 1924 la Sociedad de la Naciones fundaba un internado mixto. La revolución de Octubre impone la coeducación en las escuelas primarias de la Unión Soviética, y aunque Stalin la suprime (o la limita seriamente) en 1943, vuelve a ser implantada después de la muerte de éste, en 1953.
En los países católicos y en España particularmente, el gran obstáculo fue, durante mucho tiempo, la iglesia, que siempre le opuso reparos, al menos en lo que toca a la escuela primaria y secundaria.
Solamente durante la segunda república, en un momento en que el clero había perdido toda influencia en las esferas gubernamentales y el planeamiento de la educación estaba en manos de partidos laicos y más o menos izquierdistas, se pudo dar un serio impulso a la coeducación.
En esta tarea sobresalió concretamente el radical-socialista Marcelino Domingo, primer ministro de instrucción Pública en el Gobierno Provisional de la República, hasta octubre de 1931 (cfr. R. Tamames, Historia de España, alfaguara VII, La república. La era de Franco, Madrid, 1976, pág. 19).
Después de la caída de la república, durante largos años, prevalecieron absolutamente las estrechas ideas y los ñoños ideales del papa Pío XI. Este, en su encíclica Divini Illius Magistri, considera “El método llamado coeducación” como “erróneo y pernicioso a la educación cristiana”, pues además de fundado en el naturalismo, negador del pecado original, se basa “en una deplorable confusión de ideas que trueca la legítima sociedad humana en una promiscuidad e igualdad niveladora”.
Pero era justamente esta “igualdad niveladora”, implicada en la coeducación, lo que la hacía atractiva a los ojos de los socialistas y anarquistas; lo que, sin duda, la hacía indispensable en la Escuela Moderna.
Ferrer, que había visto fracasar su matrimonio con Teresa Sanmartí, atribuía, sin duda, aquel hecho a la inadecuada educación recibida por ella. Y ésta es, posiblemente, la causa de su insistencia en la necesidad de la educación femenina y, al mismo tiempo, de la coeducación. Supone, contra todo cuanto argumentan los pedagogos católicos de su época, que sólo la temprana y prolongada convivencia y el recíproco respeto entre los sexos.
“La naturaleza, la filosofía y la historia enseñan, contra todas las preocupaciones y todos los atavismos, que la mujer y el hombre completan el ser humano, y el desconocimiento de verdad tan esencial y trascendental ha sido y es causa de males gravísimos” (La Escuela Moderna, pág. 48).
Fácil es advertir en los escritos de Ferrer una actitud feminista, que lo lleva a reivindicar, con sentido libertario y aun más allá de la época, una igualdad real entre ambos sexos.
“El propósito de la enseñanza de referencia es que los niños de ambos sexos tengan idéntica educación; que por semejante manera desenvuelvan la inteligencia, purifiquen el corazón y templen sus voluntades; que la humanidad femenina y masculina se compenetren, desde la infancia, llegando a ser la mujer, no de nombre, sino en realidad de verdad, la compañera del hombre” (La Escuela Moderna, pág. 49).
También aquí —y no sin razón, por cierto— acusa Ferrer a la iglesia de haber negado en la práctica la dignidad humana del sexo femenino, al que verbalmente igualaba con el masculino. No sólo le ha negado toda participación en el sacerdocio y la jerarquía eclesiástica, sino que, consagrando normas y valores de la vieja sociedad patriarcal, ha hecho de la mujer todo lo contrario de una verdadera compañera del hombre. “Lo que palpita, lo que vive por todas partes en nuestra sociedades cristianas como fruto y término de la evolución patriarcal —dice— es la mujer no perteneciéndose a sí misma, siendo ni más ni menos que un adjetivo del hombre, atada continuamente al poste de su dominio absoluto, a veces... con cadenas de oro”.
Pese a todas las acusaciones de donjuanismo que sus enemigos vertieron sobre la cabeza de Ferrer, no es, indudablemente, un machista quien, refiriéndose a la mujer, escribe:
“El hombre la ha convertido en perpetua menor. Una vez mutilada ha seguido para con ella uno de los términos de disyuntiva siguiente: o la oprime y le impone silencio, o la trata como niño mimando... a gusto del antojadizo señor” (La Escuela Moderna, pág. 49).
Con la psicología de su época cree Ferrer que el hombre representa el predominio del pensamiento y el espíritu progresista, mientras la mujer, la fuerza del sentimiento y del espíritu conservador. Pero, contra la interpretación de muchos sociólogos y psicólogos, advierte en seguida que ser diferente no significa ser desiguale o encontrarse en niveles distintos. Por otra parte, al admitir el espíritu conservador de la mujer —sostiene— no se esta admitiendo su inmovilidad mental ni su innata oposición al progreso: todo dependerá de lo que se le proporcione para guardar y conservar.
En el feminismo de Ferrer tuvieron, sin duda, gran influencia las ideas de Robin sobre la revolución sexual. El fundador del orfelinato de Cempuis había defendido tesis muy osadas para su época. Además de propugnar el neo-maltusianismo (en lo cual no pudo lograr el apoyo de su amigo Kropotkin), había emprendido una campaña tendiente a liberar a las prostitutas del estigma que les impone la sociedad burguesa y había fundado la Ligueanti-esclaviste pour l’affranchissement des file, con su revista Le cri des filles. En general, se lo puede considerar como uno de los grandes precursores decimonónicos del feminismo contemporáneo y de la revolución sexual de nuestros días.
La gran meta de la pedagogía, en lo cual se cifra el futuro de la humanidad, cosiste, según Ferrer, en lograr “el matrimonio de las ideas con el corazón apasionado y vehemente en la psiquis de la mujer” o, en otras palabras, en realizar “el matriarcado moral”.
“Entonces, la humanidad, por una parte, contemplada desde el círculo del hogar, poseerá el pedagogo significado que modele, en el sentido del ideal, las semillas de las nuevas generaciones; y por otra se contara con el apóstol y propagandista entusiasta, que por sobre todo ulterior sentimiento sepa hacer sentir a los hombres la libertad, y la solidaridad a los pueblos” (La Escuela Moderna, pág. 53).
Parecería inclusive que, desde este punto de vista, la educación de la mujer fuera más importante que la del hombre. En la Escuela Moderna se llega a impartir —cosa aún más insólita que la coeducación— una educación sexual. El rector de la Universidad de Barcelona, doctor Rodríguez Méndez que como vimos, apoyo desde el principio la obra de Ferrer, al proponerle éste la idea de la educación sexual, consideró que esa era adelantarse doscientos años a la época (Dommanget, op. cit., pág. 399). Lo cierto es que Ferrer se adelantaba, en este campo, más de medio siglo, pues recién en nuestra década —y, desde luego, no en todos los países no en todas las clases y grupos sociales— empieza a generalizarse la educación sexual sociales- empieza a generalizarse la educación sexual escolar. El arzobispo de Barcelona presentó una formal protesta contra la práctica pedagógica. Y, en general, la coeducación y la educación sexual (que, verdaderamente, es inseparable de aquélla) fueron quizá los blancos más frecuentes de los ataques conservadores contra la Escuela Moderna y contra la persona misma de Ferrer. En los procesos que se le siguieron, no dejaron de salir a la luz. Y, a decir verdad, quienes impugnaban por sobre todas las cosas la coeducación de los sexos no equivocaban la importancia del objetivo, ya que el propio fundador de la Escuela Moderna ha escruto:
“La coeducación tenía para mí una importancia capitalísima, era, no sólo una circunstancia indispensable para la realización del ideal que considero como resultado de la enseñanza racionalista, sino como el ideal mismo, iniciando su vida en la Escuela Moderna, desarrollándose progresivamente sin exclusión alguna e inspirando la seguridad de llegar al término prefijado” (La Escuela Moderna, pág. 48).
En la Escuela Moderna impero el principio de la libertad. Frente a la rígida disciplina que caracteriza a la escuela tradicional española, Ferrer quiere instaurar una pedagogía ajena a la coacción, donde el educado desarrolle sin presiones externas. Para él, como para todo discípulo de Rousseau, el niño constituye lo más importante del proceso educativo, mientras el maestro y la materia misma a enseñar ocupan un lugar secundario. La visión optimista que los clásicos del anarquismo (y particularmente Kropotkin, el gran teórico libertario de la época) defienden y desarrollan, puede considerarse como el trasfondo teórico inmediato de estas ideas pedagógicas de Ferrer, aun cuando ocasionalmente, como vimos, parezca disentir del optimismo biológico de Kropotkin.
Como bien dice Dommanget, “en la escuela de Ferrer —y es uno de sus rasgos esenciales— el niño es libre, libre incluso de dejar la escuela”. Dentro del aula se le permite una amplia libertad: entra y sale de ella cuando quiere, se traslada de un sitio a otro, va a la pizarra, lee este o aquel libro, se entrega a sus ensueños infantiles. El mismo autor refiere que a un alumno nuevo que se aburría Ferrer llegó a aconsejarle que se fuera y que4 volviera sólo cuando tuviera ganas de hacerlo (op. cit., pág. 308).
