Título: La epidemia de rabia en España (1996-2007)
Fecha: 10 de octubre de 2012
Temas: Acción Directa España Insurreccionalismo
Notas: El texto aquí publicado ha sido rescatado de la página de internet Nodo50, pero realmente fue publicado originalmente por la Revista Resquicios, números 4 y 5, 2007-08.
Fuente: Recuperado el 4 de julio de 2014 desde info.nodo50.orgQue nos quiten lo bailao (presentación)
3. Un día cualquiera en Córdoba
II. El papel del insurrecionalismo
1. La irrupción del insurreccionalismo
«En general, cada enunciado del insurreccionalismo tuvo una traducción grotesca en suelo ibérico, o al menos esa es la percepción colectiva que ha quedado. Muchos compañeros definen este fenómeno con una curiosa expresión: «la informalidad mal entendida». [...] Y, con todo, el insurreccionalismo enunciaba ciertas verdades que hoy nos parecen avances sin vuelta atrás. [...] Entre éstos, ya hemos mencionado la comprensión dinámica de la organización y el rechazo de la alienación militantista. Quisiéramos añadir ahora la idea de que en las condiciones actuales una práctica anticapitalista y subversiva no puede quedar anclada en la espera de las «masas», de la adhesión de sectores amplios de población, ni fiar a ésta todas sus perspectivas de futuro».
Créame usted que tal como operamos nosotros, al margen de la ley, todo lo que no sea la más estricta honradez podría traernos fatales consecuencias.
Jack London, Asesinatos S.L.
Desde hace tiempo, algunos compañeros sentimos la necesidad de hacer balance de la experiencia acumulada en el Estado español por sectores de militantes anarquistas, comunistas y autónomos, que durante un cierto tiempo confluyeron en torno a una cierta idea «insurreccional». Esta necesidad nace de dos circunstancias. La primera de ellas es la evidencia de que se ha cerrado una etapa. No estamos en el mismo punto que hace diez años —ni siquiera cinco—, y queremos sacar las conclusiones pertinentes para afrontar mejor batallas que no están en un futuro brumoso, sino que ya se nos están echando encima. Para ello es imprescindible abrir un debate, o al menos provocar una reflexión.
La segunda circunstancia que nos empuja a escribir es el absoluto desconocimiento de los hechos de los últimos diez años por parte de las nuevas generaciones de compañeros. Sobre este desconocimiento hay que decir que se debe en gran parte al grado de incomunicación internáutica que se ha impuesto entre nosotros, sustituyendo casi por completo al contacto y conocimiento directos. Pero da también la medida de nuestro fracaso en levantar referentes con los que estos compañeros pudieran sentirse identificados: proyectos de lucha y polos de agregación que hubieran dado continuidad y profundidad a un esfuerzo combativo que no fue pequeño.
Ese fracaso es el de lo que durante un tiempo se dio en llamar «organización informal», y con la perspectiva que dan los años nos damos cuenta de que era un fracaso inscrito en los mismos presupuestos de los que partíamos. A pesar de ello, no lamentamos nada, no creemos haber perdido el tiempo ni que lo hayan perdido nuestros compañeros. Hoy es muy fácil contemplar un montón de cenizas y decir que «todo fue un error», que al personal simplemente «se le fue la olla». Esta falsa crítica olvida, por interés o por ignorancia, los condicionantes que operaban entonces. Nos devuelve al punto de partida —a las plomizas ilusiones del anarquismo oficial o a la alegre inconsciencia del antagonismo juvenil—, y por lo tanto prepara el terreno para que todo vuelva a repetirse en un plazo indeterminado, dentro de ese «tiempo cíclico» tan característico de los entornos políticos puestos al abrigo de la historia.
Mucho más difícil, e incómodo para todo el mundo, es ensayar un análisis dialéctico de lo ocurrido. Las condiciones de las que partíamos no dejaban otra salida que la que afortunadamente se produjo. La epidemia de rabia no fue otra moda estética/ideológica del gueto: todas las hipótesis que se formularon por entonces fueron puestas a prueba hasta las últimas consecuencias. Aunque los resultados fueran a menudo desastrosos, ahí se funda una experiencia colectiva digna de tal nombre, y por eso mismo es posible la autocrítica.
En cuanto a resultados positivos, están lejos del maximalismo que llegó a enajenarnos en tantas ocasiones, pero están ahí. Estos años han permitido superar definitivamente dos décadas de inercia y parálisis del movimiento libertario de las que fuimos involuntarios herederos. Pero sobre todo han servido para volver a poner sobre la mesa cuestiones centrales como la revolución o la organización; y no como inertes certezas ideológicas, sino como problemas vivos, complejos, dinámicos. Estos resultados, quizá pequeños en lo inmediato pero cualitativamente importantes por las posibilidades que abren, han tenido también un coste trágico que han pagado aquellos compañeros que fueron y son blanco de la represión. A ellos dedicamos estas páginas.
Hemos de señalar que este escrito no pretende zanjar nada, sino hacer una contribución ajustada a lo que hemos visto, vivido y pensado en todo este tiempo. Más que hablar ex cathedra o ir con «nuestra opinión» por delante, lo que nos parecía prioritario era reconstruir esta historia lo mejor posible, intentar una visión panorámica. Y eso no puede hacerse simplemente a golpe de cronología ni desempolvando batallitas: es necesario juzgar qué hechos fueron más importantes y qué otros lo fueron menos, y aventurar hipótesis explicativas de por qué ciertas cosas han sucedido así y no de otra manera. En este proceso el texto adquiere, como es evidente, n sesgo subjetivo del que no nos avergonzamos: para dar una visión objetiva de las cosas ya están el telediario y la prensa diaria.
Por lo demás era imposible hacer este trabajo sin llegar a ninguna conclusión, y alguna que otra hemos sacado, aunque nunca faltará quien nos las discuta. Así sea.
En el paso de 1996 a 1997 el conjunto de los movimientos juveniles, antagonistas, anticapitalistas... de la península Ibérica se hallaban en el umbral de una transformación, producto de las condiciones externas tanto como de su propia maduración a lo largo de una década. Esa transformación, que fue general, adquirió en el caso del anarquismo la forma de una ruptura violenta. Esta primera parte se refiere al modo en que se gestó esa ruptura, que se dio en dos líneas: con el anarquismo oficial y sus tradiciones, y con las posiciones cada vez más abiertamente integradoras que se desarrollaban en el seno del antagonismo juvenil. En ese terreno de crítica se encontrarán compañeros con posiciones diversas —autónomos, anarquistas o marxistas «heterodoxos»— que dejarán de lado las diferencias doctrinales heredadas para buscar en común una práctica revolucionaria efectiva. Las ideas insurreccionalistas serán el punto de cita y el común denominador de ese momento de extraños reagrupamientos.
Desde el comienzo de la década de los noventa son patentes los efectos de la reestructuración capitalista en España. En ese contexto la esclerosis del anarquismo oficial —el Movimiento Libertario que se había adjudicado sin más las mayúsculas— empieza a ser cada vez más evidente. Al término de la dictadura se había querido recrear la CNT histórica, en condiciones tales que condujeron en un breve plazo a la ruptura en dos facciones. Todo esto es historia vieja y sabida por todos, pero quizá no se ha observado que la polémica entre esas dos facciones —resumible grosso modo en la disyuntiva «elecciones sindicales sí o no»— bloqueó durante dos largas décadas el debate militante dentro del anarquismo. Inmerso en ese monólogo autista, el sector del «no», que logró quedarse con las históricas siglas de la CNT, atravesó la reestructuración del capitalismo español en una posición de aislamiento y marginalidad crecientes. Nos referimos a esta facción como «anarquismo oficial», por cuanto la otra (hoy CGT) fue diluyendo voluntariamente sus referentes anarquistas hasta conformarse con un pálido halo «libertario» que no afectara a su imagen de respetabilidad.
En los veinte años de los que hablamos, el anarquismo oficial fue perfectamente incapaz de elaborar un solo concepto que diera cuenta de los cambios históricos que se estaban viviendo, o de introducir una sola novedad organizativa que le permitiera hacer frente a los transformaciones del terreno social y laboral. Eternamente a la defensiva, se enquistó en la reafirmación de los «principios», de la ideología, de un pasado mitificado y de una fórmula organizativa no menos mitificada que data exactamente del año 1918. Junto a todo ello, una asfixiante atmósfera burocrática, una maraña de fotocopias, sellos, comités, plenos y plenarias para una minúscula organización que en 1996 no superaba los tres mil afiliados.[1]
A las organizaciones del anarquismo oficial llegaban a comienzos y mediados de los noventa jóvenes militantes deslumbrados por su «glorioso» pasado; por su aureola de combatividad más estética que real: y por un discurso que por entonces era, sin exageración, el más extremista de todo el panorama. La CNT no ponía a esta afiliación juvenil de aluvión el más mínimo filtro, lo cual no era de extrañar dada su escasez de militantes y la fijación por las cifras de afiliación que la dominaba. La Federación Ibérica de Juventudes Libertarias (FIJL) no servía como «escuela» previa para estos militantes, sino que se daba con bastante frecuencia y desde el momento del ingreso la doble militancia en ella y en la CNT. En esta última, los jóvenes solían terminar arrumbados en inoperantes «secciones de estudiantes».
