Título: El significado de Confederalismo
Fecha: 1990
Temas: Centralización Ecología Federalismo
Notas:
“El significado de Confederalismo”, de acuerdo con la bibliografía compuesta por J. Biehl fue originalmente escrito el 3 de noviembre y fue publicado en el n° 20 de la revista Green Perspectives (posteriormente llamada: Left Green Perspectives), de noviembre 1990. Revisado y republicado en “Putting Power in its Place: Create Community Control”, ed. Christopher Plant y Judith Plant (New Society; Philadelphia, Santa Cruz y Gabriola Island, B.C.; 1991). Fue traducido al español como folleto por Carmen Sarue y Agustín Sepúlveda (Santiago de Chile, 1994). Otra versión traducida al español por Pedro Di Girólamo A. y basada en la versión revisada, se puede encontrar en internet, como: “El significado de Federalismo: La Organización Política de la Sociedad Ecológica”; sin fecha de publicación.
Este índice y la numeración de las partes del presente artículo son agregados nuestros, con la finalidad de facilitar la lectura (n. del t.).
La presente traducción está dedicada a honrar a quienes se opusieron y fueron víctimas de ese horror del capitalismo bautizado: “Proceso de Reorganización Nacional”; y a todas las víctimas de la República Argentina, de sus agentes y representantes, durante sus 198 años de existencia.
Por la abolición de todos los Estados!
Qué viva la Ⓐnarquía!
San M. de Tucumán, 24 de marzo de 2014.
1. Descentralización y Autosustentabilidad
2. Los problemas del descentralismo
Pocos argumentos han sido usados más efectivamente para retar el caso de la democracia participativa cara-a-cara, que el que afirma que vivimos en una “sociedad compleja”. Los centros poblacionales modernos, se nos dice, son demasiados grandes y demasiados concentrados para permitir la toma de decisiones directa a nivel de base. Que nuestra economía es demasiado “global”, presumiblemente, para deshacer las complejidades de la producción y el comercio. Que en nuestro presente transnacional, y con frecuencia altamente centralizado sistema social, es mejor aumentar la representación en el estado, para incrementar la eficiencia de las instituciones burocráticas, se nos aconseja, en vez de avanzar en utópicos esquemas “localistas” de control popular sobre la vida política y económica.
Después de todo, como tales argumentos a menudo corren, los centralistas son ya “localistas” en el sentido de que ellos creen en “más poder para el pueblo” —o al menos, para sus representantes. Y seguramente un buen representante está siempre ansioso de conocer los deseos de sus “votantes” (por usar otro de esos arrogantes sustitutos para “ciudadano”).
¿Pero democracia cara-a-cara? ¡Olvídense del sueño de que en nuestro “complejo” mundo moderno nosotros podemos tener cualquier otra alternativa democrática al estado-nación! Mucha gente pragmática, incluidos los socialistas, a menudo rechazan los argumentos a favor de esta clase de “localismo” de otro mundo —con afable condescendencia en el mejor de los casos y franca burla en el peor. Es más, hace algunos años, en 1972, fui retado en el periódico “Root and Branch”, por Jeremy Brecher, un socialdemócrata, a explicar cómo la visión descentralista por mí expresada en “Post-Scarcity Anarchism”[1] puede prevenir, digamos, que Troy, en el estado New York, arroje sus deshechos sin tratamiento en el río Hudson, del cual aguas abajo ciudades como Perth Amboy sacan su agua potable.
En la superficie de las cosas, argumentos como los de Brecher a favor de un gobierno centralizado parecen más bien irresistibles. Una estructura que es “democrática”, seguramente, pero todavía en gran medida organizada de la arriba-hacia-abajo es todavía necesaria para prevenir que una localidad afecte ecológicamente a otra. Pero los argumentos económicos y políticos convencionales contra la descentralización, alertándonos sobre destino del suministro de agua potable de Perth Amboy hasta nuestra supuesta “adicción” al petróleo, descansan sobre un número de suposiciones problemáticas. Lo más perturbador es que, ellas descansan sobre una aceptación inconsciente del status quo económico.
