Título: Hacia una tecnología liberadora
Fecha: 1965
Temas: Tecnología
Fuente: Recuperado el 2 de enero de 2014 desde antorcha.netLas posibilidades de la tecnología moderna
La nueva tecnología y la escala humana
Nunca, desde los días de la Revolución Industrial, la actitud popular frente a la técnica se mostró tan fluctuante como en los últimos decenios.
Durante la mayor parte de las décadas del veinte y del treinta, la opinión pública evidenció general beneplácito ante las innovaciones técnicas, y se identificaba el bienestar humano con los adelantos industriales. Fue entonces cuando los apologistas soviéticos excusaban a Stalin y a sus horrendos crímenes y brutales métodos aduciendo simplemente que era el industrializador de la Rusia moderna. Esta fue también la época en que la crítica de la sociedad capitalista encontraba sus mejores argumentos en la cruda realidad del estancamiento económico y técnico de los Estados Unidos y Europa occidental. Para muchos, existía una relación directa, unívoca, entre el progreso técnico y el social; se caía en un fetichismo que hacía de la industrialización un ídolo que justificaba los programas y planes económicos más vituperables.
Hoy por hoy, tal posición nos parecería ingenua. Salvo quizá los técnicos y los hombres de ciencia que hacen la quincalla, los avances tecnológicos despiertan en la generalidad de la gente un doble sentimiento, una reacción esquizoide diríase; por un lado, el acuciante temor ante una posible destrucción atómica de la humanidad y por el otro, la esperanza de lograr la abundancia material, el ocio y la seguridad.
Tampoco la técnica está de acuerdo consigo misma: la bomba se contrapone al reactor nuclear; el cohete intercontinental, al satélite de comunicaciones. La propia disciplina tecnológica se nos aparece tan pronto enemiga, tan pronto amiga de la humanidad. Incluso ciencias tradicionalmente centradas en el hombre, tal como la medicina, se encuentran ahora en una situación ambivalente; así, los recientes progresos de la quimioterapia se ven contrapesados por las investigaciones iniciadas en el campo de la guerra biológica: una esperanza y un peligro.
No es de sorprender, pues, que esta tensión entre la promesa de un bien y la amenaza de un mal incline al hombre cada vez más a rechazar la técnica y el espíritu tecnológico por perniciosos. Se tiende a ver en la técnica a un ente demoníaco, dotado de siniestra vida propia y capaz de mecanizar al ser humano, cuando no de exterminarlo.
El profundo pesimismo que provoca tal punto de vista suele ser tan simplista como el optimismo que primaba en décadas anteriores. En rigor, el gran peligro que corremos actualmente, es el de dejar que nuestro temor nos impida ver con claridad las perspectivas que ofrece la técnica, nos haga olvidar que ella puede contribuir a nuestra liberación y, peor aún, nos induzca a permitir con pasividad fatalista que se la emplee con fines destructivos.Si no queremos que esta nueva forma de fatalismo social nos paralice, hemos de hacer un balance.
Este ensayo se propone buscar respuesta a tres interrogantes: ¿Hay posibilidad de que la técnica moderna ayude a liberar material y espiritualmente al hombre? ¿Tenemos manera de hacer de la máquina el instrumento de una sociedad orgánica cuyo eje y medida sea el ser humano? Por último, ¿cómo pueden utilizarse la nueva técnica y los nuevos recursos de manera ecológica, es decir para promover el equilibrio en la naturaleza, el desarrollo pleno y duradero de las regiones naturales y la creación de comunidades orgánicas y animadas por un espíritu humano?
El quid de la cuestión se encuentra en la palabra posibilidad. No puedo asegurar que la técnica tenga que traer necesariamente la liberación del hombre o que ella sea siempre beneficiosa para su desarrollo; tengo sí, la certeza de que el hombre no ha nacido para ser esclavo de la técnica y el pensamiento tecnológico, como quieren dar a entender Juenger y Elul en sus obras sobre el tema.[1]
Trataré de mostrar, por el contrario, que un modo de vida orgánico privado de sus elementos inorgánicos, tecnológicos (sean materias primas o máquinas en abundancia), sería tan poco funcional como un ser humano sin esqueleto. La técnica, me permito decir, ha de concebirse como la estructura indispensable en la que se apoyan todas las instituciones vivas de un organismo social dinámico.
El año de 1848 marca un momento decisivo en la historia de las revoluciones modernas: el marxismo se definió como ideología alternativa a través de las páginas del Manifiesto Comunista y el proletariado, se definió como fuerza política en las barricadas de junio, a través de la acción de los trabajadores parisienses. Cabe destacar, además, que entonces, entrando ya el siglo XIX en su segunda mitad culminaba la era tecnológica del vapor, comenzada con la máquina de Newcomen un siglo y medio atrás.
Si mucho asombra la convergencia en un solo año de acontecimientos tan trascendentales en el campo ideológico, político y técnico, más maravilla comprobar hasta qué punto los objetivos revolucionarios expresados en el Manifiesto Comunista y los ideales socialistas que impregnaban el pensamiento de los trabajadores de París se adelantaban a las posibilidades industriales de la época.
Hacia 1840 la Revolución Industrial se limitaba fundamentalmente a tres esferas de la economía: la industria textil, la del hierro y los transportes. La invención de la máquina de hilar de Arkwright, la máquina de vapor de Watt y el telar de vapor de Cartwright significó la aparición de la fábrica textil; por otra parte, una serie de notables innovaciones en la técnica de la fabricación del hierro permitió obtener a bajo precio metales de gran calidad necesarios para la expansión de los establecimientos fabriles y de un medio de transporte recientemente descubierto, el ferrocarril.
Pero estas innovaciones, si bien importantísimas, no se vieron acompañadas de cambios equiparables en otras ramas de la tecnología. Por ejemplo, las máquinas de vapor de la época rara vez desarrollaban una potencia superior a los 15 caballos de fuerza, rendimiento ínfimo si se lo compara con el de las poderosas turbinas modernas; y los mejores altos hornos producían poco más de 100 toneladas de hierro por semana, pequeñísima fracción de las 2 a 3 mil toneladas diarias que salen de los hornos empleados en la actualidad. Peor aún, los restantes niveles de la economía no recibieron casi el beneficio de los adelantos técnicos.
Los métodos usados para extraer los minerales, puntal de la nueva metalurgia, eran prácticamente los mismos que se aplicaban desde él Renacimiento.
El minero seguía trabajando el filón con una pica de mano y una barra, en tanto que las bombas de drenaje, los sistemas de ventilación y los medios de acarreo no eran mucho mejores que los descritos en la obra clásica sobre minería escrita por Agrícola tres siglos antes. La agricultura apenas comenzaba a despertar de su sueño secular. Si bien se habían desmontado grandes extensiones de tierra para su cultivo, el estudio del suelo seguía siendo una novedad; y la tradición y el espíritu conservador pesaban tanto que la cosecha se realizaba principalmente a mano, a pesar de que ya en 1822 se había perfeccionado una segadora mecánica.
Los edificios, grandes moles profusamente hornadas, eran construidos casi puramente a fuerza de músculo, pues la grúa de mano y el torno eran los principales elementos mecánicos empleados. El acero era todavía relativamente raro. Hacia 1850 se le cotizaba a 250 dólares la tonelada; y sólo con el descubrimiento del convertidor de Bessemer, la siderurgia salió de su estancamiento de siglos. Por último, aunque los instrumentos de precisión habían avanzado enormemente, recordemos que los intentos de Charles Babbage de construir un calculador mecánico se vieron completamente desbaratados por la falta de medios mecánicos adecuados.
He pasado revista a esta etapa de la evolución tecnológica porque tanto las promesas que ella encerraba como sus limitaciones ejercieron una profunda influencia sobre la idea de libertad de los revolucionarios del siglo XIX.
Las innovaciones en la técnica textil y metalúrgica abrieron nuevos horizontes y constituyeron un estímulo cualitativamente único para el pensamiento socialista utópico.
El teórico revolucionario creyó poder, por primera vez en la historia, anclar sus sueños de una sociedad liberadora en una visible perspectiva de abundancia material y mayor ocio para la masa de la humanidad. A su entender, el socialismo podía basarse más en el egoísmo del hombre que en su dudosa nobleza de alma y espíritu.
Los adelantos técnicos transmutaron el ideal socialista de una esperanza vaga y humanitaria en un programa práctico, superior en realismo a todos los modos de pensamiento burgueses imperantes.
Este nuevo sentido del realismo obligó a muchos teóricos socialistas, particularmente Marx y Engels, a ocuparse de las limitaciones técnicas de su época. Se veían frente a un problema estratégico: ninguna revolución había contado nunca con un nivel técnico tan elevado como para lograr que el hombre se viera libre de apuros materiales, del trabajo penoso y de la lucha por la vida. Por encendidos y elevados que fueran los ideales revolucionarios del pasado, la gran mayoría del pueblo, agobiado por las necesidades materiales debía abandonar la escena de la historia para volver a su trabajo, dejando así las riendas de la sociedad en manos de una nueva clase explotadora que podía entregarse al ocio. Por cierto que ningún intento de establecer una justa repartición de la riqueza en una sociedad de escaso desarrollo técnico habría logrado eliminar las privaciones; sólo habría conseguido hacer de la pobreza una característica general de la sociedad en su conjunto, y recrear así las condiciones para la renovación de la lucha por los bienes materiales, el surgimiento de nuevas formas de propiedad y, finalmente, de un nuevo ordenamiento social con su clase dominante. El desarrollo de las fuerzas de la producción es la premisa práctica absolutamente imprescindible (para el comunismo), escribió Marx en 1846, porque sin él la miseria se generaliza, y con la miseria la lucha por las necesidades retorna, lo cual significa que toda la vieja mierda revivirá.
Y a decir verdad, virtualmente todas las utopías, las teorías y los programas revolucionarios de principios del siglo XIX giraron en torno del problema de la necesidad, se polarizaron en la pobreza y el trabajo. El problema de la necesidad —la formulación de teorías que encontraran la manera de distribuir las labores y los bienes materiales de modo equitativo en una etapa relativamente temprana del desarrollo tecnológico— impregnaba el pensamiento revolucionario con una intensidad sólo comparable a la que presenta la cuestión del pecado original en la teología cristiana. El que los hombres tendrían que dedicar una parte sustancial de su tiempo al trabajo, por el cual recibirían una escueta retribución, era premisa fundamental de toda ideología socialista, fuera ella autoritaria o libertaria, utópica o científica, marxista o anarquista.
En la idea marxista de una economía planificada va implícito el hecho, incontestablemente patente en la época de Marx, de que el socialismo debería seguir afrontando la falta relativa de recursos. Los hombres se verían obligados a planear —en rigor, a restringir— la distribución de los bienes y a racionalizar —en rigor, intensificar— el uso de la fuerza laboral.
En un régimen socialista, el trabajo sería considerado como un deber, una responsabilidad que correspondía tomar a todo individuo físicamente apto. Hasta el gran libertario Proudhon dio a entender esto mismo cuando dijo: Sí, la vida es una lucha. Pero no una lucha entre hombre y hombre, sino entre hombre y Naturaleza; y es deber de todos participar en ella. Estas afirmaciones tan austeras, de carácter casi bíblico, en cuanto a la importancia de la lucha y del deber reflejan la dureza del pensamiento socialista de la Revolución Industrial.
La forma de encarar la miseria y el trabajo secular —problema perpetuado por la primera etapa de la Revolución Industrial— fue lo que produjo la gran divergencia en las ideas revolucionarias del socialismo y del anarquismo. En caso de revolución la libertad seguiría quedando circunscripta a las necesidades. ¿Cómo habría de administrarse este mundo de necesidades? ¿Cómo se decidiría la distribución de los bienes y los deberes?
Marx dejaba la decisión a cargo de un poder estatal, un Estado proletario transitorio, sin duda, pero de todos modos un cuerpo coercitivo ubicado por encima de la sociedad. Según Marx, el Estado iría caducando a medida que avanzara la técnica y extendiera el reino de la libertad al darle a la humanidad abundancia material y tiempo libre para controlar directamente sus asuntos. Este extraño cálculo sobre la necesidad y la libertad, que requiere justamente la intervención del Estado, difiere muy poco en lo político de la corriente de opinión democrático-burguesa radical, propia del siglo pasado.
La esperanza anarquista de lograr la abolición inmediata del Estado descansaba principalmente en la creencia de que el hombre posee instintos sociales viables. A juicio de Bakunin, la costumbre obligaría al individuo antisocial a respetar los valores y las necesidades colectivos sin que la sociedad tuviera que someterlo a coerción. En cambio, Kropotkin, que ejerció mayor influencia sobre los anarquistas en este terreno especulativo, afirmó que en el hombre existe una propensión a la ayuda mutua —en esencia, un instinto social— y que ello constituiría la base segura de la solidaridad en una comunidad anarquista, concepto que dedujo perspicazmente de sus estudios de la evolución animal y social.[2]
El hecho es que, tanto en el marxismo como en el anarquismo, la respuesta al problema de las necesidades y del trabajo está plagada de ambigüedades. El reino de la necesidad se imponía brutalmente; era imposible reducirlo a la nada con simples teorías o conjeturas. Los marxistas esperaban dominarlo mediante un Estado; los anarquistas, creían haber hallado la salida en sus comunidades libres. Pero, dado el escaso desarrollo tecnológico del siglo pasado, ambas escuelas de pensamiento se reducían en último análisis a un acto de fe, a una esperanza. Los anarquistas alegaban que todo poder estatal transitorio, por revolucionaria que fuera su retórica y democrática su estructura, tendería a perpetuarse, a convertirse en un fin en sí mismo, a preservar precisamente las mismas condiciones materiales y sociales para cuya eliminación había sido creado. Tal poder estatal llegaría a caducar, es decir a promover su propia disolución, únicamente si sus jefes y burócratas fueran hombres de cualidades morales sobrehumanas. Los marxistas, a su vez, invocaban la historia para dar prueba de que la costumbre y la propensión mutualista nunca fueron barreras eficaces para contener las presiones de las necesidades materiales, las arremetidas de la propiedad y, por último, la explotación y el dominio de una clase por otra. Consecuentemente, descartaron al anarquismo por considerarlo una doctrina ética que resucitaba la mística del hombre natural.y de sus virtudes sociales innatas. El problema de la miseria y del trabajo —el reino de la necesidad— nunca fue resuelto satisfactoriamente por ninguna de las dos doctrinas en el siglo pasado. Queda a favor del anarquismo el haberse mantenido absolutamente fiel a su elevado ideal de libertad —el ideal de la organización espontánea, la comunidad y la abolición de toda autoridad—, aunque esto equivalía a reconocerla como ideología del futuro, de la época en que la técnica pusiera término al reino de la necesidad. Por el contrario, el marxismo fue haciendo cada vez más concesiones en detrimento de su ideal de libertad, al que restringió tristemente con etapas transitorias y recursos políticos, al punto que en la actualidad su único objetivo es un férreo poder, la eficiencia pragmática y la centralización social; vale decir que se ha convertido en una ideología prácticamente idéntica a las del capitalismo estatal del presente.[3]
Asombra comprobar durante cuánto tiempo el problema de las necesidades materiales y del trabajo fue la preocupación fundamental de la teoría revolucionaria. En un lapso de sólo nueve décadas —de 1850 hasta 1940— la sociedad occidental creó, atravesó y superó dos etapas importantísimas de la historia tecnológica: la era paleotécnica, basada en el carbón y el acero, la era neotécnica, fundada en la energía eléctrica, las sustancias químicas sintéticas, la electricidad y los motores de combustión interna. Por rara ironía, estas dos eras tecnológicas parecieron aumentar la importancia del trabajo en la vida social. A medida que crecía la proporción de obreros industriales en relación al número de las demás clases sociales, el trabajo —el trabajo arduo y absorbente— iba subiendo en la escala de valores del pensamiento revolucionario. Durante ese periodo, la propaganda de los socialistas sonaba cual himno al trabajo; se exaltaba al obrero, presentándolo como el único elemento útil de la trama social. Se le atribuía una capacidad instintiva superior, que lo convertía en árbitro de la filosofía, el arte y la organización social. Esta curiosa inclinación a poner el trabajo por encima de todo, esta ética laboral puritana de la izquierda, no fue disminuyendo con el paso del tiempo sino todo lo contrario, y hacia 1930 adquirió fuerza imperiosa.
