Título: Revolución no es dictadura

Subtítulo: La gestión directa de las bases en el socialismo

Autor(es): Luigi Fabbri

Temas: Revolución

Notas: Publicado originalmente por la Editorial Acción Directa, Montevideo — Buenos Aires. Digitalizado por Periódico Libertario Humanidad.

Fuente: Recuperado el 15 de febrero de 2013 desde materialesfopep.wordpress.com

Luigi Fabbri

Revolución no es dictadura

La gestión directa de las bases en el socialismo

        Presentación

      Concepción anarquista de la revolución

        Violencia libertaria y violencia gubernamental

        El anarquismo, teoría de la revolución

        La libertad en el proceso de cambio

        Papel de las minorías revolucionarias

        El «terrorismo popular»

      Insurrección y expropiación

        No sólo un cambio político

        La expropiación debe ser inmediata

        Sobre la teoría de las «etapas fatales»

        Que nadie esté sometido ni explotadlo

        Dos fases de la revolución socialista

        Desde ya: capacitación y programa

      El miedo a la libertad

        Pretextos intelectuales para la dictadura

        Chaleco de fuerza para la revolución

        Los temidos «excesos revolucionarios»

        Ni espontaneísmo ni uniformización

        Abolición de todas las «élites»

      La producción durante el proceso de cambio

        Sobre la disciplina del trabajo

        Formas diversas: dentro del socialismo

        La actitud correcta frente al campesinado

        Delegación de funciones y no delegación de poderes

      La defensa armada de la revolución

        La revolución francesa y un juicio de Miguel Bakunin

        Técnicas militares adecuadas

        Una defensa anárquica de la revolución

        Defender la revolución: un deber supremo

        Una firme orientación libertaria

      Papel de los anarquistas en los periodos de transición

        El período revolucionario no será breve

        Sobre una confusión oportunista

        Los soviets o consejos obreros

        «El partido revolucionario por excelencia debe ser anarquista»

      El anarquismo militante y la revolución de nuestro tiempo

        La concepción anarquista

        La política de los anarquistas

        Hacia la revolución de la libertad

        Justificación moral de la violencia revolucionaria

        En todos los casos: participar activamente

        No puede haber revoluciones «puras»

        Educación práctica para la revuelta

        Utopías reformistas

        La revolución obliga a elegir un puesto de lucha

Presentación

En el proceso pre-revolucionario del Uruguay, la selección de los trabajos de Luigi Fabbri, que definen un concepto de revolución, se convierte en un material ineludible, ya que aporta a la clarificación del verdadero contenido de la eterna oposición entre libertad y autoridad, entre acción directa y estatismo, entre revolución «desde abajo» y revolución «desde arriba», que ha llenado toda la historia pasada y trabaja como nunca en el mundo contemporáneo, decidiendo la suerte de las revoluciones en acción y de aquellas que aún están gestándose.

«La destrucción de hecho del régimen político y social pre-existente, es fundamentalmente la culminación de una evolución anterior que se traduce en la realidad rompiendo violentamente las formas sociales y la envoltura política que ha dejado de ser apta para contenerla». Esa revolución posibilita la instauración de un orden nuevo, sin explotados ni explotadores política y económicamente. Lo contrario, mediante teorías falsas que presuponen la conservación de algunas formas del Estado tradicional o la hegemonía de determinado grupo político sobre las masas populares es la contrarrevolución.

Todo intento de conservación de lo viejo adoptado como medio para defender lo nuevo, servirá no para salvar a la revolución, sino para favorecer la reacción de lo viejo o la degeneración de lo nuevo.

Aquellos que ven en el Estado un instrumento revolucionario caen en una concepción errónea y potencialmente reaccionaria, sea su conquista por la vía parlamentaria y, en este caso los trabajadores no conquistarán el Estado sino ellos y su movimiento serán conquistados por el Estado burgués, o ya sea por el empleo de la violencia revolucionaria que restaurará el poder de una clase en forma burocrática y elitista, frustrando la participación popular que combatió y resistió.

La liberación supone la libertad: y no puede ser realizada sino cuando es obra de individuos y organizaciones libres de los deberes y de los intereses de la dominación y de la opresión.

«Del sistema que se adopte para la defensa de la revolución dependerá en gran parte la suerte de la revolución» tal es la premisa de la cual parte el revolucionario Luigi Fabbri.

Defender intensamente la revolución implica combatir en el curso de los acontecimientos lodos los obstáculos y peligros interpuestos en el camino hacia el socialismo.

Exige la destrucción radical de todas las instituciones burguesas y durante la transitoriedad en que lo nuevo no se ha afirmado definitivamente, combatir sin asco el peligro de la conversión del período transitorio en principio o teoría; el período de transición es un hecho, no un principio.

Requiere la creación de las nuevas instituciones donde el pueblo no se encuentre en inferioridad política, pues de lo contrario, apenas desvanecidas las agitaciones populares un grupo de salvadores u orientadoresautoelegidosdel proletariado, irán al poder y determinarán la suerte del pueblo. La capacidad política del pueblo se logra sólo a través de la gestión directa del mismo en sus organizaciones de base y del ordenamiento social federativo.

«O las cosas son administradas por los protagonistas y por parte de los interesados mismos y en tal caso se realiza la anarquía, o las cosas son administradas según las leyes hechas por los administradores y entonces existe el gobierno, el Estado, que fatalmente será contrarrevolucionario, a pesar de las más revolucionarias intenciones de los hombres detentadores del gobierno».

«Revolución no es dictadura» constituye una guía esclarece:! ora para muchos de los que asoman a la tarea revolucionaria, un alerta a los exitistas que hacen del cambio social una esquematización de tablero de ajedrez y una reafirmación para los que diariamente encaran la revolución como el ejercicio directo, pleno y colectivo del poder por parle de organizaciones de base.

Aquí, esta línea radical y creciente que apunta hacia una liberación definitiva se perfila en numerosos movimientos y acciones de resistencia y creación: Liceos Populares (respuesta creativa ante el cierre de los liceos oficiales por parte de la Interventora de Secundaria); nuevas formas organizativas en el estudiantado de Secundaria; planteos de diversos gremios sobre reestructuración sindical —ver a modo de ejemplo documentos del «Equipo de Militantes por la Reestructura Sindical, A.E.B.U.» 1969 (Bancarios), Lista 2 de los militantes de la Asociación de Funcionarios del CASMU, afiliada a la FUS, sobre la posición con respecto a la CNT—; asambleas barriales para resistir el «Registro de Vecindad», etc. También existen experiencias de administración colectiva y directa de los medios de producción por parte de los trabajadores: Hospital Popular durante la huelga de la Salud; ocupaciones y puesta en funcionamiento de fábricas bajo control obrero: Lanasur, Sapriza-Grundel, Alpargatas, Funsa, talleres de los diarios «Ya» y «BP», y últimamente talleres de AFE.