Hay que advertir, sin embargo, que esta libertad no es en la Escuela Moderna tan absoluta como en la escuela de Jasnaia Poliana, donde las relaciones entre maestro y alumno son enteramente libres e informales, y cuyo ideal, según las propias palabras del propio Tolstoi, es que ellas fueran iguales a las que se establecen al practicar el deporte trineo. Tampoco parece que se haya llegado a la idea del maestro-compañero, y a la abolición de todos los detalles de organización externa (programa, horario, distribución temática de la materia, distribución fija de alumno por aulas, etc.), como se hará en las comunidades escolares (Gemeinschaftschule), fundadas primero en Hamburgo y luego en otras ciudades alemanas (Bremen, Groszschocher, Berlín, etc.), después de la primera guerra mundial. (Cfr. J. R. Schmid, El maestro compañero y la pedagogía libertaria, Barcelona, 1976).
Inclusive entre las teorías anarquistas, no se suela propiciar una absoluta libertad del niño en la escuela. Bakunin, por ejemplo, creía que éste necesita cierta disciplina, que debe irse suavizado paulatinamente hasta quedar abolida del todo. Y entre los ideólogos españoles del movimiento libertario parece haber predominado, al menos hasta la época de Ferrer, este criterio bakuninista, que se fortalece con las críticas a Tolstoi y el recuerdo de su fracaso (Álvarez Junco, op. cit., pág. 529).
De todas maneras, desde el punto de vista de la libertad del educado es claro que el pensamiento de Ferrer se coloca no sólo cerca del de Tolstoi, sino también en la línea que, partiendo de Rousseau se continúa en nuestro siglo con nombres tales como los de Ellen Key, LudwinGurlitt, Berthohld Otto, M. A. S. Neil, y que la Escuela Moderna forma parte de la familia compuesta por la Gemeinschaftschule de Hamburgo, la Kindherheim Baumgarten de Viena, la Kearsley School de M. E. F. O’Neil y, desde luego, el orfanato de Cempius de Robin.
En la Escuela Moderna no hay premios ni castigos; se han abolido los exámenes, las competencias y las calificaciones y notas.
“Admitida y practicada la coeducación de niñas y niños y ricos y pobres, es decir, partiendo de la solidaridad y de la igualdad, no habíamos de crear una desigualdad nueva, y, por tanto, en la Escuela Moderna no habría premios, ni castigos, ni exámenes en que hubiera alumnos ensoberbecidos con la nota de «sobresalientes», medianías que se conformaran con la vulgarísima nota de «aprobados» ni infelices que sufrieran el oprobio de verse despreciados por incapaces” (La Escuela Moderna, pág. 89).
En esto se diferencia la Escuela Moderna —añade— de las demás que existen en España (oficiales, religiosas e industriales). En la medida en que en todas ellas imperaba una pedagogía más que tradicional, tradicionalista, el sistema de premios y castigos tenía plena e indiscutida vigencia.
Hacia comienzos de nuestro siglo eran muchos los países de Europa y aun de América que habían asimilado, por ejemplo, las agudas críticas de Locke a la institución de los castigos corporales, pero en las escuelas, dirigidas por clérigos o por laicos clericales en su mayoría. Lockeno tenía mayor crédito. Mientras por todas partes se iba imponiendo la idea surgida con el naturalismo pedagógico (de Rousseau a Spencer) de que los castigos válidos sólo son los inmanentes (las relaciones naturales) y nunca los que se originan en el arbitrio del docente, allí seguía imperando la palmeta. Mientras se tendía ya por doquier a ir suprimiendo las recompensas y premios o reduciéndolos a los que tienen un carácter corporativo (deportes) o de utilidad para la institución, allí tenía lugar distribuciones de premios como las descriptas por el padre Coloma en pequeñeces y se organizaban jerárquicamente las aulas con el antiguo sistema de emperadores, cónsules y centuriones, propio de la pedagogía jesuítica. Los exámenes, los concursos, las oposiciones, seguían (y siguen) siendo una manía muy hispánica. De nada valía (ni vale) argüir su carácter traumatizante y su escaso valor como medio de evaluación (juicios dispares de los examinadores, emotividad del examinado, etc.).
Cuando la enseñanza tiene por fin la adquisición de un arte, ciencia o industria determinadas, es decir, de una especialidad —dice Ferrer— podría ser útil el examen o aun el diploma académico: ni lo niega ni lo afirma.
“Pero en la Escuela Moderna no había tal especialidad; allí ni siquiera se anticipaban aquellas enseñanzas de conveniencia más urgente encaminadas a ponerse en comunión intelectual con el mundo; lo culminante de aquella escuela, lo que la distingue de todas, aun de las que pretendían pasar como modelos progresivos, era que en ella se desarrollaban amplísimamente las facultades de la infancia sin sujeción a ningún patrón dogmático, ni aun lo que pudiera considerarse como resumen de la convicción de su fundador y de sus profesores, y cada alumno salía de allí para entrar en la actividad social con la aptitud necesaria para ser su propio maestro y guía en todo el curso de la vida” (La Escuela Moderna, pág. 90).
Ciertamente no le fue fácil a Ferrer hacer entender estas razones y aceptar estos criterios a los padres de los mismos educados: algunos solicitaban castigos para sus hijos, impregnados del bíblico de que la letra con sangre entras; otros querían que los méritos de los suyos no quedaran sin recompensa ni pasaran desapercibidos. Pero él permaneció firme en sus convicciones y el único género de sanción que admitió en la escuela (si “sanción” puede llamarse a esto) consistía en hacer notar al educado la concordancia (o discordancia) entre su conducta (buena o mala) y al bien propio y común.
He aquí lo que, ante la insistencia de algunos padres, anclados en la rutina, se vio obligado a publicar en el Boletín:
“Los exámenes clásicos, aquellos que estamos habituados a ver a la terminación del año escolar y a los que nuestros padres tenían en gran predicamento, no dan resultado alguno, y si lo producen es en el orden del mal. Estos actos, que se visten de solemnidades ridículas, parecen ser instituidos solamente para satisfacer el amor propio enfermizo de los padres, la supina vanidad y el interés egoísta de muchos maestros y para causar sendas torturas a los niños antes del examen, y después, las consiguientes enfermedades más o menos prematuras” (La Escuela Moderna, pág. 91).
La necesidad de preservar ante todo la salud física y psíquica y el propósito de no consagrar la vanidad de los padres y el egoísta interés de los maestros, son así el fundamento inmediato de la supresión de los exámenes. Pero, en el fondo, hay otra razón aún más importante: la necesidad de excluir de la escuela cualquier forma de coacción y el propósito de no coartar la libertad del educado sometiéndolo a lo que más se parece a un tribunal de justicia. Igualmente importante es, para la Escuela Moderna, evitar la competencia malsana y, por eso no transige con las calificaciones ni con los premios. He aquí lo que escribe en el Boletín una maestra:
“Mientras estudiábamos gramática, cálculo, ciencia y latín, los maestros y nuestros padres no descansaban, como impulsados por acuerdo tácito, procurando persuadirnos de que estábamos rodeados de rivales que combatir, de superiores que admirar o de inferiores que despreciar. ¿Con qué objeto trabajamos?, se nos ocurría preguntar alguna vez, y se nos contestaba que ya obtendríamos beneficio de nuestros esfuerzos o soportaríamos las consecuencias de nuestra torpeza; y todas las excitaciones y todos los actos nos inspiraban la convicción de que si alcanzáramos el primer puesto, si lográramos ser más que los otros, nuestros padres, parientes y amigos, el profesor mismo, nos darían distinguidas muestras de preferencia. Como consecuencia lógica, nuestros esfuerzos se dirigían exclusivamente al premio, al éxito. De ese modo no se desarrollaba en nuestro ser moral más que la vanidad y el egoísmo” (La Escuela Moderna, pág. 93-94).
Tampoco pasa inadvertido para esta educadora el carácter deformante del sistema de enseñanza basado en los exámenes: sabe que con él se desarrollan unilateralmente ciertas facultades mientras otras se atrofian; sabe que el estudiante descuida, gracias a él, aspectos muy importantes de la vida.
Por otra parte, no deja de señalar las intrínsecas deficiencias del examen mismo:
“Una nota o una clasificación dada en condiciones determinadas, sería diferente si ciertas condiciones cambiaran; por ejemplo, si el jurado fuera otro, si el ánimo del juez, por cualquier circunstancia, hubiera variado. En este asunto la casualidad reina como señora absoluta, y la casualidad es ciega” (La Escuela Moderna, pág. 95).