La desocupación en masa hizo del empleo y de la organización social del trabajo el tema central de la propaganda socialista. En lugar de postular fundamentalmente la necesidad de emancipar al hombre de las penas del trabajo, los socialistas tendían a pintar a la sociedad socialista como una suerte de colmena rumorosa donde se desplegaba una gran actividad industrial que daba ocupación a todos. Los comunistas no se cansaban de poner a Rusia como modelo de país socialista, en el que toda persona físicamente apta tenía empleo, en el que siempre había oportunidad de trabajar.
Por sorprendente que nos parezca hoy en día, el hecho es que hace poco menos de una generación, el socialismo era identificado con una sociedad cuyo pivote y fin último era el trabajo, y la libertad se asimilaba a la seguridad material proporcionada por la eliminación de la desocupación. Así, el mundo de la necesidad invadió y corrompió sutilmente el ideal de libertad.
Si las ideas socialistas de la generación precedente nos parecen ahora anacrónicas ello no se debe a que el hombre de hoy haya alcanzado una comprensión superior. Los tres últimos decenios, particularmente los años finales de la década de 1950, señalan un momento decisivo en el desarrollo tecnológico: en ellos se produjo una revolución tecnológica que niega todos los valores, los esquemas políticos y las miras sociales sostenidos por la humanidad en el transcurso de su historia conocida.
Tras miles de años de tormentoso desarrollo, los países de Occidente, y potencialmente la humanidad toda, se ven frente a la posibilidad de instaurar un mundo de abundancia en el que no habrá obligación de trabajar, una época en la cual todos los medios de vida y los lujos podrán ser provistos casi enteramente por la máquina.
Como veremos en la sección siguiente, ha surgido una nueva técnica capaz de reemplazar el reino de la necesidad por el reino de la libertad. Tan obvio es esto para millones de personas de los Estados Unidos y Europa, que ya no requiere explicación elaborada ni exégesis teórica. Esta revolución tecnológica y las perspectivas que abre para la sociedad constituyen las premisas del estilo de vida radicalmente distinto adoptado por muchos jóvenes, que pertenecen a una generación desembarazada de los valores y de las seculares tradiciones de sus mayores, que ponían sus miras esencialmente en el trabajo. Incluso la proposición de que se garantice a todos una renta anual sin tomar en cuenta si quien la recibe trabaja o no, suena cual lejano eco de una nueva realidad que llena el pensamiento de la juventud actual.[4]
A partir de 1960, con los progresos de la cibernética, la imagen de una vida libre de los afanes del trabajo pasó a ser artículo de fe para un número cada vez mayor de jóvenes. En realidad, el verdadero problema que se nos presenta hoy en día no es el saber si la nueva técnica puede proporcionamos los medios de vida en una sociedad donde no haya obligación de trabajar, sino el determinar si ella puede humanizar a la sociedad, contribuir a la creación de nuevas relaciones entre los hombres. La exigencia de una renta anual garantizada se apoya exclusivamente en las promesas cuantitativas que encierra la tecnología cibernética, es decir en la posibilidad de satisfacer las necesidades materiales fundamentales sin tener que trabajar.
Admito que esta solución cuantitativa, si así puede decirse, está quedando atrás respecto a los avances tecnológicos que ya abren las perspectivas de una solución cualitativa, a saber, la posibilidad de concretar un estilo de vida comunitario, descentralizado o, como yo prefiero denominarlo, formas ecológicas de agrupamiento humano.[5]
Lo que planteo, en efecto, es un interrogante distinto de los que habitualmente inspira la técnica moderna: ¿demarca ella una nueva dimensión de la libertad humana, de la liberación del hombre? ¿Puede liberarnos de las necesidades materiales y del trabajo, amén de contribuir directamente a formar una comunidad humana armoniosa y equilibrada, una comunidad que constituya el suelo fértil donde el hombre pueda florecer plena e ilimitadamente? ¿Servirá no sólo para eliminar la eterna lucha por la existencia sino también para alentar el deseo de creación tanto en lo individual como en lo colectivo?
Permítaseme buscar respuesta a estas preguntas señalando un rasgo fundamental de la tecnología moderna: por primera vez en la historia, la tecnología tiene ante sí un horizonte indefinido. Con esto quiero decir que ha adquirido desarrollo tal, que su posibilidad de crear máquinas capaces de desempeñar los trabajos tradicionalmente ejecutados por el hombre no conoce límites ahora. La tecnología ha pasado finalmente del campo de la invención al de la construcción, del descubrimiento casual a la innovación sistemática.
El doctor Vannevar Busch, ex director de la Oficina de Investigación y Desarrollo Científico explica de manera suficientemente clara el significado de este avance cualitativo:
Supongamos que hace medio siglo alguien hubiera propuesto crear un aparatito que, puesto en un automóvil, lo hiciera seguir automáticamente, aún estando dormido el conductor, una línea blanca pintada a lo largo del camino... Todos se habrían reído de él, y le habrían dicho que su idea era descabellada. Así habría ocurrido hace cincuenta años. Pero supongamos que hoy alguien pidiera tal aparatito y estuviera dispuesto a pagarlo, dejando de lado toda consideración en cuanto a su utilidad verdadera. Habría muchas empresas prestas a firmar un contrato y construir el artefacto. No se requeriría un proceso de invención. En nuestro país hay miles de jóvenes para quienes sería un placer fabricar este dispositivo. Simplemente, tomarían del armario células fotoeléctricas, tubos termoiónicos, servomecanismos y relais; y si se lo pidieran, harían un modelo que sin duda funcionaría perfectamente. El hecho es que la existencia de gran cantidad de artefactos baratos, seguros y adaptables a varios usos y la existencia de individuos que saben muy bien cómo emplearlos, hacen que la construcción de artefactos automáticos se convierta en un procedimiento simple y rutinario. Ya no es cuestión de averiguar si algo se puede hacer, sino de decidir si vale la pena hacerlo.
Aquí Busch pone de relieve los dos rasgos primordiales de la así llamada segunda revolución industrial: las posibilidades de la tecnología moderna y el criterio mercantil e inhumano con que se la encara y, por ende, limitado.
Sería ocioso referirme al hecho de que el factor costo —el factor lucro, para decirlo más claramente— inhibe el uso de las innovaciones tecnológicas, así como promueve su aplicación en diversas industrias. Es bien sabido que en muchos campos de la economía a menudo la mano de obra resulta más barata que la máquina. Prefiero pasar revista a ciertos aspectos del proceso que condujo a la tecnología a su situación actual; además, hablaré sobre ciertas aplicaciones prácticas que han modificado profundamente el papel del trabajo humano en la industria y la agricultura.
Acaso lo que más influyó para dar tan tremendo impulso a la tecnología fue la creciente interpenetración de la abstracción científica, las matemáticas y los medios analíticos con las tareas concretas, pragmáticas y más bien mundanas de la industria. Este nuevo orden de relaciones es relativamente reciente. Siempre lo técnico estuvo totalmente separado de lo especulativo, teórico, mental; cisma este provocado por la neta división que existía entre las clases ociosas y las trabajadoras en la sociedad de la antigüedad y del medievo. Poco a poco, se tendieron algunos puentes entre amos dominios; más ello fue fundamentalmente obra inspirada y episódica de unos pocos hombres extraordinarios, los precursores de las ciencias aplicadas.
En realidad, éstas tomaron forma en el Renacimiento y comenzaron a florecer verdaderamente en el siglo XIX, cuando el saber científico —el creciente cuerpo de generalizaciones acerca del mundo físico— fertilizo el terrenal reino de la tecnología.
El auténtico héroe de la nueva interrelación de lo científico con lo tecnológico no es el inventor, el James Watt o el Thomas Edison, sino el investigador sistemático de miras universales, el Michael Faraday, cuyo aporte enriquece simultáneamente a la ciencia abstracta y a la ingeniería práctica.
En nuestros días, la síntesis representada por la obra del genio inspirado, singular, reposa en el equipo de especialistas anónimos —la corporación de físicos, biólogos, ingenieros y técnicos—, lo que sin duda presenta grandes ventajas, pero también el inconveniente de la falta de visión, imaginación e inspiración que caracterizan a la organización burocrática.
Otro factor importante, aunque no tan evidente, es el desarrollo industrial en sí. Este no es exclusivamente tecnológico en el sentido de que sólo significa el reemplazo de la mano de obra por la máquina. Uno de los medios más eficaces para aumentar la producción ha sido la continua reorganización de los procesos laborales, la ampliación y perfeccionamiento de la división del trabajo; Curiosamente —por una dialéctica interna propia— la creciente descomposición de las tareas hasta extremos cada vez más inhumanos, su desmenuzamiento en una serie de operaciones fragmentadas e intolerablemente minúsculas conducente a una cruel simplificación del proceso laboral, da nacimiento a la máquina que reunirá en una sola operación mecanizada todas esas manipulaciones aisladas.
Históricamente, sería difícil dilucidar cómo surgió la producción mecanizada en gran escala, cómo la máquina fue desplazando a la mano de obra, sin seguir las sucesivas etapas evolutivas de la industria: 1°) el artesanado, en la cual un trabajador independiente y profundo conocedor de su oficio realiza las más diversas operaciones para producir un único objeto; 2°) el purgatorio de la fábrica, donde todas esas tareas son fragmentadas y distribuidas entre multitud de jornaleros no especializados o semi especializados; 3°) el establecimiento fabril totalmente mecanizado, en el cual la máquina cumple la labor de muchos obreros y sólo requiere para su manejo de unos pocos hombres; 4°) la planta ‘automatizada cibernéticamente, que ya no requiere operarios sino técnicos supervisores y expertos en el cuidado y mantenimiento de los sistemas automáticos.
Si seguimos profundizando en la materia, descubriremos otro aspecto importante: que la máquina, otrora simple prolongación del músculo humano, ha pasado a ser una prolongación del sistema nervioso humano.
En el pasado, las herramientas y las máquinas le servían al hombre para aumentar su capacidad física para dominar a las fuerzas naturales y tomar las materias primas. Los dispositivos mecánicos y los motores creados durante los siglos XVIII y XIX no vinieron a reemplazar a los bíceps humanos, sino a ampliar su eficiencia. Aunque las máquinas incrementaron enormemente la producción, todavía se necesitaba de los músculos y la inteligencia del trabajador para manejarlas, aún tratándose de operaciones medianamente simples. El avance técnico podía medirse estrictamente por el grado de productividad: un hombre, con determinada máquina, producía cinco, diez, cincuenta o cien artículos más que antes de emplearla. El martillo de vapor de Nasmyth, expuesto en 1851, moldeaba vigas de hierro con unos pocos golpes, labor que, hecha a pulso, habría insumido largas horas. Con todo, para levantar, sostener y sacar la pieza fundida, se precisaba de la fuerza muscular y la razón de media docena de operarios en buenas condiciones físicas.
Con el tiempo, se fueron inventando artefactos que ahorraron esfuerzo humano, mas la acción y la inteligencia del hombre siguieron siendo indispensables para el manejo de la máquina y, por tanto, parte imprescindible del proceso de producción.
Para que una máquina sea totalmente automática y aplicable a una compleja industria para la producción en gran escala, debe cumplir por lo menos tres principios técnicos fundamentales: tener la capacidad de corregir sus propios errores; estar provista de elementos sensoriales que reemplacen a los sentidos de la vista, el oído y el tacto del trabajador; y, por último, incluir dispositivos que hagan las veces de las facultades mentales del hombre, es decir que la doten de discernimiento, habilidad y memoria. El uso efectivo de estos tres principios presupone contar con los medios técnicos sin los cuales sería imposible aplicar a las operaciones industriales esos dispositivos que hacen que la máquina se comporte como si poseyera sentidos y cerebro; presupone estar en condiciones de adaptar las maquinarias existentes o crear otras nuevas para manipular, conformar, armar, embalar y transportar productos acabados y semiacabados.
El empleo de medios de control automático y autocorrectivos en las operaciones industriales no es cosa nueva. El regulador de Watt, inventado en 1788, es un órgano cibernético elemental utilizado para la autonormalización de las máquinas de vapor. Unido por brazos metálicos a la válvula de la máquina, el regulador consiste esquemáticamente en una fina varilla rotativa que sostiene un par de bolas de metal con movimiento libre. Cuando la máquina aumenta el número de revoluciones por minuto, la varilla comienza a rotar más rápidamente y produce una fuerza centrífuga que impulsa las bolas hacia afuera, las que cierran la válvula; inversamente, si ésta no recibe vapor suficiente para mantener la velocidad de giro, las bolas caen hacia adentro, agrandando la abertura de la válvula. El termostato que regula el funcionamiento de los sistemas de calefacción se basa en un principio similar: fijada de antemano la temperatura deseada, pone automáticamente en marcha el equipo cuando la temperatura desciende por debajo del nivel establecido y lo apaga cuando se eleva por encima de él.
Estos dos dispositivos reguladores constituyen un ejemplo ilustrativo de lo que ha dado en llamarse el principio de realimentación. En los equipos electrónicos modernos, toda alteración en el funcionamiento de la máquina produce señales eléctricas que son transmitidas al dispositivo de control de manera que éste automáticamente corrige la desviación o el error. Las señales eléctricas inducidas por el error son amplificadas por el sistema de control, que luego las transmite a otros dispositivos que se encargan de volver la máquina a su punto ideal.
Llámase sistema cerrado al que emplea la desviación respecto a una norma para regular la máquina. Su contrario es el sistema abierto, en el cual los dispositivos cumplen su misión independientemente de la función específica del artefacto (por ejemplo, un interruptor de luz manual o las levas que hacen girar automáticamente un ventilador eléctrico). Así, si se mueve el interruptor, la luz eléctrica se prenderá o apagará, sea de día o de noche; igualmente, el ventilador rotará con igual velocidad, esté el ambiente muy cálido o relativamente fresco. En suma, el ventilador será automático en el sentido popular de la palabra, pero no se autorregula en lo que a su función concierne.
Indudablemente, el descubrimiento de dispositivos sensibles constituye un importante paso adelante en la creación de mecanismos de control autorreguladores. Hoy en día, contamos en este campo con termocuplas, células fotoeléctricas, aparatos de rayos X, cámaras de televisión y transmisores de radar. Conjunta o separadamente, confieren a la máquina un asombroso grado de autonomía. Aún sin los computadores, estos dispositivos sensibles permiten realizar operaciones extremadamente peligrosas por control remoto, de modo que permiten al operario, ubicarse a gran distancia del punto donde se efectúa el trabajo. También pueden emplearse para convertir muchos sistemas abiertos tradicionales en sistemas cerrados, con lo cual se amplía el radio de acción de las operaciones automáticas.
Tomemos el caso de la iluminación eléctrica manejada mediante reloj; trátase de un sistema abierto medianamente simple cuya eficacia depende por completo de factores mecánicos. Pero si se la regula con una célula fotoeléctrica que hace apagar las luces cuando amanece, habremos perfeccionado la iluminación artificial, le habremos dado capacidad de adaptación, porque se encenderá y apagará con la puesta y la salida del sol. De esta suerte, el sistema guarda relación directa con su función.