Claramente expuesta, con coherencia y continuidad de orientación, la idea anarquista anti-estatal y revolucionaria, «la mejor guía para una acción verdaderamente eficaz inmediata y futura tendiente a la Liberación», encuentra en este libro un apoyo dinamizador. Aporta a nivel teórico el andamiaje que la acción cotidiana y comprometida exige. Su importancia se acrecienta hoy, ya que en la encrucijada en que nos encontramos, las ideas son un factor importante de cambio.

C. F.

Concepción anarquista de la revolución

La revolución, en el lenguaje político y social, —y también en el lenguaje popular— es un movimiento general a través del cual un pueblo o una clase, saliendo de la legalidad y transformando las instituciones vigentes, despedazando el pacto leonino impuesto por los dominadores a las clases dominadas, con una serie más o menos larga de insurrecciones, revueltas, motines, atentados y luchas de toda especie, abate definitivamente el régimen político y social al cual hasta entonces estaba sometido, e instaura un orden nuevo.

El derrumbe de un régimen se efectúa por lo general en un tiempo relativamente breve.

La revolución, y por lo tanto la demolición de hecho de un régimen político y social preexistente, es en realidad la culminación de una evolución anterior que se traduce en la realidad material rompiendo violentamente las formas sociales y la envoltura política que ha dejado de ser apta para contenerla. Acaba con el retorno a un estado normal, cuando la lucha ha cesado, sea que la victoria permita a la revolución instaurar un nuevo régimen, sea que su derrota parcial o total restaure en parte o totalmente lo antiguo, dando lugar a la contrarrevolución.

La característica principal, por la que se puede decir que la revolución ha comenzado, es el apartamiento de la legalidad, la ruptura del. equilibrio y la disciplina estatal, la acción impune y victoriosa de la calle contra la ley. Previamente a un hecho específico y resolutivo de este género no hay revolución aún. Puede haber un estado de ánimo revolucionario, una preparación revolucionaria, una condición de cosas más o menos favorable a la revolución; pueden darse episodios más o menos afortunados de revuelta, tentativas insurreccionales, huelgas violentas o no, demostraciones sangrientas también, atentados, etc. Pero mientras la fuerza se encuentre de parte de la ley vieja y del viejo poder, no se ha entrado todavía en el período revolucionario.

La lucha contra el Estado, defensor armado del régimen es, pues, la condición sine qua non de la revolución. Esta tiende a limitar lo más posible el poder del Estado y a desarrollar el espíritu de libertad; a impulsar hasta el límite máximo posible al pueblo, a los súbditos de la víspera, a los explotados y a los oprimidos, hacia el uso de todas las libertades individuales y colectivas.

En el ejercicio de la libertad, no impedido por leyes y gobiernos, reside la salvación de toda revolución, la garantía de que ésta no sea limitada o detenida en sus progresos, su mejor salvaguardia contra las tentativas internas y externas de despedazarla.

Violencia libertaria y violencia gubernamental

Algunos dicen: «Comprendemos que, siendo vosotros como anarquistas, contrarios a toda idea de gobierno, seáis adversarios de la dictadura que es su expresión más autoritaria; pero no se trata de proponerla como fin sino como medio, antipático quizás pero necesario, como la violencia es también un medio necesario pero antipático durante el período provisorio revolucionario, indispensable para vencer las resistencias y los contraataques burgueses».

Una cosa es la violencia y otra la autoridad gubernamental, sea ésta dictatorial o no. Aunque es verdad, en efecto, que todas las autoridades gubernamentales se basan en la violencia, sería inexacto y erróneo decir que toda «violencia» es un acto de autoridad, por lo cual si es necesaria la primera, se haga indispensable la segunda.

La violencia es un medio que asume el carácter de la finalidad en la cual es adoptada, de la forma cómo es empleada y de las personas que de ella se sirven. Es un acto de autoridad cuando se adopta para imponer a los demás una conducta al paladar del que manda, cuando es emanación gubernamental o patronal y sirve para mantener en la esclavitud a los pueblos y clases, para impedir la libertad individual de los súbditos, para hacer obedecer por la fuerza. Es al contrario, violencia libertaria, es decir, acto de libertad y de liberación, cuando es empleada contra el que manda por el que ya no quiere obedecer; cuando está dirigida a impedir, disminuir o destruir una esclavitud cualquiera, individual o colectiva, económica o política, y es adoptada por los oprimidos directamente, individuos o pueblos o clases, contra el gobierno y las clases dominantes. Tal violencia es la revolución en acción. Pero cesa de ser libertaria y por consiguiente revolucionaria cuando, apenas vencido el viejo poder, quiere ella misma convertirse en poder y se cristaliza en una forma cualquiera de gobierno.

Es ése el momento más peligroso de toda revolución: es decir, cuando la violencia libertaria y revolucionaria vencedora se transforma en violencia autoritaria y contrarrevolucionaria, moderadora y limitadora de la victoria popular insurreccional, es el momento en que la revolución puede devorarse a sí misma, si adquieren ventaja las tendencias jacobinas, estatales, que hasta ahora, a través del socialismo marxista, se manifiestan favorables al establecimiento de un gobierno dictatorial. Deber específico de los anarquistas, derivado de sus mismas concepciones teóricas y prácticas, es el de reaccionar contra tales tendencias autoritarias y liberticidas, con la propaganda hoy, con la acción mañana.

Aquellos que hacen una distinción entre anarquía teórica y anarquía práctica, para sostener que la anarquía práctica no debiera ser anárquica sino dictatorial, no han comprendido bien la esencia del anarquismo, en el que no es posible dividir la teoría de la práctica en cuanto para los anarquistas la teoría surge de la práctica y es a su vez una guía de la conducta, una verdadera y propia pedagogía de la acción.

El anarquismo, teoría de la revolución

Muchos creen que la anarquía consiste sólo en la afirmación revolucionaria e ideal a la vez, de una sociedad sin gobierno a instaurar en el porvenir, pero sin relación con la realidad actual; según tales, hoy podemos o debemos obrar en contradicción con los fines que nos proponemos, sin escrúpulos y sin límites. Así, con respecto a la anarquía, ayer nos aconsejaban votar provisoriamente en las elecciones, como hoy nos proponen que aceptemos provisoriamente la dictadura llamada proletaria o revolucionaria.

