Título: El sistema capitalista
Temas: Burguesía Capitalismo Proletariado
Fuente: Recuperado el 20 de julio de 2013 desde miguelbakunin.wordpress.com¿Es preciso repetir los argumentos irrefutables del socialismo, los argumentos que ningún economista burgués ha conseguido destruir? ¿Qué es la propiedad, que es el capital, bajo su forma actual? Para el capitalista y para el propietario es el poder y el derecho, garantizados y protegidos por el Estado, de vivir sin trabajar, y como ni la propiedad ni el capital producen absolutamente nada cuando no están fecundados por el trabajo, es el poder y el derecho de vivir por el trabajo ajeno, de explotar el trabajo de aquellos que, no teniendo ni propiedad ni capitales, están forzados a vender su fuerza productiva a los felices detentadores de la una y de los otros.
Advertid que dejo aquí absolutamente a un lado esta cuestión: ¿Por qué vías y como ha caído la propiedad y el capital en manos de sus detentadores actuales? Cuestión que, cuando es considerada desde el punto de vista de la historia, de la lógica y de la justicia, no puede ser resuelta de otro modo que contra los detentadores. Me limito a constatar simplemente que los propietarios y los capitalistas en tanto que viven, no de su trabajo productivo, sino de la renta de sus tierras, del alquiler de sus construcciones, y de los intereses de sus capitales, o bien de la especulación sobre sus tierras y sus construcciones y sobre sus capitales, o bien de la explotación comercial o industrial del trabajo manual del proletariado ─especulación y explotación que constituyen sin duda una especie de trabajo, pero un trabajo perfectamente improductivo (según eso también los ladrones y los reyes trabajan)─ que todas esas gentes digo, viven en detrimento del proletariado.
Sé muy bien que esa manera de vivir es infinitamente honrada en todos los países civilizados; que es expresa y tiernamente protegida por todos los Estados, y que los Estados, las religiones, todas las leyes jurídicas, criminales y civiles, todos los gobiernos políticos, monárquicos y republicanos, con sus inmensas administraciones policiales, judiciales, y con sus ejércitos permanentes, no tienen propiamente otra misión que la de consagrarla y protegerla. En presencia de autoridades tan poderosas y tan respetables, no me permito, pues, preguntar siquiera si esa manera de vivir, desde el punto de vista de la justicia humana, de la libertad, de la igualdad y de la fraternidad humana es legitima. Me pregunto simplemente: En esas condiciones la fraternidad y la igualdad entre los explotadores y explotados, y la justicia, así como la libertad para los explotados, ¿son posibles?
Supongamos también, como lo pretenden los señores economistas burgueses, y con ellos todos los abogados, todos los adoradores y creyentes del derecho jurídico, todos esos sacerdotes del derecho criminal y civil, supongamos que esa relación económica de los explotadores frente a los explotados, y la justicia, así como la libertad para ellos es consecuencia fatal, el producto de una ley social eterna e indestructible: permanece una verdad que la explotación excluye la fraternidad y la igualdad.
Excluye la igualdad económica; eso se entiende por si mismo. Supongamos que soy su trabajador y usted mi patrón. Si le ofrezco mi trabajo al mas bajo precio posible, si consiento en hacerle vivir con el producto de mi trabajo, no es por abnegación, ni por amor fraternal hacia usted ─ningún economista burgués se atreverá a afirmarlo, por idílicos e ingenuos que sean los razonamientos de estos señores cuando se ponen a hablar de las relaciones y de los sentimientos recíprocos que deberían existir entre los patrones y los obreros─, no, lo hago porque si no lo hiciese yo y mi familia moriríamos de hambre. Por tanto, estoy obligado a venderle mi trabajo al mas bajo precio posible, estoy obligado a ello por el hambre.
Pero — dicen los economistas — los propietarios, los capitalistas, los patrones, están igualmente forzados a buscar y a comprar el trabajo del proletario. Es verdad, están obligados a ello, pero no igualmente. ¡Ah, si hubiese igualdad entre el que demanda y el que ofrece, entre la necesidad de comprar el trabajo y la de venderlo, no existirían la esclavitud y la miseria del proletariado! Pero es que entonces no habría tampoco ni capitalistas ni propietarios, ni proletariado, ni ricos ni pobres; no habría nada más que trabajadores. Los explotadores no son y no pueden ser tales precisamente más que porque esa igualdad no existe.