El computador, capaz de realizar todas las tareas rutinarias que agobiaban al trabajador hace poco menos de una generación, inicia una nueva era en la industria. Básicamente, el computador digital es un calculador electrónico que realiza operaciones aritméticas a una velocidad incomparablemente mayor que el cerebro humano.[6] Y en esto reside justamente su importancia: su enorme rapidez, que le otorga superioridad cuantitativa sobre la capacidad del hombre, tiene un profundo significado cualitativo. En virtud de su rapidez, el computador puede efectuar operaciones matemáticas y lógicas sumamente difíciles y complicadas; gracias a su memoria, que almacena millones de datos e informaciones, y el uso del sistema de numeración binario (que consta únicamente de los números O y 1) un calculador digital es capaz de realizar operaciones que se aproximan a muchas actividades lógicas extremadamente complejas de la mente humana. No sabemos si la inteligencia del computador llegará alguna vez a crear o innovar; debemos esperar, puesto que la técnica de las computadoras avanza día a día a pasos agigantados, sufriendo en poco tiempo cambios verdaderamente revolucionarios.
De lo que no cabe la menor duda es de que el calculador digital está ya en condiciones de hacerse cargo de las gravosas tareas mentales que en nada requieren el ejercicio de las facultades creadoras del hombre en la industria, la ciencia, la ingeniería, la recepción de informaciones, la documentación y el transporte. El hombre moderno ha fabricado un cerebro electrónico para coordinar, guiar y evaluar la mayoría de las operaciones fabriles rutinarias. Empleados adecuadamente dentro de la esfera de acción a la cual están destinados, los computadores son más rápidos y eficientes que el ser humano.
En términos generales, ¿cuál es el significado concreto de esta nueva revolución industrial? ¿Cuáles son sus consecuencias inmediatas y previsibles en lo que al trabajo concierne?
Veamos la repercusión que tuvo la nueva técnica en los procesos de producción. Tomaremos el caso de la fábrica de motores de automóvil Ford de Cleveland. El increíble cambio sufrido por este establecimiento en sólo una década nos permitió valorar hasta qué punto el desarrollo técnico de todas las industrias puede contribuir a la liberación del hombre.
Hasta el momento en que la cibernética comenzó a aplicarse en la industria del automotor, la planta Ford empleaba unos trescientos obreros que, utilizando gran variedad de herramientas y máquinas, tardaban más de tres semanas para transformar un bloque de fundición en un motor completo. Con el uso de los llamados sistemas mecánicos automatizados, esas tres semanas se redujeron a menos de quince minutos. Del personal de trescientos, sólo quedaron unas pocas personas encargadas de vigilar el tablero de control automático. Más tarde se añadió un computador al sistema mecánico, con lo que se lo convirtió en un verdadero sistema cerrado, en un órgano cibernético. El computador dirige todo el proceso mecánico mediante pulsos electrónicos cuya frecuencia es de 300,000 ciclos por segundo. Pero aún este sistema es ya anticuado.
La próxima generación de máquinas computadoras tendrá una frecuencia mil veces mayor, es decir de 300 millones de ciclos por segundo, observa Alice Mary Hilton. Las frecuencias de un millón o de mil millones de ciclos por segundo escapan a la comprensión de nuestras mentes finitas. Lo que sí se entiende perfectamente es que, en sólo uno o dos años, hemos avanzado mil veces. Estamos en condiciones de procesar una información mil veces más voluminosa que antes, o bien de procesar igual cantidad de información, con una velocidad mil veces mayor. En resumidas cuentas, una tarea que requería dieciséis horas puede ahora realizarse en un minuto, ¡y sin intervención humana! Un sistema capaz de actuar así no sólo gobierna un tren de montaje, sino todo un proceso industrial, la fabricación completa de un objeto.
No hay razón para que los principios técnicos básicos aplicados para convertir una fábrica de motores de automóvil en un organismo cibernético no puedan utilizarse en todos los campos de la producción en gran escala, desde la industria metalúrgica hasta la alimentaria, desde la electrónica hasta la juguetera, desde la construcción de puentes prefabricados hasta la de casas prefabricadas.
Muchas de las fases de la siderurgia, de la producción de herramientas y matrices, de la fabricación de equipos electrónicos, de la elaboración de substancias químicas —en fin, la lista sería prácticamente interminable— están ya automatizadas parcial o totalmente.
El principal factor que impide la completa automatización de todas las etapas de la industria moderna es el enorme gasto que insumiría el reemplazar las instalaciones existentes con otras nuevas, más complicadas; el segundo factor es el innato espíritu conservador de buena parte de las grandes compañías. Finalmente, como ya dije, en diversas industrias resulta más barata la mano de obra que la máquina.
A no dudarlo, cada industria tiene sus problemas particulares, de modo que la introducción de las nuevas técnicas cibernéticas haría surgir multitud de complicaciones, cuya solución exigiría cuidadoso estudio y grandes esfuerzos. En muchos casos, sería preciso alterar la forma del producto y la disposición de la planta industrial para adaptar el proceso fabril a la técnica de la automatización.
Mas aseverar que por ese motivo es imposible automatizar completamente tal o cual industria, es tan ridículo como si, hace unos años se hubiera afirmado que no era factible volar porque la hélice de un aeroplano experimental no giraba a velocidad suficiente o porque el armazón era demasiado frágil como para resistir las sacudidas del viento.
No hay industria que no pueda automatizarse totalmente si estamos dispuesto a adaptar el producto, las instalaciones, los procedimientos de producción y los métodos de manipulación a las nuevas circunstancias.
En rigor, la mayor dificultad para planear cómo, dónde y cuándo determinada industria ha de automatizarse no estriba en los problemas específicos que se presentarán, sino en el constante progreso de la tecnología moderna, que da enormes saltos de año en año. Prácticamente, todo proyecto de automatización ha de ser tenido como provisorio, pues no bien lo ponemos en el papel, nos enteramos de nuevos y notables avances que dejan ya atrás las ideas esbozadas.
Sin embargo, creo acertado y útil referirme a la aplicación de la nueva tecnología en el campo laboral que embrutece y envilece al hombre como ningún otro. Así como, según aseguran los pensadores radicales, la posición de la mujer dentro de la sociedad da la pauta del nivel moral de ésta, también cabría decir que la sensibilidad de una sociedad respecto al sufrimiento humano puede medirse por las condiciones en que deben desenvolverse los obreros empleados en la obtención de las materias primas, específicamente en las minas y canteras.
Antiguamente, el trabajo en las minas era un modo de castigo, reservado principalmente a los criminales más recalcitrantes, los esclavos más rebeldes y los prisioneros de guerra más aborrecidos. La mina es la imagen del infierno hecha realidad diaria: mundo lúgubre, donde cuerpo y alma se atrofian; mortecino reino inorgánico, traicionera caverna que hace del hombre un triste autómata obligado a trabajar dura y penosamente.
El campo, el bosque, el arroyo y el océano son el medio natural de la vida humana: la mina no es más que mineral, metal, escribe Lewis Mumford.
... Al abrir las entrañas de la tierra para hurgar en su interior, el minero pierde la noción de la forma; sólo ve pura materia, y hasta que llega al filón, esa materia no es más que un obstáculo que va quitando tenazmente de su camino. Si alguna forma ve dibujada en las paredes de su cueva a la luz vacilante de su candela, es la monstruosa proyección de su pico o de su brazo: son las formas del horror. El día, ha sido abolido y el ritmo de la naturaleza, quebrado; aquí es donde surgió el trabajo ininterrumpido día y noche. El minero tiene que vivir con luz artificial aunque fuera el sol brille radiante; y en los yacimientos más profundos, ha menester de ventilación artificial: todo un triunfo del medio ambiente fabricado.
La eliminación del trabajo humano en la extracción de los minerales constituiría de por sí un índice de las posibilidades liberadoras de la tecnología. Y el que podamos decir que esto ya se ha logrado, aunque no sea más que en un solo caso por el momento, es muestra de que en el futuro la técnica dispensará al hombre del trabajo aflictivo.
El primer gran paso en este sentido, por lo menos en lo que a la industria carbonífera concierne, fue dado con la creación de una gigantesca máquina provista de cuchillas de 2,70 m que saca ocho toneladas de carbón por minuto. Gracias a esta extractora continua, a las cargadoras móviles, los taladros eléctricos y otras mejoras, en minas de zonas como la de Virginia Occidental, se redujo la cantidad de mineros a un tercio del número empleado en 1948 y se duplicó la producción individual. Pese a ser esto un gran adelanto, seguíase necesitando del hombre para ubicar y manejar las máquinas; pero ahora, con los últimos progresos técnicos, nos es ya dable prescindir por completo del minero, cuyas tareas pueden ser cumplidas por dispositivos sensibles basados en el principio del radar.
Las máquinas automáticas dotadas de elementos sensoriales posibilitan la eliminación del trabajador no sólo de las grandes minas, tan necesarias para la economía, sino también de la agricultura, si se la organiza según los moldes de la industria moderna. Aunque es muy cuestionable la conveniencia de industrializar y mecanizar la actividad agraria (punto que retornaré luego), el hecho es que, si la sociedad decide hacerlo, fácil será automatizar importantes ramas de la agricultura moderna, desde el cultivo del algodón hasta el del arroz. Podríamos manejar casi cualquier máquina, sea una pala gigante en una mina abierta o una cosechadora en una gran planicie, mediante órganos cibernéticos sensibles o por control remoto con cámaras de televisión. La cantidad de trabajo que insumiría el manejo de estos dispositivos y máquinas desde una distancia segura y una cómoda ubicación sería mínima, en caso de que se requiera intervención humana.
No está muy lejano el día en que una economía organizada racionalmente construirá fábricas completas, compactas, en forma automática, sin que el hombre ponga mano en ello; en que los componentes de las máquinas se producirán con tan poco esfuerzo que la atención de éstas se reducirá al simple acto de quitar una pieza defectuosa para reemplazarla por otra en buen estado, tarea tan pesada como la de sacar y poner una bandeja; en que las máquinas, en suma, se encargarán de fabricar y reparar la mayoría de los aparatos necesarios para mantener una economía altamente industrializada.
Semejante técnica, encauzada totalmente a llenar las necesidades humanas dejando de lado toda consideración en cuanto a ganancias o pérdidas, traería al mundo una abundancia sin precedentes, aún en relación a los standard de opulencia material de los países occidentales prósperos. La máquina puesta al servicio del hombre eliminaría el ponos de la necesidad y el trabajo aflictivo, la condena de vivir en una sociedad basada en la escasez y el trabajo obligatorio, donde imperan la frustración, el sufrimiento y la deshumanización.
En tales circunstancias, los problemas que se plantean en torno de las consecuencias y posibilidades del uso de la cibernética en la técnica no atañen ya a la satisfacción de las necesidades materiales del hombre sino a la reintegración de la sociedad.
Sería responsabilidad nuestra determinar ahora mismo cómo habrán de emplearse la máquina, la fábrica y la mina para promover la solidaridad humana, el logro de una relación equilibrada con el medio natural y de una comunidad verdaderamente orgánica. ¿Deberá utilizarse la nueva técnica en gran escala, sobre la base de una economía nacional que abarque gigantescas empresas industriales?
Este tipo de organización industrial —en rigor, una prolongación de la Revolución Industrial— demandaría un sistema centralizado para la planificación de la economía nacional así como la delegación de la autoridad en manos de representantes económicos y políticos investidos de poderes estratégicos y de mando, poderes consolidados por el dominio que esos representantes estarían en situación de ejercer sobre la industria, convertida en un enorme establecimiento socializado, o de dimensiones nacionales y carácter anónimo.
Por su índole misma, la industria en gran escala es terreno fértil para la proliferación de modos burocráticos de administración, trátese de empresas privadas o dirigidas por los trabajadores. Cuando la industria es socializada al punto de trascender la escala humana, se convierte en el más firme apoyo material del Estado autoritario y centralista.
Acaso la nueva técnica se preste a la producción en pequeña escala, basada en una economía regional y estructurada a medida del hombre. Este tipo de organización industrial propende a dejar las decisiones económicas estratégicas a cargo de la comunidad de cada lugar, cuyas asambleas populares y cuyos consejos técnicos se encuentran perfectamente dentro del alcance de los individuos que la componen. En la medida en que la producción material se descentralice y localice, se afianzará la primacía de la comunidad sobre las instituciones nacionales, suponiendo que alguna de ellas tendiera a adquirir cierto predominio.
La autoridad pertenece fundamentalmente a la asamblea popular, en la que se practica la democracia directa de persona a persona; la autoridad de la asamblea se ve cualitativamente fortalecida por el hecho de que ella es la que dispone exclusivamente de todos los recursos materiales de la sociedad.
Como vemos, lo importante es dilucidar si la sociedad ha de organizarse en torno de la tecnología o si ésta debe organizarse en torno de la sociedad.
Hallaremos la respuesta analizando la nueva tecnología a fin de descubrir si hay manera de utilizarla a escala humana.
En 1945, J. Presper Eckert y John W. Mauchly, de la Universidad de Pennsylvania, presentaron el ENIAC, primer computador digital totalmente realizado según principios electrónicos. Estaba destinado a resolver problemas de balística y su proyecto y construcción llevó cerca de tres años. El aparato era inmenso. Ocupaba 135 metros cuadrados de superficie y pesaba más de 30 toneladas. Incluía 18.800 tubos de vacío con 500.000 conexiones (que Eckert y Mauchly tardaron dos años y medio en soldar), una amplia red de resistencias y kilómetros de cables. El computador llevaba anexo un gran acondicionador de aire para enfriar los elementos electrónicos; además, se descomponía a menudo o presentaba grandes irregularidades, lo cual significaba una gran pérdida de tiempo en reparaciones. Pese a todo, en comparación con los calculadores anteriores, ENIAC era una verdadera maravilla de la electrónica. Efectuaba 5.000 cálculos por segundo y generaba señales eléctricas a raz6n de 100.000 ciclos por segundo. Ninguno de los calculadores mecánicos o electrónicos entonces en uso se aproximaba siquiera a tal velocidad.
Unos veinte años después, la Computer Control Company de Framingham, Massachusetts, ofrecía al público su DDP-124. Trátase de un computador pequeño, compacto, muy semejante a un receptor de radio de dormitorio; con la máquina de escribir y la memoria a él adosados, ocupa cómodamente un escritorio de oficina común. El DDP-124 realiza más de 285.000 operaciones por segundo. Tiene una verdadera memoria, ampliable hasta una capacidad de 33.000 palabras (en cambio, la memoria del ENIAC se fijaba mediante conexiones variables y estaba muy lejos de poseer la flexibilidad de los computadores actuales); su frecuencia es de 1.750 millones de ciclos por segundo. No precisa acondicionador de aire, es absolutamente infalible y presenta muy pocos problemas para su cuidado y mantenimiento. Su costo es infinitamente inferior al del ENIAC.
La diferencia entre el ENIAC y el DDP-124 es de grado antes que de fondo. Excepción hecha de la memoria, los dos computadores dígitos se basan en los mismos principios electrónicos fundamentales. El ENIAC, empero, estaba compuesto primordialmente de piezas electrónicas tradicionales (tubos de vacío, resistencias, etc.) y miles de metros de cables; por su parte, el DDP-124 está constituido principalmente por microcircuitos. Estos microcircuitos son por lo general pequeñísimos, no alcanzan a medir más que una fracción de pulgada, y encierran el equivalente de gran número de piezas electrónicas clave del ENIAC.
Paralelamente a la disminución del tamaño de los elementos componentes del computador, se ha verificado tan notable perfeccionamiento de los medios técnicos clásicos que día a día se crean máquinas de todo tipo cada vez más pequeñas.