¡Pero nada de eso! Si fuéramos anarquistas sólo en el fin y no en los medios nuestro partido sería inútil; porque la frase de Bovio de que anárquico es el pensamiento y hacia la anarquía marcha la historia puede ser dicha y aprobada (como en efecto muchos dicen suscribirla), también por aquellos que militan en otros partidos progresistas. Lo que nos distingue, no sólo en teoría sino también en la práctica, de los otros partidos, es que no sólo tenemos un propósito anarquista sino también un movimiento anarquista, una metodología anarquista, en cuanto pensamos que el camino a recorrer, sea durante el período preparatorio de la propaganda, sea en el revolucionario, es el camino de la libertad.

La función del anarquismo no es tanto la de profetizar un porvenir de libertad como la de prepararlo. Si todo el anarquismo consistiera en la visión lejana de una sociedad sin Estado, o bien en afirmar los derechos individuales, o en una cuestión puramente espiritual, abstracta de la realidad vivida y concerniente sólo a las conciencias particulares, no habría ninguna necesidad de un movimiento político y social anarquista. Si el anarquismo fuera simplemente una ética individual, para cultivar en sí mismo, adaptándose al mismo tiempo en la vida material a actos y a movimientos en contradicción con ella, nos podríamos llamar anarquistas y pertenecer al mismo tiempo a los más diversos partidos; y podrían ser llamados anarquistas muchos que, no obstante ser en sí mismos espiritualmente e intelectualmente emancipados, son y permanecen en el terreno práctico como enemigos nuestros.

Pero el anarquismo es otra cosa. No es un medio para encerrarse en la torre de marfil, sino una manifestación del pueblo, proletaria y revolucionaria, una activa participación en el movimiento de emancipación humana con criterio y finalidad igualitaria y libertaria al mismo tiempo. La parte más importante de su programa no consiste solamente en el sueño, que sin embargo deseamos que se realice, de una sociedad sin patrones y sin gobiernos, sino sobre todo en la concepción, libertaria de la revolución, en la revolución contra el Estado y no por medio del Estado, en la idea que la libertad no sólo es el calor vital que animará el nuevo mundo futuro, sino también y sobre todo hoy mismo, un arma de combate contra el viejo mundo. En este sentido el anarquismo es una verdadera y propia teoría de la revolución.

Tanto la propaganda de hoy como la revolución de mañana tienen y tendrán por consiguiente necesidad del máximo posible de libertad para desenvolverse. Esto no impide que se deban y puedan proseguir lo mismo, aunque una menor o mayor porción de libertad nos sea quitada; pero nuestro interés es tener y querer la mayor parte posible. De otro modo no seríamos anarquistas. En otros términos, nosotros pensamos que cuanto más libertariamente obremos tanto más contribuiremos, no sólo al acercamiento hacia la anarquía, sino también a consolidar la revolución; mientras que alejaremos y debilitaremos la revolución toda vez que recurramos a sistemas autoritarios. Defender la libertad para nosotros y para todos, combatir por la libertad siempre más amplia y completa, tal es, pues, nuestra función de hoy, de mañana y de siempre, en la teoría y en la práctica.

La libertad en el proceso de cambio

¿Libertad también para nuestros enemigos?, se nos pregunta. La pregunta es ingenua y equívoca. Con los enemigos estamos en lucha y en la pelea no se reconoce al enemigo ninguna libertad, ni siquiera la de vivir. Si fueran solamente enemigos teóricos, si los encontráramos desarmados, en la imposibilidad de atentar a nuestra libertad, despojados de todo privilegio y por tanto en igualdad de condiciones, sería entonces admisible. Pero preocuparse de la libertad de nuestros enemigos cuando nosotros tenemos algún pobre diario y unos pocos semanarios, mientras ellos poseen centenares de diarios de gran tiraje, cuando ellos están armados y nosotros desarmados, mientras ellos están en el poder y nosotros somos los súbditos, mientras ellos son ricos y nosotros pobres ¡quiá! Sería ridículo... ¡Sería lo mismo que reconocer a un asesino la libertad de matamos! Tal libertad se la negamos y la negaremos siempre, aun en el período revolucionario, mientras ellos conserven sus condiciones de verdugos y nosotros no hayamos conquistado toda y completamente nuestra libertad, no sólo de derecho sino también de hecho.

Pero esta libertad no podremos conquistarla sino empleándola también como instrumento, donde la acción dependa de nosotros; es decir, dando desde hoy una dirección siempre más libre y libertaria a nuestro movimiento, al movimiento proletario y popular; desarrollando el espíritu de libertad, de autonomía y de libre iniciativa en el seno de las masas; educando a éstas en una intolerancia cada vez mayor hacia todo poder autoritario y político, estimulando el espíritu de independencia de juicio y de acción hacia los jefes de toda especie; acostumbrando al pueblo al desprecio de todo freno y disciplina impuesto por otros y desde arriba, es decir que no sea el freno de la propia conciencia y la disciplina libremente acogida y aceptada, y apoyada sólo mientras sea considerada buena y útil a los fines revolucionarios y libertarios que nos hemos propuesto.

Es claro que una masa educada en esta escuela, movimiento que tenga esta dirección (como lo es el movimiento anarquista) encontrará en la revolución la ocasión y el medio para desarrollarse en su sentido propio hasta límites hoy ni siquiera imaginables, y ése será el obstáculo natural y voluntario al mismo tiempo para la formación y afianzamiento de cualquier gobierno más o menos dictatorial. Entre ese movimiento hacia una siempre mayor libertad y la tendencia centralizadora y dictatorial no puede existir más que un conflicto más o menos fuerte y violento, con mayores o menores treguas, según las circunstancias. ¡Pero nunca podrá haber armonía!

Y esto ha de ocurrir no por una ilusión exclusivamente doctrinaria y abstracta, sino porque los negadores del poder —es éste, repetimos, el lado más importante de la teoría anarquista, que quiere ser la más práctica de las teorías— piensan que la revolución sin la libertad nos llevaría a una nueva tiranía; que el gobierno, por el solo hecho de ser tal, tiende a detener y limitar la revolución; y que está en interés de la revolución y de su progresivo desarrollo combatir y obstaculizar toda centralización de poderes, impedir la formación de todo gobierno, si es posible, o impedir al menos que se refuerce, se haga estable y se consolide. Vale decir que el interés de la revolución es contrario a la tendencia que tiene en sí toda dictadura, por proletaria o revolucionaria que se diga, a hacerse fuerte, estable y sólida.

¡Pero no!, replican otros; se trataría de una dictadura provisoria en tanto dure la labor de destrucción de la burguesía, a fin de combatir a ésta, de vencerla y de expropiarla.