No existe, porque en la sociedad moderna, donde la producción de las riquezas se hace por la intervención del capital asalariado del trabajo, el crecimiento de la población es mucho mas rápido que el de la producción, de donde resulta que la oferta del trabajo debe sobrepasar siempre necesariamente a la demanda, lo que tiene que tener por consecuencia infalible la disminución relativa de los salarios. Constituida así la producción, monopolizada, explotada por el capital burgués, se encuentra empujada, por una parte, mediante la concurrencia que se hacen los capitalistas entre si, a concentrarse cada día mas en manos de un numero cada vez mas pequeño de capitalistas muy poderosos ─pues los pequeños y medianos capitales sucumben naturalmente en esa lucha asesina, ya que no pueden producir con los mismos gastos que los grandes─, o en manos de sociedades anónimas, mas poderosas por la reunión de sus capitales que los mas grandes capitalistas aislados; por otra parte, es obligada por esa misma concurrencia a vender sus productos al mas bajo precio posible. No puede llegar a ese doble resultado mas que rechazando un numero mas y mas considerable de pequeños y medianos capitalistas, especuladores, comerciantes e industriales, del mundo de los explotadores hacia el del proletariado explotado, y haciendo al mismo tiempo economías progresivas sobre los salarios de ese mismo proletariado.
Por otro lado, la masa del proletariado aumenta siempre, por el crecimiento natural de la población, que la miseria misma, como se sabe, no detiene apenas, y por la remisión a su seno de un numero creciente de burgueses en otro tiempo propietarios, capitalistas, comerciantes e industriales ─y aumentando, como acabo de decirlo, en una proporción mas fuerte que las necesidades de la producción explotada en comandita por el capital burgués–, resulta de ello una concurrencia desastrosa entre los trabajadores mismos; porque no teniendo otro medio de existencia que su trabajo manual, son impulsados, por el temor a verse reemplazados por otros, a vender su trabajo al mas bajo precio posible. Esta tendencia de los trabajadores, o mas bien esa necesidad a que se ven condenados por su miseria, combinada con la tendencia mas o menos forzada de los patronos a vender sus productos a sus trabajadores, al mas bajo precio posible, reproduce constantemente y consolida la miseria del proletariado. Siendo pobre, el obrero debe vender su trabajo casi por nada, y por que lo vende casi por nada, se vuelve más y más pobre.
Sí, mas pobre, verdaderamente. Por que en ese trabajo forzado, las fuerzas productivas del obrero, abusivamente aplicadas, despiadadamente explotadas, excesivamente gastadas y muy mal nutridas, se gastan pronto; y una vez que se han gastado, ¿Qué vale en el mercado su trabajo, que vale esa única mercancía que posee y cuya venta cotidiana le hace vivir? Nada. ¿Y entonces? Entonces no le queda otro remedio que morir.
¿Cuál es en un país dado, el más bajo salario posible? Es el precio de lo que es considerado por los proletarios de ese país, como absolutamente necesario para el mantenimiento de un hombre. Los economistas burgueses de todos los países están de acuerdo en este punto.
Turgot, aquel a quien se convino en llamar el virtuoso ministro de Luis XVI, y que era realmente un hombre de bien, dijo:
“El simple obrero que no tiene mas que sus brazos, no tiene nada, mas que en tanto que llegue a vender a otros su esfuerzo. Lo vende más o menos caro; pero ese precio más o menos alto, no depende de él solo: depende del acuerdo que forma con aquel que paga su trabajo. Este le paga lo menos caro que puede; como tiene elección entre un gran número de obreros, prefiere el que trabaja mas barato. Los obreros están, pues, forzados a bajar el precio en competencia los unos con los otros. En todo género de trabajo, debe suceder que el salario del obrero se limita a lo que le es necesario para procurarle la existencia” (Reflexion sur la formation et la distribution des richesses).