Ejemplo de ello es la extraordinaria reducción sufrida por los pantagruélicos talleres para laminado en caliente de marcha continua. Una instalación típica es de las más caras y de mayores dimensiones de la industria moderna. Puede considerársela como una sola máquina, que mide unos 800 metros de largo y es capaz de estirar un lingote de acero de 10 toneladas y 15 centímetros de grosor por 130 centímetros de ancho hasta convertirlo en una lámina de metal de un grosor cercano a los 0.2 centímetros. En el proceso, el lingote es desnudado de sus escamas, pasado por un laminador de enormes cilindros y luego sometido a una serie de operaciones destinadas a dar los toques finales. Toda la instalación, incluyendo los hornos de calentamiento, los trenes de laminación, el tanque de decapado y el edificio puede alcanzar un costo superior a los 50 millones de dólares y ocupar una superficie de 2 hectáreas. Produce 300 toneladas de chapas de acero por hora. Una buena instalación debe contar con gran cantidad de hornos de coque, de hornos de túnel, trenes desbastadores, etc. Todo esto, junto con los trenes de laminación en caliente y en frío, puede cubrir varios kilómetros cuadrados de superficie. Trátase de un complejo siderúrgico moderno, cuya magnitud lo ubica necesariamente en el orden de lo nacional, que necesita grandes cantidades de materias primas (por lo general provenientes de lugares lejanos) y cuya producción está destinada a grandes mercados nacionales e internacionales. Aún totalmente automatizado, un establecimiento de esta naturaleza trasciende por mucho la capacidad de una comunidad pequeña, descentralizada; el tipo de administración que exige es esencialmente de alcances nacionales. En suma, trátase de una actividad económica que, por su índole, inclina la balanza a favor de las instituciones centralistas.
Afortunadamente, disponemos ahora de medios como para reemplazar, en muchos aspectos con ventajas, al complejo siderúrgico arriba descrito.
Así, pueden usarse hornos eléctricos en lugar de los altos hornos. Son en general pequeños y producen excelente arrabio y acero utilizando no sólo coque como agente reductor, sino también antracita, hulla, carbón vegetal y hasta lignita. Otro de los procedimientos a nuestro alcance es el de Hoganas, por el cual se reduce mineral muy rico o concentrado a esponja de hierro mediante gas natural. También tenemos el método Wiberg, que emplea monóxido de carbono y un poco de hidrógeno para efectuar la reducción. Sea como fuere, el hecho es que nos es posible eliminar los hornos de coque, los altos hornos, los hornos de túnel y, quizá, hasta los agentes reductores sólidos. Pero el más importante aporte en los esfuerzos tendientes a dar menores dimensiones a los complejos siderúrgicos —lo cual los tornará accesibles a una comunidad pequeña— es la instalación ideada por T. Sendzimir. El gran tren de laminación en caliente de marcha continua es condensado en un único tren planetario y un pequeño anexo para las operaciones de acabado. Los lingotes de acero calientes, de 2% pulgadas de grosor, pasan por dos pares de cilindros chicos, también calientes, hacia los cilindros laminadores; todo esto va montado en dos jaulas circulares que además contienen dos tambores de retorno. Las jaulas y los cilindros de retorno giran a distinta velocidad, haciendo rotar los cilindros laminadores en dos sentidos, con lo cual se somete al lingote de acero a una terrible presión que lo reduce a un grosor de apenas una décima de pulgada.
La idea de Sendzimir es un verdadero golpe de genio; al girar en las dos jaulas circulares, los pequeños cilindros laminadores adquieren una fuerza que sólo podrían desarrollar cuatro poderosos trenes de laminación y seis trenes desbastadores. Esto significa que el laminado en caliente no necesita ya de establecimientos tan enormes. Además, la fundición continua permite obtener lingotes de acero sin costosas y voluminosas instalaciones.
En resumen: con varios hornos eléctricos, la fundición continua, un tren de laminación planetario y un pequeño tren de laminación en frío de marcha continua, que en total ocuparían de media a una hectárea, una comunidad mediana tendría los medios como para producir y trabajar el acero de acuerdo a sus necesidades particulares.
Este complejo siderúrgico, de escasas dimensiones y gran perfección, produciría un acero de muy buena calidad con mucho menos gasto y desperdicio; aun no siendo automatizado, en relación a un complejo común, requeriría menor cantidad de operarios; y podría reducir mineral pobre en hierro con mayor eficacia y facilidad. Finalmente, puesto que el laminador planetario produce chapas lustrosas y limpias sometiéndolas a la acción de chorros de agua de elevada presión, no se necesita usar ácidos para el decapado, con lo cual se elimina uno de los más graves inconvenientes de la industria siderúrgica: la contaminación de las corrientes de agua donde se arrojan los desechos.
El complejo siderúrgico que acabo de describir no alcanzaría para abastecer a un mercado nacional como el que existe actualmente en los Estados Unidos, por ejemplo. Sólo basta para llenar las necesidades de comunidades pequeñas o medianas y de países de escaso desarrollo industrial. Por lo común, los hornos eléctricos producen de 100 a 250 toneladas de hierro fundido por día, cuando un alto horno funde unas 3.000 toneladas diarias. La instalación de Sendzimir lamina sólo 100 toneladas de metal por hora, aproximadamente una tercera parte de la producción de un tren de laminación en caliente de marcha continua. Sin embargo, la capacidad de producción de nuestro hipotético complejo constituye precisamente una de sus mayores virtudes. Como los productos serían de tan buena calidad que sufrirían poco desgaste y no sería menester reponerlos de continuo, habría menor demanda. Por otra parte, dado que se emplearía mineral de hierro, combustible y agentes reductores en pequeñas tandas, muchas comunidades se bastarían con sus propios recursos de materia prima, sin verse obligadas a acudir a centros nacionales, cosa que fortalecería la independencia de la comunidad y favorecería la descentralización de la vida económica, amén de ahorrar gastos de transporte. Lo que parecería una repetición inútil y costosa de una actividad fácilmente desarrollada por unos pocos complejos siderúrgicos centralizados probaría ser, a la larga, la solución más conveniente y deseable, tanto desde el punto de vista económico como el social.
La nueva técnica no sólo ha creado piezas electrónicas en miniatura o los medios adecuados para descentralizar la producción, también nos ha dado máquinas que se adaptan a los más diversos usos.
Durante más de un siglo, primó la tendencia a crear máquinas cada vez más especializadas y destinadas a un único propósito, fenómeno que era reflejo de la profunda y creciente división del trabajo que iba agarrotando crecientemente a la actividad fabril. Se subordinaba la función al producto.
Con el tiempo, tan estrecho enfoque pragmático desvió a la industria del camino racional en la creación de maquinarias, observan Eric W. Leaver y John J. Brown. La llevó a una especialización más y más antieconómica... La especialización de la máquina tendiente a adaptarla a la producción de un objeto determinado limita totalmente su utilidad, que se acaba en cuanto desaparece la necesidad de fabricar ese producto único. Si analizamos correctamente, el trabajo que realiza una máquina puede reducirse a una serie de operaciones básicas —dar forma, sostener, cortar, etc.—, funciones que debidamente definidas pueden conjugarse en un solo aparato, al que podrá dársele la aplicación requerida en cada caso.
Un taladro que llenara las condiciones postuladas por Leaver y Brown serviría para hacer agujeros de todo calibre, que dejaran pasar desde un fino alambre hasta un caño.
Otrora se consideraba que máquinas de tan amplia capacidad eran completamente prohibitivas desde el punto de vista económico. Sin embargo, ya a mediados de la década de 1950 se idearon y pusieron en uso varias máquinas de este tipo. En 1954 se fabricó en Suiza una perforadora horizontal para la River Rouge Plant de la Ford Motor Company, sita en Dearbon, Michigan. Esta agujereadora sería un magnífico espécimen de la máquina múltiple de Leaver y Brown; dotada de cinco calibradores ópticos iluminados de tipo microscópico, hace agujeros más pequeños que el ojo de una aguja y más grandes que el puño de un hombre. Las perforaciones presentan un error menor de diez milésimas de pulgada,
Las máquinas multiuso revisten una importancia digna de subrayarse. Con ellas, un solo establecimiento industrial estaría en situación de producir una asombrosa cantidad de objetos. Una comunidad pequeña o mediana podría satisfacer gran parte de la demanda local de cierto número de productos con un mínimo de instalaciones industriales aprovechadas al máximo. Se eliminarían las pérdidas ocasionadas por la caída en desuso de las maquinarias, y los establecimientos se utilizarían para distintos propósitos.
Merced a la flexibilidad y amplitud que esto otorgaría a la vida económica de la comunidad, ésta lograría una capacidad para autoabastecerse y un grado de autarquía como no vemos en ninguno de los países de industria avanzada de la actualidad. En cuanto a la readaptación de las maquinarias para nuevos usos, resultaría muchísimo más fácil y barata, pues, en general, consistiría en una graduación de las operaciones que es capaz de realizar la máquina y no exactamente en una modificación de su estructura o sus características. Si se tratara, por ejemplo, de una perforadora, no habría más que cambiar la mecha; y si fuera un torno, bastaría con reemplazar la cuchilla.
Por último, la automatización de las máquinas múltiples no presentaría mayores obstáculos; para introducirlos en una instalación industrial automatizada, se requeriría una alteración de los circuitos y de los programas antes que de la forma y la estructura de las máquinas en sí.
Desde luego, las máquinas especializadas seguirían existiendo para cumplir la misma función que llenan hoy, a saber, la fabricación en gran escala de productos de abundante uso y de corta vida.
Hay en la actualidad magníficas máquinas de este tipo notablemente automatizadas; suelen ser pequeñas instalaciones que las comunidades no centralizadas podrían adoptar sin grandes modificaciones. Ejemplo de ello son las máquinas de embotellar y envasar, que constituyen instalaciones compactas, automáticas y sumamente racionalizadas. Para cuando estén establecidas las comunidades descentralizadas, sin duda contaremos ya con maquinarias automáticas de menores dimensiones para las industrias textil, química y alimentaria. Y supongo que también las fábricas de automotores habrán evolucionado en este sentido para el día en que automóviles, autobuses y camiones se muevan a impulsos de la energía eléctrica.
Muchos de los grandes establecimientos que quedarán podrían descentralizarse eficazmente reduciendo sus dimensiones al máximo y disponiendo las cosas de manera que fueran explotados simultáneamente por varias comunidades.
No pretendo afirmar que todas las actividades económicas humanas son susceptibles de descentralización completa, pero creo que la mayoría puede llevarse a dimensiones humanas y comunitarias. Baste decir que es posible trasladar el mayor peso de la economía de los organismos nacionales a los comunitarios, de las instituciones burocráticas centralizadas a las asambleas populares locales, a fin de cimentar la soberanía de la comunidad libre sobre un sólido fundamento industrial.
Tal mutación comprendería un cambio histórico cualitativo, un cambio social revolucionario de vastas proporciones, sin precedentes en la evolución técnica y social del hombre.
Hasta ahora me he ocupado de aspectos tangibles, netamente objetivos, como son la posibilidad de eliminar el trabajo penoso, la inseguridad material y la centralización de la economía. Ahora pasaré a referirme a un problema que puede parecer algo subjetivo, pero que considero de absoluta importancia: la necesidad de lograr que el hombre vuelva a saber de su dependencia respecto al mundo natural, que su interrelación con la naturaleza sea parte viva de su cultura.
Tal problema es característico y propio de esta sociedad nuestra, tan urbanizada e industrializada. En casi todas las civilizaciones preindustriales, el hombre no necesitaba que se le explicara su relación con el medio natural, ésta era bien clara, evidente y viable, y estaba santificada plenamente por la tradición y los mitos. La sucesión de las estaciones, las variaciones pluviales, el ciclo vital de las plantas y los animales con que el hombre se alimentaba y vestía, los caracteres distintivos de la zona ocupada por la comunidad, eran todos elementos familiares, comprensibles, que despertaban en él un sentido de reverencia religiosa, de comunión con la naturaleza, y, más pragmáticamente, un respetuoso sentimiento de dependencia.
Rara vez encontramos entre las primeras civilizaciones occidentales una tiranía social tan despótica y despiadada que ignorara tal relación. Las invasiones de los bárbaros y, más engañosamente, el desarrollo de las civilizaciones comerciales pueden haber destruido las conquistas logradas por las culturas agrarias establecidas, pero normalmente —aún cuando involucraran una explotación del hombre— los sistemas basados en la agricultura sólo excepcionalmente provocaron la destrucción del suelo y los terrenos.
Durante los periodos más opresivos de la historia del antiguo Egipto y la Mesopotamia, las clases dominantes se preocupaban por mantener los canales de irrigación en buen estado y promover métodos racionales para el cultivo de plantas alimenticias. Incluso los antiguos griegos, cuya heredad estaba constituida por un suelo montañoso de escasa profundidad y sometido a marcada erosión, tuvieron la inteligencia de convertir las laderas boscosas en huertos y viñedos, que eran las formas de cultivo que admitían esas tierras.
Durante la Edad Media, el duro suelo europeo fue trabajado paciente y hábilmente hasta tornarlo apto para la agricultura.
En términos generales, el medio natural empezó a ser explotado implacablemente cuando surgieron los sistemas agrícolas comerciales y las sociedades urbanizadas en extremo. Uno de los más tristes casos de inutilización del suelo que hallamos en el mundo antiguo es el de las chacras comerciales de África del Norte y la Península Itálica, donde se empleaban esclavos.
En cuanto a nuestra época el desarrollo de la técnica y el crecimiento de las ciudades han alienado al hombre de la naturaleza, provocando su total separación de ella. El hombre occidental está encerrado en un medio urbano esencialmente artificial, se encuentra físicamente alejado de la tierra y la máquina se interpone en su relación con el mundo natural. Amén de desconocer de dónde proviene y cómo se producen la mayoría de los bienes que consume, le presentan su alimento de manera tal que conserva poco o nada de la forma del animal o la planta con que ha sido preparado. Encajonado en un medio urbano aséptico (casi institucional en forma y apariencia), el hombre moderno se ve privado incluso de actuar como espectador de la actividad agrícola e industrial que satisface sus necesidades materiales. Es pura y exclusivamente un consumidor, un receptáculo insensible. Sería injusto afirmar que no respeta su medio natural; lo trágico es que no tiene casi idea de qué es la ecología o de lo que se requiere para mantener el equilibrio del mundo que lo circunda.
Es preciso restaurar el equilibrio, no sólo en la naturaleza sino también entre ella y el ser humano.
En otro ensayo, traté de demostrar que, si no se equilibra de alguna manera la relación entre el hombre y su contorno, la especie humana corre el grave peligro de extinguirse.[7] Aquí me propongo mostrar cómo puede aplicarse la nueva técnica con criterio ecológico a los fines de cristalizar el sentimiento de dependencia del hombre respecto a su medio natural; quiero probar que, al reintroducir el mundo natural en la experiencia humana, contribuiremos a la integración del hombre.
Los utopistas clásicos comprendieron plenamente que el primer paso en este sentido ha de consistir en eliminar la oposición entre ciudad y campo.
Es imposible dijo Fourier hace casi un siglo y medio, organizar agrupaciones humanas estables y bien equilibradas sin hacer entrar en juego las labores del campo, o al menos el jardín, la huerta, el ganado y la manada, el corral y gran variedad de especies tanto animales como vegetales. Consternado ante los efectos sociales de la Revolución Industrial, añadía Fourier: En Inglaterra ignoran este principio y experimentan con artesanos, únicamente con el trabajo industrial, que no basta por sí solo para mantener la unión social.
