Título: ¿Catastrofismo o abandono del sentido crítico?
Fecha: 2007
Temas: Catastrofismo Ecología
Notas: Publicado originalmente en abril de 2007
Fuente: Recuperado el 25 de junio de 2013 desde nodo50.org/tierraylibertad¿Por qué el análisis crítico que hemos propuesto a propósito de numerosas cuestiones técnico-científicas, como los OGM (organismos genéticamente modificados), el descifrado del genoma humano, la procreación humana artificial o la fabricación de energía electronuclear, no se ejerce con la teoría del calentamiento global (global warming)? ¿Por qué esa prudencia, si no desconfianza de que hacemos gala ante las creencias admitidas (Dios, el Estado, la autoridad, la cárcel...) queda olvidada? ¿Porque lo del clima nos supera? ¿Porque procede de la naturaleza y nos remite a la psiqué de un antiguo animismo subsistente en algún recodo de nuestro cerebro reptil?
No, nada de eso, ningún motivo nos impide conservar nuestra razón crítica, practicar nuestra filosofía de la duda, que no es incompatible con las convicciones. Y resulta que, en el caso del calentamiento global, los científicos no son unánimes, contrariamente a lo que se pretende.
Sí, la mayoría de ellos admiten las conclusiones de los informes del GIEC (Grupo Intergubernamental para el Estudio del Clima), pero los anarquistas están bien situados para saber que la mayoría no siempre tiene razón. Existen sabios que, en grados diversos, se interrogan sobre la realidad del calentamiento climático. Si se toma el caso de Francia, se puede citar por ejemplo a los geógrafos Marcel Leroux y Jean-Pierre Vigneau, al ingeniero Yves Lenoir, y a otros que se muestran prudentes sobre tal o cual punto de la hipótesis o sobre una u otra interpretación (como Robert Kandel, Martin Tebeaud o Pierre Pagney).
Alejémonos provisionalmente, para avanzar serenamente en nuestro análisis, del argumento que consiste en decir que los que niegan (o minimizan) el calentamiento global tienen que ver con las grandes petroleras o con la familia Bush. Podríamos oponer a ello el lobby de las electronucleares, argumentando que la energía atómica no produce gases con efecto invernadero.
Alejémonos también de las constataciones empíricas: la nevada invernal ha disminuido, por ejemplo, en el Macizo Central y en los Alpes del norte de Francia desde hace unos veinte años, lo que confirmaría la hipótesis de un recalentamiento (no global, pero sí local, que no es lo mismo). Podemos también replicar que algunas regiones de Siberia no habían conocido antes un invierno tan frío (en 2006 se ha batido un récord centenario).
Los desacuerdos entre científicos son variados y graduales. Se centran, de modo general, en cuatro puntos en particular, más la cuestión de su síntesis:
La validez de las medidas, especialmente las mediciones de temperatura (las estadísticas disponibles, su distribución geográfica, la reconstrucción de las temperaturas anteriores...)
La relación entre recalentamiento y gas con efecto invernadero (GES)
La función de los GES de origen humano
La pertinencia de los modelos climáticos utilizados por los ordenadores para prever el futuro climático
Sin poder entrar en una discusión erudita, que llevaría varias páginas, podemos plantear, sin abandonar la prudencia, varios interrogantes.
No disponemos de datos térmicos (ni climatológicos) científicamente sólidos anteriores a siglo y medio (desde 1850 hasta nuestros días). Eso es muy poco en la escala del tiempo planetario. El período es más restringido todavía para los datos que afectan a grandes regiones fundamentales (África subsahariana, Asia central, Amazonia...). Dicho de otro modo, para analizar el clima del conjunto de la Tierra y del tiempo, no tenemos más que datos fragmentarios.
Hay que reconstruir climas antiguos, lo que resulta muy difícil a pesar de la ayuda reciente de la glaciología y la palinología. Una de sus consecuencias es la utilización de medias, a menudo abusivas, de generalizaciones y aproximaciones que aumentan el margen de error.