J. B Say, el verdadero padre de los economistas burgueses en Francia, dice también:
“los salarios son tanto mas elevados cuanto mas demanda existe para el trabajo y menos oferta, y se reducen a medida que el trabajo del obrero es mas ofrecido y menos demandado. Es la relación de la ofertan con la demanda la que regula los precios de esa mercancía llamada el trabajo del obrero, como regula los precios de todos los otros servicios públicos. En cuanto los salarios van un poco más allá de la tasa necesaria para que las familias de los obreros puedan mantenerse, los hijos se multiplican y una oferta más grande se pone pronto en proporción con una demanda más amplia. Cuando, al contrario, la demanda de trabajadores es inferior a la cantidad de gentes que se ofrecen para trabajar, sus ganancias declinan por debajo de la tasa necesaria para que la clase pueda mantenerse en el mismo número. Las familias más cargadas de hijos desaparecen; desde entonces la oferta de trabajo declina y siendo el trabajo menos ofrecido, el precio sube… De suerte que es difícil que el precio del trabajo del simple jornalero se eleve o se disminuya por encima o debajo del nivel de tasa necesario para mantener la clase (de los obreros, el proletariado) en el numero de que se tiene necesidad” (Cours complet d’economie politique)
“El precio, como el valor (en la economía social actual) es cosa esencialmente móvil, por consecuencia, esencialmente variable, y que, en sus variaciones, no se regula mas que por la concurrencia, concurrencia, no olvidemos, que como convienen Turgot y Say tiene por efecto necesario no dar en salario al obrero mas que lo que le impide justamente morir de hambre, y mantiene la clase en el numero de que se tiene necesidad”[1] (Histoire de la Révolution; Louis Blanc.)
Por tanto, el precio corriente de los estricto necesario es la medida constante, ordinaria, por encima de la cual ni puede elevarse largo tiempo ni mucho los salarios de los obreros, pero por bajo de la cual caen muy a menudo, lo que tiene siempre por consecuencia la inanición, las enfermedades y la muerte, hasta que haya desaparecido un numero suficiente de trabajadores para hacer la oferta del trabajo no igual si no conforme a la demanda.
Lo que los economistas llaman la igualdad entre la oferta y la demanda no constituyen todavía la igualdad entre el demandante y los que ofertan. Supongamos que yo, fabricante, tenga necesidad de 100 trabajadores y que se presenten en el mercado 100 — solamente 100 — por que si se presentan mas, la oferta superaría a la demanda, habría desigualdad evidente en detrimento de los trabajadores, y por consiguiente disminución de salarios. Pero, puesto que no se han presentado mas que ese numero preciso, ni mas ni menos, parece a simple vista que hay igualdad perfecta: pues la oferta y la demanda, que son iguales en un mismo numero, son necesariamente iguales entre si. ¿Se desprende de eso que los obreros podrían exigir de mi un salario y condiciones de trabajo que les aseguren los medios de una existencia verdaderamente libre, digan y humana? De ningún modo. Si les concediese ese salario y esas condiciones, yo, capitalista, no ganaría más que ellos, y no lo ganaría aun más que a condición de trabajar como ellos. Pero entonces, ¿para que diablos iría a atormentarme y a arruinarme ofreciéndoles las ventajas de mi capital? Si quiero trabajar como ellos trabajan, colocare el capital en otra parte a interés lo mas elevado posible y ofreceré yo mismo mi trabajo a algún otro capitalista, como ellos me lo ofrecen a mi.
Si, aprovechándome de la potencia de iniciativa que me da mi capital, pido a esos trabajadores que vengan a fecundarlo con su trabajo, no es por simpatía hacia sus sufrimientos, ni por espíritu de justicia, ni por amor a la humanidad. Los capitalistas no son filántropos, se arruinarán en ese oficio. Es porque espero poder sacar de su trabajo una ganancia suficiente para vivir convenientemente y engrandecer mi querido capital al mismo tiempo, sin tener necesidad de trabajar. O bien trabajare también, pero de otro modo que mis obreros. Mi trabajo será de otra naturaleza y será infinitamente mejor retribuido que el suyo. Será un trabajo de administración y de explotación, no de producción.