Aseverar que el habitante de la ciudad moderna debería gozar nuevamente de las labores del campo suena a broma. El retorno a la agricultura campesina propia del tiempo de Fourier no es posible ni deseable. Charles Gide estaba muy en lo cierto cuando señaló que el quehacer agrícola no es necesariamente más atractivo que el industrial; la labranza ha sido siempre considerada... como el tipo de trabajo más penoso: es el trabajo que se hace con el sudor de la frente. La idea de Fourier de que en los falansterios se cultivaran principalmente frutas y hortalizas en lugar de cereales, no es respuesta suficiente. a esta objeción. Si no nos proyectáramos más allá y recurriéramos sin más a los procedimientos actuales, la única alternativa que nos quedaría para salir de la agricultura campesina sería una forma de explotación agropecuaria muy especializada y centralizada que empleara métodos semejantes a los de la industria moderna. En realidad, de este modo, en lugar de implantar un equilibrio entre ciudad y campo, nos encontraríamos sumidos en un medio artificial que habría neutralizado totalmente al natural.
Si convenimos en que la comunidad debe volver a integrarse físicamente con la tierra, que ha de desenvolverse en un contorno agrícola que patentice la dependencia del hombre respecto a la naturaleza, entonces el problema reside en hallar la manera de efectuar esta transformación sin restaurar el trabajo penoso. En suma, ¿cómo podrían practicarse la labranza, las formas de cultivo ecológicas y la explotación agropecuaria en escala humana y sin sacrificar la mecanización?
Algunos de los procesos más promisorios logrados en la esfera de la agricultura después de la segunda guerra mundial préstanse por igual para la explotación de la tierra en pequeña escala, en sus formas ecológicas, y para el tipo de explotación comercial, con grandes establecimientos organizados a imagen de la industria, como los que se han generalizado en las últimas décadas.
Veamos algunos casos concretos. Las faenas del campo, pueden mecanizarse en forma racional con el inteligente aprovechamiento de máquinas y dispositivos ya existentes, que virtualmente eximirían al hombre de los trabajos rurales fatigosos. Ejemplo ilustrativo de este principio es la alimentación mecanizada del ganado. Si se interconectan varios silos de manera que se mezclen los distintos forrajes y granos y luego se transporta mecánicamente esta mezcla a los pesebres, con sólo apretar unos botones y mover unas llaves se habrá cumplido en pocos minutos una tarea que seis hombres, trabajando con horquillas y baldes, tardan medio día en realizar. Este tipo de mecanización es intrínsecamente neutro. En efecto, el sistema es aplicable a haciendas de miles de cabezas o de sólo unos cientos; permite utilizar indistintamente alimentos naturales o sintéticos, enriquecidos con hormonas; y puede utilizarse en chacras relativamente pequeñas de ganadería mixta, o en establecimientos de todo tamaño dedicados al ganado vacuno para la industria lechera o de la carne. En una palabra, este procedimiento puede ponerse al servicio de las formas de explotación comercial más abusivas o de la más sensible aplicación de los principios de la ecología.
Igual sucede con la mayoría de las maquinarias agrícolas creadas (en muchos casos simplemente readaptadas para su uso múltiple) en los últimos años. El tractor moderno, por ejemplo, es una extraordinaria muestra del ingenio mecánico. Los modelos de jardín pueden usarse sin dificultad para toda clase de tareas; ligeros y muy fáciles de manejar, siguen las sinuosidades del terreno más escabroso sin dañar la tierra. Los tractores grandes, especialmente los destinados a zonas cálidas, suelen tener cabinas con aire acondicionado; además del equipo de arrastre vienen provistos de accesorios para cavar agujeros para postes, realizar el trabajo de camiones recolectores y aun generar energía eléctrica para los elevadores de granos. Además, se han ideado arados aptos para hacer frente a cualquier dificultad que se presente en la labranza. Hay incluso modelos avanzados que se regulan hidráulicamente para seguir los altibajos del terreno. También se cuenta con sembradoras mecánicas para prácticamente todo tipo de cosecha; las que arrojan simultáneamente semillas, fertilizantes y plaguicidas (desde luego); conjugan varias operaciones en una sola, lo cual redunda en beneficio del suelo por evitarse el apelmazamiento que produce el paso repetido de máquinas pesadas.
La variedad de cosechadoras mecánicas ha alcanzado proporciones asombrosas. Hay cosechadoras para los más diversos tipos de hortalizas, bayas, vides, sembrados de campo abierto y, desde luego, cereales. Los graneros, los corrales, los depósitos, han ‘sido totalmente revolucionados con los mecanismos de transporte automático, los silos herméticos, los eliminadores automáticos de estiércol, los aparatos para regular la temperatura y humedad ambientes, en fin, una lista interminable. Las cosechas se desgranan, limpian, cuentan, congelan o envasan, embolsan, empaquetan y embalan, todo ello mecánicamente. La construcción de zanjas de riego cementadas ha quedado reducida a una simple operación mecánica ejecutada por una o dos máquinas excavador as. Los terrenos de subsuelo o de desagüe malos pueden mejorarse mediante equipos removedores e implementos de labranza que penetran más allá de la primera capa de tierra.
A pesar de que una parte de las investigaciones agronómicas se dedican a la creación de agentes químicos perniciosos y cultivos de dudoso valor nutritivo, se han producido extraordinarios adelantos en lo que al mejoramiento genético de las plantas se refiere. Así, se han hallado muchas variedades de cereales y verduras resistentes a los insectos depredadores, a las enfermedades y al frío. En muchos casos, estas variedades representan decididamente un mejoramiento de los ancestrales tipos naturales y han posibilitado la explotación de extensas superficies desaprovechadas por falta de cultivos adecuados a sus condiciones. El plan de reforestación de la gran llanura central de EE.UU., tímidamente iniciado hacia 1920, poco a poco va transformando esa región otrora inhóspita y estéril en una planicie apta para la agricultura y ecológicamente más equilibrada. Los árboles actúan como rompevientos en el invierno y sirven de refugio a los pájaros y a los mamíferos pequeños en las épocas de calor. Contribuyen a la conservación del suelo y de la humedad, ayudan a mantener la cantidad de insectos bajo control e impiden que los vientos dañen las cosechas en los meses estivales. La aplicación de planes de este tipo podría mejorar notablemente la ecología de cualquier comarca. En cuanto al referido programa de reforestación (que se llevó a cabo en buena parte sin ayuda estatal) es uno de los pocos casos en que el hombre se ha preocupado por mejorar el medio natural para poner una zona en condiciones óptimas.
Detengámonos aquí para imaginar cómo nuestra comunidad libre se integrará con su medio natural. Suponemos que su instalación ha sido precedida de cuidadosos estudios acerca de su ecología natural: las condiciones atmosféricas y climáticas, los recursos acuáticos, las formaciones geológicas, las materias primas, el suelo, la fauna y la flora. El número de habitantes se mantiene conscientemente dentro de los limites impuestos por la capacidad de absorción de la zona. El aprovechamiento del suelo se rige enteramente por principios ecológicos a fin de conservar el equilibrio entre el medio geobiológico y sus ocupantes. La comunidad, de vida industrial independiente, forma una unidad bien definida dentro de una matriz natural, una unidad que se encuentra social y artísticamente en equilibrio con su contorno.
Muy mecanizada está la actividad agropecuaria, que procura alcanzar un máximo de variedad en lo que a cultivos, ganado y vegetación arbórea se refiere. Hay preocupación por promover la mayor diversidad de flora y fauna a fin de evitar las plagas y aumentar la belleza del paisaje. Sólo se permite la explotación agrícola y ganadera en gran escala allí donde no afecta la ecología del lugar. Por cultivarse toda clase de plantas alimenticias, la agricultura corre por cuenta de pequeñas chacras separadas entre sí por franjas arboladas, grupos de arbustos y, donde es posible, por prados y campos de pastoreo. En terreno ondulante, montañoso o accidentado, las superficies de gran declive están cubiertas de árboles a los efectos de prevenir la erosión y la pérdida de agua. El suelo es objeto de detenido estudio para destinar cada parcela al tipo de cultivo que mejor se presta a sus condiciones.
Se busca aunar campo y ciudad sin sacrificar ninguno de los beneficios que uno y otro pueden ofrecer a la experiencia humana. La región ecológica forma el linde social, cultural y biológico de la comunidad o del grupo de comunidades que comparten sus riquezas naturales. Cada centro comunitario está hornado de plantas, floridos jardines, atractivas alamedas, parques, e incluso arroyuelos y estanques habitados por peces y aves acuáticas. La zona rural, que provee los alimentos y las materias primas, no sólo constituye el contorno inmediato de la comunidad, tan cercano que puede llegarse a él a pie, sino que también penetra en ella. Aunque ciudad y campo conservan su individualidad, aunque se exaltan y acentúan sus atributos particulares la naturaleza está presente en todo el radio urbano en tanto que la ciudad parece haber acariciado a la naturaleza, dejando en ella un delicado sello humano.
Pienso que en una comunidad libre, la agricultura se practicará como si fuera una artesanía más, que servirá como expresión personal y deparará gran placer al agricultor. Este, libre de las tareas pesadas merced a la mecanización, cumplirá su labor con la misma actitud gozosa y creadora que suele ponerse en la jardinería. La agricultura será parte viva de la sociedad humana, motivo de una actividad física placentera, —en virtud de sus exigencias ecológicas— un desafío para el intelecto, la ciencia y el arte. Los miembros de la comunidad se identificarán con la vida que los rodea tan orgánicamente como la comunidad misma se funde con la naturaleza, propio del hombre desde tiempo inmemorial. La naturaleza, junto con los modos de pensamiento orgánicos que siempre nacen a su abrigo, será parte integral de la cultura humana; reaparecerá con nuevo espíritu en la pintura, la literatura, la filosofía, la danza, la arquitectura, los objetos domésticos, e incluso en los gestos y actividades cotidianas. La cultura y la psiquis humana se verán penetradas por un nuevo espíritu.
La región no será explotada sino utilizada lo más plenamente posible. Esto es importantísimo para que la dependencia de la comunidad respecto a su contorno se asiente sobre bases firmes para que el hombre adquiera un profundo y perdurable respeto por las necesidades del mundo natural, un respeto sabedor de que él es condición fundamental de la supervivencia y el bienestar humanos. Se procurará satisfacer las necesidades del grupo comunitario con los medios de que se disponga en la localidad, vale decir emplear las fuentes de energía, los minerales, los árboles, el suelo, el agua, los animales y las plantas con criterio racional y humano, sin violar los principios ecológicos. En lo que a esto se refiere, imagino que la comunidad utilizará nuevas técnicas actualmente en vías de desarrollo, muchas de las cuales se prestan admirablemente para una economía basada en los recursos locales. Aludo a la extracción de minerales que se encuentran diluidos o en forma de vestigios en la tierra, el agua y el aire; el aprovechamiento de la energía solar, eólica, geotérmica e hidroeléctrica; al uso de bombas térmicas, combustibles vegetales, estanques solares, conversores termo eléctricos y, eventualmente, a las reacciones termonucleares controladas.
Hay una especie de arqueología industrial que nos revela la existencia, en distintos lugares, de una actividad floreciente e interrumpida ha mucho por nuestros predecesores. Desde el Valle del Hudson hasta el Rin, desde los Apalaches hasta los Pirineos, hallamos restos de minas y de industrias metalúrgicas muy desarrolladas, vestigios dispersos de industrias locales y señales de un quehacer agropecuario abandonado largo tiempo atrás; todos rastros dejados por comunidades que llegaron a prosperar en base a los recursos naturales de la zona donde estaban establecidas. En muchos casos, estas comunidades comenzaron a decaer porque los productos por ellas provistos fueron radiados por industrias que contaban con un mercado nacional, se basaban en las técnicas de producción en masa y poseían importantes fuentes de materia prima. Las riquezas de que antaño gozaron esas comunidades no han desaparecido, aguardan que alguien vaya a usufructuarias; si bien despreciables para una sociedad muy urbanizada, son eminentemente adecuadas para la comunidad descentralizada y sólo requieren la aplicación de técnicas industriales aptas para la producción de calidad y en pequeña escala. Si hiciéramos un serio inventario de los recursos existentes en muchas regiones despobladas del orbe, descubriríamos que ofrecen la posibilidad de satisfacer las necesidades materiales de una comunidad en mayor medida de lo que pudiera pensarse.
Con su continua evolución, la tecnología tiende a ampliar esas posibilidades locales. Como ejemplo, veremos de qué modo los progresos tecnológicos permiten utilizar industrialmente elementos al parecer inferiores e inaprovechables. Durante fines del siglo pasado y principios del actual, la cadena de Mesabi de Minnesota proveyó a la siderurgia de los EE.UU. de mineral muy rico en hierro, lo cual contribuyó a la pronta prosperidad de la metalurgia del país. Al gastarse estas reservas, no hubo más remedio que recurrir al piso taconiense, cuyo mineral metalífero apenas contiene un cuarenta por ciento de hierro. Resulta virtualmente imposible trabajar este piso con los métodos clásicos, pues un taladro de aire comprimido tarda una hora para penetrar treinta centímetros. Afortunadamente, la creación de un taladro de soplete, que horada la piedra a razón de seis a nueve metros por hora, permitió la explotación de estos yacimientos. El mineral así sacado es sometido a proceso de pulverización, separación y aglomeración, según procedimientos perfeccionados recientemente que lo hacen aprovechable para la industria siderúrgica.
Cuando hayamos ascendido al próximo peldaño tecnológico, tal vez descubramos la manera de extraer sustancias químicas y minerales muy diluidos o difusos de la tierra, los desechos gaseosos y el mar. Muchos de los metales más valiosos son en realidad bastante abundantes, pero se los encuentra muy diseminados o en forma de vestigios. No hay prácticamente terrón de tierra o piedra que no contenga, en orden creciente, restos de oro, uranio, ciertos elementos útiles para la industria, como son el magnesio, el zinc, el cobre y el azufre. El hierro compone el 5% de la corteza terrestre. ¿Cómo adueñarnos de todas estas sustancias? El problema ha sido resuelto, en principio al menos, por las técnicas analíticas de las que se valen los químicos para descubrirlas. Como bien dice el talentoso químico Jacob Rosin, el hecho de que sean obtenibles en el laboratorio, abona la esperanza de que alguna vez podrá extraérseles en cantidad suficiente como para abastecer a un tipo de comunidad como será la descentralizada.
Hace ya más de medio siglo que el nitrógeno empleado comercialmente en todo el mundo se saca de la atmósfera. El magnesio, el cloro, el bromo y la sosa cáustica se toman del agua de mar; el azufre proviene del sulfato de calcio y de los desperdicios industriales. La electrólisis de soluciones salinas podría proveer abundancia de hidrógeno a la industria, pero por lo común se lo obtiene por combustión o de las emanaciones de los procesos de obtención industrial del cloro. Si hubiera forma de recuperar el carbono contenido en el humo y evitar que se disipara en el aire con otros compuestos gaseosos, dispondríamos de enormes cantidades de este elemento, que raramente se encuentra aislado en la naturaleza. El mayor problema de los químicos consiste en hallar los medios para separar del agua de mar y de las rocas comunes las sustancias simples y compuestas de valor con energía de bajo costo. Cuéntase actualmente con dos métodos —el intercambio iónico y la eromatografía—, que de ser perfeccionados para su uso industrial, podrían emplearse para seleccionar o separar los elementos deseados de sus soluciones; mas la cantidad de energía que requieren estos métodos involucraría gastos que sobrepasarían las posibilidades económicas de cualquier sociedad. Si no se hallan procedimientos nuevos, totalmente distintos a los conocidos, es muy difícil que las fuentes de energía de que disponemos —combustibles fósiles como el carbón y el petróleo— sirvan para solucionar el problema de la obtención de substancias químicas.