Una vez en el sindicato, estos jóvenes percibían un notable desfase entre la radicalidad del discurso y la inexistencia de la práctica; entre el obrerismo «años veinte» y la falta de presencia en las empresas; entre las cifras de afiliación pregonadas y las reales; entre la visión del mundo y la realidad del mismo... Entre el «esplendor» del pasado mítico y la miseria del presente, en definitiva. También encontraban, con demasiada frecuencia, el desprecio y la condescendencia de militantes mayores y más experimentados.
Esta militancia juvenil, en fin, sirvió no pocas veces de carne de cañón en las luchas burocráticas internas del anarquismo oficial, sin ser cabalmente consciente de las manipulaciones a las que era sometida. En ella hubo sin duda mucha inmadurez e inexperiencia, como no podía ser de otro modo. También hay que decir que nadie se molestó en enseñarle nada, más allá de los cuatro imprescindibles dogmas. En general, se dejó contaminar por los peores vicios de la organización, desde el sectarismo extremo hasta la manía burocrática, pasando por la pereza intelectual. Pero también poseía una voluntad sincera de superar aquella penosa situación aunque no supiera bien cómo. Esa entrega, que fue bien real y sostenida durante años por parte de muchos, tenía que chocar —y chocó— con el inmovilismo de la organización, y ello porque iba acompañada de deseos de cambio, aunque cada cual conceptuara el cambio a su manera.
Para mediados de los noventa, la parálisis teórica y práctica del anarquismo oficial había generado un ambiente interno más que enrarecido. En tales situaciones de estancamiento florecen inevitablemente los conflictos internos. En la CNT hubo muchos, pero el más sonado fue el de la «desfederación» —eufemismo de expulsión— de una parte importante, si no mayoritaria, de la regional catalana. Como en la mayor parte de las luchas intestinas de la Confederación, las verdaderas causas del enfrentamiento quedaban en la sombra, por cuanto a ninguna de las dos partes les convenía airearlas. No pudo aducirse —ni siquiera se intentó— una sola motivación ideológica, una mínima divergencia teórica o práctica, que pudiera explicar semejante descalabro organizativo. Se trató simplemente de un conflicto entre camarillas burocráticas, en el cual se impuso el sector que obtuvo el apoyo de las redes burocráticas que gobernaban la CNT en el resto del estado. Luchas similares acontecían por toda la geografía confederal. Cuando las disputas terminaban en un sitio, empezaban en otro, terminando de hundir la moral de la organización y arrastrar su imagen por el barro.
Uno de estos conflictos tiene particular relevancia para la historia que queremos contar. Se trata de la lucha interna que estalló en el seno de la CNT de Madrid entre los años 1997 y 1998. Apenas superado un conflicto interno que había conducido a la expulsión en bloque del sindicato de oficios varios, comenzó a incubarse otro entre dos sectores opuestos. La polarización era la habitual dentro de la patología del cenetismo: un sector «anarquista» minoritario encabezado por el sindicato del metal se enfrentaba a otro «sindicalista», formado por el nuevo sindicato de oficios varios, el de transportes y el de construcción. Los miembros de la federación local de Juventudes Libertarias —una de las más numerosas y activas de la FIJL— se alineaban con el sindicato del metal. A la facción «sindicalista» le irritaba la violencia que estos jóvenes desplegaban, por ejemplo, en la lucha antifascista u hostigando a las Empresas de Trabajo Temporal; y no se les perdonaba una actuación particularmente irresponsable en un acto de irresponsabilidad colectiva de la CNT como fue la ocupación del CES en diciembre de 1996.
El conflicto, ya larvado, estalló en 1997 en el seno del comité nacional de la CNT, establecido en Madrid desde un año antes y en el cual ambos sectores burocráticos se habían repartido los puestos. Por razones ignotas, los dos representantes del sector «metal» fueron expulsados del sindicato, y por ende del comité nacional. Además de este hecho, una buena parte de la sección de estudiantes —en la que se encontraban varios militantes de la FIJL— también fue expulsada, bajo la acusación de ser jóvenes «violentos» que montaban altercados en las manifestaciones de estudiantes de la época. Miembros del propio Sindicato de Estudiantes se habían personado en la sede de Tirso de Molina para dar sus democráticas quejas a los popes de la organización cenetista, que democráticamente expulsaron a los jóvenes díscolos que alteraban la paz de los entornos izquierdistas. Así se pasó a un choque abierto en el cual el sector mayoritario logró liquidar al sector «metal» mediante una cadena de expulsiones justificadas con pretextos diversos, algunos tan peregrinos como el ya señalado. El máximo grado de enfrentamiento se alcanza cuando miembros de las JJLL, ya expulsados del sindicato, irrumpen en una reunión del comité nacional situado en la calle Magdalena para pedir explicaciones a los que consideraban responsables, empezando por el entonces secretario general. Se produce un cruce de hostias por ambas partes que el comité nacional y la federación local de Madrid presentan al resto de la CNT como un «asalto» organizado, obteniendo la adhesión de casi todas las regionales, que habían callado ante la secuencia de expulsiones, considerándola en todo caso un asunto interno de Madrid.
Hasta aquí la situación respondía a una metodología de resolución de conflictos desarrollada y perfeccionada por la CNT desde el año 1977: maniobras burocráticas,[2] expulsiones de pura cepa estalinista y la inevitable dosis de hostias, ya fuera como expresión de rabia de los vencidos o como argumento último de los vencedores. Pero desde el comité nacional se decidió dar otra vuelta de tuerca y extirpar a las Juventudes Libertarias no ya de la federación local de Madrid, sino del conjunto de la organización. El victimismo, como estrategia de consenso articulada en torno al «asalto» al comité nacional, dio pie a una caza de brujas en la cual la FIJL hizo de chivo expiatorio de las tensiones estructurales inherentes a la CNT. El comité nacional del sindicato decidió unilateralmente y por cuenta propia la ruptura de relaciones con la FIJL, algo que en rigor sólo podía decidir un congreso de la organización. Tal ruptura no sólo tenía importancia simbólica, sino que permitía considerar en lo sucesivo a la FIJL como una «vanguardia externa» que pretendía dirigir al sindicato. En consecuencia, se inició el hostigamiento contra sus militantes en la práctica totalidad de las localidades donde existían grupos federados a la FIJL. En Bilbao y Granada fueron forzados sus archivos,[3] sufriendo el robo de documentación interna. En poco más de un año, se consiguió sacar de los sindicatos a la totalidad de los militantes de la FIJL, puestos fuera de juego por expulsión directa, agobio o puro asco. Se conjuraba así el fantasma de una eventual radicalización de la CNT, que volverá a tomar cuerpo inmediatamente, como veremos, con aquella minoría de militantes partidarios de apoyar a los presos por el atraco de Córdoba.
En cuanto a la FIJL, quedará demonizada en la memoria del anarquismo oficial, e iniciará una andadura propia e independiente. Hasta ese momento, la federación juvenil había sido una especie de cristalización extrema del sectarismo propio del anarquismo oficial. Su existencia había girado sobre la creencia errónea de que era posible una práctica más «radical» sin modificar los presupuestos de la CNT. De hecho, como afiliados al sindicato, los militantes de la FIJL defendían la ortodoxia cenetista con feroz dogmatismo, de ahí que fueran tan fácilmente manipulables por los sectores «puristas». Su inmolación a manos de los que querían un sindicato de perfiles más amables y «civilizados» dejará a la FIJL absolutamente desorientada y girando en el vacío, hasta que abrace el insurreccionalismo como tabla de salvación. Pero detrás de los miembros de las JJLL se irán muy pronto sectores más amplios de jóvenes cenetistas asqueados después de haber batallado —durante años en muchos casos— contra una burocracia inamovible.
El anarquismo oficial estipulaba en sus congresos, con gran delicadeza excluyente-incluyente, que el «Movimiento Libertario» estaba formado por la CNT, la FAI, la FIJL y Mujeres Libres. Pero lo cierto es que la realidad era más compleja, y con sus muchas facetas cambiantes venía a alterar la comodidad de ese esquema burocrático y sectario. Fuera de las fronteras perfectamente delimitadas de las organizaciones formales del anarquismo, se había extendido un poco por todas partes un movimiento más difuso y heterogéneo, cuyos embriones habían aparecido a mediados de los ochenta. Se concretaba en okupaciones, fanzines, distribuidoras, grupos musicales, colectivos y grupos de afinidad... así como en su participación en movimientos más amplios como el antimilitarista, que despega por las mismas fechas con la campaña por la Insumisión. Esta constelación, ya se reivindicara anarquista o autónoma, había nacido al margen del añejo obrerismo del anarquismo oficial, y se movía entre múltiples coordenadas definidas por lo general con el «anti» —antisexista, antirrepresivo, antimilitarista, antifascista, antitaurino, etcétera—, y con el convivencialismo juvenil como hilo conductor. En estas redes se apoyaban publicaciones emblemáticas como Sabotaje, Resiste, El Acratador, La Lletra A o Ekintza Zuzena, entre otras. Dada su incapacidad para construir instancias de coordinación y trazar líneas comunes de acción, una parte de ese movimiento juvenil seguía teniendo a la CNT como un referente cuando menos respetado, por su estabilidad y su aureola mítica.
Sin embargo, en diversos lugares el antagonismo juvenil tuvo un peso específico propio que superaba al del anarquismo oficial. Es banal señalar a Euskadi como excepción en este caso, siendo como ha sido una excepción en casi todos los aspectos. Es sabido que allí la guerra social ha tenido un desarrollo diferenciado, y los temas que la epidemia de rabia reintrodujo después de décadas en el anarquismo ibérico, como la violencia o la cárcel, no han dejado allí de ser la realidad cotidiana de miles de personas, y no de reducidos círculos de activistas. Se trata por tanto de un contexto tan específico que resulta inevitable dejarlo al margen de esta historia, a pesar de la presencia en Euskadi de un antagonismo juvenil surgido con fuerza a mediados de los ochenta, que de hecho inspiró en muchos aspectos al del resto del Estado y le dotó de numerosos referentes.