Otro argumento, no menos valedero que el anterior, que esgrime la maestra Emilia Boivin contra los exámenes es que en ellos no se dan bases sólidas de evaluación, pues se reducen a un trabajo de algunas horas o a una conversación de algunos minutos (La Escuela Moderna, pág. 95).
Ferrer recibía con frecuencia, de parte de centros obreros y grupos republicanos, quejas de los malos tratos dispensados en los niños en las propias escuelas fundadas por dichos centros y grupos de izquierda. El mismo tuvo ocasión de presenciar en sus visitas a diferentes centros educativos cómo se seguían administrando castigos físicos a los educados.
“Esas prácticas irracionales y atávicas han de desaparecer; la Pedagogía moderna las rechaza en absoluto” (La Escuela Moderna, pág. 46).
Por eso, una de las condiciones básicas que impone a todo el que aspira a ejercer la docencia dentro de la Escuela Moderna es absoluta renuncia a todo castigo moral y material. El maestro que impone un castigo cualquiera queda allí descalificado para siempre.
La Escuela Moderna no fue más que una faceta de un prisma educacional, como dice Sol Ferrer en el libro que escribió sobre su padre. Más exactamente habría que decir que fue un núcleo en torno al cual se agruparon diversas empresas dirigidas todas a la educación libertaria. Alrededor de ella giraban, en efecto, una biblioteca, una editorial, una sala de conferencias públicas, y una serie de instituciones para-escolares. Dos de éstas, la sala de conferencias y la editorial revisten particular importancia pedagógica. La idea de ofrecer a los padres de los alumnos y al público en general, los domingos por la mañana (como sustituto de la misa y del sermón), una serie de conferencias sobre temas científicos y sociales partió de la maestra anarquista Clemencia Jacquinet, a quien Ferrer había contratado para la Escuela, trayéndola desde Egipto donde ejercía su profesión.
Al comienzo las conferencias no tuvieron mucho método por la incompetencia de quienes la dictaban, ni lograron mayor continuidad. A veces la falta de conferenciantes obligó a sustituir a disertación por una simple lectura. Sin embargo, el público que a ellas acudía era numeroso y la prensa liberal de Barcelona no dejaba de anunciarlas. En vista de ello, Ferrer se reunido con el ya mencionado doctor Martínez Vargas y con Odón de Buen, catedrático de la Universidad, para proponerles la creación, en la Escuela, de una Universidad Popular, “en la que aquella ciencia que en el establecimiento del Estado se da, o mejor dicho, se vende a la juventud privilegiada, se diera gratuita al pueblo, como una especie de restitución, ya que todo ser humano tiene derecho a saber” (La Escuela Moderna, págs. 119-120).
La idea de la “Universidad Popular” había surgido algunas décadas antes en diversos países de Europa, con el propósito de vulgarizar la cultura y de promover la educación popular. Las universidades populares se multiplicaron y se federaron pronto por países. En los primeros años de nuestro siglo fueron surgiendo así la Federation des Universités populaires de Francia, la Federazione delle Universitá popolari de Italia; la Deutschen Oestörreichisches Volkschulen de Alemania; la Central Oestörreichisches Volkschulen Verein, de Austria, etc. Aunque en ciertos casos sus promotores y directores fueron grupos vinculados a la izquierda socialista o anarquista, en general adquirieron un matiz reformista y hasta conservador. Así en 1901, el senador Pullé, presidente de la Federazione italiana, declaraba ya que las universidades populares no tendrán en sus cursos y en sus conferencias otro objetivo sino el de ser un medio “para dar mejores hábitos de espíritu”, con lo cual quería excluir evidentemente cualquier finalidad crítica o subversiva. Sin embargo, éste es precisamente el sentido que Ferrer quería dar. Para él se trata, como siempre, de difundir la luz de la ciencia y del saber racional a costa de las tinieblas de la religión y de la representación tradicional del mundo. Así, el 15 de diciembre de 1901, Ernesto Vendrell inauguró las conferencias hablando sobre Hipatía, mártir de la ciencia y de la belleza y sobre el fanatismo religioso, encarnado en el obispo Cirilo. Sabemos que uno de los temas preferidos en las conferencias dominicales eran los “sufrimientos humanos durante el curso general de la historia” (o sea, la historia de la opresión de los pueblos por las clases dominantes, del Estado y de la Iglesia). En esta “misa de la ciencia” se conmemoraba asimismo hagiográficamente el “recuerdo de los hombres eminentes en las ciencias, en las artes o en las luchas por el progreso” (La Escuela Moderna, pág. 38).
Pero además había conferencias sobre temas específicamente científicos. El doctor Martínez Vargas disertaba sobre fisiología e higiene; el doctor De Buen sobre geografía y ciencia naturales.
A partir del 5 de 1902 las conferencias dejaron de tratar sobre temas aislados y se constituyeron sistemáticamente dos cursos científicos, a cargo de estos dos catedráticos. Al inaugurarlos, el primero de ellos habló sobre higiene escolar, y el segundo sobre la utilidad del estudio de la historia natural.
Aunque es claro que esta incipiente universidad popular de la Escuela Moderna no alcanzó ni con mucho la proyección y el nivel intelectual que había logrado ya por entonces la Institución libre de enseñanza, fundada en Madrid, en 1876 por un grupo de destacados docentes, privados de sus cátedras en la Universidad Oficial por defender la libertad académica (Giner de los Ríos, Azcárate, Salmerón, etc.), ella tuvo un sentido específicamente “popular” y aun proletario (en cuanto se esforzó por atraer a los militantes sindicales y a los miembros de los centros obreros) que la Institución libre nunca alcanzó. De hecho, la universidad popular de Ferrer fue reconocida y aun imitada en el extranjero, en medios anarquistas (por Luigi Fabbri en Italia, por Sebastián Faure en Francia), tanto como atacada en su propia ciudad por los conservadores y por la prensa tradicionalista y clerical, que veía con horror aquellas sacrílegas “misas de la ciencia”. El propio Ferrer dice:
“Los eternos apaga-luces, los que fundan sobre las tinieblas de la ignorancia popular el sostenimiento de sus privilegios, sufrieron mucho al ver aquel foco de ilustración que brillaba con tanta intensidad, y no sería poca su complacencia al ver a la autoridad, puesta a su servicio, extinguirle brutalmente” (La Escuela Moderna, pág. 120).
Quizá el eco inmediato más importante de esta universidad popular, racionalista y anticlerical, de Ferrer, haya sido la que con igual o semejante espíritu creó tres o cuatro años más tarde (1905) Vicente Blasco Ibáñez en la rotonda de un casino valenciano.
Otra de las instituciones que giraban en torno a la Escuela Moderna es la Editorial. Uno de los más graves problemas con que se enfrenta Ferrer al fundar su escuela es el de la carencia de libros de texto adecuados para los fines pedagógicos que se propone.
“Todo el bagaje instructivo de la antigua pedagogía era una mezcla incoherente de ciencia y de fe, de razón y absurdo, de bien y de mal, de experiencia humana y de revelación divina, de verdad y de error; en una palabra, inadaptable en absoluto a la nueva necesidad creada por el intento de la institución de la nueva escuela” (La Escuela Moderna, pág. 99).
Puesto que la escuela desde tiempo inmemorial (es decir, desde que existe la sociedad de clases) está supeditada a los intereses de las clases dominantes y tiende (más que a comunicar el saber de las generaciones anteriores a las nuevas) a imponer las pautas que convienen al Estado y a los sectores superiores de la sociedad, resulta claro que nada de lo que estaba escrito con esta finalidad se podría aprovechar en la Escuela Moderna. Ni siquiera servían los textos utilizados por el Estado democrático en sus escuelas laicas, porque en ellos “Dios es remplazados por el Estado, la virtud cristiana por el deber cívico, la religión por el patriotismo, la sumisión por la obediencia al rey, al autócrata y al clero por el acatamiento al funcionario, al propietario y al patrón”. Se desvanecía así para Ferrer, la esperanza de utilizar, traduciéndolos y adaptándolos, los manuales usados en las escuelas de la Tercera República Francesa.
Se Veía, por consiguiente, en la necesidad de editar sus propios libros de Texto; y de esta manera, surgió la Editorial de la Escuela Moderna.
La primera obra que publicó, poco después de indurados los cursos, fue La aventuras de Nono, del anarquista francés Juan Grave, la cual, según palabras del propio Ferrer, es una “especie de poema en que se parangona con graciosa ingenuidad y verdad dramática una fase de las delicias futuras con la triste realidad de la sociedad presente, las dulzuras del país de Autonomía con los horrores del reino de Argirocracia” (La Escuela Moderna, pág. 101).
