Título: La Conquista del Pan
Fecha: 1892
Temas: Clásico Revolución
Notas: Traducción de León-Ignacio, digitalizada por J. de M.
Fuente: Recuperado el 28 de diciembre de 2012 desde Kolectivo Conciencia LibertariaLa humanidad ha caminado gran trecho desde aquellas remotas edades durante las cuales el hombre vivía de los azares de la caza y no dejaba a sus hijos más herencia que un refugio bajo las penas, pobres instrumentos de sílex y la naturaleza, contra la que tenían que luchar para seguir su mezquina existencia.
Sin embargo, en ese confuso período de miles y miles de años, el género humano acumuló inauditos tesoros. Roturó el suelo, desecó los pantanos, hizo trochas en los bosques, abrió caminos; edificó, inventó, observó, pensó; creó instrumentos complicados, arrancó sus secretos a la naturaleza, domó el vapor, tanto que, al nacer, el hijo del hombre civilizado encuentra hoy a su servicio un capital inmenso, acumulado por sus predecesores. Y ese capital le permite obtener riquezas que superan a los ensueños de los orientales en sus cuentos de Las mil y una noches.
Aún son más pasmosos los prodigios realizados en la industria. Con esos seres inteligentes que se llaman máquinas modernas, cien hombres fabrican con qué vestir a diez mil hombres durante dos años. En las minas de carbón bien organizadas, cien hombres extraen cada año combustible para que se calienten diez mil familias en un clima riguroso. Y si en la industria, en la agricultura y en el conjunto de nuestra organización social sólo aprovecha a un pequeñísimo número la labor de nuestros antepasados, no es menos cierto que la humanidad entera podría gozar una existencia de riqueza y de lujo sin más que con los siervos de hierro y de acero que posee. Somos ricos, muchísimo más de lo que creemos. Ricos por lo que poseemos ya; aún más ricos por lo que podemos conseguir con los instrumentos actuales; infinitamente más ricos por lo que pudiéramos obtener de nuestro suelo, de nuestra ciencia y de nuestra habilidad técnica, si se aplicasen a procurar el bienestar de todos.
Somos ricos en las sociedades civilizadas. ¿Por qué hay, pues, esa miseria en torno nuestro? ¿Por qué ese trabajo penoso y embrutecedor de las masas, ¿Por qué esa inseguridad del mañana (hasta para el trabajador mejor retribuido) en medio de las riquezas heredadas del ayer y a pesar de los poderosos medios de producción que darían a todos el bienestar a cambio de algunas horas de trabajo cotidiano?
Los socialistas lo han dicho y repetido hasta la saciedad. Porque todo lo necesario para la producción ha sido acaparado por algunos en el transcurso de esta larga historia de saqueos, guerras, ignorancia y opresión en que ha vivido la humanidad antes de aprender a domar las fuerzas de la naturaleza.
Porque, amparándose en pretendidos derechos adquiridos en el pasado, hoy se apropian dos tercios del producto del trabajo humano, dilapidándolos del modo más insensato y escandaloso. Porque reduciendo a las masas al punto de no tener con qué vivir un mes o una semana, no permiten al hombre trabajar sino consintiendo en dejarse quitar la parte del león. Porque le impiden producir lo que necesita y le fuerzan a producir, no lo necesario para los demás, sino lo que más grandes beneficios promete al acaparador.
Contémplese un país, civilizado. Taláronse los bosques que antaño lo cubrían, se desecaron los pantanos, se saneó el clima: ya es habitable. El suelo, que en otros tiempos sólo producía groseras hierbas, suministra hoy ricas mieses. Las rocas, suspensas sobre los valles del Mediodía, forman terrazas por donde trepan las viñas de dorado fruto. Plantas silvestres que antes no daban sino un fruto áspero o unas raíces no comestibles, han sido transformadas por reiterados cultivos en sabrosas hortalizas, en árboles cargados de frutas exquisitas. Millares, de caminos con base de piedra y férreos carriles surcan la tierra, horadan las montañas; en los abruptos desfiladeros silba la locomotora. Los ríos se han hecho navegables; las costas sondeadas y esmeradamente reproducidas en mapas, son de fácil acceso; puertos artificiales, trabajosamente construidos y resguardados contra los furores del océano, dan refugio a los buques. Horádanse las rocas con pozos profundos; laberintos de galerías subterráneas se extienden allí donde hay carbón que sacar o minerales que recoger. En todos los puntos donde se entrecruzan caminos han brotado y crecido ciudades, conteniendo todos los tesoros de la industria, de las artes y de las ciencias.
Cada hectárea de suelo que labramos en Europa, ha sido regada con el sudor de muchas razas; cada camino tiene una historia de servidumbre personal, de trabajo sobrehumano, de sufrimientos del pueblo. Cada legua de vía férrea, cada metro de túnel, han recibido su porción de sangre humana.
Los pozos de las minas conservan aún frescas las huellas hechas en la roca por el brazo del barrenador. De uno a otro pilar pudieron señalarse las galerías subterráneas por la tumba de un minero, arrebatado en la flor de la edad por la explosión de grisú, el hundimiento o la inundación, y fácil es adivinar cuantas lágrimas, privaciones y miserias sin nombre ha costado cada una de esas tumbas a la familia que vivía con el exiguo salario del hombre enterrado bajo los escombros.
Las ciudades; enlazadas entre sí con carriles de hierro y líneas de navegación, son organismos que han vivido siglos. Cavad su suelo, y encontraréis hiladas superpuestas de calles, casas, teatros, circos y edificios públicos. Profundizad en su historia, y veréis cómo la civilización de la ciudad, su industria, su genio, han crecido lentamente y madurado por el concurso de todos sus habitantes antes de llegar a ser lo que son hoy.
Y aun ahora, el valor de cada casa, de cada taller, de cada fábrica, de cada almacén, sólo es producto de la labor acumulada de millones de trabajadores sepultados bajo tierra, y no se mantiene sino por el esfuerzo de legiones de hombres que habitan en ese punto del globo. ¿Qué sería de los docks de Londres, o de los grandes bazares de París, si no estuvieran situados en esos grandes centros del comercio internacional? ¿Qué sería de nuestras minas, de nuestras fábricas, de nuestros astilleros y de nuestras vías férreas, sin el cúmulo de mercaderías transportadas diariamente por mar y por tierra?
Millones de seres humanos han trabajado para crear esta civilización de la que hoy nos gloriamos. Otros millones, diseminados por todos los ámbitos del globo, trabajan para sostenerla. Sin ellos, no quedarían más que escombros de ella dentro de cincuenta años.
Hasta el pensamiento, hasta la invención, son hechos colectivos, producto del pasado y del presente. Millares de inventores han preparado el invento de cada una de esas máquinas, en las cuales admira el hombre su genio. Miles de escritores, poetas y sabios han trabajado para elaborar el saber, extinguir el error y crear esa atmósfera de pensamiento científico, sin la cual no hubiera podido aparecer ninguna de las maravillas de nuestro siglo. Pero esos millares de filósofos, poetas, sabios e inventores, ¿no hablan sido también inspirados por la labor de los siglos anteriores? ¿No fueron durante su vida alimentados y sostenidos, así en lo físico como en lo moral por legiones de trabajadores y artesanos de todas clases? ¿No adquirieron su fuerza impulsiva en lo que les rodeaba?
Ciertamente, el genio de un Seguin, de un Mayer y de un Grove, han hecho más por lanzar la industria a nuevas vías que todos los capitales del mundo. Estos mismos genios son hijos de industria, igual que de la ciencia, porque ha sido necesario que millares de máquinas de vapor transformasen, año tras año, a la vista de todos, el calor en fuerza dinámica, y esta fuerza en sonido, en luz y en electricidad, antes de que esas inteligencias geniales llegasen a proclamar el origen mecánico y la unidad de las fuerzas físicas. Y si nosotros, los hijos del siglo XIX, al fin hemos comprendido esta idea y hemos sabido aplicarla, es también porque para ello estábamos preparados por la experiencia cotidiana.
También los pensadores del siglo pasado la habían entrevisto y enunciado, pero quedó sin comprender, porque el siglo XVIII no había crecido como nosotros, junto a la máquina de vapor.
Piénsese en las décadas que hubieran transcurrido aún en ignorancia de esa ley que nos ha permitido revolucionar la industria moderna, si Watt no hubiese encontrado en Soho trabajado hábiles para construir con metal sus planes teóricos, perfeccionar todas sus partes, y aprisionándolo dentro de un mecanismo completo hacer por fin el vapor más dócil que el caballo, más manejable que el agua.
Cada máquina tiene la misma historia: larga historia de noches en blanco y de miseria; de desilusiones y de alegrías, de mejoras parciales halladas por varias generaciones de obreros desconocidos que venían a añadir al primitivo invento esas pequeñas nonadas sin las cuales permanecería estéril la idea más fecunda. Aún más: cada nueva invención es una síntesis resultante de mil inventos anteriores en el inmenso campo de la mecánica y de la industria.
Ciencia e industria, saber y aplicación, descubrimiento y realización práctica que conduce a nuevas invenciones, trabajo o cerebral y trabajo manual, idea y labor de los brazos, todo se enlaza. Cada descubrimiento, cada progreso, cada aumento de la riqueza de la humanidad, tiene su origen en el conjunto del trabajo manual y cerebral, pasado y presente. Entonces, ¿qué derecho asiste a nadie para apropiarse la menor partícula de ese inmenso todo y decir: Esto es mío y no vuestro?
Pero sucedió que todo cuanto permite al hombre producir y acrecentar sus fuerzas productivas fue acaparado por algunos.
El suelo, que precisamente saca su valor de las necesidades de una población que crece sin cesar, pertenece hoy a minorías que pueden impedir e impiden al pueblo el cultivarlo o le impiden el cultivarlo según las necesidades modernas.
Las minas, que representan el trabajo de muchas generaciones y su valor no deriva sino de las necesidades de la industria y la densidad de la población, pertenecen también a unos pocos, y esos pocos limitan la extracción del carbón, o la prohíben en su totalidad si encuentran una colocación más ventajosa para sus capitales.
También la maquinaria es propiedad sólo de algunos, y aun cuando tal o cual máquina representa sin duda alguna los perfeccionamientos aportados por tres generaciones de trabajadores, no por eso deja de pertenecer a algunos patronos; y si los nietos del mismo inventor que construyó, cien años ha, la primera máquina de hacer encajes se presentasen hoy en una manufactura de Basilea o de Nottingham y reclamasen sus derechos, les gritarían: ¡Marchaos de aquí; esta máquina no es vuestra! Y si quisiesen tomar posesión de ella, les fusilarían.
Los ferrocarriles, que no serían más que inútil hierro viejo sin la densa población de Europa, sin su industria, su comercio y sus cambios, pertenecen a algunos accionistas, ignorantes quizá de dónde se encuentran los caminos que les dan rentas superiores a las de un rey de la Edad Media. Y si los hijos de los que murieron a millares cavando las trincheras y abriendo los túneles se reuniesen un día y fueran, andrajosos y hambrientos, a pedir pan a los accionistas, encontrarían las bayonetas y la metralla para dispersarlos y defender los derechos adquiridos.
En virtud de esta organización monstruosa, cuando el hijo del trabajador entra en la vida, no halla campo que cultivar, máquina que conducir ni mina que acometer con el zapapico, si no cede a un amo la mayor parte de lo que él produzca. Tiene que vender su fuerza para el trabajo por una ración mezquina e insegura. Su padre y su abuelo trabajaron en desecar aquel campo, en edificar aquella fábrica, en perfeccionarla. Si él obtiene permiso para dedicarse al cultivo de ese campo, es a condición de ceder la cuarta parte del producto a su amo, y otra cuarta al gobierno y a los intermediarios. Y ese impuesto que le sacan el Estado, el capitalista, el señor y el negociante, irá creciendo sin cesar. Si se dedica a la industria, se le permitirá que trabaje a condición de no recibir más que el tercio o la mitad del producto, siendo el resto para aquel a quien la ley reconoce como propietario de la máquina.
Clamamos contra el barón feudal que no permitía al cultivador tocar la tierra, a menos de entregarle el cuarto de la cosecha. Y el trabajador, con el nombre de libre contratación, acepta obligaciones feudales, porque no encontraría condiciones más aceptables en ninguna parte. Como todo es propiedad de algún amo, tiene que ceder o morirse de hambre.
De tal estado de cosas resulta que toda nuestra producción es un contrasentido. Al negocio no le conmueven las necesidades de la saciedad; su único objetivo es aumentar los beneficios del negociante. De aquí las continuas fluctuaciones de la industria, las crisis en estado crónico.
No pudiendo los obreros comprar con su salario las riquezas que producen, la industria busca mercados fuera, entre los acaparadores de las demás naciones Pero en todas partes encuentra competidores, puesto que la evolución de todas las naciones se realiza en el mismo sentido. Y tienen que estallar guerras por el derecho de ser dueños de los mercados. Guerras por las posesiones en Oriente, por el imperio de los mares, para imponer derechos aduaneros y dictar condiciones a sus vecinos, ¡guerras contra los que se sublevan! No cesa en Europa el ruido del cañón; generaciones enteras son asesinadas; los Estados europeos gastan en armamentos el tercio de sus presupuestos.
La educación también es privilegio de ínfimas minorías. ¿Puede hablarse de educación cuando el hijo del obrero se ve obligado a la edad de trece años a bajar a la mina o ayudar a su padre en las labores del campo?
Mientras que los radicales piden mayor extensión de las libertades políticas, muy pronto advierten que el hálito de la libertad produce con rapidez el levantamiento de los proletarios y entonces cambian de camisa, mudan de opinión y retornan a las leyes excepcionales y al gobierno del sable. Un vasto conjunto de tribunales, jueces, verdugos, polizontes y carceleros, es necesario para mantener los privilegios. Este sistema suspende el desarrollo de los sentimientos sociales. Cualquiera comprende que sin rectitud, sin respeto a sí mismo, sin simpatía y apoyos mutuos, la especie tiene que degenerar. Pero eso no les importa a las clases directoras, e inventan toda una ciencia absolutamente falsa para probar lo contrario.
Se han dicho cosas muy bonitas acerca de la necesidad de compartir lo que se posee con aquellos que no tienen nada. Pero cuando se le ocurre a cualquiera poner en práctica este principio, en seguida se le advierte que todos esos grandes sentimientos son buenos en los libros poéticos, pero no en la vida. Mentir es envilecerse, rebajarse, decimos nosotros, y toda la existencia civilizada Se trueca en una inmensa mentira. ¡Y nos habituamos, acostumbrando a nuestros hijos a practicar como hipócritas una moralidad de dos caras!
El simple hecho del acaparamiento extiende así sus consecuencias a la vida social. A menos de perecer, las sociedades humanas vense obligadas a volver a los principios fundamentales: siendo los medios de producción obra colectiva de la humanidad, vuelven al poder de la colectividad humana. La apropiación personal de ellos no es justa ni útil. Todo es de todos, puesto que todos lo necesitan, puesto que todos han trabajado en la medida de sus fuerzas, y es imposible determinar la parte que pudiera corresponder a cada uno en la actual producción de las riquezas.
¡Todo es de todos! He aquí la inmensa maquinaria que el XIX ha creado; he aquí millones de esclavos de hierro que llamamos máquinas que cepillan y sierran, tejen e hilan para nosotros, que descomponen y recomponen la primera materia y forjan las maravillas de nuestra época.
Nadie tiene derecho a apoderarse de una sola de esas máquinas y decir: Es mía; para usar de ella, me pagaréis un tributo por cada uno de vuestros productos. Como tampoco el señor de la Edad Mediatenía derecho para decir al labrador: Esta colina, ese prado, son míos, y me pagaréis por cada gavilla de trigo que cojáis, por cada montón de heno que forméis.
Basta de esas fórmulas ambiguas, tales como el derecho al trabajo, o a cada uno el producto íntegro de su trabajo. Lo que nosotros proclamamos es el derecho al bienestar, el bienestar para todos.
El bienestar para todos no es un sueño. Es posible, realizable, después de lo que han hecho nuestros antepasados para hacer fecunda nuestra fuerza de trabajo.
Sabemos que los productores, que apenas forman el tercio de los habitantes en los países civilizados, producen ya lo suficiente para que exista cierto bienestar en el hogar de cada familia. Sabemos, además, que si todos cuantos derrochan hoy los frutos del trabajo ajeno se viesen obligados a ocupar sus ocios en trabajos útiles, nuestra riqueza crecería en proporción múltiple del número de brazos productores. Y en fin, sabemos que, en contra de la teoría del pontífice de la ciencia burguesa (Malthus), el hombre acrecienta su fuerza productiva con mucha más rapidez de lo que él mismo se multiplica. Cuanto mayor número de hombres hay en un territorio, tanto más rápido es el progreso de sus fuerzas productoras.
Hoy, a medida que se desarrolla la capacidad de producir, aumenta en una proporción sorprendente el número de vagos e intermediarios. Al revés de lo que se decía en otros tiempos entre socialistas, de que el capital llegaría a reconcentrarse bien pronto en tan pequeño número de manos, que sólo sería menester expropiar a algunos millonarios para entrar en posesión de las riquezas comunes, cada vez es más considerable el número de los que viven a costa del trabajo ajeno.
En Francia no hay diez productores directos por cada treinta habitantes. Toda la riqueza agrícola del país es obra de menos de siete millones de hombres, y en las dos grandes industrias de las minas y de los tejidos cuéntanse menos de dos millones quinientos mil obreros. ¿Cuál es la cifra de los explotadores del trabajo? En Inglaterra (sin Escocia e Irlanda), un millón treinta mil obreros, hombres, mujeres y niños, fabrican todos los tejidos; un poco más de medio millón explotan las minas, menos de medio millón labran la tierra, y los estadísticos tienen que exagerar las cifras para obtener un máximum de ocho millones de productores para veintiséis millones de habitantes. En realidad, son de seis a siete millones de trabajadores quienes crean las riquezas enviadas a las cuatro partes del mundo. ¿Y cuantos son los rentistas o los intermediarios que añaden a sus rentas las que se adjudican haciendo pagar al consumidor de cinco a veinte veces más de lo que han pagado al productor? Los que detentan el capital reducen constantemente la producción, impidiendo producir. No hablemos de esos toneles de ostras arrojados al mar para impedir que la ostra llegue a ser un alimento de la plebe y deje de ser una golosina propia de la gente acomodada; no hablemos de los mil y mil objetos de lujo tratados de igual manera que las ostras. Recordemos tan sólo cómo se limita la producción de las cosas necesarias a todo el mundo. Ejércitos de mineros no desean más que extraer todos los días carbón y enviarlo a quienes tiritan de frío. Pero con frecuencia la tercera parte o dos tercios de eso ejércitos vense impedidos de trabajar más de tres días por semana, para que se mantengan altos los precios. Millares de tejedores no pueden manejar los telares, al paso que sus mujeres y sus hijos no tienen sino harapos para cubrirse y las tres cuartas partes de los europeos no cuentan con vestido que merezca tal nombre.
Centenares de altos hornos, miles de manufacturas permanecen regularmente inactivos; otros no trabajan más que la mitad del tiempo, y en cada nación civilizada hay siempre una población de unos dos millones de individuos que piden trabajo y no lo encuentran.
Millones de hombres serían felices con transformar los espacios incultos o mal cultivados en campos cubiertos de ricas mieses. Pero esos valientes obreros tienen que seguir parados porque los poseedores de la tierra, de la mina, de la fábrica, prefieren dedicar los capitales a préstamos a los turcos o egipcios, o en acciones de oro de la Patagonia, que trabajen para ellos los fellahs egipcios, los italianos emigrados del país de su nacimiento o los coolies chinos.
Esta es la limitación consciente y directa de la producción. Pero hay también una limitación indirecta e inconsciente, que consiste en gastar el trabajo humano en objetos inútiles en absoluto, o destinados tan sólo a satisfacer la necia vanidad de los ricos.
Baste citar los miles de millones gastados por Europa en armamento, sin más fin que conquistar mercados para imponer la ley económica a los vecinos y facilitar la explotación en el interior; los millones pagados cada año a los funcionarios de todo fuste, cuya misión es mantener el derecho de las minorías a gobernar la vida económica de la nación; los millones gastados en jueces, cárceles, policías y todo ese embrollo que llaman justicia; en fin, los millones empleados en propagar por medio de la prensa ideas nocivas y noticias falsas, en provecho de los partidos, de los personajes políticos y de las compañías de explotadores.
Aún se gasta más trabajo inútilmente aquí para mantener la cuadra, la perrera y la servidumbre doméstica del rico; allí para responder a los caprichos de las rameras de alto copete y al depravado lujo de los viciosos elegantes; en otra parte, para forzar al consumidor a que compre lo que no le hace falta o imponerle con reclamos un articulo de mala calidad; más allá para producir sustancias alimenticias nocivas en absoluto para el consumidor, pero provechosas para el fabricante y el expendedor. Lo que se malgasta de esta manera bastaría para duplicar la producción útil, o para crear manufacturas y fábricas que bien pronto inundaría los almacenes con todas las provisiones de que carecen dos tercios de la nación.
De aquí resulta que de los mismos que en cada nación se dedican a los trabajos productivos, la cuarta parte por lo menos se ven obligados con regularidad a un paro de tres o cuatro meses por año, y otra cuarta parte, si no la mitad, no puede producir con su labor otros resultados que divertir a los ricos o explotar al público.
Así, pues, por un lado si se considera la rapidez con que las naciones civilizadas aumentan su fuerza de producción, y por otro los límites puestos a ésta, debe deducirse que una organización económica medianamente razonable permitiría a las naciones civilizabas amontonar en pocos años tantos productos útiles, que se verían en el caso de exclamar: “¡Basta de carbón, basta de trigo, basta de telas! ¡Descansemos, recojámonos para utilizar mejor nuestras fuerzas, para emplear mejor nuestros ocios!”
No; el bienestar para todos no es un sueño. Podía serlo cuan a duras penas lograba el hombre recoger ocho o diez hectolitros trigo por hectárea, o construir por su propia mano los instrumentos mecánicos necesarios para la agricultura y la industria. Ya no es un ensueño desde que el hombre inventara el motor que, con un poco de hierro y algunos kilos de carbón, le da la fuerza de un caballo dócil, manejable, capaz de poner en movimiento la máquina más complicada.
Mas para que el bienestar llegue a ser una realidad, es preciso que el inmenso capital deje de ser considerado como una propiedad privada, del que el acaparador disponga a su antojo. Es menester que el rico instrumento de la producción sea propiedad común, a fin de que el espíritu colectivo saque de él los mayores beneficios para todos. Se impone la expropiación.
El bienestar de todos como fin; la expropiación como medio.
La expropiación: tal es el problema planteado pos la historia ante nosotros los hombres de fines del siglo XIX. Devolución a la comunidad de todo lo que sirva para conseguir el bienestar.
Pero este problema no puede resolverse por la vía legislativa. El pobre y el rico comprenden que ni los gobiernos actuales ni los que pudieran surgir de una revolución política serían capaces de resolverlo. Siéntese la necesidad de una revolución social, y ni a ricos ni a pobres se les oculta que esa revolución está próxima.
Durante el curso de este último medio siglo se ha comprobado la evolución en los espíritus; pero comprimida por la minoría, es decir, por las clases poseedoras, y no habiendo podido tomar cuerpo, es necesario que aparte por medio de la fuerza los obstáculos y que se realice con violencia por medio de la revolución.
¿De dónde vendrá la revolución? ¿Cómo se anunciará? Es una incógnita. Pero los que observan y meditan no se equivocan: trabajadores y explotadores, revolucionarios y conservadores, pensadores y hombres prácticos, todos confiesan que está llamando a nuestras puertas.
Todos hemos estudiado mucho el lado dramático de las revoluciones, y poco su obra verdaderamente revolucionaria, o muchos de entre nosotros no ven en esos grandes movimientos más que el aparato escénico, la lucha de los primeros días, las barricadas. Pero esa lucha, esa escaramuza primera, terminan muy pronto; sólo después de la derrota de los antiguos gobiernos comienza la obra real de la revolución.
Incapaces e impotentes, atacados por todas partes, pronto se los lleva el soplo de la insurrección. En pocos días dejó de existir la monarquía burguesa de 1848, y cuando un coche de alquiler llevaba a LuisFelipe de Francia, a París ya no le importaba un pito el ex rey.
El gobierno de Thiers desapareció en pocas horas, el 18 de marzo de 1871, dejando a París dueño de sus destinos. Y sin embargo, 1848 y 1871 no fueron más que insurrecciones. Ante una revolución popular, los gobernantes se eclipsan con sorprendente rapidez. Recordemos la Comuna.
Desaparecido el gobierno, el ejército ya no obedece a sus jefes, vacilante por la oleada del levantamiento popular. Cruzándose de brazos, la tropa deja hacer, o con la culata en alto se une a los insurrectos. La policía, con los brazos caídos, no sabe si debe pegar o si gritar “¡Vive la Commune!” Y los agentes de orden público se meten en sus casas “a esperar el nuevo gobierno”. Los orondos burgueses lían la maleta y se ponen a buen recaudo. Sólo queda el pueblo. He aquí cómo se anuncia una revolución:
Proclámese la Comuna en varias grandes ciudades. Miles de hombres están en las calles, y acuden por la noche a los clubs improvisados, preguntándose: “¿Qué vamos a hacer?”, y discutiendo con ardor los negocios públicos. Todo el mundo se interesa en ellos; los indiferentes de la víspera son quizá los más celosos. Por todas partes mucha buena voluntad, un vivo deseo de asegurar la victoria.Prodúcense las grandes abnegaciones. El pueblo desea sólo marchar adelante.
De seguro que habrá venganzas satisfechas. Pero eso será un accidente de la lucha y no la revolución. Los socialistas gubernamentales, los radicales, los genios desconocidos del periodismo, los oradores efectistas, corren al ayuntamiento, a los ministerios, para tomar posesión de las poltronas abandonadas. Admíranse ante los espejos ministeriales y estudian el dar órdenes con una gravedad a la altura de su nueva posición. ¡Les hace falta un fajín rojo, un kepis galoneado y un ademán magistral para imponerse al ex compañero de redacción o de taller! Los otros se meten entre papelotes con la mejor voluntad de comprender alguna cosa. Redactan leyes, lanzan decretos de frases sonoras, que nadie se cuidará de ejecutar.
Para darse aires de una autoridad que no tienen, buscan la canción de las antiguas formas de gobierno. Elegidos o aclamados, se reúnen en parlamentos o en consejos de la Comuna. Allí se encuentran hombres pertenecientes a diez, a veinte escuelas diferentes que no son capillas particulares, como suele decirse, sino que corresponden a maneras diversas de concebir la extensión, el alcance y los deberes de la revolución. Posibilistas, colectivistas, radicales, jacobinos, blanquistas, forzosamente reunidos, pierden el tiempo en discutir. Las personas honradas se confunden con los ambiciosos, que sólo piensan en dominar y en despreciar a la multitud de la cual han surgido. Llegando todos con ideas diametralmente opuestas, se ven obligados a formar alianzas ficticias para constituir mayorías que no duran ni un día; disputan, se tratan unos a otros de reaccionarios, de autoritarios, de bribones; son incapaces de entenderse acerca de ninguna medida seria, y propenden a perder el tiempo en discutir necedades; no consiguen hacer más que dar a luz proclamas altisonantes, todo se toma por lo serio, mientras que la verdadera fuerza del movimiento está en la calle.
Durante ese tiempo, el pueblo sufre. Páranse las fábricas, los talleres están cerrados, el comercio se estanca. El trabajador ya no cobra ni aun el mezquino salario de antes. El precio de los alimentos sube.
Con esa abnegación heroica que siempre ha caracterizado al pueblo, y que llega a lo sublime en las grandes épocas, tiene paciencia. l es quien exclamaba en 1848: “Ponemos tres meses de miseria al servicio de la República”, mientras que los diputados y los miembros del nuevo gobierno, hasta el último policía, cobraban con regularidad sus pagas. El pueblo sufre. Con su ingenua confianza, con la candidez de la masa que cree en los que la conducen, espera que se ocupen de él allá arriba, en la Cámara, en el Ayuntamiento, en el comité de Salud pública.
Pero allá arriba se piensa en toda clase de cosas, excepto en los sufrimientos de la muchedumbre. Cuando el hambre roe a Francia en 1793 y compromete la revolución; cuando el pueblo se ve reducido a la última miseria, al paso que los Campos Elíseos se ven llenos de magníficos carruajes, donde exhiben las mujeres sus lujosas galas, ¡Robespierre insiste en los Jacobinos en hacer discutir su memoria acerca de la constitución inglesa! Cuando el trabajador sufre en 1848 con la paralización general de la industria, el gobierno provisional y la Cámara discuten acerca de las pensiones militares y el trabajo durante esta época de crisis. Y si algún cargo debe hacerse a la Comuna de París, nacida bajo los cánones de los prusianos, y que sólo duró setenta días, es el no haber comprendido que la revolución comunera no podía triunfar sin combatientes bien alimentados y que con seis reales diarios no se podía a la vez batirse en las murallas y mantener a su familia.
El pueblo sufre y pregunta: “¿Qué hacer para salir del atolladero?”
Reconocer y proclamar que cada cual tiene ante todo el derecho de vivir, y que la sociedad debe repartir entre todo el mundo, sin excepción, los medios de existencia de que dispone. Obrar de suerte que, desde el primer día de la revolución, sepa el trabajador que una nueva era se abre ante él; que en lo sucesivo nadie se verá obligado a dormir debajo de los puentes, junto a los palacios, a permanecer ayuno mientras haya alimentos, a tiritar de frío cerca de los comercios de pieles. Sea todo de todos, tanto en realidad como en principio, y prodúzcase al fin en la historia una revolución que piense en las necesidades del pueblo antes de leerle la cartilla de sus deberes.
Esto no podrá realizarse por decretos, sino tan sólo por la toma de posesión inmediata, efectiva, de todo lo necesario para la vida de todos; tal es la única manera en verdad científica de proceder, la única que comprende y desea la masa del pueblo.
Tomar posesión, en nombre del pueblo sublevado, de los graneros de trigo, de los almacenen atestados de ropa y de las casas habitables. No derrochar nada, organizarse en seguida para llenar los vacíos, hacer frente a todas las necesidades, satisfacerlas todas; producir, no ya para dar beneficios, sea a quien fuere, sino para hacer que viva y se desarrolle la sociedad.
Basta de esas fórmulas ambiguas, como el “derecho al trabajo”, tengamos el valor de reconocer que el bienestar debe realizarse a toda costa. Cuando los trabajadores reclamaban en 1848 el “derecho al trabajo”, organizábanse talleres nacionales o municipales y se enviaba a los hombres a fatigarse en esos talleres por dos pesetas diarias. Cuando pedían la organización del trabajo, respondíanles: “Paciencia, amigos; el gobierno va a ocuparse de eso, y ahí tenéis hoy dos pesetas. ¡Descansad, rudos trabajadores, que harto os habéis afanado toda la vida!” Y entretanto, apuntábanse los cánones,convocábanse hasta las últimas reservas del ejército, desorganizábase a los propios trabajadores por mil medios que se conocen al dedillo los burgueses. Y cuando menos lo pensaban, dijéronles: “¡O vais a colonizar el África, u os ametrallamos!”
¡Muy diferente será el resultado si los trabajadores reivindican el derecho del bienestar! Por eso mismo proclaman su derecho a apoderarse de toda la riqueza social; a tomar las casas e instalarse en ellas con arreglo a las necesidades de cada familia; a tomar los víveres acumulados y consumirlos de suerte que conozcan la hartura tanto como conocen el hambre. Proclaman su derecho a todas las riquezas, y es menester que conozcan lo que son los grandes goces del arte y de la ciencia, harto tiempo acaparados por los burgueses.
Y cuando afirman su derecho al bienestar, declaran su derecho a decidir ellos mismos lo que ha de ser su bienestar, lo que es preciso para asegurarlo y lo que en lo sucesivo debe abandonarse como desprovisto de valor.
El derecho al bienestar es la posibilidad de vivir como seres humanos y de criar los hijos para hacerles miembros iguales de una sociedad superior a la nuestra, al paso que el derecho al trabajo es el derecho a continuar siempre siendo un esclavo asalariado, un hombre de labor, gobernado y explotado por los burgueses del mañana. El derecho al bienestar es la revolución social; el derecho al trabajo es, a lo sumo, un presidio industrial.
Toda sociedad que rompa con la propiedad privada se verá en el caso de organizarse en comunismo anarquista.
Hubo un tiempo en que una familia de aldeanos podía considerar el trigo que cultivaba y las vestiduras de lana tejidas en casa como productos de su propio trabajo. Aun entonces, esta creencia no era del todo correcta. Había caminos y puentes hechos en común, pantanos desecados por un trabajo colectivo y pastos comunes cercados por setos que todos costeaban, Una mejora en las artes de tejer o en el modo de tintar los tejidos, aprovechaba a todos; en aquella época, una familia campesina no podía vivir sino a condición de encontrar apoyo en la ciudad, en el municipio.
Los italianos que morían de cólera cavando el canal de Suez, o de anemia en el túnel de San Gotardo, y los americanos segados por las granadas en la guerra abolicionista de la industria algodonera en Francia y en Inglaterra no menos que las jóvenes que se vuelven cloróticas en las manufacturas de Manchester o de Ruan o el ingeniero autor de alguna mejora en la maquinaria de tejer.
Situándonos en este punto de vista general y sintético de la producción, no podemos admitir con los colectivistas que una remuneración proporcional a las horas de trabajo aportadas por cada uno en la producción de las riquezas, pueda ser un ideal, ni siquiera un paso adelante hacia ese ideal. Sin discutir aquí si realmente el valor de cambio de las mercancías se mide en la sociedad actual por la cantidad de trabajo necesario para producirlas (según lo han afirmado Smith y Ricardo, cuya tradición ha seguido Marx), bástenos decir que el ideal colectivista nos parecería irrealizable en una sociedad que considerase los instrumentos de producción como un patrimonio común. Basada en este principio, veríase obligada a abandonar en el acto cualquier forma de salario.
Estamos convencidos de que el individualismo mitigado del sistema colectivista no podría existir junto con el comunismo parcial de la posesión por todos del suelo y de los instrumentos del trabajo. Una nueva forma de posesión requiere una nueva forma de retribución. Una forma nueva de producción no podría mantener la antigua forma de consumo, como no podría amoldarse a las formas antiguas de organización política.
El salario ha nacido de la apropiación personal del suelo y de los instrumentos para la producción por parte de algunos.
Era la condición necesaria para el desarrollo de la producción capitalista; morirá con ella, aunque se trate de disfrazarla bajo la forma de “bonos de trabajo”. La posesión común de los instrumentos de trabajo traerá consigo necesariamente el goce en común de los frutos de la labor común.
Sostenemos, no sólo que es deseable el comunismo, sino que hasta las actuales sociedades, fundadas en el individualismo, se ven obligadas de continuo a caminar hacia el comunismo.
El desarrollo del individualismo, durante los tres últimos siglos, se explica, sobre todo, por los esfuerzos del hombre, que quiso prevenirse contra los poderes del capital y del Estado. Creyó por un momento — y así lo han predicado los que formulaban su pensamiento por él — que podía libertarse por completo del Estado y de la sociedad. “Mediante el dinero — decía — puedo comprar todo lo que necesite.” Pero el individuo ha tomado mal camino, y la historia moderna le conduce a confesar que sin el concurso de todos no puede nada, aunque tuviese atestadas de oro sus arcas.
Junto a esa corriente individualista vemos en toda la historia moderna, por una parte, la tendencia a conservar todo lo que queda del comunismo parcial de la antigüedad, y por otra a restablecer el principio comunista en las mil y mil manifestaciones de la vida.
En cuanto los municipios de los siglos X, XI y XII consiguieron emanciparse del señor laico o religioso, dieron inmediatamente gran, extensión al trabajo en común, al consumo en común.
La ciudad era la que fletaba buques y despachaba caravanas para el comercio lejano, cuyos beneficios eran para todos y no para los individuos; también compraba las provisiones para sus habitantes. Las huellas de esas instituciones se han mantenido hasta el siglo XIX, y los pueblos conservan religiosamente el recuerdo de ellas en sus leyendas.
Todo eso ha desaparecido. Pero el municipio rural aún lucha por mantener los últimos vestigios de, ese comunismo, y lo consigue mientras el Estado no vierte su abrumadora espada en la balanza.
Al mismo tiempo surgen, bajo mil diversos aspectos, nuevas organizaciones basadas en el mismo principio de a cada uno según sus necesidades, porque sin cierta dosis de comunismo no podrían vivir las sociedades actuales.
El puente, por cuyo paso pagaban en otro tiempo los transeúntes, se ha hecho de uso común. El camino que antiguamente se pagaba a tanto la legua, ya no existe más que en Oriente. Los museos, las bibliotecas libres, las escuelas gratuitas, las comidas comunes para los niños, los parques y los jardines abiertos para todos, las calles empedradas y alumbradas, libres para todo el mundo; el agua enviada a domicilio y con tendencia general a no tener en cuenta la cantidad consumida, he aquí otras tantas instituciones fundadas en el principio de “Tomad lo que necesitéis”.
Los tranvías y ferrocarriles introducen ya el billete de abono mensual o anual, sin tener en cuenta el número de viajes, y recientemente toda una nación, Hungría, ha introducido en su red de ferrocarriles el billete por zonas, que permite recorrer quinientos o mil kilómetros por el mismo precio. Tras de esto no falta mucho para el precio uniforme, como ocurre en el servicio postal. En todas estas innovaciones, y otras mil, hay la tendencia a no medir el consumo. Hay quien quiere recorrer mil leguas, y otro solamente quinientas. Esas son necesidades personales, y no hay razón alguna para hacer pagar a uno doble que a otro sólo porque sea dos veces más intensa su necesidad.
Hay también la tendencia a poner las necesidades del individuo por encima de la evaluación de los servicios que haya prestado o que preste algún día a la sociedad. L1égase a considerar la sociedad como un todo cada una de cuyas partes está tan íntimamente ligada con las demás, que el servicio prestado a tal o cual individuo es un servicio prestado a todos.
Cuando acudís a una biblioteca pública -por ejemplo, las de Londres o Berlin-, el bibliotecario no os pregunta qué servicio habéis dado a la sociedad para daros el libro o los cien libros que le pidáis, y si es necesario, os ayuda a buscarlos en el catálogo. Mediante un derecho de entrada único, la sociedad científica abre sus museos, jardines, bibliotecas, laboratorios, y da fiestas anuales a cada uno de sus miembros, ya sea un Darwin o un simple aficionado.
En San Petersburgo, si perseguís un invento, vais a un taller especial, donde os ofrecen sitio, un banco de carpintero, un torno de mecánico, todas las herramientas necesarias, todos los instrumentos de precisión, con tal de que sepáis manejarlos, y se os deja trabajar todo lo que gustéis. Ahí están las herramientas; interesad a amigos por vuestra idea, asociaos a otros amigos de diversos oficios si no preferís trabajar solos; inventad la máquina o no inventéis nada, eso es cosa vuestra. Una idea os conduce, y eso basta.
Los marinos de una falúa de salvamento no preguntan sus títulos a los marineros de un buque náufrago; lanzan su embarcación, arriesgan su vida entre las olas furibundas, y algunas veces mueren por salvar a unos hombres a quienes no conocen siquiera. ¿Y para qué necesitan conocerlos? “Les hacen falta nuestros servicios, son seres humanos: eso basta, su derecho queda asentado. ¡Salvémoslos!” Que mañana una de nuestras grandes ciudades, tan egoístas en tiempos corrientes, sea visitada por una calamidad cualquiera — por ejemplo, un sitio — y esa misma ciudad decidirá que las primeras necesidades que se han de satisfacer son las de los niños y los viejos, sin informarse de los servicios que hayan prestado o presten a la sociedad; es preciso ante todo mantenerlos, cuidar a los combatientes independientemente de la valentía o de la inteligencia demostradas por cada uno de ellos, y hombres y mujeres a millares rivalizarán en abnegación por cuidar a los heridos.
Existe la tendencia. Se acentúa en cuanto quedan satisfechas las más imperiosas necesidades de cada uno, a medida que aumenta la fuerza productora de la humanidad; acentúase aún más cada vez que una gran idea ocupa el puesto de las mezquinas preocupaciones de nuestra vida cotidiana.
El día en que devolviesen los instrumentos de producción a todos, en que las tareas fuesen comunes y el trabajo — ocupando el sitio de honor en la sociedad — produjese mucho más de lo necesario para todos, ¿cómo dudar de que esta tendencia ensanchará su esfera de acción hasta llegar a ser el principio mismo de la vida social?
