Título: Los anarquistas cubanos a fines del siglo XIX: los libertarios y la guerra del 95
Temas: anarquismo Anarquistas Cuba
Notas: Contiene también la continuación «El anarquismo en Cuba, desde el nacimiento de la República a la caída del dictador Gerardo Machado: El fin de la hegemonía libertaria sobre el movimiento obrero». Este resumen histórico fue motivado por el artículo: ¿Diálogo? ¿Pistoletazo? ¡Pueblo!
Fuente: Recuperado el 29 de enero de 2014 desde inventati.org/ingobernablesDos posiciones de los anarquistas ante la guerra del 95
El apoyo anarquista a la preparación de la guerra
Anarquistas en los campos de Cuba Libre
La entrada de los Estados Unidos, los anarquistas durante la ocupación
«Yo confío en que los socialistas libertarios que luchan contra el actual régimen no van a colocar uno nuevo en su lugar; ha sido y debe ser comprendido este sentimiento de oposición contra todos los gobiernos que durante la guerra de independencia se encarnó en cada socialista libertario, hacer imposible la opresión del pueblo de Cuba por esas misma leyes como las españolas, por cuya supresión entregaron sus vidas mártires como Martí, Crecci, Maceo y miles de otros cubanos...»
De una carta dirigida a sus camaradas cubanos por el célebre anarquista italiano Errico Malatesta (2 pág. 54).
No es de extrañar que entre las alternativas viables a fines del pasado siglo en el escenario político cubano: la de la reforma autonomista o la del levantamiento armado independentista, la segunda ganara para su causa el corazón de muchos socialistas libertarios. El acuerdo del congreso obrero de 1882 apoyando la lucha contra el colonialismo impulsa la convergencia entre proletarios y separatistas. Sin embargo, no puede hablarse de consenso con respecto a la nueva guerra por parte de los anarquistas de Cuba. Muchos ácratas no apoyaban al independentismo, por oposición a una calamitosa guerra entendida como de carácter civil, en tanto Cuba formaba parte de España, una conflagración promovida por una ideología liberal nacionalista como la que sustentaba José Martí, en la que la solución al problema obrero no quedaba suficientemente esclarecida a la luz de la doctrina del socialismo libertario.
Pensaban que la república prometida por los independentistas no se diferenciaría de las del resto del continente donde los anarquistas eran tan perseguidos como en el reino de España. El espíritu antibelicista de muchos ácratas, fundamentalmente los de La Habana se sublevaba de antemano contra la idea de una guerra bárbara que habría de destruir la economía de un país, arrebatando 300 000 vidas y cuyo colofón resultaría la entrega de la isla a los Estados Unidos.
España, rendida, castigó a su hija rebelde, Cuba, tratando la paz con el enemigo anglosajón, a espaldas de los mambises. Según el escritor Carlos Alberto Montaner, en dialogo sostenido con el autor de estas notas, al entregar Madrid la soberanía de la isla a Estados Unidos, en lugar de hacerlo al movimiento independentista, la vieja metrópolis intentaba preservar las integridad de sus colaboradores, resguardándolos de posibles represalias por parte de un ejercito mambí triunfante. Así, la famosa enmienda Platt, que coartó la soberanía de la república durante sus primeros treinta años, nació precisamente a causa de las condiciones establecidas por España para su capitulación ante los Estados Unidos, el país llamado a intervenir cuando fuera necesario, no solo para proteger sus intereses sino también en defensa de las propiedades españolas en la excolonia. En cierto sentido la historia daría la razón a los anarquistas que asumieron una posición neutral ante el proceso bélico.