La suposición de que todo lo actualmente existente debe necesariamente existir, es el ácido que corroe todo pensamiento visionario (como testimonio sirva la resiente tendencia de los radicales a abrazar el “socialismo de mercado”, más bien que atender a las caídas de la economía de mercado, tanto como del socialismo de estado). Indudablemente seguiremos importando el café para aquellos quienes necesitan una taza en la mesa del desayuno, o metales exóticos para las personas que quieran que sus utensilios duren más que la basura conscientemente diseñada por una economía del desecho. ¿Pero aparte de la manifiesta irracionalidad de apiñar diez millones de personas en un congestionado, verdaderamente sofocante cinturón urbano, debe la actual extravagante división internacional del trabajo necesariamente existir en orden a satisfacer las necesidades humanas? ¿O ha sido creada para proveer ganancias extravagantes a las corporaciones internacionales? ¿Vamos a ignorar las consecuencias ecológicas del saqueo de los recursos naturales del Tercer Mundo, insanamente entrelazando la vida económica moderna con las áreas ricas en petróleo, cuyos productos últimos incluyen contaminantes del aire y derivados de petróleo cancerígenos? El ignorar el hecho que nuestra “economía global” es el resultado de las florecientes burocracias industriales y del competitivo crece-o-muere de la economía de mercado, es increíblemente miope.
Apenas es necesario explorar el sentido de las razones ecológicas para alcanzar alguna medida de la auto-sustentabilidad. La mayoría de las personas interesadas por el medioambiente son conscientes, de que una masiva división del trabajo nacional e internacional es un desperdicio extremo, en el sentido literal de los términos. No es sólo que una excesiva división del trabajo produce una sobre-organización en la forma de gigantescas burocracias y tremendas gastos de recursos en transportes sobre grandes distancias; también reduce las posibilidades de reciclar efectivamente los desechos, evitando la contaminación que tiene su fuente en centros industriales y poblacionales altamente concentrados, haciendo un uso racional de las materias primas locales o regionales.
En la otra mano, no podemos ignorar el hecho de que comunidades relativamente auto-sustentables en las cuales las artesanías, la agricultura e industria sirven redes definibles de comunidades organizadas confederalmente, enriquecen las oportunidades y los estímulos a los cuales los individuos son expuestos y hacen personalidades más redondeadas, con un rico sentido de la individualidad y la competencia. El ideal griego de un ciudadano redondeado en un ambiente redondo —uno que reaparece en las obras utópicas de Charles Fourier— fue grandemente querido por los anarquistas y socialistas del último siglo.
La oportunidad de los individuos para dedicar su actividad productiva a muchas tareas diferentes sobre una semana atenuada de trabajo (o en la sociedad ideal de Fourier, sobre un día dado) ha sido visto como un factor vital en la separación entre la actividad manual y la intelectual, en trascender las diferencias de status que esta mayor división del trabajo crea y en aumentar la salud de las experiencias que vienen con el movimiento de la industria hacia las artesanías hacia el cultivo de los alimentos. Así la autosustentabilidad hace un más rico yo, uno fortalecido por las variadas experiencias, competencias y seguridades. Desgraciadamente, esta visión se ha perdido para los izquierdistas y para muchos de los ambientalistas actuales, con su cambio hacia un liberalismo pragmático y la trágica ignorancia del movimiento radical de su propio pasado visionario.
No deberíamos, creo yo, perder de vista lo que significa vivir la vida de una forma ecológica, no meramente siguiendo conocidas prácticas ecologistas. La multitud de libros que enseñan cómo conservar, invertir, comer y comprar de una manera «ecológicamente responsable», son una tergiversación de la necesidad más básica de reflejar qué significa pensar —sí, razonar— y vivir ecológicamente en el sentido integral del término. Por lo tanto, quisiera sostener que la jardinería orgánica es más que una buena forma de agricultura y una buena fuente de nutrientes; es sobre todo la forma de colocarnos a nosotros mismos directamente en la cadena de los alimentos, por medio del cultivo personal de las sustancias que uno consume para vivir y para devolverle al ambiente de cada uno lo que cada uno toma de él.
Los alimentos entonces se vuelven más que una forma de nutrientes materiales. La tierra que uno labora, los seres vivientes que uno creía y consume, y el compuesto que uno prepara todo unido en un continuo ecológico para alimentar el espíritu tanto como el cuerpo, ajustando la sensibilidad de cada uno al mundo no-humano y humano que nos rodea. Frecuentemente me dan gracia los «espiritualistas» celosos, muchos de los cuales son pasivos observadores de aparentes paisajes «naturales» o devotos de rituales, de la magia y de las debilidades paganas (o todos estos) quienes fallan al darse cuenta de que una de las tareas más eminentemente humana —el así llamado, cultivo de alimentos, puede hacer más por fomentar una sensibilidad ecológica (y espiritual, si ustedes quieren) que todos los encantamientos y mantras dichos en nombre del espiritualismo ecológico.