Esta obra tuvo mucho éxito entre los alumnos de la Escuela Moderna, ya que el mismo Ferrer nos dice:
“Su lectura encantaba a los niños, y la profundidad de sus pensamientos sugería a los profesores múltiples y oportunísimos comentarios. Los niños en sus recreos reproducían las escenas de Autonomía, y los adultos, en sus afanes y sufrimientos, veían reflejada su causa en la constitución de aquella Argirocracia donde imperaba Monadio” (La Escuela Moderna, pág. 101).
La obra había sido traducida por el viejo anarquista Anselmo Lorenzo, y de ella se sacaron 10.000. Los dos libros editados a continuación tenían un abierto contenido antinacionalista y antimilitarista, así como el primero era, sobre todo, anticapitalista y antiestatal. Se titulabanCuadernos manuscritos y patriotismo y colonización. Aunque no escritos expresamente para la Editorial de la Escuela Moderna, había sido traducidos para ella, y no dejaron también de tener gran influencia entre los educados.
Otras obras publicadas por la Editorial fueron el Resumen de la Historia de España de Estévanez, el Compendio de Historia Universal, de Clemencia Jacquinet; la Historia Natural, de Odón de Buen; La evolución superorgánica, de Lluris; La subsistencia universal, de Bloch y Parafal-javat, y El origen del cristianismo, de Lalvert, obra que había adaptado el escritor anarquista Malato, donde, según palabras del propio Ferrer, “los mitos, los dogmas y las ceremonias se presentan en su sencillez primitiva, unas veces como símbolo exotérico que oculta una verdad para el iniciado y deja al ignorante una conseja, y otras como una adaptación de creencias anteriores impuestas por la torpe rutina y conservada por la malicia utilitaria” (La Escuela Moderna, pág. 117).
Ferrer tenía prevista la publicación de La gran revolución, obra historiográfica en la que Kropotkin da su propia interpretación libertaria de la revolución francesa. El libro había sido traducido también por Anselmo Lorenzo, pero no se llegó a publicar en la Editorial.
Esta sacó a luz, en cambio, una serie de manuales de lectura, de historia, de gramática, de ciencias naturales, etc. que se vendían a precios muy populares.
Entre los libros editados, que no eran propiamente textos de estudio, sino más bien trabajos destinados a desarrollar al sentido crítico y a llenar las lagunas del saber científico del alumno y del público proletario en general, se cuentan también León Martín de Malato, El niño de M.Petit y Preludios a la lucha de Pi y Arsuaga, el hijo de Pi y Margall (Sol Ferrer, op. cit., pág. 117).
En general, todos los libros publicados estaban muy bien impresos e iban acompañados de numerosos grabados y láminas.
El éxito obtenido fue muy grande; los libros tenían una gran demanda, y antes de 1909 algunos títulos alcanzaban ya su cuarta edición. Centros republicanos, bibliotecas populares, sindicatos y sociedades de resistencia, escuelas laicas, se aprovecharon de ellos. Su fama y difusión trascendió las fronteras de España hacia diversos países de lengua castellana. En filipinas varios de estos libros fueron adoptados como textos en las escuelas y aun en los seminarios clericales de la Iglesia aglipayana, desprendida de la Iglesia católica pocos años antes y fuertemente opuesta a la jerarquía hispánica y al predominio del clero peninsular. Su fundador, el obispo Gregorio Aglipay, que en 1903 encabezaba a una veintena de obispos y a 249 sacerdotes indígenas, llegó inclusive a escribir una carta a Ferrer para felicitarlo por su labor editorial (B. Delgado, op. cit., pág. 54). En el Boletín núm. 61, del 1 de Junio de 1909 se reproduce la carta de felicitación del Episcopado Independiente de Filipinas, dirigida desde Manila a Ferrer, y firmada por el obispo Isidoro C. Pérez, secretario general, y por el propio Gregorio Aglipay, obispo supremo (Sol Ferrer, op. cit., págs. 124-125), así como las observaciones críticas del propio Ferrer sobre dicha carta (Ibíd., páginas 125-128).
Los libros de la Escuela Moderna alcanzaron también algún éxito en ciertos países hispanoamericanos, como Argentina y Uruguay, aunque, desde luego, no en la escuela oficial.
La calidad didáctica de algunos de estos textos parece inmejorable. No se puede negar, sin embargo, que, muy en consonancia con el carácter activamente revolucionario de la Escuela, que, pese a las declaraciones de su fundador, no se abstiene de la crítica directa a la sociedad burguesa y a sus instituciones ni del adoctrinamiento socialista y libertario, casi todos ellos están impregnados de ideología anticapitalista, antimilitarista, anticlerical y, en general, anarquista, hasta el punto de parecer muchas veces panfletos propagandísticos. Esto no sucede sin desmedro de la eficacia pedagógica de los mismos. ¿Qué pensar, por ejemplo, de un libro de aritmética elemental en el cual los problemas planteados llevan inevitablemente referencias a la explotación capitalista, a la miseria obrera, a la plus valía, etc?
Ya antes, en la única obra de texto escrita por el propio Ferrer, el Tratado de español práctico, editado en París, en 1895, por Garnier, se advierte esta tendencia. Un autor tan favorable, en general, a Ferrer, como es Dommanget, reprocha, en efecto, ha dicho manual (fruto de la experiencia pedagógica de Ferrer como profesor de lengua española en Francia) no sólo cierta falta de seriedad en las lecturas (como, por ejemplo, cuando insiste sobre “la bella Otero”), sino también su continuo proselitismo (cfr. Sol Ferrer, op. cit., páginas 61-63). Concluye, sin embargo, diciendo, con plena razón, según parece, que aunque esto no se puede llamar sana pedagogía, resulta por lo demás enteramente lógico en un revolucionario como Ferrer (op. cit., pág. 388).
Para éste, en efecto, el modo con que hasta ahora ha sido enseñada, por ejemplo, la aritmética “es uno de los más poderosos medios de inculcar a los niños las falsas ideas del sistema capitalista, que tan pesadamente gravita sobre la sociedad actual”. ¿Podría haber hecho otra cosa —de acuerdo con sus propios ideales pedagógicos— que exigir un texto en el cual no se trate: “de dinero, de ahorro y de ganancia”, sino más bien del trabajo humano, y en el cual “la aritmética resulte lo que debe ser en realidad: la ciencia de la economía social, tomando la palabra economía en su sentido etimológico de buena distribución”? (La Escuela Moderna, pág. 105).
En la empresa editorial de la Escuela Moderna colaboraron con Ferrer, además de la maestra Jacquinet, el conocido militante Anselmo Lorenzo, Portet, Morral, Colominas, Maseras, Cristóbal Litrán y otros.
La tercera de las instituciones pedagógicas satélites de la Escuela Moderna es el Boletín, órgano periodístico de la misma.
El propio Ferrer explica así su origen y la función que le asignó:
“La prensa política o la de información, lo mismo cuando nos favorecía que cuando empezó a señalar esta institución como peligrosa, no solía mantenerse en la recta imparcialidad, llevando las alabanzas por la vía de la exageración o de la falsa interpretación, o revistiendo las censuras con los caracteres de la calumnia. Contra estos daños no había más remedio que la sinceridad y la claridad de nuestras propias manifestaciones, ya que dejarlos sin rectificación era una causa perenne de desprestigio, y el Boletín de la Escuela Moderna llenó cumplidamente su misión”. (La Escuela Moderna, pág. 161).
No se trataba, como se ve, de una revista pedagógica de carácter técnico o científico, cual había de serlo La escuela renovada, que, inspirada y dirigida por Ferrer, se publicará en Bruselas (desde el 15 de abril al 15 de noviembre de 1908) y luego, a partir de enero de 1909, en parís. Constituía más bien un órgano de divulgación, de intercambio de ideas y experiencias y de propaganda educativa. Sus destinatarios eran tanto lo niños como los maestros, los padres y el público en general. Tenía, sin embargo, un claro tono polémico, al enfrentarse a los planteos de la escuela tradicional y, en general, de la sociedad burguesa.
En total se publicaron 62 números entre 1901 y 1907. Salía mensualmente. Al principio y hasta 1906 tenía sólo 16 páginas; desde 1906 se extendió en 24 (cfr. Dommanget, op. cit., pág. 402). Tuvo además una segunda época que fue desde mayo de 1908 a julio de 1909.
En el Boletín se daban a conocer los programas de la Escuela, se publicaban noticias y estadísticas relativas a su actividad, estudios de los maestros sobre temas de pedagogía, traducciones de artículos importantes aparecidos en revistas del exterior, crónicas e informes sobre la actualidad educacional en el mundo, resúmenes de las conferencias dominicales, avisos y llamados a concurso, etc. Pero la sección más original del mismo era la dedicada a los trabajos de los alumnos. En ella, como dice Ferrer, niños y niñas, “en el choque con la realidad de la vida que les ofrecían las explicaciones de los profesores y las lecturas, consignaban sus impresiones en sencillas notas”, las cuales, “si a veces eran juicios simplistas e incompletos, muchas más resultaban de incontrastable lógica” (La Escuela Moderna, pág. 162).