Fundamentalmente, la propia noción de calentamiento global es tan ambigua que puede aludir a un «clima global» o a un «tiempo medio». ¿Cuál es el «clima terrestre» si somos africanos, esquimales o aborígenes? ¿Y si somos argentinos o franceses? Si la Tierra se calienta aquí pero se enfría allí, ¿cuál es el valor de la media térmica?
La relación entre calentamiento y GES está comúnmente admitida. Pero no hay que olvidar que el vapor de agua forma parte de ello, y que representa las dos terceras partes del efecto invernadero. Esto es en primer lugar un fenómeno natural, sin el cual el planeta sería tan frío como Venus. Por eso, hay que hablar más bien del «efecto invernadero adicional» para evocar las causas de origen humano.
La Tierra ha conocido ya muchos recalentamientos, entre los últimos, las épocas interglaciares, el optimum del Dryas (de -10.000 a -8.500 años BP), el pequeño optimum boreal de los siglos X al XIII, en la época en que Groenlandia era el «país verde» (green land) de los vikingos, antes de que éstos lo abandonaran tras un enfriamiento. O bien esos episodios de recalentamiento, de observación fundamental porque nos permiten evaluar concretamente un fenómeno en lugar de glosar sobre el futuro, no son forzosamente el corolario de una elevación de los GES. Dicho de otro modo: el recalentamiento no está ligado a la abundancia de CO2 en la atmósfera.
La existencia de GES de origen humano no ha sido rebatida. Sin embargo, la amplitud y el impacto de esos GES plantean interrogantes. Se ha observado un ligero enfriamiento climático de 1950 a 1970 en Europa occidental, mientras que las industrias pesadas de los «treinta gloriosos», emisoras de GES, actuaban a toda máquina. Este recordatorio basta para hacernos prudentes respecto a las relaciones entre industria, CO2 y calentamiento climático. Por otra parte, los científicos y los ecologistas de la época nos pronosticaban un enfriamiento del clima a causa del polvo contaminante, que bloquearía los rayos del sol.
La manipulación de miles de datos por ordenadores cada vez más potentes ¿basta para reconstruir el tiempo y para prevenir el futuro? Se puede dudar a la vista de la incapacidad actual que tienen los meteorólogos para predecir aquí y ahora el tiempo más allá de tres días, e incluso dentro de esos tres días los errores son numerosos. Cualquiera puede darse cuenta, por no hablar de algunos fracasos monumentales de la meteorología (como la famosa tempestad invernal de 1999 en Francia).
El problema es por lo menos doble para los cálculos del ordenador:
Los modelos climatológicos aplicados no han sido revisados desde hace lustros, especialmente los relativos a la circulación general de la atmósfera. Los trabajos de Marcel Leroux, que inciden en la circulación meridiana (norte-sur) generada por los AMP (anticiclones móviles polares) se ignoran porque molestan al dogma comúnmente admitido.
No todos los parámetros están integrados, o lo están mal: la nubosidad, la velocidad del viento, las emisiones de GES causadas por erupciones volcánicas... La circulación general de los océanos, durante mucho tiempo apenas tenida en cuenta, de ahí las numerosas críticas justificadas a este respecto, son objeto de nuevas investigaciones, que suscitan nuevas cuestiones.
La menor de las cosas —la menor de las «precauciones», por retomar un término a la moda— es de tal complejidad, complejidad del clima, del mundo, de los cálculos, que debe hacernos permanecer prudentes, interrogativos y mesurados. Como subrayaba con acierto Elysée Reclus en el prefacio de Dios y el Estado de Bakunin (1882), «el sabio del hoy no es sino el ignorante de mañana». Y si no ¿qué demuestra el desenfreno del catastrofismo ecológico, los pronósticos tan inquietantes, la desmesura de todo tipo? ¡Son excesos de los que se alimentan los eternos profetas de la desgracia, los gurús, los medios sensacionalistas, los políticos demagogos! El anarquismo, que no constituye una alternativa más extrema, a pesar de que algunos lo desearían, tiene, a mi parecer, más a perder que a ganar si se alinea con ese cortejo del miedo, del exceso y del extremismo.