Tales cambios monumentales, como la disolución del estado-nación y su sustitución por la democracia participativa, por lo tanto, no ocurren en un vacío psicológico donde sólo la estructura política es cambiada. Argumento contra Jeremy Brecher, que en una sociedad que fue radicalmente variando hacia una descentralizada, con democracia participativa, y guiada por principios comunitarios y ecológicos, es sólo razonable suponer que las personas no elegirían una dispensación social tan irresponsable, como permitir que las aguas del Hudson se han contaminadas. La descentralización, una democracia participativa cara-a-cara, y el énfasis localista en los valores comunitarios deberían ser vistos todos ellos como una pieza —ellos son así considerados, en la visión por la que he venido abogando por más de treinta años. Esta «sola pieza» involucra no sólo una nueva política, sino una nueva cultura política que abraza nuevas formas de pensar y sentir, y nuevas interrelaciones humanas, incluyendo las formas en que experimentamos el mundo natural. Palabras como «política» y «ciudadanía» podrán ser redefinidas por los ricos sentidos que ellas adquirieron en el pasado y agrandaron para el presente.
Nombre difícil mostrar —ítem por ítem —como la división internacional del trabajo puede ser grandemente atenuada por el uso de los recursos locales y regionales, implementando eco-tecnologías, conteniendo el consumo humano a lo largo de líneas racionales (es más, saludables), y enfatizando la calidad de la producción que provee medios de vida durable (en vez de desechos). Es desafortunado que el considerable inventario de estas posibilidades, las cuales parcialmente ensamble y evalúe en mi ensayo de 1965 «Toward a Liberatory Technology»,[2] sufre la carga de haber sido escrito hace demasiado, como para ser accesible a la presente generación de gente ecológicamente orientada. De hecho, en ese ensayo también argumenté por la integración regional y la necesidad de interconectar los recursos entre las eco-comunidades. Las que por ser comunidades descentralizadas son inevitablemente interdependientes unas de otras.
Sí muchas personas pragmáticas son ciegas a la importancia de la descentralización, muchos en el movimiento ecologista tienden a ignorar los problemas muy reales del “localismo” —problemas que no son menos enrevesados que los problemas surgidos del globalismo que fomenta la completa interconexión de la vida económica y política sobre bases mundiales. Sin cambios culturales y políticos tan holísticos como por los que he abogado, las nociones de descentralización que enfaticen la aislación localista o un grado de autosuficiencia pueden guiar al provincianismo cultural y el chauvinismo. El provincianismo puede llevar a problemas que son tan serios como una mentalidad “global” que pasa por alto la singularidad de culturas, las peculiaridades de ecosistemas y eco regiones, y la necesidad de una vida comunitaria a escala humana que haga posible a la democracia participativa. Esta no es una actualmente cuestión menor, en un movimiento ecológico que tiende a girar hacia bien intencionados, aunque más bien ingenuos extremos. No puedo repetir demasiado enérgicamente que debemos encontrar la manera de compartir el mundo con otros seres humanos y con formas de vida no-humanas, una visión que es frecuentemente es difícil de obtener en demasiadas comunidades “autosuficientes”.
Aunque respeto mucho las intenciones de aquellos que defienden la autosuficiencia y la auto-sustentabilidad local, estos conceptos pueden ser altamente confusos. Seguramente puedo coincidir con David Morris del “Institute for Local Self-Reliance” (Instituto para la Autosuficiencia Local), por ejemplo, en que si una comunidad puede producir las cosas que necesita, debería hacerlo. Pero las comunidades autosuficientes no pueden producir todas las cosas que necesitan —a menos que eso implique un regreso a un sacrificado modo de vida de la villa, que históricamente de manera frecuente envejece prematuramente a los hombres y mujeres con trabajo pesado y permitiéndoles muy poco tiempo para la vida política más allá de los inmediatos confines de la comunidad misma.
Lamento el decir que hay gente en el movimiento ecológico quienes abogan, de hecho, por un retorno a una economía de alta intensidad laboral, por no hablar de deidades de la Edad de Piedra. Claramente debemos darles a los ideales de localismo, descentralización y autosustentabilidad un mayor y más completo sentido.