Pero el trabajo administrativo, ¿no es un trabajo productivo? Sin duda, lo es, porque sin una buena e inteligente administración, el trabajo manual no produciría nada, o produciría poco y mal. Pero desde el punto de vista de la justicia y de la utilidad de la producción misma, no es de ningún modo necesario que ese trabajo sea monopolizado en mis manos, y sobre todo, que sea retribuido mas que el trabajo manual. Las asociaciones cooperativas han demostrado que los obreros saben y pueden administrar muy bien las empresas industriales, por obreros que eligen en su seno y que reciben la misma retribución que los otros. Por tanto, si concentro el poder administrativo en mis manos, no es para utilidad de la producción, es por mi propia utilidad, por la de la explotación. Como amo absoluto de mi establecimiento, percibo por mi jornada de trabajo diez, veinte, y si soy un gran industrial, con frecuencia cien veces más de lo que mi obrero perciba por la suya, a pesar de que mi trabajo sea, sin comparación, menos penoso que el suyo.
Pero el capitalista, el jefe de un establecimiento, corre riesgos, se dice, mientras que el obrero no corre ninguno. Esto no es verdad, porque aun desde ese punto de vista todas las desventajas están de parte del obrero. El jefe de un establecimiento puede conducir mal sus negocios, puede ser liquidado por las concurrencias, o bien ser victima de una gran crisis comercial o de una catástrofe imprevista; en una palabra, puede arruinarse. Esto es verdad. Pero veamos, ¿habéis visto a industriales burgueses arruinarse y verse reducidos a un gasto tal de miseria que ellos y los suyos mueran de hambre, o se vean forzados a descender al estado de jornaleros, al estado de obreros? Eso no llega casi nunca, se puede decir que nunca. Ante todo es raro que un industrial no conserve alguna cosa, por arruinado que parezca. En el tiempo que corre, todas las bancarrotas son más o menos fraudulentas. Pero si no se ha conservado absolutamente nada, le quedan siempre sus alianzas de familias, sus relaciones sociales, que, con ayuda de la instrucción que su capital perdido le había permitido adquirir y dar a sus hijos, le permiten colocar a estos y a si mismo en el alto proletariado, en el proletariado privilegiado; sea en alguna función del estado, sea como administrador asalariado de una empresa comercial o industria, sea, en fin, como dependiente, con una retribución de su trabajo siempre superior a la que había pagado a sus obreros.
Los riesgos del obrero son infinitamente más grandes. Ante todo, si el establecimiento en que esta empleado va a la bancarrota, queda algunos días y a menudo algunas semanas sin trabajo; y para el, eso es mas que la ruina, es la muerte; porque come cada día todo lo que gana. Los ahorros del trabajador son un cuento de hadas inventado por los economistas burgueses para adormecer el débil sentimiento de justicia, los remordimientos que pudieran despertarse por casualidad en el seno mismo de su clase. Ese cuento ridículo y odioso no adormecerá nunca las angustias del trabajador. Sabe lo que le cuesta satisfacer las necesidades diarias de su numerosa familia. Si tuviese ahorros, no enviaría a sus pobres hijos, desde la edad de seis años, a agotarse, a debilitarse, a hacerse física y moralmente asesinar en las fabricas donde están forzados a trabajar noche y día, una jornada de doce y con frecuencia de catorce horas.
Si acontece algunas veces que el obrero hace algún pequeño ahorro, es consumido bien pronto por los días de paro forzoso que interrumpen demasiado a menudo y demasiado cruelmente su trabajo, tanto como por los accidentes imprevistos y las enfermedades que pueden sobrevenir en su familia. En cuanto a los accidentes y a las enfermedades que pueden alcanzarle a el mismo, constituyen un riesgo en comparación del cual todos los riesgos del jefe del establecimiento, del patrón, no son nada: porque para el obrero, la enfermedad que lesiona la única riqueza que posee, su facultad productiva, su fuerza de trabajo, sobre todo la enfermedad prolongada, es la mas terrible bancarrota, una bancarrota que significa, para sus hijos y para él, el hambre y la muerte.