Por esos indicios somos del parecer de que, cuando la revolución haya quebrantado la fuerza que mantiene el sistema actual, nuestra primera obligación será realizar inmediatamente el comunismo. Pero nuestro comunismo no es el de los falansterianos ni el de los teóricos autoritarios alemanes, sino el comunismo anarquista, el comunismo sin gobierno, el de los hombres libres. Esta es la síntesis de los dos fines perseguidos por la humanidad a través de las edades: la libertad económica y la libertad política.
Tomando la anarquía como ideal de la organización política, no hacemos más que formular también otra pronunciada tendencia de la humanidad. Cada vez que lo permitía el curso del desarrollo de las sociedades europeas, éstas sacudían el yugo de la autoridad y esbozaban un sistema basado en los principios de la libertad individual. Y vemos en la historia que los períodos durante los cuales fueron derribados los gobiernos a consecuencia de revoluciones parciales o generales, han sido épocas de repentino progreso en el terreno económico e intelectual.
Ya es la independencia de los municipios, cuyos monumentos — fruto del trabajo libre de asociaciones libres — no han sido superados desde entonces; ya es el levantamiento de los campesinos, que hizo la Reforma y puso en peligro el Papado; ya la sociedad — libre en los primeros tiempos — fundada al otro lado del Atlántico por los descontentos que huyeron de la vieja Europa.
Y si observamos el desarrollo presente de las naciones civilizadas, vemos un movimiento cada vez más acentuado en pro de limitar la esfera de acción del gobierno y dejar cada vez mayor libertad al individuo. Esta es la evolución actual, aunque dificultada por el fárrago de instituciones y preocupaciones heredadas de lo pasado. Lo mismo que todas las evoluciones, no espera más que la revolución para barrer las viejas ruinas que le sirven de obstáculo, tomando libre vuelo en la sociedad regenerada.
Después de haber intentado largo tiempo resolver el insoluble problema de inventar un gobierno que “obligue al individuo a la obediencia, sin cesar de obedecer aquél también a la sociedad”, la humanidad, intenta libertarse de toda especie de gobierno y satisfacer sus necesidades de organización, mediante el libre acuerdo entre individuos y grupos que persigan los mismos fines. La independencia de cada mínima unidad territorial es ya una necesidad apremiante; el común acuerdo reemplaza a la ley, y pasando por encima de las fronteras, regula los intereses particulares con la mira puesta en un fin general.
Todo lo que en otro tiempo se tuvo como función del gobierno se le disputa hoy, acomodándose más fácilmente y mejor sin su intervención. Estudiando los progresos hechos en este sentido, nos vemos llevados a afirmar que la humanidad tiende a reducir a cero la acción de los gobiernos, esto es, a abolir el Estado, esa personificación de la injusticia, de la opresión y del monopolio.
Ciertamente que la idea de una sociedad sin Estado provocará por lo menos tantas objeciones como la economía política de una sociedad sin capital privado. Todos hemos sido amamantados con prejuicios acerca de las funciones providenciales del Estado. Toda nuestra educación, desde la enseñanza de las tradiciones romanas hasta el código de Bizancio, que se estudia con el nombre de derecho romano, y las diversas ciencias profesadas en las universidades, nos acostumbran a creer en el gobierno y en las virtudes del Estado providencia.
Para mantener este prejuicio se han inventado y enseñado sistemas filosóficos. Con el mismo fin se han dictado leyes. Toda la política se funda en ese principio, y cada político, cualquiera que sea su matiz, dice siempre al pueblo: “¡Dame el poder; quiero y puedo librarte de las miserias que pesan sobre ti!”
Abrid cualquier libro de sociología, de jurisprudencia, y encontraréis en él siempre al gobierno, con su organización y sus actos, ocupando tan gran lugar, que nos acostumbramos a creer que fuera del gobierno y de los hombres de Estado ya no hay nada.
La prensa repite en todos los tonos la misma cantinela. Columnas enteras se consagran a las discusiones parlamentarias, a las intrigas de los políticos; apenas si se advierte la inmensa vida cotidiana de una nación en algunas líneas que tratan de un asunto económico, a propósito de una ley, o en la sección de noticias o en la de sucesos del día. Y cuando leéis esos periódicos, lo que menos pensáis es en el inmenso número de seres humanos que nacen y mueren, trabajan y consumen, conocen los dolores, piensan y crean, más allá de esos personajes de estorbo, a quienes se glorifica hasta el punto de que sus sombras, agrandadas por nuestra ignorancia, cubran y oculten a la humanidad.
Y sin embargo, en cuanto se pasa del papel impreso a la vida misma, en cuanto se echa una ojeada a la sociedad, salta a la vista la parte infinitesimal que en ella representa el gobierno. Balzac había hecho notar ya cuántos millones de campesinos permanecen durante toda su vida sin conocer nada del Estado, excepto los impuestos que están obligados a pagarle. Diariamente se hacen millones de tratos sin que intervenga el gobierno, y los más grandes de ellos — los del comercio y la bolsa — se hacen de modo que ni siquiera se podría invocar al gobierno si una de las partes contratantes tuviese la intención de no cumplir sus compromisos. Hablad con un hombre que conozca el comercio, y os dirá que los cambios operados todos los días entre comerciantes serian de absoluta imposibilidad si no tuvieran por base la confianza mutua. La costumbre de cumplir su palabra, el deseo de no perder el crédito, bastan ampliamente para sostener esa honradez comercial. El mismo que sin el menor remordimiento envenena a sus parroquianos con infectas drogas cubiertas de etiquetas pomposas, tiene como empeño de honor el cumplir sus compromisos. Pues bien; si esa moralidad relativa ha podido desarrollarse, hasta en las condiciones actuales, cuando el enronquecimiento es el único móvil y el único objetivo, ¿podemos dudar que no progrese rápidamente, en cuanto ya no sea la base fundamental de la sociedad la apropiación de los frutos de la labor ajena?
Hay otro rasgo característico de nuestra generación, que aún habla mejor en pro de nuestras ideas, y es el continuo crecimiento del campo de las empresas debidas a la iniciativa privada y el prodigioso desarrollo de todo género de agrupaciones libres. Estos hechos son innumerables, y tan habituales, que forman la esencia de la segunda mitad de este siglo, aun cuando los escritores de socialismo y de política los ignoran, prefiriendo hablarnos siempre de las funciones del gobierno. Estas organizaciones, libres y variadas hasta lo infinito, son un producto tan natural, crecen con tanta rapidez y se agrupan con tanta facilidad, son un resultado tan necesario del continuo crecimiento de las necesidades del hombre civilizado y reemplazan con tantas ventajas a la injerencia gubernamental, que debemos reconocer en ellas un factor cada vez más importante en la vida de las comunidades.
Si no se extienden aún al conjunto de las manifestaciones de la vida, es porque hallan un obstáculo insuperable en la miseria del trabajador, en las castas de la sociedad actual, en la apropiación privada del capital colectivo, en el Estado. Abolid esos obstáculos, Y las veréis cubrir el inmenso dominio de la actividad de los hombres civilizados.
La historia de los cincuenta años últimos es una prueba de la impotencia del gobierno representativo para desempeñar las funciones con que se le ha querido revestir.
Algún día se citará el siglo XIX como la fecha del aborto del parlamentarismo.
Esta impotencia es tan evidente para todos, son tan palpables las faltas del parlamentarismo y los vicios fundamentales del principio representativo, que los pocos pensadores que han hecho su crítica (J. Stuart Mill, Laverdais) no han tenido más que traducir el descontento popular. Es absurdo nombrar algunos hombres y decirles: “Hacednos leyes acerca de todas las manifestaciones de nuestra vida, aunque cada uno de vosotros las ignore”. Se empieza a comprender que el gobierno de las mayorías parlamentarias significa el abandono de todos los asuntos del país a los que forman las mayorías en la Cámara y en los comicios a los que no tienen opinión.
La unión postal internacional, las uniones de ferrocarriles, las sociedades sabias, dan el ejemplo de soluciones halladas por el libre acuerdo, en vez de por la ley. Cuando grupos diseminados por el mundo quieren llegar hoy a organizarse para un fin cualquiera, no nombran un parlamento internacional de diputados para todo y a quienes se les diga: “Votadnos leyes; las obedeceremos”. Cuando no se pueden entender directamente o por correspondencia, envían delegados que conozcan la cuestión especial que va a tratarse, y les dicen: “Procurad poneros de acuerdo acerca de tal asunto, y volved luego no con una ley en el bolsillo, sino con una proposición de acuerdo, que aceptaremos o no aceptaremos”. Así es como obran las grandes sociedades industriales y científicas, las asociaciones de todas clases, que hay en gran número en Europa y en los Estados Unidos. Y así deberá obrar la sociedad libertada. Para realizar la expropiación, le será absolutamente imposible organizarse bajo el principio de la representación parlamentaria. Una sociedad fundada en la servidumbre podrá conformarse con la monarquía absoluta; una sociedad basada en el salario y en la explotación de las masas por los detentadores del capital, se acomoda con el parlamentarismo. Pero una sociedad libre que vuelva a entrar en posesión de la herencia común, tendrá que buscar en el libre agrupamiento y en la libre federación de los grupos una organización nueva que convenga a la nueva fase económica de la historia.
Cuéntase, que en 1848, al verse amenazado Rothschild en su fortuna por la revolución, inventó la siguiente farsa: “Admitamos que mi fortuna se haya adquirido a costa de los demás. Dividida entre tantos millones de europeos, tocarían dos pesetas a cada persona. Pues bien; me comprometo a devolver a cada cual sus dos pesetas si me las pide”.
Dicho esto, y debidamente publicado, nuestro millonario se paseaba tranquilo por las calles de Francfort. Tres o cuatro transeúntes le pidieron sus dos pesetas, se las entregó con sardónica sonrisa, y quedó hecha la jugarreta. La familia del millonario aún está en posesión de sus tesoros.
Poco más o menos así razonan las cabezas sólidas de la burguesía cuando nos dicen: “¡Ah, la expropiación! Comprendido. Quitan ustedes a todos los gabanes, los ponen en un montón, y cada cual se acerca a coger uno, salvo el zurrarse la badana por quién coge el mejor”.
Lo que necesitamos no es poner en un montón los gabanes para distribuirlos después, y eso que los que tiritan de frío aún encontrarían en ello alguna ventaja. Tampoco tenemos que repartirnos las dos pesetas de Rothschild. Lo que necesitamos es organizarnos de tal forma, que cada ser humano, al venir al mundo, pudiera estar seguro de aprender un trabajo productivo, en primer término acostumbrarse a él, y después poder ocuparse de ese trabajo sin pedir permiso al propietario y al patrono y sin pagar a los acaparadores de la tierra y de las máquinas la parte del león sobre todo lo que produzca.
En cuanto a las riquezas de todas clases, detentadas por los RoLhschilds o los Vanderbilt, nos servirían para organizar mejor nuestra producción en común
El día en que el trabajador del campo pueda arar la tierra sin pagar la mitad de lo que produce; el día en que las máquinas necesarias para preparar el suelo para las grandes cosechas estén a la libre disposición de los cultivadores; el día en que el obrero del taller produzca para la comunidad y no para el monopolio, los trabajadores no irán ya harapientos, y no habrá más Rothschilds ni otros explotadores.
Nadie tendrá ya necesidad de vender su fuerza de trabajo por un salario que sólo representa una parte del total de lo que produce.
“Sea -nos dirán-. Pero de fuera os vendrán los Rothschilds. ¿Podréis impedir que un individuo que haya acumulado millones en China, vaya a establecerse entre vosotros, que se rodee de servidores y trabajadores asalariados, que los explote y se enriquezca a costa de ellos? No podéis hacer la revolución en toda la tierra a la vez. ¿Vais a establecer aduanas en vuestras fronteras, para registrar ti quienes lleguen y apoderarse del oro que traigan?”
¡Habría que ver: policías anarquistas disparando contra los pasajeros!
Pues bien; en el fondo de este razonamiento hay un burdo error, y es que nadie se ha preguntado nunca de dónde provienen las fortunas de los ricos. Un poco de reflexión bastaría para demostrar que el origen de esas fortunas está en la miseria de los pobres. Donde no haya miserables, no habrá ya ricos para explotarlos.
Fijaos un poco en la Edad Media, en la que comienzan a surgir grandes fortunas. Un barón feudal se ha apoderado de un fértil valle. Pero mientras esa campiña no se pueble, nuestro barón no puede llamarse rico. ¿Qué va a hacer nuestro barón para enriquecerse? ¡Buscar colonos!
Sin embargo, si cada agricultor tuviese un pedazo de tierra libre de cargas y además las herramientas y el ganado suficientes para la labor, ¿quién iría a roturar las tierras del barón? Cada cual se quedaría en las suyas. Pero hay poblaciones enteras de miserables. Unos han sido arruinados por las guerras, otros por las sequías, por la peste; no tienen bestias ni aperos. (El hierro era costoso en la Edad Media; más costosa todavía una bestia de labor.)
Todos los miserables buscan mejores condiciones. Un día ven en el camino, en la linde de las tierras de nuestro barón, un poste indicando con ciertos signos comprensibles que el labrador que se instale en esas tierras recibirá con el suelo instrumentos y materiales para edificar una choza y sembrar su campo, sin que en cierto número de años tenga que pagar ningún canon. Ese número de años se indica con otras tantas cruces en el poste frontero, y el campesino entiende lo que significan esas cruces.
Entonces acuden a las tierras del barón los miserables; trazan caminos, desecan los pantanos, levantan aldeas. A los nueve años, el barón les impondrá un arrendamiento, cinco años más tarde les cobrará tributos, que duplicará después, y el labrador aceptará esas nuevas condiciones porque en otra parte no las hallará mejores, Y poco a poco, con ayuda de la ley hecha por los letrados, la miseria del campesino se convierte en manantial de riqueza para el señor; y no sólo para el señor, sino para toda una nube de usureros que descarga sobre las aldeas, y que se multiplican tanto más cuanto mayor es el empobrecimiento del labriego.
Así pasaba en la Edad Media. ¿Y no sucede hoy lo mismo? Si hubiese tierras libres que el campesino pudiese cultivar a su antojo, ¿iría a pagar mil pesetas por hectárea al señor vizconde que se digna cederle una parcela? ¿Iría a pagar un arrendamiento oneroso, que le quita el tercio de lo que produce? ¿Iría a hacerse colono para entregar la mitad de la cosecha al propietario?
Pero como nada tiene, acepta todas las condiciones con tal d poder vivir cultivando el suelo, y enriquece al Señor. En pleno siglo XIX, como en la Edad Media, la pobreza del campesino es riqueza para los propietarios de bienes raíces.
El amo del suelo se enriquece con la miseria de los labradores. Lo mismo sucede con el industrial.
Contemplad un burgués, que de una manera u otra se encuentra poseedor de un tesoro de quinientas mil pesetas. Ciertamente, puede gastarse ese dinero a razón de cincuenta mil pesetas al año, poquísima cosa en el fondo, dado el lujo caprichoso e insensato que vemos en estos días. Pero entonces al cabo de diez años no le quedará nada. Así, pues, como hombre “práctico”, prefiere guardar intacta su fortuna y crearse además una bonita renta anual.
Eso es muy sencillo en nuestra sociedad, precisamente porque en nuestras ciudades y pueblos hormiguean trabajadores que no tienen para vivir un mes, ni siquiera una quincena. Nuestro burgués funda una fábrica, los banqueros se apresuran a prestarle otras quinientas mil pesetas, sobre todo si tiene fama de ser hábil, y con su millón podrá hacer trabajar a quinientos obreros.
Si en los contornos no hubiese más que hombres y mujeres cuya existencia estuviera garantizada, ¿quién iría a trabajar para nuestro burgués? Nadie consentiría en fabricarle, por un salario de dos o tres pesetas al día, objetos comerciales por valor de cinco a diez pesetas.
Por desgracia, los barrios pobres de la ciudad y de los pueblos próximos están llenos de gente cuyos hijos lloran delante de la despensa vacía. Por eso, en cuanto se abre la fábrica acuden corriendo los trabajadores embaucados. No hacen falta más que cien y se presentan mil. Y en cuanto funciona la fábrica, el patrono se embolsa, limpio de polvo y paja, un millar de pesetas anuales por cada par de brazos que trabajan para él.
Nuestro patrono obtiene así una bonita renta. Si ha elegido una rama industrial lucrativa, y si es listo, agrandará poco a poco su fábrica y aumentará sus rentas, duplicando el número de los hombres, a quienes explota.
Entonces llegará a ser un personaje en la comarca. Podrá pagar almuerzos a otros notables, a los concejales, al señor diputado. Podrá casar su fortuna con otra fortuna, y colocar más tarde ventajosamente a sus hijos y obtener luego alguna concesión del Estado. Se le pedirán suministros para el ejército o para la provincia, y continuará redondeando su tesoro hasta que una guerra, o el simple rumor de ella, o una jugada de bolsa le permitan dar un gran golpe de mano.
Las nueve décimas partes de las colosales fortunas de los Estados Unidos (así lo ha relatado Henry George en sus Problemas sociales) se deben a una gran bribonada hecha con la complicidad del Estado. En Europa, los nueve décimos de las fortunas, en nuestras monarquías y en nuestras repúblicas, tienen el mismo origen.
Toda la ciencia de adquirir riquezas está en eso: encontrar cierto número de hambrientos, pagarles tres pesetas y hacerles producir diez; amontonar así una fortuna y acrecentarla en seguida por algún gran golpe de mano con ayuda del Estado.
No vale la pena hablar de las modernas fortunas atribuidas por los economistas al ahorro, pues el ahorro, por sí solo, no produce nada, en tanto que el dinero ahorrado no se emplea en explotar a los hambrientos.
Supongamos un zapatero a quien se le retribuya bien su trabajo, que tenga buena parroquia y que, a fuerza de privaciones, llegue a ahorrar cerca de dos pesetas diarias, ¡cincuenta pesetas al mes!
Supongamos que nuestro zapatero no esté nunca enfermo; que coma bien, a pesar de su afán por el ahorro; que no se case o que no tenga hijos; que no se muera de tisis; admitamos cuanto queráis.
Pues bien; a la edad de cincuenta años no habrá ahorrado ni quince mil pesetas, y no tendrá de qué vivir durante su vejez, cuando ya no pueda trabajar. Ciertamente no es así como se hacen las fortunas.
Supongamos otro zapatero. En cuanto tenga ahorradas unas pesetas, las llevará con cuidado a la caja de ahorros, y ésta se las prestará al burgués que trata de montar una explotación de hombres descalzos. Luego tomará un aprendiz, el hijo de un miserable, que se tendrá por feliz si al cabo de cinco años aprende el oficio y consigue ganarse la vida.
El aprendiz le “producirá” a nuestro zapatero y si éste tiene clientela, se apresurará a tomar otro, y más adelante un tercer aprendiz. Luego tendrá dos o tres oficiales, felices si cobran tres pesetas diarias por un trabajo que vale seis. Y si nuestro zapatero “tiene suerte”, es decir, si es bastante pillo, sus oficiales y aprendices le producirán una veintena de pesetas además de su propio trabajo. Podrá ensanchar su negocio, se enriquecerá poco a poco y no tendrá necesidad de privarse de lo estrictamente necesario. Dejará a su hijo una fortunita.
He aquí lo que llaman “hacer ahorros, tener hábitos de sobriedad”. En el fondo, es lisa y llanamente explotar a los necesitados.
El comercio parece una excepción de la regla. “Fulano — se nos dirá — compra té en la China, lo importa a Francia y realiza un beneficio del 30 por 100 de su dinero. No ha explotado a nadie.”
Y, sin embargo, el caso es análogo. ¡Si nuestro hombre hubiese traído el té sobre sus espaldas, santo y muy bueno! Antaño, en los orígenes de la Edad Media, de esa manera precisamente se hacía el comercio. Por eso no se lograban jamás las pasmosas fortunas de nuestros días; apenas si el mercader de entonces podía guardar algunas monedas después de un viaje llenos de penalidades y peligros.Impulsábale a dedicarse al comercio menos el afán de lucro que la afición a los viajes y aventuras.
Hoy el sistema es más sencillo. El comerciante que tiene capital no necesita moverse del escritorio para enriquecerse. Telegrafía a un comisionista la orden de comprar cien toneladas de té; fleta un buque, y a las pocas semanas tiene en su poder el cargamento. Ni siquiera corre el riesgo de la travesía, porque están asegurados su té y el buque. Y si ha gastado cien mil pesetas, recogerá ciento treinta mil, a menos que haya querido especular con alguna mercancía nueva, en cuyo caso se arriesga a duplicar su fortuna o a perderla por entero.
Pero, ¿cómo ha podido encontrar hombres que se hayan resuelto a hacer la travesía, ir a China y volver, trabajar de firme, soportar fatigas y arriesgar su vida por un salario ruin? ¿Cómo ha podido encontrar en los docks cargadores y descargadores, a quienes pagaba lo preciso nada más que para no dejarlos morir de hambre mientras trabajaban? ¿Cómo? ¡Porque están en la miseria! Id a un puerto de mar, visitad los cafetuchos de los muelles, observad a esos hombres que van a dejarse embaucar, pegándose a las puertas de los docks, que asaltan desde el alba, para ser admitidos a trabajar en los buques. Ved esos marineros, contentos de enrolarse para un viaje lejano, después de semanas y meses de espera; toda su vida la han pasado de buque en buque y subirá aún a otros, hasta que algún día desaparezcan entre las olas.
Multiplicad los ejemplos, elegidlos donde os parezca, meditad sobre el origen de todas las fortunas grandes o pequeñas, procedan del comercio, de la banca; de la industria o del suelo. En todas partes comprobaréis que la riqueza de unos está formada por miseria de otros.
Una sociedad anarquista no tendría que temer al Rothschild desconocido que fuera a establecerse de pronto en su seno. Si cada miembro de la comunidad sabe que después de algunas horas de trabajo productivo tendrá derecho a todos los placeres que proporciona la civilización, a los profundos goces que la ciencia y el arte dan a quienes la cultivan, no irá a vender su fuerza de trabajo por una mezquina pitanza; nadie se ofrecerá para enriquecer al susodicho Rothschild. Sus monedas de dos pesetas serán rodajas metálicas, útiles para diversos usos, pero incapaces de producir crías.
La expropiación debe comprender todo cuanto permita apropiarse el trabajo ajeno. La fórmula es sencilla y fácil de comprender.
No queremos despojar a nadie de su gabán, si no que deseamos devolver a los trabajadores todo lo que permite explotarlos, no importa a quién. Y haremos todos los esfuerzos para que, no faltándole a nadie nada, no haya ni un solo hombre que se vea obligado a vender sus brazos para existir él y sus hijos.
He aquí cómo entendemos la expropiación y nuestro deber durante la revolución, cuya llegada esperamos, no para de aquí a doscientos años, sino en un futuro próximo.
La idea anarquista en general y la de la expropiación en particular, encuentran muchas más simpatías de lo que se cree entre los hombres independientes de carácter y aquellos para quienes la ociosidad no es el supremo ideal. “Sin embargo -nos dicen con frecuencia nuestros amigos-, ¡guardaos de ir demasiado lejos! ¡Puesto que la humanidad no cambia en un día, no vayáis demasiado de prisa en vuestros proyectos de expropiación y de anarquía! Arriesgaríais no hacer nada duradero.”
Pues bien; lo que tememos en materia de expropiación es no ir demasiado lejos. Por el contrario, tememos que la expropiación se haga en una escala demasiado pequeña para ser duradera; que el arranque revolucionario se detenga a la mitad de su camino; que se gaste en medidas a medias que no podrían contentar a nadie, y que produciendo un derrumbamiento formidable en la sociedad y una suspensión de sus funciones, no fuesen, sin embargo, viables, sembrando el descontento general y trayendo fatalmente el triunfo de la reacción.
En efecto, hay establecidas en nuestras sociedades relaciones que es materialmente imposible modificar si sólo en parte se toca a ellas. Los diversos rodajes de nuestra organización económica están engranados tan íntimamente entre si, que no puede modificarse uno solo sin modificarlos en su conjunto; esto se advertirá en cuanto se quiera expropiar, sea lo que fuere.
Supongamos que en una región cualquiera se haga una expropiación, limitada, por ejemplo, a los grandes señores territoriales sin tocar a las fábricas (como no ha mucho pidió Henry George) que en tal o cual ciudad se expropien las casas, sin poner en común los víveres, o que en una región industrial se expropien fábricas sin tocar a las grandes propiedades territoriales.
El resultado será siempre el mismo: trastorno inmenso de vida económica, sin medios de reorganizarla sobre bases nuevas. Paralización de la industria y del tráfico, sin volver a los principios de la justicia: imposibilidad de que la sociedad reconstituya un todo armónico.
Si el agricultor se libra del gran propietario territorial sin que la industria se libre del capitalista, el industrial del comerciante del banquero, no habrá hecho nada. El cultivador sufre hoy, no sólo por tener que pagar la renta al propietario del suelo, sino por el conjunto de las condiciones actuales; sufre el impuesto que le cobra el industrial, quien le hace pagar tres pesetas por una azada que sólo vale la cuarta parte en comparación con el trabajo agricultor; contribuciones impuestas por el Estado, que no puede existir sin una formidable jerarquía de funcionarios; gastos de sostenimiento del ejército que mantiene el Estado, porque industriales de todas las naciones están en perpetua lucha por los mercados, y cualquier día puede estallar la guerra a consecuencia de disputarse la explotación de tal o cual parte del Asia o África. El agricultor sufre por la despoblación de los campos cuya juventud se ve arrastrada hacia las fábricas de las gran ciudades, ya con el cebo de salarios más altos pagados temporalmente por los productores de objetos de lujo, ya por los alicientes de una vida de más movimiento; sufre también por la protección artificial de la industria, la explotación comercial de los países limítrofes, la usura, la dificultad de mejorar el suelo y perfeccionar los aperos, etcétera.
Lo mismo sucede con la industria. Entregad mañana las fábricas a los trabajadores, haced lo que se ha hecho con cierto número de campesinos, a quienes se les ha convertido en propietarios, del suelo. Suprimid el patrono, pero dejadle la tierra al señor, el dinero al banquero, la bolsa al comerciante; conservad en la sociedad esa masa de ociosos que viven del trabajo del obrero, mantenedlos mil intermediarios, el Estado con su caterva de funcionarios, y la industria no marchará. No hallando compradores en la masa de los labriegos, que continúan pobres; no poseyendo las primeras materias y no pudiendo exportar sus productos, a causa en parte de la suspensión del comercio, y sobre todo por efecto de la, centralización de las industrias, no podrá hacer más que vegetar, quedando abandonados los obreros en el arroyo.
Expropiad a los señores de la tierra y devolved las fábricas a los trabajadores, pero sin tocar a esas nubes de intermediarios que especulan hoy con las harinas y los trigos, con la carne y con todos los comestibles en los grandes centros, al mismo tiempo que esparcen los productos de nuestras manufacturas. Pues bien; cuando se dificulte el tráfico y ya no circulen los productos, cuando falte pan en París, y Lyon no encuentre compradores para sus sedas, la reacción será terrible, caminando sobre cadáveres, paseando las ametralladoras por ciudades y campos, celebrando orgías de ejecuciones y deportaciones, como se hizo en 1815, en 1848 y en 1871.
Todo se enlaza en nuestras sociedades, y es imposible reformar algo sin que el conjunto se quebrante. El día en que se hiera a la propiedad privada en cualquiera de sus formas, habrá que herirla en todas las demás. Lo impondrá el mismo triunfo de la revolución.
Si una gran ciudad pone solamente mano en las casas o en las fábricas, la misma fuerza de las cosas la llevará a no reconocer a banqueros, derecho a cobrar del municipio cincuenta millones de impuesto, bajo la forma de intereses por empréstitos anteriores. Se verá obligada a ponerse en relación con los cultivadores, y forzosamente los impulsará a libertarse de los poseedores del suelo. Para poder comer y producir, tendrá que expropiar los caminos de hierro. Por último, para evitar el derroche de los víveres y no quedar a merced de los acaparadores de trigo, como el ayuntamiento de 1793, confiará a los mismos ciudadanos el cuidado de llenar sus almacenes de víveres y repartir los productos.
Sin embargo, algunos socialistas han tratado de establecer una distinción, diciendo: “Querernos que se expropíen el suelo, el subsuelo, la fábrica, la manufactura; son instrumentos de producción, y justo es ver en ellos una propiedad pública”, pero además de eso hay objetos de consumo, el alimento, el vestido, la habitación, que deben ser propiedad privada.
El lecho, la habitación, la casa, son lugares de vagancia para el que nada produce. Pero para el trabajador, una pieza caldeada y clara es tan instrumento de producción como la máquina o la herramienta. Es el sitio donde restaura sus músculos y nervios, que se desgastarán mañana en el trabajo. El descanso del productor es necesario para que funcione la máquina.
Esto es aún más evidente para el alimento. Los pretendidos economistas de que hablamos, nunca han dejado de decir que el carbón quemado por una máquina figura entre los objetos tan necesarios para la producción como las primeras materias. ¿Cómo puede excluirse de los objetos indispensables para el productor el alimento, sin el cual no podría hacer ningún esfuerzo la máquina humana? ¿Será tal vez un resto de metafísica religiosa?
La comida abundante y regalona del rico es un consumo lujo. Pero la comida del productor es uno de los objetos imprescindibles para la producción, con el mismo título que el carbón quemado por la máquina de vapor.
Otro tanto sucede con el vestido, porque si los economistas que distinguen entre los objetos de producción y los de consumo vistiesen a estilo de los salvajes de Nueva Guinea, comprenderíamos tales reservas. Pero gentes que no podrían escribir una línea sin llevar camisa puesta, no están en su lugar al hacer una distinción tan grande entre su camisa y su pluma. La blusa y los zapatos, sin los cuales no podría ir un obrero a su trabajo, la chaqueta que se pone al concluir la jornada y la gorra con que se resguarda la cabeza, le son tan necesarios como el martillo y el yunque.
Quiérase o no, así entiende el pueblo la revolución. En cuanto haya barrido los gobiernos, tratará, ante todo, de asegurarse un alojamiento sano, una alimentación suficiente y el vestido necesario, sin pagar gabelas.
Y el pueblo tendrá razón. Su manera de actuar estará infinitamente más conforme con la ciencia que la de los economistas que hacen tantos distingos entre el instrumento de producción y los artículos de consumo.
Comprenderá que precisamente por ahí debe comenzar la revolución, y echará los cimientos de la única ciencia económica que puede reclamar el título de ciencia, y que pudiera llamarse estudio de las necesidades de la humanidad y medios económicos de satisfacerlas.
Si la próxima revolución ha de ser una revolución social, se distinguirá de los anteriores levantamientos, no sólo por sus fines, sino también por sus procedimientos. Fines nuevos requieren procedimientos nuevos.
El pueblo se bate para derribar el antiguo régimen, y derrama su sangre preciosa. Después de romper la argolla, vuelve a la sombra. Un gobierno compuesto de hombres más o menos honrados se constituye y se encarga de organizar la república en 1793 el trabajo en 1848, el municipio libre en 1871.
Imbuido ese gobierno en las ideas jacobinas, preocúpase de las cuestiones políticas ante todo: reorganización de la máquina del poder, purificación del personal administrativo, separación de la Iglesia y el Estado, libertades cívicas, y así sucesivamente.
Es verdad que los clubs obreros vigilan a los nuevos gobernantes. A menudo imponen sus ideas.
Pero aun en esos clubs, sean burgueses o trabajadores los que peroran, siempre domina la idea burguesa. Se habla mucho de cuestiones políticas, pero s olvida la cuestión del pan.
En cuanto estalla la revolución, inevitablemente para el trabajo, detiénese la circulación de los productos, se esconden los capitales. El patrono no tiene nada que temer en esas épocas; vive de sus rentas, si es que no especula con la miseria; pero asalariado se ve reducido a vivir al día. Se anuncia la escasez Aparece la miseria, una miseria como no se había visto con antiguo régimen.
“Son los girondinos quienes nos matan de hambre”, se decía por los arrabales en 1793. Y se guillotinaba a los girondinos, dando plenos poderes a la Montaña, al Ayuntamiento de París. El Ayuntamientopreocupábase, en efecto, del pan; desplegaba heroicos esfuerzos para alimentar a París.”
Fouché y Collot d’Herbois creaban pósitos en Lyon, pero se disponía de ínfima cantidad de grano para llenarlos. Las municipalidades luchaban para conseguir trigo. Se ahorcaba a los tahoneros acaparadores del grano, pero seguía faltando el pan.
Entonces la emprendían con los realistas, guillotinando a doce, quince diarios, criadas y duquesas, sobre todo criadas, porque las duquesas estaban en Coblenza. Pero aunque guillotinasen a cien duques y vizcondes cada veinticuatro horas, nada habría cambiado.
La miseria iba en aumento, Puesto que era preciso siempre cobrar, un salario para vivir, y el salario no aparecía, ¿qué hubieran podido hacer mil cadáveres más o menos?
Entonces el pueblo comenzaba a cansarse. “¡Bien va vuestra revolución! -cuchicheaba el reaccionario al oído del trabajador; ¡nunca habéis tenido tanta miseria!” Y poco a poco se tranquilizaba el rico, salía de su escondite, se mofaba de los descalzos con su pomposo lujo, vestíase de currutaco y decía a los trabajadores: “¡Vamos, basta de necedades! ¿Qué habéis ganado con la revolución? ¡Ya es hora de acabar con ella!”
Y con el corazón oprimido, exhausto ya de paciencia, el revolucionario llegaba a decirse: “¡Otra vez perdida la revolución!,” Se volvía a su tugurio y dejaba hacer.
Entonces la reacción se mostraba altiva, realizando su golpe de Estado. Muerta la revolución, ya no le quedaba sino pisotear su cadáver.
¡Y pisoteábalo de firme! Se derramaban olas de sangre el terror blanco segaba cabezas, poblaba las cárceles, y entretanto seguían su curso las orgías de la granujería elevada.
He aquí la imagen de todas nuestras revoluciones. En 1848, el trabajador parisiense ponía «tres
meses de miseria» al servicio de la República, y al cabo de los tres meses, no pudiendo ya más, hacía su postrer esfuerzo desesperado, esfuerzo ahogado por la matanza.
Y en 1871 concluía la Comuna por falta de combatientes. No había olvidado decretar la separación de la Iglesia y del Estado; pero no pensó hasta harto tarde en asegurar a todos el pan. Y viose en París a los gomosos burlase de los federados, diciéndoles: “¡Imbéciles, id a haceros matar por seis reales, mientras nosotros nos vamos de francachela al restaurante de moda!” Comprendióse la falta en los últimos días. Se hizo la sopa comunal, pero era demasiado tarde. ¡Los versalleses estaban ya dentro de las murallas!
“¡Pan; la revolución necesita pan! ¡Ocupense otros en lanzar circulares con frases rimbombantes! ¡Pónganse otros en los hombros tantos galones como puedan llevar encima! ¡Peroren otros acerca de las libertades políticas!” Nuestra tarea consistirá en hace de manera que en los primeros días de la revolución, y mientras dure ésta, no haya un solo hombre en el territorio insurrecto quien le falte el pan, ni una sola mujer obligada a formar cola delante de la tahona para recoger la bola de salvado que le quieran arrojar de limosna, ni un solo niño a quien le falte lo necesario para su débil constitución.
Somos utopistas, es cosa sabida. En efecto, tan utopistas, que llevamos nuestra utopía hasta creer que la revolución debe y puede garantizar a todos el alojamiento, el vestido y el pan. Es preciso asegurar el pan al pueblo sublevado, es menester que la cuestión del pan preceda a todas las demás. Si se resuelve en interés del pueblo, la revolución irá por buen camino.
Es seguro que la próxima revolución estallara en medio de una formidable crisis industrial. Desde hace una docena de años nos encontramos en plena efervescencia, y la situación tiene que agravarse. Todo contribuye a ello: la concurrencia de las naciones jóvenes que entran en el palenque para conquistar los antiguos mercados, las guerras, los impuestos siempre crecientes, las deudas de los Estados, lo inseguro del mañana, las grandes empresas lejanas.
En este momento falta el trabajo a millones de trabajadores en Europa. Peor será cuando haya estallado la revolución y se haya propagado como el fuego en un reguero de pólvora. El número de obreros sin trabajo duplicará en cuanto se levanten barricadas en Europa y en los Estados Unidos. ¿Qué se va a hacer para asegurar el pan a esas muchedumbres?
Ya que se abrieron talleres en 1789 y en 1793; ya que se recurrió al mismo medio en 1848; ya que Napoleón III consiguió durante dieciocho años contener al proletariado parisiense dándole trabajos que valen hoy a París su deuda de dos millones de pesetas y su impuesto municipal de noventa pesetas por cabeza; ya que este excelente medio se empleaba en Roma y hasta en Egipto hace cuatro mil años; ya que déspotas, reyes y emperadores han arrojado siempre un pedazo de pan al pueblo para tener tiempo de recoger el látigo, es natural que las gentes prácticas preconicen ese método de perpetuar el salario. ¡A qué romperse la cabeza, cuando se dispone del método ensayado por los faraones de Egipto!
Pero si la revolución tuviese la desgracia de seguir ese camino, estaba perdida.
Cuando el 27 de febrero de 1848 se abrían los talleres nacionales, los obreros sin trabajo no eran más que ocho mil en París; quince días después, eran ya cuarenta y nueve mil; bien pronto iban a ser cien mil, sin contar los que acudían de provincias.
Pero en aquella época, la industria y el comercio no ocupaban en Francia la mitad de los brazos que hoy. Y sabido es que en tiempo de revolución lo que más padece es el tráfico, es la industria. Basta pensar sólo en el número de obreros que trabajan directa e indirectamente para la exportación, en el número de brazos empleados en las industrias de lujo que tienen por clientela la minoría burguesa.
La revolución en Europa es la suspensión inmediata de la mitad de las fábricas y manufacturas; representa millones de trabajadores arrojados a la calle junto con sus familias.
Es evidente, como ya lo dijo Proudhon, que el ataque a propiedad traerá la completa desorganización de todo el régimen basado en la empresa particular y en el salario. La sociedad misma se vera obligada a poner mano en el conjunto de la producción y reorganizarla según las necesidades del conjunto de la población. Pero como esta reorganización no es posible en un día ni en más, como exige cierto período de adaptación, durante el cual millones de hombres se verían privados de medios de existencia, ¿qué ha de hacerse?
No hay más que una solución verdaderamente práctica, y es reconocer lo inmenso de la tarea que se impone, y en vez de echar un remiendo a una situación que se ha hecho imposible, proceder a reorganizar la producción según los nuevos principios.
Será preciso que el pueblo tome inmediatamente posesión todos los víveres que haya en los municipios insurrectos, inventariándolos y cuidando que, sin derrochar nada, aprovechen todos los recursos acumulados para atravesar el periodo de crisis, y durante ese tiempo entenderse con los obreros de las fábrica ofreciéndoles las primeras materias que les falten y garantizándoles la existencia durante algunos meses, a fin de que produzcan lo que necesita el cultivador. No olvidemos que si Francia teje sederías para los banqueros alemanes, las emperatrices de Rusia y de las islas Sandwich, y que si París hace maravillas de juguetería para los ricos del mundo entero, dos tercios de los campesinos franceses carecen de lámparas para alumbrarse y de las herramientas mecánicas necesarias hoy en la agricultura.
Y por último, hacer valer las tierras improductivas y mejorar las que no producen ni siquiera la cuarta ni aun la décima parte de lo que producirán cuando estén sometidas al cultivo intensivo de huerta y jardinería.
Un hombre o un grupo de hombres que poseen el capital necesario montan una empresa industrial; se encargan de abastecer la manufactura o la fábrica de primeras materias, de organizar la producción, de vender los productos, de pagar a los obreros un salario fijo, y por último, se embolsan el exceso de valor o los beneficios, con el pretexto de indemnizarse del riesgo que han corrido, de las oscilaciones de precios que tiene la mercancía en el mercado.
Por salvar este sistema, los actuales detentadores del capita estarían dispuestos a hacer ciertas concesiones, por ejemplo, repartir una parte de los beneficios con los trabajadores o establecer una escala de salarios que les obligue a elevarlos en cuanto suben las ganancias; en una palabra, consentirían ciertos sacrificios con tal que se les dejase el derecho de dirigir y administrar la industria y de recaudar los beneficios de ella.
El colectivismo, según sabernos, introduce importantes modificaciones en ese régimen, pero sin dejar de mantener el salario. Sólo que sustituye el patrono por el Estado, es decir, con el gobierno representativo, nacional o comunal. Los representantes de la nación o del municipio, sus delegados o sus funcionarios son quienes se encargan de la gerencia de la industria, y al mismo tiempo se reservan el derecho de emplear en provecho de todos el exceso de valor de la producción. Además, se establece en este sistema una distinción muy sutil, pero llena de consecuencias, entre el trabajo del peón del hombre que ha hecho un aprendizaje previo. El trabajo del peón no es a los ojos del colectivista más que un trabajo simple, al paso que el artesano, el ingeniero, el sabio, etcétera, practican lo que Marx llama un trabajo compuesto y tienen derecho a un salario más alto. Pero peones e ingenieros, tejedores y sabios, son asalariados del Estado; «todos funcionarios», decían últimamente para dorar la píldora.