Por falta de tiempo y espacio no podemos detenernos en todos los lugares que quisiéramos. Valencia fue, por ejemplo, un foco importante de okupaciones, aparte de que allí se publicó a comienzos de 1997 el mítico Todo lo que pensaste sobre la okupación y nunca te atreviste a cuestionar, primer texto autóctono que contenía las ideas que la epidemia de rabia desarrolló después, y que se situaba a años luz tanto de las liturgias del anarquismo oficial como de la incipiente espectacularización del movimiento okupa. Así podríamos seguir citando algunos sitios dignos de mencionarse, pero por las limitaciones de este trabajo queremos centrarnos en dos puntos de máxima condensación del antagonismo juvenil, que tendrán una fuerte influencia en los desarrollos que se produjeron después en el resto del estado. Hablamos de dos metrópolis: Madrid y Barcelona.
En Madrid se asistió a un caso particular. Allí el antagonismo juvenil logró dotarse de instancias de coordinación desde fecha muy temprana, y esas estructuras duraron prácticamente una década. Se trata de la coordinadora de colectivos Lucha Autónoma, fundada en 1990 por la confluencia de las primeras hornadas de okupas madrileños y de grupos juveniles desgajados de las organizaciones de extrema izquierda MC y LCR, cuyo dirigismo había terminado por asquearles. Así nació una organización singular que, si bien no logró trascender el ámbito madrileño, dio pie a verdaderas dinámicas de lucha y «autoorganización», por emplear el lenguaje de la época. LA no escapó a una fortísima estetización común a todo el movimiento, y que de hecho era uno de sus elementos constituyentes. Fue una organización de marcado carácter activista que funcionó como cajón de sastre ideológico, rasgo que le permitió crecer en un primer momento, pero que a la postre se volvió en su contra. A la altura de 1997, su propia maduración y la falta de puesta en común habían conducido al desarrollo de posturas divergentes en su seno. Esto produjo una crisis saldada con la autodisolución en 1998. Al poco tiempo se intentó refundar, bajo los presupuestos del post-operaismo italiano, una LA «emancipada» de sus componentes anarquistas y autónomos «tradicionales», pero este paso en el vacío se saldó con un rápido y discreto fracaso. Por lo demás, esta organización no agota el panorama del antagonismo juvenil madrileño durante los años noventa, pues fuera de ella siguió existiendo una amplia constelación difusa de grupos, casas okupadas, distribuidoras, colectivos y demás. Sin embargo es justo reconocer que LA fue un referente fundamental en Madrid durante toda la década, hasta el punto de que el cierre en falso de su experiencia ha tenido secuelas negativas que son patentes, diez años después, en las fracturas internas de los movimientos madrileños.
En cuanto a Barcelona, no creemos que la aparición en ella de un vigoroso antagonismo juvenil se pueda disociar de la tradición de rebeldía de la misma ciudad y su periferia, cuyo último eslabón habían sido las luchas obreras y vecinales de los años setenta. Al contrario de lo ocurrido en Madrid, allí el movimiento se estructuró en redes informales con base en el tejido social de los barrios, en las casas okupadas y en afinidades personales entre compañeros. Este medio político se desarrolló al margen de cualquier influencia de la CNT catalana, que desde principios de los noventa estaba demasiado ocupada autodestruyéndose y dando el habitual espectáculo mafioso de los cismas cenetistas. El primer hito destacable del movimiento barcelonés está en la campaña desarrollada contra los fastos del 92. A partir de ella empieza a tomar cuerpo y a recurrir cada vez más a la okupación como forma de agregación y lucha. El número de inmuebles «liberados» llegará a alcanzar así una masa crítica sin igual en el Estado. Esa efervescencia terminará dando lugar a un salto cualitativo en 1996, en torno a la okupación y desalojo del ya desaparecido cine Princesa, situado en pleno centro de Barcelona. Después de siete meses de exhibir ante toda Barcelona una dinámica de actividad imparable, los okupas del Princesa fueron desalojados en una suerte de asedio medieval en el que a la policía le llovió de todo. La posterior manifestación de protesta reunió a miles de personas y terminó en uno de los disturbios más grandiosos que recuerdan los compañeros barceloneses. La convulsión que se vivió en Barcelona fue retransmitida en directo a todo el estado. Los ecos del Princesa se vieron reforzados en marzo de 1997 por otro desalojo de gran alcance mediático, el de La Guindalera en Madrid, donde fueron detenidas más de cien personas.
Los hechos del Princesa y de La Guindalera fueron seguidos por una oleada de okupaciones en todo el país, la mayor parte de ellas efímeras por la rápida intervención de la policía, que sin duda recibió instrucciones de no permitir que cundiera el ejemplo. El Estado había empezado a preocuparse, como lo demostraba el hecho de el nuevo Código Penal aprobado en 1996 estableciera penas muy superiores para el delito de «usurpación». La franja libertaria del antagonismo juvenil tuvo por primera vez un espejo donde mirarse que ya no era el de la CNT, donde aparecía siempre como la hermanita pequeña. Había alcanzado la mayoría de edad y su pequeño mundo había irrumpido en el telediario. A partir de ahí podía empezar a mirar a la CNT con cierto distanciamiento. Sin que se produjera por el momento ruptura alguna, la crítica empezó a desarrollarse de manera larvada; o bien se empezó a prestar oídos más atentos a la crítica de compañeros que habían desmitificado el cenetismo tiempo atrás, si es que alguna vez habían llegado a creérselo.
Por otra parte, y lo que es más importante, la conciencia difusa de haber superado una fase abría las puertas del antagonismo juvenil a la introducción de nuevos temas, ideas y concepciones. Aquí se gestó una nueva contradicción entre posiciones que buscaban la manera de profundizar y radicalizar el enfrentamiento con el Estado y el capitalismo, y otras que tendían más a sublimar tal conflicto en una representación «simpática» e inocua que permitiera «llegar a la gente». Sería una simplificación —en la que por lo demás se incurrió innumerables veces— definir estos dos campos como «revolucionario» y «reformista». El primero de ellos no podía ser efectivamente revolucionario, por mucha voluntad que se pusiera en el empeño, careciendo de un proyecto revolucionario que fuera más allá de los aspectos meramente destructivos (que primaron en todo momento) y en un momento histórico en que la marea de la contrarrevolución que sucedió al 68 no ha empezado aún a bajar. En cuanto al segundo, ni siquiera aspiraba a reformar nada, sino a conservar los islotes restantes del «estado del bienestar», y a obtener la gestión paraestatal de la asistencia en ciertos ámbitos de exclusión social generados por la reestructuración del capitalismo (precariedad, inmigración...). Esta contradicción atravesó al conjunto del movimiento, pero donde se hizo más claramente visible fue en torno a la disolución de Lucha Autónoma y en las disputas madrileñas sobre la legalización de las centros sociales okupados. Poco tiempo después, los grandes encuentros de la antiglobalización escenificarían esta ruptura en forma de representación espectacular, particularmente en la polarización entre «bloque negro» y «monos blancos».
Hasta aquí hemos expuesto algunos antecedentes, intentando dibujar el contexto sobre el que se extendió la epidemia de rabia. Podríamos haber empezado la narración en este punto, pero al precio de desvirtuar las dimensiones de lo ocurrido. Toda historia ha de tener un comienzo, o por lo menos un detonante, y para nosotros el detonante de esta historia estalló en Córdoba el 18 de diciembre de 1996. Tres compañeros italianos y uno argentino, entonces desconocidos para el movimiento, intentaron atracar una sucursal del banco de Santander. La historia es harto conocida y no vale la pena extenderse. Dos policías municipales quedaron muertas y los cuatro asaltantes fueron apresados. Sus nombres: Giovanni Barcia, Michele Pontolillo, Giorgio Rodríguez y Claudio Lavazza.
En un primer momento fue un suceso más en la portada de los periódicos. Tardó aún en conocerse la filiación anarquista de los atracadores y el hecho de que explicaran su acción como un acto político. Aunque desconocidos en España, eran representativos de los bandazos del movimiento revolucionario italiano en los últimos veinte años. Lavazza había empezado su trayectoria desde muy joven en el seno de las luchas obreras de los años setenta. Como tantos otros militantes italianos, optó por tomar las armas formando en la organización Proletarios Armados por el Comunismo, de corte leninista y orientada a la lucha contra el sistema carcelario. Desde ahí evolucionó hacia posiciones anarquistas, sin salir ya del ámbito de la clandestinidad.
Pontolillo y Barcia eran muy activos en la franja insurreccionalista del anarquismo italiano, que se había gestado en los años ochenta. El primero tenía en Italia una condena pendiente por insumisión al servicio militar, y el segundo estaba encausado en el marco del «montaje Marini», del que hablaremos más adelante. Su compromiso con el anarquismo no era por tanto reciente, y menos aún (como afirmaron algunos con mezquindad) un rasgo de oportunismo calculado para obtener apoyos una vez capturados.