Cuando se dice dictadura se sobreentiende siempre provisoria, aun en el significado burgués e histórico de la palabra. Todas las dictaduras, en los tiempos pasados, fueron provisorias en las intenciones de sus promotores y, nominalmente, también de hecho. Las intenciones en tal caso valen poco, ya que se trata de formar un organismo complejo que seguiría su naturaleza y sus leyes, y anularía toda apriorística intención contraria o limitadora. Lo que debemos ver es: primero, si las consecuencias del régimen dictatorial son más dañinas que ventajosas para la revolución; segundo, si los fines destructores y reconstructivos para los que se quisiera la dictadura no pueden ser logrados también, o mejor aún, sin ella, por el ancho camino de la libertad.

Nosotros creemos que esto es posible; y que la revolución es más fuerte, más incoercible, más difícil de derrotar cuando no tiene un centro donde pueda ser herida; cuando está en todas partes, sobre todos los puntos del territorio y en toda partes el pueblo procede libremente a realizar los dos fines principales de la revolución: la destitución de la autoridad y la expropiación de los patrones.

Papel de las minorías revolucionarias

Cuando censuramos a la concepción dictatorial de la revolución el grave error de imponer la voluntad de una pequeña minoría a la gran mayoría de la población, se nos responde que las revoluciones son hechas por las minorías.

También en la literatura anarquista se encuentra a menudo repetida esa expresión, que contiene, efectivamente, una gran verdad histórica. Pero es preciso comprenderla en su verdadero significado revolucionario y no darle, como los bolcheviques, un sentido que nunca tuvo antes de ahora. Que las revoluciones sean hechas por la minoría es en efecto verdad... hasta cierto punto. Las minorías, en realidad, inician la revolución, toman la iniciativa de la acción, destrozan las primeras puertas, abaten los primeros obstáculos, ya que saben atreverse a lo que amedrentaría a las mayorías inertes o conservadoras en su amor a la vida sosegada y en su temor a los riesgos.

Pero si una vez destrozadas las primeras ligaduras, las masas populares no siguen a las minorías audaces, el acto de éstas será seguido por la reacción del viejo régimen que se toma la revancha, o bien se resuelve en la sustitución de una dominación por otra, de un privilegio por otro. Es decir, es preciso que la minoría rebelde tenga más o menos el consentimiento de la mayoría, que interprete las necesidades y los sentimientos latentes y, vencido el primer obstáculo, realice las aspiraciones populares, deje a las masas en libertad de organizarse a su modo y llegue a ser en cierto sentido mayoría.

Si esto no ocurre, no decimos por eso que la minoría deje de tener el mismo derecho de antes a la revuelta. Según el concepto anarquista de la libertad todos los oprimidos tienen derecho a rebelarse contra la opresión, el individuo igual que la colectividad, las minorías lo mismo que las mayorías. Pero una cosa es rebelarse contra la opresión y otra convertirse en opresor a su vez, como muchas veces hemos dicho. Aun cuando las mayorías toleren la opresión o sean sus cómplices, la minoría que se sienta oprimida tiene derecho a rebelarse, a desear su libertad. Pero el mismo o mayor derecho tendría la mayoría contra cualquier minoría que pretendiera sujuzgarla con algún pretexto.

Por lo demás, en los hechos reales, los opresores constituyen siempre una minoría, tanto si oprimen abiertamente en su propio nombre, como si ejercen la opresión en nombre de hipotéticas colectividades o mayorías. La revuelta es por consiguiente al principio la obra de una minoría consciente, insurreccionada en medio de una mayoría oprimida, contra otra minoría tiránica; pero tal revuelta transformada en revolución puede tener eficacia renovadora o liberadora solamente si con su ejemplo logra sacudir a la mayoría, arrastrarla, ponerla en movimiento, conquistar su apoyo y adhesión.

Abandonada o rechazada por las mayorías populares, la revuelta, si es derrotada, pasará a la historia como un movimiento heroico y malogrado, fecundo precursor de los tiempos, etapa sangrienta pero indispensable de una segura victoria en el futuro. Del otro lado, si la minoría rebelde resulta vencedora y se convierte en dueña del poder a despecho de la mayoría, en nuevo yugo sobre el cuello de los súbditos, acabaría matando la revolución misma por ella suscitada.

En cierto sentido se podría decir que, si una minoría rebelde no logra con su ímpetu arrastrar tras de sí a la mayoría de los oprimidos, sería más útil para la revolución que fuera derrotada y sacrificada. Ya que si, con la victoria ella se viera transformada en opresora, acabaría extinguiendo en las masas toda fe en la revolución, haciéndoles quizás odiosa una revolución de la cual surge nada menos que una nueva tiranía, cuyo peso y cuyo mal sería sentido por todos, cualquiera que fuere el pretexto y el nombre con que la cubriera.

El «terrorismo popular»

Especialmente después de la revolución rusa, la idea del poder dictatorial de la revolución viene siendo defendida como un medio necesario de lucha contra los enemigos internos, contra las tentativas de los exdominadores deseosos de reconquistar el poder económico y político. El gobierno serviría pues, para organizar en los primeros momentos de mayor peligro, el terrorismo antiburgués en defensa de la revolución. Hablamos del «terrorismo» no en su significado particular de política terrorista de gobierno, sino en el sentido general del uso de la violencia hasta los extremos límites más mortíferos, que puede realizarse tanto por un gobierno por intermedio de sus gendarmes, como directamente por el pueblo en el curso de un motín y durante la revolución.

No negamos absolutamente la necesidad del uso del terror, especialmente cuando vienen en ayuda de los enemigos internos, con sus fuerzas armadas, los enemigos externos. El terrorismo revolucionario es una consecuencia inevitable toda vez que el territorio, donde la revolución no ha sido reforzada todavía suficientemente, es invadido por ejércitos reaccionarios. Toda emboscada de la contrarrevolución, en el interior, es demasiado funesta en tales circunstancias para que no deba ser exterminada a sangre y fuego.

El terror se hace inevitable cuando la revolución está asediada por todas partes. Sin la amenaza externa, las amenazas contrarrevolucionarias internas no causarían miedo; basta para tenerlas inactivas la visión de su impotencia material. Dejarlas tranquilas puede ser igualmente un error, y quizás un peligro para el porvenir, pero no constituyen un peligro inmediato.