Pues bien; el mayor servicio que la próxima revolución podrá prestar a la humanidad será el de crear una situación en la cual se haga imposible e inaplicable todo sistema de salario, y donde se imponga, como única solución aceptable, el comunismo, negación del sistema del salario.
Aun admitiendo que sea posible la modificación colectivista si se hace por grados durante un período próspero y tranquilo, eso será imposible en período revolucionario, Porque al día siguiente de tomar las armas surgirá la necesidad de alimentar a millones de seres. Puede hacerse una revolución política sin que se trastorne la industria; pero una revolución en la cual el pueblo ponga la mano en la propiedad producirá inevitablemente una súbita paralización del comercio y de la producción. Los millones del Estado no bastarían para asalariar a los millones de hombres faltos de trabajo.
No nos cansaremos de insistir en ese punto: la reorganización de la industria sobre nuevas bases no se hará en unos cuantos días, y el proletario no podrá poner años de miseria al servicio de los teóricos del salario. Para atravesar el periodo de las dificultades, reclamará lo que siempre ha reclamado en tales ocurrencias: la Comunidad de los víveres, el racionamiento.
Si el empuje del pueblo no es bastante fuerte, se le fusilará. Para que el colectivismo pueda establecerse, necesita, ante todo, orden, disciplina, obediencia. Y como los capitalistas advertirán muy pronto que hacer fusilar al pueblo por los que se llaman revolucionarios es el mejor medio de disgustarlo con la revolución, prestarán ciertamente su apoyo a los defensores del orden, aún a los colectivistas. Ya verán mas tarde el medio de aplastar a éstos a su vez. No olvidemos cómo triunfó la reacción del siglo pasado. Primero se guillotinó a los hebertistas, a quienes llamaba Mignet “los anarquistas”. No tardaron en seguirlos los dantonianos. Y cuando los robespierristas hubieron guillotinado a estos revolucionarios, les tocó el turno de subir también al patíbulo. Con lo cual, disgustado el pueblo y viendo perdida la revolución, dejó hacer a los reaccionarios.
Si “el orden queda restablecido”, los colectivistas guillotinarán a los anarquistas, los posibilistas guillotinarán a los colectivistas, que a su vez serán guillotinados por los reaccionarios. La revolución tendría que volver a empezar.
Pero todo induce a creer que el empuje del pueblo será bastante fuerte, y que cuando se haga la revolución habrá ganado terreno la idea del comunismo anarquista. Y si el empuje es bastante fuerte, los asuntos tomarán otro giro. En vez de saquear algunas tahonas, para ayunar mañana, el pueblo de las ciudades insurrectas ocupará los graneros de trigo, los mataderos, los almacenes de comestibles, en una palabra, todos los víveres.
Ciudadanos de buena voluntad se dedicarán en el acto a inventariar lo que se encuentre en cada almacén y en cada granero. En veinticuatro horas el municipio insurrecto sabrá lo que París aún no sabe, a pesar de sus juntas de estadística, y lo que nunca supo durante el sitio: cuántas provisiones encierra. En dos veces veinticuatro horas se habrán impreso millones de ejemplares de cuadros exactos de todos los víveres, de los sitios donde están almacenados y de las formas de distribuirlos.
En cada manzana de casas, en cada calle y en cada barrio, se organizarán voluntarios que sabrán entenderse y ponerse al corriente de sus trabajos. Que no vengan a interponerse las bayonetas jacobinas: que los teóricos sedicentes científicos no vengan a embrollarlo todo o más bien que embrollen cuanto quieran con tal de que no tengan derecho a mangonear, y con ese admirable espíritu organizador espontáneo que tiene el pueblo en tan alto grado, en todas esas capas sociales, y que tan raras veces le permiten ejercitar, surgirá aun en plena efervescencia revolucionaria un inmenso servicio libremente constituido para suministrar a cada uno los víveres indispensables.
Que el pueblo tenga libres las manos, y en ocho días el servicio de los víveres se hará con una regularidad admirable. Se necesita no haber visto jamás al pueblo laborioso manos a la obra; se necesita haber tenido toda la vida las narices entre los papelotes para dudar de ello. ¡Hablad del espíritu organizador de ese gran desconocido, el pueblo, a los que lo han visto en París en las jornadas de las barricadas, o en Londres cuando la última gran huelga, que tenía que alimentar a medio millón de hambrientos, y os dirán cuán superior es a los oficinistas!
Aunque hubiera que sufrir durante quince días o un mes cierto desorden parcial y relativo, poco importa. Siempre será para las masas mejor que lo que hoy existe. Además, en tiempos de revolución se come chorizo y pan sin murmurar, riéndose, o más bien discutiendo.
Por la misma fuerza de las cosas, el pueblo de las grandes ciudades se verá obligado a apoderarse de todos los víveres, procediendo de lo simple a lo compuesto, para satisfacer las necesidades de todos los habitantes. Pero, ¿con qué bases podría organizarse el disfrute de los víveres en común? No hay dos maneras diferentes de hacerlo con equidad, sino una sola, que responde a los sentimientos de justicia y es realmente práctica: el sistema adoptado ya por los municipios agrarios en Europa.
Fijaos en no importa qué municipio rural. Si posee un monte, mientras no falte leña menuda, cada cual tiene derecho a coger cuanta quiera, sin más reparo que la opinión pública de sus convecinos. En cuanto a la leña gruesa, como toda es poca, se recurre al racionamiento. Lo mismo sucede con las dehesas boyales. Mientras hay de sobra para todo el municipio, nadie mira lo que han pastado las vacas de cada vecino, ni el número de vacas que van a los pastos. Sólo se recurre al reparto o al racionamiento cuando los prados son insuficientes. Toda la Suiza y muchos municipios de Francia y de Alemania donde hay prados municipales practican ese sistema.
Y si vais a los países de la Europa oriental, donde se encuentra en abundancia la leña gruesa o no falta suelo, veréis a los aldeanos cortar los árboles en los montes con arreglo a sus necesidades, cultivar tanto terreno como les hace falta, sin pensar en racionar la leña gruesa ni en dividir la tierra en parcelas. Sin embargo, se racionará la leña gruesa y se repartirá el suelo según las necesidades de cada vecino en cuanto falten una y otro, como ya sucede en Rusia.
En una palabra, sin tasa lo que abunde; a ración lo que haga falta medir y repartir. De trescientos cincuenta millones de hombres que viven en Europa, doscientos millones siguen aún estas prácticas enteramente naturales. El mismo sistema prevalece también en las grandes ciudades, por lo menos para un objeto de consumo que se encuentra allí en abundancia: el agua a domicilio.
Mientras bastan las bombas para abastecer las casas sin temor a que falte el agua, a ninguna compañía se le ocurre la idea de reglamentar el empleo que se haga del agua en cada casa, ¡que tomen la que quieran! Y si se teme que falte el agua en París durante los grandes calores, las compañías saben muy bien que basta una simple advertencia de cuatro líneas puesta en los periódicos, para que los parisienses reduzcan su consumo de agua y no la derrochen demasiado.
Pero si decididamente llegase a faltar el agua, ¿qué sería? Se recurriría al racionamiento. Y esta medida es tan natural, está tan en la mente de todos, que vemos a París en 1871 reclamar en dos ocasiones el racionamiento de los víveres durante los dos sitios que sostuvo.
¿Hay que entrar en detalles y establecer cuadros acerca del modo cómo podría funcionar el racionamiento, probar que sería infinitamente más justo que lo que hoy existe? Con esos cuadros, esos detalles, no llegaríamos a convencer a los burgueses, que consideran al pueblo como una aglomeración de salvajes que se romperían las narices en cuanto no funcionase el gobierno. Pero es preciso no haber visto nunca al pueblo deliberar para dudar ni un solo minuto de que si fuese dueño de hacer el racionamiento no lo haría con arreglo a los más puros principios de justicia y de equidad. Id a decir en una reunión popular que las perdices deben reservarse para los delicados holgazanes de la aristocracia y el pan negro para los enfermos de los hospitales, y os silbarán.
Pero decid en esa misma reunión, predicad por todas las esquinas que el alimento más delicado debe reservarse pan los débiles, y en primer lugar para los enfermos. Decid que si hubiese en París nada más que diez perdices y una sola caja de botellas de Málaga, debían enviarse a los dormitorios de los convalecientes; decid eso...
Decid que el niño viene en seguida del enfermo. ¡Para él la leche de las vacas y de las cabras, si no hay bastante para todos! Para el niño y el viejo el último bocado de carne, y para el hombre robusto el pan a secas, caso de verse reducidos a tal extremo.
Decid que si de una sustancia alimenticia no hay suficientes cantidades y hay que racionarla, se reservarán las últimas raciones para quien más las necesite; decid esto, y veréis si no lográis el asentimiento unánime.
Los teóricos pedirán que se introduzca en seguida la cocina nacional y la sopa de lentejas.
Invocaran las ventajas de economizar combustible y víveres, estableciendo inmensas cocinas, donde todo el mundo acudiese a tomar su ración de caldo, de pan y de verdura.
No negamos esas ventajas. Sabemos muy bien las economías de trabajo y combustible realizadas por la humanidad renunciando al molino a brazo y luego al horno en que antaño cocía cada uno su pan.
Comprendemos que sería más económico hacer caldo para cien familias a la vez, en lugar de encender cien hornillos distintos. También sabemos que hay mil maneras depreparar las patatas, pero que éstas no serían peores porque se cociesen en una sola marmita para cien familias a la vez. Comprendemos que consistiendo la variedad de la cocina sobre todo en el carácter individual del sazonamientopor cada mujer de su casa, la cocción en común de un quintal de patatas no impediría que cada una las sazonase a su modo. Y sabemos que con caldo de carne se pueden hacer cien sopas diferentes, para satisfacer cien gustos personales.
Sabemos todo esto, y sin embargo, afirmamos que nadie tiene derecho a forzar a la mujer de su casa a tomar cocidas ya las patatas en el depósito municipal, si prefiere cocerlas ella en su marmita, en su hogar. Y sobre todo, queremos que cada uno pueda consumir su alimento como le plazca, en el seno de la amistad, o en el restaurante si lo prefiere.
Ciertamente que surgirán grandes cocinas en vez de los restaurantes donde hoy se envenena a la gente. La parisiense está acostumbrada ya a comprar caldo en la carnicería para hacer una sopa a su gusto; y el ama de casa en Londres sabe que puede hacer asar la carne y hasta el ave con patatas en la tahona por pocos cuartos, economizando así tiempo y carbón. Y cuando la cocina común no sea un lugar de fraude, falsificación y envenenamiento, vendrá la costumbre de dirigirse a ese horno para tener preparadas las partes fundamentales de la comida, salvo darles el último toque cada cual a su gusto.
Pero hacer de ello una ley, imponerse el deber de adquirir ya cocido el alimento, sería tan repulsivo para el hombre del siglo XIX como las ideas de convento o de cuartel, ideas malsanas nacidas en cerebros pervertidos por el mando militar o deformados por una educación religiosa.
¿Quién tendrá derecho a los víveres comunes? Ésta será de seguro la primera cuestión que se plantee. Mientras los trabajos no estén organizados, mientras dure el período de efervescencia y sea imposible distinguir entre el holgazán perezoso y el desocupado involuntario, los alimentos disponibles deben ser para todos, sin excepción alguna. Los que se hayan resistido arma al brazo a la victoria popular o conspirado contra ella se apresuran por sí mismos a librar de su presencia al territorio insurrecto. Pero nos parece que el pueblo, siempre enemigo de represalias y magnánimo, partirá el pan con todos los que se hayan quedado en su seno, sean expropiadores o expropiados. Inspirándose en esta idea, la revolución no perderá nada; y cuando se reanude el trabajo, se verá a los combatientes de la víspera encontrarse juntos en el mismo taller.
— Pero al cabo de un mes faltarán los víveres -nos gritan ya los críticos.
— ¡Mejor que mejor! -contestamos-. Eso probará que por primera vez en su vida el proletario habrá comido para satisfacer el hambre. En cuanto a los medios de reemplazar lo que se haya consumido, esa es precisamente la cuestión que vamos a desarrollar.
¿Por qué medios podría proveer a su alimentación una ciudad en plena revolución social? Es evidente que los procedimientos a que se recurra dependerán del carácter de la revolución en las provincias, así como en las naciones vecinas.
Si toda la nación, y mejor aún, Europa entera, pudiese hacer una sola vez la revolución social y lanzarse en pleno comunismo, se obraría en consonancia. Pero si sólo algunos municipios en Europa ensayan el comunismo, habrá que elegir otros procedimientos.
Es muy de desear que toda Europa se levante a la vez, que en todas partes se expropie e inspiren en los principios comunistas. Semejante levantamiento facilitaría muchísimo la tarea de nuestro siglo. Pero todo induce a suponer que no sucederá así.
No dudamos de que la revolución abarque toda Europa. Si una de las cuatro grandes capitales del continente, París, Viena, Bruselas o Berlín, se levanta y derriba a su gobierno, es casi seguro que las otras tres harán otro tanto con pocas semanas de diferencia. También es probable que en las penínsulas ibérica e itálica, y hasta en Londres y Petersburgo, no se hará esperar la revolución. Pero ¿será en todas partes igual el carácter que adquiera? Séanos permitido el dudarlo.
Más que probable será que en todas partes se realicen actos de expropiación en mayor o menor escala, y esos actos, practicados por una de las grandes naciones europeas, ejercerán su influjo en todas las demás. Pero los comienzos de la revolución ofrecerán grandes diferencias locales y su desarrollo no será siempre idéntico en los diversos países. En 1789-1793, los labriegos franceses emplearon cuatro años en abolir definitivamente los derechos feudales, y los burgueses en derribar la monarquía. No lo olvidemos, y esperemos ver a la revolución emplear cierto tiempo en desenvolverse, y no caminar al mismo paso en todas partes.
También es dudoso, sobre todo al principio, que tome un carácter francamente socialista en todas las naciones europeas. Recordemos que Alemania aún está en pleno imperio autoritario y que sus partidos más avanzados sueñan con la república jacobina de 1848 y la «organización del trabajo» de Luis Blanc, al paso que el pueblo francés quiere por lo menos el municipio libre, si no es el municipio comunista.
Todo induce a creer que Alemania irá más lejos que Francia en la próxima revolución. Al hacer Francia su revolución burguesa del siglo XVII, fue más lejos que la Inglaterra del siglo XVII; al mismo tiempo que el poder real, abolió el poder de la aristocracia señorial, que aún es una fuerza poderosa entre los ingleses. Pero si Alemania va más lejos y lo hace mejor que la Francia en 1848, ciertamente la idea que inspire los comienzos de su revolución será la de 1848, como la idea que inspirará la revolución en Rusia será la de 1789, modificada hasta cierto punto por el movimiento intelectual de nuestro siglo.
La revolución tomará un carácter diferente en las diversas naciones de Europa; no será igual el nivel alcanzado con respecto a la socialización de los productos.
¿Se deduce de aquí que las naciones más avanzadas hayan de medir su paso por el de las naciones retrasadas y esperar a que la revolución comunista haya madurado en todas las naciones civilizadas?
¡Evidentemente que no! Y aunque así se quisiera, iba a ser imposible: la historia no espera a los retrasados.
Por otra parte, no creemos que en un mismo país se haga la revolución con el conjunto que suenan algunos socialistas. Es probable que si una de las cinco o seis grandes ciudades de Francia, París, Lyon, Marsella, Lille, Saint Etienne, Burdeos, proclama la Comuna, las otras seguirán su ejemplo y varias ciudades populosas harán otro tanto. Probablemente también varias cuencas mineras y ciertos centros industriales no tardarán en licenciar a sus patronos y constituirse en agrupaciones libres.
Pero muchos pueblos rurales no han llegado aún a esto; junto a los municipios insurrectos permanecerán a la expectativa y continuarán viviendo bajo el régimen individualista. No viendo al alguacil ni al cobrador ir a reclamar los impuestos, los campesinos no serán hostiles a los insurrectos; aprovechándose de la situación, aguardarán para ajustarles las cuentas a los explotadores locales. Pero con ese espíritu práctico que caracterizó siempre a los levantamientos agrarios (recordemos la apasionada labor de 1782), se afanarán por cultivar la tierra, amándola tanto más cuanto que quedará libre de impuestos y de hipotecas.
En cuanto al exterior, por todas partes habrá revolución, pero con variados aspectos: acá unitaria, allá federalista, en todas partes más o menos socialista, pero sin uniformidad.
Pero volvamos a nuestra ciudad sublevada y veamos en qué condiciones tendrá que proveer a su abastecimiento. ¿Dónde encontrar los víveres necesarios, si la nación entera no ha aceptado aún el comunismo? Tal es el problema que se plantea.
Elijamos una gran ciudad francesa, por ejemplo, la capital. París consume cada año millones de quintales de cereales, 350.000 bueyes y vacas, 200.000 terneras, 300.000 cerdos y más de 2.000.000 de carneros, sin contar otros animales. Además, París necesita unos 8.000.000 kilos de manteca, 172.000.000 de huevos y todo lo demás en las mismas proporciones.
Las harinas y los cereales llegan de los Estados Unidos, Rusia, Hungría, Italia, Egipto y las Indias.
El ganado de Alemania, Italia, España y hasta de Rumania y Rusia. En cuanto a los demás comestibles, no hay país en el mundo que no contribuya.
Veamos, ante todo, cómo se podría abastecer de víveres a París, o a cualquiera otra gran ciudad, con los productos que se cultivan en las campiñas francesas y que los agricultores sólo desean entregar al consumo.
Para los autoritarios, la cuestión no presenta ninguna dificultad. Primero crearían un gobierno fuertemente centralista, armado con todos los órganos de coerción: policía, ejército, guillotina. Ese gobierno mandaría hacer la estadística de cuanto se recolecta en Francia, dividiría el país en cierto número de distritos de alimentación y ordenaría que tal alimento y en tal cantidad se transportase a tal sitio, se entregase tal día en tal estación, lo recibiese tal funcionario, se almacenase en tal almacén, y así sucesivamente.
Semejante estado de cosas puede soñarse con la pluma en la mano, pero en la práctica es materialmente imposible; sería preciso no contar con el espíritu de independencia de la humanidad. Eso sería la insurrección general: tres o cuatro Vendées en lugar de una, la guerra de las aldeas contra las ciudades. Francia entera insurreccionada contra la ciudad que osase implantar este régimen.
En 1793 el campo sitió por hambre a las grandes ciudades y mató la revolución. Sin embargo, está probado que la producción de cereales en Francia no había disminuido en 1792-1793; hasta todo induce a creer que había aumentado. Pero después de tomar posesión de gran parte de las tierras señoriales y de haber cosechado en esas tierras, los burgueses campesinos no quisieron vender su trigo por asignados. Lo guardaron, esperando el alza de los precios o el pago en monedas de oro. Y ni las medidas más rigurosas de los convencionales para obligar a los acaparadores a vender el trigo, ni las ejecuciones de pena capital, pudieron nada contra esa huelga. Sin embargo, sabido es que a los comisarios de la Convención se les daba una higa guillotinar a los acaparadores, ni al pueblo ahorcarlos de un farol, y sin embargo, el trigo permanecía en los almacenes y el pueblo de las ciudades pasaba hambre.
Pero, ¿qué les ofrecían a los cultivadores de los campos en cambio de sus rudas labores?
¡Asignados! Unos papeluchos cuyo valor bajaba de día en día; unos billetes que marcaban quinientas libras en caracteres impresos, pero sin ningún valor real. Con un billete de mil libras no había para comprar un par de botas; y se comprende que el labriego no se conformara de ninguna manera con trocar un año de trabajo por un pedazo de papel que no le permitía comprarse una blusa.
Lo que debe ofrecerse al campesino no es papel, sino la mercancía que necesita inmediatamente: la máquina de que ahora se priva con pena; el vestido que le resguarda de la intemperie; la lámpara y el petróleo que reemplacen su cabo de vela; la pala, la azada, el arado, en fin, todo de lo que hoy carece el labriego, no porque no comprenda su necesidad, sino porque en su existencia de privaciones y de labor extenuante, mil objetos útiles son inaccesibles para él a causa de su precio, esas cosas que le faltan al campesino, en lugar de hacer futilidades para adornos de las burguesas. Que las máquinas de coser de París hagan vestidos de trabajo y domingueros para los labriegos, en vez de equipos de novia; que la fábrica construya máquinas agrícolas, palas y arados, en vez de esperar a que los ingleses nos los muden a cambio de nuestro vino.
Envíe la ciudad a las aldeas, no comisarios con fajas rojas o multicolores para hacer saber al labrador el decreto de que entregue sus provisiones a tal sitio, sino que los haga visitar por amigos, por hermanos, para decirles: «Traednos vuestros productos, y coged en nuestros almacenes todas las cosas manufacturadas que os plazcan.» Y entonces afluirán de todas partes los víveres. El campesino guardará lo que necesite para vivir, pero enviará el resto a los trabajadores de las ciudades, en las cuales — por vez primera en el curso de la historia — verá hermanos y no explotadores.
Quizá se nos diga que esto exige una transformación completa de la industria. Ciertamente que sí, en ciertas ramas. Pero hay otras mil que podrán modificarse con rapidez, de modo que suministren a los aldeanos ropas, relojes, muebles, aperos y sencillas máquinas, que la ciudad le hace pagar tan caras en estos momentos. Tejedores, sastres, zapateros, quincalleros, ebanistas y tantos otros no encontrarán dificultad ninguna en abandonar la producción de lujo por el trabajo de utilidad. Sólo es preciso penetrarse bien de la necesidad de esta transformación; que ésta se considere como un acto de justicia y de progreso, que no se deje llevar por ese engaño, tan caro a los teóricos, de que la revolución debe limitarse a tomar posesión del exceso de valores, y que la producción y el comercio pueden permanecer siendo lo que son en nuestros días.
A nuestro parecer, ahí está todo: en ofrecer al cultivador, a cambio de sus productos, no papeles mojados (sea lo que quiera lo que lleven inserto), sino los mismos objetos de consumo necesarios para el cultivador. Si así se hace, afluirán los víveres a las ciudades. Si no se hace así, tendremos en las ciudades el hambre con todas sus consecuencias.
Todas las grandes ciudades compran el trigo, la harina y carne, no sólo en las provincias, sino también en el extranjero. De ahí envían a París las especias, el pescado y los comestibles de lujo amén de considerables cantidades de trigo y de carne.
Pero en tiempo de revolución no habrá que contar para nada (o lo menos posible) con el extranjero.
Si el trigo ruso, el arroz italiano o indio y los vinos de España y de Hungría afluyen hoy a los mercados de la Europa occidental, no es porque los países expedidores posean con exceso o porque broten por sí mismos esos productos. En Rusia el campesino trabaja hasta dieciséis horas diarias y ayuna de tres a seis meses al año, con el fin de exportar el trigo conque paga al señor y al Estado. Hoy se presenta la policía en las aldeas rusas en cuanto está entrojada la mies, y vende la última vaca, la última caballería del agricultor, por atrasos de contribuciones y de rentas a los señores, cuando el labrador no se presta a malvender el trigo a los exportadores. Tanto, que sólo guarda el trigo para nueve meses y enajena el resto con el fin de que no le vendan la vaca por quince pesetas. Para vivir hasta la nueva cosecha próxima, tres meses si el año es bueno o seis cuando ha sido malo, mezcla corteza de álamo blanco a su harina, mientras en Londres saborean los bizcochos hechos con su trigo.
Pero en cuanto venga la revolución, el labrador se guardara el pan para él y para sus hijos. Lo mismo harán los aldeanos italianos y húngaros, también esperamos que el indostánico aprovechará estos buenos ejemplos, así como los trabajadores de los Bonanzafarms en América, a menos de que estos dominios no estén ya desorganizados por la crisis. Así, pues, no habrá que contar con las importaciones de trigo y maíz procedentes del exterior.
Estando cimentada toda nuestra civilización burguesa en la explotación de las razas inferiores y de los países atrasados en la industria, el primer beneficio de la revolución será amenazar esta civilización, permitiendo emanciparse a las llamadas razas inferiores. Pero ese inmenso beneficio se manifestará por una disminución cierta y considerable de las entradas de víveres que afluyen hacia las grandes ciudades de Occidente.
Respecto al interior, es más difícil prever la marcha de los negocios. Por una parte, el cultivador se aprovechará seguramente de la revolución para enderezar su espalda encorvada sobre el suelo. En vez de las catorce o dieciséis horas que trabaja hoy, tendrá razón para no trabajar sino la mitad, lo que supondrá un descenso en la producción de los principales víveres: el trigo y la carne.
Pero, por otra parte, habrá aumento de producción en cuanto el cultivador ya no se vea obligado a trabajar para mantener gandules. Se roturarán nuevos terrenos, se pondrán en marcha máquinas más perfectas. “Jamás hubo labor tan vigorosa como la de 1792, cuando el campesino hubo recobrado de los señores la tierra que desde tanto tiempo apetecía”, dice Michelet hablando de la gran revolución.
Dentro de poco será accesible a cada agricultor el cultivo intensivo, cuando se ponga al alcance de la comunidad la maquinaria perfeccionada y los abonos químicos. Pero todo induce a creer que en un principio podrá disminuir la producción agrícola en Francia y fuera de ella.
Es preciso que las grandes ciudades cultiven la tierra, como lo hacen los pueblos rurales. Hay que venir a parar a lo que la biología llamaría la “integración de las funciones”. Después de haber dividido el trabajo, es preciso integrar: tal es la marcha seguida por toda la naturaleza.
Tierra no falta. Alrededor de las grandes ciudades existen los parques y jardines de los señores, millones de hectáreas que sólo esperan el trabajo inteligente del cultivador para rodear, por ejemplo, a París de llanuras mucho más fértiles y productivas que las estepas cubiertas de mantillo, pero desecadas por el sol del sur de Rusia.
¡Brazos! ¿A qué queréis que se dediquen los dos millones de parisienses del uno y del otro sexo cuando ya no tengan que revestir y recrear a los príncipes rusos, a los boyardos romanos y a las señoras de la banca de Berlín?
Disponiendo de toda la maquinaria del siglo, de la inteligencia y del conocimiento técnico del trabajador, hecho al uso de la herramienta perfeccionada: teniendo a su servicio los inventores, los químicos y los botánicos, los profesores del Jardín de Plantas, los hortelanos de Gennevillers, así como los instrumentos necesarios para multiplicar las máquinas y ensayar otras nuevas; teniendo, por último, el espíritu organizador del pueblo de París, su buen humor, su arranque, la agricultura del municipio anarquista de París será muy diferente que la de los cavadores de Ardennes.
Pronto se echaría mano del vapor, de la electricidad, del calor solar y de la fuerza del viento. La cavadora y la despedregadora de vapor harían con rapidez lo más duro del trabajo de preparación, y la tierra, ablandada y enriquecida, no esperaría más que los cuidados inteligentes del hombre, y sobre todo de la mujer, para cubrirse de plantas bien cuidadas, que se renovarían tres o cuatro veces al año.
Aprendiendo la horticultura con los hombres del oficio; ensayando en parcelas reservadas los diversos medios de cultivo; rivalizando unos con otros para perseguir las mejores cosechas; hallando en el ejercicio físico, sin cansancio ni trabajos excesivos, las fuerzas que tan a menudo faltan en las grandes ciudades, hombres, mujeres y niños estarían satisfechos de aplicarse a las labores del campo, que cesarán de ser un trabajo de presidiario y se convertirán en un placer, en una fiesta, en una primavera del ser humano.
“¡No hay tierras estériles! ¡La tierra vale lo que valga el hombre!” He aquí la última palabra de la agricultura moderna. La tierra da lo que le piden; sólo se trata de pedir con inteligencia.
Un territorio — aunque sea tan pequeño como los dos departamentos del Sería y del Sería y Oise, y tenga que alimentar a una gran ciudad como París — bastaría prácticamente para llenar los vacíos que en torno suyo pudiera hacer la revolución. La combinación de la agricultura con la industria, el hombre agricultor e industrial al mismo tiempo: a esto nos conducirá necesariamente el municipio comunista, si se lanza con valentía por el camino de la expropiación.
Quienes siguen atentos el estado de ánimo de los trabajadores han debido advertir que, insensiblemente, se va formando un acuerdo acerca de una importante cuestión: la del alojamiento. Hay un hecho cierto: en las grandes ciudades de Francia, y en muchas pequeñas, los trabajadores llegan poco a poco a la conclusión de que las casas habitadas no son, en manera alguna, propiedad de aquellos a quienes el Estado reconoce por propietarios.
La casa no la ha edificado el propietario; la ha construido, adornado, empapelado centenares de obreros, a quienes el hambre ha conducido a las canteras y la necesidad de vivir al extremo de aceptar un salario escatimado.
El dinero gastado por el pretendido propietario no era producto de su propio trabajo. Lo había acumulado, como todas las riquezas, pagando a los trabajadores los dos tercios o la mitad de lo que les correspondía.
El valor de una casa en ciertos barrios de París es de un millón de pesetas, no porque contenga en sus muros un millón de trabajo, sino porque, desde hace siglos, los obreros, los artistas, los pensadores, los sabios y los literatos han contribuido a hacer de París lo que es hoy: un centro industrial, comercial, político, artístico y, científico; porque tiene un pasado; porque gracias a la literatura, son conocidas sus calles lo mismo en provincias que en el extranjero; porque es producto del trabajo de dieciocho siglos, de medio centenar de generaciones, de toda la nación francesa.
¿Quién tiene derecho a apropiarse de la más pequeña parte de ese terreno, o el último de los edificios, sin cometer una manifiesta injusticia? ¿Quién tiene derecho a vender la menor parcela del patrimonio común?
La idea del alojamiento gratuito se manifestó claramente durante el sitio de París, cuando se pedía la anulación pura y simple de los inquilinatos reclamados por los propietarios. También se manifestó durante la Comuna de 1871, cuando el París obrero esperaba del Consejo de la Comuna una resolución enérgica aboliendo, los alquileres.
Con revolución y sin ella, el trabajador necesita un refugio: el alojamiento. Pero por malo y por antihigiénico que sea, hay siempre un propietario que le puede expulsar de él. Verdad es que con la revolución, el casero ya no encontrará curiales ni alguaciles para poner los trastos en la calle. Pero ¡quién sabe si mañana el nuevo gobierno, por revolucionario que pretenda ser, no reconstituirá la fuerza y lanzará contra los pobres la jauría policíaca!
Sin embargo, es preciso que el trabajador sepa que el no pagar al casero sólo es aprovecharse de la desorganización del poder. Es preciso que sepa que la habitación gratuita está reconocida en principio y sancionada, digámoslo así, por el asentimiento popular; que el alojamiento gratuito es un derecho legalmente proclamado por el pueblo.
¿Vamos a esperar que esta medida, que tan perfectamente responde al sentimiento de justicia de todo hombre honrado, la tomen los socialistas que se mezclan con los burgueses en un gobierno provisional? ¡Podriamos esperar sentados, hasta la vuelta de la reacción!
Los revolucionarios sinceros trabajarán con el pueblo para que sea un hecho la expropiación de las casas. Trabajarán para crear una corriente de ideas en esta dirección; trabajarán para ponerlas en práctica; y cuando estén maduras, el pueblo procederá a la expropiación de las casas, sin prestar oídos a las teorías, que no dejarán de predicarle acerca de indemnización a los propietarios y otros despropósitos.
Si se hace popular la idea de la expropiación, al llevarla a cabo no se estrellará contra los insuperables obstáculos con que nos amenazan.
Cierto es que los señores galoneados que vayan a ocupar las poltronas abandonadas de los ministerios y del ayuntamiento no dejarán de acumular dificultades. Hablarán de conceder indemnizaciones a los propietarios, de formar estadísticas, de redactar largos dictámenes, tan largos, que podrían durar hasta el momento en que el pueblo, aplastado por la miseria de la huelga forzosa, no viendo venir nada y perdiendo la fe en la revolución, dejaría libre el campo a los reaccionarios y concluiría por hacer odiosa a todo el mundo la expropiación oficinesca.
Pero si el pueblo no pasa por los sofismas con que tratarán de deslumbrarlo; si comprende que a vida nueva procedimientos nuevos, y realiza la obra por sus propias manos, entonces podrá hacerse la expropiación sin grandes dificultades.
“Pero, ¿cómo podría hacerse?”, nos preguntarán. Nos repugna trazar con sus menores detalles planes de expropiación. Sabemos de antemano que todo cuanto un hombre o un grupo puedan proyectar hoy, será superado por la vida humana. Ya hemos dicho que ésta lo hará todo mejor y con más sencillez que cuanto pudiera dictársele de antemano.
Por eso, al bosquejar el método según el cual pudieran hacerse sin intervención del gobierno la expropiación y el reparto de las riquezas expropiadas, sólo queremos responder a los que declaran imposible la cosa. Pero volvemos a recordar que de ninguna manera nos proponemos preconizar tal o cual sistema de organizarse. Lo único que nos importa es demostrar que la expropiación puede hacerse por la iniciativa popular, y que no puede hacerse de ninguna otra manera.
Es de suponer que desde los primeros actos de expropiación surgirán en el barrio, en la calle, en la manzana de casas, grupos de ciudadanos de buena voluntad que ofrezcan sus servicios para informarse del número de cuartos desalquilados, de aquellos en que se amontonan familias numerosas, de las habitaciones malsanas y de las casas que, siendo harto espaciosas para sus ocupantes, podrían ser ocupadas por aquellos a quienes les falta aire en sus cuchitriles. En pocos días, esos voluntarios formarán en cada calle y en cada barrio listas completas de todas los cuartos saludables y malsanos, estrechos y espaciosos, de las habitaciones infectas y de las moradas suntuosas.
Se comunicarán libremente sus listas, y en pocos días se dispondrá de estadísticas completas. La estadística embustera puede fabricarse en las oficinas; la estadística verdadera y exacta no puede provenir más que del individuo, remontándose de lo simple a lo compuesto.
Después de esto, sin esperar nada de nadie, esos ciudadanos irán en busca de sus camaradas que habitan en tugurios, y les dirán sencillamente: “Esta vez, compañeros, la revolución va de veras. Venid esta tarde a tal sitio; todo el barrio estará allí para el reparto de las habitaciones. Si no os convienen vuestros cuchitriles, elegiréis una de las habitaciones de cinco piezas que hay disponibles. Y en cuanto coloquéis allí los muebles, negocio concluido. ¡El pueblo armado se las entenderá con quien quiera ir a echaros de casa! “
“Pero todo el mundo querrá tener un cuarto de veinte piezas”, nos dirán.
No; eso no es cierto. El pueblo nunca ha pedido tener la luna dentro de un cubo de agua. Por el contrario, cada vez que vemos a igualitarios tener que reparar una injusticia, nos llama la atención el buen sentido y el instinto justiciero de que están animadas las masas. ¿Se ha visto nunca reclamar lo imposible? ¿Se ha visto nunca al pueblo de París pelearse cuando iba en busca de su ración de pan o de leña durante los dos sitios? Formábase cola con una resignación que no se cansaban de admirar los corresponsales de los periódicos extranjeros, y sin embargo, se sabía que los llegados últimamente pasarían el día sin pan y sin fuego.
Cierto es que hay instintos egoístas en los individuos aislados de nuestras sociedades; lo sabemos muy bien. Pero también sabemos que el mejor modo de despertar y alimentar esos instintos sería el confiar la cuestión de los alojamientos a una oficina cualquiera. Entonces sí que se abrirían paso las malas pasiones, dándose todo por influencia. La menor desigualdad haría poner el grito en las nubes; la menor ventaja concedida a alguien haría hablar de soborno, ¡y con razón!
Pero cuando el pueblo mismo, reunido por calles, por barrios, por distritos, se encargue de hacer mudarse a los habitantes de los tugurios a las habitaciones harto espaciosas de los burgueses, tomaríansecon bondad los pequeños inconvenientes y las pequeñas desigualdades.
Rara vez se apela en vano a los buenos instintos de las masas. Algunas veces se ha hecho así durante las revoluciones, cuando se trataba de salvar el barco en peligro, y nunca ha habido error en ello. El trabajador ha respondido siempre al llamamiento con grandes abnegaciones.
A pesar de todo, habrá probablemente injusticias. Hay en nuestra sociedad individuos a quienes ningún gran acontecimiento hará salir de los carriles egoístas. Pero la cuestión no es saber si habrá o no injusticias. Se trata de saber cómo se podrá limitar su número. Pues bien; lo mismo la historia que la experiencia de la humanidad y la psicología de las sociedades, afirman que el medio más equitativo es confiar las cosas a los mismos interesados.
Sólo ellos podrán tener en cuenta y regularizar los mil detalles que inevitablemente se le escaparían a todo reparto oficinesco.
Cuando los albañiles, los canteros (en una palabra, los constructores), sepan que tienen segura la subsistencia, con mucho gusto reanudarán por pocas horas diarias el trabajo a que están acostumbrados. Dispondrán de otra manera las grandes habitaciones, que exigen un estado mayor de servidumbre doméstica. Y en pocos meses habrán surgido casas mucho más higiénicas que las de nuestros días y a los que no estén suficientemente bien instalados, podrá decirles el municipio anarquista:
“¡Paciencia, compañeros! Palacios saludables, cómodos y hermosos, superiores a cuanto edificaban los capitalistas, van a levantarse en el suelo de la ciudad libre. Serán para los que más lo necesiten. El municipio anarquista no edifica con la mira de las rentas. Los monumentos que erija para sus ciudadanos, producto del espíritu colectivo, servirán de modelo a la humanidad entera y serán vuestros.”
Si el pueblo sublevado expropia las casas y proclama el alojamiento gratuito, la comunidad de las habitaciones y el derecho de cada familia a un alojamiento higiénico la revolución habrá tomado desde el principio un carácter comunista y se habrá lanzado por una senda de la que no será fácil hacerla salir tan pronto. Habrá dado un golpe de muerte a la propiedad individual.
La expropiación de las casas lleva así en germen toda la revolución social. Del modo como se haga dependerá el carácter de los acontecimientos. O abrimos un camino amplio y grande al comunismo anarquista, o nos quedamos pataleando entre el cieno del individualismo autoritario.
Puesto que a toda costa se tratará de sostener la iniquidad, es seguro que en nombre de la justicia nos hablarán, exclamando: “¿No es una infamia que los parisienses se apoderen para ellos de las hermosas casas y dejen las chozas para los labriegos?” No nos dejemos engañar. Esos rabiosos partidarios de la justicia, por un rasgo de su carácter, olvidan la gran desigualdad de que se hacen defensores. Olvidan que en París mismo el trabajador se asfixia en su tugurio -él, su mujer y sus hijos-, al paso que desde su ventana ve el palacio del rico. Olvidan que generaciones enteras perecen en los barrios populosos por falta de aire y de sol, y que el primer deber de la revolución tendrá que ser el reparar esa injusticia.
No nos detengamos en estas reclamaciones interesadas. Sabemos que la desigualdad, que realmente existirá entre París y las aldeas, es de las que han de disminuir cada día que pase. En la aldea no dejarán de consumirse alojamientos más sanos que los de hoy, cuando el labrador deje de ser la bestia de carga del propietario, del fabricante, del usurero y del Estado. Para evitar una injusticia temporal y reparable; ¿hay que sostener la injusticia que existe desde hace siglos?
También se nos dirá: “Ahí tenéis un pobre diablo, que a fuerza de privaciones ha logrado comprar una casa lo suficiente grande para que en ella quepa su familia. ¡Es tan feliz! ¿Iréis a echarle a la calle?”
¡Ciertamente que no! Si su casa apenas basta para alojar a su familia, que la habite, ¡que cultive el huertecillo al pie de sus ventanas! En caso de necesidad, nuestros jóvenes hasta irán a echarle una mano. Pero si en su casa hay un cuarto alquilado a otra persona, el pueblo irá en busca de ésta y le dirá: “Compañero, ¿sabes que ya no debes nada al casero? Quédate en el cuarto y no des un céntimo. Ya no hay que temer a los alguaciles en lo sucesivo. ¡Triunfó la social!”
Y si el propietario ocupa él solo veinte piezas y hay en el barrio una madre con cinco hijos embutidos en un solo cuartucho, el pueblo irá a ver si entre las veinte piezas hay alguna que después de arreglada pueda dar un buen alojamiento a la madre de los cinco hijos. ¿No será eso más justo que dejar a la madre y los cinco niños en el tabuco y al señor a sus anchas en el palacio? Además, el señor se acostumbrará muy pronto; cuando ya no disponga de criadas para arreglarle las veinte piezas, su burguesa se pondrá contenta al verse libre de la mitad de sus habitaciones.