Casi completamente desprovistos de contactos con el anarquismo español, sus voces tardaron aún en llegar hasta el exterior de la cárcel. Lo hicieron finalmente a través de las páginas del Llar, boletín editado en Asturias y alejado de cualquier dogmatismo. El Llar unía a su desconcertante maquetación una factura mucho más limpia que la de los fanzines fotocopiados usuales en la época. Además de ser gratuito y mantener su periodicidad con notable rigor, contaba con una distribución excelente no solo en Asturias sino en toda España, alcanzando a todos los sindicatos de la CNT y a la práctica totalidad de la constelación antagonista: colectivos, distribuidoras, casas okupadas...
Por todo esto el Llar fue el vehículo por excelencia de una polémica de la que la CNT no pudo salir peor parada. Desde el momento en que el boletín asturiano dio a conocer las posiciones anarquistas de los atracadores de Córdoba, se alzaron voces dentro y fuera de la CNT que exigían que el sindicato les apoyara. En honor a la verdad, hay que decir que una parte minoritaria pero significativa de militantes del sindicato estaban a favor de asumir a los expropiadores como presos propios —tal como se había hecho años antes con el preso libertario Pablo Serrano—, y de hecho algunos sindicatos como el de Avilés llegaron a hacerlo. Estos cenetistas, sin abandonar el sindicato, tendieron a agruparse con compañeros procedentes del antagonismo juvenil, formando la primera generación de grupos de la Cruz Negra Anarquista (CNA) en Granada, Villaverde y otros lugares. Su objetivo, aparte de una genérica «lucha contra las cárceles», era el apoyo a los presos anarquistas. Estos grupos fueron un curioso fenómeno de «transición» ya que no partían de una ruptura a priori con la CNT, y de hecho se reunían en sus locales. Pero la desconfianza, cuando no la abierta hostilidad que se encontraron por parte de la organización, les llevó pronto a desengañarse del cenetismo y seguir otros rumbos.
Hechas estas excepciones, en su mayor parte la Organización era, más que reticente, abiertamente reacia a prestar ninguna clase de cobertura a los detenidos en Córdoba. Si bien lo que subyacía era el miedo a la criminalización, la negativa no dejaba de envolverse en argumentaciones ideológicas y en una condena implícita a los autores del atraco. Como hemos dicho esta polémica se desarrolló principalmente en las páginas del Llar, con algunas intervenciones desde el periódico CNT, y se mantuvo aún «dentro de un orden» a lo largo de 1997. Pero en la primera mitad de 1998 se producen dos hechos que van a provocar una polarización irreversible. El primero es el comienzo del juicio por el atraco en Córdoba, donde se convoca una concentración de apoyo a los compañeros italianos. Unos chavales llegados de fuera, sin representar a sindicato alguno, se presentan con una bandera de la CNT. Los medios de comunicación hacen hincapié en ello. La CNT se desvincula por completo, acto que le valdrá mayores críticas aún por parte de la incipiente red de apoyo de los expropiadores apresados.
El segundo hecho de importancia fue el desalojo del Centro Social Autogestionado de Gijón (sede del Llar, entre otros colectivos) por parte de la CNT —que tenía el local en usufructo como parte del Patrimonio Sindical Acumulado—, a la fuerza y sin previo aviso. Las pobres razones argüidas por el sindicato no justificaban una acción así, que recordaba poderosamente a los desalojos de casas okupadas, y provocaron verdadera indignación en mucha gente. Las inconfesadas razones de fondo eran las críticas a la CNT que Llar publicaba puntualmente, enviadas por sus lectores. Las formas en que se produjo el desalojo eran además representativas del paternalismo y la superioridad con que se trataba desde la CNT al «otro» movimiento libertario, y no solamente en Gijón. Por eso, fue inmediata la identificación y solidaridad de muchísima gente con el CSA.
A partir de ese momento la polémica sube de tono aceleradamente. La tirada del Llar, que ya de por sí era alta para una publicación contrainformativa, no dejó del aumentar a lo largo de este proceso, y lo mismo podría decirse de sus apoyos. De su último número (septiembre de 1999) se tiraron 7.000 ejemplares. Por las mismas fechas la tirada del periódico CNT era de 3.000 ejemplares, de los cuales un tercio se quedaban acumulando polvo en los sindicatos, que no le daban salida. La distribución capilar e «informal» del Llar se mostró en aquel momento crucial mucho más amplia y eficaz que la de la anquilosada prensa del sindicato.
Por la importancia que tuvo, queremos hacer algunas observaciones sobre aquella polémica, de muy bajo nivel por ambas partes. La CNT hubiera podido ser defendida con un argumento muy simple y difícilmente rebatible: que no tenía ninguna obligación de asumir a unos presos que pertenecían a otra corriente, por añadidura desconocida en España, y que habían actuado de manera unilateral, con métodos ajenos al repertorio cenetista. Algo tan obvio no se le ocurrió a casi nadie. El paso en falso de los cenetistas que intervinieron fue pretender aclarar, sin que nadie se lo hubiera pedido, que los presos de Córdoba no podían ser anarquistas, porque ni sus métodos ni sus puntos de vista coincidían con los de la sacrosanta Organización. Acostumbrados durante mucho tiempo a expedir certificados de pureza anarquista, no dudaron ni por un momento que éste era un caso más en que podían hacerlo. No calibraron —las cabezas no daban para tanto— que la excomunión doctrinal del anarquismo oficial funcionaba bien cuando se empleaba contra cualquier ente situado «a su derecha», pero que las posiciones de los italianos eran mucho más radicales que las suyas, por cuanto defendían el ataque revolucionario inmediato, y encima lo ponían en práctica. Así, los pobres inquisidores se encontraron con la rebelión abierta de un montón de gente que durante años les había aguantado las tonterías en silencio. Trastornados por este imprevisto para el cual su programación no encontraba respuesta rápida, ya no dieron pie con bola, y no se les ocurrió otra cosa que incurrir en condenas morales.
El problema de fondo era que a la CNT se le estaba exigiendo, desde un entorno que la había tenido como un punto de referencia, que estuviera a la altura del extremismo verbal que había desplegado durante años. Como no se estaba discutiendo sobre teorías, sino sobre hechos consumados muy graves que la podían salpicar mediáticamente, la CNT se vio invadida por el pánico, y se puso de manifiesto que su radicalismo era pura verborrea, y que había hecho de la automarginación una forma de integración en el sistema que decía combatir. Lo que se vio en las páginas del Llar a lo largo de muchos meses (conviene aclarar que no se había producido el advenimiento de Internet) fue una reedición de aquel cuento en que un niño, en su inocencia, señala que el emperador está desnudo, y ya nadie puede seguir fingiendo. Pero en este caso el niño se llamaba Michele Pontolillo, y su «inocencia» venía dada por el hecho de que, habiéndose formado en otro lugar, estaba libre de las intoxicaciones y convenciones propias del anarquismo ibérico.
A partir del desalojo del CSA de Gijón la ruptura es ya irrevocable. El Movimiento Libertario con mayúsculas acababa de perder, en cuestión de meses, el monopolio del anarquismo que había defendido celosamente durante dos décadas. Para finales de 1998 hay dos campos perfectamente delimitados. Uno, el del anarquismo oficial, puesto a la defensiva con toda su inercia doctrinaria; otro, el de un anarquismo mucho más radicalizado que ha cristalizado de un golpe a su izquierda, y que por el momento sólo tiene como aglutinadores comunes su rechazo visceral al anterior y el apoyo a los presos de Córdoba.
Las crisis organizativas son fieles compañeras de las encrucijadas históricas, y el anarquismo español —que ha brillado en muchos campos, pero jamás en el de la teoría— ha intentado siempre resolverlas mediante una fuga hacia adelante, por el expediente del activismo. Con esos antecedentes no es de extrañar, viéndolo en perspectiva, que prendiera a toda velocidad lo que se dio en llamar «insurreccionalismo». Ese novedoso campo anarquista y su crítica a la burocratización, el dogmatismo y la inmovilidad del anarquismo oficial, ejercerán en los años posteriores una fortísima atracción sobre los militantes más jóvenes de la CNT, que la irán abandonando en un auténtico éxodo generacional que prácticamente no dejó un sindicato por tocar. Las posiciones insurreccionalistas ejercieron idéntica atracción sobre compañeros del ámbito del antagonismo juvenil, y el peso de estas diferentes procedencias se hará notar en la configuración de sectores «informales» diferenciados, que van a caminar juntos pero no revueltos en los años posteriores.
En sus cartas al Llar, los compañeros presos por el atraco de Córdoba confrontaban sus posiciones con las de los cenetistas que escribían al mismo boletín. Estas posiciones eran las del anarquismo insurreccionalista,[4] que encontraban eco por primera vez en España a través de esas páginas. También a comienzos de 1997 se editó en Barcelona el folleto de Alfredo Bonanno La tensión anarquista. Y eso era prácticamente todo lo que los defensores y detractores del insurreccionalismo en España podían conocer sobre el tema en aquel momento. Eso y el ejemplo práctico de los presos de Córdoba, lo que ya de entrada provocó un malentendido según el cual mucha gente creyó que los planteamientos insurreccionalistas se limitaban a la expropiación, o que el atraco era el método insurreccionalista por excelencia.
Sin embargo, no era la primera vez que se hablaba de insurreccionalismo en la península. Como apunte curioso, diremos que incluso el periódico CNT había publicado ocasionalmente algunos artículos de Bonanno que habían causado la perplejidad, cuando no el escándalo, de muchos lectores. El desaparecido grupo «Revuelta», de Cornellá, llevaba años divulgando informaciones sobre el anarquismo revolucionario en Italia. En su boletín se habían publicado informaciones sobre el desarrollo del montaje Marini,[5] ecosabotajes y luchas antidesarrollistas centradas en el TAV y las nucleares, y comunicados de compañeros anarquistas encarcelados como Marco Camenisch. Pero al priorizar las informaciones fragmentarias sobre los textos teóricos, el trasfondo de estas cuestiones quedaba en gran medida desdibujado.