En realidad, no falta energía per se para realizar los sueños tecnológicos más extravagantes del hombre; sucede simplemente que estamos dando los primeros pasos en el aprovechamiento de fuentes energéticas que se ofrecen generosa e ilimitadamente. La energía de la radiación solar que llega a la superficie terrestre se estima en aproximadamente 3.200 Q, es decir 3.000 veces más de lo que consume la humanidad en un año.[8] Una fracción se convierte en viento o es utilizada por la vegetación para la fotosíntesis; pero de ella resta una fabulosa cantidad que, teóricamente, podría emplearse para usos industriales y domésticos. La cuestión es encontrar la manera de aprovecharla, aunque sólo fuera para satisfacer parte de nuestras necesidades. Si pudiera tomarse la energía solar para calentar los edificios, por ejemplo, el veinte o treinta por ciento de los recursos destinados a tal propósito pasarían a cumplir otras funciones. Y si también halláramos el modo de cocer los alimentos, calentar agua, fundir metales y producir energía eléctrica, necesitaríamos relativamente poco de los combustibles fósiles. Lo terrible es que en los últimos años se han creado dispositivos que permiten usar la radiación solar para los fines mencionados. Tenemos ya la forma de calentar las casas, cocinar, hervir agua, derretir metales y producir electricidad mediante artefactos que emplean exclusivamente la energía del sol; pero, desgraciadamente, esto no puede hacerse con eficacia en todas las latitudes habitadas por el hombre, de suerte que aún quedan por resolver muchos problemas técnicos a los que sólo se hallará solución mediante intensas y profundas investigaciones.
Hay ya varios edificios dotados de calefacción solar. En los Estados Unidos, las más famosas son las construcciones experimentales del MIT de Massachusetts, la casa Lof de Denver, las casas Thomason de Washington, D. C., y la casa con calefacción solar construida por la Asociación de Energía Solar Aplicada cerca de Phoenix, Arizona, que mereció un premio. Thomason, en cuyos edificios los gastos de combustible apenas llegan a los cinco dólares anuales, parece haber creado uno de los sistemas más prácticos existentes en la actualidad. La energía térmica del sol es recogida por una porción del techo y luego transferida por agua circulante a un tanque que se encuentra en el sótano. (Cabe añadir que esta agua puede emplearse también para enfriar la casa y, en caso de urgencia, como agua potable y para apagar incendios.) Este sistema es muy ingenioso, simple y de costo relativamente bajo. Ubicada en Washington, cerca del paralelo 40, la casa se encuentra sobre el borde de la cintura solar, que es la faja geográfica comprendida entre los paralelos 40 de latitud norte y sur, y donde mejor pueden aprovecharse los rayos solares para los usos domésticos e industriales. El hecho de que el método de Thomason sólo requiere una ínfima cantidad de combustible común suplementario, hace pensar que la calefacción solar es la ideal para las regiones de clima similar o más cálido.
Esto no significa, desde luego, que la calefacción solar es inaplicable en latitudes septentrionales o en zonas más frías. En estas áreas podría utilizarse la energía radiante del sol de dos maneras: con sistemas de calefacción más elaborados que redujeran el consumo de combustible corriente a niveles próximos a los logrados con el método de Thomason o bien con sistemas simples que llenen del 10 al 50 por ciento de sus necesidades con los combustibles tradicionales. Como bien señala Hans Thirring, con el pensamiento puesto en el costo y en el esfuerzo, cualquiera sea el caso:
La gran ventaja que presenta la calefacción solar reside en que no hay gastos de funcionamiento, salvo los de la electricidad consumida por los ventiladores, que es verdaderamente despreciable. Por tanto, el dinero invertido en la instalación es el único gasto que insume la calefacción de la casa durante toda su existencia. Además, el sistema funciona automáticamente, sin soltar humo, hollín o vapores, y exime de trabajo como cargar la caldera, vigilar el combustible, limpieza, reparaciones, etc., etc. Un país que añada la radiación solar a sus fuentes de energía aumentará sus riquezas; y si todas las casas situadas en regiones de condiciones favorables estuvieran equipadas con calefacción solar se ahorrarían millones por año en combustible. Telkes, Hottel, Lof, Bliss y otros hombres de ciencia que están abriendo caminos en materia de aprovechamiento de la energía térmica solar son verdaderos precursores en un campo aún inexplorado de cuyas posibilidades sólo el futuro dirá.
Resulta significativo que los conceptos de Thirring parezcan apelar a un mundo ahogado por consideraciones de lucro (particularmente las de las industrias enriquecidas por la explotación de los combustibles corrientes), que tenga que presentar tales argumentos como justificativo para incitar al estudio de una fuente de energía vergonzosamente descuidada.
Actualmente la energía solar se utiliza sobre todo para cocer alimentos y calentar agua. Hay miles de cocinas solares en diversos países en desarrollo, en el Japón y en las zonas cálidas de los Estados Unidos. Una cocina solar consiste simplemente en un reflector esférico que concentra el calor en una placa que asa carne o hierve un litro de agua en sólo quince minutos cuando hay sol resplandeciente. Portátil, segura y limpia, no requiere combustible ni fósforos, ni produce humo. El horno solar portátil alcanza temperaturas de hasta 4500 y es aún más pequeño y fácil de usar que una cocina solar. La energía radiante del sol se emplea también para calentar el agua de casas privadas, edificios de departamentos, lavanderías y piscinas de natación. En Florida existen ya 25.000 dispositivos de este tipo, cuyo uso se va extendiendo también a California.
Los avances técnicos más impresionantes logrados en el campo del aprovechamiento de la energía solar son los dispositivos aplicables a la industria, aunque en la mayoría de los casos se trata de procedimientos auxiliares, cuando no experimentales. El más sencillo es el horno solar. Consta de un solo espejo parabólico de grandes dimensiones o, más comúnmente, de una serie de espejos parabólicos montados en una voluminosa caja. El colector recibe los rayos solares a través de un helióstato, formado por varios espejos reflectores pequeños dispuestos horizontalmente en fila y que siguen el movimiento del sol. Ya hay varios cientos de estos hornos en uso. Uno de los más grandes, el de Mont Louis, del doctor Félix Trombe, produce 75 kilovatios de energía eléctrica; se lo utiliza principalmente para investigaciones sobre temperaturas elevadas y se presta magníficamente para la fundición industrial de metales. En efecto, dado que los rayos del sol no contienen impurezas, el horno puede fundir 50 kilos de metal sin que se produzca la contaminación propia de los métodos de fundición clásicos. Un horno solar construido en Nattick, Massachusetts, por la Intendencia del Ejército de los EE.UU. entrega temperaturas de hasta 5.000°C, suficientes para fundir vigas de acero en doble T; exteriormente, semeja una pequeña pantalla cinematográfica salpicada de espejos cóncavos.
Los hornos solares tienen muchas limitaciones, pero no hay por qué pensar que ellas sean insuperables. Por ejemplo, su eficacia se ve apreciablemente afectada por brumas, nieblas, nubes, polvo atmosférico y vientos fuertes que desvían el equipo e impiden la exacta concentración de los rayos solares en el foco. Entre otras soluciones, se ha probado poner los dispositivos bajo techo corredizo, cubrir los espejos y alojarlos con materiales apropiados en cajas especialmente fuertes y firmes. Por otro lado, los hornos solares son limpios, eficientes, cuando las condiciones son propicias, y producen metales de gran pureza, cosa que ninguno de los hornos corrientes podría igualar.
Igualmente promisorios son los resultados de los intentos de convertir la energía solar en electricidad. Teóricamente, la energía que recibe un metro cuadrado de superficie sobre la que los rayos solares caen en forma perpendicular es del orden de un kilovatio hora. Si pensamos que en las zonas áridas del mundo hay millones y millones de kilómetros cuadrados de tierras desérticas desaprovechadas, que podrían utilizarse para producir electricidad, observa Thirring, llegaremos a la comprobación de que, con sólo ocupar el uno por ciento de esos terrenos para establecer centrales eléctricas solares, podría obtenerse una cantidad de energía infinitamente superior a la que proveen todas las centrales comunes del mundo juntas, que asciende a unos 200 millones de kilovatios. En la práctica, la idea de Thirring no pudo llevarse a cabo debido a consideraciones de costo, factores de mercado (no hay actualmente gran demanda de electricidad en los países en desarrollo que poseen esas regiones cálidas especialmente aptas para esta forma de aprovechamiento de la energía solar) y sobre todo, debido al espíritu conservador de quienes tienen en sus manos todo lo referente a la producción de electricidad. En los últimos años, el mayor interés dentro de la conversión de energía solar en electricidad se ha centrado en la creación de baterías solares, debido sobre todo a la búsqueda de elementos útiles para los vuelos espaciales.
Las baterías solares —empleadas con muy buen éxito en los viajes espaciales— se basan en el efecto termoeléctrico. Cuando se soldan dos barras metálicas, de antimonio y bismuto, por ejemplo, de manera que formen un circuito cerrado, si se produce una diferencia de temperatura, digamos por mayor calentamiento de uno de los metales, pasa por el circuito una corriente eléctrica. Merced al perfeccionamiento de las baterías solares, en las últimas décadas se han logrado dispositivos que tienen una capacidad de conversión de un quince por ciento; seguramente, en un futuro no muy lejano, se llegará a una eficacia del veinte al veinticinco por ciento. Las baterías solares, agrupadas en grandes paneles, se han empleado ya para alimentar autos eléctricos, botes pequeños, instalaciones telefónicas y, de una o varias juntas, para radios, fonógrafos, relojes, máquinas de coser y otros aparatos. Se cree que algún día el costo de las baterías solares se reducirá al punto que será factible utilizarlas para proveer de corriente eléctrica a las casas e incluso a pequeños establecimientos industriales.
Por último, hay aún otro modo de usar la energía solar; por calentamiento de una masa de agua. Hace ya tiempo que los ingenieros estudian la manera de obtener corriente eléctrica de las diferencias de temperatura provocadas en el agua del mar por los rayos del sol. Si se construyen tanques de agua que cumplan ciertos requisitos que lo adecúen para la función deseada, puede obtenerse anualmente 30 millones de kilovatios hora por cada kilómetro cuadrado de superficie de agua, rendimiento equiparable al de cualquier central eléctrica de mediana potencia que trabaje más de doce horas diarias. La corriente eléctrica se reduciría así sin gastos de combustible, con sólo poner el agua al sol, como dice Henry Tabor. El calor acumulado en el fondo del estanque se extraería haciendo circular el agua caliente por una cámara de intercambio térmico, de donde el líquido sería devuelto al estanque. Si en las comarcas calurosas, que serían las más propicias para este procedimiento, se dedicaran 25.000 kilómetros cuadrados de superficie acuática a la producción de electricidad, podría abastecerse a 400 millones de personas.
Las mareas representan otro recurso aún inexplorado que daría electricidad a muchas zonas costeras. Bastaría encontrar la manera de aprisionar las aguas que suben con la marea alta en una dársena natural —una bahía o desembocadura de un río, por ejemplo— para luego soltarlas durante la baja, a fin de mover las turbinas con el torrente así creado. Existen muchos lugares que presentan condiciones muy adecuadas para generar electricidad con la fuerza de las mareas. En Francia ya se ha construido una inmensa central cerca de la boca del río Rance, en St. Malo, que se espera producirá 820 kilovatios hora por año. En ese mismo país, planean levantar otro dique en la bahía del Mont Saint-Michel. Por lo que a Inglaterra se refiere, la confluencia de los ríos Severn y Wye se presta magníficamente para una central de este tipo. Tal represa proveería una cantidad de electricidad equivalente a la que se obtiene con un millón de toneladas de carbón por año. Otro lugar soberbio es la bahía de Passaquoddy, ubicada en la frontera entre Maine y New Brunswick. Otros sitios ideales se encuentran en el Golfo de Mezen, sobre la costa rusa que se abre hacia el Océano Ártico, la Península de Kola y el Mar de Okhotsk. La Argentina proyecta construir un embalse en el estuario del río Deseado, cerca de Puerto Deseado, sobre el Atlántico. Muchos son los parajes marítimos que se prestarían al aprovechamiento de la fuerza de la marea, pero excepción hecha de Francia, ningún país se ha puesto seriamente a explotar esta fuente de energía eléctrica.
Las diferencias de temperatura del agua del mar o de la tierra podrían utilizarse para generar electricidad en cantidades considerables o producir calor para usos domésticos. En las capas superficiales de las aguas tropicales es fácil hallar diferencias de temperatura de hasta 17 grados centígrados; en el litoral de Siberia, hay en invierno diferencia de 30 grados entre el aire y el agua que se encuentra por debajo de la capa de hielo. A medida que descendemos, el interior de la tierra va aumentando su temperatura, de modo que tenemos varios niveles de diferencia térmica con respecto a la superficie. Podrían emplearse bombas de calor para producir diferencias térmicas destinadas a impulsar turbinas de vapor para la industria o simplemente para la calefacción de las casas. La bomba térmica se basa en un principio similar al del refrigerador mecánico: un refrigerante que circula por una cañería toma el calor de determinado medio, lo disipa. y vuelve a repetir el ciclo. Durante los meses invernales, se utilizarían las bombas para hacer circular por una cavidad poco profunda una substancia refrigerante que absorbiera el calor de las capas de tierra cercanas a la superficie y transportara ese calor a un edificio. En el verano, se invertiría el proceso; se quitaría el calor de las casas para disiparlo en la tierra. En una sociedad centralizada, que se sirve enteramente de la energía obtenida mediante el carbón, el petróleo o las reacciones nucleares, la bomba térmica parece demasiado costosa; la electricidad consumida por este aparato lo hace prohibitivamente oneroso. En una sociedad humana, descentralizada, que dispone de la energía del sol y la del viento, y en la que el factor costo queda subordinado a las necesidades del hombre, esta bomba sería un medio ideal para calentar ambientes en las latitudes septentrionales de clima templado y subártico. No se requieren costosas chimeneas, no se contamina el aire y no hay que tomarse la molestia de alimentar hornos y sacar cenizas. Si obtuviéramos electricidad o calor directo de la energía solar, la del viento o las diferencias de temperatura, el sistema de calefacción de las casas y de las fabricas se sostendría por sí solo; se ahorrarían los valiosos hidrocarburos y no se dependería de un abastecimiento externo.
Mencioné el viento como posible fuente de energía. En realidad, los desplazamientos del aire podrían usarse en gran escala’ para suministrar corriente eléctrica a muchas regiones del globo. Cerca de 90 Q de la energía solar que cae sobre la tierra se transforma en viento. Aunque gran parte se pierde en la circulación de las capas de aire que se encuentran de 9 a 12 mil metros sobre el nivel del mar, en los estratos cercanos a la superficie de la tierra el viento despliega buena cantidad de energía aprovechable. Un informe de las Naciones Unidas, en el que se dan cifras monetarias como medida de la conveniencia y posibilidad de establecer centrales eléctricas que utilicen energía eólica, muestra que en áreas adecuadas el costo general sería de 5 milésimos de dólar por kilovatio, es decir aproximadamente el mismo que el de la electricidad generada mediante los combustibles tradicionales. Ya se han construido varias centrales movidas por el viento y los resultados son óptimos. El famoso generador de 1.250 kilovatios de Grandpa’s Knob, cerca de Rutland, Vermont, proveía de corriente alternada a la Central Vermont Public Service Co. hasta que la carencia de repuestos durante la segunda guerra mundial impidió mantener las instalaciones en buen estado. Posteriormente se crearon otros generadores de mayor potencia y eficacia que aquél. Por encargo de la Federal Power Commission, P. H. Thomas ideó un molino de viento capaz de entregar 7.500 kilovatios y que requería una inversión de 68 dólares por kilovatio. Eugene Ayers señala que si el proyecto de Thomas se llevara a la práctica e insumiera el doble del gasto calculado por su creador, las turbinas de viento resultarían igualmente ventajosas respecto a las centrales hidroeléctricas, que cuestan cerca de 300 dólares por kilovatio. Hay muchos puntos geográficos que reúnen magníficamente condiciones para el aprovechamiento de la fuerza eólica con posibilidades tal vez insospechadas. En Inglaterra, por ejemplo, donde se hizo un cuidadoso estudio durante tres años a fin de determinar cuáles serían los lugares aptos para establecer instalaciones movidas por el viento, se llegó a la conclusión de que los nuevos tipos de turbinas tenían capacidad para generar varios millones de kilovatios, lo cual significaría un ahorro anual de dos a cuatro millones de toneladas de carbón.