De esta manera, Ferrer viene a ser también uno de los “pioneros” del periodismo escolar.
He aquí cómo caracteriza Sol Ferrer (op. cit., págs. 72-73) el contenido del Boletín: “En los boletines del primer período aparece la preocupación del fundador de la escuela por adaptarse, en el orden material e intelectual, a las nuevas exigencias del progreso científico... Ellos resumen las actividades de la escuela, sus progresos, ilustrados por estadísticas, las mejoras introducidas, las conferencias, generalmente dominicales para padres, adultos y alumnos, las reseñas de las excursiones, los textos de composiciones de los alumnos que subrayan bien el espíritu de la escuela, y, en fin, la correspondencia de los alumnos de la “Escuela Moderna” con otros alumnos de centros semejantes. La educación racionalista es allí evidentemente la preocupación mayor. El número de 30 de septiembre de 1904, por ejemplo, relata que se han ofrecido seis conferencias, dadas por universitarios, sobre los temas de la evolución, el origen de los mundos, la formación de la tierra, el origen de la vida, las etapas de la evolución animal. Todo eso demuestra el gran interés de la Escuela en los programas fundamentales a los que se dedica la ciencia, sin pretender haberlos resuelto todos. En el mismo boletín se encuentran también composiciones de los niños que dan la orientación exacta de la educación que reciben esos niños, llamados a formarse una opinión sobre las cuestiones tradicionales ofrecidas a sus reflexiones, a fin de ensanchar su horizonte sobre todos los problemas humanos y más particularmente sobre las cuestiones sociales... Las cuestiones sociales están, pues, al orden del día en el Boletín de la Escuela Moderna. Así lo demuestra igualmente un artículo titulado La enseñanza y los obreros. El autor del artículo (Boletín del 28 de febrero de 1905) se levanta contra el hecho de que algunos obreros envíen sus hijos a instituciones cuya enseñanza desaprueban, porque tales escuelas son gratuitas o caso. En la Escuela Moderna los niños pobres eran admitidos con una ligera contribución o aun gratuitamente. Los pudientes pagaban en proporción a sus medios. Los obreros deben comprender que aun si les fuera necesario imponerse privaciones para poder vivir, no deben ahorrar sobre la parte concedida a la instrucción... En el boletín de la misma fecha, 28 de febrero de 1905, Ferrer responde públicamente al presidente de la Comisión en pro de la abolición de las corridas de toros. Su posición a esta fiesta bárbara es, ciertamente, decidida: “Pero —dice— es más bárbaro y más salvaje aún admitir y defender un régimen basado en la explotación del hombre por el hombre, que hace tan poco caso de la vida humana”. La diversidad de las tomas de posición de Ferrer a través de estos boletines de la primera época muestra la originalidad de su pensamiento. Lo esencial para él es liberar al individuo de toda opresión”.
El 31 de mayo de 1906, Mateo Morral, hijo de un industrial de Sabadell y colaborador de la editorial de la Escuela Moderna, que unos días antes ha viajado desde Barcelona a Madrid, arroja una bomba en la calle Mayor contra el rey Alfonso XIII y su flamante esposa, Victoria deBattenberg. El atentado deja un saldo de veintiséis muertos y ciento siete heridos. Morral logra huir y se esconde durante algunos días en casa de amigos republicanos (no anarquistas), hasta que, descubierto por la policía, se suicida.
El hecho de que Morral hubiera trabajado hasta algunas semanas antes en la institución fundada por Ferrer fue motivo suficiente para que en seguida se sospechara de éste y se le inculpara. El 4 de junio es detenido y se le procesa como cómplice e incitador del atentado (cfr.Lapouge-Bécarud, op. cit., pág. 64). Ya antes, en dos ocasiones, la policía lo había querido implicar en intentos de asesinatos políticos. “Ahora trataba de demostrar, como dice Joan Connelly Ullman, que Ferrer había proyectado el atentado de la calle Mayor en unión de Nicolás Estévanez, conspirador sempiterno y especialista en explosivos, que había llegado de París varios días antes de que Morral saliera de Barcelona” (op. cit., página 172).
En medios izquierdistas y republicanos se comenzó a difundir el rumor de que Morral había obrado en realidad movido por una decepción amorosa, al verse rechazado por Soledad Villafranca, maestra de la Escuela Moderna que estaba unida a Ferrer desde fines del año anterior, sin que, al parecer, el propio Morral lo supiera. Se dijo más: que Ferrer se había aprovechado de esta pasión para impulsarlo a la acción terrorista.
Sin embargo, no existe de ello la menor prueba y, en principio, la intervención de Ferrer parece muy poco verosímil. Todo nos conduce a pensar que por entonces el maestro catalán estaba dedicado por entero a su obra educativa y que no cifraba ya casi ninguna esperanza en la política o en el terrorismo. Por otra parte, el médico anarquista Vallina, que conoció de cerca a Morral y murió hace pocos años en su exilio mexicano, sostenía, según dice Santillán, que, aunque enamorado de Soledad, aquél no obró sino con el propósito de provocar el estallido de la revolución.
En realidad, puede decirse, pues, que Ferrer fue tan ajeno al intentado magnicidio como el mismo movimiento obrero y anarquista. Aunque lo retuvieron durante más de un año en la cárcel, los jueces no pudieron encontrar prueba alguna contra él y, finalmente, el 12 de junio de 1907, muy a pesar suyo, se vieron obligados a dejarlo en libertad.
Factor importante en esta decisión judicial fue, sin duda, la campaña llevada a cabo en el exterior por anarquistas, socialistas, republicanos, anticlericales, liberales y masones. El mundialmente célebre antropólogo y criminólogo italiano Lombroso consideraba por entonces a Ferrer como “il nuovo martire del libero pensiero e della libertá’umana” en la España inquisitorial (Connelly Ullman, op. cit., pág. 171). Dentro de España, en cambio, casi nadie defendió a Ferrer, excepto Lerroux y algunos periódicos republicanos, como España Nueva, de Rodrigo Soriano, en Madrid. La mayoría de los republicanos parece haberse desentendido, por la negativa de Ferrer a colaborar con ellos; los anarquistas, porque ponían en duda la moralidad de su vida privada y de sus móviles; los masones, porque no deseaban verse mezclados para nada con el terrorismo y el asesinato político. El gran maestre Miguel Morayta llegó inclusive a escribir a las logias italianas para disuadirlas de una campaña de apoyo a Ferrer (Connelly Ullman, op. cit., pág. 172).
De todas maneras, al ser liberado se le siguió sometiendo a una estrecha vigilancia policial y se le hizo objeto de diversas presiones morales. Por eso, apenas diez días después de su encarcelamiento, cruzó la frontera, decidido a poner fin al acoso policíaco y, al mismo tiempo, a explicar a la opinión pública europea las verdaderas razones de su encarcelamiento y proceso.
Demás está decir que la Escuela Moderna y sus filiales fueron clausuradas. Pero Ferrer no da muestras de ceder en su fervor pedagógico y se convierte en propagandista de la educación racional y libertaria a través de varios países europeos, pero especialmente en Bélgica y Francia.
Después de descansar un mes en Amelie-les-Bains, junto con su familia y con su amigo Anselmo Lorenzo (período durante el cual concluye su libro La Escuela Moderna, que se publicará después de su muerte), llega a París, donde lo aguardan Malato y otros muchos amigos y simpatizantes. En Bruselas, la acogida es aún más entusiasta que en París. Allí lo espera, entre otros, su viejo amigo M. Christiaens. En Londres se encuentra con el profesor de matemáticas cubano Tarrida de Mármol, con Rodolfo Rocker, sindicalista libertario alemán, con W.Heaford, secretario de la liga de librepensadores ingleses y con el príncipe P. Kropotkin, uno de los pensadores anarquistas que más influyeron en sus concepciones políticas y sociales (Sol Ferrer, op. cit., págs. 109-110).
El 15 de abril de 1908 empieza a publicar en Bruselas, como ya se dijo, la revista pedagógica L’Ecole Renovée, que traslada a París en enero de año siguiente. Paralelamente organiza la Liga Internacional para la Educación Racional de los Niños, en cuyo consejo directivo figura, como presidente de honor, Anatole France. Por otra parte, reinicia sus actividades masónicas, y lo hace en abierta oposición a las tendencias predominantes en las logias españolas. Convencido de que éstas se han vuelto conservadoras y han perdido la beligerancia social que en otro tiempo las había caracterizado, funda, con un grupo de militantes de la izquierda republicana, una logia garibaldina a la que llama Los siete amigos (Connelly Ullman, op. cit., pág. 175).