Actualmente podemos producir los medios básicos de vida —y bastante más— en una sociedad ecológica que está focalizada en la producción de bienes útiles de alta calidad. Aun así otros en el movimiento ecológico comúnmente acaban abogando por una forma de “capitalismo” colectivo, en el cual una comunidad funciona como un empresario, con un sentido de propiedad hacia sus recursos. Tal sistema de cooperativas, nuevamente marca el inicio de un sistema de distribución de mercado, y es así como las cooperativas se quedan enredadas en la red de los “derechos burgueses” —esto es, en contratos y contaduría que se focaliza en las exactas cantidades que recibirá una comunidad en “intercambio” por lo que entregue a otros. Esta deterioración ocurrió entre algunas de las empresas bajo control obrero, que funcionaron como empresas capitalistas en Barcelona después de que los trabajadores las expropiaron en julio de 1936 —una práctica que los anarco-sindicalistas de la CNT combatieron tempranamente en la Revolución Española.
Es un hecho problemático que ni la descentralización ni la autosuficiencia sean en sí mismas necesariamente democráticas. La ciudad ideal de Platón fue de hecho diseñada para ser autosuficiente, pero su autosuficiencia fue pensada para sostener una elite de guerreros tanto como de filósofos. Es más, su capacidad para preservar su autosuficiencia dependía de su habilidad, como Esparta, para resistir la aparente influencia “corruptiva” de culturas foráneas (una característica, diría yo, que todavía aparece en muchas sociedades cerradas en el Este). Similarmente, la descentralización en sí misma no provee certezas de que vayamos a vivir en una sociedad ecológica. Una sociedad descentralizada puede fácilmente coexistir con jerarquías extremadamente rígidas. Un poderoso ejemplo es el feudalismo europeo y el oriental, un orden social en el cual las jerarquías principescas, ducales, baroniales estaban basadas en comunidades altamente descentralizadas. Con todo el debido respeto a Fritz Schumacher, lo pequeño no es necesariamente bello.[3]
Tampoco se sigue que las comunidades de escala humana y “tecnologías apropiadas” en sí mismas constituyan garantías contra las sociedades de dominio. Es más, durante siglos la humanidad vivió en villas y pequeños poblados, comúnmente con una organización hermética de los lazos sociales e incluso con formas comunales de propiedades. Pero estas proveyeron la base material para estados imperiales altamente despóticos. Consideradas en términos económicos y de propiedad, ellas pueden haberse ganado un gran lugar en la perspectiva de “no crecimiento” de economistas como Herman Daly,[4] pero ellas fueron los duros ladrillos utilizados en la construcción de los más sorprendentes despotismos orientales en India y China. A lo que estas autosuficientes, descentralizas comunidades temían casi tanto como a los ejércitos que las devastaban, eran los recolectores de impuestos de las esquilaban.
Sí exaltamos tales comunidades por causa de la extensión en la cual estaban descentralizadas, eran autosuficientes, o pequeñas, o empleaban “tecnologías apropiadas”, estaríamos obligados a ignorar la extensión en la cual estaban culturalmente estancadas y eran fácilmente dominadas por élites exógenas. Su aparentemente orgánica, pero ligada a la tradición, división del trabajo puede muy bien haber formado las bases para los sistemas altamente opresivos y degradantes de castas de diferentes partes del mundo —sistema de castas que plaga la vida social de India hasta la actualidad.
A riesgo de aparentar lo contrario, me siento obligado a remarcar que la descentralización, el localismo, la autosuficiencia, e incluso la confederación, cada una tomada singularmente —no constituyen una garantía de que alcancemos una sociedad ecológica racional. Es más, todas ellas han sostenido, en un momento o en otro, el provincialismo comunal, las oligarquías, e incluso regímenes despóticos. Seguramente, sin las estructuras institucionales que se agrupen alrededor de nuestro uso de estos términos y sin tomarlas en combinación las unas con las otras, no podemos esperar alcanzar una sociedad libre ecológicamente orientada.
La descentralización y la autosustentabilidad deben involucrar un mucho más amplio principio de organización social que el mero localismo. Conjuntamente con la descentralización, las aproximaciones a la autosuficiencia, las comunidades de escala humana, las eco-tecnologías, etc., existe una necesidad imperiosa por formas democráticas y verdaderamente comunitarias de interdependencia —sintetizando, por formas de confederalismo libertario.