“Esto será un trastorno completo”, exclamarán los defensores del orden. “¡Una de mudanzas sin fin! ¡Igual sería echar a todo el mundo a la calle Y sortear las habitaciones!”
Estamos convencidos de que si no lo mangonea ningún gobierno y se confía toda la transformación a los grupos formados espontáneamente para esa tarea, las mudanzas serán menos numerosas que las ocurridas en un solo año por efecto de la rapacidad de los propietarios.
En primer término, en todas las ciudades importantes hay tan gran número de habitaciones desocupadas, que casi bastarían para alojar a la mayoría de los habitantes de los cuchitriles. En cuanto a los palacios y a los pisos suntuosos, muchas familias obreras no los querrían, pues no valen nada si no pueden arreglarlos un gran número de criados. Por eso los ocupantes veríanse obligados bien pronto a buscar habitaciones menos lujosas, donde las señoras banqueras guisaran por sí mismas. Y poco a poco, sin que hubiese que acompañar al banquero con un piquete a una buhardilla y al inquilino de la buhardilla al palacio del banquero, la población se repartirá amistosamente las habitaciones que existan con el menor zafarrancho posible. ¿No se ve en los municipios rurales distribuirse los campos, molestando tan poco a los poseedores de parcelas, que sólo elogios merecen el buen sentido y la sagacidad de procedimientos a que recurre el municipio? El mir ruso hace menos mudanzas de un campo a otro que la propiedad individual con sus pleitos ante la curia. ¡Y se nos quiere hacer creer que los habitantes de una gran ciudad europea habían de ser más brutos o menos organizadores que los aldeanos rusos o los indios!
Además, toda revolución trae consigo cierto trastorno de la vida cotidiana, y los que esperan atravesar una gran crisis sin que a las burguesas se las aparte de su olla, corren peligro de quedarse con un palmo de narices.
El pueblo comete disparate sobre disparate cuando tiene que elegir en las urnas entre los majaderos que aspiran al honor de representarlo y se encargan de hacerlo todo, de saberlo todo, de organizarlo todo. Pero cuando necesita organizar lo que conoce, lo que le atañe directamente, lo hace mejor que todas las oficinas posibles. ¿No se ha visto durante la Comuna y en la última huelga de Londres? ¿No se ve todos los días en cada municipio rural?
Si se consideran las casas como patrimonio común de la ciudad y se procede al racionamiento de los víveres, es preciso dar un paso más. Hay que ocuparse necesariamente del vestido, y la única solución posible será la de apoderarse de todos los bazares de ropas, en nombre del pueblo, y abrir las puertas a todos con el fin de que cada uno pueda tomar las que necesita. La comunidad de los vestidos y el derecho para tomar cada uno lo que le haga falta en los almacenes municipales o pedirlo a los talleres de confección, se impondrán en cuanto el principio comunista se haya aplicado a las casas y a los víveres.
Es indudable que para eso no necesitaremos despojar de sus gabanes a todos los ciudadanos, amontonar todos los trajes y sortearlos, como pretenden nuestros ingeniosos críticos. Cada cual no tendrá más que conservar su gabán, si tiene alguno, y hasta es muy probable que si tiene diez nadie pretenda quitárselos. Se preferirá el vestido nuevo al que el burgués haya llevado ya puesto, y habrá suficientes vestidos nuevos para no requisar los viejos.
Si hiciésemos la estadística de las ropas acumuladas en los almacenes de las grandes ciudades, veríamos que en París, Lyon, Burdeos y Marsella hay de sobra para que el municipio pueda regalar un vestido nuevo a cada ciudadano y a cada ciudadana. Además, si no todo el mundo encontrara ropa de su gusto, los talleres municipales llenarían bien pronto ese vacío. Sabida es la rapidez con que trabajan nuestros talleres de confección, provistos de máquinas perfeccionadas y organizados para producir en gran escala.
“Pero todo el mundo querrá un abrigo de, marta cibelina, y todas las mujeres pedirán un vestido de terciopelo”, exclaman nuestros adversarios.
No lo creemos. No todo el mundo prefiere el terciopelo ni sueña con un abrigo de marta cibelina. Si hoy mismo se propusiera a las parisienses que eligiesen cada cual un vestido, habría muchas que preferirían un vestido liso a todos los adornos caprichosos de nuestras cortesanas.
Los gustos varían con las épocas, y el que predomine durante la revolución será de seguro muy sencillo. La sociedad, como el individuo, tiene sus horas de cobardía, pero también tiene sus minutos de heroísmo. Por miserable que sea, cuando se encanalla como ahora en la persecución de los intereses mezquinos y neciamente personales, cambia de aspecto en las grandes épocas.
No queremos exagerar el probable papel de esas buenas pasiones, ni basamos en ellas nuestro ideal de sociedad. Pero no exageramos si admitimos que nos ayudarán a atravesar los primeros momentos, o sea los más difíciles. No Podemos contar con la continuidad de esos sacrificios en la vida diaria, pero podemos esperarlos en los principios, y no se necesita más.
Si la revolución se hace con el espíritu de que hablamos, la libre iniciativa de los individuos encontrará vasto campo de acción para evitar las intromisiones de los egoístas. En cada calle y cada barrio podrán surgir grupos que se encarguen de lo concerniente al vestido. Harán el inventario de lo que posea la ciudad sublevada, y conocerán, poco más o menos, de qué recursos dispone. Y es muy probable que acerca del vestir los ciudadanos adopten el mismo principio que respecto al comer: “Tomar del montón lo que abunde; repartir lo que esté en cantidad limitada”.
No pudiendo ofrecer a cada ciudadano un abrigo de marta cibelina y a cada ciudadana un traje de terciopelo, la sociedad distinguirá probablemente entre lo superfluo y lo necesario, colocando entre lo primero el terciopelo y la marta, sin perjuicio de ver si lo que hoy es superfluo puede vulgarizarse mañana. Garantizando lo necesario a cada habitante de la ciudad anarquista, se podrá dejar a la actividad privada el cuidado de proporcionar a los débiles y enfermos lo que provisionalmente se considere como objeto de lujo, de proveer a los menos robustos de lo que no entre en el consumo cotidiano de todos.
“¡Pero eso es la nivelación, el hábito gris del fraile, la desaparición de todos los objetos de arte, de todo lo que embellece la vida!”, nos dirán.
¡Ciertamente que no! Y basándonos siempre en lo que ya existe, vamos a demostrar cómo una sociedad anarquista podría satisfacer los gustos más artísticos de sus ciudadanos, sin entregar por eso fortunas de millonario como hoy.
Si una sociedad asegura a todos sus miembros lo necesario, se vera obligada a apoderarse de todo lo indispensable para producir: suelo, máquinas, fábricas, medios de transporte, etcétera. No dejará de expropiar a los actuales detentadores del capital, para devolvérselo a la comunidad.
A la organización burguesa, no sólo se la acusa de que el capitalista acapara una gran parte de los beneficios de cada empresa industrial y comercial, lo que le permite vivir sin trabajar. El cargo principal contra ella es que la producción entera ha tomado una dirección absolutamente falsa, puesto que no se realiza con el fin de asegurar el bienestar de todos, y eso es lo que la condena.
Es imposible que la producción mercantil se haga para todos. Quererlo, sería pedir al capitalista que se saliese de sus atribuciones y llenase una función que no puede llenar sin dejar de ser lo que es: un particular emprendedor, que persigue su enronquecimiento. La organización capitalista, fundada en el interés particular de cada negociante, ha dado a la sociedad todo lo que ponía esperarse de ella; ha aumentado la fuerza productiva del trabajador. Aprovechándose de la revolución operada en la industria por el vapor, del repentino desarrollo de la química y de la mecánica y de los inventos del siglo, el capitalista se ha aplicado, por su propio interés, a aumentar el rendimiento del trabajo humano, y lo ha conseguido en grandes proporciones. Darle otra misión sería por completo irracional. Querer que utilice ese superior rendimiento del trabajo en provecho de toda la sociedad sería pedirle filantropía, caridad, y una empresa capitalista no puede cimentarse en la caridad.
A la sociedad le incumbe ahora generalizar esa productividad superior, limitada hoy a ciertas industrias, y aplicarlas en interés de todos.
Pero es indiscutible que para garantizar a todos el bienestar, la sociedad debe tomar posesión de todos los medios para producir.
Los economistas nos recordarán el bienestar relativo de cierta categoría de obreros, jóvenes, robustos, hábiles en ciertas ramas especiales de la industria. Siempre nos señalan con orgullo esa minoría. Pero ese bienestar (patrimonio de unos pocos), ¿lo tienen seguro? Mañana, el descuido, la imprevisión o la avidez de sus amos arrojarán quizás a esos privilegiados a la calle y pagarán entonces con meses y años de dificultades o miseria el período de bienestar que habían disfrutado. ¡Cuántas industrias mayores (tejidos, hierros, azúcares, etcétera), sin hablar de industrias efímeras, hemos visto parar y languidecer una tras otra, ya por el efecto de especulaciones, ya a consecuencia de cambios naturales de lugar del trabajo, ya a causa de competencias promovidas por los mismos capitalistas! Todas las industrias principales de tejidos y de mecánica han pasado recientemente por esas crisis. ¿Qué diremos entonces de aquellas cuya característica es la periodicidad de los paros?
¿Qué diremos también del precio a que se compra el bienestar relativo de algunas categorías de obreros? ¿Qué se ha obtenido a costa de la ruina de la agricultura, por la desvergonzada explotación del campesino y por la miseria de las, masas? Enfrente de esa débil minoría de trabajadores que gozan de cierto bienestar, ¡cuántos millones de seres humanos viven al día, sin salario seguro, dispuestos a presentarse donde los llamen! ¡Cuántos labriegos trabajarán catorce horas diarias por una mísera comida! El capital despuebla los campos, explota las colonias y los pueblos cuya industria está poco desarrollada y condena a la inmensa mayoría de los obreros a permanecer sin educación técnica, como trabajadores medianos hasta en su mismo oficio. El estado floreciente de una industria se consigue inexorablemente por la ruina de otras diez.
Y esto no es un accidente, es una necesidad del régimen capitalista. Para llegar a retribuir medianamente a algunas categorías de obreros, hoy es preciso que el labrador sea la bestia de carga de la sociedad; es preciso que las ciudades dejen desiertos los campos; es preciso que los pequeños oficios se aglomeren en los barrios inmundos de las grandes ciudades y fabriquen casi por nada los mil objetos de escaso valor que ponen los productos de las grandes manufacturas al alcance de los compradores de corto salario. Para que el mal paño pueda despacharse vistiendo a los trabajadores pobremente pagados, es menester que el sastre se contente con un salario de pordiosero. Es menester que los países atrasados del Oriente sean explotados por los del Occidente, para que en algunas industrias privilegiadas el trabajador tenga una especie de bienestar, limitado por el régimen capitalista.
El mal de la organización actual no reside, pues, en que el “exceso de valor” de la producción pase al capitalista, como habían dicho Rodbertus y Marx, estrechando así el concepto socialista y las miras de conjunto acerca del régimen capitalista. El mismo exceso de valor es consecuencia de causas mas hondas. El mal está en que pueda haber un “exceso de valor” cualquiera, en vez de un simple exceso de producto no consumido por cada generación, porque para que haya “exceso de valor” se necesita que hombres, mujeres y niños se vean obligados por el hambre a vender su fuerza de trabajo por una parte mínima de lo que esa fuerza produce, y sobre todo, de lo que es capaz de producir.
Pero este mal durará en tanto que lo necesario para la producción sea propiedad de algunos solamente. Mientras el hombre se vea obligado a pagar un tributo al amo para tener derecho a cultivar el suelo o poner en movimiento una máquina, y mientras el propietario sea dueño absoluto de producir lo que le prometa mayores beneficios más bien que la mayor suma de objetos necesarios para la existencia, sólo temporalmente podrá tener bienestar un cortísimo número, y será adquirido siempre por la miseria de una parte de la sociedad. No basta distribuir por partes iguales los beneficios que una industria logra realizar, si al mismo tiempo hay que explotar a otros millares de obreros. Lo que debemos buscar es producir, con la menor pérdida posible de fuerza humana la mayor suma posible de los productos necesarios para el bienestar de todos.
¿Cuántas horas diarias de trabajo deberá desarrollar el hombre para asegurar a su familia una alimentación nutritiva, una casa conveniente y los vestidos necesarios’ Esto ha preocupado mucho a los socialistas, los cuales admiten generalmente que bastarán cuatro o cinco horas diarias -por supuesto, a condición de que todo el mundo trabaje-. A fines del siglo pasado, Benjamín Flanklin ponía como límite cinco horas; y si la necesidad de comodidades ha aumentado desde entonces, también ha aumentado con mucha más rapidez la fuerza de producción.
En las grandes granjas del Oeste americano, que tienen docenas de millas, pero cuyo terreno es mucho más pobre que el suelo mejorado de los países civilizados, sólo se obtienen de doce a dieciocho hectolitros por hectárea, es decir, la mitad del rendimiento de las granjas de Europa y de los estados del Este americano. Y, sin embargo, gracias a las máquinas, que permiten a dos hombres labrar en un día dos hectáreas y media, cien hombres producen en un año todo lo necesario para entregar a domicilio el pan de diez mil personas durante un año entero.
Le bastaría a un hombre trabajar en las mismas condiciones durante treinta horas, o sea seis medias jornadas de cinco horas cada una, para tener pan todo el año, y treinta medias jornadas para asegurárselo a una familia de cinco personas. Si se recurriese al cultivo intensivo, menos de sesenta medias jornadas de trabajo podrían asegurar a toda la familia el pan, la carne, las hortalizas hasta las frutas de lujo.
Estudiando los precios a que resulten hoy las casas de obreros edificadas en las grandes ciudades, puede asegurarse que para tener en una gran ciudad inglesa una casita aislada, como las que se hacen para los trabajadores, bastarían de mil cuatrocientas a mil ochocientas jornadas de trabajo de cinco horas. Y como una casa de esta clase dura por lo menos cincuenta años, resulta que de veintiocho a treinta y seis medias jornadas por año bastan para que la familia tenga un alojamiento higiénico, bastante elegante y provisto de todas las comodidades necesarias, mientras que alquilando el mismo alojamiento, el obrero lo paga al patrono con de setenta y cinco a cien jornadas de trabajo al año. Advirtamos que estas cifras representan el máximum de lo que cuesta hoy el alojamiento en Inglaterra, dada la viciosa organización de nuestras sociedades. En Bélgica se han edificado ciudades obreras mucho más baratas.
Queda el vestir, en lo cual es casi imposible el cálculo, por no ser apreciables los beneficios realizados sobre los precios por una nube de intermediarios. Imaginad el paño, por ejemplo, y sumad todo lo que han ido cobrándose el propietario del prado, el dueño de carneros, el comerciante en lanas y demás intermediarios, hasta las compañías de ferrocarriles, los hiladores y tejedores, comerciantes de ropas hechas, detallistas para la venta y comisionistas, y os formareis idea de lo que se paga por un vestido a una caterva de burgueses. Por eso es absolutamente imposible decir cuántas jornadas de trabajo representa un gabán por el que pagáis cien pesetas en un gran bazar de París.
Lo cierto es que con las máquinas actuales se llegan a fabricar cantidades verdaderamente increíbles.
Algunos ejemplos bastarán.
En los Estados Unidos, 751 manufacturas de algodón (hilado y tejido), con 175.000 obreros y obreras, producen 1.939.400.000 metros de telas de algodón, y además una grandísima cantidad de hilados. Las telas solamente dan un promedio superior a 11,000 metros en trescientas jornadas de trabajo de nueve horas y media cada una, o sea, 40 metros en diez horas. Admitiendo que una familia use 200 metros por año, lo que seria mucho, equivale esto a cincuenta horas de trabajo, o sean diez medias jornadas de cinco horas cada una. Y además se tendrían los hilados, es decir, hilo para coser e hilo para tramar el paño y fabricar telas de urdimbre de lana y trama de algodón.
En cuanto a los resultados del tejido sólo la estadística oficial de los Estados Unidos indica que si en 1870 un obrero trabajando de trece a catorce horas diarias, hacia 9.500 metros de tela blanca de algodón por año, trece años después tejía 27.000 metros trabajando nada más que cincuenta y cinco horas por semana. Hasta en las telas estampadas (incluso el tejido y la estampación) se obtenían29.150 metros en dos mil seiscientas sesenta y nueve horas al año, o sea unos 11 metros por hora. Así, para tener los 200 metros de telas de algodón, blancas y estampadas, bastaría trabajar menos de veinte horas por año.
Conviene advertir que la primera materia llega a esas manufacturas casi tal como sale de los campos, y que la serie de las transformaciones para convertirla en tela termina en ese período de veinte horas por pieza. Mas para comprar esos 200 metros en el comercio, un obrero bien retribuido tiene que suministrar, romo mínimum, de diez a quince jornadas de diez horas de trabajo cada una, o sea, de cien a ciento cincuenta horas. El campesino inglés, necesitaría trabajar un mes o algo más para permitirse ese lujo.
Este ejemplo manifiesta que con cincuenta medias jornadas de trabajo anuales, en una sociedad bien organizada, se podría vestir mejor de lo que hoy se visten los burgueses de poca importancia.
Con todo eso, nos han bastado sesenta medias jornadas de cinco horas de trabajo para proporcionarnos los productos de la tierra, cuarenta para la habitación y cincuenta para el vestido, lo cual no suma más que medio año, puesto que, deduciendo las fiestas, el año representa trescientas jornadas de trabajo. Quedan otras ciento cincuenta medias jornadas laborables, que podrían emplearse en las otras necesidades de la vida: vino, azúcar, café o té, muebles, transportes, etcétera.
Cuando en las naciones civilizadas contamos el número de los que nada producen, de los que trabajan en industrias nocivas llamadas a desaparecer y de los que sirven de intermediarios inútiles, vemos que en cada nación podía duplicarse el número de los productores propiamente dichos. Y si en lugar de diez personas, fuesen veinte las dedicadas a producir lo necesario, y si la sociedad cuidase más de economizar las fuerzas humanas, esas veinte personas no tendrían que trabajar más de cinco horas diarias, sin que disminuyese en nada la producción. Bastaría reducir el despilfarro de la fuerza humana al servicio de las familias ricas, o de esa administración que tiene un funcionario por cada diez habitantes, y utilizar tales fuerzas en el aumento de productividad de la nación, para limitar las horas de trabajo a cuatro y aun a tres, a condición de contentarse con la producción actual.
Suponed una sociedad de varios millones de habitantes dedicados a la agricultura y a una gran variedad de industrias, y que todos los niños aprendan a trabajar lo mismo con las manos que con el cerebro. Supongamos que todos los adultos, excepto las mujeres ocupadas en educar a los niños, se comprometen a trabajar cinco horas diarias desde la edad de veinte o veintidós años hasta la de cuarenta y cinco a cincuenta, y que se empleen en ocupaciones elegidas entre cualquiera de los trabajos humanos considerados como necesarios. Esa sociedad podría, en cambio, garantizar el bienestar a todos sus miembros, es decir, unas comodidades mucho más reales de las que tiene hoy la clase media. Y cada trabajador de esta sociedad dispondría de otras cinco horas diarias para consagrarlas a las ciencias, a las artes y a las necesidades individuales que no entren en la categoría de las imprescindibles, salvo incluir más adelante en esta categoría, cuando aumentase la productividad del hombre, todo lo que aún se considera hoy como lujoso o inaccesible.
El hombre no es un ser que pueda vivir exclusivamente para comer, beber y dormir. Satisfechas las exigencias materiales, se presentarán con más ardor las necesidades a las cuales puede atribuírseles un carácter artístico. Tantos individuos equivalen a otros tantos deseos, los cuales son más variados cuanto más civilizada está la sociedad y más desarrollado el individuo.
Hoy mismo se ven hombres y mujeres que se privan de lo necesario por adquirir cualquier fruslería o proporcionarse un placer, un goce intelectual o material. Un cristiano, un asceta, pueden reprobar esos deseos de lujo, pero, en realidad tales fruslerías son precisamente lo que rompe la monotonía de la existencia y la hace agradable.
En el presente, cuando a centenares de miles de seres humanos les falta pan, carbón, ropa y casa, el lujo constituye un crimen: para satisfacerlo, es necesario que el hijo del trabajador carezca de pan. Pero en una sociedad donde nadie padezca hambre, serán más vivas las necesidades de lo que hoy llamamos lujo. Y como no pueden ni deben asemejarse todos los hombres, habrá siempre, y es de desear que los haya, hombres y mujeres cuyas necesidades sean superiores.
No todo el mundo puede tener necesidad de un telescopio, pues aun cuando la instrucción fuese general, hay personas que prefieren los estudios microscópicos al del cielo estrellado. Hay quienes gustan de las estatuas, como otros de los lienzos de los maestros; tal individuo no tiene más ambición que la de poseer un excelente piano, al paso que tal otro se contenta con una guitarra. Hoy, quien tiene necesidades artísticas, no puede satisfacerlas a menos de ser heredero de una gran fortuna; pero trabajando de firme y apropiándose de un capital intelectual que le permita seguir una profesión liberal, siempre tiene la esperanza de satisfacer algún día más o menos sus gustos. Por eso, a nuestras ideales sociedades comunistas suele acusárselas de tener por único objetivo la vida material de cada individuo, diciéndonos: Tal vez tengáis pan para todos, pero en vuestros almacenes municipales no tendréis hermosas pinturas, instrumentos de óptica, muebles de lujo, galas; en una palabra, esas mil cosas que sirven para satisfacer la infinita variedad de los gustos humanos. Y por eso mismo suprimís toda posibilidad de proporcionaros sea lo que fuere, excepto el pan y la carne que el municipio comunista pueda ofrecer a todos, y la tela gris con que vistáis a todas vuestras ciudadanas.
He aquí la objeción que se dirige contra todos los sistemas comunistas, objeción que jamás supieron comprender los fundadores de todas las nuevas sociedades que iban a establecerse en los desiertos americanos. Creían que todo está dicho si la comunidad ha podido adquirir bastante paño para vestir a todos sus asociados y una sala de conciertos donde los hermanos puedan ejecutar trozos de música o representar de vez en cuando una piececilla teatral. Olvidaban que el sentido artístico existe lo mismo en el cultivador que en el burgués, y que si varían las formas del sentimiento según la diferencia de cultura, su fondo siempre es el mismo.
¿Seguirá idéntica senda el municipio anarquista? Evidentemente que no, con tal de que comprenda y trate de satisfacer todas las necesidades del espíritu humano al mismo tiempo que asegure la producción de todo lo necesario para la vida material.
Confesamos con franqueza que al pensar en los abismos de miseria y sufrimiento que nos rodean, al oír las frases desgarradoras de los obreros que recorren las calles pidiendo trabajo, nos repugna discutir esta cuestión: en una sociedad donde nadie tenga hambre, ¿cómo haremos para satisfacer a tal o cual persona deseosa de poseer una porcelana de Sèvres o un vestido de terciopelo?
Tentaciones nos dan de decir por única respuesta: Aseguremos lo primero el pan, y después ya hablaremos de la porcelana y del terciopelo.
Pero puesto que es preciso reconocer que además de los alimentos el hombre tiene otras necesidades, y puesto que la fuerza del anarquismo está precisamente en que comprende todas las facultades humanas y todas las pasiones, sin ignorar ninguna, vamos a decir en pocas palabras cómo podría conseguirse satisfacer todas las necesidades intelectuales y artísticas del hombre.
Ya hemos dicho que trabajando cuatro o cinco horas diarias hasta la edad de cuarenta y cinco a cincuenta años, el hombre podría cómodamente producir todo lo necesario para garantizar el bienestar a la sociedad.
Pero la jornada del hombre habituado al trabajo y valiéndose de máquinas, no es de cinco horas, sino de diez, trescientos días al año toda su vida. Así destruye su salud y embota su inteligencia. Sin embargo, cuando puede variar las ocupaciones, y sobre todo alternar la labor manual con el trabajo intelectual, está ocupado con gusto y sin fatigarse diez y doce horas. Asociándose con otros, esas cinco o seis horas le darían plena posibilidad de proporcionarse cuanto quisiera, además de lo necesario asegurado a todos.
Entonces se formarán grupos compuestos de escritores, cajistas, impresores, grabadores y dibujantes, animados todos ellos de un propósito común: la propagación de sus ideas predilectas.
Hoy el escritor sabe que hay una bestia de carga, el obrero, a quien por tres o cuatro pesetas diarias puede confiar la impresión de sus libros; pero no se cuida de saber qué es una imprenta. Si el cajista se envenena con el polvillo de plomo, si el muchacho que da al volante de la máquina muere de anemia, ¿no hay otros miserables para reemplazarlos?
Pero cuando ya no haya hambrientos prontos a vender sus brazos por una ruin pitanza, cuando el explotado de ayer haya recibido instrucción y pueda dar a luz sus ideas en el papel y comunicárselas a los demás, forzoso será que los literatos y los sabios se asocien entre sí para imprimir sus versos y su prosa.
Mientras el escritor considere la blusa y el trabajo manual como un indicio de inferioridad, le parecerá asombroso eso de que un autor componga él mismo su libro con caracteres de plomo, ¿No tiene el gimnasio y el juego de dominó para descansar de sus fatigas? Pero cuando haya desaparecido el oprobio en que se tiene el trabajo manual; cuando todos se vean obligados a hacer uso de sus brazos, no teniendo sobre quién descargarse de ese deber, ¡oh! entonces los escritores y sus admiradores de uno y otro sexo aprenderán muy pronto a manejar el componedor o aparato de caracteres; conocerán los apreciadores de la obra que se imprima, el gozo de acudir todos juntos a componerla y verla salir hermosa, con su virginal pureza, tirándola en una máquina rotativa. Esas magnificas máquinas — instrumento de suplicio para el niño que las mueve hoy desde la mañana a la noche — llegarán a ser un manantial de goces para los que las empleen con el fin de dar voz al pensamiento de sus autores favoritos.
¿Perderá con ello algo la literatura? ¿Será menos poeta el poeta después de haber trabajado en los campos o colaborado con sus manos para multiplicar su obra? ¿Perderá el novelista algo de su conocimiento del corazón humano después de haberse codeado con el hombre en la fábrica, en el bosque, en el trazado de un camino y en el taller? Hacer estas preguntas es contestarlas.
Ciertos libros serán quizá menos voluminosos, pero se imprimirán menos páginas para decir más. Tal vez se publique menos papel manchado, pero lo que se imprima será mejor leído y más apreciado. El libro se dirigirá a un círculo más vasto de lectores más instruidos, más aptos para juzgarlo.
Además, el arte de la imprenta, que ha progresado tan poco desde Gutenberg, está aún en la infancia. Aún se invierten dos horas en componer con letras móviles lo que se escribe en diez minutos, y se buscan procedimientos más expeditos para multiplicar el pensamiento. Se encontrarán.
¡Ah! Si cada escritor tuviese que intervenir en la impresión de sus libros, ¡cuántos progresos hubiera hecho ya la imprenta! No estaríamos aún con los tipos movibles del siglo XVII.
¿Es un sueño el concebir una sociedad en que, llegando todos a ser productores, recibiendo todos una instrucción que les permita cultivar las ciencias o las artes y teniendo todos tiempo para hacerlo, se asocien entre sí para publicar sus obras, aportando su parte de trabajo manual?
En estos momentos se cuentan ya por miles y miles las sociedades científicas, literarias y otras. Estas sociedades son agrupaciones voluntarias entre personas que se interesan por tal o cual rama del saber, asociadas para publicar sus trabajos. Los autores que colaboran en las colecciones científicas no son pagados. Dichas colecciones no se venden: se envían gratuitamente a todos los ámbitos del mundo, a otras sociedades que cultivan las mismas ramas del saber. Ciertos miembros de la sociedad insertan una nota de una página resumiendo tal o cual observación, otros publican trabajos extensos, fruto de largos años de estudio, al paso que otros se limitan a consultarlos como punto de partida para nuevas investigaciones. Son asociaciones entre autores y lectores para la producción de trabajos en que todos tienen interés.
Verdad es que la sociedad científica (lo mismo que el periódico de un banquero) se dirige al editor, que embauca obreros para realizar el trabajo de la impresión. Las gentes que ejercen profesiones liberales menosprecian el trabajo manual que, en efecto, está hoy en condiciones embrutecedoras en absoluto. Pero una sociedad que conceda a cada uno de sus miembros la instrucción amplia, filosófica y científica sabrá organizar el trabajo corporal de manera que sea orgullo de la humanidad, y la sociedad sabia llegará a ser una asociación de investigadores, de aficionados y de obreros, los cuales conozcan un oficio manual y se interesen por la ciencia.
Por ejemplo, si se ocupan en la geología, todos contribuirán a explorar las capas terrestres, Todos aportarán su parte a las investigaciones. Diez mil observadores en lugar de ciento harán más en un año que se hace hoy en veinte. Y cuando se trate de publicar los diversos trabajos, diez mil hombres y mujeres, versados en los diferentes oficios, estarán dispuestos a trazar los mapas, grabar los dibujos, componer el texto e imprimirlo. Alegremente dedicarán todos juntos sus ocios, en verano a la exploración y en invierno al trabajo de taller. Y cuando aparezcan sus trabajos no encontrará ya solamente cien lectores, sino que habrá diez mil, todos ellos interesados en la obra común.
Hoy mismo, cuando Inglaterra ha querido hacer un gran diccionario de su lengua, no ha esperado a que naciese un Littré para consagrar su vida a esa labor. Ha llamado en su ayuda a los voluntarios, y mil personas se han ofrecido espontánea y gratuitamente para registrar las bibliotecas y terminar en pocos años un trabajo para el cual no habría bastado la vida entera de un hombre. En todas las ramas de la actividad inteligente aparece la misma tendencia, y sería preciso conocer muy poco la humanidad para no adivinar que el porvenir se anuncia en esas tentativas de trabajo colectivo en vez del trabajo individual.
Para que esa obra fuese verdaderamente colectiva, hubiera sido menester organizarla de modo que cinco mil voluntarios, autores, impresores y correctores hubiesen trabajado en común; pero ya se ha dado ese paso hacia delante, gracias a la iniciativa de la prensa socialista, que nos ofrece ejemplos de trabajo manual e intelectual combinados. Ocurre a menudo ver el autor de un artículo componerlo él mismo para los periódicos de combate.
En el futuro, cuando un hombre tenga que decir algo útil, alguna palabra superior a las ideas de su siglo, no buscará un editor que se digne adelantarle el capital necesario. Buscará colaboradores entre los que conozcan el oficio y hayan comprendido el alcance de la nueva obra, y juntos publicarán el libro o el periódico.
La literatura y el periodismo dejarán de ser entonces un medio de hacer fortuna y de vivir a expensas de la mayoría. ¿Hay alguien que conozca la literatura y el periodismo y no anhele una época en que la literatura pueda por fin libertarse de los que la protegían en otro tiempo, de los que la explotan hoy y de la multitud que, con raras excepciones, la paga en razón directa de su vulgarismo y de la facilidad con que se acomoda al mal gusto de la mayoría?
La literatura, la ciencia y el arte deben se servidos por voluntarios. Sólo con esa condición conseguirán libertarse del yugo del Estado, del capital y de la medianía burguesa que los ahogan.
¿Qué medios tiene hoy el sabio para hacer las investigaciones que le interesan? ¡Solicitar el auxilio del Estado, que no puede concederse sino al uno por ciento de los aspirantes, y que ninguno obtiene más que comprometiéndose ostensiblemente a ir por caminos trillados y a marchar por los carriles antiguos! Acordémonos del Instituto de Francia condenando a Darwin, de la Academia de San Petersburgo rechazando a Mendéléef, y de la Sociedad Real de Londres negándose a publicar, como poco científica, la memoria de Joule que contenía la determinación del equivalente mecánico del calor.
Por eso, todas las grandes investigaciones, todos los movimientos revolucionarios de la ciencia han sido hechos fuera de las academias y de las universidades, ya por gentes lo bastante rica para ser independientes, como Darwin y Liell, ya por hombres que minaban su salud trabajando con escasez y muy a menudo en la miseria, faltos de laboratorio, perdiendo infinito tiempo y no pudiendo proporcionarse los instrumentos o los libros necesarios para continuar sus investigaciones, pero perseverantes contra todas las esperanzas y muchas veces muriendo de pena. Su nombre es legión.
Por otra parte, es tan malo el sistema de auxilios concedidos por el Estado, que en todo tiempo la ciencia ha intentado librarse de ellos. Precisamente por eso están Europa y América llenas de miles de sociedades sabias, organizadas y sostenidas por voluntarios. Algunas han adquirido un desarrollo tan extraordinario, que todos los recursos de las sociedades subvencionadas y todas las riquezas de los banqueros no bastarían para comprar sus tesoros. Ninguna institución gubernamental es tan rica como la Sociedad Zoológica de Londres, a la que sólo sostienen cuotas voluntarias.
No compra los animales que a millares pueblan sus jardines, sino que se los envían otras sociedades y coleccionistas del mundo entero: un día un elefante, regalo de la Sociedad Zoológica de Bombay; otro día un rinoceronte y un hipopótamo, ofrecidos por naturalistas egipcios, y esos magníficos presentes se renuevan de continuo, llegando sin cesar de los cuatro puntos del globo aves, reptiles, colecciones de insectos, etcétera. Tales envíes comprenden a menudo animales que no se comprarían por todo el oro del mundo; algunos de ellos fueron capturados con riesgo de la vida por un viajero, y se los da a la Sociedad porque está seguro de que allí los cuidarán bien. El precio de entrada pagado por los visitantes (y son innumerables) basta para sostener aquella inmensa colección zoológica.
Puede decirse de los inventores en general lo que hemos dicho de los sabios. ¿Quién ignora a costa de qué sufrimientos han podido llevarse a cabo todas las grandes invenciones? Noches en blanco, privación de pan para la familia, falta de instrumentos y primeras materias para las experiencias, tal es la historia de todos los que han dotado a la industria de lo que constituye el único justo orgullo de nuestra civilización.
¿Pero qué se necesita para salir de esas condiciones que todo el mundo está conforme en considerar malas? Se ha ensayado la patente y se conocen los resultados. El inventor hambriento la vende por un puñado de pesetas, y el que no ha hecho más que prestar el capital se embolsa los beneficios del invento, con frecuencia enormes. Además, el privilegio aísla al inventor; le obliga a tener en secreto sus investigaciones, que muchas veces sólo conducen a un tardío fracaso, al paso que la sugestión más sencilla, hecha por otro cerebro menos absorto por la idea fundamental, basta algunas veces para fecundar la invención y hacerla práctica. Como todo lo autoritario, el privilegio de invención no hace más que entorpecer los progresos de la industria.
Lo que se necesita para favorecer el genio de los descubrimientos es, en primer término, despertar las ideas; la audacia para concebir, que con nuestra educación no hace más que languidecer; el saber derramado a manos llenas, que centuplica el número de los investigadores, y por último, la conciencia de que la humanidad va a dar un paso hacia delante, porque casi siempre ha inspirado el entusiasmo o algunas veces la ilusión del bien a todos los grandes bienhechores.
Allí irán a trabajar en sus ensueños, después de haber cumplido sus deberes para con la sociedad; allí pasarán sus cinco o seis horas libres; allí harán sus experiencias; allí se encontrarán con otros camaradas, expertos en otras ramas de la industria y que vayan también a estudiar algún problema difícil; podrán ayudarse unos a otros, ilustrarse mutuamente, hacer brotar al choque de las ideas y de su experiencia la solución deseada. ¡Y esto no es un sueño! Solanoy y Garadok, de Petersburgo, lo ha realizado ya, por lo menos en parte, desde el punto de vista técnico. Es un taller admirablemente provisto de herramientas y abierto a todo el mundo; en él se puede disponer gratuitamente de los instrumentos y de la fuerza motriz; sólo la madera y los metales hay que pagarlos por el precio a que cuestan. Pero los obreros no van allí hasta por la noche, desfallecidos por diez horas de trabajo en los talleres. Y ocultan cuidadosamente sus invenciones a todas las miradas, cohibidos por la patente y por el capitalismo, maldición de la sociedad actual, obstáculo con que se tropieza en el camino del progreso intelectual y moral.
¿Y el arte? Por todos lados llegan quejas acerca de la decadencia del arte. En efecto, distamos mucho de los grandes maestros del Renacimiento. La técnica del arte ha hecho recientemente inmensos progresos; millares de personas dotadas de cierto talento cultivan todas sus ramas; pero el arte parece huir del mundo civilizado. La técnica progresa, pero la inspiración frecuenta menos que antes los estudios de los artistas.
¿De dónde había de venir, en efecto? Sólo una gran idea puede inspirar el arte. En nuestro ideal, arte es sinónimo de creación, debe mirar adelante; pero salvo rarísimas excepciones, el artista de profesión permanece siendo harto ignorante, demasiado burgués para entrever los nuevos horizontes. Esa inspiración no puede salir de los libros; tiene que tomarse de la vida, y no puede darla la sociedad actual.
Los Rafael y los Murillo pintaban en una época en que la búsqueda de un ideal nuevo aún se acomodaba con viejas tradiciones religiosas. Pintaban para decorar grandes iglesias, que también representaban la obra piadosa de muchas generaciones. La basílica, con su aspecto misterioso y su grandeza; que la ligaba con vida misma de la ciudad, podía inspirar al pintor. Trabajaba para un monumento popular;dirigiase a una muchedumbre, y a cambio recibía de ella la inspiración. Y le hablaba en el mismo sentido que la nave, los pilares, las vidrieras pintadas, las estatuas y las puertas esculpidas. Hoy, el honor más grande a que aspira pintor es a ver su lienzo con un marco de madera dorada colgado en un museo -una especie de prendería-, donde se verá, como se ve en el Museo del Prado, la Ascensión, de Murillo, junto Mendigo, de Velázquez, y los perros, de Felipe II. ¡Pobre Velázquez y pobre Murillo! ¡Pobres estatuas griegas que vivían en las acrópolis de sus ciudades, y que se ahogan hoy bajo los paños rojos Louvre!
Cuando un escultor griego cincelaba el mármol, trataba expresar el espíritu y el corazón de la ciudad. Todas las pasiones de ésta, todas sus tradiciones de gloria debían revivir en la obra. Pero hoy, la ciudad una ha cesado de existir; no más comunión de ideas. La ciudad no es más que un revoltijo casual de gentes que no se conocen, que no tienen ningún interés común, salvo el enriquecerse unos a expensas de otros; no existe la patria... ¿Qué patria común pueden tener el banquero internacional y el trapero?
Sólo cuando una ciudad, un territorio, una nación o un grupo de naciones hayan recuperado su unidad en la vida social, es cuando el arte podrá beber su inspiración con la idea común de ciudad o de la federación. Entonces el arquitecto concebirá el monumento de la ciudad, que ya no será un temple, una cárcel ni una fortaleza; entonces el pintor, el escultor, el cincelador, el decorador, etcétera, sabrán dónde poner sus lienzos, sus estatuas sus decoraciones, tomando toda su fuerza de ejecución en los mismos manantiales de vida y caminando todos juntos gloriosamente hacia el porvenir. Pero hasta entonces, el arte no podrá más que vegetar.
Los mejores lienzos de los pintores modernos son aún los que reproducen la naturaleza, la aldea, el valle, el mar con sus peligros, la montaña con sus esplendores. Pero, ¿cómo podrá el pintor expresar la poesía del trabajo de los campos, si sólo la ha contemplado o imaginado, y nunca la ha probado él mismo; si no lo conoce más que como un ave de paso conoce los países sobre los cuales se cierne en sus emigraciones; si en todo el vigor de su hermosa juventud no ha ido desde el alba detrás del arado; si no probó el goce de segar las hierbas con un amplio corte de hoz junto a robustos recolectores del heno, rivalizando en bríos con risueñas muchachas que llenan los aires con sus cantares? El amor a la tierra y a lo que crece sobre la tierra no se adquiere haciendo estudios a pincel; sólo se adquiere poniéndose al servicio de ella. Y sin amarla, ¿cómo pintarla? Por eso, todo lo que en este sentido han podido reproducir los mejores pintores, es aún tan imperfecto y con frecuencia falso. Casi siempre sentimentalismo: allí no hay fuerza.
Es preciso haber visto a la vuelta del trabajo la puesta del sol. Es preciso haber sido labriego con el labriego para guardar en los ojos sus esplendores. Es preciso haber estado en el mar con el pescador a todas horas del día y de la noche, haber pescado uno mismo, luchando contra las olas, arrostrado la tempestad, y después de ruda labor, haber sentido la alegría de levantar una pesada red o el pesar de volver de vacío para comprender la poesía de la pesca. Es preciso haber pasado por la fábrica, conociendo las fatigas, los sufrimientos y también las satisfacciones del trabajo creador; haber forjado el metal a los fulgurantes resplandores de los altos hornos; es preciso haber sentido vivir la máquina, para saber lo que es la fuerza del hombre y traducirla en una obra de arte. En fin, es preciso sumirse en la existencia popular para atreverse a retratarla.