Se ve bien que con las condiciones que yo, capitalista que necesito 100 obreros para fecundar mi capital, ofrezco a esos obreros, todas las ventajas son para mí, todas las desventajas son para ellos. No les propongo ni más ni menos que explotarlos, y si quisiese ser sincero, de lo que sin duda me guardare bien, les diría:
“Ved, queridos hijos, tengo ahí un capital que en rigor no debería producir nada, porque una cosa muerta no puede producir nada, no hay nada de productivo fuera del trabajo. Si fuese así, no podría sacar de el otro provecho que el de consumirlo improductivamente y, una vez que lo haya consumido, no tendré nada. Pero gracias a las instituciones sociales y políticas que nos rigen y que están todas a mi favor, en la organización económica actual mi capital es supuesto como productor también: me da intereses. Sobre quien deben ser tomados esos intereses ─y deben serlo sobre alguno, pues en realidad por si mismo no produce nada en absoluto─, eso no os atañe. Bastaos saber que rinde intereses. Solo que esos intereses son insuficientes para cubrir mis gastos. No soy un hombre tosco como vosotros, no puedo ni quiero contentarme con poco. Quiero vivir, habitar una hermosa casa, comer y beber bien, pasear en carroza, aparentar, en una palabra, procurarme todos los goces de la vida. Quiero también dar una buena educación a mis hijos, hacerlos señores y enviarles a estudiar, a fin de que, mucho mas instruidos que los vuestros, puedan dominarlos un día como os domino yo hoy. Y como la instrucción sola no basta, quiero dejarles una gran herencia, para que al repartirla entre ellos queden al menos tan ricos como yo. Por consiguiente, además de los goces que quiero darme, quiero también acrecentar mi capital. ¿Cómo haré para llegar a ese fin? Armado de ese capital me propongo explotarlos, y os propongo que os dejéis explotar por mí. Vosotros trabajareis y yo recogeré y me apropiare y venderé por mi propia cuenta el producto de vuestro trabajo, no dejándoos más que la parte absolutamente necesaria para que no muráis de hambre hoy, a fin de que mañana podáis trabajar aun parar mi en las mismas condiciones; y cuando os haya agotado, os expulsare y os reemplazare por otros. Sabedlo bien, os pagaré un salario tan pequeño, y os impondré una jornada tan larga, condiciones de trabajo tan severas, tan despóticas, tan duras como sea posible; no por maldad ─no tengo motivo para odiaros, ni para hacerlos mal─, sino por amor a la ganancia y para enriquecerme mas pronto; porque cuanto menos os pague y más trabajéis vosotros, mas ganare.”
He ahí lo que dice implícitamente todo capitalista, todo empresario de industria, todo jefe de establecimiento, todo el que hace demanda de brazos, a los trabajadores que recluta.
Pero, puesto que la oferta y la demanda son iguales, se dirá, ¿por qué los obreros habrían de aceptar tales condiciones? Teniendo el capitalista tanta necesidad de ocupar los 100 obreros como los 100 obreros de ser ocupados por el, ¿no se deduce que el primero, como cada uno de los segundos, están en condiciones perfectamente iguales? ¿No llegan ambos al mercado como dos mercados igualmente libres, desde el punto de vista jurídico al menos, aportando, el uno una mercancía que se llama salario, sea por día o a termino, que quiere cambiar contra otra mercancía que se llama trabajo del obrero, de tantas horas por día, y el otro su mercadería, que se llama su propio trabajo diario y que quiere cambiar contra el salario ofrecido por el capitalista. Puesto que, en nuestra suposición, la demanda es de 100 trabajadores, y la oferta es de 100 trabajadores también, parece que en ambas partes las condiciones son iguales.
No, no lo son de ningún modo. ¿Qué es lo que hace que el capitalista vaya al mercado? Es la necesidad de enriquecerse, de agrandar su capital y de procurarse la satisfacción de todas las ambiciones y vanidades sociales, de darse todos los goces imaginables. ¿Qué es lo que lleva halla al obrero? Es la necesidad de comer hoy y mañana, es el hambre. Por consiguiente, iguales desde el punto de vista de la ficción jurídica, el capitalista y el obrero no lo son de ningún modo desde su situación económica o real. El capitalista no esta amenazado por el hambre al llegar al mercado; sabe muy bien que si no encuentra hoy los trabajadores que busca, tendrá siempre algo que comer durante mucho tiempo, gracias a ese capital del que es el feliz poseedor. Si los obreros que encuentra en el mercado le hacen proposiciones que le parecen exageradas, porque, lejos de agrandar su fortuna y de mejorar aun mas su situación económica, esas proposiciones y esas condiciones podrían, no digamos igualar, si no solo acercarlo un poco a la situación económica de esos mismo obreros de quienes quiere comprar el trabajo, ¿Qué hace entonces? Los rehúsa y espera. No siendo lo que le apremia la necesidad, si no el deseo de mejorar una posición que, comparada con la de los obrero es muy confortable, puede esperar; y esperara, por que la experiencia de los negocios le enseño que la resistencia de los obreros que, no teniendo ni capitales, ni confort, ni grandes ahorros, son apremiados por la necesidad despiadada del hambre, que esa resistencia no puede durar largo tiempo y que encontrara en fin los 100 obrero que busca y que serán forzados a aceptar las condiciones que encuentre útil para si mismo imponerles. Si estos las rechazan, otros vendrán, otros vendrán que se consideraran felices aceptándolas. Es así como suceden las cosas cada día a vista y a conocimiento de todo el mundo.