Por esto se puede fácilmente dejarse arrastrar por un sentimiento de generosidad y de piedad hacia los propios enemigos. Pero cuando estos enemigos tienen más allá de las fronteras fuerzas armadas listas para intervenir en su socorro, cuando encuentran aliados en los enemigos del exterior, entonces se convierten en un peligro, que se hace tanto más fuerte cuanto más avanza desde fuera el otro peligro. Su supresión llega entonces a ser cuestión de vida o muerte.

Cuanto más inexorable es la revolución en tales escollos, tanto mejor logra evitar más grandes luchas en el porvenir. Una excesiva tolerancia de hoy podría mañana hacer necesario un rigor doblemente grave. ¡Si después ella tuviera por consecuencia la derrota de la revolución, muchos más tremendos estragos vendrían a castigar la debilidad con el terror blanco de la contrarrevolución!

Ningún derecho tiene la burguesía para escandalizarse del terrorismo de la revolución, cuando en sus revoluciones ha hecho otro tanto y cuando se ha servido después del terror en su beneficio, empleándolo contra el pueblo toda vez que éste ha intentado seriamente sacudir el yugo, con una ferocidad que ninguna revolución alcanzó jamás.

Como anarquistas, sin embargo, nosotros hacemos todas nuestras reservas, no contra el uso del terror en líneas generales, sino contra el terrorismo codificado, legalizado, convertido en instrumento de gobierno, aunque sea de un gobierno que se diga y se crea revolucionario. El terrorismo autoritario, en realidad, por el hecho de ser tal, cesa de ser revolucionario, ge transforma en una amenaza perenne para la revolución y también en una causa de debilidad. La violencia encuentra en la lucha y en la necesidad de liberarse de una opresión violenta su justificación; pero la legalización de la violencia, el gobierno violento, es ya por sí mismo una prepotencia, una nueva opresión.

Resulta por eso causa de debilidad para el terrorismo revolucionario ser ejercido, no libremente por el pueblo y contra sus enemigos solamente, ni tampoco por iniciativa independiente de los grupos revolucionarios, sino únicamente por el gobierno, con la consecuencia natural que el gobierno persigue al mismo tiempo que a los verdaderos enemigos de la revolución, también a los revolucionarios sinceros, más avanzados que él pero que no le son afectos. Además el terrorismo, como acto de autoridad gubernamental es más susceptible de recoger aquellas antipatías y aversiones populares que siempre se determinan en oposición a todo gobierno, de cualquier especie que sea, y sólo porque es gobierno. El gobierno, aun cuando recurra a medidas radicales, por la responsabilidad que pesa sobre sí y por todo el complejo de influencias que sufre del exterior y del interior, es llevado inevitablemente a consideraciones y a actos más violentos o más suaves por criterios sugeridos, más que por el interés del pueblo y de la revolución, por la necesidad de defender su poder y su personal seguridad presente o futura o también por el simple buen nombre de sus componentes.

Para desembarazarse en cada lugar de la burguesía, para proceder a la realización de aquellas medidas sumarias que pueden ser necesarias en una revolución, no hay necesidad de órdenes de arriba. Pues quien está en el poder, por un sentido natural de responsabilidad, puede tener vacilaciones y escrúpulos peligrosos que las masas no tienen. La acción directa popular —que podríamos llamar terrorismo libertario— es por lo tanto siempre más radical, sin contar que, localmente, se puede saber dónde y cómo actuar mucho mejor que desde el lejano poder central, el cual estaría obligado a confiarse en tribunales, mucho menos justos y al mismo tiempo más feroces que la sumaria justicia popular. Estos tribunales, aun cuando realicen actos de verdadera justicia, no obran por sentimiento sino por mandato, se hacen, por consiguiente, antipáticos al pueblo, por su frialdad y se sienten inclinados a rodear sus actos de crueldad, quizás necesaria, con una teatralidad inútil y con una hipócrita ostentación de la igualdad legislativa inexistente e imposible.

En todas las revoluciones, apenas la justicia popular se hace legal, organizada desde arriba, poco a poco, se transforma en injusticia. Se hace, tal vez, más cruel, pero es llevada también a herir a los mismos revolucionarios, a respetar frecuentemente a los enemigos, a convertirse en un instrumento del poder central en sentido siempre más represivo y contrarrevolucionario. No sólo, pues, como instrumento de violencia destructiva se puede prescindir del poder en la revolución, sino que también la misma violencia es más eficaz y radical cuanto menos se concentra en una autoridad determinada.

Nuestras consideraciones aspiran, sobre todo, a tener un valor en el lugar donde vivimos, como norma y guía de una eventual revolución más o menos próxima, para lo cual tenemos el deber de no imitar ciegamente lo que se dice o nos imaginamos que se ha hecho en otra parte, sino preparar positivamente el terreno para nuestra revolución, viendo lo que conviene y lo que no conviene para su triunfo, dadas las condiciones nuestras, los medios de que podemos disponer y los fines que nos proponemos con la revolución aquí, en nuestro ambiente, con nuestros sentimientos y nuestras ideas.

Aquellos que citan tan a menudo a Lenin, deben recordar, a propósito, el honesto consejo que dio a los revolucionarios de Hungría, cuando estalló allí la desgraciada revolución que tan mal acabó, advirtiéndoles que tuvieran cuidado en no remedar lo que había acontecido en Rusia, porque allí se habían cometido errores que era necesario evitar y porque lo que podía ser útil, necesario o inevitable en Rusia, podía ser, al contrario, superfluo o nocivo en otras partes. El consejo de Lenin es bueno para los revolucionarios de todos los países.

Insurrección y expropiación

De la revolución surgirá un estado de cosas que será el resultado del libre desarrollo de las fuerzas populares en el seno de la revolución misma, de la voluntad del proletariado, emancipado del yugo patronal y gubernamental y reorganizado en la forma que creyera más conveniente. Los organismos nuevos, que se habrán formado para proveer a las necesidades de la vida social; las varias agrupaciones, pequeñas o grandes, locales o regionales, nacionales o internacionales, creadas por el impulso de las más variadas necesidades, serán lo que sus componentes quieran.

Lo importante (a fin de que la revolución no haya sido hecha inútilmente) es que nadie pueda explotar más el trabajo ajeno, que nadie se encuentre obligado a trabajar para otros, que unos no deban sufrir una forma de organización impuesta por la fuerza, por los otros y que las distintas agrupaciones sean libres de desarrollar la propia actividad en la órbita del bien colectivo (es decir de modo que no perjudique a los demás) y de cooperar con cuantos tienen con ellos identidad de fines o alguna necesidad común que proveer.