Para que el arte se desarrolle, debe relacionarse con la industria por mil transiciones intermediarias, de suerte que, por decirlo así, queden confundidos, como tan bien lo han demostrado Ruskin y el gran poeta socialista Morris. Todo lo que rodea al hombre en su domicilio, en la calle, en el interior y el exterior de los monumentos públicos, debe ser de pura forma artística.
Pero ésta no podrá realizarse más que en una ciudad donde todos disfruten de bienestar y tiempo libre. Entonces se verán surgir asociaciones de arte, en las cuales pueda cada uno dar prueba de sus capacidades; porque el arte no puede pasarse sin una infinidad de trabajos suplementarios puramente manuales y técnicos. Estas asociaciones artísticas se encargarán de embellecer los hogares de sus miembros, como lo han hecho esos amables voluntarios, los pintores jóvenes de Edimburgo, decorando las paredes y los techos del gran hospital de los pobres de la ciudad.
El pintor o escultor que haya producido una obra de sentimiento personal e íntimo, la ofrecerá a la mujer a quien ama o a un amigo. Hecha con amor, ¿será inferior su obra a las que satisfacen hoy la vanidad de los burgueses y de los banqueros porque han costado mucho dinero?
Lo mismo sucederá con todas las satisfacciones que se buscan por fuera de lo necesario. Quien apetezca un piano de cola, entrará en la asociación de los fabricantes de instrumento de música. Y dedicándole parte de sus medias jornadas libres, muy pronto tendrá el piano de sus sueños. Si se interesa por los estudios astronómicos, ingresará en la asociación de los astrónomos, con sus filósofos, sus observadores, sus calculadores, sus artistas en instrumentos astronómicos, sus sabios y sus aficionados, y tendrá el telescopio que desea suministrando una parte de trabajo en la obra común, pues un observatorio astronómico requiere grandes labores, trabajos de albañil, de carpintero, de fundidor, de mecánico, siendo el artista quien da sus últimas perfecciones al instrumento de precisión.
En una palabra, las cinco o siete horas diarias de que cada cual dispondrá después de haber consagrado algunas a la producción de lo necesario, bastarían ampliamente para satisfacer todas las necesidades de lujo, infinitamente variadas. Millares de asociados se encargarían de ocuparse de ello. Lo que ahora es privilegio de una ínfima minoría, sería así accesible para todos.
Cesando de ser el lujo un aparato necio y chillón de los burgueses, se convertiría en una satisfacción artística.
Cuando los socialistas afirman que una sociedad emancipada del capital sabría hacer agradable el trabajo y suprimiría todo servicio repugnante y malsano, se les ríen en sus narices. Y sin embargo, hoy mismo pueden verse pasmosos progresos en este sentido, y en todas partes donde se han producido tales progresos, los patronos se han congratulado de la economía de fuerza obtenida de esa manera.
Sin embargo, como raras excepciones, encuéntranse ya algunos talleres fabriles tan bien arreglados, que daría verdadero gusto trabajar en ellos si el trabajo no durase más de cuatro o cinco horas diarias y si cada cual tuviese facilidad de variarlo a su antojo.
Hay una fábrica — dedicada, por desgracia, a ingenios de guerra — que nada deja que desear desde el punto de vista de la organización sanitaria e inteligente. Ocupa veinte hectáreas de terreno, quince de las cuales están con cubierta de vidrio. El suelo, de ladrillo refractario, se ve tan limpio como el de una casita de minero; y una escuadra de operarios, que no hacen otra cosa, limpian esmeradamente la techumbre acristalada. Allí se forjan barras de acero hasta de veinte toneladas: de peso, y estando a treinta pasos de un inmenso horno, cuyas llamas tienen una temperatura de más de 1.000 grados, no se adivina su presencia sino cuando la inmensa boca del horno deja paso a un monstruo de acero. Y ese monstruo lo manejan sólo tres o cuatro trabajadores sin más que abrir acá o acullá un grifo, haciendo mover inmensas grúas por la presión del agua dentro de tubas.
Se entra predispuesto a oír el ruido ensordecedor de los mazos colosales, y se descubre que no hay mazo alguno. Los inmensos cañones de cien toneladas y los ejes de los vapores trasatlánticos se forjan por la presión hidráulica, y el obrero se limita a hacer girar la llave de un grifo para comprimir el acero, prensándolo en vez de forjarlo, lo cual da un metal mucho más homogéneo, sin quebrajas, cualquiera que sea el espesor de las piezas.
Espérase un rechinamiento general, y se ven máquinas que cortan masas de acero de diez metros de longitud sin hacer más ruido que el necesario para cortar un queso. Y cuando expresábamos nuestra admiración al ingeniero que nos acompañaba, respondía:
“¡Es una simple cuestión de ahorro! Esta máquina que cepilla el acero lleva en servicio cuarenta y dos años. No hubiera servido ni diez si sus partes, más ajustadas o débiles, se entrechocasen, rechinasen a cada golpe del cepillo.
“¿Los altos hornos? Sería un gasto inútil dejar irradiar afuera el calor, en vez de utilizarlo. ¿Por qué tostar a los fundidores, cuando el calor perdido por irradiación representa toneladas de carbón?
“Los mazos de pilón, que hacían retemblar los edificios en cinco leguas a la redonda, ¡otro despilfarro! Se forja mejor por presión que por choque, y cuesta menos; hay menos pérdida.
“El espacio concedido a cada taller, la claridad de la fábrica, su limpieza, todo ello es una sencilla cuestión de ahorro. Se trabaja mejor cuando se ve claro y no hay apreturas.
“Verdad es que estábamos muy estrechos antes de venir aquí. Y es que el suelo resulta terriblemente caro en los alrededores de las grandes ciudades. ¡Si son rapaces los propietarios!
“Lo mismo sucede con las minas. Aunque sólo sea por Zola o por los periódicos, ya se sabe lo que la mina es hoy. Pues bien; la mina del porvenir estará bien ventilada, con una temperatura tan perfectamente regular como la de un gabinete de trabajo, sin caballos condenados a morir debajo de tierra, haciéndose la tracción subterránea por medio de un cable automotor puesto en movimiento desde la boca del pozo; los ventiladores estarán siempre en marcha, y nunca habrá explosiones. Esta mina no es un sueño; se ven ya en Inglaterra, y nosotros hemos visitado una. También aquí es una simple cuestión de economía ese buen orden. La mina de que hablamos, a pesar de su inmensa profundidad de 430 metros, suministra mil toneladas diarias de hulla con doscientos trabajadores solamente, o sea cinco toneladas por día y por trabajador, mientras que el promedio en los dos mil pozos de Inglaterra viene a ser de trescientas toneladas por año y por trabajador.
Este asunto ha sido tratado ya con mucha frecuencia por los periódicos socialistas, y se ha formado opinión. La fábrica, el taller, la mina, pueden ser tan sanos, tan magníficos como los mejores laboratorios de las universidades modernas, y cuanto mejor organizados estén desde ese punto de vista, más productivo resultará el trabajo humano.
¿Puede dudarse de que en una sociedad de iguales, en que los brazos no estén obligados a venderse, el trabajo será realmente un placer, una distracción? La tarea repugnante o malsana deberá desaparecer porque es evidente que en estas condiciones es nociva para la sociedad entera. Podían entregarse a ella los esclavos; el hombre libre aspira a nuevas condiciones de un trabajo agradable e infinitamente más productivo. Las excepciones de hoy serán la regla del mañana.
Una sociedad regenerada por la revolución sabrá hacer que desaparezca la esclavitud doméstica, esa postrera forma de la esclavitud, la más tenaz quizá, porque también es la más antigua. Sólo que no lo hará del modo soñado por los falansterianos, ni de la manera como frecuentemente se lo imaginan los comunistas.
El falansterio repele a millones de seres humanos. El hombre menos expansivo experimenta ciertamente la necesidad de reunirse con sus semejantes para un trabajo común, tanto más atractivo cuanto que se tiene conciencia de formar parte del inmenso todo. Pero no sucede así en las horas dedicadas al descanso y a la intimidad. El falansterio, y aun el familisterio, no lo tienen en cuenta, o bien tratan de responder a esta necesidad con agrupaciones artificiosas.
El falansterio, que no es en realidad sino un inmenso hotel, puede agradar a algunos y aun a todos en ciertos momentos de su vida, pero la gran mayoría prefiere la vida de familia, por supuesto de la familia del porvenir; prefiere la habitación aislada, y los normandos anglosajones llegan hasta a preferir la casita de cuatro, seis u ocho piezas, en la cual pueden vivir separadamente la familia o la aglomeración de amigos.
Otros socialistas repudian el falansterio. Pero cuando se les pregunta cómo podría organizarse el trabajo doméstico, responden: “Cada cual hará su propio trabajo; mi mujer desempeña bien el de la casa; las burguesas harán otro tanto”. Y si es un burgués aficionado al socialismo quien habla, dirá a su mujer con una sonrisa graciosa: “¿No es verdad, querida, que te pasarías con gusto sin criada en una sociedad socialista? ¿No es cierto que harías lo mismo que la mujer de nuestro excelente amigo Pablo o la de Juan el carpintero, a quien conoces?” A lo que la mujer contesta con una sonrisa agridulce y un “Vaya que sí, querido”, diciendo aparte que, por fortuna, eso no sucederá tan pronto.
Pero la mujer también reclama su puesto en la emancipación de la humanidad. Ya no quiere ser la bestia de carga de la casa. Bastante es que tenga que dedicar tantos años de su vida a la crianza de sus hijos. ¡Ya no quiere ser más la cocinera, la trajinadora, la barrendera de la casa! Y como las americanas han tomado la delantera en esta obra de reivindicación, son generales las quejas en los Estados Unidos por la falta de mujeres que se dediquen a los trabajos domésticos. La señora prefiere el arte, la política, la literatura o el salón de juego; la obrera hace otro tanto, y ya no se encuentran criadas de servir. En los Estados Unidos, son raras las solteras y casadas que consientan en aceptar la esclavitud del delantal.
Si os lustráis los zapatos, ya sabéis cuán ridículo es ese trabajo. ¿Puede haber nada más estúpido que frotar veinte o treinta veces un zapato con el cepillo? Es preciso que una décima parte de la población europea se venda por un jergón y alimento insuficiente, para hacer ese servicio embrutecedor; es preciso que la misma mujer se conceptúe como una esclava, para que se siga practicando cada mañana semejante operación por docenas de millones de brazos.
Sin embargo, los peluqueros tienen máquinas para cepillar los cráneos lisos y las cabelleras crespas. ¿No era muy sencillo aplicar el mismo principio a la otra extremidad? Eso es lo que se ha hecho. Hoy, la máquina de lustrar el calzado es de uso general en las grandes fondas americanas y europeas. También se difunde fuera de ellas. En las grandes escuelas de Inglaterra, divididas en secciones con cincuenta a doscientos colegiales internos cada una, se ha encontrado más sencillo tener un solo establecimiento que todas las mañanas embetuna los mil pares de zapatos; esto evita el sostener un centenar de criadas dedicadas especialmente a esa operación estúpida. El establecimiento recoge por la noche los zapatos y los devuelve por la mañana a domicilio, lustrados a máquina.
¡Fregar la vajilla! ¿Dónde habrá una mujer que no tenga horror a esa tarea, larga y sucia a la vez, y que siempre se hace a mano, únicamente porque el trabajo de la esclava doméstica no se tiene en cuenta para nada?
En América se ha encontrado algo mejor. Ya hay cierto número de ciudades en las cuales el agua caliente se envía a domicilio, como el agua fría entre nosotros. En estas condiciones, el problema era de una gran sencillez, y lo ha resuelto una mujer, la señora Cockrane. Su máquina lava veinte docenas de platos, los enjuaga y los seca en menos de tres minutos. Una fábrica de Illinois construye esas máquinas, que se venden a un precio accesible para las casas regulares. Y en cuanto a las casas modestas, enviarán su vajilla al establecimiento lo mismo que los zapatos. Hasta es probable que una misma empresa se dedique a estos dos servicios: el de embetunar y el de fregar.
Limpiar los cuchillos; desollarse la piel y retorcerse las manos lavando la ropa para exprimir el agua de ella; barrer los suelos o cepillar las alfombras levantando nubes de polvo, que es preciso quitar en seguida con sumo trabajo de los sitios donde va a posarse: todo esto se hace aún, porque la mujer sigue siendo esclava. Pero comienza a desaparecer, por hacerse todas esas funciones infinitamente mejor a máquina, y las máquinas de todas clases se introducirán en el domicilio privado cuando la distribución de la electricidad a domicilio permita ponerlas todas en movimiento, sin gastar el menor esfuerzo muscular.
Las máquinas cuestan muy poco, y si aún las pagamos tan caras, es porque no son de uso general, y sobre todo, porque un 75 por 100 se lo han llevado ya esos señores que especulan con el suelo, las primeras materias, la fabricación, la venta, la patente, el impuesto y otras cosas por el estilo, y todos ellos tienen prisa por poner coche.
El porvenir no es tener en cada casa una máquina de limpiar el calzado, otra para fregar los platos, otra para lavar la ropa blanca, y así sucesivamente. El porvenir es del calorífero común, que envíe el calor a cada cuarto de todo un barrio y evite encender lumbre. Esto se hace ya en algunas ciudades americanas. Una gran casa Central envía agua caliente a todas las casas, a todos los pisos. El agua circula por los tubos, y para regular la temperatura, sólo hay que dar vueltas a una llave. Y si se quiere tener además fuego en una estancia determinada, puede encenderse el gas especial de calefacción enviado desde un depósito central. Todo ese inmenso servicio de limpiar chimeneas y hacer lumbre, ya sabe la mujer cuánto tiempo absorbe, y está en vías de desaparecer.
La vela de parafina, la lámpara de petróleo y hasta el mechero de gas han pasado ya. Hay ciudades enteras donde basta apretar un botón para que surja la luz, y en último término, es cuestión de economía y de saber vivir el lujo de la lámpara eléctrica.
Por último (siempre en América), trátase ya de formar sociedades para suprimir la casi totalidad del trabajo doméstico. Bastaría crear servicios caseros para cada manzana de casas. Un carro iría a recoger a domicilio los cestos de calzado para embetunar, de vajilla para fregar, de ropa blanca para lavar, de menudencias para remendar (si merecen la pena), de alfombras para cepillar, y al día siguiente, por la mañana temprano, devolvería bien hecha la labor que se le hubiese confiado. Algunas horas más tarde, aparecerían en vuestra mesa el café caliente y los huevos cocidos en su punto.
En efecto, entre mediodía y las dos de la tarde hay de seguro más de veinte millones de americanos y otros tantos ingleses comiendo todos ellos buey o cordero asado, cerdo cocido, patatas cocidas y verduras de la estación. Y por lo bajo hay ocho millones de fuegos encendidos durante dos o tres horas para asar esa carne y cocer esas hortalizas; ocho millones de mujeres dedicadas a preparar esa comida, que quizá no consista en más de diez platos diferentes.
“¡Cincuenta hogares encendidos, donde bastaría uno solo!”, exclamaba tiempo atrás una americana. Comed en vuestra mesa; en familia con vuestros hijos, si queréis. Pero por favor, ¿para qué esas cincuenta mujeres perdiendo la mañana en hacer algunas tazas de café y en preparar aquel almuerzo tan sencillo? ¿Por qué esos cincuenta fuegos, cuando con uno solo y dos personas bastaría para cocer todos esos trozos de carne y todas las hortalizas? Elegid vosotros mismos vuestro asado de buey o de carnero, si sois de paladar delicado; sazonad las verduras a vuestro gusto, si preferís tal o cual salsa. Pero no tengáis más que una cocina tan espaciosa y un solo hornillo tan bien dispuesto como os haga falta.
Emancipar a la mujer no es abrir para ella las puertas de la universidad, del foro y del parlamento.
La mujer manumitida descarga siempre en otra mujer el peso de los trabajos domésticos. Emancipar a la mujer es libertarla del trabajo embrutecedor de la cocina y del lavadero: es organizarse de modo que le permita criar y educar a sus hijos, si le parece, conservando tiempo de sobra para tomar parte en la vida social.
Habituados como estamos por hereditarios prejuicios, por una educación y una instrucción absolutamente falsas, a no ver en todas partes más que gobierno, legislación y magistratura, llegamos a creer que los hombres iban a destrozarse unos a otros como fieras el día en que el polizonte no estuviese con los ojos puestos en nosotros, y que sobrevendría el caos si la autoridad desapareciera. Y sin advertirlo, pasamos junto a mil agrupaciones humanas que se constituyen libremente, sin ninguna intervención de la ley, y que logran realizar cosas infinitamente superiores a las que se realizan bajo la tutela gubernamental.
Trescientos cincuenta millones de europeos se aman o se odian, trabajan o viven de sus rentas, sufren o gozan. Pero su vida y sus hechos (aparte de la literatura, del teatro y del deporte), permanecen ignorados para los periódicos si no han intervenido de una manera u otra los gobiernos.
Lo mismo sucede con la historia. Conocemos los menores detalles de la vida de un rey o de un parlamento; nos han conservado todos los discursos, buenos y malos, pronunciados en esos mentideros, «discursos que jamás han influido en el voto de un solo miembro», como decía un parlamentario veterano.
Las visitas de los reyes, el buen o mal humor de los politicastros, sus juegos de palabras y sus intrigas, todo eso se ha guardado con sumo cuidado para la posteridad. Pero nos cuesta las mayores fatigas del mundo reconstituir la vida de una ciudad de la Edad Media, conocer el mecanismo de ese inmenso comercio de cambio que se realizaba entre las ciudades anseáticas o saber cómo edificó su catedral la ciudad de Rouen.
Si algún sabio ha dedicado su vida a estudiarlo, sus obras quedan desconocidas, y las historias «parlamentarias», es decir, falsas, puesto que no hablan sino de un solo aspecto de la vida de las sociedades, se multiplican, se compran y venden, se enseñan en las escuelas.
Y nosotros, ¡ni siquiera advertimos la prodigiosa tarea que lleva a cabo diariamente la agrupación espontánea de los hombres, y que constituye la obra capital de nuestro siglo!
Es de plena evidencia que en la actual sociedad, basada en la propiedad individual, es decir, en la expoliación y en el individualismo, corto de alcances y por tanto estúpido, los hechos de este género son por necesidad limitados; en ella, el común acuerdo no es perfectamente libre, y a menudo funciona para un fin mezquino, cuando no execrable. Pero lo que nos importa no es hallar ejemplos que seguir a ciegas, y que tampoco podría suministrarnos la sociedad actual. Lo que nos hace falta es destacar que, a pesar del individualismo autoritario que nos asfixia, hay siempre en el conjunto de nuestra vida una parte muy vasta donde no se obra más que por libre acuerdo común, y que es mucho más fácil de lo que se cree pasarse sin gobierno.
Sabido es que Europa posee una red de vías férreas de 280.900 kilómetros, y que por esa red se puede circular hoy sin detenciones y hasta sin cambiar de vagón (cuando se viaja en tren expreso) de Norte a Sur, de Poniente a Levante, de Madrid a Petersburgo y de Calais a Constantinopla. Y aún hay más: un bulto depositado en una estación ferroviaria irá a poder del destinatario, así esté en Turquía o en el Asia Central, sin más formalidad por parte del remitente que la de escribir el punto de destine en un pedazo de papel.
Este resultado podía obtenerse de dos maneras. Un Napoleón, un Bismarck, un potentado cualquiera, conquistar Europa, y desde París, Berlín o Roma trazar en el mapa la dirección de las vías férreas y regular la marcha de los trenes. El idiota coronado de Nicolás I soñó hacerlo así. Cuando le presentaron proyectos de caminos de hierro entre Moscú y Petersburgo, cogió una regla y tiró en el mapa de Rusia una línea recta entre sus dos capitales, diciendo: «He aquí el trazado». Y el camino se hizo en línea recta, apilando profundas torrenteras y elevando puentes vertiginosos, que fue preciso abandonar al cabo de algunos años, costando el kilómetro, por término medio, dos o tres millones de pesetas.
Este es uno de los medios; pero en otras partes se ha hecho de otra forma. Los ferrocarriles se han construido a ramales, enlazándose luego éstos entre si, y después, las cien diversas compañías propietarias de esos ramales han tratado de concertarse para hacer concordar sus trenes a la llegada y a la salida y para hacer circular por sus carriles coches de todas procedencias, sin descargar las mercancías al pasar de una red a otra. Todo esto se ha hecho de común acuerdo libre, cruzándose cartas y propuestas, por medio de congresos adonde iban los delegados a discutir tal o cual cuestión especial o a legislar; y después de los congresos, los delegados regresaban sus compañías, no con una ley, sino con un proyecto de contrato para ratificarlo o desecharlo.
Esta inmensa red de ferrocarriles enlazados entre sí, y ese prodigioso tráfico a que dan lugar, constituyen de cierto el rasgo más asombroso de nuestro siglo y se deben al convenio libre. Si hace cincuenta años alguien lo hubiera previsto y predicho, nuestros abuelos le hubiesen creído loco o imbécil, y habrían exclamado: “¡Nunca lograréis que se entiendan cien compañías de accionistas! Eso es una utopía, eso es un cuento de hadas que nos contáis. Sólo podía imponerlo un gobierno central, con un director de bríos.”
Pues bien; lo más interesante de esa organización es ¡que no hay ningún gobierno centra europeo de los ferrocarriles!
¡Nada! ¡No hay ministro de los caminos de hierro, no hay dictador, ni siquiera un parlamento continental, ni aun una junta directiva! Todo se hace por contrato.
Pero, ¿cómo pueden pasarse sin todo eso los ferrocarriles de Europa? ¿Cómo logran hacer viajar a millones de viajeros y montañas de mercancías a través de todo un continente? Si las compañías propietarias de los caminos de hierro han podido entenderse, ¿por qué no se habían de concertar de igual modo los trabajadores al incautarse de las lineas férreas? Y si la compañía de Petersburgo a Varsovia y la de París a Belfort pueden obrar de concierto sin permitirse el lujo de crear un gerente de ambas a un tiempo, ¿por qué en el seno de nuestras sociedades, constituida cada una de ellas por un grupo de trabajadores libres, habría necesidad de un gobierno?
Estos ejemplos tienen su lado defectuoso, porque es imposible citar una sola organización exenta de la explotación del débil por el fuerte, del pobre por el rico. Por eso los estadistas no dejarán de decirnos, de seguro, con la lógica que los distingue: “¡Ya veis que la intervención del Estado es necesaria para poner fin a esa explotación!”
Sólo que, olvidando las lecciones de la historia, no nos dirán hasta qué punto ha contribuido el Estado mismo a agravar tal situación, creando el proletariado y entregándolo a los explotadores. Y olvidarán también decirnos si es posible acabar con la explotación en tanto que sus causas primeras — el capital individual y la miseria, creada artificialmente en sus dos tercios por el Estado — continúen existiendo.
A propósito del completo acuerdo entre las compañías ferroviarias, es de prever que nos digan: “¿No veis cómo las compañías de ferrocarriles estrujan y maltratan a sus empleados y a los viajeros? ¡Preciso es que intervenga el Estado para proteger al público!” Pero hemos dicho y repetido hartas veces que mientras haya capitalistas se perpetuarán esos abusos de poder. Precisamente el Estado, el pretendido bienhechor, es quien ha dado a las compañías ese terrible poderío de que hoy gozan. ¿No ha creado las concesiones, las garantías? ¿No ha enviado sus tropas contra los empleados de los caminos de hierro huelguistas? Y al principio (eso aún se ve en Rusia), ¿no ha extendido el privilegio hasta el punto de prohibir a la prensa el mencionar los desastres ferroviarios para no depreciar las acciones de que salía garante? ¿No ha favorecido, en efecto, el monopolio que ha consagrado «reyes de la época» a los Vanderbilt como a los Polyakoff, a los directores del París-lyon-Mediterráneo y a los del San Gotardo?
Así, pues, si ponemos como ejemplo el tácito acuerdo establecido entre las compañías de ferrocarriles, no es como un ideal de gobierno económico, ni aun como un ideal de organización técnica. Es para demostrar que si capitalistas sin más propósito que el de aumentar sus rentas a costa de todo el mundo, pueden conseguir explotar las vías férreas sin fundar para eso una oficina internacional, ¿no podrán hacer lo mismo, y aun mejor, sociedades de trabajadores, sin nombrar un ministerio de los caminos de hierro europeos?
Pudiera también decírsenos que el común acuerdo de que hablamos no es enteramente libre: que las grandes compañías imponen su ley a las pequeñas. Pudieran citarse, por ejemplo, tal rica compañía que obliga a los viajeros de Berlín a Basilea a pasar por Colonia y Francfort, en vez de seguir el camino de Leipzig; tal otra que impone a las mercancías rodeos de cien y doscientos kilómetros (en largos trayectos) para favorecer a poderosos accionistas; en fin, tal otra que arruina líneas secundarias. En los Estados Unidos, viajeros y mercancías se ven algunas veces obligados a seguir inverosímiles trazados, para que afluyan los dólares al bolsillo de un Vanderbilt.
Nuestra respuesta será la misma. Mientras exista el capital, siempre podrá oprimir el grande al pequeño. Pero la opresión no sólo resulta del capital. Merced, sobre todo, al sostén del Estado, al monopolio que el Estado crea en su favor, es como ciertas grandes compañías oprimen a las pequeñas.
Marx ha demostrado muy bien cómo la legislación inglesa ha hecho todo lo posible para arruinar la pequeña industria, reducir al campesino a la miseria y proporcionar a los grandes industriales batallones de famélicos, forzados a trabajar por cualquier salario. Exactamente lo mismo sucede con la legislación relativa a los caminos de hierro. Líneas estratégicas, líneas subvencionadas, líneas monopolizadoras del correo internacional: todo se ha puesto en juego a beneficio de los peces gordos del agiotismo. Cuando Rosthchild — acreedor de todos los Estados europeos — compromete su capital en determinado camino de hierro, sus fieles vasallos, los ministros, se las arreglarán para hacerle ganar aún más.
En los Estados Unidos -esa democracia que los autoritarios nos proponen algunas veces por ideal mezclase el fraude más escandaloso en todo lo concerniente a ferrocarriles. Si tal o cual compañía mata a sus competidores con una tarifa muy baja, es porque se compensa por otra parte con los terrenos que, mediante propinas, le ha concedido el Estado.
También aquí el Estado duplica, centuplica la fuerza del gran capital. Y cuando vemos a los sindicatos de ferrocarriles (otro producto del común acuerdo libre) conseguir algunas veces proteger a las pequeñas compañías contra las grandes, no nos queda más que asombrarnos de la fuerza intrínseca del convenio libre, a pesar de la omnipotencia del gran capital con el auxilio del Estado.
En efecto, las pequeñas compañías viven a pesar de la parcialidad del Estado; y si en Francia — país de centralización — no vemos más que cinco o seis grandes compañías, en la Gran Bretaña se cuentan más de ciento diez, que se entienden a las mil maravillas, y con seguridad están mejor organizadas, para el rápido transporte de mercancías y viajeros que los ferrocarriles franceses y alemanes.
Además, no es ésa la cuestión. El gran capital, favorecido por el Estado, puede siempre aplastar al pequeño, si le tiene cuenta. Lo que nos ocupa es esto: el común acuerdo entre los centenares de compañías ferroviarias a las que pertenecen los caminos de hierro de Europa se ha establecido directamente, sin la intervención de un gobierno central que imponga la ley a las diversas sociedades, sino que se ha mantenido por medio de congresos compuestos de delegados que discuten entre si y someten a sus comitentes proyectos y no leyes. Este es un principio nuevo, que difiere por completo del principio gubernamental, monárquico o republicano, absoluto o parlamentario. Es una innovación que se introduce, aún con timidez, en las costumbres de Europa; pero el porvenir es suyo.
Muchas veces hemos leído en los escritos de los socialistas de Estado exclamaciones por este estilo: “¿Y quién se encargará en la sociedad futura de regularizar el tráfico en los canales? ¿Si a uno de vuestros compañeros anarquistas se le pasase por la cabeza atravesar su barca en un canal e impedir el tránsito a millares de barcas, quién le haría entrar en razón?”
Confesamos que la suposición es un poco caprichosa. Pero se podría añadir: «Y si, por ejemplo, tal o cual municipio o grupo voluntario quisieran hacer pasar sus barcas antes que las otras, dificultarían el paso del canal para acarrear tal vez piedras, mientras que el trigo destinado a otro municipio se quedaría en la estacada. ¿Quién regularizaría, pues, la marcha de las barcas, a no ser el gobierno?»
Sabido es lo que son los canales en Holanda: constituyen sus caminos. También se cabe el tráfico que se hace por esos canales. Lo que se transporta entre nosotros por una carretera o un ferrocarril, se transporta en Holanda por los canales. Allá es donde habría que andar a golpes para hacer pasar sus barcas antes que las otras. ¡Allá tendría que intervenir el gobierno para poner orden en el tráfico!
Pues bien, no. Más prácticos, los holandeses, desde hace largo tiempo han sabido arreglárselas de otro modo, creando ghildas, sindicatos de barqueros, asociaciones libres, hijas de las necesidades mismas de la navegación. El paso de las barcas se hacía según cierto orden de inscripción, siguiéndose unas a otras por turno, sin adelantarse, so pena de verse excluidas del sindicato. Ninguna se estacionaba más de cierto número de días en los puertos de embarque, y si en ese tiempo no hallaba mercancías que transportar, tanto peor para ella: salía de vacío y dejaba el puesto a las recién venidas.Evitábase así la aglomeración, aun cuando quedase intacta la competencia entre los empresarios, consecuencia de la propiedad individual. Suprimid ésta, y el común acuerdo sería mas cordial aún, más equitativo para todos.
Por supuesto, el propietario de cada barca podía adherise o no al sindicato: eso era asunto suyo, pero la mayoría preferían afiliarse. Los sindicatos presentan además tan grandes ventajas, que se han difundido por el Rin, el Weser y el Oder, hasta Berlín. Los barqueros no han esperado a que el gran Bismarck haga la anexión de la Holanda a la Alemania y nombre un Ober Haupt General-StatsCanal-Navigations-Rath con un número de galones correspondiente a la longitud de su título. Han preferido concertarse internacionalmente. Y aún más. Gran número de barcos de vela que prestan servicio entre los puertos alemanes y los de Escandinavia, así como los de Rusia, se han adherido también a esos sindicatos, con el fin de establecer cierta armonía en el cruce de los barcos. Habiendo surgido libremente tales asociaciones y siendo voluntaria la adhesión a ellas, no tienen que ver nada con los gobiernos.
Es posible, es muy probable en todo caso, que también aquí el gran capital oprima al pequeño. Puede ser también que el sindicato tenga tendencias a erigirse en monopolio, sobre todo con el precioso patronato del Estado, que no dejará de mezclarse en ello. Sólo que no olvidemos que esos sindicatos representan una asociación cuyos miembros no tienen más que intereses personales; pero si cada armador se viese obligado, por la socialización de la producción, del consumo y del cambio, a formar parte de otra, cien asociaciones precisas para cubrir sus necesidades, cambiarían de aspecto las cosas. Poderoso en el agua el grupo de los bateleros, sentiríase débil en tierra firme y moderaría sus pretensiones, para concertarse con los ferrocarriles, las manufacturas y otros grupos.
Puesto que hablamos de buques y barcas, citemos una de las más hermosas organizaciones que han surgido en nuestro siglo, una de aquellas que con más justos títulos pueden enorgullecernos: es la asociación inglesa de Salvamento de náufragos (Lifebotat Associations).
Sabido es que todos los años van a estrellarse más de mil buques en las costas de Inglaterra. En alta mar, un buen barco rara vez teme la tempestad. Junto a las costas le aguardan los peligros: mar agitado que le rompe el codastre, rachas de viento que le arrebatan mástiles y velas, corrientes que le hacen ingobernable, arrecifes y bajíos sobre los cuales va a encallar.
Incluso cuando en otros tiempos los habitantes de las costas encendían fogatas para atraer a los buques hacia los escollos y apoderarse de su cargamento, según costumbre, siempre han hecho todo lo posible para salvar a las tripulaciones. Al ver a un buque en mal trance, lanzaban sus cáscaras de nuez y dirigíanse en socorro de los náufragos, para encontrar muy a menudo ellos mismos la muerte entre las olas. Cada choza a orilla del mar tiene sus leyendas del heroísmo, desplegado por la mujer igual que por el hombre, para salvar a las tripulaciones en vías de perderse.
El Estado y los sabios han hecho alguna cosa para disminuir el número de los siniestros. Los faros, las señales, los mapas, las advertencias meteorológicas lo han reducido, ciertamente, mucho. Pero siempre quedan cada año un millar de embarcaciones y muchos miles de vidas humanas que salvar.
Por eso, algunos hombres de buena voluntad pusieron manos a la obra. Buenos marinos, ellos mismos imaginaron un bote de salvamento que pudiese desafiar a la tormenta sin ponerse por montera ni irse a pique, e iniciaron alguna campana para interesar al público en la empresa, encontrar el dinero necesario, construir barcos y situarlos en las costas, en todas partes donde puedan prestar servicios.
Como esas gentes no eran jacobinos, no se dirigieron al gobierno. Habían comprendido que para realizar bien su empresa les era necesario el concurso, el entusiasmo de los marinos, su conocimiento de los lugares, su abnegación sobre todo. Y para encontrar hombres que a la primera señal se lancen de noche al caos de las olas, sin dejarse detener por las tinieblas ni por los rompientes, y luchando cinco, seis, diez horas, contra el oleaje antes de abordar al buque náufrago, hombres dispuestos a jugarse la vida para salvar la de los demás, se necesita el sentimiento de solidaridad, el espíritu de sacrificio que no se compra con galones.
Así, pues, hubo un movimiento enteramente espontáneo, producto del convenio libre y de la iniciativa individual. Centenares de grupos locales se organizaron a lo largo de las costas. Los iniciadores tuvieron el buen sentido de no echárselas de maestros, buscaron luces en las chozas de los pescadores. Un lord envió veinticinco mil pesetas para construir un bote de salvamento a un determinado pueblo de la costa; aceptóse el donativo, pero dejando a elección de los pescadores y marinos de aquella localidad el sitio dónde había de situarse el bote.
Los pianos de las nuevas embarcaciones no se hicieron en el Almirantazgo. “Puesto que importa — leemos en el informe de la Asociación — que los salvadores tengan plena confianza en la embarcación que tripulan, la junta se impone ante todo el deber de dar a los botes la forma y los pertrechos que puedan desear los propios salvadores.” Por eso cada año introduce un perfeccionamiento nuevo.
¡Todo por los voluntarios, que se organizan en juntas o grupos locales! ¡Todo por la ayuda mutua y por el común acuerdo! ¡Qué anarquistas! Por eso no piden nada a los contribuyentes, y el año pasado se les dieron 1.076.000 pesetas de cuotas voluntarias y espontáneas.
En 1871 la Asociación poseía doscientos noventa y tres botes de salvamento. Ese mismo año salvó seiscientos un náufragos y treinta y tres buques. Desde su fundación ha salvado treinta y dos mil seiscientos setenta y un seres humanos.
Habiendo perecido en 1886 entre las olas tres botes de salvamento con todos sus hombres, presentáronse centenares de nuevos voluntarios a inscríbirse, a constituirse en grupos locales, y esa agitación dio por resultado el que se construyeran veinte botes suplementarios.
Advirtamos de paso que la Asociación envía cada año a los pescadores y marinos excelentes barómetros a un precio tres veces menor que su valor real, propaga los conocimientos meteorológicos y tiene a los interesados al corriente de las variaciones bruscas previstas por los sabios.
Repetimos que las pequeñas juntas o grupos locales no tienen organización jerárquica y se componen únicamente de voluntarios para el salvamento y de personas que se interesan por esa obra. La junta central, que es más bien un centro de correspondencia, no interviene en absoluto. Verdad es que cuando en el municipio se trata de votar acerca de un asunto de educación o de impuesto local, esas juntas no toman parte como tales en las deliberaciones -modestia que, por desgracia, no imitan los elegidos de un ayuntamiento-. Pero; por otra parte, esas buenas gentes no admiten que quienes no han arrostrado nunca las tormentas, les impongan leyes acerca del salvamento. A la primera señal de apuro, acuden, se conciertan y echan adelante. Nada de galones, mucha buena voluntad.
Imaginaos que alguien os hubiese dicho hace veinticinco años: “Tan capaz como es el Estado para hacer matar veinte mil hombres en un día y que salgan heridos otros cincuenta mil, es incapaz para prestar socorro a sus propias víctimas. Por tanto, mientras exista la guerra, hace falta que intervenga la iniciativa privada y que los hombres de buena voluntad se organicen internacionalmente para esa obra humanitaria.”
¡Qué diluvio de burlas hubiese llovido sobre quien hubiera osado emplear este lenguaje! En primer término, le hubieran tratado de utópico, y si después se hubiese dignado abrir la boca, le hubieran respondido: “Precisamente faltarán voluntarios allí donde más se deje sentir su necesidad. Vuestros hospitales libres estarán todos centralizados en sitio seguro, al paso que se carecerá de lo indispensable en las ambulancias. Las rivalidades nacionales se las arreglarán de modo que los pobres soldados morirán sin socorro”. Tantos oradores, otras tantas reflexiones de desaliento. ¡Quién de nosotros no ha oído perorar en ese tono!
Pues bien; ya sabemos lo que pasa. Se han organizado libremente sociedades de la Cruz Roja en todas partes, en cada país, en miles de localidades, y al estallar la guerra de 1870-71, los voluntariospusiéronse a la obra. Hombres y mujeres acudieron a ofrecer sus servicios. Organizáronse a millares los hospitales y las ambulancias, corrieron trenes a llevar ambulancias, víveres, ropas, medicamentos para los heridos. Las comisiones inglesas enviaron convoyes enteros de alimentos, vestidos, herramientas, grano para sembrar, animales de tiro, ¡hasta arados de vapor para ayudar a la labranza de los departamentos asolados por la guerra! Consultad tan sólo La Cruz Roja, por Gustavo Moynier, y os asombrará realmente lo inmenso de la tarea llevada a cabo.
La abnegación de los voluntarios de la Cruz Roja ha sido superior a todo encomio. Sólo pedían ocupar los puestos da mayor peligro. Y al paso que los médicos asalariados por el Estado huían con su estado mayor al aproximarse los prusianos, los voluntarios de la Cruz Roja continuaban sus faenas bajo las balas, soportando las brutalidades de los oficiales bismarckistas y napoleónicos, prodigando los mismos cuidados a los heridos de todas las nacionalidades: holandeses e italianos, suecos y belgas; hasta japoneses y chinos, entendíanse a las mil maravillas. Distribuían sus hospitales y ambulancias según las necesidades del momento; sobre todo rivalizaban en la higiene de sus hospitales. ¡Cuántos franceses hablan aún con profunda gratitud de los tiernos cuidados que recibieron por parte de tal o cual voluntario, holandés o alemán, en las ambulancias de la Cruz Roja!
¡Qué le importa al autoritario! Su ideal es el médico del regimiento, el asalariado del Estado. ¡Al diablo, pues, la Cruz Roja con sus hospitales higiénicos, si los enfermeros no son funcionarios!
He aquí una organización nacida ayer y que cuenta en este momento sus miembros por centenas de millar; que posee ambulancias, hospitales, trenes, elabora procedimientos nuevos para tratar las heridas, y que se debe a la iniciativa de unos cuantos hombres de corazón.
¿Se nos dirá tal vez que los Estados también suponen algo en esa organización? Sí; los Estados han puesto la mano para apoderarse de ella. Las juntas directivas están presididas por esos a quienes los lacayos llaman príncipes de sangre real. Emperadores y reinas prodigan su patronato a las juntas nacionales. Pero no es a ese patronazgo a lo que se debe el triunfo de la organización, sino a las mil juntas locales de cada nación, a la actividad de sus individuos, a la abnegación de todos los que tratan de aliviar a las víctimas de la guerra. ¡Y aún sería mucho mayor esa abnegación si el Estado no interviniese absolutamente en nada!
En todo caso, no fue por órdenes de ninguna junta directiva internacional por lo que ingleses y japoneses, suecos y chinos se apresuraron a enviar socorros a los heridos de 1871. Los hospitales se levantaban en el territorio invadido, y las ambulancias iban a los campos de batalla, no por órdenes de ningún ministerio internacional, sino por iniciativa de los voluntarios de cada país. Una vez en el sitio, no se tiraron de las greñas, como preveían los jacobinos: todos se pusieron a la obra, sin distinción de nacionalidades.