No nos engañemos en cuanto a las perspectivas de la extracción de los vestigios minerales de las rocas, la absorción de energía de las radiaciones solares y del viento y el uso de las bombas térmicas: salvo el movimiento de las mareas y las aguas oceánicas, no se trata de fuentes de recursos naturales que pueden proveer las enormes cantidades de materias primas y de energía que se requieren para mantener los poblados de gran densidad demográfica y las industrias muy centralizadas. Los dispositivos solares, las turbinas de viento y las bombas térmicas sólo tienen la posibilidad de producir cantidades relativamente pequeñas de energía. Si se les emplea localmente y de modo que se complementen entre sí, llenarían ampliamente las necesidades de una comunidad pequeña; por el momento, nada anuncia que llegará a adquirir capacidad como para generar corriente eléctrica suficiente para abastecer a ciudades como Nueva York, Londres, París u otras zonas megalopólicas.
El hecho de que estos medios sean de alcances limitados podría representar, empero, una gran ventaja desde el punto de vista ecológico. El sol, el viento y la tierra son realidades empíricas ante las cuales el hombre se ha mostrado sensible y reverente desde tiempos inmemoriales. Estos elementos prístinos crearon en el ser humano un sentido de dependencia y de respeto frente a su medio natural, sentimiento que contuvo sus actividades destructoras. La Revolución Industrial y el mundo urbanizado que la siguió hicieron olvidar el papel de la naturaleza en la experiencia humana; literalmente, el sol quedó oculto tras una mortaja de humo, los gigantescos edificios cerraron el paso a los vientos y la tierra se vio profanada por las ciudades en expansión. La dependencia del hombre respecto al mundo se tornó invisible, más exactamente, tomó carácter teórico e intelectual, pasó a ser tema de estudio de libros de texto, monografías, conferencias y laboratorios. Cierto es que esta dependencia teórica nos dio cierto conocimiento (parcial, en el mejor de los casos) del mundo natural; pero esta parcialidad nos privó de la dependencia sensorial, del contacto directo con la naturaleza y del sentimiento de comunión con ella. Con eso perdimos parte de nosotros mismos, dejamos de ser animales sensibles. Quedamos alienados de la naturaleza. En suma, nuestra tecnología y nuestro ambiente se hicieron totalmente inanimados, totalmente artificiales, porque son algo físico, puramente inorgánico, que fomenta la desanimización del hombre y de su pensamiento.
El reintegrar el sol, el viento, la tierra, en fin, el mundo de la vida, al reino de la técnica, a los medios de supervivencia del hombre, representaría una renovación revolucionaria de los lazos entre éste y la naturaleza. Y devolverle esto al hombre de manera que se despierte, en él un sentimiento de unión con la comarca donde se asienta la comunidad, un sentimiento de dependencia respecto al todo pero también respecto a una región especifica, de caracteres propios y distintivos, daría un viso verdaderamente ecológico a la reinstauración del vínculo con la naturaleza. Vemos aquí otra de las ventajas de los alcances limitados a que nos referimos antes. En efecto, es difícil que la energía solar, o la fuerza del viento o el calor tomado de la tierra bastaran de por sí y aisladamente para llenar las necesidades energéticas de la comunidad libre; en la mayoría de los casos, ésta debería recurrir a varios de dichos medios, combinándolos en distintas proporciones, según la latitud, los vientos y las reservas geotérmicas. De tal suerte, la relación del hombre con el lugar en que le toca vivir se vería reforzada por la ecología del sistema energético de que dispusiera.
Creo que así se logrará un verdadero sistema ecológico, un fino e inteligente entrelazamiento de recursos regionales, realzado por el continuo estudio y la modificación ingeniosa. A medida que crezca el sentimiento regionalista en la comunidad, toda fuente de recursos propia de la zona encontrará su puesto en un equilibrio natural y estable, en una unidad de elementos sociales, tecnológicos y naturales verdaderamente orgánica. El arte asimilará a la técnica y adquirirá su sentido más profundo al convertirse en arte social, en el arte de la comunidad como proceso vivo. De dimensiones pequeñas o moderadas, la comunidad libre podrá cambiar el ritmo de vida, los moldes laborales del hombre, su arquitectura, sus sistemas de transporte y de comunicación, de modo que todo retome una dimensión total y realmente moderna. El vehículo eléctrico, silencioso, lento y limpio pasará a ser el transporte intraurbano y reemplazará por completo a nuestros ruidosos, sucios y veloces automóviles. Las comunidades se comunicarán entre sí mediante monorrieles, con lo que los ferrocarriles quedarán eliminados y se reducirá la cantidad de rutas que hienden los campos. La artesanía recuperará su honrosa posición como complemento de la fábrica; será una forma de actividad artística doméstica, de la vida cotidiana. Imagino, además, que los actuales criterios de producción basados estrictamente en factores cuantitativos desaparecerán a favor de una preocupación por lograr un alto nivel de excelencia; el respeto por la durabilidad de los productos y la conservación de las materias primas desplazará al espíritu vil y mezquino que crea productos destinados a caer pronto en desuso y conduce a una insensata sociedad de consumo. La comunidad se convertirá en un hermoso escenario donde la vida se desarrollará armoniosamente, será fuente de vida para la cultura y nutrirá una solidaridad humana nacida de lo más profundo del ser individual.
En la revolución del futuro, la tarea fundamental de la técnica consistirá en proveer profusión de productos con un mínimo de trabajo. Propósito inmediato de esto será el posibilitar el permanente acceso del pueblo revolucionario a la liza social, el mantener permanente la revolución.
Hasta ahora, todas las revoluciones sociales fracasaron porque los sones del toque a rebato se veían ensordecidos por el estrépito del taller. Los sueños de libertad y de abundancia se ahogaban en la prosaica necesidad material de producir para poder sobrevivir. Una mirada retrospectiva nos muestra una triste verdad histórica: siempre que la revolución significó constante sacrificio y negación para el pueblo, las riendas del poder cayeron en manos de los profesionales de la política, de los mediocres de Termidor.
Hasta qué punto comprendieron esta realidad los girondinos liberales de la Convención Francesa, lo prueba el hecho de que trataran de amenguar el fervor revolucionario de las asambleas populares de París —las grandes Secciones de 1793— ordenando que las reuniones se cerraran a las diez de la noche, o, como dice Carlyle, antes de que los trabajadores vinieran ..., idea muy astuta y certera. En esencia, la tragedia de las revoluciones del pasado fue que, tarde o temprano, sus puertas se clausuraban a las diez de la noche. La función más crítica de la tecnología moderna será mantener siempre abiertas las puertas de la revolución.
Hace medio siglo, mientras los teóricos del comunismo y de la socialdemocracia se llenaban la boca hablando de trabajo para todos, esos magníficos locos, los dadaístas, pedían la desocupación para todo el mundo. Los acontecimientos posteriores en nada han desmerecido esta exigencia; muy por el contrario, le han dado forma y contenido. Desde ese momento el trabajo queda reducido a su mínima expresión o desaparece por entero, el problema de la subsistencia penetra el problema de la vida; y es seguro que la propia tecnología cesará de ser sierva que llena las necesidades inmediatas del hombre para convertirse en fiel colaboradora de su actividad creadora.
Consideremos este aspecto atentamente.
Estamos cansados de oír que la tecnología es una prolongación del hombre; pero esta expresión es equívoca si se la quiere aplicar a la tecnología en su conjunto. Tiene validez primordialmente en lo que atañe al taller artesanal, clásico y, quizá, a las primeras etapas del maquinismo. El artesano domina a la herramienta; su labor, sus inclinaciones artísticas y su personalidad son los factores soberanos en el proceso de producción. Aquí el trabajo no es simplemente un gasto de energía sino la obra personal y sensible de un hombre cuyo quehacer está dirigido a preparar, informar y, finalmente, embellecer el objeto que sus manos crean para uso de otros seres humanos. El artesano guía a su instrumento, y no éste al artesano. Toda alienación que pueda existir entre el artífice y lo que produce queda superado de inmediato por un juicio artístico, un juicio atinente a algo por hacer, como apuntó Friedrich Wilhelmsen. La herramienta amplía la capacidad del artesano como hombre, como humano; amplía la facultad de plasmar su arte, su propio yo creador, en la materia prima.
El maquinismo tiende a romper la relación íntima entre el hombre y los medios de producción. En la medida en que la máquina es un artefacto que funciona por sí mismo, obliga al trabajador a realizar tareas industriales prefijadas sobre las cuales no tiene influencia ni dominio personal alguno. La máquina se presenta como fuerza extraña, ajena y sin embargo enlazada a la producción de todo lo que hace a la supervivencia humana. Habiendo comenzado como prolongación del hombre, la técnica se transforma en una fuerza superior a éste, que orquesta su vida según una partitura compuesta por una burocracia industrial; no por hombres, lo repito, sino por burocracias, es decir por máquinas sociales.
Con la aparición de la máquina totalmente automática como medio de producción predominante, el hombre pasa a ser una prolongación de la máquina, no sólo de los artefactos mecánicos empleados en el proceso productor sino también de los artefactos sociales que intervienen en el proceso social.
El hombre deja de existir como cosa en sí en casi todos los aspectos. La sociedad se regimenta por una máxima despiadada: la producción por la producción misma. La degradación del ser humano en su descenso de la categoría de artesano a la de obrero, de la personalidad activa a la crecientemente pasiva, es completada por su reducción a mero consumidor: un ente económico cuyos gustos, valores, pensamiento y sensibilidad están manejados por equipos burocráticos. El hombre, estandarizado por la máquina, queda finalmente reducido él mismo a una máquina.
A esto tendemos. El hombre-máquina, he ahí el ideal burocrático.[9] Un ideal continuamente desafiado por el renacer de la vida, el resurgimiento del espíritu joven y las contradicciones que perturban a la burocracia. Por eso, pese a oponer violenta resistencia, cada generación es sometida a un proceso de asimilación. La burocracia, a su vez, jamás hace honor a su ideal técnico. Atiborrada de individuos mediocres, yerra continuamente. Incapaz de adaptarse a las nuevas situaciones, queda siempre a la zaga; carente de sensatez, sufre de inercia social y sólo sacude su letargo por casualidad. Las fuerzas de la vida se encargan de ensanchar toda brecha que se abre en la máquina social.
¿Cómo podemos salvar el abismo que separa al hombre —ser vivo—, de la máquina —cosa muerta—, sin sacrificar ni a uno ni a otro? ¿Cómo haremos para que la técnica no esté sólo al servicio de la supervivencia sino de la vida plenamente humana?
Tonto sería responder a esto con seguridad olímpica. Al hombre liberado le sería dado escoger entre gran variedad de alternativas mutuamente excluyentes o combinables entre sí, tal vez basadas en innovaciones tecnológicas imprevisibles. Como solución drástica, la humanidad podría simplemente optar por hacer la tecnología a un lado; podría soterrar a la máquina cibernética en un submundo tecnológico, apartándola totalmente de la vida social, la comunidad y la actividad creadora.
Prácticamente aislada de la saciedad, la máquina trabajaría para el hombre. Ella lo haría todo, y los miembros de la comunidad libre no tendrían más que ir a recoger los productos elaborados en los establecimientos industriales totalmente automatizados, ponerlos en su canasta y llevárselos a casa.
La industria, como el sistema nervioso vegetativo, funcionaría por sí misma y sólo se requeriría de vez en cuando una reparación, así como sucede con nuestro organismo cuando sufre alguna enfermedad. La separación entre hombre y máquina no quedaría así salvada; simplemente se daría la espalda al problema.
No creo que esto sea solución para nada. Equivaldría a cerrar las puertas de una experiencia humana vital: el incentivo de la actividad productora, el incentivo de la máquina. La técnica puede cumplir un papel muy importante en la formación de la personalidad del hombre. Todo arte, como puntualizó Lewis Mumford, tiene su lado técnico: el impulso inmanente de lo espontáneo hacia la expresión ordenada, la necesidad de mantener el contacto con el mundo objetivo aún durante los momentos de subjetividad más sublimes y estáticos, la obligada contraposición a la subjetividad desordenada y una inclinación a lo concreto que responde con pareja sensibilidad a todos los estímulos y, por ende, a ninguno.[10]
Pienso que la sociedad liberada no querrá renegar de la técnica, precisamente porque su estado de libertad le permitirá hallar el equilibrio. Tal vez elija asimilar la máquina a la artesanía artística. Esto significa que en el proceso de la producción la máquina realizará todo lo que sea trabajo mientras que el hombre se encargará de dar el toque artístico; ésta será su participación en la actividad creadora de la comunidad.
La rueda, por ejemplo, vino a aliviar la tarea del alfarero, quien al no tener que moldear sus cachorros con los antiguos métodos manuales, pudo trabajar más libremente; incluso el torno proporcionó al artesano cierta desenvoltura para dar forma a salientes y combas, observa Mumford.
Igualmente no hay razón para que no puedan usarse las maquinarias automáticas de modo que la terminación del producto, especialmente si es para uso personal, sea encomendada a los miembros de la comunidad. La máquina cargará con las labores pesadas, como las de la minería, la fundición, el transporte y la elaboración de las materias primas, y se confiarán las etapas finales de terminación artística y artesanal a las manos humanas.
Para construir sus grandiosas catedrales, el hombre medieval tenía que labrar piedra por piedra, dándole a todas igual forma y tamaño para lograr su perfecto ensamble; tarea ingrata, repetida y monótona, que hoy correría por cuenta de la máquina, capaz de efectuarla con la mayor rapidez y facilidad. Una vez colocados en su lugar los bloques de piedra, entraba en juego el artesano; el trabajo no humano cedía lugar al trabajo creador, propiamente humano.
En una comunidad liberada, la combinación de la máquina industrial con la herramienta artesanal podría alcanzar un grado de perfección, de interdependencia creadora sin paralelo en la historia de la humanidad. El retorno a la artesanía dejaría de ser el nostálgico sueño de visionarios como William Morris. Entonces sí podríamos hablar de un nuevo progreso cualitativo de la técnica, porque ella se habría puesto al servicio de la vida.
Habiendo adquirido un vitalizante respeto por el medio y los recursos naturales, la comunidad libre, descentralizada, dará nueva interpretación al vocablo necesidad.
En lugar de extenderse indefinidamente, el reino de la necesidad de Marx tenderá a contraerse; las necesidades serán encaradas desde un punto de vista humano y resueltas en base a una evaluación superior de la vida y de la actividad creadora.
Ya no se buscarán la cantidad y la uniformidad, sino la calidad y el valor artístico; ya no importará vender a toda costa, sino fabricar productos duraderos; ya no se producirán artículos que se modificarán sin ton ni son año tras año, sino objetos que serán apreciados por sus méritos, santificados por un sentido de la tradición y de reverencia por la personalidad y el arte de las generaciones pasadas; ya la masificación no bastardeará el gusto, y las innovaciones se harán con respeto por las inclinaciones naturales del hombre.