Mientras tanto, en Barcelona, aunque la Escuela no ha podido reabrir sus puertas, la actividad editorial continúa, y se comienzan a publicar nuevos textos, traducidos, la mayoría de ellos, del francés. En esta tarea sigue contando Ferrer con la valiosa colaboración del rector de la Universidad, doctor Rodríguez Méndez. Se halla precisamente aquél en Londres, ocupado en obtener la autorización para traducir algunos libros ingleses, cuando, al enterarse de la enfermedad de una sobrina, decide volver en seguida a Barcelona.
He aquí cómo relata Sol Ferrer (op. cit., págs. 128-131) la vuelta de su padre a la ciudad condal y las circunstancias que la rodearon: “La primavera del año 1909 ve a Ferrer llegar a Londres, donde piensa concederse vacaciones. Todo va bien para él. La “Liga” extiende su influencia; la Revista marcha (900 suscriptores desde abril). Londres es una de sus ciudades preferidas. Se ha instalado, según su costumbre, en la calle Montagne, 10, en una “confortable casa de huéspedes”, cerca del Museo Británico. Fuera de sus visitas a la National Gallery y a la British Library, pasa el tiempo en interminables y apasionadas conversaciones con Kropotkin y William Heaford... Sus amigos de Londres lo ayudan eficazmente en sus búsquedas bibliográficas y le procuran los libros que creen que pueden interesarle... Ha elegido ya seis libros cuando recibe un alarmante telegrama de su hermano José, anunciándole que su mujer y su hija están gravemente enfermas. Le ruega acudir lo antes posible en su ayuda. Ferrer no duda cuando se trata de su familia. Soledad y él se encuentran al día siguiente en París. Tiene una cita con Charles Albert en el Café de París. Se trata de “L’Ecole Renovée». Algunas llamadas telefónicas. Llegan al Mas Germinal el 14 de junio... María está fuera de peligro. Pero en la niñita se ha declarado la fiebre tifoidea. Consultas, inquietud, visita de un gran especialista. La pequeña muere el 19 de junio. Ferrer se ve profundamente afectado por ello. Evoca la Luz, su hija bien amada, que ha desaparecido a la misma edad. A pesar de su dolor, trabaja bajo el nogal, escribe cartas, copia notas, estudia “seis deliciosos libritos ingleses” (según escribe a W.Heaford), especialmente Children’s Magic Garden y Magic Garden’s Childhood, de Alice Chesterton. Piensa publicarlos. Según su costumbre, los anota, señalando los pasajes para desarrollar y los que será preciso suprimir por su carácter demasiado inglés. Tiene sobre su mesa una traducción inconclusa de El Cuervo, de Edgar Poe, y El dinamismo atómico. La editorial lo ocupa mucho: cada día va a la ciudad para acabar los asuntos en curso, antes de volver a Inglaterra. Durante sus desplazamientos advierte que es seguido, pero esto lo divierte más que lo molesta. Un artículo de Renato Ruggiera en Freedom, relatando su visita-entrevista al Mas Germinal, nos pinta la vida que allí se lleva después del reciente duelo: Ferrer, que espera al visitante en la pequeña estación de Mongat, le declara su intención de retornar pronto a Londres y le confía otro libro inglés para hojear: The Children’s book of Moral lessons. Ferrer, con gravedad, habla de educación, expone sus esfuerzos para resucitar la Escuela Moderna. Al volver a llevar a su huésped a la estación, le muestra a lo lejos, la siniestra silueta de Montjuich... “Quisiera borrarlo de horizonte”, dice. Le señala también a un individuo: “Mi vigilante. Un policía dedicado a mi persona. En todas partes se me hace este honor”.
Sol Ferrer no cree, como muchos defensores de su padre, que éste ignorara por entonces los acontecimientos que se están preparando, aunque está convencida plenamente de que nada tuvo que ver con la insurrección popular y con los hechos de la Semana Trágica.
Cuando España intenta tomar posesión de Rif, desértica región que le ha correspondido en el reparto de Marruecos hecho por el tratado de Algeciras, debe enfrentar la feroz oposición de los indígenas. El 9 de julio de 1909 atacan éstos a un grupo de trabajadores españoles del ferrocarril de Menilla. El Gobierno de Maura decreta la movilización de la Brigada Mixta de Cataluña. El día 14 parte de Barcelona el batallón de Cazadores y el 18 debe hacerlo el de Reus, integrado totalmente por catalanes. La reacción popular y obrera no tarda en hacerse sentir. El 20, anarquistas y socialistas deciden en Tarrasa la huelga general. El 23, el Gobierno prohíbe una reunión conjunta que iba a realizarse en el local de Solidaridad Obrera. A socialistas y anarquistas se unen los republicanos radicales de Lerroux, furiosamente anticlericales. El 26 estalla la huelga. En la madrugada del 27 se inicia, en Pueblo Nuevo, la quema de iglesias (Antonio Padilla, El movimiento anarquista español, Barcelona, 1976, págs. 178-179). La insurrección popular se generaliza. Se levantan barricadas. En general, sin embargo, el movimiento no alcanza un carácter verdaderamente revolucionario: no hay intentos de asumir el control de la economía y ni siquiera se trata de expropiar a comerciantes e industriales o de asaltar los bancos. El blanco de todas las iras populares parece ser el clero, a quien se considera el gran responsable ideológico de la guerra colonial y de la opresión de clases.
Según los datos oficiales proporcionados inmediatamente después de los hechos por el obispado de Barcelona, se quemaron doce iglesias y cuarenta conventos y colegios religiosos, aunque primero estimó sólo una treintena el número de éstos (Connelly Ullman, op. cit., pág. 510). En el transcurso de la insurrección murieron de cuatro a ocho agentes oficiales, entre militares y policías, y hubo entre ellos cuento veinticuatro heridos. En cambio, entre los rebeldes murieron nada menos que ciento cuarenta personas (noventa y ocho hombres y seis mujeres) y el número de heridos atendidos en los dispensarios públicos fue de doscientos noventa y seis, lo cual hace suponer que en realidad fueron muchos más (Connelly Ullman, op. cit., págs. 512-513).
Hay que hacer notar que en todos estos acontecimientos no hubo ninguna dirección ni planificación y que las acciones se produjeron por espontánea iniciativa popular, según el más puro estilo bakuninista. A pesar de esto o, quizá precisamente por esto, no se cometieron demasiados excesos ni se contaron muchas víctimas. De los pocos muertos que hubo entre el clero, algunos lo fueron de una forma casual y preterintencional, otros porque ofrecieron resistencia armada o pretendieron poner a salvo no los símbolos sagrados, sino los sagradas caudales del convento.
Antonio Fabra Ribas, socialista, testigo presencial de los hechos y uno de los promotores (un poco a pesar suyo) de la huelga general, nos dice: “Se respetaron siempre y en todos los sitios las personas y, si bien fueron desenterradas varias momias de algunos conventos, nadie puede sostener honradamente que hubo propósito de profanarlas. Lo que ocurrió es que, atendiendo a una leyenda popular muy extendida en Cataluña, se creyó que se trataba de personas que habían sido martirizadas y enterradas clandestinamente” (La semana trágica, Madrid, 1975, pág. 31).
Carecen, pues, de fundamento las versiones, recogidas por muchos historiadores, sobre la profanación de cadáveres “de monjas jerónimas y dominicas” (cfr. P. Aguado Bleye, Manual de Historia de España, III, pág. 845).
Cuando todo acabó y “manu militari” el Gobierno de Madrid impuso paz, aquella semana de rebelión y violencia popular comenzó a llamarse “la semana trágica” y, naturalmente, los triunfadores (el Gobierno, los militares, la burguesía, el clero) se creyeron en la obligación de “hacer un escarmiento”. Como no se puede encarcelar o ejecutar a un pueblo entero, era preciso encontrar un chivo expiatorio. ¿Y quién mejor que aquel extraño hombrecillo, fundador de una escuela donde se enseñaba todo lo contrario de lo que la sociedad burguesa consagraba, de lo que el Estado aprobaba, de lo que la Iglesia bendecía? ¿Quién mejor que aquel masón, amigo de republicanos radicales y casi identificado después con los anarquistas, que ya en 1906 había sido procesado como presunto cómplice e instigador del magnicida Morral?
Ferrer, que sabedor de las intenciones del Gobierno, había permanecido oculto durante algunas semanas en una casa de campo, mientras sus amigos hacían correr la voz de que había escapado a Londres (L’Humanité, de París, llegó a publicar una entrevista con él), fue finalmente detenido el 1 de septiembre por el Somatén de Alella (Ricardo Fernández de la Reguera y Susana March, op. cit., pág. 104).