He detallado largamente en muchos artículos y libros (particularmente en “The Rise of Urbanization and the Decline of Citizenship”[5]) la historia de las estructuras confederales desde las confederaciones antiguas y medievales a las modernas, desde como los “Comuneros” en España durante el temprano siglo XVI al movimiento seccional parisino de 1793, y a los intentos más recientes, particularmente por los anarquistas en la Revolución Española de los años 1930. Actualmente, lo que frecuentemente lleva a serios malentendidos entre los descentralistas es su falla en demasiados casos para ver la necesidad de la confederación —las cuales al menos tienden a contrarrestar la inclinación de las comunidades descentralizadas a ir a la hacía el exclusivismo y el provincialismo. Sí carecemos de un claro entendimiento de lo que significa confederalismo —es más, del hecho de que forma un principio clave y da completo sentido a la descentralización— la agenda de un municipalismo libertario puede fácilmente volverse vacua en el mejor caso, o ser usada para fines altamente provincialistas en el peor.
¿Qué es, entonces, el confederalismo? Es sobretodo una red de consejos administrativos cuyos miembros o delegados son electos en asambleas populares y democráticas cara-a-cara, en varias villas, pueblos e incluso barrios de grandes ciudades. Los miembros de esos consejos confederales son estrictamente mandatados, revocables y responsables ante las asambleas que los eligen para el propósito de coordinar y administrar las políticas formuladas por sus asambleas mismas. Su función es entonces puramente administrativa y práctica, no una creadora de políticas, como la función de los representantes en un sistema republicano de gobierno.
Una perspectiva confederalista implica una clara distinción entre la creación de las políticas, y la coordinación y ejecución de las políticas adoptadas. La creación de políticas es el exclusivo derecho de asambleas populares comunales, basadas en las prácticas de la democracia participativa. La administración y coordinación son responsabilidad de los consejos confederales, los cuales se vuelven medios para interconectar villas, pueblos, barrios y ciudades en redes confederales. El poder, por lo tanto, fluye de abajo-hacia-arriba, en vez de arriba-hacia-abajo; y en las confederaciones, el flujo del poder de abajo-hacia-arriba disminuye con el alcance del consejo federal que va de las localidades a las regiones y de las regiones a áreas territoriales cada vez más amplias.
Un elemento crucial para darle realidad al confederalismo es la interdependencia de comunidades por medio de un autentico mutualismo basado en compartir los recursos, la producción y la creación de políticas. Sí una comunidad no es obligada a contar con otra u otros generalmente para satisfacer sus importantes necesidades materiales y realizar objetivos políticos comunes, de manera que este interconectada a un todo más grande, el exclusivismo y el provincialismo son posibilidades genuinas. Sólo en tanto reconozcamos que las confederaciones deben ser concebidas como extensiones de una forma de administración participativa —por medio de las redes confederales— pueden el descentralismo y el localismo prevenir a las comunidades que componen cuerpos más grandes de asociación, de un retiro provincialista dentro de sí mismas a expensas de áreas más amplias de consociación humana.
El confederalismo es, entonces, una manera de perpetuar la interdependencia que debería existir entre comunidades y regiones —es más, es un modo de democratizar esa interdependencia sin traicionar el principio del control local. Mientras que una razonable medida de autosuficiencia es deseable en cada localidad y región, el confederalismo es el medio de evitar que provincialismo localista, en una mano, y un nacionalismo extravagante y una división global del trabajo, en la otra. En breve, es la manera en que una comunidad puede retener su identidad y unicidad mientras participa en formas de compartir ese todo más grande que constituye una balanceada sociedad ecológica.
El confederalismo como un principio de organización social alcanza su completo desarrollo cuando la economía en sí misma es confederalizada colocando las granjas locales, las fábricas y otras empresas necesarias en manos de los municipios locales —que es, cuando una comunidad, sin importar que sea grande o pequeña, comienza a manejar sus propios recursos económicos en una red intercomunicada con otras comunidades. El forzar una elección entre o autosuficiencia de un lado y el sistema de mercado de intercambio en el otro, es una dicotomía simplista e innecesaria. Me gustaría pensar que una sociedad confederal ecológica sería una que compartiera, una basada en el placer que se siente al distribuir entre las comunidades de acuerdo a sus necesidades, no una en la cual comunidades “cooperativistas” capitalistas se sumerjan a sí mismas en el quid pro quo de las relaciones de intercambio.