El mismo grupo «Revuelta» difundió por estas tierras la convocatoria del encuentro fundacional de la Internacional Antiautoritaria Insurreccionalista (IAI) en 1996, al que de hecho asistieron compañeros de varios puntos de la península. Esa convocatoria había llegado, por ejemplo, a la FIJL cuando todavía tenía a la CNT como centro de gravedad. En aquel momento —previo a los hechos de Córdoba— la federación juvenil acogió la propuesta con cierta desconfianza, debida principalmente a la falta de información. Aunque la invitación ganaba en interés por «aterrizar» en medio de un debate sobre la creación de una internacional anarquista juvenil (que no llegó a tomar cuerpo), se impuso en aquel momento el «miedo a lo desconocido». Algo que debemos lamentar, puesto que esa toma de contacto con la experiencia italiana hubiera favorecido en España una mejor comprensión —para lo bueno y para lo malo— del discurso insurreccionalista, así como una difusión del mismo no hipotecada por los hechos de Córdoba.
Ninguno de estos intentos había prosperado, porque las condiciones ibéricas no lo permitían. El antagonismo juvenil no había alcanzado el grado necesario de maduración, y el anarquismo oficial de putrefacción, como para que se produjera la ruptura en ambos frentes de todo un estrato juvenil libertario. Solo cuando llegó ese momento el discurso insurreccionalista tuvo una penetración real. Pero esta penetración estuvo condicionada en gran medida por circunstancias específicamente ibéricas, que dieron lugar a enormes malentendidos sobre los que volveremos un poco más adelante.
Llegados a este punto, hemos de hacer algunas precisiones. Lo que hemos querido llamar «la epidemia de rabia» fue un intento colectivo, pero no unitario, ni coordinado, por superar la impotencia y la parálisis de los medios políticos que en España se pretendían «anticapitalistas» y «revolucionarios». Si le hemos dado ese nombre un tanto lírico ha sido para no confundir el todo con la parte —ciertamente importante— que corresponde al «insurreccionalismo». Esta variante del anarquismo, desarrollada y puesta a punto entre Italia y Grecia, tuvo una influencia muy destacada en el contexto de la epidemia, determinando en parte su desarrollo. Pero no fue su único componente, ni basta por sí solo para explicarla. La epidemia de rabia fue provocada por dinámicas peninsulares que hemos intentado describir en la primera parte de este escrito. La importación acrítica del insurreccionalismo no fue su causa, sino su efecto.
El insurreccionalismo no fue la única corriente novedosa[6] que irrumpió en el campo libertario por la fractura abierta en torno a los hechos de Córdoba. Una vez roto el monopolio ideológico que ejercía en ese campo el anarquismo oficial, a través de la misma grieta empezaron a filtrarse posiciones e ideas diversas. Algunas, como el primitivismo, demostraron no ser más que efímeras modas ideológicas. Otras, como la crítica antiindustrial, han demostrado mayor solidez teórica. Se desenterraron viejas corrientes marxistas como el consejismo, y con todo el voluntarismo del mundo se quiso creer que eran de rabiosa actualidad. Aunque no era así, su difusión sirvió al menos para debilitar el anticomunismo ancestral del anarquismo español: descubríamos ahora un Marx mucho más cercano a nosotros, que no era ni el patriarca de la escolástica leninista ni el satanás caricaturizado de la anarquista. En este sentido la teoría situacionista, accesible por primera vez en español en su práctica totalidad gracias al esfuerzo de Literatura Gris, causó también un fortísimo impacto sobre nosotros.
Resumiendo, a partir del 98, y durante al menos cinco años, se barajaron muchísimas ideas a un ritmo vertiginoso. Como ya hemos señalado, en torno a esa fecha se produjo una mutación general de todos los movimientos situados más allá de la izquierda institucional, y no solamente del anarquismo. Esta transformación abrió espacios de debate donde antes no los había, y obligó a una puesta al día generalizada. Por eso se vio acompañada por una explosión editorial «antagonista» sin precedentes desde los años setenta. Un fenómeno característico de aquel momento —inmediatamente anterior a la irrupción de Internet— fue la extensión del libelo o folleto fotocopiado como soporte de textos más extensos y profundos que los que solían publicarse en los fanzines y boletines al uso. Desligado de la obligación de servir de «portavoz» a tal o cual grupo o colectivo, el libelo fue un excelente vehículo de comunicación que, por su bajísimo coste y por su facilidad de reproducción, aceleró enormemente la circulación de ideas.
Así fue rescatada la memoria, teórica y práctica, de muchas luchas y momentos históricos que habían sido interesadamente olvidados, tergiversados o exorcizados en las tradiciones de la extrema izquierda española. Importantes lecciones de historia que nos hicieron darnos cuenta de que no veníamos de la nada. Por otra parte, al hilo de la recuperación de la memoria de experiencias armadas antiautoritarias —MIL, Comandos Autónomos, Rote Zora y un largo etcétera— la violencia política dejó de ser un tema tabú dentro del movimiento libertario. En resumen, se pasó con mucha rapidez de una falta absoluta de materiales e información a una sobreabundancia de ellos, lo que provocó más de un atracón indigesto. La epidemia de rabia se nutrió también de esos temas, lecturas e ideas, que estuvieron presentes en ella en mayor o menor medida.
Queremos aclarar con esto que el tema de este artículo no es el insurreccionalismo en sí, sino la recapitulación y el balance crítico de una experiencia colectiva prolongada durante una década, en la cual tomaron parte personas que no se consideraban insurreccionalistas, y muchas ni siquiera anarquistas. Si hemos de precisar la relación entre esa experiencia —que sería abusivo calificar de «movimiento»— y el insurreccionalismo, diremos que todos sus componentes terminaron girando en torno a cuestiones centrales planteadas por este último. El insurreccionalismo no impuso todas las respuestas como hubiera hecho un dogma al uso, pero sí planteó las preguntas a las que todos intentábamos responder en esos años. En este sentido hemos afirmado, en la primera parte de este artículo, que las ideas insurreccionalistas fueron en aquel momento «punto de cita y común denominador».
Por eso, el relato que nos hemos propuesto hacer resultará más claro si abordamos algunos aspectos relevantes del insurreccionalismo. Pero es necesario aclarar que éste distaba mucho de ser una doctrina estructurada, máxime cuando carecía de instancias organizativas centrales que velaran por su «pureza». Esto dificulta su análisis crítico, que vamos a ensayar no obstante en base a algunos textos que nos parecen representativos, y sin pretender que el tema se agote en ellos.
El insurreccionalismo venía a afirmar que el ataque revolucionario contra el capital y el Estado era posible por sí mismo, aquí y ahora, independientemente de que la coyuntura histórica favoreciera o no una transformación radical de la sociedad. Según Bonanno, el sistema había alcanzado un nivel de complejidad que hacía imposible cualquier previsión estratégica,[7] por lo que solo cabía someterlo a un hostigamiento continuo en aquellos flancos donde a juicio de los revolucionarios se le causara un mayor daño o existieran más posibilidades de extensión de la lucha.
Una vez efectuado este descuelgue de los condicionantes históricos y sociológicos —de manera más o menos abierta según el teórico insurreccional del que se trate—, el sujeto revolucionario protagonista del ataque solo podía ser el propio anarquista, es decir, el individuo en lucha contra el sistema que le oprime. Este «rebelde» es designado con diversos nombres en la literatura insurreccional, pero constituye uno de sus referentes teóricos centrales e invariables.
Así, el insurreccionalismo llevaba consigo un fuerte componente individualista. Por el contrario, renunciaba a designar con claridad a un sujeto colectivo susceptible de llevar adelante el ataque contra el sistema, más allá de vagas alusiones a los «oprimidos», los «explotados» o los «excluidos». La escasa estructuración de las teorías insurreccionalistas, unida a su vaguedad, dejaba un amplio margen para atribuir a tal o cual figura sociológica la misión de acabar con el tinglado capitalista, o cuando menos de llevar adelante un enfrentamiento a tumba abierta y sin componendas. Así, en el caso español hubo quien creyó que este papel correspondería a los presos y hubo quien quiso volver a las viejas esencias del proletariado revolucionario. Algunos desarrollos más recientes han encontrado un sujeto de recambio en los excluidos que se apiñan en las periferias metropolitanas, sobre todo después de las revueltas francesas de 2005.[8] Nada de esto es suficiente, sin embargo, para compensar la base individualista de esta ideología —plenamente asumida, por lo demás— ni para fundamentar una lucha colectiva, aunque no faltaron intentos en este sentido.
Dentro de la concepción insurreccionalista, la renuncia a cualquier proyección estratégica y la comprensión de la guerra social como un ajuste de cuentas estrictamente privado, otorgaban a la acción un valor intrínseco. Ahora bien, la acción insurreccionalista se desdoblaba en dos modalidades, perfectamente diferenciadas por varios autores del gremio, aunque las nombraran de diversas maneras. Las definiremos aquí como «ataque difuso» y «radicalización de las luchas». Ambas actuaban como sucedáneos de la perspectiva estratégica a la que el insurreccionalismo había renunciado voluntariamente. El ataque difuso venía a ser una práctica del sabotaje desligada de cualquier conflicto o reivindicación concretos. Al alcanzar a todos los aspectos de la vida, la dominación ofrecía múltiples flancos, en cualquiera de los cuales podía ser golpeada.