Si en algo pueden asemejarse las tres grandes revoluciones sufridas por Cuba en su devenir histórico, la prolongada independentista, la democrático nacionalista de los 30tas y la del 59 (originalmente democrática pero luego devenida en marxista-leninista) es que en cada una las expectativas del movimiento anarquista cubano quedaron insatisfechas. Por otra parte conviene recordar la culpa histórica de España, país en que salvan distancias ideológicas para fascinarse hoy con la figura de Fidel Castro, contemplándolo como el reivindicador del desastre del 98, la vieja espina clavada por Estados Unidos en el orgullo hispano. La españolidad se perdió en Cuba no sólo por la torpeza de los políticos de la metrópolis, o por la superioridad militar norteamericana, sino también porque la soberbia y el desprecio de los combatientes separatistas le impidió a España tener la visión política necesaria para tratar a tiempo la paz con honor (entiéndase la independencia) directamente con cubanos. De haberlo hecho aunque Martí hubiera muerto, quizás «otro gallo cantaría y Cuba sería feliz». Al entregar la isla de Cuba al tutelaje estadounidense, el gobierno español facilitó lo que quiso impedir José Martí al costo de su propia vida: «que se extiendan por las Antillas los Estados Unidos y caigan con esa fuerza más, sobre nuestras tierras de América» (1 pág. 327).
A partir de la crisis económica mundial de 1857, se inició una imparable ola migratoria de empresarios y obreros cubanos hacia los Estados Unidos. Los emigrados harían de su nueva patria el foco de conspiración separatista más peligroso para el Gobierno General de la Isla de Cuba. Fue aquí donde con mayor éxito desplegó su labor en pro de la independencia José Martí. Su oratoria y su honestidad política lograron atraer numerosos obreros al movimiento independentista. Quien revise la obra publicistica de Martí en los Estados Unidos encontrará excelentes artículos de critica social en los que sin hacer concesiones en cuanto a su conceptos sobre la propiedad y la libertad de mercado, reconoce el derecho a la huelga y a la organización de los obreros para demandar condiciones justas de vida. La concepción socio liberal de Martí le permite tender un puente entre la lucha independentista que estaba organizando y las organizaciones de obreros cubanos emigrados, poderosamente influidas por las ideas ácratas. Los líderes más importantes del anarquismo criollo, después de la muerte de Enrique Roig San Martín, los otros dos Enriques, Crecci y Messioner, se comprometerían con la causa de la emancipación nacional proclamada por Martí. Es justo reconocer cuando se habla del apoyo que recibió José Martí de los ácratas cubanos de entonces del caso de Carlos Baliño, a quien el veterano libertario estadounidense Sam Dolgoff ubica como un activo anarquista dentro de los trabajadores del tabaco en la Florida (2 pág.49). Con el tiempo Baliño terminaría convirtiéndose en fundador de una de las primeras organizaciones prosoviéticas de Cuba: La Agrupación Comunista de La Habana (18 de marzo de 1923). Pero treinta años antes se podían presumir los contactos y coincidencias de Baliño con los anarquistas de Estados Unidos, quienes mayoritariamente se declararon partidarios de la independencia de Cuba. En un discurso con motivo del 10 de octubre de 1892 Baliño cita, precisamente, las palabras de un líder anarquista norteamericano, Justus H. Schwab para decir: «No podemos permanecer inactivos cuando un pueblo lucha por conquistar su emancipación aunque no lo mueva el deseo de conquistar esas reformas radicales que nosotros proclamamos y que son las únicas que pueden garantizar la expansión del individuo» (3 pág. 92).
Para explicar este acercamiento de los anarquistas a la empresa martiana conviene también tomar en cuenta la estructura del El Partido Revolucionario Cubano, fundado por Martí en 1892. Su concepción descentralizada, y unos estatutos propios de la democracia directa, se avienen en buena medida a los hábitos organizativos de los anarquistas, quienes se agruparon fundamentalmente en los clubes «Enrique Roig San Martín» y «Fermín Salvochea» (5 pág. 9).