¿Imposible? A menos que creamos que la propiedad nacionalizada (la cual refuerza el poder político del estado centralizado con poder económico) o un mercado económico privado (cuya ley “crece o muere” amenaza con minar la estabilidad ecológica del planeta entero) sean más realizables, no llego a ver qué alternativa tenemos a la municipalización confederada de la economía. De todos modos, por una vez no serían más los privilegiados burócratas del estado o codiciosos empresario burgueses —o incluso capitalistas “colectivistas” en las así llamadas empresas bajo control obrero— todos con sus intereses especiales para promover, quienes se enfrenten con los problemas comunales, sino los ciudadanos, sin importar su ocupación o lugar de trabajo. Por una vez, sería necesario transcender los tradicionales intereses de la ocupación, del lugar de trabajo, de la clase, y de las relaciones de propiedad y crear un interés general basado en los problemas de la comunidad compartida.
La confederación es entonces un ensamble de descentralización, localismo, autosuficiencia, interdependencia —y más. Este más, es la indispensable educación moral y construcción del carácter —que los griegos llamaban “paideia”— que genera una ciudadanía activa en una democracia participativa, en vez de los pasivos votantes y consumidores que tenemos actualmente. Al final, no hay sustituto para una reconstrucción consciente de nuestra relación con los otros y con el mundo natural.
Argumentar que la reconstrucción de la sociedad y de nuestras relaciones con el mundo natural puede alcanzarse sólo por la descentralización, o el localismo, o la autosustentabilidad nos deja con una colección incompleta de soluciones. Cualquiera de estos presupuesto que omitamos en una sociedad basada en municipalidades confederadas, démoslo por hecho, dejaría un profundo abismo en el tejido social que esperamos crear. El todo crecería y eventualmente destruiría la fábrica en sí misma —justo como una economía de mercado, unida a un “socialismo”, “anarquismo”, o cualquier otro concepto que tengamos de una buena sociedad, debería eventualmente dominar como un todo. Ni podemos omitir la distinción entre la creación de políticas y la administración, por una vez la creación de políticas descansa en las manos del pueblo, que es devorada por sus delegados, quienes rápidamente se vuelven burócratas.
El confederalismo, en efecto, debe ser concebido como un todo: un cuerpo conscientemente formado de interdependencias que unen una democracia participativa en municipalidades, con un sistema de coordinación escrupulosamente supervisado. Implica el desarrollo dialéctico de la independencia y la dependencia en una ricamente articulada forma de interdependencia, de la misma manera como el individuo en una sociedad libre crece de la dependencia de la niñez a la independencia de la juventud, para negar y superar ambas en una forma consciente de interdependencia entre individuos, y entre los individuos y la sociedad.
El confederalismo es entonces una especie de metabolismo fluido y siempre en desarrollo, en el cuál la identidad de una sociedad ecológica es preservada a través de sus diferencias y por virtud de sus potenciales para una siempre creciente diferenciación. El confederalismo, de hecho, no marca el cierre de la historia social (como el “fin de la historia” de los ideólogos de los años recientes quisieran que creyéramos sobre el capitalismo liberal[6]), sino más bien el punto de partida para una nueva historia eco-social creada por una evolución participativa dentro la sociedad, y entre la sociedad y el mundo natural.
Sobre todo, he intentado mostrar en mis escritos previos cómo la confederación sobre la base municipal ha existido en aguda tensión con los estados centralizados en general y el estado-nación de los tiempos recientes. El confederalismo, he tratado de remarcar, no es simplemente una forma única de administración social, en particular cívica o municipal. Es una tradición vibrante en las relaciones humanas, una que tiene largos siglos de historia tras de sí. Las confederaciones han tratado por generaciones compensar una casi igualmente larga tendencia histórica hacia la centralización y la creación del estado-nación.
Sí los dos —confederalismo y estatismo— no son vistos como estando en tensión el uno con el otro, una tensión en la cual el estado-nación ha usado una variedad de intermediarios como los gobiernos provinciales en Canadá y los gobiernos estatales en los Estados Unidos para crear la ilusión de “control local”, entonces el concepto de confederación pierde todo sentido. La autonomía provincial en Canadá y los derechos de los estados en los Estados Unidos, no son más confederales que los “soviets” o los consejos un medio para el control popular que existió en tensión con el estado totalitario de Stalin. Los soviets rusos fueron cooptados por los bolcheviques, quienes los suplantaron con miembros de su partido en el plazo uno o dos años tras la Revolución de Octubre. Para debilitar el rol de los municipios confederados como contrapeso del poder del estado-nación se utiliza la postulación oportunista de candidatos “confederales” para el gobierno estatal —o, más terroríficamente, por la gobernación de los aparentemente democráticos estados (como algunos verdes en Estados Unidos han propuesto), lo que es distorsionar la importancia de la necesidad de tensión entre confederación y el estado-nación— es más, ellos obscurecen el hecho de que los dos no pueden coexistir mucho tiempo juntos.