No acabaríamos si quisiéramos multiplicar los ejemplos tomados del arte de exterminar a los hombres. Bástenos solamente citar las sociedades innumerables a que sobre todo debe el ejército alemán su fuerza, que no depende sólo de su disciplina, como en general se cree. Esas sociedades pululan en Alemania y tienen por objetivo propagar los conocimientos militares. En uno de los últimos congresos dela Alianza militar alemana (Kriegerbund) se han visto delegados de dos mil cuatrocientas cincuenta y dos sociedades federadas entre sí, con ciento cincuenta y un mil setecientos doce miembros.
Sociedades de tiro, de juegos militares, de juegos estratégicos, de estudios topográficos: he aquí los talleres donde se elaboran los conocimientos técnicos del ejército alemán, y no en las escuelas de regimiento. Es una red formidable de sociedades de todas clases, que engloban militares y paisanos, geógrafos y gimnastas, cazadores y técnicos; sociedades que espontáneamente se organizan, se federan; discuten y van a hacer exploraciones al campo. Estas asociaciones voluntarias y libres son las que constituyen la verdadera fuerza del ejército alemán.
Su objetivo es detestable: el sostenimiento del imperio. Pero lo que nos importa registrar es que el Estado — a pesar de su grandísima misión, que es la organización militar — ha comprendido que su desarrollo seria tanto más cierto cuanto más se abandone al libre acuerdo de los grupos y a la libre iniciativa de los individuos.
Hasta en materia guerrera se recurre al libre acuerdo común, y para confirmar nuestro aserto, baste mencionar los trescientos mil voluntarios ingleses, la Asociación nacional inglesa de Artillería y la sociedad que; está organizándose para la defensa de las costas de Inglaterra, que si se constituye será mucho más activa que el ministerio de Marina con sus acorazados que dan orzadas, y sus bayonetas que se doblan como plomo.
En todas partes abdica el Estado, abandona sus funciones sacrosantas a los particulares. En todas partes se apodera de sus dominios la organización libre. Pero todos los hechos que acabamos de citar apenas permiten entrever lo que el común acuerdo libre nos reserva en lo venidero, cuando ya no haya Estado.
No tenemos por qué ocuparnos en rechazar las objeciones que se hacen al comunismo autoritario: nosotros mismos levantamos acta de ellas. Harto han sufrido las naciones civilizadas en la lucha que había de concluir por la manumisión del individuo para poder renegar de su pasado y tolerar un gobierno que viniera a imponerse hasta en los menores detalles de la vida del ciudadano, aun cuando ese gobierno no tuviese otro objetivo que el bien de la comunidad. Si alguna vez llegase a constituirse una sociedad comunista autoritaria, no duraría, y bien pronto se vería obligada, por el descontento general, a disolverse o a reorganizarse sobre principios de libertad.
Vamos a ocuparnos de una sociedad comunista anarquista, de una sociedad que reconozca la libertad plena y completa del individuo, no admita ninguna autoridad y no emplee violencia alguna para forzar al hombre al trabajo.
Lo que hace esta ligereza tanto más sorprendente es que hasta en la economía política capitalista se encuentran ya algunos escritores conducidos por la fuerza de las cosas a poner en duda este axioma de los fundadores de su ciencia, axioma según el cual la amenaza del hambre sería el mejor estimulante del hombre para el trabajo o productivo. Comienzan a advertir que entra en la producción cierto elemento colectivo, harto descuidado hasta nuestros días, y que pudiera ser mucho más importante que la perspectiva de la ganancia personal. La calidad inferior de la labor asalariada, la espantosa pérdida de fuerza humana en los trabajos de la agricultura y de la industria modernas, el número siempre creciente de holgazanes que hoy procuran descargarse sobre los hombros de los demás, la falta de cierto atractivo en la producción, que se hace cada vez mas manifiesta, todo comienza a preocupar hasta a los economistas de la escuela clásica. Algunos de ellos se preguntan si no han errado el camino al razonar acerca de un ser imaginario, idealizado en feo, a quien se suponía guiado exclusivamente por el cebo de la ganancia o del salario. Esta herejía penetra hasta en las universidades, se aventura en los libros de ortodoxia economista. Lo cual no impide que un grandísimo número de reformadores socialistas continúen siendo partidarios de la remuneración individual y defender la vetusta ciudadela delasalariamiento, cuando sus defensores de antaño la entregan ya piedra por piedra al asaltante.
Así, pues, témese que, sin forzarla a ello, la masa no quiera trabajar.
Pero, ¿no hemos oído ya en nuestra vida expresar esas mismas aprensiones por los esclavistas de los Estados Unidos antes de la manumisión de los negros, y por los señores rusos antes de la manumisión de los siervos? Sin el látigo no trabajará el negro, decían los esclavistas. Lejos de la vigilancia del amo, el siervo dejará incultos los campos, decían los boyardos rusos. Cantinela de los señores franceses de 1789, cantinela de la Edad Media, cantinela tan vieja como el mundo, la oímos siempre que se trata de reparar una injusticia en la humanidad.
Y la realidad viene a darle todas las veces un solemne mentís. El campesino redimido en 1792 labraba con una energía feroz, desconocida por sus antepasados; el negro liberto trabaja más que sus padres, y el labriego ruso, después de haber honrado la luna de miel de la manumisión festejando los viernes como los domingos, ha vuelto con tanto más afán cuanto más completa ha sido su, libertad. Allí donde no le falta tierra, labra con encarnizamiento, así como suena.
El estribillo esclavista puede ser válido para los propietarios de esclavos. En cuanto a los esclavos mismos, saben lo que vale y conocen sus motivos.
Por otra parte, ¿quién sino los economistas nos enseñan que si el asalariado cumple de cualquier modo su tarea, en cambio el trabajo intenso y productivo solo es obra del hombre que acrece su bienestar en proporción de sus esfuerzos? Todos los cánticos entonados en loor de la propiedad se reducen precisamente a este axioma.
Porque — cosa notable — cuando queriendo celebrar los beneficios de la propiedad, los economistas nos muestran cómo una tierra inculta, un pantano o un pedregal se cubren de ricas mieses con el sudor del campesino propietario, no prueban de ningún modo su tesis en favor de la propiedad. Al admitir que la única garantía para no ser despojado de los frutos de su trabajo es el poseer el instrumento para trabajar -lo cual es cierto-, sólo prueban que el hombre no produce realmente sino cuando trabaja con cierta libertad, cuando sus ocupaciones son en’ cierto modo: electivas, cuando no tiene vigilante que le moleste, y por último, cuando ve que su trabajo le aprovecha como a otros que hacen lo mismo que él, y no a un holgazán cualquiera. Eso es todo lo que puede deducirse de su argumentación, y es lo que también afirmamos nosotros.
En cuanto a la forma de posesión del instrumento de trabajo, eso no interviene más que indirectamente en su demostración para asegurar al cultivador que nadie le arrebatará el beneficio de sus productos ni de sus mejoras. Y para apoyar su tesis en favor de la propiedad contra cualquiera otra forma de posesión, ¿no debieran mostrarnos los economistas que la tierra no produce nunca tan ricas mieses bajo la forma de posesión comunista como cuando la posesión es personal? Pues bien, no es así; adviértese lo contrario.
Tomad como ejemplo un municipio del cantón de Vaud, en la época en que todos los hombres del pueblo van en invierno a cortar leña en el bosque que pertenece a todos. Precisamente durante esas fiestas del trabajo es cuando se muestra más ardor en la faena y más considerable despliegue de fuerza humana. Ninguna labor asalariada, ningún esfuerzo de propietario podrían soportar la comparación.
O tomad el de una aldea rusa, todos los habitantes de la cual van a dallar un prado perteneciente al municipio o arrendado por él, y allí comprenderéis lo que el hombre puede producir cuando trabaja en común para una obra común. Los compañeros rivalizan entre sí a ver quién traza con la guadaña el círculo más ancho; las mujeres se apresuran en su seguimiento para no dejarse adelantar más cada vez por la hierba dallada. Es otra fiesta del trabajo, durante el que cien personas juntas hacen en pocas horas lo que por separado hubiera exigido algunos días de trabajo. ¡Qué triste contraste forma a su lado el trabajo del propietario individual!
Por último, se podrían citar millares de ejemplos entre los roturadores de América, en las aldeas de Suiza, Alemania, Rusia y cierta parre de Francia; los trabajo os hechos por las cuadrillas (arteles) de albañiles, carpinteros, barqueros, pescadores, etcétera, que emprenden una tarea para repartirse directamente los productos o hasta la remuneración, sin pasar por el intermediario de los contratistas.
El bienestar, es decir, la satisfacción de las necesidades físicas, artísticas y morales, así como la seguridad de esa satisfacción, han sido siempre el más poderoso estímulo para el trabajo. Y mientras el mercenario apenas logra producir lo estrictamente necesario, el trabajador libre, que ve aumentar para él y para los demás el bienestar y el lujo en proporción de sus esfuerzos, despliega infinitamente más energía e inteligencia y obtiene productos de primer orden mucho más abundantes. El uno se ve clavado a la miseria, y el otro puede esperar en lo venidero la holgura y sus goces.
Todo el que hoy se pueda descargar en otros la labor indispensable para la existencia se apresura a hacerlo, y es cosa admitida que siempre sucederá así.
Pues bien; el trabajo indispensable para la existencia es esencialmente manual. Por más artistas y sabios que seamos, ninguno de nosotros puede pasarse sin los productos obtenidos por el trabajo de los brazos: pan, vestidos, caminos, barcos, luz, calor, etcétera. Aún más: por elevadamente artísticos o sutilmente metafísicos que sean nuestros goces, no hay ni uno que no se funde en el trabajo manual. Y precisamente de esa labor — fundamento de la vida — es de lo que cada cual trata de descargarse.
Lo comprendemos perfectamente; así debe ser hoy. Porque hacer un trabajo manual significa en la actualidad encerrarse diez e doce horas dianas en un taller malsano y permanecer diez, treinta años, toda la vida, amarrado a la misma faena. Eso significa condenarse a un salario mezquino, estar entregado a la incertidumbre del mañana, al paro forzoso, muy a menudo a la miseria, y con más frecuencia aún a la muerte en un hospital, después de haber trabajado cuarenta años en alimentar, vestir, recrear e instruir a otros que no son uno mismo ni sus propios hijos.
Eso significa llevar toda la vida a los ojos de los demás el sello de la inferioridad y tener uno mismo conciencia de esa inferioridad. Porque digan lo que quieran los buenos señores, el trabajador manual se ve considerado siempre como inferior al trabajador del pensamiento, y el que ha trabajado diez horas en el taller no tiene tiempo, ni menos medios, para proporcionarse los altos goces de la ciencia y del arte, ni sobre todo para prepararse a apreciarlos; tiene que contentarse con las migajas que caen de la mesa de los privilegiados.
En efecto, ¿qué interés puede tener ese trabajo embrutecedor para el obrero que de antemano conoce su suerte, que desde la cuna al sepulcro vivirá en la medianía, en la pobreza, en la inseguridad del mañana? Por eso, cuando se ve a la inmensa mayoría de los hombres reanudar cada mañana la triste tarea, nos sorprende su perseverancia, su adhesión al trabajo, la costumbre que les permite, como a una máquina que obedece a ciegas el impulso dado, llevar esa vida de miseria sin esperanza del mañana, hasta sin entrever con vaga claridad que algún día ellos, o por lo menos sus hijos, formarán parte de esa humanidad, rica por fin con todos los tesoros de la libre naturaleza, Con todos los goces del saber y de la creación científica y artística reservados hoy para algunos privilegiados.
Ya es tiempo de someter a un serio análisis esa leyenda de trabajo superior que se pretende obtener con el látigo del salario.
Basta visitar, no la manufactura y la fábrica modelos que se encuentran acá y allá como excepciones, sino los talleres como son casi todos, para concebir el inmenso despilfarro de fuerza humana que caracteriza a la industria actual. Para una fábrica organizada más o menos; racionalmente, hay cien o más que derrochan el trabaja del hombre, esa fuerza preciosa, sin otro motivo más serio que el proporcionar tal vez dos perras diarias más al patrono.
Aquí veis mozos de veinte a veinticinco años todo el día en un banco, hundido el pecho, moviendo febrilmente la cabeza y el cuerpo para anudar con una velocidad de prestidigitadores los dos cabos de un mal hilacho de algodón.
¿Qué descendencia dejarán en la tierra esos cuerpos temblorosos y raquíticos? Pero... ¡ocupan tan poco espacio en la fábrica, y me producen cada uno media peseta diaria!, dirá el patrono.
Allí veis en una inmensa fábrica de Londres muchachas calvas a los diecisiete años, a fuerza de llevar en la cabeza de una sala a otra, bandejas de cerillas, cuando la máquina más sencilla podría acarrearlas hasta sus mesas. Pero... ¡cuesta tan poco el trabajo de las mujeres que no tienen oficio especial! ¿Para qué una máquina? Cuando éstas no puedan más, ¡se las reemplazará tan fácilmente! ¡Hay tantas en la calle!
A la puerta de una casa rica, en una noche helada;- encontraréis un niño dormido, descalzo, con su fajo de periódicos entre los brazos. El trabajo infantil cuesta tan poco, que se le puede emplear cada tarde en vender por valor de una peseta de periódicos, con lo cual ganará el pobrecillo dos o tres perras chicas. Ved, en fin, un hombre robusto que se pasea con los brazos colgando; está en paro forzoso durante meses enteros, mientras que su hija se agosta entre los vapores recalentados del taller de aprestar tejidos, y mientras que su hijo llena a mano tarros de betún o aguarda horas enteras en la esquina de la cale a que un transeúnte le haga ganar un real.
Si habláis con el director de una fábrica bien organizada, os explicará candorosamente que es difícil encontrar hoy un obrero hábil, vigoroso, enérgico, con arranque para el trabajo. Si se presenta alguno, entre los veinte o treinta que vienen cada lunes a pedir trabajo, está seguro de ser recibido, aun cuando estuviésemos resueltos a disminuir el número de brazos. Se le reconoce a primera vista y se le acepta siempre, con el propósito de despedir el día siguiente un operario viejo o menos activo. Y ése a quien se acaba de despedir, todos los que lo serán mañana, van a reforzar ese inmenso ejército de reserva del capital — los obreros sin trabajo — que no se llama sino en los momentos de prisas o para vencer la resistencia de los huelguistas. Ese desecho de las mejores fábricas, ese trabajador mediano, va a unirse con el también formidable ejército de los obreros viejos o poco hábiles que circula de continuo en las fábricas secundarias, las que apenas cubren gastos y salen del paso con timos y añagazas puestas al comprador, y sobre todo al consumidor de los países remotos.
Y si habláis con el mismo trabajador, sabréis que la regla general de los talleres es que el obrero no haga nunca todo lo que es capaz de hacer. ¡Desgraciado del que al entrar en una fábrica inglesa no siguiese este consejo que le dan sus compañeros! Porque los trabajadores saben que si en un momento de generosidad ceden a las instancias de un patrono y consienten en hacer intensivo el trabajo para concluir encargos apremiantes, ese trabajo nervioso se erigirá en lo sucesivo como regla en la escala de los salarios. Por eso, en nueve fábricas de cada diez, prefieren no producir nunca tanto como podrían. En ciertas industrias se limita la producción, con el fin de mantener altos los precios, y a veces corre la orden de Cocanny, que significa: ¡A mala paga, mal trabajo.
Los que han estudiado en serio la cuestión, no niegan ninguna de las ventajas del comunismo — por supuesto, a condición de que sea perfectamente libre, es decir, anarquista-. Reconocen que el trabajador pagado en dinero, aunque se disfrace con el nombre de bonos en las asociaciones obreras gobernadas por el Estado, guardaría el sello del asalariamiento y conservaría todos sus inconvenientes. Comprenden que no tardaría en sufrir por esa causa el sistema entero, aun cuando la sociedad entrase en posesión de los instrumentos para producir. Admiten que, gracias a la educación integral dada a todos los niños, a los hábitos laboriosos de las sociedades civilizadas, con la libertad de elegir y variar las ocupaciones y el atractivo del trabajo hecho por iguales para bienestar de todos, en una sociedad comunista no iban a faltar productores que bien pronto triplicarían y decuplicarían la fecundidad del suelo y darían nuevo impulso a la industria. Pero el peligro -dicen nuestros contradictores — vendrá de esa minoría de perezosos que no querrán trabajar, a pesar de las excelentes condiciones que harán agradable el trabajo, o que no pondrán en ello regularidad y constancia. Hoy, la perspectiva del hambre obliga a los más refractarios a marchar al paso de los otros. Pues bien; la remuneración según el trabajo hecho, ¿no es el único sistema que permite ejercer esa fuerza, sin menoscabar los sentimientos del trabajador? Porque cualquier otro medio implicaría la continua intervención de una autoridad, que bien pronto repugnaría al hombre libre.
Esta objeción entra en la categoría de los razonamientos con los cuales se trata de justificar el Estado, la ley penal, el juez y el carcelero. Puesto que — dicen los autoritarios — hay gentes — una escasa minoría — que no se someten a las costumbres sociales, preciso es mantener el Estado, por costoso que sea, y la autoridad, el tribunal y la cárcel, aun cuando estas mismas instituciones sean una fuente de nuevos males de todas clases.
También pudiéramos limitarnos a responder lo que tantas veces hemos repetido a propósito de la autoridad en general: Para evitar un mal posible, recurrís a un medio que es un mal más grande y que se convierte en origen de esos mismos abusos que deseáis remediar. Porque no olvidéis que el asalariamiento — la imposibilidad de vivir de otro modo que vendiendo su fuerza de trabajo — es el que ha creado el sistema capitalista actual, cuyos vicios comenzáis a reconocer.
También pudiéramos hacer notar que este razonamiento es un simple alegato para defender lo que existe. El asalariamiento actual no se ha instituido para remediar los inconvenientes del comunismo. Es otro su origen, como el del Estado y el de la propiedad. Nació de la esclavitud y de la servidumbre impuestas por la fuerza, y no es más que una modificación modernizada de ellas. Por eso tal argumento no tiene más valor que aquellos con los cuales se trata de justificar la propiedad y el Estado.
¿No es evidente que si una sociedad fundada en el principio del trabajo libre se viese realmente amenazada por los holgazanes, podría ponerse en guardia contra ellos sin crear una organización autoritaria o recurrir al asalariamiento?
Supongamos un grupo de cierto número de voluntarios que se unan en una empresa cualquiera, para cuyo buen resultado rivalicen todos en celo, salvo uno de los socios que falte con frecuencia a su puesto. ¿Se deberá por causa de él disolver el grupo, nombrar un presidente que imponga multas o distribuir, como en la academia, fichas de asistencia? Es evidente que no se hará ni lo uno ni lo otro, sino que un día se le dirá al camarada que amenaza echar a perder la empresa: Amigo, nos gustaría que trabajases con nosotros; pero como a menudo faltas de tu puesto o descuidas tu tarea, debemos separarnos. ¡Vete en busca de otros compañeros que se conformen con tu holgazanería!
Preténdese, por lo general, que el patrono omnisciente y sus vigilantes mantienen la regularidad y la calidad del trabajo en la fábrica. En realidad, en una empresa, por poco complicada que sea, cuya mercancía pase por muchas manos antes de terminarse, la misma fábrica, el conjunto de los trabajadores, es quien vela por las buenas condiciones del trabajo. Por eso las mejores fábricas inglesas de la industria privada tienen tan pocos contramaestres, muchos menos, por término medio, que las fábricas francesas, e incomparablemente menos que las fábricas inglesas del Estado.
Cuando una compañía de ferrocarriles, federada con otras compañías, falta a sus compromisos, retrasa sus trenes y deja detenidas las mercancías en sus estaciones, las otras compañías amenazan con rescindir los contratos, y eso suele bastar.
Se cree generalmente, o por lo menos se enseña, que el comercio no es fiel a sus compromisos sino bajo la amenaza de los tribunales; no hay nada de eso. De diez veces nueve, el comerciante que haya faltado a su palabra no comparecerá ante un juez. Donde el comercio es muy activo, como en Londres, el hecho de que un deudor haya obligado a litigar, basta a la mayoría de los comerciantes para abstenerse en lo sucesivo de tener negocios con quien les haya hecho recurrir al abogado.
Una asociación, por ejemplo, que estipulase con cada uno de sus miembros el contrato siguiente, no tendría holgazanes:
Estamos dispuestos a garantizarte el goce de nuestras casas, de nuestros almacenes, calles, medios de transporte, escuelas, museos, etcétera, a condición de que de veinticinco a cuarenta y cinco o cincuenta años de edad consagres cuatro o cinco horas diarias a uno de los trabajos que se reconocen como necesarios para vivir. Elige tú mismo cuando quieras los grupos de que has de formar parte o constituye uno nuevo, con tal de que se encargues de producir lo necesario. Y durante el resto de tu tiempo, reúnete con quien te plazca con la mira de cualquier recreo de arte, de ciencia a tu gusto.
Mil doscientas o mil quinientas horas de trabajo al año en uno de los grupos que producen el alimento, el vestido y el alojamiento, o se emplean en la salubridad pública, los transportes, etcétera, es todo lo que te pedimos para garantizarte cuanto produzcan o han producido esos grupos. Pero si ninguno de los millares de grupos de nuestra federación quiere recibirte, cualquiera que sea el motivo, si eres absolutamente incapaz de producir nada útil o te niegas a hacerlo, ¿vive como un aislado o como los enfermos! Si somos bastante ricos para no negarte lo necesario, con mucho gusto te lo daremos: eres hombre y tienes derecho a vivir. Puesto que quieres colocarte en condiciones especiales y salir de las filas, es más que probable que en tus relaciones cotidianas con los otros ciudadanos te resientas de ello. Te mirarán como un superviviente de la sociedad burguesa, a menos que tus amigos, considerándote como un genio, se apresuren a librarte de toda obligación moral para con la sociedad, haciendo por ti el trabajo necesario para la vida.
Y en fin, si eso no te agrada, vete por el mundo en busca de otras condiciones. O bien, encuentra partidarios y constituye con ellos otros grupos que se organicen con nuevos principios. Nosotros preferimos los nuestros.
Dícese muy a menudo entre los trabajadores, que los burgueses son unos holgazanes. En efecto, hay bastantes, pero son la excepción. Por el contrario, en cada empresa industria hay la seguridad de encontrar uno o varios burgueses que trabajan mucho. Verdad es que la mayoría de ellos aprovechan su situación privilegiada para adjudicarse los trabajos menos penosos, y que trabajan en condiciones higiénicas de alimento, aire, etcétera, que les permiten desempeñar su tarea sin un exceso de fatiga. Precisamente, ésas son las condiciones que pedimos para todos los trabajadores sin excepción. Preciso es decir también que, merced a su posición privilegiada, los ricos hacen a menudo un trabajo absolutamente inútil o hasta nocivo para la sociedad. Emperadores, ministros, jefes de oficinas, directores de fábricas, comerciantes, banqueros, etcétera, se obligan a ejecutar durante algunas horas diarias un trabajo que encuentran más o menos aburrido, pues todos prefieren sus horas de holganza a esa tarea obligatoria. Y si en el 90 por 100 de los cases esa tarea es funesta, no la encuentran por eso menos fatigosa. Pero precisamente porque los burgueses emplean la mayor energía en hacer el mal (a sabiendas o no) y en defender su posición privilegiada, por eso han vencido a la nobleza señorial y continúan dominando a la masa del pueblo. Si fuesen holgazanes hace mucho tiempo que ya no existirían, y hubieran desaparecido como los aristócratas de sangre.
En una sociedad que sólo les exigiese cuatro o cinco horas diarias: de trabajo útil, agradable e higiénico, desempeñarían perfectamente su tarea y no aguantarían, sin reformarlas, las horribles condiciones en las cuales mantienen hoy el trabajo. Si un Pasteur pasara cinco horas nada más en las alcantarillas, bien pronto encontraría el medio de hacerlas tan saludables como su laboratorio bacteriológico.
En cuanto a la holgazanería de la mayor parte de los trabajadores, los economistas y los filántropos son los únicos que hablan de eso. Hablad de ello a un industrial inteligente, y os dirá que si a los trabajadores se les pusiera en la cabeza vaguear, no habría más remedio que cerrar todas las fábricas, pues ninguna medida de severidad y ningún sistema de espionaje podría impedirlo. Había que ver en el invierno último el terror provocado entre los industriales ingleses, cuando algunos agitadores se pusieron a predicar la teoría del co-canny, a mala paga, mal trabajo; hacer que hacemos, no echar el bofe y malgastar todo lo que se pueda. ¡Desmoralizan al trabajador, quieren matar la industria!, gritaban los mismos que antes tronaban contra la inmoralidad del obrero y la mala calidad de sus productos. Pero si el trabajador fuese, como lo representan los economistas, el perezoso a quien de continuo hay que amenazar con despedirle del taller, ¿qué significaría la palabra desmoralización?
Así, cuando se habla de holgazanería posible, hay que comprender que se trata de una ínfima minoría en la sociedad. Y antes de legislar contra esa minoría, ¿no es urgente conocer su origen?
Quien observe con inteligencia; sabe muy bien que el niño reputado como perezoso en la escuela es a menudo aquel que comprende mal lo que le enseñan mal. Mucho más frecuentemente aún, su caso proviene de anemia cerebral, consecutiva a la pobreza y a una educación antihigiénica.
Alguien ha dicho que el polvo es la materia que no está en su sitio. La misma definición se aplica a las nueve décimas de los llamados perezosos. Son personas extraviadas en una senda que no responde a su temperamento ni a su capacidad. Leyendo las biografías de los grandes hombres, choca el número de perezosos que hay entre ellos. Perezosos mientras no encontraron su verdadero camino, y laboriosos tenaces más tarde. Darwin, Stephenson y tantos otros figuraban entre esos perezosos.
Harto a menudo, el perezoso no es más que un hombre a quien repugna hacer toda su vida la dieciochava parte de un alfiler o la centésima parte de un reloj, cuando se encuentra con una exuberancia de energía que quisiera gastar en otra cosa. También con frecuencia es un rebelde que se subleva contra la idea de estar toda su vida amarrado a ese banco, trabajando para proporcionar mil goces al patrono, sabiendo que es mucho menos estúpido que él, y sin otra razón que haber nacido en un cuchitril, en vez de haber venido al mundo en un palacio.
En fin, buen número de perezosos no conocen el oficio en que se ven obligados a ganarse la vida. Viendo la obra imperfecta que sale de sus manos, esforzándose vanamente en hacerla mejor y comprendiendo que nunca lo conseguirán a causa de los males hábitos de trabajo ya adquiridos, toman odio a su oficio y hasta al trabajo en general, por no saber otro. Millares de obreros y de artistas abortados se hallan en este caso.
Bajo una sola denominación, la pereza, se han agrupado toda una serie de resultados debidos a causas distintas, cada una de las cuales pudiera convertirse en un manantial de bienes en vez de ser un mal para la sociedad. Aquí, como en la criminalidad, como en todas las cuestiones concernientes a las facultades humanas, se han reunido hechos que nada tienen de común entre sí. Se dice pereza o crimen, sin tomarse siquiera el trabajo de analizar sus causas. Apresúrase a castigarlos, sin preguntarse siquiera si el castigo no contiene una prima a la pereza o al crimen.
He aquí por qué una sociedad libre, si viera aumentar en su seno el número de holgazanes, pensaría sin duda en investigar las causas de su pereza para tratar de suprimirlas antes de recurrir a los castigos. Cuando se trata, según ya hemos dicho, de un simple caso de anemia, antes de anemia de ciencia el cerebro del niño, dadle ante todo sangre; fortalecedle para que no pierda el tiempo, llevadle al campo o a orillas del mar. Allí, enseñadle al aire libre, y no en los libros, la geometría, midiendo con él las distancias hasta los peñascos próximos; aprenderá las ciencias naturales cogiendo flores y pescando en el mar; la física, fabricando el bote en que irá de pesca. Pero, por favor, no llenéis su cerebro de frases y de lenguas muertas. ¡No hagáis de él un perezoso!
¿No veis que con vuestros métodos de enseñanza, elaborados por un ministerio para ocho millones de escolares, que representan ocho millones de capacidades diferentes, no hacéis más que imponer un sistema bueno para medianías, imaginado por un promedio de medianías? Vuestra escuela se convierte en una universidad de pereza, como vuestra prisión es una universidad del crimen. Liberad la escuela, abolid vuestros grados universitarios, llamad a los voluntarios de la enseñanza, comenzad así en vez de dictar leyes contra la pereza que no harán sino reglamentarla.
Dad al obrero que debe ceñirse a fabricar una minúscula parte de un artículo cualquiera, que se ahoga junto a una máquina de taladrar, que concluye por aborrecer dadle la probabilidad de cultivar la tierra, derribar árboles en el bosque, correr en el mar contra la tormenta, surcar el espacio en una locomotora. Pero no hagáis de él un perezoso, obligándole toda la vida a vigilar una maquinilla de punzonar la cabeza de un tornillo o agujerear el ojo de una aguja.
En sus planes de reconstrucción de la sociedad, los colectivistas cometen, a nuestro parecer, dos errores. Hablan de abolir el régimen capitalista, pero sin embargo querrían mantener dos instituciones que constituyen el fondo de ese régimen: el gobierno representativo y el asalariamiento.
De lo concerniente al gobierno que se dice representativo, bastante hemos hablado. Es para nosotros en absoluto incomprensible que hombres inteligentes — y no faltan en el partido colectivista — puedan continuar siendo partidarios de los parlamentos nacionales o municipales, después de todas las lecciones que la historia nos ha dado sobre ese particular en Francia, Inglaterra, Alemania, Suiza y los Estados Unidos.
Mientras vemos hundirse en todas partes el régimen parlamentario y surgir la critica de los principios mismos del sistema: -no sólo de sus aplicaciones-, ¿cómo es que socialistas revolucionarios defienden ese sistema, condenado a morir?
Se esfuerzan, en una palabra, en buscar lo inhallable; pero habido que reconocer que se ha ido por mal camino, y desaparece la confianza en un gobierno representativo.
Lo mismo sucede con el asalariamiento; porque después haber proclamado la abolición de la propiedad privada y la posesión en común de los instrumentos de trabajo, ¿cómo puede reclamarse bajo una u otra forma que se sostenga el asalariamiento? Y sin embargo, eso es lo que hacen los colectivistas al preconizar los bonos de trabajo.
Se comprende que los socialistas ingleses de comienzos de este siglo hayan inventado los bonos de trabajo. Trataban simplemente de poner de acuerdo el capital y el trabajo, rechazando toda idea de tocar con violencia la propiedad de los capitalistas.
Si más tarde hizo suyo ese invento Proudhon, también se comprende. En su sistema mutualista, trataba de hacer menos ofensivo el capital, a pesar del mantenimiento de la propiedad individual, que aborrecía en el fondo del alma, pero que conceptuaba necesaria como garantía del individuo contra el Estado.
Tampoco extraña que economistas más o menos burgueses asimismo admitan los bonos de trabajo. Poco les importa que trabajador se le pague en bonos del trabajo o en monedas con efigie de la república o del imperio. Lo que tienen empeño en salvar de la próxima catástrofe es la propiedad individual de casas habitadas, del suelo y de las fábricas; en todo caso, la de casas habitadas y el capital necesario para la producción industrial. Y para conservar esa propiedad, los bonos de trabajo desempeñarían muy bien su papel.
Con tal de que el bono de trabajo pueda cambiarse por joyas y carruajes, el propietario de casas lo aceptará con gusto en pago del alquiler. Y mientras la casa habitada, el campo y la fábrica pertenezcan a propietarios individuales de cualquier modo habrá que pagarles por trabajar en sus campos o en sus fábricas y habitar en sus casas. También será preciso pagar al trabajador en oro, papel moneda o bonos cambiables por toda clase de artículos de comercio.
Pero, ¿cómo puede defenderse esta nueva forma del asalariamiento — el bono de trabajo — si se admire que la casa, el campo y la fábrica ya no son propiedad privada, sino que pertenecen al municipio o a la nación?
Examinemos más despacio este sistema de retribuir el trabajo, ensalzado por los colectivistas franceses, alemanes, ingleses e italianos.
Se reduce poco más o menos a esto: todo el mundo trabaja en los campos, fábricas, escuelas, hospitales, etcétera; la jornada de trabajo la regula el Estado, a quien pertenecen la tierra, las fábricas, las vías de comunicación, etcétera. Cada jornada de trabajo se cambia por un bono de trabajo que supongamos lleve impresas estas palabras: ocho horas de trabajo. Con este bono el obrero puede adquirir en los almacenes del Estado o de las diversas corporaciones toda clase de mercancías. El bono es divisible; de suerte que se puede comprar una hora de carne, diez minutos de cerillas o media hora de tabaco. En vez de decir veinte céntimos de jabón después de la revolución colectivista se diría: cinco minutos de jabón.
La mayoría de los colectivistas, fieles a la distinción establecida por los economistas burgueses (y por Marx) entre el trabajo calificado y el trabajo simple, nos dicen además que el trabajo calificado o profesional deberá pagarse cierto número de veces más que el trabajo simple. Así, una hora de trabajo de médico deberá considerarse como equivalente a dos o tres horas del cavador. “El trabajo profesional o calificado será un múltiple del trabajo simple -nos dice el colectivista Groenlund-, porque ese trabajo requiere un aprendizaje más o menos largo”.
Otros colectivistas, tales como los marxistas franceses, no hacen tal distinción. “Proclaman la igualdad de los salarios”. El doctor, el maestro de escuela y el profesor serán pagados (en bonos de trabajo) por la misma tarifa que el cavador. Ocho horas de visita de hospital valdrán lo mismo que ocho horas pasadas en trabajos de cavar, en la mina, o la fábrica.
Algunos hacen una concesión más: admiten que el trabajo desagradable o malsano — tal como el de las alcantarillas — podrá pagarse con arreglo a una tasa más alta que el trabajo agradable. “Una hora de servicio en la alcantarilla — dicen — se contará como dos horas de trabajo del profesor” Añadamos que ciertos colectivistas admiten el pago en conjunto, por corporaciones. Así, una corporación diría: “Aquí hay cien toneladas de acero. Para producirlas hemos sido cien trabajadores, y hemos empleado diez días. Habiendo sido nuestra jornada la de ocho horas, suman ocho mil horas de trabajo para cien toneladas de acero, o sea ocho horas la tonelada.” Después de lo cual el Estado les pagaría ocho mil bonos de trabajo de una hora cada uno, y esos ocho mil bonos se repartirían entre los miembros de la fábrica como les pareciese.
Por otra parle, habiendo empleado cien mineros veinte días para extraer ocho mil toneladas de carbón, el carbón valdría dos horas la tonelada, y los dieciséis mil bonos de una hora cada uno, percibidos por la corporación de los mineros, se distribuirían entre ellos según sus apreciaciones.
Si los mineros protestasen y dijesen que la tonelada de acero no debe costar más que seis horas de trabajo en lugar de ocho; si el profesor quisiera hacerse pagar su jornada doble que la enfermera, entonces intervendría el Estado y arreglaría sus diferencias.
Tal es, en pocas palabras, la organización que los colectivistas quieren hacer surgir de la revolución social. Como se ve, sus principios son: propiedad colectiva de los instrumentos de trabajo y remuneración de cada uno según el tiempo empleado en producir, teniendo en cuenta la productividad de su trabajo. En cuanto al régimen político, sería el parlamentarismo, modificado por el mandato imperativo y el referéndum, es decir, el plebiscito por sí o por no.
Digamos, en primer término, que este sistema nos parece totalmente impracticable.
Los colectivistas comienzan por proclamar un principio revolucionario — la abolición de la propiedad privada — y lo niegan en seguida de proclamarlo, manteniendo una organización de la producción y del consumo que ha nacido de la propiedad privada.
Proclaman un principio revolucionario e ignoran las consecuencias que inevitablemente debe traer consigo. Olvidan que el hecho mismo de abolir la propiedad individual de los instrumentos de trabajo (suelo, fábricas, vías de comunicación, capitales) tiene que lanzar a la sociedad por vías absolutamente nuevas; que debe trastornar de arriba la producción, lo mismo en su objeto que en sus medios; que todas las relaciones cotidianas entre: individuos deben modificarse desde el momento que se consideren como posesión común la tierra) la máquina y todo lo demás.
“No hay propiedad privada”, dicen; y en seguida se apresuran a mantener la propiedad privada en sus manifestaciones cotidianas. “Sois una comunidad en cuanto a la producción; los campos, las herramientas, las máquinas, todo lo que se ha hecho hasta hoy, manufacturas, ferrocarriles, puertos, minas, etcétera; todo es vuestro.” No se hará la menor distinción acerca de la parte que toca a cada uno en esa propiedad colectiva.
“Pero desde el día siguiente, os disputaréis con toda minuciosidad la parte que vais a tomar en la creación de nuevas máquinas, en la constitución de nuevas minas.” Trataréis de pesar con exactitud la parte que corresponda a cada uno en la nueva producción. Contaréis vuestros minutos de trabajo y velaréis para que un minuto de vuestro vecino no pueda comprar más productos que un minuto vuestro.
“Y puesto que la hora no mide nada, ya que en tal manufactura un trabajador puede vigilar seis telares a la vez; mientras que en tal otra fábrica no vigila más que dos, pesaréis la fuerza muscular, la energía cerebral y la energía nerviosa que hayáis gastado. Calcularéis estrictamente los años de aprendizaje para valorar la parte de cada uno en la producción futura. Todo eso después de declarar que no tenéis de ningún modo en cuenta la participación que pueda haber tenido en la producción pasada”.
Pues bien; para nosotros es evidente que una sociedad no puede organizarse con arreglo a dos principios opuestos en absoluto, que se contradicen de continuo. Y la nación o el municipio que se diesen tal organización, veríanse obligados a volver a la propiedad privada o transformarse inmediatamente en sociedad comunista.
Hemos dicho que ciertos escritores colectivistas piden que se establezca una distinción entre el trabajo calificado o profesional y el trabajo simple. Pretenden que la hora de trabajo del ingeniero, del arquitecto o del médico, debe contarse por dos o tres horas del trabajo del herrero, del albañil o de la enfermera. Y la misma distinción dicen que debe hacerse entre toda especie de oficios que exijan un aprendizaje más o menos largo y el de los simples peones.
Pues bien; establecer tal distinción es mantener todas las desigualdades de la sociedad actual, es trazar de antemano una línea divisoria entre los trabajadores y los que pretenden gobernarlos, es dividir la sociedad en dos clases muy distintas: la aristocracia del saber, por encima de la plebe de manos callosas; la una al servicio de la otra; la una trabajando con sus brazos para alimentar y vestir a los que se aprovechan del tiempo que les sobra para aprender a dominar a quienes los alimentan.
Eso es además recoger uno de los rasgos distintivos de la sociedad actual y darle la sanción de la revolución social; es erigir en principio un abuso que se condena hoy en la vieja sociedad que se derrumba.
Sabemos todo lo que se nos va a responder. Nos hablarán del “socialismo científico”. Nos citarán los economistas burgueses — y también a Marx — para demostrar que la escala de los salarios tiene su razón de ser, puesto que “la fuerza de trabajo” del ingeniero ha costado más a la sociedad que “la fuerza de trabajo” del cavador. En efecto, ¿no han tratado los economistas de demostrarnos que si al ingeniero se le paga veinte veces más que al cavador, es porque los gastos necesarios para hacer un ingeniero son más cuantiosos que los necesarios para hacer un cavador’ ¿Y no ha pretendido Marx que la misma distinción es igualmente lógica entre diversas ramas del trabajo manual? Tenía que concluir así, puesto que había aceptado la doctrina de Ricardo acerca del valor y sostenido que los productos se cambian en proporción de la cantidad de trabajo socialmente necesario para su producción. Pero también sabemos a qué atenernos acerca de este asunto. Sabemos que si al ingeniero, al sabio y al doctor se les paga hoy diez o cien veces más que al agricultor y diez veces más que a la obrera de una fábrica de cerillas, no es por sus “gastos de producción”, sino por un monopolio de educación o por el monopolio de la industria. El ingeniero, el sabio y el doctor explotan sencillamente un capital — su diploma — como el burgués explota una fábrica o como el noble explotaba sus pergaminos.
En cuanto al patrono que paga al ingeniero veinte veces más que al trabajador, lo hace en virtud de este sencillísimo cálculo: si el ingeniero puede economizarle cien mil pesetas al año en la producción, le paga veinte mil pesetas. Y si ve un contramaestre — hábil en hacer sudar a los obreros — que le economice diez mil pesetas en la mano de obra, se apresura a darle dos o tres mil pesetas anuales. Afloja un millar de pesetas más donde cuenta ganar diez; ésta es la esencia del régimen capitalista. Lo mismo sucede con las diferencias entre los diversos oficios manuales.