No puede decirse que fuera en la ultima guerra de independencia la primera vez que anarquistas y sus ideas estuviesen en la manigua. Durante la guerra de los 10 años algunos elementos anarquistas procedentes de la industria tabacalera habían participado. Varias de las figuras destacadas de la guerra grande se encontraban bajo la influencia ideológica del teórico anarquista francés Proudhon, como es el caso de Vicente García y Salvador Cisnero Betacourt, quienes defendían las tesis del federalismo, dentro de la República en Armas. (4 pág. 2).
En la guerra del 95 numerosos anarquistas tomaron parte en la lucha armada, muchos de ellos se convertirían en figuras renombradas como es el caso Armando André. Este comandante independentista terminaría sus días asesinado, tres meses después de haber llegado a la presidencia de la república otro famoso mambí, Gerardo Machado, ¿el motivo?: las denuncias realizadas en contra del nuevo presidente por el antiguo anarquista desde la dirección del periódico oposicionista El Día.
Otra figura relevante para significar la participación anarquista en esta última guerra es Enrique Crecci, el dirigente de EL Productor, de quien ya hemos hablado. Crecci también tuvo un trágico destino, en 1896 cayó macheteado en un hospital de sangre en los llanos de Matanzas. Es bueno destacar la participación en esta contienda de anarquistas extranjeros, como en los casos de los italianos Orestes Ferrara y Federico Falco (4 pág. 3).
El papel de los ácratas en Europa es uno de los elementos que no debe dejarse a un lado si queremos comprender plenamente el rol del anarquismo en la independencia. Frank Fernández historiador y líder del actual Movimiento Libertario Cubano en el exilio se refiere a este escenario cuando escribe: «La crueldad de la guerra creó en España una situación de tensión social que produjo una ácida crítica por parte de los anarquistas españoles y que fue apoyada al momento por los ácratas simpatizantes del separatismo tales como Salvochea y Pedro Vallina. En enero de 1896 se constituye en París el Comité Francés de Cuba Libre debido al trabajo tesonero de Malato y el Dr. Betances. Es necesario destacar que este comité estuvo compuesto principalmente por anarquistas franceses, tales como, Louise Michel, Sébastien Faure y otros».
Uno de los factores más importantes en la derrota española lo constituye el asesinato del primer ministro español a manos de un anarquista italiano en 1897. Se cree que el hecho contó con participación directa de Emeterio Betances, el doctor puertorriqueño vinculado, como ya vimos, al exilio cubano en París. El mandatario ultimado, Cánovas del Castillo, de terquedad parangonable a la de Fidel Castro, fue un conservador cuya dureza contra los independentistas cubanos superó con creces la intransigencia que en este siglo tuvo la célebre «Dama de Hierro», Margareth Tatcher ante los terroristas del IRA y la ocupación de las Malvinas por los militares argentinos. Cánovas estaba decidido a aplastar la revolución cubana, pero nos sólo utilizando «hasta el ultimo hombre y la ultima peseta», sino también mediante una verdadera política genocida de cuya ejecución se encargó en la isla el despiadado general Valeriano Weyler. La política sanguinaria de este oficial, si bien diezmó la base popular de la que se nutrían los independentistas, desarrollando lo que hoy llamaríamos una «limpieza étnica» resultó contraproducente para los intereses coloniales, pues hizo impopular la postura de España ante los ojos de la opinión publica del mundo. Si alguna vez en la historia fue justo un atentado anarquista, fue precisamente el de aquel día de 1897 en que, leyendo apaciblemente el periódico, en un balneario de San Sebastián, el primer ministro «del Castillo», recibió un disparo a quemarropa del libertario italiano Angiolillo. Este pistoletazo, no solo puso fin a una táctica criminal en la isla de Cuba, sino que provocó vacilaciones decisivas en la política colonial española que serían aprovechadas muy inteligentemente por una nueva potencia que emergía del otro lado del Atlántico. La muerte de Cánovas trajo al gobierno al liberal Praxedes Mateo Sagasta, quien sin el respeto y la simpatía con que contaba su antecesor en Europa, llevó a cabo una estrategia tardía de apaciguamiento. El sucesor de Cánovas ordenó inmediatamente el regreso de Weyler (quien por cierto había logrado salir ileso de otro atentado en la capitanía general) e inició la «Perestroika» en el régimen colonial e Cuba. Ya era demasiado tarde, la mala fama estaba creada. Más le habría valido a los liberales de España haber escuchado al liberal de Cuba, José Martí, cuando reclamó a la república española proclamada en 1873 el derecho de Cuba a ser libre (1 pág.46). Una autonomía para Cuba en 1898, no evitaría lo que los españoles aun hoy recuerdan como el desastre. Aprendan pues los actuales gobernantes cubanos para que la experiencia no se repita este siglo si tarda la democratización.