Al describir la confederación como un todo —como una estructura para la descentralización, la democracia participativa y el localismo— y como la potencialidad para una diferenciación siempre creciente a lo largo de nuevas líneas de desarrollo, quisiera también enfatizar que este mismo concepto de totalidad que se aplica a la interdependencia entre municipios, también se aplica al municipio en sí mismo. El municipio, como he apuntado en escritos anteriores, es la arena política más inmediata al individuo, el mundo que literalmente se haya más allá del portal de la privacidad de la familia y de la intimidad de las amistades personales. En esta arena política primaria, donde la política debe ser concebida en un sentido literalmente helenístico de control de las elecciones o de la comunidad, el individuo puede ser transformado de una mera persona a un activo ciudadano, de un ser privado a un ser público. Dado que esta arena crucial literalmente convierte al ciudadano en un ser funcional puede quien participar directamente del futuro de la sociedad, estamos tratando a un nivel de interacción humana que es más básico (aparte de la familia misma) que cualquiera de los niveles expresados en las formas de gobierno representativas, donde el poder colectivo es literalmente trasmutado en poder encarnado en uno o unos pocos individuos. El municipio es, luego, la más auténtica arena de la vida pública, sin importar cuánto haya sido distorsionada en el curso de la historia.
En contraste, los delegados o los niveles con autoridad «política» presuponen la abdicación del poder municipal y de los ciudadanos en un grado u otro. El municipio debe ser siempre entendido como este mundo público verdaderamente auténtico. El comparar las posiciones ejecutivas como la de intendente [o alcalde] con un gobernador en las formas representativas de poder es malinterpretar groseramente la naturaleza política básica de la vida misma, a pesar de todas sus malformaciones. Entonces, para los verdes el competir de una manera puramente formal y analítica —con una lógica moderna que instrumenta términos como «ejecutivo» para hacer las dos posiciones intercambiables, es remover totalmente la noción de poder ejecutivo de su contexto, cosificarlo, para hacer de él una mera categoría sin vida por causa de los adornos externos que le adosamos a la palabra. Si la ciudad debe ser vista como un todo, y sus potencialidades para crear una democracia participativa son completamente reconocidas, los gobiernos provinciales y los gobiernos estatales en Canadá y en los Estados Unidos, deben ser vistos como pequeñas repúblicas claramente establecidas por completo alrededor de la representación, en el mejor de los casos, y del dominio oligárquico, en el peor. Ellos proveen los canales de expresión para el estado-nación —y constituyen obstáculos para el desarrollo de un genuino dominio público.
El que un verde se presente para intendente con un programa libertario municipalista, en breve, es cualitativamente diferente de que se postule para gobernador provincial o estatal con un programa supuestamente municipalista libertario. Incrementa la descontextualización de las instituciones que existen en un municipio, en una provincia o estado, y en un estado-nación en sí mismo, por medio de colocar estas tres posiciones ejecutivas bajo una perspectiva puramente formal. De la misma forma, se puede decir que porque los seres humanos y los dinosaurios tienen columnas vertebrales, que ambos pertenecen a la misma especie o incluso al mismo género. En cada uno de estos casos, una institución —sea la intendencia, el consejo a una persona seleccionada— debe ser visto en el contexto municipal como un todo; de la misma forma que un presidente, primer ministro, congresista o miembro del parlamento, a su vez, debe ser visto en el contexto del Estado como un todo. Desde esta perspectiva, para los verdes postularse para intendentes es fundamentalmente diferente que postularse para puestos provinciales o estatales. Uno podría detallar una lista sinfín de las razones por las que el poder del intendente está mucho más controlado y está mucho más próximo al ojo público que aquellos que ostentan una oficina provincial o estatal.
A riesgo de repetirme, permítanme decir que ignorar este hecho es simplemente abandonar el sentido de contextualidad y de medioambiente en el cual cuestiones como la política, la administración, la participación y la representación deben ser colocadas. Es simplemente que la intendencia de un pueblo o ciudad no es la capital de la provincia, el estado, o el estado-nación.