No se nos venga hablando de los “gastos de producción que cuesta la fuerza de trabajo”, y diciéndonos que un estudiante que ha pasado alegre su juventud en la universidad tiene derecho a un salario diez veces más alto que el hijo del minero que se ha agotado en la mina desde la edad de once años, o que un tejedor tiene derecho a un salarlo tres o cuatro veces más alto que el agricultor. Los gastos necesarios para producir un tejedor no son cuatro veces más considerables que los gastos necesarios para producir un labriego. El tejedor se beneficia sencillamente de las ventajas en que se halla la industria en Europa con relación a los países que aún no tienen industria.
Nadie ha calculado nunca esos gastos de producción. Y si un holgazán cuesta mucho más a la sociedad que un trabajador, falta saber si teniéndolo todo en cuenta — mortalidad de los niños obreros, anemia que los destruye y muertes prematuras — un robusto jornalero no cuesta más a la sociedad que un artesano.
¿Querrán hacernos creer, por ejemplo, que el salario de peseta y media que se paga a la obrera parisiense, los treinta céntimos de la campesina de Auvernia, que se queda ciega haciendo encajes, o las dos pesetas diarias del campesino representan sus gastos de producción. Sabemos que a menudo se trabaja por menos de eso; pero también, que se hace exclusivamente porque gracias a nuestra magnifica organización, hay que morirse de hambre sin esos salarios irrisorios.
Tampoco dejarán de decirnos que la escala colectivista de los salarios sería, sin embargo, un progreso. Más valdrá ver a ciertos obreros cobrar una suma dos o tres veces mayor que la de la generalidad, que ver a los ministros embolsarse en un día lo que el trabajador no logra ganar en un año. Siempre sería eso un paso hacia la igualdad.
Para nosotros, ese paso sería un progreso al revés. Introducir en una sociedad nueva la distinción entre el trabajo simple y el trabajo profesional, ya hemos dicho que conduciría a hacer sancionar por la revolución y erigir en principio un hecho brutal que sufrimos hoy, pero encontrándolo, no obstante, injusto. Sería imitar a aquellos que en 4 de agosto de 1789 proclamaban con frases efectistas la abolición de los derechos feudales, pero el día 3 de agosto sancionaban esos mismos derechos imponiendo a los labradores foros para abonárselos a los señores, a quienes ponían bajo la salvaguardia de la revolución. Sería también imitar al gobierno ruso, al reclamar, cuando la emancipación de los siervos, que la tierra pertenecería en la sucesivo a los señores, al paso que antes era un abuso el disponer de tierras pertenecientes a los siervos.
O bien, para tomar un ejemplo más conocido, cuando la Comuna de 1871 decidió pagar a los miembros de su consejo quince pesetas diarias, mientras los federados en las murallas no cobraban más que peseta y media, esta decisión fue aclamada como un acto de alta democracia igualitaria. En realidad, la Comuna no hacía más que ratificar la añeja desigualdad entre el funcionario y el soldado, el gobierno y el gobernado. Por parte de una cámara oportunista, semejante decisión hubiera podido parecer admirable; pero la Comuna faltaba así a su principio revolucionario, y por eso mismo se condenaba.
En la sociedad actual, cuando vemos pagarse a un ministro cien mil pesetas al año, mientras que el trabajador tiene que contentarse con mil o menos; cuando vemos al contramaestre pagado dos o tres veces más que el obrero, y que entre los mismos obreros hay todas las gradaciones, desde diez pesetas diarias hasta los treinta céntimos de la campesina, desaprobamos el alto salario del ministro, pero también la diferencia entre las diez pesetas del obrero y los treinta céntimos de la pobre mujer, y decimos: “¡Abajo los privilegios de la educación, igual que los del nacimiento!” Somos anarquistas, precisamente porque tales privilegios nos sublevan.
He aquí por qué, comprendiendo ciertos colectivistas la imposibilidad de mantener la escala de los salarios en una sociedad inspirada por el soplo de la revolución, se apresuran a proclamar que los salarios serán iguales. Pero se estrellan contra nuevas dificultades, y su igualdad de los salarios es una utopía tan irrealizable como la escala de los otros colectivistas.
Una sociedad que se haya apoderado de toda la riqueza social y proclamado que todos tienen derecho a ella -cualquiera que fuese la participación que en crearla hubieran tomado antes-, se verá obligada a abandonar toda idea de asalariamiento, sea en moneda, sea en bonos de trabajo, bajo cualquier forma que se presente.
“A cada uno según sus obras”, dicen los colectivistas, o sea, según su parte de servicios prestados a la sociedad. ¡Y tal principio se recomienda para ponerse en práctica cuando la revolución haya puesto en común los instrumentos de trabajo y todo lo necesario para la producción!
Pues bien; si la revolución social tuviese la desgracia de proclamar este principio, sería impedir el desarrollo de la humanidad; seria abandonar, sin resolverlo, el inmenso problema social que nos han legado los siglos anteriores.
En efecto, en una sociedad como la nuestra, donde vemos que cuanto más trabaja el hombre menos se le retribuye, este principio puede parecer al pronto como una aspiración hacia la justicia.
Pero en el fondo, no es más que la consagración de las injusticias del pasado. Por ese principio comenzó el asalariamiento, para venir a parar a las odiosas desigualdades y abominaciones de la sociedad actual. Porque desde el día en que comenzaron a valorar en moneda o en cualquier otra especie de salario los servicios prestados; desde el día en que se dijo que cada uno sólo tendría aquello que consiguiera hacerse pagar por sus obras, estaba escrita de antemano, encerrada en germen en este principio, toda la historia de la sociedad capitalista con ayuda del Estado.
Los servicios prestados a la sociedad, sean trabajos en los campos o en las fábricas, sean servicios morales, no pueden valorarse en unidades monetarias, no puede haber medida exacta del valor de lo que impropiamente se ha llamado valor de cambio, ni del valor de la utilidad, con respecto a la producción. Si vemos dos individuos que trabajan uno y otro durante años cinco horas diarias, en beneficio de la comunidad y en diferentes trabajos que les agraden lo mismo, podemos decir en resumen que sus trabajos son casi equivalentes. Pero no puede fraccionarse su trabajo y decir que el producto de cada jornada, hora o minuto de trabajo del uno vale por el producto de cada minuto y hora del otro.
Se puede decir grosso modo que el hombre que durante su vida se ha privado de descanso durante diez horas diarias, ha dado a la sociedad mucho más que quien sólo se ha privado de descanso cinco horas diarias o no se ha privado nunca.
Pero no se puede tomar lo que ha hecho durante dos horas y decir que ese producto vale dos veces más que el producto de una hora de trabajo de otro individuo y remunerarlo en proporción.
Entrad en una mina de carbón y ved aquel hombre apostado junto a la inmensa máquina que hace subir y bajar la jaula. Tiene en la mano la palanca que detiene e invierte la marcha de la máquina, la baja, y la jaula retrocede en su camino en un abrir y cerrar de ojos, lanzándola arriba o abajo con una velocidad vertiginosa. Muy atento, sigue con la vista en la pared un indicador que le muestra en una escalita en qué lugar del pozo se encuentra la jaula a cada instante de su marcha; y en cuanto el indicador llega a cierto nivel, detiene de pronto el impulso de la jaula, ni un metro más arriba o más abajo de la línea requerida. Y apenas han descargado los recipientes llenos de carbón y colocado los vacíos, invierte la palanca y envía de nuevo la jaula al espacio.
Durante ocho o diez horas seguidas mantiene esa prodigiosa atención. Que se distraiga un momento, y la jaula irá a estrellarse y romper las ruedas, destrozar el cable, aplastar a los hombres suspender todo el trabajo de la mina. Que pierda tres segundos por cada golpe de palanca, y la extracción — en las minas perfeccionadas modernas — se reducirá de veinte a cincuenta toneladas diarias.
¿Es él quien presta el mayor servicio en la mina? ¿Es acaso el mozo que le da desde abajo la señal de que suba el ascensor? ¿Es el minero que a cada instante arriesga la vida en el fondo del pozo y que un día quedará muerto por el grisú? ¿O el ingeniero que por un simple error de suma en sus cálculos puede perder la capa de carbón o hacer arrancar piedra? ¿O el propietario que ha comprometido todo su patrimonio y que tal vez ha dicho, contra todas las previsiones: “Cavad aquí; encontraréis excelente carbón”.
Todos los trabajadores interesados en la mina contribuyen en la medida de sus fuerzas, de su energía, de su saber, de su inteligencia y de su habilidad, a extraer el carbón. Y podemos decir que todos tienen derecho a vivir, a satisfacer sus necesidades y hasta sus caprichos después de que esté seguro para todo lo necesario Pero, ¿cómo valorar sus obras?
Y además, ¿el carbón que extraen es obra suya? ¿No es también obra de esos hombres que han construido el ferrocarril que conduce a la mina y los caminos que irradian de todas sus estaciones? ¿No es también obra de los que han labrado y sembrado lo campos, extraído el hierro, cortado la madera en el bosque, fabricado las máquinas donde se quemara el carbón, y así sucesivamente?
No puede hacerse ninguna distinción entre las obras de uno. Medirlas por el resultado nos lleva al absurdo. Fraccionarlas y medirlas por las horas de trabajo nos conduce al absurdo. Sólo queda una cosa: poder las necesidades por encima de las obras y reconocer el derecho a la vida en primer término, al bienestar después, para todos los que tomen cualquier parte en la producción.
Pero examinemos cualquier otra rama de la actividad humana, tomad el conjunto de las manifestaciones de la existencia. ¿Quién de nosotros puede reclamar una retribución más cuantiosa por sus obras? ¿El médico que ha adivinado la enfermedad, o la enfermera que asegura la curación con sus cuidados higiénicos?
¿Es el inventor de la primera máquina de vapor, o el muchacho, que, cansado un día de tirar de la cuerda que entonces se usaba para hacer entrar el vapor bajo el pistón, ató esa cuerda a la palanca de la máquina y se fue a jugar con sus camaradas, sin imaginarse que había inventado el mecanismo esencial de toda máquina moderna, la válvula automática?
¿Es el inventor de la locomotora, o aquel obrero de Newcastle que sugirió la idea de reemplazar por traviesas de madera las piedras que antaño se ponían debajo de los carriles y que hacían descarrilar a los trenes por falta de elasticidad? ¿Es el maquinista de la locomotora? ¿El hombre que con sus señales detiene los trenes? ¿El guardagujas que les da paso a las vías?
¿A quién debemos el cable trasatlántico? ¿Será el ingeniero que se obstinaba en afirmar que el cable transmitía los despachos, al paso que los sabios electricistas lo declaraban imposible? ¿Al sabio Maury, que aconsejó abandonar los cables gruesos por otros tan delgados como una caña? ¿O a esos voluntarios venidos no se sabe de dónde, que pasaban noche y día sobre cubierta examinando minuciosamente cada metro de cable para quitar los claves que los accionistas de las compañías marítimas hacían clavar neciamente en la capa aisladora del cable, para dejarlo fuera de servicio?
“¡Las obras de cada uno!” Las sociedades humanas no vivirían dos generaciones seguidas, desaparecerían dentro de cincuenta años, si cada cual no diese infinitamente más de lo que se le retribuya en moneda, en bonos o en recompensas cívicas. Se extinguiría la raza si la madre no gastase su vida por conservar la de sus hijos, si el hombre no diese algo sin interés, sobre todo donde no espera ninguna recompensa.
Y si la sociedad burguesa decae, si estamos hoy en un callejón sin salida del cual no podemos pasar sin acometer a fuego y hierro las instituciones del pasado, es precisamente por un exceso de cálculos, por culpa de habernos dejado conducir a no dar sino para recibir; es por haber querido hacer de la sociedad una compañía comercial basada en el debe y haber.
Los colectivistas lo saben. Comprenden vagamente que no podría existir sociedad ninguna si llevase al extremo el principio de “a cada uno según sus obras”. Comprenden que las necesidades -no hablamos de los caprichos-, las necesidades del individuo no siempre responden a sus obras. Por eso nos dice De Paepe:
“Este principio — eminentemente individualista — se atemperaría por la intervención social para la educación de los niños y jóvenes (incluyendo en ella la manutención) y por la organización social de la existencia de los achacosos y enfermos, del retiro para los trabajadores, ancianos, etcétera”
Comprenden que el hombre de cuarenta años y con tres hijos tiene otras necesidades que el joven de veinte años. Comprenden que la mujer que amamanta a su criatura y pasa noches en blanco a su cabecera, no puede hacer tantas obras como el hombre que ha dormido plácidamente. Parecen comprender que el hombre y la mujer, consumidos acaso a fuerza de haber trabajado por la sociedad, pueden sentirse incapaces de hacer tantas obras como los que han pasado sus horas a la bartola y embolsado sus bonos en situaciones privilegiadas de estadísticos del Estado.
Y se apresuran a atemperas su principio, diciendo: “¡Sí; la sociedad criará y educará a sus hijos! ¡Sí; asistirá a los viejos e inválidos! ¡Si; las necesidades serán la medida de los gastos que la sociedad se impondrá para atemperar el principio de las obras!”
De modo que, después de haber negado el comunismo y haberse burlado a sus anchas de la fórmula: “A cada uno según sus necesidades”, salimos también con que a los grandes economistas se les han olvidado — poca cosa — las necesidades de los productores. Y se apresuran a reconocerlas. Sólo que al Estado le incumbirá apreciarlas, comprobar si las necesidades son desproporcionadas con las obras.
El Estado dará limosna. De ahí a la ley de pobres y al work-house inglés no hay más que un paso. No hay más que un sólo paso, porque hasta esa sociedad madrastra contra la cual nos sublevamos, se ha visto obligada atemperar su principio del individualismo, ha tenido que hacer concesiones en sentido comunista y bajo la misma forma de caridad.
También ella distribuye comidas de a perra chica para evitar el saqueo de sus tiendas. También construye hospitales, a menudo muy malos, pero a veces espléndidos, para evitar los estragos de las enfermedades contagiosas. También, después de no haber pagado las horas de trabajo, recoge los hijos de aquellos a quienes ha reducido a la última de las miserias. También tiene en cuenta las necesidades por la caridad.
Ya hemos dicho que la miseria fue la causa primera de las riquezas, quien creó, al primer capitalista; porque antes de acumular el “exceso de valor” de que tanto gusta hablar, era preciso que hubiese miserables que se avinieran a vender su fuerza de trabajo para no morirse de hambre. La miseria es quien ha hecho a los ricos. Y si los progresos fueron rápidos en el curso de la Edad Media, es porque las invasiones y las guerras que siguieron a la creación de los Estados y el enronquecimiento por la explotación en Oriente, rompieron los lazos que en otros tiempos unían a las comunidades agrícolas y urbanas y las condujeron a proclamar, en vez de la solidaridad que antes practicaban, ese principio del asalariamiento, tan grato a los explotadores.
¿Y había de salir ese principio de la revolución, y atreverse a llamarla con el nombre de “revolución social”, ese nombre tan grato a los hambrientos, a los que sufren, a los oprimidos?
No sucederá así, porque el día en que, las viejas instituciones se desplomen bajo el hacha de los proletarios, se oirán voces que griten: “¡Pan, casa y bienestar para todos!”
Y esas voces serán escuchadas, El pueblo dirá: “Comencemos por satisfacer la sed de vida, de alegría, de libertad, que nunca hemos apagado.” Y cuando todos hayamos probado esa dicha, pondremos manos a la obra: demolición de los últimos vestigios del régimen burgués, de su moral tomada en los libros de contabilidad, de su filosofía del “debe y haber”, de sus instituciones de lo tuyo y de lo mío. “Demoliendo, edificaremos”, como decía Proudhon; edificaremos en nombre del comunismo y de la anarquía.
Considerando la sociedad y su organización política desde un punto de vista muy distinto al de las escuelas autoritarias, puesto que partimos del individuo libre para llegar a una sociedad libre, en vez de comenzar por el Estado para descender hasta el individuo, seguimos el mismo método respecto a las cuestiones económicas. Estudiaremos las necesidades del individuo y los medios a que recurre para satisfacerlas, antes de discutir la producción, el cambio, el impuesto, el gobierno, etcétera.
Tal vez se diga que esto es lógico: que antes de satisfacer necesidades es preciso crear lo que pueda satisfacerlas, que es preciso producir para consumir. Pero antes de producir, sea lo que fuere, ¿no precisa sentir su necesidad? ¿No es la necesidad quien desde el principio impulsó al hombre a cazar, a criar ganado, a cultivar el suelo, a hacer utensilios y más tarde aún a inventar y hacer máquinas? ¿No es asimismo el estudio de las necesidades lo que debiera regir a la producción? Por lo menos, tan lógico sería comenzar por ahí para ver después cómo es preciso arreglárselas para atender a esas necesidades por medio de la producción.
Pero en cuanto la considerarnos desde este punto de vista, la economía política cambia totalmente de aspecto. Deja de ser una simple descripción de hechos y se convierte en ciencia; con el mismo título que la fisiología. Se la puede definir: el estudio de las necesidades con la menor pérdida posible de fuerzas humanas. Su verdadero nombre sería fisiología de la sociedad. Constituye una ciencia paralela a la fisiología de las plantas o de los animales, la cual es también el estudio de las necesidades de la planta o del animal y de los medios más ventajosos de satisfacerlas. En la serie de las ciencias sociológicas, la economía de las sociedades humanas viene a tomar el puesto ocupado en la serie de las ciencias biológicas por la fisiología de los seres organizados.
Nosotros decimos “He aquí seres humanos reunidos en sociedad. Todos sienten la necesidad de habitar en casas higiénicas; ya no les satisface la choza de un salvaje, sino que exigen un abrigo sólido y más o menos cómodo. Se trata de saber si, dada la productividad del trabajo humano, podrá tener cada uno su casa, y qué es lo que les impide tenerla”.
Y en seguida vemos que cada familia en Europa podría perfectamente tener una casa con comodidades, como las que se edifican en Inglaterra o en Bélgica o en la ciudad de Pullman, o bien un piso correspondiente.
Pero los nueve décimos de los europeos no han poseído nunca una casa higiénica, porque en todo tiempo el hombre del pueblo la tenido que trabajar al día, casi de continuo, para satisfacer las necesidades de los gobernantes, y jamás ha tenido la necesaria holgura de tiempo y de dinero para edificar o hacer edificar la casa de sus ensueños. Y no tendrá casa, y vivirá en un tugurio, en tanto que no cambien las actuales condiciones.
Ya se ve que procedemos al contrario de los economistas que eternizan las pretendidas leyes de la producción, y sacando la cuenta de las casas que se edifican cada año, demuestran que no bastando las casas nuevamente edificadas para satisfacer toda la demanda, los nueve décimos de los europeos deben habitar en tabucos.
Pasemos al alimento. Después de haber enumerado los beneficios de la división del trabajo, pretenden los economistas que esta división exige que unos se dediquen a la agricultura y otros a la industria manufacturera. Los agricultores producen tanto, las manufacturas cuanto, el cambio se hace de tal modo; analizan la venta, el beneficio, el producto liquido o sobrevalor, el salario, el impuesto, la banca, y así sucesivamente.
Pero después de haberlos seguido hasta allí, no -estamos más adelantados; y si les preguntamos: “¿Cómo es que a tantos millones de seres humanos les falta el pan, cuando cada familia podría producir trigo para alimentar a diez, veinte y hasta cien personas al ano?”, nos responden con el mismo estribillo: “División del trabajo, salario, sobrevalor, capital”, etcétera, llegando a sacar por consecuencia que la producción es insuficiente para satisfacer todas las necesidades, consecuencia que, aun cuando fuese cierta, no responde en modo alguno a la pregunta: “¿Puede o no puede, trabajando, producir el pan que necesita? Y si no puede, ¿qué se lo impide?”
A trescientos cincuenta millones de europeos les hace falta cada año tanto de pan, tanto de carne, vino, leche, huevos y manteca; necesitan tantas casas, tantas ropas; es el mínimum de sus necesidades. ¿Pueden producir todo eso? Si lo pueden, ¿les quedará holgura para proporcionarse lujo, objetos de arte, de ciencia y de recreo; en una palabra, todo lo que no entra en la categoría de lo estrictamente necesario? Si la respuesta es afirmativa, ¿que les impide ir adelante? ¿Qué debe hacerse para allanar los obstáculos? ¿Se necesita tiempo? ¡que se lo tomen! Pero no perdamos de vista el objetivo de toda producción, que es la satisfacción de las necesidades.
Si las necesidades más imperiosas del hombre quedan sin satisfacer, ¿qué deberá hacerse para aumentar la productividad del trabajo? ¿No hay otras causas? ¿No será alguna de ellas el que habiendo perdido de vista la producción, las necesidades del hombre, ha tomado una dirección absolutamente falsa y su organización es defectuosa? Y puesto que así lo comprobamos, en efecto, busquemos el medio de reorganizar la producción de modo que responda en realidad a todas las necesidades.
Es evidente que cuando la ciencia de la fisiología social trate de la producción actual en las naciones civilizadas, en el municipio indostánico o entre los salvajes, se podrán exponer los hechos de otro modo que los economistas de hoy, como un simple capítulo descriptivo, análogo a los capítulos descriptivos de la zoología o de la botánica. Pero advirtamos que si ese capítulo se hiciese desde el punto de vista de la economía de las fuerzas en la satisfacción de las necesidades, ganaría en claridad tanto como en valor científico. Probaría hasta la evidencia el terrible derroche de las fuerzas humanas por el sistema actual, y admitirla con nosotros que mientras dure no quedarán satisfechas nunca las necesidades de la humanidad.
Se ve que el punto de vista quedaría cambiado por completo. Detrás del telar que teje tantos metros de lienzo, detrás de la máquina que horada tantas placas de acero y detrás del arca de caudales donde se sepultan los dividendos, se vería al hombre, al autor de la producción, excluido casi siempre del banquete que ha preparado para los otros. Comprenderíase también que las pretendidas leyes del valor, del cambio, etcétera, sólo son la expresión a menudo falsa — por ser falso su punto de partida — de hechos tales como ocurren ahora, pero que podrían suceder y sucederán de un modo muy diferente, cuando la producción se organice de manera que cubra todas las necesidades de la sociedad.
La sobreproducción es una palabra que estamos oyendo de continuo. No hay un solo economista, académico o candidato, que no haya sostenido tesis probando que las crisis económicas resultan del exceso de producción; que en un momento dado se producen más telas de algodón, paños, relojes, de los que hacen falta. ¿No se ha acusado de rapacidad a los capitalistas que se empeñan en producir más del consumo posible?
Pues bien; tal razonamiento manifiesta su falsedad en cuanto se ahonda en la cuestión. En efecto, nombrad una mercancía, entre las de uso universal, de la cual se produzca más de lo necesario. Examinad uno por uno todos los artículos expedidos por los países de gran exportación, y veréis que casi todos se producen en cantidades insuficientes hasta para los habitantes del país que los exporta. No es un sobrante de trigo el que envía a Europa el campesino ruso. Las mayores cosechas de trigo y de centeno en la Rusia europea dan lo preciso para la población. Y, por lo general, el campesino se priva él mismo de lo necesario cuando vende su trigo o su centeno para pagar el impuesto y la renta.
No es un sobrante de carbón lo que en Inglaterra se envía a todos los ámbitos del globo, puesto que no le quedan más que setecientos cincuenta kilos por año y habitante para el consumo doméstico interior, teniendo en cuenta que millones de ingleses se privan de fuego en invierno o no lo sostienen más que lo preciso para hervir un poco de hortaliza. De hecho (no hablemos de los artículos de lujo) no hay en el país de mayor exportación, Inglaterra, más que una sola mercancía de uso general, los tejidos de algodón, cuya producción acaso sea bastante cuantiosa para superar a las necesidades. Y cuando se piensa en los harapos que reemplazan a la ropa blanca y de vestir en más de la tercera parte de los habitantes del Reino Unido, está uno tentado a preguntarse si las telas de algodón exportadas no representarán poco más o menos las necesidades reales de la población.
Por lo general, no es un sobrante lo que se exporta, aunque las primeras exportaciones hubiesen tenido este origen. La fábula del zapatero que andaba descalzo es verdadera tanto para las naciones como para aquel artesano. Lo que se exporta es lo necesario, y sucede así porque los trabajadores no pueden comprar con sólo su salario lo que han producido pagando rentas, beneficios, intereses al capitalista y al banquero.
Todos los economistas nos dicen que si hay una ley económica bien establecida es ésta: “El hombre produce más que consume”. Después de haber vivido de los productos del trabajo, siempre le queda un remanente. Una familia de cultivadores produce con qué alimentar a muchas familias, y así por el estilo.
Para nosotros, esa frase tan repetida carece de sentido. Tal vez fuera exacta si debiese significar que cada generación deja algo a las futuras. Un cultivador planta un árbol que vivirá treinta, cuarenta años, un siglo, y cuyos nietos aún cogerán el fruto. Si ha roturado una hectárea de suelo virgen, otro tanto ha crecido la herencia de las generaciones por venir. El camino, el puente, el canal, la casa y sus muebles, son otras tantas riquezas legadas a las generaciones siguientes.
Pero no se trata de eso. Nos dicen que el labrador produce más trigo del que consume. Pudiera decirse más bien que, habiéndole quitado una buena parte de sus productos el Estado bajo la forma de impuesto, el sacerdote en forma de renta, se ha creado toda una clase de hombres que en otros tiempos consumían lo que producían -salvo la parte dejada para imprevistos o los gastos hechos en árboles, caminos, etcétera-, pero que hoy se ven obligados a alimentarse de castañas o de maíz, a beber aguapié, habiéndoles quitado el resto el Estado, el propietario, el sacerdote y el usurero.
Preferimos decir: El cultivador consume menos de lo que produce, porque se le obliga a acostarse sobre paja y vender la pluma; a contentarse con aguapié y vender el vino; a comer centeno y vender el trigo. Advirtamos también que tomando por punto de partida las necesidades del individuo, se llega fatalmente al comunismo como organización, que permite satisfacer todas esas necesidades de la manera más completa y económica. Al paso que partiendo de la producción actual y proponiéndose nada más que el beneficio o el sobrevalor, pero sin preguntarse si la producción responde a la satisfacción de las necesidades, se llega fatalmente al capitalismo, o a lo sumo al colectivismo (puesto que uno y otro no son más que formas distintas del asalariamiento).
En efecto, cuando se consideran las necesidades del individuo y de la sociedad y los medios a que el hombre ha recurrido para satisfacerlas durante sus diversas fases de desarrollo, se convence uno de lo necesario de solidarizar los esfuerzos, en vez de abandonarlos a los azares de la producción actual. Se comprende que la apropiación por algunos de todas las riquezas no consumidas, transmitiéndolas de una generación a otra, va contra el interés general. Compruébase que de esta manera las necesidades de las tres cuartas partes de la sociedad corren el riesgo de no quedar satisfechas, y que el excesivo gasto de fuerza humana no es sino más inútil y más criminal.
Por último, compréndese que el empleo más ventajoso de todos los productos es el que satisface las necesidades más apremiantes, y que el valor de utilidad no depende de un simple capricho, como se ha afirmado a menudo, sino de la satisfacción que da a necesidades reales.
La economía política se ha limitado siempre a comprobar los hechos que veía producirse en la sociedad y a justificarlos en interés de la clase dominante. Lo mismo hace con respecto a la división del trabajo creada por la industria: habiéndola encontrado ventajosa para los capitalistas, la ha convertido en principio.
“Ved ese herrero de pueblo -decía Adam Smith, el padre de la economía política moderna-. Si nunca se ha habituado a hacer claves, a duras penas fabricará doscientos o trescientos diarios. Pero si ese mismo herrero no hace más que clavos, producirá fácilmente hasta dos mil trescientos en el curso de una sola jornada”.
Y Smith se apresuraba a sacar esta consecuencia: “Dividamos el trabajo, especialicemos cada vez más; tengamos herreros que sólo sepan hacer cabezas o puntas de claves, y de esa manera produciremos más y nos enriqueceremos”. En cuanto a saber si el herrero condenado por toda la vida a no hacer más que cabezas de clavo perderá el interés por el trabajo; si no estará enteramente a merced del patrono con ese oficio limitado; si no tendrá cuatro meses de paro forzoso al año; si no bajará su salario cuando fácilmente se le pueda reemplazar con un aprendiz, Adam Smith no pensaba en nada de eso al exclamar: “¡Viva la división del trabajo!”
Y aun cuando un Sismondi o un J. B. Say advertían más tarde que la división del trabajo, en lugar de enriquecer a la nación, sólo enriquecía a los ricos, y que reducido el trabajador a hacer toda su vida la dieciochava parte de un alfiler, se embrutecía y caía en la miseria, ¿qué propusieron los economistas oficiales? ¡Nada! No se dijeron que aplicándose así toda la vida a un solo trabajo maquinal, el obrero perdería la inteligencia y el espíritu inventivo, y que, por el contrario, la variedad en las ocupaciones produciría aumentar mucho la productividad de la nación.
Si no hubiese más que los economistas para predicar la división del trabajo permanente y a menudo hereditaria, se les dejaría perorar a sus anchas. Pero las ideas profesadas por los doctores de la ciencia se infiltran en los espíritus pervirtiéndolos, y a fuerza de oír hablar de la división del trabajo, del interés, de la renta, del crédito, etcétera, como de problemas ha mucho tiempo resueltos, todo el mundo (y el trabajador mismo) concluye por razonar como los economistas, por venerar idénticos fetiches.
Así vemos a gran número de socialistas, hasta los que no temen atacar los errores de la ciencia, respetar el principio de la división del trabajo. Habladles de la organización de la sociedad durante la revolución, y responden que debe sostenerse la división del trabajo; que si hacíais puntas de alfileres antes de la revolución, las haréis también después de ella. Bueno; trabajaréis nada más que cinco horas haciendo puntas de alfileres. Pero no haréis más que puntas de alfileres toda la vida, mientras otros hacen máquinas y proyectos de máquinas que permiten afilar durante toda vuestra vida miles de millones de alfileres, y otros se especializarán en las altas funciones del trabajo literario, científico, artístico, etcétera. Has nacido amolador de puntas de alfileres, Pasteur ha nacido vacunador de la rabia, y la revolución os dejará a uno y a otro con vuestros respectivos empleos.
Conocidas son las consecuencias de la división del trabajo. Evidentemente, estamos divididos en dos clases: por una parte, los productores que consumen muy poco y están dispensados de pensar, porque necesitan trabajar, y trabajan mal porque su cerebro permanece inactivo; y por otra parte, los consumidores que producen poco tienen el privilegio de pensar por los otros, y piensan mal porque desconocen todo un mundo, el de los trabajadores manuales. Los obreros de la tierra no saben nada de la máquina: los que sirven las máquinas ignoran todo el trabajo de los campos. El ideal de la industria moderna es el niño sirviendo una máquina que no puede ni debe comprender, y vigilantes que le multen si distrae un momento su atención. Hasta se trata de suprimir por completo el trabajador agrícola. El ideal de la agricultura industrial es Un hombre alquilado por tres meses y que conduzca un arado de vapor o una trilladora. La división del trabajo es el hombre con rótulo y sello para toda su vida como anudador en una manufactura, vigilante en una industria, impeledor de un carretón en tal sitio de una mina, pero sin idea ninguna de conjunto de máquinas, ni de industria, ni de mina. Lo que se ha hecho con los hombres, quiso hacerse también con las naciones. La humanidad se dividirá en fábricas nacionales, cada una con su especialidad. Rusia está destinada por la naturaleza a cultivar trigo, Inglaterra a hacer tejidos de algodón, Bélgica a fabricar paños, al paso que Suiza forma niñeras e institutrices. En cada nación se especializaría también: Lyon a fabricar secerías, la Auvernia encajes y París artículos de capricho. Esto era, según los economistas; ofrecer un campo ilimitado a la producción, al mismo tiempo que al consumo una era de trabajo y de inmensa fortuna que se abría para el mundo. Pero esas vastas esperanzas se desvanecen a medida que el saber técnico se difunde en el universo. Todo iba bien mientras Inglaterra era la única que fabricaba telas de algodón y trabajaba los metales, mientras sólo París hacía juguetes artísticos podía predicarse lo que se llamaba la división del trabajo, sin temor alguno de verse desmentido.
Pues bien; una nueva corriente induce a las naciones civilizadas a ensayar en su interior todas las industrias, hallando ventajas en fabricar lo que antes recibían de los demás países, y las mismas colonias tienden a pasarse sin su metrópoli. Como los descubrimientos de la ciencia universalizan los procedimientos técnicos, es inútil en adelante pagar al exterior por un precio excesivo lo que es tan fácil producir en casa. Pero esta revolución en la industria, ¿no da una estocada a fondo ala teoría de la división del trabajo, que se creía tan sólidamente establecida?
Al concluir las guerras napoleónicas, Inglaterra casi había conseguido arruinar la gran industria que nacía en Francia a fines del siglo pasado. Quedaba dueña de los mares y sin serios competidores. Se aprovechó de eso para constituir un monopolio industrial, e imponiendo a las naciones vecinas sus precios para las mercancías que ella sola podía fabricar, amontonó riquezas sobre riquezas y supo sacar partido de esa situación privilegiada y de todas sus ventajas.
Así, Francia ya no es tributaria de Inglaterra. A su vez ha tratado de monopolizar ciertas ramas del comercio exterior, tales como las sederías y la confección; de ello ha obtenido inmensos beneficios, pero está a punto de perder para siempre ese monopolio, como Inglaterra está a punto de perder para siempre el monopolio de los tejidos y hasta de los hilados de algodón.
Marchando hacia Oriente, la industria se ha detenido en Alemania. Hace treinta años, Alemania era tributaria de Inglaterra y de Francia en la mayor parte de los productos de la gran industria: Ya no sucede eso en nuestros días. En el curso de los últimos veinticinco años, y sobre todo después de la guerra, Alemania ha reformado totalmente su industria. Las nuevas fábricas poseen las mejores máquinas; las más recientes modas del arte industrial en Manchester para las telas de algodón, o en Lyon para los tejidos de seda, etcétera, se han realizado en las nuevas fábricas alemanas. Si ha sido precisas dos o tres generaciones de trabajadores para encontrar la maquinaria moderna en Lyon o en Manchester, Alemania la toma perfeccionada del todo. Las escuelas técnicas, adecuadas a las necesidades de la industria, suministran a los manufactureros un ejército de operarios inteligentes, de ingenieros prácticos, que saben trabajar con las manos y con la cabeza. La industria alemana comienza en el punto preciso adonde han llegado Manchester y Lyon, después de cincuenta años de esfuerzos, de ensayos y de tanteos.
De ahí resulta que Alemania, haciéndolo todo tan bien en su casa, disminuye de año en año sus importaciones de Francia y de Inglaterra. Ya es su rival para la exportación en Asia y en África, y aún más en los mismos mercados de Londres y de París. Las gentes cortas de vista pueden vociferar contra el tratado de Francfort, pueden explicar la competencia alemana por pequeñas diferencias de tarifas de ferrocarriles. Pueden decir que el alemán trabaja por nada, deteniéndose en las pequeñeces de cada cuestión y olvidando los grandes hechos históricos. Pero no es menos cierto que la gran industria — antes privilegio de Inglaterra y Francia — ha dado un paso hacia Oriente. Ha encontrado en Alemania un país joven, llenos de fuerza, y una burguesía inteligente, ávida de enriquecerse a su vez con el comercio exterior. Mientras Alemania se emancipaba de la tutela inglesa y francesa y fabricaba ella misma sus tejidos de algodón, sus telas, sus máquinas, en una palabra, todos los productos manufacturados; la gran industria se implantaba a su vez en Rusia, donde el desarrollo de las manufacturas es tanto más asombroso cuanto que han nacido ayer.
En la época de la abolición de la servidumbre, en 1861, Rusia no tenía casi industria. Todas las máquinas, los raíles, las locomotoras, las telas de lujo que necesitaba, le venían de Occidente. Veinte años más tarde, poseía ya más de ochenta y cinco mil manufacturas, y las mercancías producidas por ella habían cuadruplicado de valor.
Las antiguas herramientas han sido reemplazadas por completo. Casi todo el acero empleado hoy, los tres cuartos del hierro, los dos tercios del carbón, todas las locomotoras, todos los vagones, todos los carriles, casi todos los buques de vapor se han hecho en Rusia.
De país condenado — según decían los economistas — a continuar siendo agrícola, Rusia se ha convertido en un país industrial. No pide casi nada a Inglaterra, muy poco a Alemania.
Los economistas hacen responsables de estos hechos a las aduanas, pero los productos manufacturados en Rusia se venden al mismo precio que los ingleses en Londres. Como el capital no conoce patria, los capitalistas alemanes e ingleses, seguidos de ingenieros y contramaestres de sus naciones, han implantado en Rusia y en Polonia manufacturas que rivalizan con las mejores manufacturas inglesas, por la excelencia de los productos. Abolidas mañana las aduanas, las manufacturas sólo ganarán con ello. En este mismo momento los ingenieros británicos están en vías de dar el golpe de gracia a las importaciones de paños y lanas de Occidente: montan en el mediodía de Rusia inmensas manufacturas de lana, con las máquinas más perfectas de Brahford, y dentro de diez años Rusia ya no importará más que algunas piezas de paños ingleses y lanas francesas, como muestras.
La gran industria no sólo marcha hacia Oriente; también se extiende por las penínsulas del Sur. La exposición de Turín mostró ya en 1884 los progresos de la industria italiana, y no nos dejemos engañar: el odio entre las dos burguesías, francesa e italiana, no tiene más origen que su rivalidad industrial. Italia se emancipa de la tutela francesa y compite con los comerciantes franceses en la cuenca mediterránea y en Oriente. Por eso, y no por otra cosa, correrá un día la sangre en la frontera italiana, a menos que la revolución no ahorre esa sangre preciosa.
También pudiéramos mencionar los rápidos progresos de España en la senda de la gran industria. Pero fijémonos más bien en el Brasil. ¿No le habían condenado los economistas a cultivar para siempre el algodón, exportarlo en bruto y recibir a cambio tejidos de algodón importados? En efecto, hace veinte años el Brasil no tenía sino nueve míseras manufacturas de algodón, con trescientos ochenta y cinco husillos. Hoy tiene cuarenta y seis; cinco de ellas poseen cuarenta mil husillos y echan al mercado treinta millones de metros de tela de algodón cada año.
Hasta Méjico se pone a fabricar esas telas, en vez de importarlas de Europa. Y en cuanto a los Estados Unidos, se han libertado de la tutela europea. La gran industria se ha desarrollado allí triunfalmente.
Pero la India es quien tenía que dar el más brillante mentís a los partidarios de la especialización de las industrias nacionales.
Conocida es la siguiente teoría: hacen falta colonias a las grandes naciones europeas. Estas colonias enviarán a la metrópoli productos en bruto, fibras de algodón, lana en bruto, especias, etcétera. Y la metrópoli les enviará esos productos manufacturados, telas pasadas, hierro viejo en forma de máquinas caídas en desuso, en una palabra, toda aquello que no necesita, que le cuesta poco o nada y que no por eso dejará de vender a un precio exorbitante.
Tal era la teoría: tal fue durante largo tiempo la práctica. Se ganaban fortunas en Londres y en Manchester, mientras se arruinaban las Indias. Id al Museo Indico en Londres y veréis riquezas inauditas, insensatas, amontonadas en Calcuta y en Bombay por los negociantes ingleses. Pero otros negociantes y otros capitalistas ingleses igualmente, concibieron la idea muy natural de que sería más sencillo explotar a los habitantes de la India directamente y hacer esas telas de algodón en las mismas Indias, en lugar de importarlas de Inglaterra anualmente por quinientos o seiscientos millones de pesetas.
Al principio no fue más que una serié de fracasos. Los tejedores indios — artistas en su oficio — no podían habituarse al régimen de la fábrica. Las maquinas remitidas de Liverpool eran malas; también había que tener en cuenta el clima y adaptarse a nuevas condiciones, hoy satisfechas todas, y la India inglesa truécase en una rival cada vez más amenazadora de las manufacturas de la metrópoli.
Hoy posee ochenta manufacturas de algodón, que emplean ya cerca de sesenta mil trabajadores, y que en 1885 habían fabricado ya más de 1.450.000 toneladas métricas de tejidos. Exporta anualmente a China, a las Indias holandesas y al África por valor de cerca de cien millones de pesetas de esos mismos algodones blancos que se decía ser la especialidad de Inglaterra. Y mientras los trabajadores ingleses tienen paro forzoso y caen en la miseria, las mujeres indias, pagadas a razón de sesenta céntimos al día, son quienes hacen a máquina las telas de algodón que se venden en los puertos del extremo Oriente.