El 15 de febrero de 1898 estalla misteriosamente el acorazado Maine, enviado al puerto de La Habana para proteger los intereses norteamericanos en esta ciudad. El hecho, convenientemente manipulado por la prensa amarilla, se convirtió en el pretexto esperado para la ruptura de hostilidades entre Estados Unidos y una decadente metrópolis europea. El 19 de abril de 1898 el Congreso Norteamericano aprobaba la Resolución Conjunta que reconocía el derecho del pueblo de Cuba a la independencia y exigía al gobierno español la renuncia inmediata de su autoridad sobre la isla. Se iniciaba la guerra hispano-norteamericana que culminaría con la firma del tratado de París. El presidente Mac Kinley humilló con su victoria al viejo león español, no solo se hacía Estados Unidos de Cuba, isla rica y de estratégica posición, sino también de los restos del viejo imperio, desde Puerto Rico a Filipinas. La victoria le aseguró al presidente Mac Kinley un nuevo mandato que no llego a culminar, pues murió, ¡quien lo diría!, a manos de un anarquista.
No cabe duda que la ocupación norteamericana de la isla, cedida oficialmente por España el 10 de diciembre de 1898, significó un hecho frustrante para los combatientes cubanos, a quienes tras luchar arduamente durante décadas se les impidió participar en las conversaciones de paz y entrar como ejército vencedor en las ciudades abandonadas por las tropas coloniales. Cuando Estados Unidos concede la independencia a Cuba en 1902 la soberanía de Cuba quedara condicionada por una enmienda propuesta por el senador norteamericano Orville H. Platt. Según este apéndice a la Constitución de la joven república, a EUA se le concedían derechos a bases carboneras, a intervenir militarmente, así como a tener la prerrogativa de autorizar los empréstitos que hiciera el gobierno cubano. La influencia económica norteamericana se manifestó en la compra de grandes extensiones de tierra abaratadas por la guerra. Las empresas norteamericanas adquirieron así miles de caballerías, además de fábricas de tabaco y cientos de concesiones para explotar minas, instalar alumbrado eléctrico, controlar el transporte ferroviario etc. Si en 1895 las inversiones norteamericanas eran de 50 millones de pesos, un año después de finalizada la ocupación alcanzaban el índice de los 100 millones.