Hay que preguntarse sobre la utilización del catastrofismo ecologista tal y como se utiliza de modo dominante por los dominantes. A mi parecer, el interés más o menos súbito que tienen los dirigentes por el medio ambiente no procede de un simple oportunismo. Desde luego existe en términos de táctica electoral, de cálculo político, de demagogia y de estrategia de promoción. Pero eso no basta para comprender lo que pasa. Hay muchos factores en juego y no necesitamos una «teoría del complot» que interese a la extrema derecha.
Los capitalistas han comprendido que no pueden cortar indefinidamente la rama ecológica sobre la que se asientan sus beneficios. La fórmula (catastrofista) de Lenin, según la cual venderán la soga con la que los revolucionarios los colgarán, es sin duda impresionante pero también tiene su parte de verdad. La externalización de los costes ecológicos tiene sus límites, incluso para los capitalistas. Plantearse otros recursos (materias primas, energía...) es ya para ellos una necesidad en el marco de una competición feroz por la supervivencia económica, incluso en el sector petrolífero y automovilístico. En esta como en otras actividades, no basta con forrarse a costa ajena o buscar un proletariado más manejable y explotable, hay que extender el mensaje ecologista de «apretarse el cinturón» y de «la lucha por la supervivencia». Un discurso social-darwinista al gusto del consumidor. Este mensaje es además práctico porque conforta a las bases de la dominación. Cultiva el eterno principio de los dominantes afirmando «estamos todos en el mismo barco», la Tierra en competencia, es decir: no hay clases sociales, no hay dominantes y dominados, no hay lucha de clases. Se le reviste de una dimensión mística, la «diosa Gaia» (a la que hay que salvar), que es mucho más atractiva que el «índice Dow Jones» (que hay que aumentar). Esta dimensión mística, que llega hasta la divinización de la naturaleza, es aún más necesaria y bienvenida porque palía en los países industrializados el retroceso del sentimiento religioso clásico, permitiendo un retorno a esto: sea por medio de las nuevas sectas que hacen de la Naturaleza su nueva religión, sea por una vuelta a las Iglesias tradicionales que, como el Vaticano, han adoptado un discurso ecologista.
El catastrofismo ecológico añade una dimensión de miedo que tiene varias consecuencias. Paraliza a una parte de las masas desarrollando en ellas «el egoísmo colectivo», es decir, el «cada uno a lo suyo, y Dios y el Estado para todos». Lanza a algunas minoría a posturas de urgencia (el activismo ecológico más o menos radical) o de repliegue (las pequeñas comunidades, el primitivismo, la secta) con sus inquietantes derivaciones políticas, como la «dictadura acogedora» reclamada por el filósofo Hans Jonas con el fin de «salvar el planeta».
El miedo conducido por el catastrofismo ecologista engendra reacciones histéricas que proceden más de la «peste emocional», que Wilhelm denunciaba a propósito del fascismo, que de la argumentación reflexiva y respetuosa. Basta con consultar Internet para ver el nivel de estupidez e incompetencia de ciertas reacciones ante los que se interrogan sobre la veracidad del calentamiento global. Afortunadamente, el compañero argentino no forma parte de ellas, pero la tendencia es casi siempre más a la exclusión que al diálogo.
Los plazos lejanos, apocalípticos y casi milenaristas, de la hipótesis del calentamiento global reducen o reconfiguran la problemática de las necesidades inmediatas, incluyendo las medioambientales, y más aún si no se trata directamente del clima (la contaminación de las aguas, la peligrosidad del trabajo, de algunos productos...). El efecto perverso es que numerosos actores sociales están interesados en incluir el calentamiento global entre sus reivindicaciones para obtener satisfacciones (y algunos científicos lo han entendido muy bien y se sirven de ello para obtener créditos o notoriedad...).