La «radicalización de las luchas» tenía ya otras connotaciones. Aquí el insurreccionalismo revelaba un trasfondo que solo podemos calificar de vanguardista. Para explicarlo nos vamos a permitir citar algunos textos, que hemos elegido como significativos dentro del ámbito del pensamiento insurreccionalista:
«Todo objetivo específico de lucha reúne en sí, pronta a estallar, la violencia de todas las relaciones sociales. La trivialidad de sus causas inmediatas, se sabe, es el ticket de entrada a [sic] las revueltas en la historia.
»¿Qué podría hacer un grupo de compañeros frente a situaciones similares? (...)
»[...] está bastante claro que la interrupción de la actividad social se mantiene como un punto decisivo. Hacia esta parálisis de la normalidad debe dirigirse la acción subversiva, cualquiera sea la causa de un choque insurreccional. [...] La práctica revolucionaria estará siempre por encima [de] la gente. [...] son los libertarios quienes pueden, a través de sus métodos (la autonomía individual, la acción directa, la conflictividad permanente), impulsarlos [a los explotados] a ir más allá del modelo de la reivindicación, a negar todas las identidades sociales [...],
»Por el momento no se puede llamar precisamente “remarcable” a la capacidad de los subversivos de lanzar luchas sociales [...]. Queda la otra hipótesis [...], la de una intervención autónoma en luchas —o en revueltas más o menos extendidas— que nacen espontáneamente. [...] Si se piensa que cuando los desocupados hablan de derecho al trabajo se debe actuar en esa línea [...] entonces el único lugar de la acción parece ser la calle poblada de manifestantes.» (Ai ferri corti)[9]
«Abrir un abanico de posibilidades concretas hacia la destrucción del poder significa vincular la tensión de la insurgencia individual a todos aquellos momentos que en lo social mismo, más allá del operar anarquista, toman valor de expresiones de la autodeterminación ó de ruptura con el orden impuesto. Tal vínculo, pero, excluye toda instrumentalización, todo vanguardismo. Los anarquistas do tienen nada que enseñar sobre la revuelta contra el orden constituido. Así que el vínculo que se da entre la tensión anarquista y las fuerzas sociales rebeldes se materializa como estimulo a la radicalidad de la lucha y de la rebelión, acentuando unos elementos de la autodeterminación «prospectando otros.» (Constantino Cavalleri)[10]
»[...] habrá que construir grupos de afinidad, constituidos por un número no muy grande de compañeros [...].
»Los grupos de afinidad pueden a su vez contribuir a la constitución de núcleos de base. El objetivo de estas estructuras es la de sustituir, en el ámbito de las luchas intermedias, a las viejas organizaciones sindicales de resistencia [...].
»Cada núcleo de base está constituido casi siempre por la acción propulsiva de los anarquistas insurreccionalistas, pero no está constituido sólo por anarquistas. En su gestión asamblearia los anarquistas deben desarrollar al máximo su función propulsiva contra los objetivos del enemigo de clase.
»[...]
»El campo de acción de los grupos de afinidad y de los núcleos de base está constituido por las luchas de masas.
»Estas luchas son casi siempre luchas intermedias, las cuales no tienen un carácter directamente e inmediatamente destructivo, sino que se proponen a menudo como simples reivindicaciones, teniendo el objetivo de recuperar más fuerza para desarrollar mejor la lucha hacia otros objetivos.» (Alfredo Bonanno)[11]
Todos estos enunciados —y muchos otros que podrían citarse— comparten un rasgo común: el desprecio absoluto hacia la autonomía de las luchas sociales y los intereses y necesidades inmediatas de la gente que las impulsa, así como la voluntad claramente parasitaria de utilizar esas luchas como plataforma de la propia ideología. Y es que, tal como se expresa con todo cinismo en Ai ferri corti, «no se puede llamar precisamente “remarcable” a la capacidad de los subversivos de lanzar luchas sociales». Por tanto habrá que lanzarse sobre aquellas que puedan surgir «espontáneamente» fuera de los reducidos ámbitos subversivos. Por no extendernos más, dejamos al lector la tarea de desarrollar las implicaciones de estos posicionamientos.
Bloqueado entre el «ataque difuso» y la «radicalización de las luchas», el insurreccionalismo no contemplaba la vía que hubiera resultado de mayor interés: la de una práctica del sabotaje guiada por consideraciones estratégicas planteadas sobre intereses colectivos, no condicionada necesariamente por la existencia previa de movimientos sociales, pero en todo caso atenta a su surgimiento y respetuosa con ellos y sus circunstancias.
Hemos repasado brevemente las respuestas que daba el insurreccionalismo a las cuestiones de la práctica revolucionaria y del sujeto que habría de llevarla adelante. No podemos cerrar este breve resumen —que no puede agotar el tema— sin abordar su visión sobre otro problema clave: el de la organización. En primer lugar, porque las ideas insurreccionalistas sobre este punto constituían tal vez el aspecto de mayor interés y originalidad de esta corriente. En segundo lugar porque, en el caso ibérico, la crítica insurreccionalista hacia las formas de organización tradicionales y sus propuestas positivas en este terreno causaron la mayor impresión sobre nuestra generación de militantes. Fueron, de hecho, lo que más favoreció en aquel momento la difusión de este discurso.
La propuesta organizativa del insurreccionalismo giraba en torno a la llamada «organización informal». Según sus planteamientos teóricos, la organización informal no aspiraba a perdurar en el tiempo ni a conquistar ninguna clase de hegemonía. Por ello, podía prescindir de siglas y de toda la parafernalia proselitista habitual. La organización informal estaba —por emplear una expresión hoy de moda— «en construcción permanente». Nacía de las relaciones de afinidad, confianza y conocimiento mutuo entre compañeros. Tomaba cuerpo en torno a tareas y proyectos puntuales, momentos de acuerdo o situaciones concretas de conflicto. En ella, la comunicación y el acuerdo debían darse de manera fluida y no mediante congresos, delegaciones, reuniones periódicas, etc. La idea motriz era reservar íntegramente la autonomía de cada grupo e individuo, que no debía ser sacrificada en aras de su unificación bajo lo que Bonanno llamaba «organización de síntesis».
Con todo lo que esto tiene de discutible, nos gustaría destacar una serie de implicaciones positivas que contenía este planteamiento. En primer lugar, desacralizaba de un golpe las formas organizativas. No solo las formas organizativas concretas del anarquismo ibérico, sino las formas organizativas en sendo genérico, abstracto. Permitía volver a pensar la organización como un medio, no como un fin en sí misma. Como algo, por tanto, que podía y debía evolucionar —y llegado el caso, desaparecer— al compás de las transformaciones históricas y las condiciones de la lucha. Volvía a poner los aspectos cualitativos por encima de los cuantitativos. Por todo ello, desbloqueaba el problema de la organización y lo abordaba con una flexibilidad que dentro del anarquismo ibérico se había extinguido por completo. Se abrían así las puertas para una experimentación creativa con las formas de organización.
En segundo lugar, dentro de la organización informal no había lugar para el militantismo. Por decirlo de otro modo: no había lugar para la alienación con respecto a la propia militancia. La organización informal no sometía al militante a la presión de unos ritmos decididos en instancias de coordinación superiores; no le hacía sentirse como un gusano que tenía que estar a la altura de la «grandeza» de la organización y de su historia mitificada; permitía volver a cuestionarlo todo en cualquier momento. La organización informal impedía, en resumen, la aparición de un fetichismo de la organización.
Por último, el planteamiento de la organización informal afectaba de lleno a una cuestión que en nuestros medios se había obviado por completo, como era la calidad de las relaciones humanas establecidas en el seno de la organización. Ya no era la posesión de un carnet o el sometimiento a unos «principios, tácticas y finalidades» lo que nos convertía en «compañeros» de personas en realidad desconocidas. Para la organización informal, la relación de solidaridad, de compañerismo, venía determinada por el conocimiento recíproco, directo, por la discusión y la colaboración práctica. Era por tanto una relación concreta, y no abstracta como lo había sido hasta entonces en muchos casos.
Se trata, como hemos dicho, de implicaciones positivas que estaban contenidas, en potencia, dentro del concepto de organización informal. Por lo general, no eran desarrolladas por los textos insurreccionalistas, y se tradujeron más bien en las experiencias de aquellos que intentaron plasmar en la práctica las formulaciones —a menudo muy vagas— de la organización informal.
En el momento de su salto a la península Ibérica, el insurreccionalismo venía a ser una nebulosa de posiciones, maduradas colectivamente entre Italia y Grecia, en torno a las cuales había un cierto consenso de los compañeros de este ámbito. En Italia, ese discurso se había desarrollado gradualmente desde la década de los setenta, dentro de la trayectoria de lucha de un sector del anarquismo italiano que acumulaba la experiencia de varias generaciones de compañeros. Sin ser ninguna cumbre del pensamiento revolucionario, lo cierto es que para los italianos el insurreccionalismo tenía una riqueza de matices que aquí estuvimos muy lejos de apreciar. Y ello porque nacía como formulación teórica de una experiencia previa que brindaba ciertos puntos de referencia, ciertos sobreentendidos, de los que aquí se carecía. Los italianos tenían claro que esas ideas formaban parte de un proceso abierto, en curso, y por tanto estaban sujetas a debate y evolución. Sin embargo en España, desde el primer momento, esas ideas fueron asumidas en bloque como un corpus doctrinal cerrado al cual solo le restaba ser puesto en práctica: una ideología más. Este tipo de recepción, que tuvo consecuencias muy negativas, venía determinada por dos factores.