El juicio fue un verdadero pre-juicio. Ferrer estaba condenado de antemano. Prevaleció el “odium theologicum” sobre el más elemental sentido jurídico. Se atropellaron todas las normas procesales. El defensor de oficio, un oficial del ejército (que se desempeñó, por cierto, con gran honradez y coraje) no tuvo acceso al expediente (ocho tomos de setecientas páginas) sino un día antes de la primera audiencia (Lapouge-Bécarud, op. cit., pág. 69). Por otra parte, muchos de sus amigos y presuntos correligionarios lo abandonaron. La Esquerra catalana no movió un dedo por él; los radicales lerrouxistas no sólo no lo defendieron, sino que, habiendo sido ellos los principales promotores de la quema de conventos, se apresuraron a echar la culpa sobre Ferrer. Anarquistas y socialistas bien poco podían hacer. La derecha, por supuesto, lo acusó unánimemente. “Los periódicos adictos a Maura y mucha prensa derechista fomentaron la campaña. Las autoridades conservadoras atizaban la hoguera. El señor Ugarte, fiscal del Supremo, hizo unas declaraciones a La Época y El Liberal, señalando a Ferrer como “director del movimiento”. Políticos de nota, como el general Luque, no se recataban en decir que consideraban a Ferrer el principal responsable de la sedición” (Fernández de la Reguera-March, op. cit., página 103).
El 9 de octubre, el consejo de guerra reunido para juzgar a Ferrer dio su veredicto, declarándolo culpable y condenándolo a muerte “en concepto de autor y como jefe de la rebelión”. La sentencia fue inmediatamente comunicada al Gobierno central. Algunos políticos liberales, como Moret, aconsejaron entonces a Maura que concediera a Ferrer un indulto. Parece que inclusive el Vaticano estaba dispuesto a pedirlo, siempre que de antemano se le asegurara que el pedido no sería rechazado. El Gobierno hizo oídos sordos. No hubo indulto ni conmutación de pena. El día 13 de octubre, Ferrer era fusilado en el castillo de Montjuich (Connelly Ullman, op. cit., pág. 528). En sus últimos momentos demostró gran firmeza y consecuencia. Se negó a recibir los sacramentos y rechazó todo auxilio eclesiástico. Pasó la noche escribiendo cartas. Y marchó al patíbulo con firme paso y rostro sereno. Sus últimas palabras fueron: ¡Viva la Escuela Moderna!
El fusilamiento de Ferrer provocó una oleada de indignación y protesta en todo el mundo. Se declararon huelgas, se asaltaron embajadas y consulados españoles, se publicaron millares de artículos periodísticos y de folletos ensalzando la figura del maestro catalán y condenado la brutal represión del Gobierno de Madrid. Hubo manifestaciones en París, Roma, Nápoles, Turín, Bolonia, Oporto, Coimbra, Lisboa, Valence, Niza, Narbona, Trieste, Orán, Lieja, Lyon, Bruselas, Marsella, Génova, Venecia, Londres, Buenos Aires, Berlín, etc. Las más conocidas figuras europeas de las letras, del pensamiento, de la política, enviaron indignadas protestas a las autoridades españolas por aquel asesinato legal. Maeterlinck y Anatole France, Jean Jaurès y Clemenceau, Kropotkin y Malato, Hauptmann y Sudermann sumaron sus voces a las del pueblo europeo (Fernández de la Reguera-March, op. cit., pág. 104; Lapouge-Bécarud, op. cit., pág. 70). Y, como recuerda Rudolf Rocker, se hicieron millones de copias del retrato de Ferrer, se fundaron numerosas asociaciones para estudiar y difundir sus ideas pedagógicas; Bruselas le erigió una estatua (que los alemanes derribaron al invadir Bélgica, durante la primera guerra mundial, pero que, después de la guerra, fue reinstalada). Cincuenta y nueve municipios de Francia impusieron su nombre a plazas y calles (op. cit., págs. 541-542).
Todo esto no puede explicarse simplemente como una conjuración de la masonería, según cree Antonio Ballesteros (Historia de España y su influencia en la Historia universal, vol. XII, tomo IX, pág. 103, Barcelona, 1963), ni como consecuencia de un mito forjado para desprestigiar a la España monárquica y tradicionalista, según sostiene el reaccionario historiador Pío Zabala Lera (Historia de España y de la civilización española. Edad Contemporánea, V, pág. 360, Barcelona, 1930).
Para los historiadores quedó abierta una cuestión: ¿Fue Ferrer culpable de los delitos por los cuales se le condenó y ejecutó?
Antes de cualquier otra consideración se debe decir a este respecto, con Connelly Ullman, que “ninguna explosión popular de la magnitud e intensidad de la Semana Trágica es obra de un solo hombre” (op. cit., pág. 529).
Si se trata de averiguar, sin embargo, el papel que Ferrer desempeñó en la rebelión popular y en los ataques a iglesias y conventos, habrá que comenzar diciendo que, cuando la huelga se planteó, aquél no estaba en Barcelona. Y aunque apareció allí pocos días después, su presencia en la ciudad o en sus alrededores nada tenía que ver con el conflicto popular sino con razones estrictamente familiares y privadas.
En segundo lugar, habrá que tener en cuenta que tanto por razones psicológicas como socio-políticas no era él la persona indicada para encabezar ni siquiera para promover o alentar un movimiento de esa índole. Ferrer era un hombre más bien tímido, de carácter reservado y hasta huraño, con pocos amigos, sin cualidades de líder y sin grandes vinculaciones políticas. Con los lerrouxistas ya no se llevaba bien por haberse negado a cooperar con ellos en el plano electoral; con la Esquerra no tenía nada que ver por su posición anticatalanista; con los socialistas apenas si mantenía relación alguna; los anarquistas, aunque coincidía ideológicamente con ellos, lo miraban con desconfianza por su condición de hombre acaudalado y de hábitos más o menos burgueses. ¿A quién podía haber movido, pues, a la revuelta? ¿Qué fuerzas podía haber encabezado?
En tercer lugar, aunque docenas de personas vieron a Ferrer en Barcelona el día 26, sólo una dijo haberlo visto el 27, cuando se inició el asalto y quema de las iglesias. “Fueron interrogados los miles de detenidos —lerrouxistas en su mayoría, enemigos probados de Ferrer y sus principales testigos de cargo en el proceso—, pero ninguno pudo confirmar su presencia en Barcelona el día 27” (Fernández de la Reguera-March, op. cit., pág. 100). Ferrer se hallaba ese día en su “mas” de Tiana, a cuatro horas de marcha de la ciudad. Por la mañana se le vio en una barbería de Masnou. El único testigo que dijo haberlo visto en las Ramblas, por la noche, sufrió al parecer una confusión, ya que Ferrer, que habitualmente usaba barba y bigote, se había rasurado por entonces completamente. Diego Abad de Santillán nos ha comunicado su opinión de que se le confundió con el conocido anarquista Miranda, el cual usaba indumentaria parecida y sombrero de pajilla como Ferrer.
En cuarto lugar, es importante tener en cuenta que nadie durante la Semana Trágica nombró para nada a Ferrer. No lo mencionaron en absoluto quienes escribieron crónicas o comentarios de los hechos inmediatamente después de ocurridos. Ninguno de los sacerdotes o de las religiosas que prestaron testimonio a propósito de la quema y saqueo de iglesias o conventos aludió a él (Fernández de la Reguera-March, op. cit., pág. 100). Se puede argüir, naturalmente, que aun cuando no haya tenido una intervención directa como líder de la multitud incendiaria, fue indirectamente responsable de aquella violencia, por la educación anticlerical impartida en las aulas de la Escuela Moderna. Pero ni aun esta responsabilidad moral —que de ninguna manera sería suficiente para fundamentar una condena— parece que se le puede atribuir. En efecto, los egresados de la Escuela Moderna ascenderían por entonces a unos pocos centenares. Ninguno de los frailes o monjas o demás testigos presenciales reconoció entre los incendiarios a uno solo de ellos. Reconocieron, en cambio (y se lamentaron amargamente de ello) a muchos de sus propios ex alumnos. ¿Quién ignora que Voltaire fue educado por los jesuitas?
Ferrer fue víctima elegida y arquetípica del odio teológico, del odio de las clases dominantes, de los partidos conservadores, del Estado. Más aún, fue víctima del miedo ancestral a lo nuevo, al cambio, a la revolución.
Luis Simarro, en su libro El proceso de Ferrer y la opinión europea (1910), sostenía ya, a un año de los hechos, que el Gobierno conservador de Maura le había hecho cargar deliberadamente con toda la responsabilidad de la rebelión para deshacerse de él (cosa que no había logrado en el proceso de 1906-1907), y que había obrado movido e instigado por grupos católicos y ultramontanos, como el Comité de Defensa Social (Connelly Ullman, op. cit., pág. 542).