Cuando el proletariado se haya desembarazado de sus dominadores políticos y económicos el mayor de los errores sería imponerle, contra su voluntad, un tipo único de organización social que, por perfecto que sea idealmente, perderá toda virtud por el solo hecho de ser impuesto a la fuerza. La imposición violenta, por obra de un gobierno central y dictatorial, podrá tener el éxito momentáneo y aparente de todas las cosas hechas por la fuerza. Pero cuando naturalmente, el esfuerzo violento de los dictadores se haya agotado, la revuelta, por largo tiempo comprimida, estallará; y los gobernantes deberán advertir a su costa y riesgo que contribuyeron a hacer odioso entre las masas aquel ideal en nombre del cual habían ejercido la autoridad y la coacción.

No sólo un cambio político

Una de las razones que aportan los socialistas favorables a la dictadura es la de que tendremos necesidad de un período de «gobierno fuerte» proletario, durante y después de la revolución, para hacer y llevar a buen término la expropiación de los capitalistas.

«Conquistemos con la revolución el gobierno y, por medio de los poderes públicos formados de un modo gradual, electoral o insurreccionalmente, por los proletarios, por un período más o menos largo pero siempre de algunos años, procederemos a la expropiación legal de la burguesía. <em>Continuarán existiendo burgueses no expropiados todavía; habrá aún dos clases: el proletariado, clase dominante, y la burguesía, dominada y en camino de su gradual eliminación».[1]

Aquellos que hablan así conciben todavía la revolución según el viejo sentido político. Es decir, quieren una revolución política. Luego, como piensan que los socialistas irán al poder, después, según ellos, serán éstos quienes harán por medio del gobierno la revolución social. Es una de aquellas formas de socialismo utópico que Federico Engels criticaba hacia 1878 polemizando con Dühring, demostrando como siendo la fuerza económica la causa primera del poder político éste no puede mantenerse en manos del proletariado si el proletariado no transforma ante todo los instrumentos de la producción en propiedad del Estado, esto es si ante todo no lleva a cabo la expropiación.

Los anarquistas, como se sabe, quieren hacer de otro modo la expropiación. Los instrumentos de la producción deberán pasar directamente a manos de los trabajadores, de sus organismos de producción. Nosotros pensamos además que el poder político no es solamente efecto de la fuerza económica, sino que uno y otro son vuelta a vuelta, causa y efecto.

Pero aun prescindiendo de las razones particulares, sugeridas por la concepción anarquista, y siguiendo las ideas generales admitidas por los socialistas, especialmente por los marxistas, nos parece que es radicalmente errónea la opinión de aquellos que intentan sustraer a la acción insurreccional de las masas la tarea de la expropiación para confiarla a un gobierno revolucionario o post-revolucionario.

Nosotros no creemos en las virtudes reconstructivas y organizadoras del Estado y por eso somos anarquistas; pero también aquellos que no lo son, pensando que una forma estatal puede ser necesaria para mantener unido al cuerpo social, si son socialistas, y marxistas particularmente, no pueden admitir como posible la existencia de un Estado proletario y socialista mientras perdure el patronato, es decir mientras el proletariado continúe siendo explotado y dominado económicamente por la burguesía.

¿Cómo podría el proletariado ser y permanecer corno clase dominante, políticamente, y quedar al mismo tiempo como clase económicamente sometida? A nosotros nos parece esto un error gravísimo de aquellos que, sugestionados por el ejemplo ruso, no se dan cuenta de que los socialistas no sólo pueden equivocarse, sino también ser obligados por la fuerza de las circunstancias a hacer lo que no sería aconsejable de ningún modo en situaciones distintas.

Si el proletariado, o en su nombre una minoría conciente, lograra con la revolución abatir el gobierno central burgués y no aprovechara inmediatamente la ausencia del perro de guardia para expropiar a la burguesía en todos los puntos del territorio; si inmediatamente la acción de las grandes masas no sustituyera o no entrara en la liza al lado de la minoría que abrió el camino, de modo que por doquiera los proletarios tomaran en sus manos la administración de la propiedad, sino que al contrario dejaran esa propiedad en pie (es decir que los burgueses quedaran como propietarios de la riqueza) contentándose ellos con llegar a ser los gobernantes, o mejor quizás con nombrarlos, o poder ser simplemente los privilegiados en el derecho a votar, es fácil prever los graves sucesos que ocurrirían sin necesidad de tener dotes de profeta.

La previsión es completamente marxista, pero no por eso menos justa. Pasado el primer momento de conmoción, el gobierno político volverá a ser determinado por el factor económico. Que los gobernantes se digan, o hayan sido, socialistas o proletarios tiene poca importancia; ellos, para permanecer en el poder, no podrán ser más que la expresión más o menos disimulada de la clase que ha quedado económicamente como privilegiada. Si la mayoría de los trabajadores ha de estar entonces bajo la dependencia económica de la burguesía, cuando deban elegirse los representantes, se elegirá en gran parte a quienes quiera la burguesía... igual que hoy. Hoy votan también los burgueses, pero sus votos no bastarían de ningún modo para constituir una mayoría parlamentaria; y si la mayoría del parlamento es burguesa se debe a que la mayoría de los proletarios votan por sus explotadores. Después de la revolución, si los patrones quedan tales, el sufragio universal proletario servirá cuando más para crear una nueva forma de politiquería y de burocracia, especialmente de intermediarios entre la clase obrera y la clase burguesa, los que, como todos los intermediarios, con ropajes y nombres nuevos, acabarían obrando en interés de los económicamente más fuertes.

La existencia del gobierno al día siguiente de la revolución, mientras no sea posible abolirlo, será un peligro permanente para la revolución misma; pero el peligro será doble si a su lado, aunque sea también formalmente hostil, continúa existiendo el privilegio económico. Los dos privilegios, el del poder y el de la riqueza, antes o después acabarán poniéndose de acuerdo contra las masas populares, y los frutos de la revolución serán por cierto diezmados. El gobierno, aunque se diga socialista, no escapará a las leyes de su naturaleza; cambiarán las personas de los privilegiados, las formas del privilegio, las divisiones de clases, habrá cambios de puestos en la riqueza, etc., pero el Estado, al continuar existiendo como fuente de privilegios políticos, tenderá siempre a reflejar los intereses de la clase que goce del privilegio económico y por tanto a conservar a éste, abatiendo las ramas secas pero favoreciendo su continua reproducción.

Para impedir todo eso, aun según el concepto marxista que da al Estado una tarea de reconstrucción y de organización, en tanto que deja la tarea destructiva a la revolución, es absolutamente necesario que la revolución, desde su primer momento, sea radicalmente expropiadora. Es tanto más necesario esto según nosotros, los anarquistas, que tenemos todas las razones para temer que el nuevo Estado, eventualmente surgido de la revolución, para poner un dique a ésta velando por la conservación propia, acabe apoyándose en la burguesía superviviente, toda vez que a ésta le sea dejada la enorme fuerza que constituye la riqueza.