El primero de ellos fue coyuntural: el insurreccionalismo no se filtró de manera gradual a través de un proceso de debate, sino que «irrumpió» en medio de la agria polémica derivada de los hechos de Córdoba, en la cual apenas hubo lugar para matices o equidistancias. El segundo factor era estructural: el dogmatismo inherente al movimiento libertario español, ya fuera en su variante tradicionalista o en la juvenil. Toda idea novedosa era vista con desconfianza. No existía la más mínima conciencia de la necesidad y el valor de la teoría, lo cual no es de extrañar dadas las tradiciones antiintelectuales del anarquismo ibérico. Rigidez dogmática e indigencia teórica caminaban de la mano, y eran causa y efecto de la ausencia de una tradición de debate crítico, que no encontraba espacios para desarrollarse. Lo primero que aprendía cualquier militante era a considerar el «movimiento» o la «organización» como algo inmutable, eterno, incuestionable hasta en sus aspectos secundarios. Esta falta de flexibilidad del anarquismo ibérico, su incapacidad para integrar nuevos enfoques, determinó también en parte la violencia de la ruptura.
Esta impronta la arrastrábamos todos en mayor o menor medida, y por tanto no es de extrañar que el insurreccionalismo quedara reducido de manera inmediata a una especie de caricatura de sí mismo, útil para levantar de la noche a la mañana una identidad colectiva que se fue haciendo cada vez más autorreferencial. La forma que tuvimos de acogerlo es un indicador de las limitaciones del anarquismo ibérico en aquellas fechas, limitaciones de las que nosotros éramos lógicamente portadores y repetidores. Entre tanta confusión, no servían precisamente de ayuda las pésimas traducciones de los textos italianos (algunos de los cuales eran farragosos ya de por sí), ni el hecho de que nos llegaran con el orden cronológico completamente alterado, dificultando aún más la comprensión de las experiencias de lucha de las cuales procedían.
Para iniciar la crítica del insurreccionalismo ibérico nos servirá una de las pocas aportaciones locales destacables que se produjeron. Se trata del texto 31 tesis insurreccionalistas. Cuestiones de organización, firmado por el Colectivo Nada y publicado a comienzos de 2001. Este texto tuvo su papel en la extensión de la epidemia de rabia hacia los militantes desencantados del anarquismo oficial. Lo que queremos abordar ahora no es tanto lo que se decía en él, como aquello que se obviaba. Y lo que se obviaba era la represión: la lógica y previsible respuesta del Estado a la puesta en práctica de todo lo que el texto defendía en términos abstractos. Lo que cabía esperar del Estado una vez que se pasara al «ataque» y el «enfrentamiento continuado» era ventilado de manera ritual en un párrafo de cuatro líneas, dentro de un texto de dieciocho páginas:
«La organización informal tiene la necesidad de dotarse de medios materiales para combatir la represión. La solidaridad con los [represaliados] ha de ser una constante prioritaria puesto que es la única defensa del revolucionario. La solidaridad con los compañeros represaliados no puede quedarse en una pose o una actividad circunstancial» (tesis número XX).
Y eso era todo. Este olvido, o mejor dicho, esta ingenuidad aterradora en un momento en que ya se habían recibido severos golpes, no fue una falta particular de los autores de las 31 tesis. Estaba más bien generalizada, y el que se reflejara en ese texto era puramente sintomático del grado de inconsciencia colectiva: se partía sin ninguna consideración previa del hipotético alcance de la represión, una vez que determinadas ideas fueran llevadas a la práctica. De ahí se derivaron innumerables imprudencias, faltas continuas de seguridad y discreción, acciones chapuceras y temerarias. Si los italianos tuvieron su «montaje Marini», con el cual se intentó acabar con ellos de un solo golpe ejemplar, aquí hubo una cadena de golpes represivos que detallaremos más adelante. La historia de la epidemia de rabia puede verse, de hecho, como una secuencia de caídas de compañeros, cada una de las cuales jalona una etapa. La represión, con la que apenas se contaba, terminó convirtiéndose en factor determinante de todo el proceso.
Las 31 tesis no eran en realidad más que un castillo en el aire, por cuanto lo fiaban todo a la aparición de unos hipotéticos «movimientos sociales autónomos» sumamente radicales que no llegamos a ver en parte alguna (excepto quizá en las prisiones). Pero por lo menos las 31 tesis expresaban sus aspiraciones en términos de lucha colectiva, algo que con el tiempo se fue haciendo cada vez menos frecuente.
Y es que tras los momentos de entusiasmo inicial, comenzó a hacerse patente que la extensión de la lucha no iba a producirse con tanta facilidad como se había esperado. Una cierta frustración se extendió cuando, tras el clímax de Génova y la ejecución televisada de Carlo Giuliani, decayó el turismo antiglobalizador y sus elementos más moderados lograron contener a los bloques negros. El espectáculo de la revuelta ya no daba más de sí. El final del ciclo de luchas carcelarias de 1999-2002 también contribuyó poderosamente a este sentimiento. Entonces se empezó a echar mano del «individuo en lucha», el «rebelde social» que como figura retórica había estado agazapado desde el primer momento, y que empezó ahora a levantar cabeza, cobrando un protagonismo creciente por encima de los sujetos colectivos adormecidos.
No sabemos en Italia, pero en el caso español el «rebelde» del ideal insurreccionalista era un héroe trágico. Su heroísmo residía en el esfuerzo continuado por liberarse de cualquier adherencia sistémica. Su tragedia derivaba de las consecuencias prácticas y directas de semejante compromiso, y de una relación de fuerzas tan dispar que no dejaba lugar a esperanza alguna. El «sistema» era una sombra que golpear, el pretexto que ponía en marcha la personal odisea del individuo en lucha. De ahí que tantos escritos nacidos de esta corriente, hasta hoy mismo, estén plagados de imperativas exhortaciones a la acción, a la ruptura violenta de las rutinas cotidianas, a la «coherencia», a la autosuperación para escapar del rebaño, a vencer el miedo, etcétera.
Este «individuo en lucha», carente de orientación estratégica y de puntos de referencia colectivos, estaba obligado a buscar las motivaciones de su rebelión en su propio interior. Así se inició un significativo deslizamiento existencialista, claramente apreciable en muchos textos y panfletos, y en particular en los de aquellos que siguieron la estela de la Federación Ibérica de Juventudes Libertarias. La rabiosa retórica habitual de textos, comunicados y panfletos comenzó a llenarse de una lírica subjetivista de la peor especie. Se citaba indiscriminadamente, y casi siempre de segunda mano, a cualquier autor con aureola de maldito. Pero se recurría sobre todo a lo peor de la Internacional Situacionista, esto es, al misticismo hedonista de Vaneigem. El libro (¿?) Afilando nuestras vidas, editado por la FIJL en 2003 resulta un buen testimonio de este estado de confusión mental colectivo, yuxtaposición de muchas confusiones individuales. El siguiente paso lógico era la apología del nihilismo, de la irracionalidad y hasta del suicidio, expresada por publicaciones cada vez más ilegibles y autorreferenciales.
Por otra parte, aunque en los textos más elaborados del insurreccionalismo se había puesto buen cuidado en matizar que «acción» no significaba necesariamente acción violenta o ilegal, lo cierto es que su apología de la acción en sí y para sí condujo directamente a un fetichismo de la violencia que valoraba la acción ilegal por encima de cualquier otra. Este fetichismo se hacía claramente visible en las ilustraciones de los diversos boletines, plagadas de molotovs y de armas de fuego. Fetichismo tanto más triste por cuanto el nivel de violencia realmente ejercido nunca estuvo a la altura de los llamamientos retóricos a una violencia cataclísmica, desaforada, total, que haría tabla rasa con todo y no dejaría títere con cabeza.[12]
Así, cuando se empezó a practicar de manera sistemática el «ataque difuso», se creía sinceramente que estas acciones se explicaban por sí mismas y tenderían a extenderse cada vez más. La masa anónima estaba en realidad llena de saboteadores potenciales, hartos de la alienación cotidiana, que seguirían el ejemplo y lo llevarían cada vez más lejos. Nada de esto ocurrió, y el «ataque difuso» fue degenerando progresivamente en simple manifestación de rabia en el mejor de los casos, vandalismo desorientado, rito de identificación grupal o pasatiempo beodo en el peor. La cantidad de destrozos, eso sí, fue ingente, de lo cual dan fe las numerosas «cronologías» de acciones que se publicaban en boletines diversos, hasta que alguien cayó en la cuenta de que la policía también las leía con interés. En cuanto a la inserción en luchas sociales reales de militantes fuertemente ideologizados bajo la influencia insurreccionalista, fue problemática y en ocasiones hasta negativa. En ello influía el desprecio de estos militantes hacia cualquier clase de reivindicación parcial, así como el vanguardismo intrínseco a la ideología insurreccionalista, que ya abordamos más arriba. La principal excepción a esta norma fueron las luchas carcelarias iniciadas en 1999, de las cuales hablaremos más adelante.