De modo más general, el calentamiento global, que se da cada vez más como LA causa única y explicativa de todo, o de casi todo, nos conduce a una filosofía monista, monocausal, en la que reinan los sistemas de causalidad lineal, y los principios únicos (Dios, la Tierra...) pueden explicarlo todo y... dictar nuestra conducta. Aquí es donde se establece la conexión entre ciencia e ideología: porque entre algunos estudiosos, la toma en cuenta de varios factores, de parámetros diversos, de amplias escalas de tiempo y espacio, es a menudo atajada de modo apabullante. Y no hablemos de los medios de comunicación, que caricaturizan y simplifican a más no poder. La sumisión del razonamiento complejo supone cuestionar nuestra inteligencia y nuestro sentido crítico. El sistema escolar dominante lo enloquece. Simultáneamente, el pueblo soberano se siente presionado por los sabios, que lo mantienen en la ignorancia. La tecnociencia, que detenta la legitimidad del discurso sobre el calentamiento global puede todavía imponerse y reinar.
Por último, hay dos paradojas. Porque la retórica sobre el calentamiento global, su pretensión de prever el tiempo en un siglo, el aumento de los océanos casi al centímetro, la elevación térmica casi al milímetro, mientras que ningún boletín meteorológico es capaz de darnos el tiempo exacto de aquí a una semana, tiene como corolario la pretensión de afirmar que la humanidad es responsable del desastre climático. Bajo la capa de una denuncia anti-prometeica, esta retórica cultiva y rehabilita en realidad el pensamiento prometeico.
Y lo practica en los dos sentidos: al denunciar la actuación de la humanidad sobre la naturaleza y su irresponsabilidad, anuncia al mismo tiempo que lo que la humanidad ha deshecho lo puede rehacer: puede modificarlo todo a su antojo. Dicho de otro modo, pretende decir que la humanidad puede controlar el clima en su beneficio, que es dueña del tiempo y del espacio. Podemos ver enseguida el desarrollo de preparativos y políticas de todo tipo que preparan los dirigentes... Por otra parte, ya existen soluciones de lo más tecnocrático o peregrino para luchar contra el calentamiento global... Algunos proyectos se plantean nada menos que sembrar los océanos con limaduras o con sulfato de hierro para favorecer la multiplicación de fitoplancton que elimine el CO2. Menuda oportunidad para los siderúrgicos...
No es esa la menor de las sorpresas; es la segunda de las dos paradojas que hemos anunciado. Efectivamenten, no es una sorpresa que los ecologistas, a pesar de las críticas abiertas de la filosofía prometeica y de la tecnociencia, se hayan sometido con tanta facilidad a la retórica del calentamiento global, que se ha basado en la ciencia, pero que es a priori pura y dura, y sin embargo resucita a Prometeo.
Eso no es nada asombroso si vemos los orígenes de la historia, en realidad mal conocida, de la ecología y del ecologismo desde Haeckel, inventor de la palaba ecología en 1866, cuyo libro sobre El monismo fue prologado por el racista George Vacher de Lapouge, que sugería sustituir la divisa «libertad, igualdad, fraternidad» por «determinismo, desigualdad, selección». ¿Deben seguir los anarquistas este camino cenagoso?
Sí, el tiempo es inestable, cambiante, complejo, multiforme, vivo, libre. Todos los sacerdotes, gurús y reyes han tratado desde hace lustros de controlarlo a su gusto (el reloj, las fiestas, el calendario) pero en vano. Lo han querido disfrazar de dios omnipotente, con sus sacerdotes, sus gurús y sus profetas de la desgracia... Pues bien, el tiempo se burla de ellos porque les muestra la realidad, la de la humanidad y su entorno en toda su riqueza. ¡Viva la anarquía de los meteoros!