Si, como consecuencia de circunstancias particulares que influyen de una misma manera mas constante sobre el estado del mercado, la rama de industria en que había proyectado primero empleara su capital no le ofrece todas las ventajas que había esperado, entonces aplicara ese mismo capital a otra rama; pues el capital burgués no esta ligado por su naturaleza a ninguna industria especial, si no que fecunda como dicen los economistas ─explota, diremos nosotros─ indefinidamente todas las industrias posibles. Supongamos en fin, que, sea incapacidad, sea desgracia independiente de su saber y de su voluntad, no consigue colocarlo en ninguna industria; y bien, comprara acciones y rentas; y si los intereses y dividendos que persigue le parecen insuficientes, se comprometerá en algún servicio es decir, venderá su trabajo, a su vez, pero en condiciones mucho mas lucrativas para si que las que había propuesto a sus obreros.
El capitalista va, pues, al mercado como hombre, si no absolutamente libre, al menos infinitamente más libre que el obrero. Es el encuentro del lucro con el hambre, del amo con el esclavo. Jurídicamente son iguales; económicamente el obrero es el siervo del capitalista, aun antes de la concesión del tratado por el cual venderá a termino su persona y su libertad, porque esa amenaza terrible del hambre, que esta suspendida cada día sobre el y sobre su familia, le forzara a aceptar todas las condiciones que le sean impuestas por los cálculos lucrativos del capitalista, del jefe de industria, del patrón.
Una vez que el trato es concretado, la servidumbre del obrero se hace doble; o más bien, antes de haber concertado ese trato, aguijoneado por el hambre, no era siervo más que en potencia; después de haberlo concertado, se vuelve siervo efectivo. Porque, ¿Cuál es la mercadería que ha vendido a su patrón? Es su trabajo, su servicio personal, la fuerza productiva corporal, intelectual y moral, que se encuentra en el y que es inseparable de su persona, pues, es su propia persona. En lo sucesivo el patrón velara sobre el, sea discretamente, sea por medio de sus capataces, el patrón será cada día, durante las horas y en las condiciones convenidas, el dueño de sus actos y de sus movimientos. Le dirá: “harás esto” y obrero estará obligado a hacerlo; o bien “iras allí” y deberá ir. ¿No es eso lo que se llama servidumbre?
El señor Carlos Marx ilustre jefe del comunismo alemán observa justamente, en su magnifica obra “El Capital”[2] que si el contrato que se concluyo libremente entre los vendedores de dinero, bajo la forma de salario, en tales condiciones de trabajo, y los vendedores de su propio trabajo, es decir, entre los patrones y lo obreros, en lugar de ser concluido a termino solamente, fuese concluido por toda la vida, constituiría una esclavitud real. Concluido a termino y reservando al obrero la facultad de dejar a su patrón, no constituye mas que una especie de servidumbre voluntaria y pasajera. Si, pasajera y voluntaria solo desde el punto de vista jurídico, pero de ningún modo desde el de la posibilidad económica. El obrero tiene siempre el derecho de abandonar a su patrón, pero, ¿dispone de los medios?
Y si lo abandona, ¿será para comenzar una existencia libre en la que no tendrá otro patrón mas que a si mismo? No, será para venderse a un nuevo patrón. Será impulsado a ello fatalmente por esa misma hambre, esa libertad del obrero que exaltan tanto los economistas, los juristas y los republicanos burgueses, no es mas que una libertad teórica sin ningún medio de realización posible, por consiguiente una libertad ficticia, una mentira. La verdad es que toda la vida del obrero no presenta otra cosa que una continuidad desoladora de servidumbre a término, jurídicamente voluntarias, pero económicamente forzadas, una permanencia de servidumbres, momentáneamente interrumpidas por la libertad acompañada del hambre y por consiguiente una real esclavitud.