Fabra Ribas, que como socialista y enemigo del anarquismo, no sentía gran simpatía por Ferrer, escribe: “Francisco Ferrer no intervino —ni pudo intervenir— en el movimiento. Bien es verdad que se sospechaba —con fundamento o sin él, que esto no importa para el caso— que había participado anteriormente en la organización de algunos actos terroristas, pero nadie, absolutamente nadie, podía haber probado su injerencia en los sucesos de la Semana Trágica, ni antes ni durante ni después de aquellos sucesos. Ahora bien, Ferrer, a juicio de los gobernantes de la neutralidad de un Maura —a quien importaba siempre más parecer que ser— era una excelente presa para hacerle quedar bien a su manera, esto es, para demostrar que había detenido nada menos que al jefe principal de la subversión, lo cual le permitía además hacer caer sobre el mismo todo el peso de la ley —de su ley— y deshacerse, al mismo tiempo, de un hombre que consideraba peligroso. Y esto, que constituye una execrable monstruosidad para todo individuo normal, quería imponerse porque sí, porque así le convenía a Maura, a la opinión de España y del mundo civilizado” (op. cit., pág. 65).
Sólo autores tan parciales y tan manifiestamente ultrareaccionarios como Manuel Ferrandis y Caetano Beirao, pueden afirmar, pues, que a Ferrer se le condenó “una vez probada su intervención y dirección en los sucesos de la Semana Trágica” (Historia contemporánea de España y Portugal, Barcelona, 1966, pág. 414).
En definitiva, sigue siendo válido el juicio de Anatole France en su carta a M. Naquet: “Todo el mundo lo sabe: el crimen de Ferrer consiste en haber fundado escuelas” (escuelas anarquistas, sin duda, escuelas donde se cuestionaba al capitalismo, a la Iglesia y al Estado).
Un juicio sobre la persona y la obra de Ferrer exige que se distingan varios planos y aspectos.
Ferrer fue un hombre valiente y sincero, que dedicó su vida, sus esfuerzos y su dinero a una obra pedagógica que consideraba no sólo como auténticamente revolucionaria en sí misma, sino también como el único camino que en la práctica podía conducir a un cambio radical de la sociedad.
De su constancia, de su energía, de su coraje para enfrentar los numerosos obstáculos que se le oponían hay pruebas más que suficientes.
Sus dotes de organizador y de administrador se revelaron no sólo en el expedito funcionamiento de la escuela, sino también en la creación de la universidad popular, de la editorial, etc. Aplicadas a otros objetivos aquellas dotes hubieran hecho de él, sin duda, un gran empresario industrial o un poderoso comerciante.
Su vida privada y sus relaciones familiares lo distancian ciertamente de las normas puritanas que regían la conducta de los militantes anarquistas y socialistas de la época. No fue, sin embargo, un Don Juan, por la sencilla razón de que a ningún hombre que ame realmente la revolución le quedan tiempo ni ganas para serlo. Llamarlo, como el historiador Pabón, “medio Landrú” es una manera de prolongar intelectualmente la ecuanimidad de los digitados jueces de Maura.
El capital que heredó y que supo aumentar en hábiles negocios de Bolsa puso también una poderosa valla entre él y los anarquistas de la época. Estos no dejaron de considerarlo, en general, como un burgués. No se puede olvidar, sin embargo, que Ferrer, aun sin identificarse absolutamente con la ideología anarquista, puso buena parte de su dinero al servicio de una escuela que, en lo esencial, puede considerarse impregnada de dicha ideología.
El conocido periodista libertario Jean Grave, que lo conoció y trató muy de cerca y que, por otra parte, no parece haber sido hombre pródigo en elogios, dice de él “que era un hombre suave, tranquilo y sencillo”, que “respiraba bondad, modestia, cordialidad”, y que “esa es la impresión que producía en todos los que lo trataron”. ¿Podemos preferir a este juicio el de Brenan, que nunca lo vio ni lo conoció, pero que lo llama “pedante de estrechas miras y con pocas cualidades atractivas”? No resulta muy creíble que Pérez Galdós presidiera un banquete en honor de un “pedante de estrechas miras” ni que Pío Baroja le enviara sus novelas (Cfr. Sol Ferrer, op. cit., pág. 98).
Resuelta, sin duda, exagerada la comparación de Ferrer con Sócrates, Séneca y Giordano Bruno, que encontramos en la prensa izquierdista de la época. Pero, en todo caso, cuando Unamuno lo califica, por su parte, de “frío energúmeno”, “fanático ignorante”, “imbécil y malvado”, sólo está haciendo gala de su conocido espíritu de contradicción frente a la intelectualidad europea, empeñada en ensalzar los méritos del fusilado maestro catalán. Y es claro que cuando un hombre como el canónigo Manjón, dedicado a la educación de la infancia sin recursos, llama a Ferrer “verdadero criminal, encumbrado masón, verdadero autor del frustrado regicidio el día de la boda del rey y de los incendios de iglesias y escuelas de Barcelona, estafador, mal padre, mal esposo y mala persona” (Diario de P. Manjón, Madrid, 1973, pág. 337), priman en él absolutamente los prejuicios de una religiosidad mezquina sobre la generosidad de su alma de pedagogo popular.
Es verdad que Ferrer no fue hombre de gran cultura y que su preparación científico-pedagógica, propia de un autodidacta, era unilateral y no carente de grandes lagunas. Aun su estilo, que Yvonne Turin juzga “denso, conciso, extremadamente claro y vivo”, está, sin embargo, frecuentemente reñido con la sintaxis. Nunca asistió a una escuela normal y menos a una universidad. Su práctica pedagógica la inició en la edad madura (algunos dicen que se graduó de maestro, pero no hay de ello ninguna prueba). Pero también es cierto que poseía una clara inteligencia natural, un gran amor por el saber, una admiración sin límites por la ciencia y los científicos, además de un enorme interés por todos los problemas de la educación. Igualmente cierto parece que, como dice la citada Y. Turin, “tenía un inmenso poder de seducción” y que “sabía manejar las psicologías y poseía el arte de asombrar a quien lo trataba por vez primera”, por lo cual “ejerció una verdadera fascinación sobre ciertas personas”. Era, según puede inferirse, un educador y un guía moral nato.
Es verdad que sus ideas pedagógicas no se pueden considerar profundamente originales. Y aunque Dommanget opina que su Tratado de español práctico es un aporte positivo al progreso de la enseñanza de las lenguas vivas, y su hija, Sol Ferrer, considera su obra inédita Principes de morale scientifique como valioso exponente de su pensamiento social y político (op. cit., pág. 87), hay que convenir en que Ferrer no hizo sino adoptar y adaptar las corrientes más avanzadas de la pedagogía europea de su época.
Sin embargo, esa adopción la hizo a primera hora, antes que nadie en España y en el mundo de habla hispánica, lo cual supone ya no escaso mérito. Y, por otro lado, esa adaptación supuso tanto una visión político-sociológica de las condiciones del país y de sus necesidades, como una capacidad de ideologizar radicalmente las corrientes pedagógicas contemporáneas, en sentido socialista y libertario, lo cual hace de él, como dice Orts Ramos, un continuador de Owen, de Cabet y de Marx, y, podríamos añadir nosotros, de Proudhon, de Kropotkin y, desde luego, de Robin.
El significado de la Escuela Moderna, dentro de un país como la España del novecientos, trasciende su repercusión próxima y su influencia inmediata. Ella representa, ciertamente, un hito en la historia de las instituciones educativas, a pesar de que la literatura académica, siempre manipulada directa o indirectamente por la Iglesia y por el Estado, haya pretendido ignorarlo y aun cuando los manuales de historia de la educación y los diccionarios de pedagogía lo pasen enteramente por alto.
Ferrer introdujo y puso en práctica casi todas las innovaciones de la más avanzada pedagogía europea de su época, luchó contra la pereza mental, contra la inercia de la tradición, contra los métodos anticuados, contra los maestros ignorantes y estúpidos, contra la disciplina cruel y el imperio de la palmeta, contra la represión brutal y el dogmatismo pétreo. La mera idea de fundar una escuela independiente de la Iglesia y del Estado, ajena al dogma religioso y político, era revolucionaria y altamente positiva en una sociedad como aquélla, aun sin descartar el riesgo de que tal antidogmatismo sistemático se convirtiera en un dogmatismo de signo opuesto. Si a esto unimos, por otro lado, el proyecto de crear en la niñez de una conciencia social revolucionaria, al mostrar el origen de la desigualdad económica, la explotación del trabajo proletario, la opresión generada por el sistema capitalista de producción, las mentiras e hipocresías de la sociedad burguesa, el carácter represivo del Estado, la ignominia de la guerra y la miseria del nacionalismo y del militarismo, no podremos menos de reconocer en la Escuela Moderna uno de los más osados y meritorios intentos que se hayan realizado en el mundo para lograr una educación verdaderamente socialista y libertaria.