Dentro de esta pésima adaptación española del discurso insurreccionalista, la noción de «organización informal» se vio en algún momento reemplazada por la de «informalidad organizativa», que invertía significativamente los términos trocando sustantivo y adjetivo. El acento pasaba de estar en la organización a estar en la informalidad, con las consecuencias que es fácil imaginar. Hablar de organización se fue haciendo cada vez más difícil. Creemos que influyó en ello el condicionamiento de tantos militantes que habían crecido oyendo nombrar a la CNT no como una organización, sino como La Organización. Las palabras son importantes y, después de la ruptura, en muchos ámbitos el asco hacia los ritos y los mitos del anarquismo oficial se hizo extensivo a la noción misma de organización. Y junto con esa noción se fueron devaluando otras que la acompañan como las de comunicación, abnegación, compromiso, responsabilidad, esfuerzo y trabajo en pos de los objetivos libremente elegidos. En ello tuvo también su papel la deriva existencialista que ya hemos mencionado, y más concretamente el discurso del «placer» —enésimo refrito de Vaneigem— según el cual las cosas se hacían por gusto, o no se hacían: en eso llegó a derivar la crítica de la alienación de la militancia. Los discursos antiorganizativos, en fin, hicieron mella en unas redes ya maltrechas, acelerando la atomización y el aislamiento.
La «informalidad», por lo demás, se hacía extensiva a la vida cotidiana. Queriendo huir de la explotación laboral, y más genéricamente del «rebaño» apacentado por el sistema, se caía en formas de vida extremadamente precarias y tribales, de las cuales se hacía luego la correspondiente apología. Así se pasaba de la crítica de la precariedad a la exaltación del precarismo. Todo ello solía venir acompañado de la correspondiente parafernalia estética, con lo cual la «informalidad» iba tomando claramente la forma de círculos cerrados cada vez más aislados y estrechos.
En general, cada enunciado del insurreccionalismo tuvo una traducción grotesca en suelo ibérico, o al menos esa es la percepción colectiva que ha quedado. Muchos compañeros definen este fenómeno con una curiosa expresión: «la informalidad mal entendida». Esta expresión ha hecho fortuna sin que se haya reflexionado acerca de ella. Presupone ante todo que existía una «informalidad bien entendida», que no obstante nunca es definida con precisión por nadie, y mucho menos puesta en práctica y socializada de inmediato, cuando han sobrado años para ello. Y es que no hay «informalidad» que valga, ni bien ni mal entendida: esta noción se acuñó para huir de aquella otra de «organización». Por otra parte, si las cosas fueron «mal entendidas», se deduce que el problema estuvo en nosotros y nuestras circunstancias, y no en los planteamientos insurreccionalistas tal como nos llegaron de Italia, los cuales ni siquiera a fecha de hoy serían criticables. Nosotros afirmamos, por el contrario, que una buena parte de los tropiezos posteriores estaban inscritos en la debilidad de esos planteamientos teóricos: en su incapacidad para el análisis de la realidad en que nos movíamos, cuando no en el desprecio de la misma; en su raíz individualista; en su vanguardismo mal disimulado; en su deliberada vaguedad; en su falta de articulación y de rigor. Que en el contexto italiano —por lo demás tan idealizado— estas ideas dieran más de sí, se debe precisamente a eso: al contexto. Un contexto más rico, más amplio, con continuidades generacionales que aquí han faltado, con una mayor sedimentación de luchas, de experiencias, etcétera. Esas ideas no valían demasiado en abstracto, en «estado puro», y fue precisamente así como las recibimos, completamente disociadas de las experiencias que les habían dado sentido.
Ahora bien, no dejaremos que todo quede sepultado bajo un manto de negatividad. Las ideas insurreccionalistas jugaron un papel positivo, y nunca nos cansaremos de decirlo. No se equivocaban los que entonces las abrazaron y difundieron: rompieron muchos bloqueos que nos asfixiaban, y pusieron un hierro al rojo sobre el adormilado anarquismo oficial. Lo erróneo sería persistir hoy en posiciones que han sido agotadas en la práctica, que no dan más de sí. Y, con todo, el insurreccionalismo enunciaba ciertas verdades que hoy nos parecen avances sin vuelta atrás. Avances que no son suficientes por sí solos, pero sí necesarios para ir construyendo otras cosas. Entre éstos, ya hemos mencionado la comprensión dinámica de la organización y el rechazo de la alienación militantista. Quisiéramos añadir ahora la idea de que en las condiciones actuales una práctica anticapitalista y subversiva no puede quedar anclada en la espera de las «masas», de la adhesión de sectores amplios de población, ni fiar a ésta todas sus perspectivas de futuro.
[1] Según una estadística interna realizada con posterioridad al VIII Congreso.
[2] Citaremos solo algunas: pactos previos a los comicios sobre los acuerdos que «deben salir»; constitución de sindicatos fantasma (sin el número mínimo necesario de afiliados) o exageración del número de afiliados para acudir a los plenos y congresos con mayor número de votos; redes burocráticas que funcionan a golpe de teléfono; copamiento de comités con el subsiguiente control de los flujos de información; empleo sistemático de la calumnia contra el disidente de turno, y muy especialmente de la acusación de «infiltrado»; y un largo etcétera. Uno de los dogmas de la ideología cenetista es que la estructura es perfectamente horizontal y democrática y no existen jerarquías. Este dogma de fe no altera por sí solo la realidad de los hechos: que desde los comités se disfruta de un relativo control de la organización; que se ha generado un cuerpo de «expertos» que son los que suelen acudir a los plenos y plenarias y son, de hecho, los que gobiernan la organización. Como no se admite ni siquiera la posibilidad de la existencia de una «jerarquía», esta jerarquía se camufla, se hace informal, y por tanto resulta aún más difícil de controlar que las de muchas organizaciones «autoritarias», que suelen contar con mecanismos formales para limitar el poder de la dirección.
[3] En tanto que «organización hermana», la CNT acogía a la FIJL en sus locales.
[4] El mismo término «insurreccionalismo» es problemático pues, si bien muchos lo rechazaron como una etiqueta espectacular o una nueva forma de encasillamiento, otros lo asumieron sin mayores complicaciones. Para favorecer una exposición más clara, hemos decidido emplearlo aquí sin demasiados complejos. (N. de los A.)
[5] El «montaje Marini», desarrollado entre 1994 y 2004, fue la principal operación policíaco-judicial por la que se intentó liquidar en Italia a la franja anarquista más combativa. Toma su nombre del fiscal Marini, que, con la intención de poner a los compañeros bajo el signo de un terrorismo espectacular al que son ajenos y poder así castigarlos con mayor dureza, se inventó una fantasmal «organización terrorista» centralizada y jerarquizada, a la que bautizó ORAI (Organización Revolucionaria Anarquista Insurreccionalista). Sobre Alfredo Bonanno, por ejemplo, recayó la acusación de ser el «dirigente» de la inexistente organización. Como resultado del proceso, varios compañeros permanecen encarcelados a fecha de hoy. Aparte de varios folletos que vieron la luz desde 1997, una buena recopilación de materiales en castellano sobre el montaje Marini está incluida en No podréis pararnos. La lucha anarquista revolucionaria en Italia, Klinamen/Conspiración. 2005. (N. de los A.)
[6] Si bien para nosotros supuso indudablemente una «novedad», hay que señalar que el insurreccionalismo no hacía sino volver a reunir elementos presentes desde mucho tiempo atrás en la tradición anarquista. En el caso del anarquismo español esos elementos —el individualismo, el ilegalismo, la informalidad, etc.— habían quedado en segundo plano por la pujanza histórica de su organización sindical, a la cual quedaron también subordinados en cierta medida. Pero no por ello podría decirse que hubieran estado completamente ausentes: simplemente habían sido soslayados por la historiografía, académica o anarquista. (N. de los A.)
[7] Véase al respecto su escrito «Nueva “vuelta de tuerca” del capitalismo», incluido en la mencionada recopilación No podréis pararnos. Sin embargo, en su texto introductorio para el encuentro de la Internacional Antiautoritaria Insurreccionalista, Bonanno introducía a modo de perspectiva estratégica la idea de que los países del ámbito mediterráneo serían en los años venideros los más propensos a estallidos insurreccionales. Previsión que, más de diez años después de ser formulada, no parece tener visos de realización. (N. de los A.)
[8] Dos textos representativos de esta tendencia son Los malos tiempos arderán, del Grupo Surrealista de Madrid y otros colectivos, y Bárbaros. La insurgencia desordenada, firmado por Crisso y Odoteo y publicado por la Biblioteca Social Hermanos Quero en 2006. Ambos fueron objeto de análisis crítico en el primer y segundo número de Resquicios respectivamente. (N. de los A.)
[9] Ai ferri corti/Etziok bueltarik. Romper con esta realidad, sus defensores y sus falsos críticos, Muturreko Burutazioak, 2001, págs. 42-46.
[10] El anarquismo en la sociedad postindustrial: insurreccionalismo. informalidad, proyectualidad anarquista al principio del 2000, Llavors d’Anarquia, 2002, pág. 21.
[11] «Nueva “vuelta de tuerca” del capitalismo», incluido en el citado No podréis pararnos, págs. 33-35.
[12] Como no queremos plagar el texto de comillas, haremos la obligatoria aclaración ritual: aquí empleamos el término «violencia» sin ninguna intencionalidad moralizante ni condena implícita hacia quien decide llevar la lucha fuera de los márgenes legales. E igual que no condenamos a priori el empleo de la fuerza sobre personas o cosas en el contexto de la guerra social, tampoco lo exaltamos como si contuviera alguna virtud inmanente que pudiera desligarse de cada situación concreta. (N. de los A.)