En todas las esferas se propenderá a conservar, no a dilapidar. Libre de la férula burocrática, el hombre redescubrirá la belleza de una vida material más simple, ordenada y tranquila.
Los vestidos, la alimentación, el mobiliario y las casas serán más artísticos, personales y espartanos. No habrá más cosas impuestas, porque todo estará destinado al hombre, hecho a su medida. El repulsivo rito de la compraventa avariciosa será suplantado por el sentido acto de hacer y dar. Las cosas cesarán de ser muleta de egos empobrecidos y nexo entre individuos informes y frustrados; pasarán a ser obra de una personalidad plenamente realizada y creadora, y el don de un yo integrado y en continua evolución.
La técnica humanizada podría cumplir el papel vital de unir a las comunidades entre sí. En efecto, una tecnología que se oriente a un renacer de la artesanía y se adapte a un nuevo concepto de las necesidades materiales, podrá ser también nervio y sostén de una confederación. La centralización nacional del quehacer económico e industrial involucra el peligro de hacer que la técnica trascienda la escala humana, se expanda ilimitadamente y se preste a los manejos burocráticos. En la medida en que la comunidad pierda el dominio material de las cosas, tanto en lo técnico como en lo económico, las instituciones centralizadas acrecentarán su poder sobre la existencia humana y amenazarán transformarse en fuerzas de coerción.
Para que la técnica esté al servicio de la vida debe asentarse en la comunidad, conformarse a las necesidades de ésta y mantenerse dentro de una escala regional.
No obstante, si varios grupos comunitarios compartieran las fábricas y los recursos zonales se promovería la solidaridad entre ellos, surgiría una confederación basada no sólo en la comunidad de intereses culturales y espirituales sino también de necesidades materiales. Según sean los recursos y el carácter particular de cada región, puede lograrse un equilibrio racional y humano entre la autarquía, la confederación industrial y la coordinación nacional de la economía; de todos modos, el peso de la vida económica debe ser llevado fundamentalmente por las comunidades, tanto por separado como en grupos regionales.
¿Es la sociedad tan compleja que una civilización avanzada no se concilia con una técnica descentralizada y puesta al servicio del hombre?
Mi respuesta es un categórico ¡no! Gran parte de la complejidad social de nuestro tiempo proviene del papeleo, los manejos administrativos, las maniobras y el constante desperdicio de la empresa capitalista. El pequeño burgués mira con reverencia los archivos burgueses: las filas y filas de armarios repletos de facturas, libros de contabilidad, pólizas de seguros, formularios de impuestos... y los inevitables expedientes. Admira fascinado la sabiduría de los directores de la industria, los ingenieros, los traficantes de la novedad, los dictadores de las finanzas y los arquitectos de un mercado que todo lo acepta. Se inclina incondicionalmente ante la superchería del Estado: la policía, los tribunales, las cárceles, las oficinas nacionales, las secretarías, todo el repugnante, relajante aparato de coerción, control y dominio. La sociedad moderna es increíblemente compleja —de una complejidad que sobrepasa la comprensión humana— si admitimos que sus premisas son la propiedad, la producción por la producción misma, la competencia, la acumulación de capitales, la explotación, las finanzas, la centralización, la coerción, la burocracia; en suma, la dominación del hombre por el hombre.
Ligadas a cada una de estas premisas tenemos las instituciones que le dan forma concreta, a saber las oficinas, el plantel de millones de empleados, los formularios y cantidades siderales de papeles, escritorios, máquinas de escribir, teléfonos y, naturalmente, hileras de ficheros.
Como en las novelas de Kafka, son reales, pero parecen sombras indefinibles que oscurecen el paisaje social con su presencia de pesadilla. La economía tiene mayor realidad y es fácil de dominar con la mente y los sentidos. Pero ella también resulta intrincada si aceptamos que los botones han de venir en mil formas distintas y las telas, en infinita variedad de calidades y diseños para crear la ilusión de la novedad y la renovación, que los botiquines deben estar llenos hasta el tope de una fabulosa diversidad de productos farmacéuticos y lociones, y las cocinas atiborradas de infinito número de tontos adminículos (recordemos el abrelatas eléctrico); en fin, una lista interminable.[11]
Si de este odioso cúmulo de basuras, seleccionáramos un par de artículos de buena calidad de cada una de las categorías más útiles, y si elimináramos la economía monetaria, el poder estatal, el sistema de créditos, el papeleo y la policía necesarios para mantener a la sociedad en una forzada situación de necesidad, inseguridad y sojuzgación, la sociedad adquiriría características razonablemente humanas y se simplificaría en grado sumo.
No es mi intención restar importancia al hecho de que detrás de cada metro de cable eléctrico de calidad hay minas de cobre, las maquinarias requeridas para su explotación, fábricas de material aislante, complejos donde se funde y moldea el cobre, sistemas de transporte para distribuir el producto final; y que a su vez detrás de todo esto, hay otras minas, fábricas, talleres, etc., etc.
Los yacimientos de cobre explotables mediante las maquinarias existentes no se encuentran en cualquier parte, aunque es posible obtener del material de deshecho de las actividades de la sociedad actual cobre y otros metales útiles en cantidades suficientes como para proveer a las necesidades de las generaciones futuras. Pero admitamos que el cobre entre en la categoría de las materias que sólo pueden ser proporcionadas por una organización nacional central. ¿Sería tal organismo central absolutamente imprescindible? De ninguna manera. En primer lugar, las comunidades libres y autónomas que posean cobre podrán entregar el metal a otras que no lo tengan y recibir en cambio otros productos equivalentes. El trueque no ha menester de la mediación de instituciones burocráticas centralizadas. En segundo lugar, cosa quizá más significativa, una comunidad que viva en una región rica en cobre no limitará su quehacer económico a la minería, la cual sólo será uno de los ingredientes de un todo más amplio, pleno y orgánico. Lo mismo vale para las comunidades que se desenvuelvan en climas especialmente propicios para el cultivo de plantas difíciles de obtener, o para las que cuenten con elementos poco comunes y sumamente valiosos para la sociedad en su conjunto.
Cada comunidad gozará de una autarquía local o regional casi completa y, quizá, en muchos casos, absoluta. Tratará de llegar a constituirse en unidad integral, no sólo porque ello le otorgará la independencia material (por importante que ella sea), sino también porque es en esa unidad, que el hombre logrará su plenitud, viviendo en relación simbiótica con su contorno. Aun cuando una parte considerable de la economía caiga dentro de la esfera de un organismo nacional, el peso económico general de la sociedad recaerá siempre sobre la comunidad. Cuando las comunidades sean lo que deben ser, ya una parte de la humanidad no tendrá que sacrificarse en aras de los intereses de la humanidad toda.
En el fondo de la conducta humana existe un sentido básico de decencia, sentimiento solidario y ayuda mutua. Aun en esta horrible sociedad burguesa, no es raro que un adulto auxilie a un niño en peligro a pesar de arriesgar con ello su propia vida; no extraña que un minero desafíe a la muerte para rescatar a sus compañeros atrapados en un derrumbe o que un soldado cruce la línea de fuego para poner a salvo a un camarada herido. Lo que sí nos choca es ver que muchas veces se niega ayuda; es enteramos, por ejemplo, de que en un vecindario de clase media nadie quiso acudir a los gritos de socorro de una muchacha a quien asesinaban.
Sin embargo, nada hay en nuestra sociedad que parezca fomentar y asegurar el más mínimo grado de solidaridad. Si alguna manifestación solidaria hay, ella se da pese a la sociedad, contra su realidad, como interminable lucha entre la decencia innata del hombre y la indecencia inmanente de la sociedad. ¡Cómo se comportarían los seres humanos si su decencia interior tuviera oportunidad de entrar en pleno ejercicio, si la sociedad se ganara el respeto y aun el amor del individuo!
Somos todavía los retoños de una historia innoble, tinta en sangre, llena de violencia: somos el producto de la dominación del hombre por el hombre. Tal vez nunca logremos acabar con ella; tal vez el futuro sólo encierre para nosotros y nuestra falsa civilización un ocaso de los dioses como el de la Tetralogía wagneriana. ¡Cuán inútil y tonto habrá sido todo! Pero también se nos ofrece la alternativa de poner punto final a tal dominación, en cuyo caso conseguiríamos por fin romper las cadenas que nos atan al pasado y establecer una sociedad anarquista, humana. ¿No sería el colmo del absurdo, del descaro, valorar la conducta de las generaciones futuras con los mismos criterios que despreciamos en nuestro tiempo? ¡No más preguntas ingenuas!
Los hombres libres no serán codiciosos, una comunidad liberada no pretenderá dominar a las otras porque puede tener el monopolio del cobre, el experto en computadoras no intentará esclavizar al mecánico, ya no se escribirán sentimentales novelas acerca de desfallecientes vírgenes tísicas. Sólo una cosa hemos de pedirle a los hombres libres del futuro: que nos perdonen el haber dilatado tanto las cosas y haberlas hecho tan difíciles. Como Brecht, podemos rogarles que se esfuercen por mirarnos con ojos benévolos, que se muestren comprensivos para con nosotros y entiendan que vivimos sumidos en los abismos de un averno social.
Pero, a qué preocupamos, si ellos seguramente sabrán qué pensar sin que nosotros se lo digamos.
[1] Tanto Juenger como Elul parecen creer que el envilecimiento del hombre por la máquina es inherente al desarrollo de la tecnología, por cuyo motivo concluyen sus consideraciones con una triste nota de resignada aceptación. La obra de estos dos autores refleja el fatalismo social al que me refiero, especialmente la de Elul, cuyos puntos de vista son más sintomáticos de la condición humana contemporánea. Ver Friedrich Georg Juenger, The Failure of Technology (escrita antes de la segunda guerra mundial), y Jacques Elul, The Technological Society (que data de la década de 1960).
[2] Véase, Kropotkin, Pedro, El apoyo mutuo. Un factor de la evolución.
[3] Por mi parte, pienso que la evolución del Estado proletario de Rusia viene a confirmar de modo contundente la crítica anarquista del estatismo marxista. Por cierto que los marxistas modernos harían bien en consultar El Capital a fin de conocer los conceptos de Marx acerca del fetichismo de los objetos; así comprenderían mejor por qué todo tiende a convertirse en un fin en sí mismo cuando lo único que importaba es la obtención y el intercambio de objetos. Por lo demás, se ha simplificado groseramente la crítica marxista del comunitarismo anarquista. Este tema está magníficamente tratado en el libro de Buber Caminos de Utopía (Fondo de Cultura Económica, México).
[4] Esta afirmación que quizá a principios de la década de 1970 podía deslumbrar a más de uno, e incluso pregonarse como posibilidad social, ahora, a mitad del 2011, esto es, a un poco más de cuarenta años, pareciese una broma de mal gusto si tomamos en cuenta la famosa generación de los nini —esto es, los jóvenes que ni estudian ni trabajan, al igual que las poquísimas oportunidades que la juventud de los denominados países del primer mundo tienen ante sí. Se nos podrá señalar que ello es consecuencia de que la revolución liberadora no se produjo, lo que sin duda es evidente, más esto no representa justificación de ningún tipo, por lo que este tipo de afirmaciones deben ser cuidadosamente reflexionadas sobre todo para no llenarnos la mente de fantasías que nos impidan ver la realidad y laborar or su transformación de manera coherente y no disparatada. (Nota de Chantal López y Omar Cortés a la presente edición cibernética).
[5] Permítaseme añadir que un enfoque exclusivamente cuantitativo de la nueva técnica no sólo es arcaico desde el punto de vista económico sino que involucra un retroceso en lo moral. Participa del viejo principio moral de la justicia, a distinción del nuevo principio moral de la liberación. Históricamente, el concepto de justicia corresponde a un mundo donde reina la necesidad material y hay obligación de trabajar; es propio de un mundo en el que los recursos son relativamente escasos y, por tanto, deben ser repartidos según un principio moral que señala lo justo o injusto. La justicia, incluso la igualitaria, encierra una idea de limitación porque se presupone que los bienes han de distribuirse en forma restringida y que el hombre ha de dedicar sacrificadamente su tiempo y energía a la producción. Una vez que trascendamos el concepto de justicia, de limitación —esto es, cuando hayamos pasado de las posibilidades cuantitativas de la tecnología moderna a las cualitativas— entraremos en el inexplorado reino de la liberación, de la libertad ilimitada basada en la organización espontánea y el acceso sin trabas a todos los medios necesarios para la vida humana.
[6] Los computadores actualmente en uso divídense en dos amplias categorías: el computador analógico y el digital. El primero tiene aplicación más bien limitada en las operaciones industriales; aquí me refiero exclusivamente a las computadoras digitales.
[7] Ver Lewis Herber, Ecology and Revolutionary Thought, Anarchy N° 69, noviembre de 1966.
[8] Q equivale a 2.93 X 1014 kilovatios-hora.
[9] El hombre ideal de la burocracia policial es un individuo cuyos pensamientos íntimos pueden ser invadidos con detectores de mentiras, artefactos electrónicos que captan las conversaciones y drogas de la verdad. El hombre ideal de la burocracia política es un individuo cuya vida íntima puede ser moldeada mediante sustancias químicas capaces de producir mutaciones genéticas y que en lo social es asimilado por los medios de comunicación masivos. El hombre ideal de la burocracia industrial es un individuo cuya vida íntima puede ser invadida con la propaganda subliminal, de segura eficacia. El hombre ideal de la burocracia militar es un individuo cuya vida íntima puede ser invadida por una regimentación que ordena el genocidio. Por eso el hombre es clasificado, prontuariado y movilizado en campañas que van desde la caridad hasta lo bélico. El horrible desprecio por la personalidad humana implícito en estos ideales, estudios y campañas crea el clima moral propicio para el asesinato en masa, para actos de los cuales los acólitos de Stalin y Hitler no fueron más que precursores.
[10] La expresión subjetividad desordenada pertenece a Mumford, pero la defenderé a muerte, aun cuando resulte ofensiva para las personas por quienes siento la mayor afinidad. Me refiero a los radicales subversivos: los artistas, poetas y revolucionarios que buscan las experiencias estáticas, alucinantes, en parte para encontrarse a sí mismos y en parte como reacción de rebeldía contra las exigencias de un mundo grotescamente burocratizado e institucionalizado. Como estado permanente y fin en si mismo, la subjetividad desordenada puede conducir a igual grado de deshumanización que la sociedad más burocrática de la actualidad. Puede llegarse a un punto en el que no haya diferencia intrínseca entre una y otra, en el que ambas se unan en el precepto: la alucinación por la alucinación misma. El sistema sólo puede salir ganancioso con la mistificación de la realidad existente. ¿Qué más alucinante que la producción por la producción misma, el consumo por el consumo, la desenfrenada acumulación de dinero, el culto de la autoridad y el Estado, el miedo de hacer frente a la vida real que invade el alma del pequeño burgués? La naturaleza genera el orden dialécticamente, a través de la espontaneidad. Al tratar de extinguir la espontaneidad y someter al hombre a una tiranía burocrática, la sociedad actual produce desorden, violencia y crueldad. Distingamos orden de burocracia a fin de dar una visión exacta de nuestra sociedad: ella no es ordenada sino burocrática, no es práctica pues desborda de alucinantes símbolos de poder y riqueza, no es real y racional en el sentido hegeliano sino fetichista y lógica únicamente en su mantener una fatal coherencia vacía de verdad. ¡Volver a lo dionisíaco y órfico, sí! !A los claustros y al medioevo, jamás!
[11] Para mayor ilustración, léanse los avisos de las revistas femeninas.