Esa esclavitud se manifiesta, en la práctica de cada día, de todas las maneras posibles. Al margen de las condiciones ya tan vejatorias del contrato, que hacen que hacen del obrero su subordinado, un servidor obediente y pasivo, y del patrón un amo casi absoluto, es notorio que no existe casi un establecimiento industrial donde el amo, impulsado por una parte por ese doble instinto del lucro cuyo apetito no ha satisfecho nunca y del amo que quiere hacer sentir su omnipotencia, y por la otra, aprovechándose de la dependencia económica en la que se encuentra el obrero, no contraviene esas condiciones en su beneficio y en detrimento del obrero: ya al exigirle mas horas o medias horas o cuartos de hora de trabajo que no había convenido, ya al disminuir su salario bajo un pretexto u otro, ya cargándole de multas arbitrarias o tratándole duramente, de una manera impertinente y grosera. Pero entonces el obrero debe abandonarlo, se dirá. Eso es fácil de decir, pero no siempre fácil de ejecutar. Algunas veces el obrero ha recibido avances, su mujer o sus hijos están enfermos, o bien la obra en su rama de industria esta mal remunerada. Otros patronos pagan aun menos que el suyo y, al dejarlo, no esta siempre seguro de encontrar otro. Y para el, hemos dicho, quedar sin trabajo es la muerte. Por lo demás, todos los patronos se entienden y todos se asemejan. Todos son casi igualmente vejatorios, injustos y duros.
¿No es esa una calumnia? No, esta en la naturaleza de las cosas y en la necesidad lógica de las relaciones que existen entre los patronos y sus obreros.
¿Queréis que los hombres no opriman a otros? Haced que no tengan nunca el poder de oprimirlos. ¿Queréis que respeten la libertad, los derechos, el carácter humano de sus semejantes? Haced que estén forzados a respetarlos: No forzados por la voluntad ni por la acción opresiva de otros hombres, ni por la represión del estado y de las leyes, necesariamente representadas y aplicadas por hombres, los que los harían esclavos a su vez, sino por la organización misma del medio social: organización constituida de modo que aún dejando a cada uno el mas entero goce de su libertad no deje a nadie la posibilidad de elevarse por encima de los demás, ni de dominarlos, de otro modo que por la influencia natural de las cualidades intelectuales o morales que poseen, sin que esa influencia pueda imponerse nunca como un derecho ni apoyarse en una institución política cualquiera.
Todas las instituciones políticas, aun las mas democráticas y fundadas en la más vasta aplicación del sufragio universal, aun cuando comiencen, como lo hacen a menudo en su origen, por colocar en el poder a las personas mas dignas, y a las mas liberales, a las mas consagradas al bien común, y a las mas capaces de servirlo, acaban siempre precisamente porque tienen por efecto necesario transformar la influencia y como tal perfectamente legitima de esos hombres, en un derecho, para producir una doble desmoralización, un doble mal.
Primeramente tiene por efecto inmediato y directo el transformar a los hombres realmente libres en ciudadanos llamados libres también y que por una ilusión y una infatuación singulares, continúan considerándose también como los iguales de todo el mundo, pero en realidad están forzados a obedecer en lo sucesivo a los representantes de la ley, a hombres. Y aunque esos hombres, desde el punto de vista económico y social fueran realmente sus iguales, no dejan de ser desde el punto de vista político, los jefes a los cuales, bajo el pretexto del orden publico y en virtud de la llamada voluntad del pueblo, expresada por una resolución no adoptada siquiera por unanimidad, sino por la mayoría de los sufragios, todos los ciudadanos deben una obediencia pasiva, naturalmente en los limites determinados por la ley, limites que, como nos enseña la experiencia de todos los países, se extienden mucho siempre para el derecho del que manda y se reducen singularmente para el ciudadano que quisiera usar del derecho a la desobediencia legal.
Y bien, declaro que en tanto que los ciudadanos obedezcan a los representantes oficiales de la ley, a los jefes que son impuestos por el Estado, aunque esos jefes sean elegidos por el sufragio universal, son esclavos.