En resumen, no está lejos el día — y los manufactureros inteligentes no lo disimulan — en que no se sabrá qué hacer de los brazos que se ocupan en Inglaterra en fabricar tejidos de algodón para exportarlos. Y eso no es todo; de informes muy series resulta que dentro de diez años la India no comprará ni una sola tonelada de hierro a Inglaterra. Se han vencido las primeras dificultades para emplear la hulla y el hierro de las Indias, y fábricas rivales de las inglesas levántanse ya en las costas del Océano índico.
La colonia haciendo competencia a la metrópoli por sus productos manufacturados: he aquí el fenómeno determinante de la economía del siglo XIX.
¿Y por qué no había de hacerlo? ¿Qué le falta? ¿El capital? El capital va a todas partes donde se encuentran miserables a quienes explotar. ¿El saber? El saber no conoce las barreras nacionales. ¿Los conocimientos técnicos del obrero? Pero, ¿acaso es inferior el obrero indio a esos noventa y dos mil niños y niñas menores de quince años que trabajan en este momento en las manufacturas textiles de Inglaterra?
Después de haber echado una ojeada a las industrias nacionales, sería interesantísimo hacer lo mismo con las industrias especializadas.
Tenemos, por ejemplo, la seda, producto eminentemente francés en la primera mitad de este siglo. Sabido es cómo Lyon se hizo el centro de la industria de la seda, recolectada al principio en el Mediodía, pero que poco a poco se ha pedido a Italia, a España, al Austria, al Cáucaso, al Japón, para hacer sederías. De cinco millones de kilos de seda cruda transformada en tejidos en la región lionesa en 1875, sólo cuatrocientos mil kilos eran de seda francesa.
Pero puesto que Lyon trabajaba con sedas importadas, ¿por qué no habían de hacer lo mismo Suiza, Alemania y Rusia? El arte de la seda se desarrolló poco a poco en los pueblos del cantón de Zurich.Basliea se hizo un gran centro sedero. La administración del Cáucaso invitó a mujeres de Marsella y obreros de Lyon a ir a enseñar a los georgianos el cultivo perfeccionado del gusano de seda y a los campesinos del Cáucaso el arte de transformar la seda en telas. Austria les imitó. Alemania, con ayuda de obreros lioneses, montó inmensos talleres de sederías. Los Estados Unidos hicieron otro tanto enPaterson...
Y hoy la industria de la seda ya no es industria francesa. Se hacen sederías en Alemania, en Austria, en los Estados Unidos, en Inglaterra. Los campesinos del Cáucaso tejen en invierno pañuelos de seda a un precio que dejaría sin pan a los obreros de Lyon. Italia envía sederías a Francia; y Lyon, que exportaba en 1870-74 por valor de cuatrocientos sesenta millones de pesetas, ya no exporta más que doscientos treinta y tres. Muy pronto no enviará al extranjero más que los tejidos superiores o algunas novedades, para servir de modelos a los alemanes, rusos y japoneses.
Lo mismo sucede con todas las industrias. Bélgica ya no tiene el monopolio de los paños: se hacen en Alemania, Rusia, Austria, los Estados Unidos. Suiza y el Jura francés ya no tienen el monopolio de la relojería; se fabrican relojes en todas partes. Escocia no refina ya los azúcares para Rusia; se importa azúcar ruso en Inglaterra. Aunque Italia no tiene hierro ni hulla, forja ella misma sus acorazados y construye las máquinas de buques de vapor. La industria química ya no es monopolio de Inglaterra; se hace ácido sulfúrico y Sosa en todas partes. Las máquinas de todas clases, fabricadas en los alrededores de Zurich, hacíanse notar en la última Exposición universal. Suiza, que no tiene hulla ni hierro — nada más que excelentes escuelas técnicas — hace máquinas mejores y más baratas que Inglaterra. He aquí lo que queda de la teoría de los cambios.
Cada nación halla ventaja en combinar dentro de su territorio la agricultura con la mayor variedad posible de fábricas y manufacturas. La especialización de que los economistas nos han hablado era buena para enriquecer a algunos capitalistas; pero no tiene razón de ser, y por el contrario, es muy ventajoso que cada país pueda cultivar su trigo y sus legumbres y fabricar todos los productos manufacturados que consume. Esta diversidad es la mejor prueba del completo desarrollo de la producción por el concurso mutuo y de cada uno de los elementos del progreso, mientras que la especialización es la contención del progreso.
En efecto, es insensato exportar el trigo e importar las harinas, exportar la lana e importar paño, exportar el hierro e importar las máquinas, no sólo porque esos transportes ocasionan gastos inútiles, sino sobre todo porque un país que no tiene desarrollada la industria queda por fuerza atrasado en agricultura; porque un país que no tiene grandes fábricas para trabajar el acero, va también atrasado en todas las demás industrias; en fin, porque gran número de capacidades industriales y técnicas quedan sin empleo.
Todo se enlaza hoy en el mundo de la producción. Ya no es posible cultivar la tierra sin máquinas; sin potentes riegos, sin ferrocarriles, sin fábricas de abonos. Y para tener esas máquinas adecuadas a las condiciones locales, esos ferrocarriles, esos artefactos de hierro, etcétera, es preciso que se desarrolle cierto espíritu de invención, cierta habilidad técnica que no pueden manifestarse en tanto que la azada y la reja del arado sean los únicos instrumentos de cultivo.
Para que el campo esté bien cultivado, para que dé las prodigiosas cosechas que el hombre tiene derecho a pedirle, es preciso que a su alcance humeen muchas fábricas y manufacturas.
La variedad de las ocupaciones y de las capacidades que de ella surgen, integradas con la mira de un fin común: he ahí la verdadera fuerza del progreso.
Y ahora imaginemos una ciudad, un territorio, vasto o exiguo, poco importa cuál; que dan los primeros pasos en la senda de la revolución social.
“Nada cambiará -se nos ha dicho algunas veces-, Se expropiarán los talleres y fábricas, se proclamarán propiedad nacional o municipal, y cada uno volverá a su trabajo de costumbre. La revolución quedará hecha”.
Pues bien, no; la revolución social no se hará con esa sencillez. Ya lo hemos dicho. Que mañana estalle la revolución en París, en Lyon o en cualquier otra ciudad; que mañana se ponga mano, en París o no importa dónde, en las fábricas, las casas o la banca, y toda la producción actual deberá cambiar de aspecto por ese solo hecho.
Disminuida la entrada de víveres y aumentado el consumo; sin trabajo tres millones de franceses que se ocupaban en la exportación; no llegando mil cosas que, hoy se reciben de países lejanos o próximos; suspensas temporalmente las industrias de lujo, ¿qué harán los habitantes para tener que comer al cabo de seis meses?
Los ciudadanos deberán hacerse agricultores. No a la manera del campesino que se derrenga con el arado para recoger apenas su alimento anual, sino siguiendo los principios de la agricultura intensiva, hortelana, aplicados en vastas proporciones por medio de las mejores máquinas que el hombre ha inventado y pueda inventar. Se cultivará, pero no como la bestia de carga del Canal; se reorganizará el cultivo, no dentro de diez años, sino inmediatamente, en medio de las luchas revolucionarias, so pena de sucumbir ante el enemigo. Se cultivará; pero también habrá que producir mil cosas que tenemos costumbre de pedir al extranjero. Y no olvidemos que para los habitantes del territorio insurrecto, será extranjero todo aquel que no le haya seguido en su revolución. Habrá que saber pasarse sin ese extranjero, y se pasará. Francia inventó el azúcar de remolacha cuando llega a faltarle el azúcar de caña a consecuencia del bloqueo continental. París encontró el salitre en sus cuevas, cuando no le llegaba de ninguna parte. ¿Seríamos inferiores a nuestros abuelos, que apenas silabeaban las primeras palabras de la ciencia?
Cada vez que se habla de la agricultura imaginase siempre el campesino encorvado sobre la esteva, echando al azar un trigo mal cernido y esperando con ansia lo que le traiga la buena o mala estación.
Al paso que una familia antes necesitaba tener por lo menos siete u ocho hectáreas para vivir con los productos del suelo -y ya se sabe cómo viven los campesinos-, ya no se puede ahora ni aun decir cuál es la mínima extensión de terreno necesaria para dar a una familia todo lo que se puede extraer de la tierra, lo necesario y lo de lujo, cultivándola con arreglo a los procedimientos del cultivo intensivo. Si se nos preguntase cuál es el número de personas que pueden vivir muy bien en una legua cuadrada, sin importar ningún producto agrícola nos sería difícil contestar.
Hace diez años podía ya afirmarse que una población de cien millones lograría vivir muy bien de los productos del suelo francés sin importar nada. Pero hoy, al ver los progresos realizados recientemente lo mismo en Francia que en Inglaterra, y al contemplar los nuevos horizontes que se abren ante nosotros, diremos que cultivando la tierra como la cultivan ya en muchos sitios, aun en terrenos pobres cien millones de habitantes en los cincuenta millones de hectáreas del suelo francés serían aún una cortísima proporción de lo que ese suelo pudiera alimentar.
Puede considerarse como absolutamente demostrado que si París y los dos departamentos del Sena y del Sena y Oise se organizasen mañana en comunidad anarquista donde todos trabajasen con sus brazos, y si el universo entero se negase a enviarles un solo celemín de trigo, una sola cabeza de ganado, una sola banasta de fruta, y no les dejase más que el territorio de ambos departamentos, podrían producir ellos mismos no sólo el trigo, la carne y las hortalizas necesarias, sino también todas las frutas de lujo, en cantidades suficientes para la población urbana y rural.
Y además afirmamos que el gasto total de trabajo humano sería mucho menor que el empleado actualmente para alimentar a esa población con trigo recolectado en Auvernia o en Rusia, con las legumbres producidas por el cultivo en grande en todas partes y con las frutas maduradas en el Mediodía. Nunca se ha tenido en cuenta el trabajo invertido por los viticultores del Mediodía para cultivar la viña, ni por los labradores rusos o húngaros para cultivar el trigo, por fértiles que sean sus praderas y sus campos. Con sus actuales procedimientos de cultivo extensivo, se toman infinitamente más trabajo del necesario para obtener los mismos productos por el cultivo intensivo, aun en climas muchísimo menos benignos y en un suelo naturalmente menos rico.
Nos sería imposible citar aquí la masa de los dates en los cuales fundamos nuestras afirmaciones. Para mayores informes, remitimos a los lectores a los artículos que hemos publicado en inglés, pero sobre todo a quienes les interese el asunto les recomendamos que lean algunas excelentes obras publicadas en Francia.
En cuanto a los habitantes de las grandes ciudades, que aún no tienen ninguna idea real de lo que puede ser la agricultura, les aconsejamos que recorran a pie las campiñas inmediatas y estudien su cultivo. Que observen, que hablen con los hortelanos, y un mundo nuevo se abrirá ante ellos. Así podrán entrever lo que será el cultivo europeo en el siglo XX y qué fuerza tendrá la revolución social cuando se conozca el secreto de obtener de la tierra todo cuando se le pide.
Sabido es en qué miserables condiciones se encuentra la agricultura en Europa. Si el Cultivador del suelo no es desvalijado por el propietario territorial, lo es por el Estado. El propietario, el Estado y el usurero, roban al cultivador con la renta, la contribución y el rédito. La suma robada varía en cada país: nunca es menor que la cuarta parte, y muy a menudo es la mitad del producto bruto En Francia, la agricultura paga al Estado 44 por 100 del producto bruto.
Hay más. La parte del propietario y la del Estado van siempre en aumento. Tan pronto como por prodigios de trabajo, de invención o de iniciativa, ha obtenido mayores cosechas el cultivador, aumenta en proporción el tributo que deberá al Estado, al propietario o al usurero. Si dobla el número de hectolitros recogidos por hectárea, duplicará la renta, y por consiguiente los impuestos, que el Estado se apresurará a elevar aún más si suben los precios. En todas partes el cultivador del suelo trabaja de doce a dieciséis horas diarias; en todas partes le arrebatan esas tres aves de rapiña todo lo que pudiera ahorrar; en todas partes le roban lo que podría servirle para mejorar el cultivo. Por eso permanece estacionaria la agricultura.
Sólo conseguirá dar un paso adelante en condiciones excepcionales por una disputa entre sus tres vampiros, por un esfuerzo de inteligencia o por un aumento de trabajo. Y aún no hemos dicho nada del tributo que cada cultivador paga al industrial, quien le vende por triple o cuádruple de lo que cuestan cada máquina, cada azadón, cada tonel de abono químico. No olvidemos tampoco los intermediarios, que se llevan la parte del león en los productos del suelo.
En las praderas de América (que sólo dan mezquinas cosechas de siete a doce hectolitros por hectárea, cuando periódicas y frecuentes sequías no las perjudican), quinientos hombres que trabajan ocho meses del año producen el alimento anual de cincuenta mil personas. Los resultados se obtienen allí por una gran economía. En aquellas vastas llanuras, que no puede abarcar la vista, están organizadas casi militarmente la labranza, la siega y la trilla: nada de idas y venidas inútiles, nada de perder el tiempo. Todo se hace con la exactitud de un desfile. Este es el cultivo en grande, extensivo.
Pero hay también el cultivo intensivo, en ayuda: del cual vienen y vendrán más cada vez las máquinas. Se propone sobre todo cultivar bien un espacio limitado, abonarlo y corregirlo, concentrar el trabajo y obtener el mayor rendimiento posible. Este género de cultivo se extiende cada año, y al paso que se contentan con una cosecha media de diez a doce hectolitros en el cultivo en grande en el Mediodía de Francia y en las tierras fértiles del Oeste americano, se recolectan por lo regular treinta y seis y hasta cincuenta, o a veces cincuenta y seis hectolitros, en el Norte de Francia. El consumo anual de un hombre se obtiene así de la superficie de una doceava parte de la hectárea.
Y cuanto mas intensidad se da al cultivo, menos trabajo se gasta para obtener el hectolitro de trigo. La máquina reemplaza al hombre en los trabajos preparatorios y hace de una vez para siempre mejoras, tales como el desagüe y el despedregamiento, que permiten duplicar las cosechas futuras. Algunas veces, nada más que una labor profunda permite obtener de un suelo mediano excelentes cosechas de año en año, sin estercolar nunca. Así se ha hecho durante veinte años en Rothamstead, cerca de Londres.
No hagamos novelas agrícolas. Detengámonos en aquella cosecha de cuarenta hectolitros, que no requiere un suelo excepcional, sino sencillamente racional cultivo, y veamos lo que esto significa.
Los tres millones seiscientos mil individuos que habitan en los departamentos del Sena y del Sena y Oise consumen al año para alimentarse un poco menos de ocho millones de hectolitros de cereales, principalmente de trigo. En nuestra hipótesis, para obtener esta cosecha, necesitarían cultivar doscientas mil hectáreas, de las seiscientas diez mil que poseen.
Es evidente que no las cultivarán con azadón. Eso exigiría demasiado tiempo: doscientas cuarenta jornadas de cinco horas por hectárea. Mejorarían más bien de una vez para siempre el suelo desaguando lo que debiera desaguarse, allanando lo que se necesite allanar, despedregando el terreno, aunque en ese trabajo preparatorio hubiera que emplear cinco millones de jornadas de cinco horas, o sea, término medio, veinticinco jornadas por hectárea.
En seguida labrarían con arado de vapor de vertedera profunda, y luego con arado doble, invirtiendo en cada labor cuatro jornadas. No cogerán la semilla al azar, sino escogiéndola con harnero de vapor. No sembrarán a voleo, sino a golpe, en línea. Y con todo eso, no se habrán empleado ni veinticinco jornadas de cinco horas por hectárea, si el trabajo se hace en buenas condiciones. Si durante tres o cuatro años se dedican diez millones de jornadas a un buen cultivo, se podrían conseguir más tarde cosechas de cuarenta y de cincuenta hectolitros no empleando más que la mirad del tiempo.
Así, pues, no se habrán invertido más que quince millones de jornadas para dar pan a esa población de tres millones seiscientos mil habitantes. Y todos los trabajos serían tales, que cada cual podría desempeñarlos, sin tener para eso músculos de acero ni haber trabajado nunca en la tierra antes. La iniciativa y la distribución general de los trabajos serían de los que saben lo que requiere la tierra.
Pues bien; cuando se piensa que en el caos actual, sin contar los desocupados de la holgazanería elevada, hay cerca de cien mil hombres parados en sus respectivos oficios, se ve que la fuerza perdida en nuestra organización actual bastaría por sí sola para dar, por un cultivo racional, el pan necesario para los tres o cuatro millones de habitantes de ambos departamentos.
Repetimos que esto no es novela, y ni siquiera hemos hablado del cultivo verdaderamente intensivo, que da resultados mucho más pasmosos. No hemos calculado con arreglo al trigo obtenido por Mr.Hallet en tres años, y en que un solo grano repuntado produjo una mata con más de diez mil granos, lo que permitirla en caso necesario recoger todo el trigo para una familia de cinco personas en el espacio de un centenar de metros cuadrados. Por el contrario, sólo hemos citado lo que hacen ya numerosos granjeros en Francia, Inglaterra, Bélgica, Flandes, etcétera, y lo que podría hacerse desde mañana, con la experiencia y saber ya adquiridos por la práctica en grande.
Los ingleses, que comen mucha carne, consumen por término medio un poco menos de cien kilos por adulto y año: suponiendo que todas las carnes consumidas fuesen de buey cebón, sumaría un poco menos de un tercio de buey. Un buey por año para cinco personas (incluyendo los niños) es ya una ración suficiente. Para tres millones y medio de habitantes daría un consumo anual de setecientas mil cabezas de ganado. Hoy, con el sistema de pastoreo, se necesitan por lo menos dos millones de hectáreas para alimentar seiscientas sesenta mil cabezas de ganado.
Sin embargo, con praderas modestísimamente regadas por medio de agua manantial (como se han creado recientemente en miles de hectáreas en el suroeste de Francia), son suficientes quinientas mil hectáreas. Pero si se practica el cultivo intensivo, plantando remolacha como alimento, sólo se necesita la cuarta parte de ese espacio, es decir, ciento veinticinco mil hectáreas. Y cuando se recurre al maíz, ensilándolo como los árabes, se Obtiene todo el forraje necesario -n una superficie de ochenta y ocho mil hectáreas.
En los alrededores de Milán, donde utilizan las aguas de las alcantarillas para regar las praderas, en nueve mil hectáreas de regadío se obtiene alimento para cuatro a seis cabezas de ganado bovino, y en algunas parcelas favorecidas se han recolectado hasta cuarenta y cinco toneladas de heno seco por hectárea, lo cual da alimento anual para nueve vacas lecheras. Tres hectáreas por cabeza de ganado en pastoreo y nueve bueyes o vacas por hectárea: he aquí los extremos de la agricultura moderna.
En la isla de Guernesey, en un total de cuatro mil hectáreas utilizadas, cerca de la mitad (mil novecientas hectáreas) están cubiertas de cereales y de huertas, y sólo quedan dos mil cien para prados; en esas dos mil cien hectáreas se alimentan mil cuatrocientos ochenta caballos, siete mil doscientas sesenta cabezas de ganado vacuno, novecientos carneros y cuatro mil doscientos cerdos, lo cual hace tres cabezas de ganado bovino por hectárea, sin contar los caballos, los carneros y los cerdos. Es inútil añadir que la fertilidad del suelo se hace corrigiéndolo con algas y abonos químicos.
Volviendo a nuestros tres millones y medio de habitantes de la ciudad de París, se ve que la superficie necesaria para criar ese ganado desciende desde dos millones de hectáreas hasta ochenta y ocho mil. Pues bien; no tomemos las cifras más bajas, sino las del cultivo intensivo ordinario; añadamos el terreno necesario para el ganado menor y pongamos ciento sesenta mil hectáreas o doscientas mil, de las cuatrocientas diez mil hectáreas que nos quedan, después de haber provisto el pan necesario para la población. Pongamos por largo cinco millones de jornadas para poner ese espacio en condiciones de producción.
Así, pues, empleando veinte millones de jornadas de trabajo por año, la mitad para mejoras permanentes, tendremos seguros el pan y la carne, sin contar además con las aves de corral, cerdos cebados, conejos, etcétera, y sin contar con que, habiendo excelentes legumbres y frutos, la población consumirá menos carne que los ingleses, que suplen con la alimentación animal su pobreza en alimentos vegetales. Veinte millones de jornadas de cinco horas, ¿cuántas hacen por habitante? Muy poca cosa. En una población de tres millones y medio debe haber por lo menos un millón doscientos mil varones adultos y otras tantas hembras. Pues bien; para asegurar pan y carne para todos bastarían diecisiete jornadas de trabajo por año, para los hombres nada más. Añadid tres millones de jornadas para obtener la leche. Añadid otro tanto, y todo ello no llega a veinticinco jornadas de cinco horas — cuestión de divertirse un poco en el campo — para tener estos tres productos principales: pan, carne y leche.
Salgamos de París y visitemos uno de esos establecimientos de cultivo hortícola que a pocos kilómetros de las academias hacen prodigios ignorados por los sabios economistas; por ejemplo, el de M. Ponce, autor de una obra acerca del asunto, quien no hace misterio de lo que le produce la tierra y lo ha revelado con detalles.
M. Ponce, y sobre todo sus obreros, trabajan como negros. Son ocho para cultivar poco más de una hectárea. Trabajan de doce a quince horas diarias, es decir, triple de lo que se debe. Aunque fuesen veinticuatro los obreros, no habría de más. Probablemente responderá a eso M. Ponce que puesto que paga la tremenda cantidad de dos mil quinientas pesetas anuales de renta y de impuesto por sus once mil metros cuadrados, y dos mil quinientas pesetas por el abono comprado en los cuarteles, está obligado a explotar. “Explotado yo, exploto a mi vez”, sería probablemente su respuesta. La instalación le ha costado treinta mil pesetas, de las cuales más de la mitad son seguramente: tributo a los varones holgazanes de la industria. En resumen, su instalación no representa más de tres mil jornadas de trabajo, probablemente mucho menos.
Veamos sus cosechas: diez mil kilos de zanahorias, diez mil kilos de cebollas, rábanos, y otras menudencias, seis mil coles, tres mil coliflores, cinco mil canastas de tomates, cinco mil docenas de frutas escogidas, ciento cincuenta y cuatro mil ensaladas; un total de ciento veinticinco mil kilos de hortalizas y frutas en una superficie de ciento diez metros de longitud por cien metros de anchura, lo cual da más de ciento diez toneladas de verdura por hectárea. Un hombre no come más de trescientos kilos de legumbres y frutas por año, y la hectárea de un hortelano da las suficientes para sentir bien la mesa de trescientos cincuenta adultos. De modo que veinticuatro personas ocupadas todo el año en cultivar una hectárea de tierra, trabajando cinco horas diarias, producirían hortalizas y frutas suficientes para trescientos cincuenta adultos, lo cual equivale a quinientos individuos de todas edades. Cultivando como M. Ponce — y hay quien le ha excedido en resultados — trescientos cincuenta individuos que dedicasen cada uno poco más de cien horas por año, tendrían verduras y frutas para quinientas personas.
Esa producción no es excepcional. Bajo los muros de París la consiguen cinco mil hortelanos en una superficie de novecientas hectáreas; sólo que se ven reducidos al estado de bestias de carga para pagar una renta media de dos mil pesetas por hectárea. Pero estos datos, ¿no prueban que siete mil hectáreas (de las doscientas diez que nos quedan disponibles) bastarían para dar todas las hortalizas necesarias y una buena provisión de fruta a los tres millones y medio de habitantes de ambos departamentos? La cantidad de trabajo para producirlas sería de cincuenta millones de jornadas de cinco horas (o sea cincuenta días al año para los adultos varones solos), tomando por tipo el trabajo de los hortelanos. Pronto veremos reducirse esta cantidad, si se recurre a los procedimientos usuales en Jersey y en Guernesey.
Los hortelanos se ven obligados a reducirse al estado de máquinas y a renunciar a todos los goces de la vida, para obtener sus Cosechas fabulosas. Pero han prestado un inmenso servicio a la humanidad, enseñándonos que el suelo se hace.
Lo hacen ellos, con las capas de estiércol que han servido ya para dar el calor necesario; a las plantas jóvenes y a primicias o tempranas. Hacen el suelo en tan grandes cantidades, que cada año se ven obligados a revenderlo en parte.
Sin eso subiría el nivel de sus huertas dos a tres centímetros al año. Lo hacen tan bien, que en los contratos recientes (Barra nos lo dice en el artículo Hortelanos, del Diccionario de Agricultura) el hortelano estipula que se llevará consigo su suelo cuando abandone la parcela que cultiva. El suelo llevado en carros, con los muebles y los bastidores: he aquí la respuesta que los cultivadores prácticos han dado a los desvaríos de un Ricardo, que representaba la renta como un medio de compensar las ventajas naturales del suelo. “El suelo vale lo que valga el hombre”, tal es la divisa de los jardineros y hortelanos.
Y sin embargo, los huertanos parisienses y ruaneses se fatigan triple que sus colegas de Guernesey y de Inglaterra para obtener idénticos resultados. Aplicando la industria a la agricultura, hacen el clima además del suelo. En efecto, todo el cultivo hortícola se funda en estos dos principios:
Primero. Sembrar debajo de bastidores, criar las plantas jóvenes en un suelo rico, en un espacio limitado, donde se las pueda cuidar bien y replantarlas más tarde cuando hayan desarrollado bien las barbillas de sus raíces. En una palabra, hacer como con los animales: cuidarlas desde su más tierna edad.
Y segundo. Para madurar temprano las cosechas, calentar el suelo y el aire, cubriendo las plantas con bastidores o con campanas de vidrio, y produciendo en el suelo gran calor con la fermentación del estiércol.
Replantamiento y temperatura más alta que la del aire: he aquí la esencia del cultivo hortícola, una vez que se haya hecho artificialmente el suelo.
Ya hemos visto que la primera de estas dos condiciones se ha puesto en práctica y sólo requiere algunos perfeccionamientos de detalle. Y para realizar la segunda se trata de calentar el aire y la tierra, sustituyendo el estiércol por agua caliente que circule en tuberías de fundición, ya en el suelo debajo de los bastidores, ya en el interior de los invernaderos.
Y esto es lo que se ha hecho. El hortelano parisiense pide al termosifón el calor que antes pedía al estiércol. Y el jardinero inglés edifica estufas.
En otros tiempos, la estufa era un lujo de rico. Se reservaba para las plantas exóticas y de adorno. Pero hoy se vulgariza. Hectáreas enteras están cubiertas de vidrio en las islas de Jersey y de Guernesey, sin contar los millares de estufas pequeñas que se ven en Guernesey en cada granja, en cada jardín. En los alrededores de Londres comienzan a acristalarse campos enteros, y en los suburbios se instalan cada año millares de estufas pequeñas.
Se hacen de todas clases, desde el invernáculo de paredes de granito hasta el modesto abrigo de tablas de pino y techo de vidrio, que, a pesar de todas las sanguijuelas capitalistas, sólo cuesta de cuatro a cinco pesetas el metro cuadrado. Se calienta o no (basta el abrigo, si no se trata de producir tempraneces), y allí se crían, no uvas ni flores tropicales, sino patatas, zanahorias, guisantes o judías tiernas.
Así se emancipa del clima, dispensándose del laborioso trabajo de hacer camas; ya no se compran montones de estiércol, cuyo precio sube en proporción de la creciente demanda. Y se suprime en parte el trabajo humano: siete u ocho hombres bastan para cultivar la hectárea acristalada, y obtener los mismos resultados que en casa de M. Ponce, en Jersey, siete hombres que trabajan menos de sesenta horas por semana, obtienen, en espacios infinitesimales, cosechas que en otros tiempos exigían hectáreas de terreno. Por ejemplo: treinta y cuatro peones y un jardinero, cultivando cuatro hectáreas bajo vidrio (pongamos en su lugar setenta hombres que trabajen cinco horas diarias), obtiene cada uno veinticinco mil kilos de uvas vendimiadas desde 1 de mayo, ochenta mil kilos de tomates, treinta mil kilos de patatas en abril, seis mil kilos de guisantes y dos mil kilos de judías verdes en mayo, o sea ciento cuarenta y tres mil kilos de frutas y hortalizas, sin contar una cosecha muy grande en ciertas estufas, ni un inmenso invernadero de adorno, ni las cosechas de toda clase de pequeños cultivos al aire libre entre las estufas.
¡Ciento cuarenta y tres toneladas de frutas y hortalizas tempranas con que alimentar bien todo el año a mil quinientas personas! Y eso no requiere más que veintiuna mil jornadas de trabajo, o sea doscientas diez horas de trabajo por año para medio millar de adultos.
Añádase la extracción de unas mil toneladas de carbón que se queman anualmente en esas estufas para calentar cuatro hectáreas, y siendo la extracción media en Inglaterra de tres toneladas por jornada de diez horas y por obrero, lo que suma un trabajo suplementario de siete a ocho horas anuales para cada uno de los antedichos quinientos adultos.
Ya hemos dicho la tendencia de hacer del invernadero estufa una simple huerta bajo vidrio. Y cuando se aplica a este uso con abrigos de vidrio sencillísimos y calentados ligeramente durante tres meses, se obtienen cosechas fabulosas de hortalizas; por ejemplo, cuatrocientos cincuenta hectolitros de patatas por hectárea, como primera cosecha a fin de abril. Tras lo cual, corregido el suelo, se obtienen nuevas cosechas desde mayo a fin de octubre, con una temperatura casi tropical, debida nada más que al abrigo del vidrio.
Hoy, para obtener cuatrocientos cincuenta hectolitros de patatas, se requiere labrar cada año una superficie de veinte hectáreas o más, plantar y más tarde recalzar las plantas, arrancar la mala hierba con azadón, y así sucesivamente. Con el abrigo vidriado, emplease, tal vez al principio, media jornada de trabajo por metro cuadrado, y hecho esto, se economiza la mitad o tres cuartas partes del trabajo en lo futuro.
Según lo había previsto L. de Lavergne hace treinta años, la tendencia de la agricultura moderna es reducir todo lo posible el espacio cultivado, crear el suelo y el clima, concentrar el trabajo y reunir todas las condiciones necesarias para la vida de las plantas, todo lo cual permite obtener mas productos con menos trabajo y mayor seguridad.
Después de haber estudiado los abrigos más sencillos de vidrio en Guernesey, afirmamos que se gasta mucho menos trabajo para obtener bajo cristalerías patatas en abril que el necesario para cosechar al aire libre, tres meses más tarde, cavando, una superficie Cinco veces mayor, regándola y escardando la mala hierba, etcétera. Es como con las herramientas o las máquinas, que economizan mucho más el costo previo de ellas.
En el norte de Inglaterra, en la frontera de Escocia, donde el carbón tan sólo cuesta cuatro pesetas la tonelada en la misma boca de la mina, hace más de treinta años que se dedican al cultivo de la vid en invernadero. Al principio esas uvas, maduras en enero, se vendían por el cultivador a razón de veinticinco pesetas la libra, y se revendían a cincuenta para la mesa de Napoleón III. Hoy, el mismo productor no las vende más que a tres pesetas la libra; nos lo dice él mismo en un artículo reciente de un periódico de horticultura. Y es que, competidores suyos, envían toneladas y toneladas de uvas a Londres y a París. Gracias a la baratura del carbón y a un cultivo inteligente, la uva crece en invierno en el Norte y viaja hacia el Mediodía, en sentido opuesto a los productos ordinarios. En mayo, las uvas inglesas y deJersey se venden por los jardineros a dos pesetas la libra, y aún este precio se sostiene, como el de cincuenta pesetas hace treinta años, por lo escaso de la competencia. En octubre, las uvas cultivadas en las cercanías de Londres — siempre bajo vidrio, pero con un poco de caldeo artificial — se venden al mismo precio que las uvas compradas por libras en los viñedos de Suiza o del Rin, es decir, por unas cuantas piezas de cinco céntimos. Y aún hay en éstos dos tercios de carestía, a consecuencia de lo excesivo de la renta del suelo, de los gastos de instalación y de calefacción, sobre los cuales el jardinero paga un tributo formidable al industrial y al intermediario. Explicado esto, puede afirmarse que no cuesta casi nada el tener en otoño uvas deliciosas en la latitud y en el clima brumoso de Londres. En uno de sus arrabales, por ejemplo, un mal abrigo de vidrio y de yeso, apoyado contra nuestra casita, y de tres metros de longitud por dos de anchura, nos da en octubre, desde hace tres años, cerca de cincuenta libras de uvas de un sabor exquisito. La cosecha proviene de una cepa plantada hace seis años. Y el abrigo es tan malo que lo cala la lluvia. Por la noche, la temperatura es la misma dentro que fuera. Es evidente que no se calienta, pues equivaldría a querer calentar la calle. Los cuidados que requiere son: podar la vid media hora al año y echar un capazo de estiércol al pie de la cepa, plantada en arcilla roja fuera del abrigo.
Por otra parte, si se valoran los cuidados que se dan al viñedo en las orillas del Rin o del Leman, las planicies construidas piedra por piedra en las pendientes de los ribazos, el transporte del estiércol y a veces hasta de la tierra a alturas de: doscientos a trescientos pies, se llega a la conclusión de que el trabajo necesario para cultivar la vid es más considerable en Suiza o en las márgenes del Rin que bajo vidrio en las afueras de Londres.
Esto parece paradójico de momento, pues por lo general se cree que la visa crece por sí sola en el mediodía de Europa y que el trabajo del viñador no cuesta nada. Pero los jardineros y los horticultores, lejos de desmentirnos, confirman nuestros asertos. “El cultivo más ventajoso en Inglaterra es el cultivo de las viñas”, dice un periodista práctico, el redactor del Journal d’Horticulture, inglés. Y ya se sabe que los precios tienen su elocuencia.
Traduciendo estos datos al lenguaje comunista, podemos afirmar que el hombre o la mujer que dediquen de su tiempo de sobra una veintena de horas por año para cuidar dos o tres cepas bajo vidrio en cualquier clima de Europa, cosecharán tanta uva como puedan comer su familia y amigos. Y esto se aplica no sólo a la vid, sino a todos los frutales. Bastaría que un grupo de trabajadores suspendiese durante algunos meses la producción de cierto número de objetos de lujo, para transformar cien hectáreas de llanura de Gennevilliers en una serie de huertos, cada uno con su dependencia de estufas de vidrio para los semilleros y plantas jóvenes, y que cubriera otras cincuenta hectáreas de invernáculos económicos para obtener frutas, dejando los detalles de organización la jardineros y hortelanos expertos.
Esas ciento cincuenta hectáreas reclamarían cada año unos tres millones seiscientas mil horas de trabajo. Cien jardineros competentes podrían dedicar cinco horas diarias a este trabajo, y el resto lo puede hacer cualquiera que sepa manejar una azada, el rastrillo, la bomba de regar o vigilar un horno. Ese trabajo daría todo lo necesario y lo de lujo en materia de frutas y hortalizas para setenta y cinco mil o gen mil personas. Admitid que entre ellas hay treinta y seis mil adultos deseosos de: trabajar en la huerta. Cada uno sólo tendría que dedicarse cien horas al año, y no seguidas. Estas horas de trabajo serían más bien de recreo, entre amigos con los hijos, en soberbios jardines, más hermosos probablemente que los pensiles de la legendaria Semíramis.
Cada vez que hablamos de la revolución, el trabajador grave, que ha visto niños faltos de alimento, frunce las cejas y nos repite obstinado: “¿Y el pan? ¿No faltará si todo el mundo come hasta hartarse? ¿Y qué haremos si los terratenientes, ignorantes y empujados por la reacción, producen el hambre en la ciudad, como lo hicieron las bandas negras en 1793?”
¡Que lo intenten los propietarios rurales! Entonces, las grandes ciudades se pasarán sin los campos.
¿En qué se emplearán esos centenares de miles de trabajadores que se asfixian hoy en los pequeños talleres y en las manufacturas el día en que recobren la libertad? ¿Continuarán después de la revolución encerrados en las fábricas igual que antes? ¿Seguirán haciendo chucherías de lujo para la exportación, cuando quizá vean agotarse el trigo, escasear la carne, desaparecer las hortalizas sin reemplazarse?
¡Claro que no! ¡Saldrán de la ciudad e irán a los campos! Con ayuda de la máquina, que permitirá a los más débiles de nosotros tomar parte en el trabajo, llevarán la revolución al cultivo de un pasado esclavo, como la llevarán a las instituciones y a las ideas.
Aquí se cubrirán de vidrio centenares de hectáreas, y la mujer y el hombre de manos delicadas cuidarán de las plantas jóvenes. Allí se labrarán otros centenares de hectáreas con el arado de vapor de vertedera honda, se mejorarán con abonos, o se enriquecerán con un suelo artificial obtenido pulverizando rocas. Alegres legiones de labradores de ocasión cubrirán de mieses esas hectáreas, guiados en su trabajo por los que conocen la agricultura y por el ingenio grande y práctico de un pueblo que se despierta de largo sueño y al que alumbra y guía ese faro luminoso que se llama la felicidad de todos.
Y en dos o tres meses, las cosechas tempranas vendrán a aliviar las necesidades más apremiantes y proveer a la alimentación de un pueblo que, al cabo de tantos siglos de espera, podrá por fin saciar el hambre. Mientras tanto, el genio popular, que se subleva y conoce sus necesidades, trabajará en experimentar los nuevos medios de cultivo que se presienten ya en el horizonte. Se experimentará con la luz — ese agente desconocido del motivo que hace madurar la cebada en cuarenta y cinco días bajo la latitud de Yakustk — concentrada o artificial, y la luz rivalizará con el calor para acelerar el crecimiento de las plantas. Un Monchot del porvenir inventará la máquina que ha de guiar a los rayos del sol y hacerlos trabajar, sin que sea preciso descender a las profundidades de la tierra en busca del calor solar almacenado en la hulla. Se experimentará regar la tierra con cultivos de microorganismos -idea tan racional y nacida ayer-, y que permitirá dar al suelo las pequeñas células vivas tan necesarias para las plantas, ya para alimentar a las raicillas, ya para descomponer y hacer asimilables las partes constitutivas del suelo.
Se experimentará... Pero no; no vayamos más lejos, porque entraríamos en el dominio de la novela. Quedémonos dentro de la realidad de los dates comprobados. Con los procedimientos de cultivo ya en uso, aplicados en grande y victoriosos en la lucha contra la competencia mercantil, podemos obtener la comodidad y el lujo a cambio de un trabajo agradable. El próximo porvenir mostrará lo que hay de práctico en las futuras conquistas que hacen entrever los recientes descubrimientos científicos.
Limitémonos ahora a inaugurar la nueva senda, que consiste en el estudio de las necesidades y de los medios para satisfacerlas.
Lo único que a la revolución puede faltarle es el atrevimiento de la iniciativa. Embrutecidos por nuestras instituciones en nuestras escuelas; esclavizados al pasado en la edad madura, y hasta la tumba, no nos atrevemos a pensar. ¿Se trata de una idea? Antes de formar opinión, iremos a consultar libracos de hace cien años para saber qué pensaban los antiguos maestros. Si a la revolución no le faltan audacia en el pensar e iniciativa para actuar no serán los víveres los que le falten.
De todas las grandes jornadas de la gran revolución, la más hermosa y grande, que quedará grabada para siempre en los espíritus, fue la de los federados que desde todas partes acudieron y trabajaron en el terreno del Campo de Marte para preparar la fiesta. Aquel día Francia fue una; animada por el nuevo espíritu, entrevió el porvenir que se abría ante ella con el trabajo en común de la tierra. Y con el trabajo en común de la tierra recobrarán su unidad las sociedades redimidas y se borrarán los odios, las opresiones que las habían dividido.
Pudiendo en adelante concebir la solidaridad, ese inmenso poder que centuplica la energía y las fuerzas creadoras del hombre, la nueva sociedad marchará a la conquista del porvenir con todo el vigor de la juventud.
Cesando de producir para compradores desconocidos, y buscando en su mismo seno necesidades y gustos que satisfacer, la sociedad asegurará ampliamente la vida y el bienestar a cada uno de sus miembros, al mismo tiempo que la satisfacción moral que da el trabajo libremente elegido y libremente realizado y el goce de poder vivir en hacerlo a expensas de la vida de otros. Inspirados en nueva audacia, sostenida por el sentimiento de la solidaridad, caminarán todos juntos a la conquista de los elevados placeres de la sabiduría y de la creación artística.
Una sociedad así inspirada, no tendrá que temer disensiones interiores ni enemigos exteriores. A las coaliciones del pasado contrapondrá su amor al nuevo orden, iniciativa audaz de cada uno y de todos, llegando a ser hercúlea su fuerza con el despertar de su genio.
Ante esa fuerza irresistible, los “reyes conjurados” nada podrán. Tendrán que inclinarse ante ella, unirse al carro de la humanidad, rodando hacia los nuevos horizontes que ha entreabierto la revolución social.