Quien tiene el poder sobre las cosas tiene el poder sobre las personas, como decía Malatesta. La burguesía que siga siendo dueña de la propiedad, por un período más o menos largo, pero siempre mesurable por años, tendrá todo el tiempo que necesite para reponerse y volver a adueñarse de la autoridad política.

La expropiación debe ser inmediata

Negar la función expropiadora de la revolución, entendida como acto resolutivo que rompe las resistencias políticas y armadas de la burguesía, es inconcebible, impracticable e inconciliable con el triunfo de la revolución misma. ¡Pero tal vez, por fortuna, es imposible evitar esa función!

El pueblo, el proletariado, no concibe la revolución sino como acto de expropiación. Si le decimos: «deja las riquezas a los señores y mándanos a nosotros al gobierno, que después pensaremos en hacértelas entregar poco a poco», correremos el riesgo de que se nos rían en la cara y de que nos digan que no desean absolutamente hacerse agujerear la piel en las trincheras de la revolución por nuestra linda cara! Para interesar desde el primer momento a las grandes masas en la causa de la revolución es preciso que ésta tenga inmediatamente un contenido, un fin, un objetivo práctico e inmediato de carácter económico.

Si se dejara solamente al poder revolucionario central la tarea de la expropiación, ocurriría también la desdicha de que las grandes masas alejadas de los centros urbanos perderían todo interés en la revolución y podrían poco a poco ver entibiados sus entusiasmos y aun ser ganadas por la reacción, con otros motivos y pretextos sugeridos por las tradiciones y supersticiones del pasado.

Es preciso que en toda ciudad, en toda comarca y aldea, así como en los campos, vencida la resistencia del poder político, los proletarios sean llamados inmediatamente —si no lo hacen espontáneamente, como es más probable— a apoderarse localmente de la propiedad territorial, industrial, bancaria, etc. y a proceder a un inmediato incendio de todos los títulos de propiedad, de los archivos catastrales, notariales, etc.

Muchos burgueses (es natural) en el primer momento del conflicto desaparecerán en las formas más diversas. Pero, si a la expropiación los proletarios quisieran agregar también una especie de temporal «secuestro de personas», contra los sobrevivientes, bien como rehenes, o bien porque tal cosa puede sernos necesaria a fin de proseguir técnicamente la producción, será este un asunto a ser considerado en el terreno de los hechos y en modo alguno a ser descartado de antemano. La forma práctica de proceder es cuestión a ser discutida, pero sólo después de estar de acuerdo con el principio general de que se debe, desde el primer momento insurreccional, echar mano a la expropiación; sobre lo demás será fácil entenderse luego. No faltan para esta tarea los organismos proletarios necesarios —grupos locales, organizaciones y sindicatos proletarios y corporativos, comités o consejos obreros, por comuna, por provincia o región, etc.— a través y por medio de los cuales el proletariado ejercerá, con su acción directa, la propia fuerza expropiadora, sin confiar la misión a un Estado central, proletario de nombre, pero de hecho compuesto por unas cuantas personas de un solo partido.

Cómo se ha podido negar que esto sea posible, hasta el punto de preferir la acción problemática de un Estado, no lo comprendemos. Sin embargo no vemos nosotros solamente tal posibilidad, sino que la ven también otros socialistas, entre ellos una parte de los bolcheviques rusos, que precisamente por ello se llaman o han sido llamados «inmediatistas».

Más que posible, la expropiación desde el primer momento insurreccional, decíamos más arriba, es quizás inevitable. La expropiación, es decir la toma de posesión de las fábricas, de los establecimientos, de los instrumentos de trabajo en general y de todos los productos acumulados, es una de las formas con que se iniciará la revolución; en cierto modo podría también preceder en parte a la insurrección misma.

Todo esto es ya una demostración de lo erróneo que resulta aquella especie de fatalismo por el cual ciertos socialistas marxistas creen que es imposible expropiar a la burguesía desde los primeros actos revolucionarios. Son palabras textuales que hemos visto emplear aquí y allí por los periódicos bolchevizantes; pero en vano buscamos en ellos argumentos concretos, fuera de las usuales afirmaciones axiomáticas y apriorísticas, que demuestren esa pretendida imposibilidad.

¿Es verdaderamente tan difícil para los obreros proseguir trabajando por su propia cuenta, después de haber expulsado a los amos? ¡Pero si los obreros están ya en las fábricas, los inquilinos en las casas, los campesinos en las tierras, etc., etc.! Y aun donde sea preciso proceder directamente a la ocupación, una vez vencida la resistencia armada gubernamental, el hacerlo no puede exigir más que un esfuerzo mínimo. ¿Para qué confiar tal misión expropiadora a un gobierno dictatorial central que complique las cosas y las postergue siempre más?

Dejemos aparte, porque la cuestión no obstante estar ligada es distinta y puede ser resuelta aisladamente, el otro problema sobre la utilidad, inutilidad o daño de la existencia del Estado dentro de la sociedad socialista, si la función del socialismo se concilia o no con él y si en interés del socialismo conviene más apoderarse de él que combatirlo y tender a aniquilarlo.

Aislemos un poco esta cuestión de la posibilidad histórica, social y técnica de iniciar la expropiación por parte del proletariado, desde el primer momento de la revolución y durante el período insurreccional.

Sobre la teoría de las «etapas fatales»

Aun aquellos que citan en su apoyo el Manifiesto comunista, de 1847 se equivocan; y a costa de hacerles repetir (como se nos ha dicho, y algo semejante decía también Plejanof de Bakunin) que somos los rutinarios del marxismo, insistimos en sostener este concepto esencialmente marxista: que el gobierno es siempre la expresión de la clase económicamente más fuerte, el cómplice y el aliado de ésta. Dado y no concedido que un Estado deba existir después de la revolución, pasado el período insurreccional, si en ese período los burgueses no fueron expropiados, es decir convertidos en los más débiles aun económicamente, en breve volverían a ser los más fuertes aun políticamente. Mejor dicho, el gobierno, aun el de nombre y de apariencia socialista, haciendo un poco de lugar a tal o cual advenedizo, volvería a ser en realidad un gobierno burgués.