Contra tal estado de cosas maduró una conciencia patriótica que se consagraría en la revolución del 33 y que fue alimentada en sus inicios por los nacionalistas, los liberales y los anarquistas cubanos. Por otro lado hay que reconocer que en medio del caos provocado por la guerra en Cuba, muy similar al dejado por los nazis en Europa tras su derrota a manos de los aliados, los ocupantes norteamericanos contribuyeron a restaurar las heridas de la guerra, a reactivar la maltrecha economía cubana en poco tiempo, a detener el hambre, a desarrollar las obras publicas, y a modernizar la excolonia en los ordenes educacional, sanitario, jurídico y político. (7 págs.12-13). Por otra parte, el hecho de que la república naciera de la intervención no pudo impedir un proceso de paulatina y espontánea renacionalización económica que se desarrolló continuamente hasta el triunfo de la revolución del 59, y sobre el que los historiadores marxistas prefieren no hablar. El fin de la dominación española significó no sólo la irrupción del capital norteamericano sino también la revitalización del movimiento obrero. Gracias a la puesta nuevamente en práctica de la Ley de Asociaciones de 1833, que autorizaba la creación y funcionamiento de organizaciones obreras y que había sido suspendida por la autoridades coloniales durante los años de la guerra (3 pág. 126), los obreros cubanos pudieron crear nuevas organizaciones, que ocuparon el lugar de las que de alguna manera había apoyado al régimen autonómico. En este contexto se crea en 1899 La Liga General de Trabajadores Cubanos, la más importante agrupación de aquel período, entre cuyos fundadores se encontraba numerosos obreros de origen ácrata aunque también los habrá de otras ideologías. El primer presidente de la liga fue el viejo líder Enrique Messonier, el último sobreviviente de los tres Enriques del anarquismo cubano decimonónico. Messonier capitalizó para su elección la fama de su larga trayectoria como dirigente libertario y comprometido independentista. La liga surgía, entre otros propósitos, con los objetivos de luchar porque los obreros cubanos disfrutaran de las mismas garantías y ventajas que los extranjeros, porque se gestionara ocupación para los obreros repatriados y porque se buscara oficio a los huérfanos de calle. La organización de trabajadores desencadenó varias huelgas a fines de 1901 y principios de 1902.
Pero de todas las acciones de la Liga, la más importante (y que determinó su quiebra) fue la primera huelga general de nuestra historia, desencadenada ya bajo el mandato de Estrada Palma en noviembre del 92 y que se conoce como de los aprendices. Dicho boicot estaba encaminado a detener la discriminación que sufrían los jóvenes cubanos, a quienes no se les permitía entrar como aprendices de los trabajos mejor remunerados en las fábricas de tabaco, un privilegio reservado para los obreros de origen español. La huelga fracasó, no sólo por el modo en que fue reprimida por las autoridades gubernamentales, sino también por las vacilaciones del propio Messonier, quien ya por entonces se deshacía de su credo anarquista para incorporarse al Partido Nacional Cubano, y por la resistencia que encontró por parte de trabajadores anarquistas que vieron en aquella lucha una manera de quebrar la unidad que debía haber entre los obreros por encima de las nacionalidades. Al terminar la huelga de los 10000 miembros con que contaba la liga al inicio del paro, sólo quedarían 300 (3 págs. 132-133).
Para terminar esta parte de la historia del anarquismo cubano conviene recordar el apoyo que recibieron las huelgas organizadas por la Liga de Trabajadores Cubanos por parte de libertarios que sin integrar la organización simpatizaron como ella, como es el caso de: Adrián del Valle (cuyo seudónimo era Palmiro de Lidia), Abelardo Saavedra y Arturo Juvenet, miembros los tres de la redacción del semanario ¡Tierra! (3 pág. 136).
1- José Martí, Mis Propias Palabras, Editora Taller, Santo Domingo, 1995.
2- Sam Dolgoff, Den Kubanska Revolutionen-Ur ett Kritisk perspektiv-, Federativ, Stockholm, 1982.
3- Instituto de Historia del Movimiento Comunista y Socialista de Cuba. Historia del Movimiento Obrero Cubano 1865-1958. Tomo 1, Editora Política, La Habana, 1985.
4- Frank Fernández, The Anarchist & Liberty (electronic version) http://www.cs.uthah.edu/~galt/cuba.html.
5- Frank Fernández, Cuba, Los Anarquistas y La Libertad[1], en CNT, marzo de 1994, Barcelona.
6- Juan G. Bedoya, Más se perdió en Cuba, en El País, domingo 11 de septiembre de 1994, pp. 16-17.
7- Juan Clark, Cuba Mito y Realidad, Saeta Ediciones, Miami-Caracas, 1992.