¿Qué es la libertad? ¿Qué es la autoridad? ¿La libertad de los hombres consistirá en la rebelión contra todas las leyes? No, en tanto que esas leyes son naturales, económicas y sociales, leyes no autoritariamente impuestas, sino inherentes a las cosas, a las relaciones, a las situaciones de que expresan el desenvolvimiento natural. Si, en tanto que son leyes políticas y jurídicas impuestas por los hombres a los hombres, sea por el derecho de la fuerza violentamente; sea hipócritamente, en nombre de una religión, o de una doctrina metafísica cualquiera; sea, en fin en virtud de esa ficción, de esa mentira democrática que se llama sufragio universal.
Contra las leyes de la naturaleza, para el hombre no hay rebelión posible; por la simple razón de que él mismo es sino un producto de esa naturaleza y no existe más que en virtud de esas leyes. Rebelarse contra ellas seria, pues, por su parte, una tentativa ridícula, una rebelión contra él mismo, un verdadero suicidio. Y aun cuando el hombre toma la determinación de destruirse, obra también conforme a esas leyes naturales a las que nada, ni el pensamiento, ni la voluntad, ni la desesperación, ni ningún otra pasión ni la vida ni la muerte podrían sustraerse. El mismo no es otra cosa que naturaleza; sus sentimientos mas sublimes, mas monstruosos, las determinaciones mas desnaturalizadas, las mas egoístas o las mas heroicas de su voluntad, sus pensamientos mas abstractos, los mas teológicos, los mas locos todo eso no es más que naturaleza. La naturaleza envuelta penetra, constituye toda su existencia. ¿Cómo podría jamás salir de la naturaleza?
Se puede asombrar uno de que haya podido concebir la idea de salir de ella. Siendo la separación tan completamente imposible, ¿Cómo ha podido soñarla el hombre? ¿De donde procede ese sueño monstruoso? ¿De donde? De la teología, de la ciencia de la nada, y mas tarde de la metafísica, que es la ciencia de la reconciliación imposible de la nada con la realidad.
No hay que confundir la teología con la religión, ni el espíritu teológico con el sentimiento religioso. La religión nace en la vida animal. Es la expresión directa de la dependencia absoluta que todas las cosas, todos los seres que existen en el mundo se encuentran ante el gran todo, ante la naturaleza ante la infinita totalidad de las cosas y de los seres reales.
[1] No teniendo a la mano las obras nombradas, tomo estas citas de la Historie de la Révolution de 1848, de Louis Blanc. El señor Louis Blanc las hace seguir por estas palabras:
“Henos, pues, bien advertidos. Sabemos ahora, de modo que no eja lugar a dudas, que, siguiendo a todos los doctos de la vieja economía política, el salario no podría tener otra base que la relación de la oferta y la demanda, aunque resulta de eso que la remuneración del trabajo se reduce a lo que es estrictamente necesario al trabajador para que no se extinga de inanición. A buena hora, y no queda más que repetir la palabra escapada a la sinceridad de Smith, el jefe de esa escuela: Eso es poco consolador para los individuos que no tienen otro medio de existencia que el trabajo”. (Nota de Bakunin).
[2] Das Kapital, Kritik der politischen Oekonomie, von Karl Marx; Erster Band. Esta obra habría debido de ser traducida al francés desde hace mucho, porque ninguna, que yo sepa, contiene un análisis tan profundo, tan luminoso, tan científico, tan decisivo y, si puedo expresarme así, tan despiadadamente desenmascarador de la formación del capital burgués y de la explotación sistemática y cruel que ese capital continúa ejerciendo sobre el trabajo del proletariado. El único defecto de esta obra, perfectamente positivista, que no desplazca a la liberté de Bruselas — positivista en ese sentido que, fundada en un estudio profundo de los hechos económicos, no admite otra lógica que la lógica de los hechos — su único defecto, digo, es el de haber sido escrita, en parte, pero en parte solamente, en un estilo demasiado metafísico y abstracto, lo que sin duda ha inducido a error, a la liberté de Bruselas y lo cual hace difícil la lectura y casi inabordable para la mayor parte de los obreros, y serían los obreros principalmente los que deberían leerla sin embargo. Los burgueses no la leerán nunca o, si la leen, no querrán comprenderla, y si la comprendiesen no hablarían jamás de ella; no siendo esta obra otra cosa que una condena a muerte, científicamente motivada e irrevocablemente pronunciada, no contra ellos como individuos, sino contra su clase. (Nota de Bakunin).