Incuestionablemente, existen actualmente ciudades que son tan grandes que rayan ser cuasi-repúblicas por derecho propio. Uno podría pensar por ejemplo en áreas megalopolitanas como la ciudad de New York o Los Ángeles. En tales casos, el programa mínimo del movimiento verde puede demandar que las confederaciones establezcan dentro del área urbana —digamos, entre los barrios o distritos definibles— no sólo entre las áreas urbanas mismas. En un sentido muy real, estas sobrepobladas, extendidas y sobredimensionadas entidades deben ser en última instancia desarmadas institucionalmente dentro de las municipalidades auténticas que tienen escalas de dimensiones humanas y que llevan ellas mismas a una democracia participativa. Estas entidades no son todavía poderes del Estado completamente formados, ni institucionalmente ni en la realidad, tales como los que encontramos incluso en los estados estadounidenses menos poblados. El intendente no es todavía un gobernador, con los poderes enormemente coercitivos que un gobernador tiene, ni el consejo de la ciudad el parlamento nacional o estatal que puede literalmente legislar la pena de muerte, tal como ocurre actualmente en los Estados Unidos.
En ciudades que se están transformando ellas mismas en cuasi-estados, existe todavía una buena cantidad de libertad de acción en las cuales la política puede conducirse a lo largo de líneas libertarias. Ya los brazos ejecutivos de estas entidades urbanas constituyen todavía una base muy precaria —sobrecargados por burocracias enormes, con poder de policía, poder fiscal y sistemas jurisdiccionales, que generan severos problemas para una aproximación municipal libertaria. Así debemos preguntarnos a nosotros mismos con toda franqueza siempre, cuál es nuestra situación concreta. Dónde los consejos de la ciudad y las intendencias de las grandes ciudades proveen una arena para la batalla por la concentración del poder en un creciente y más poderoso ejecutivo estatal o provincial, y, todavía peor, en jurisdicciones regionales que pueden cortar tales ciudades (Los Ángeles es un ejemplo notable), el postular candidatos al Consejo de la ciudad puede ser el único recurso que tengamos, es más, para detener el desarrollo creciente de instituciones autoritarias del Estado y ayudar a la restauración de una democracia institucionalmente descentralizada.
No tenemos duda de que llevará un largo tiempo el descentralizar físicamente entidades urbanas tales como la ciudad de New York, en auténticas municipalidades y, en última instancia, en comunas. Tales esfuerzos son parte de un programa máximo del movimiento verde. Pero no existe razón por la cual una entidad urbana de tan gran magnitud no puede ser lentamente descentralizada institucionalmente. La distinción entre la descentralización física y la descentralización institucional debe siempre ser tenida en mente. Desde hace tiempo excelentes propuestas han sido adelantadas por los radicales e incluso por los urbanistas para localizar la democracia de tales entidades urbanas gigantescas y literalmente darle un mayor poder a la gente, sólo para ser cínicamente boicoteados por los centralistas quienes invocan los impedimentos físicos que supone tal tarea.
Torna confusos los argumentos de quienes abogan por la descentralización, el realizar conjuntamente la descentralización institucional con la descentralización física de entidades tan grandes. Es de alguna forma una traición de parte de los centralistas el hacer de estas muy distintas líneas de desarrollo, idénticas o entrelazadas la una con la otra. El municipalismo libertario debe tener siempre clara en la mente la distinción entre la descentralización institucional y la física; y reconocer que la primera es enteramente alcanzable incluso mientras la última requiera años para lograrse todavía.
3 noviembre de 1990.
[1] Versión en español: “El anarquismo en la sociedad de consumo”; traducción: Rolando Hanglin. Ed. Kairós, Barcelona: 1974 (n. del t.).
[2] Existe una versión en español: “Hacia una tecnología liberadora”, en “Por una sociedad ecológica”; Editorial Gustavo Gili, S. A.; Barcelona, traducción: Josep Elias, 1978 (n. del t.).
[3] E. F. Schumacher: “Small Is Beautiful: A Study of Economics As If People Mattered”, 1973. Versión en español: “Lo pequeño es hermoso”; Ediciones AKAL, 2001 (n. del t.).
[4] Herman Daly (n. 1938): economista ecológico, académico norteamericano. Algunas obras: “Steady-State Economics”, 1977; “Valuing the Earth” (1993); “Ecological Economics and the Ecology of Economics”, (1999) (n. del t.).
[5] Murray Bookchin: “The Rise of Urbanization and the Decline of Citizenship”, San Francisco: Sierra Club Books, 1987 (n. del t.).
[6]El autor se refiere a Francis Fukuyama: “The End of History and the Last Man”; Free Press, New York, 1992 (edición en español: “El fin de la historia y el último hombre”. Editorial Planeta. 1992. (N. del t.).