No hay nada en el Manifiesto comunista que revele en sus autores una opinión contraria a ésta. Hacia el fin del segundo capítulo se trata la intervención despótica del proletariado, por medio del dominio político, en cuyas manos centralizará todos los instrumentos de la producción, en el derecho de propiedad y en las relaciones de la producción burguesa; concepto discutible desde el punto de vista anarquista, pero nada absolutamente inconciliable con la expropiación a realizar en el primer período insurreccional, contemporáneamente a la destrucción del gobierno burgués o inmediatamente después. Es claro que nosotros no creemos en la posibilidad de una «socialización instantánea», ya que ni siquiera la insurrección podría ser instantánea. Y además nosotros hablamos de la expropiación, del acto material de quitar la riqueza a los capitalistas, y no del proceso de la organización socialista, que exigirá un tiempo mayor, si bien nos parece excesivo el espacio de una generación imaginada por el bolchevique ruso Radeck.

Para volver a Marx, en apoyo de esto, agreguemos que ese final del II capítulo, que sólo en apariencias o por lo menos bastante lejanamente y no de un modo seguro, se acerca al concepto dictatorial, se refiere a 1847; y los mismos Marx y Engels advertían en un prólogo de 1872 que «la aplicación práctica de los principios generales dependerá en todo lugar y en toda época de las condiciones históricas del momento; y no se debe dar por esto demasiada importancia a los propósitos revolucionarios que se leen al final del capítulo II, que podrían ser distintos bajo otras relaciones diversas». Más adelante ellos mismos advierten que no basta, como demostró la Comuna, que la clase obrera tome posesión de la maquinaria del Estado tal cual es para, dirigirla hacia sus propios fines.[2]

Creemos no contradecir sino completar el pensamiento añadiendo; es preciso también tomar posesión de la riqueza social, de los engranajes de la producción y del consumo, sin admitir, claro está, desde nuestro punto de vista, que la máquina estatal deba ser conquistada en vez de destruida; y todo esto desde el primer momento.

Carlos Radeck escribía hace tiempo que «la dictadura es la forma de dominio por la cual una clase dicta sin consideraciones su voluntad a las demás clases». Ahora bien, nosotros pensamos que no es preciso la dictadura para obrar sin consideración alguna contra la burguesía y nos parece que, con o sin dictadura, con la acción gubernamental o con la acción directa proletaria, el mejor modo de obrar sin consideraciones contra el capitalismo es el de comenzar por expropiarlo desde los primeros instantes de la revolución. Pero Radeck agrega: La revolución socialista es un largo proceso que comienza con el destronamiento de la clase capitalista, pero termina solamente con la transformación de la economía capitalista en economía socialista, en la república cooperativa obrera; este proceso exigirá cuando menos una generación de dictadura proletaria, etc.[3] Dejando aparte por un instante la cuestión de la dictadura, no obstante que aún admitiendo la dictadura persiste la necesidad de la expropiación insurreccional de la burguesía, observamos que el largo proceso a que se refiere Radeck incluye toda la compleja revolución socialista y no solamente el hecho material de la expropiación. Y si este proceso debe empezar con el destronamiento de la clase capitalistaestamos de acuerdo; pero sostenemos que no es posible «destronar una clase» con sólo arrojarla del poder político, es decir sin desarmarla del arma formidable de la riqueza.

Vale decir que una insurrección afortunada puede echar del gobierno a los burgueses y hacerlo ocupar por los obreros (o lo que es más probable por los abogados de los obreros), pero si aquellos no son expropiados insurreccionalmente y se espera que el gobierno lo haga más tarde, por leyes, decretos, etc., será propiamente como decir ¡espera caballo mío que la hierba crezca! La insurrección puede por un período breve romper las leyes del determinismo económico, es decir vencer las resistencias armadas de una clase económicamente poderosa, pero para llegar a la victoria es necesario que transforme con su misma violencia, en el breve ciclo de su acción, las condiciones económicas de tal modo que éstas determinen a su vez un mayor desarrollo de la revolución y la derrota definitiva de los elementos burgueses que quisieran levantar de nuevo la cabeza.

Para esto es necesario quitar la propiedad a los burgueses, desde el primer momento, de manera que no sean más de ningún modo los privilegiados. Después... ¡el que no trabaja no come! Pero si no se hace así y se confía la tarea de la expropiación al gobierno dictatorial socialista, para que éste tarde en sus trabajos al menos una generación —si por lo tanto se da tiempo a la burguesía de respirar en sus palacios, en sus tierras y en susfábricas— no pasará mucho sin que vuelva a tener su gobierno, poco importa que sea de nombre socialista o proletario.

Cuando más habrá cambiado esto: que ciertos burgueses habrán desaparecido en la tempestad o se habrán convertido en proletarios, que la burguesía se renovará, incorporándose a ella ciertas élites de obreros privilegiados, de hombres de partido, dirigentes, etc., pero la revolución no habrá alcanzado su fin: el comunismo.

Que nadie esté sometido ni explotadlo

Preguntábamos más arriba qué dificultades reales (vencida la oposición gubernamental) podrían impedir que la actividad expropiadora se desarrolle prontamente, como tarea paralela a la insurrección o que sucediese inmediatamente al derrumbamiento del poder estatal. Un razonamiento abstracto o puramente dialéctico, sea aun marxista, no basta para hacernos comprender cómo y por qué los campesinos deberán continuar reconociendo al propietario y llevándole una parte o todos los frutos de la tierra por ellos trabajada; por qué los trabajadores de los establecimientos y fábricas no podrán expulsar al patrón y continuar trabajando por cuenta de la comunidad popular; por qué el pueblo no podrá apoderarse de toda la sustancia útil para mantenerse, vestirse y calentarse, distribuyendo rápidamente entre todos lo más necesario y reuniendo el resto en los almacenes pues tos a disposición de la comunidad; qué es en suma lo que pueda impedir a los trabajadores obrar a su manera y tomar lo que deseen desde el momento que no hay ya un gobierno que defienda a los propietarios y a los capitalistas. Estos probablemente desaparecerán, ¡al menos mientras un nuevo gobierno no les devuelva una cierta seguridad de poder reaparecer tranquilamente!

¿Por qué ha de ser imposible todo esto? ¿Quién o cómo podrá impedirlo? Su posibilidad técnica, tal como la entendemos nosotros, será indudablemente difícil de explicar en el lenguaje pseudo-científico preferido por los marxistas, porque las cosas demasiado sencillas se dicen bien solamente con un lenguaje sencillo y común. Pero cuando estas cosas son dichas a los proletarios, éstos las comprenden; y comprenden perfectamente que no son muy difíciles de realizar y que todo lo dispondrían bastante bien por sí mismos.

Ciertamente no basta quitar la riqueza a los patrones, no basta quitarles los medios de producción; es preciso también continuar produciendo. Es preciso por consiguiente organizar la producción de un modo socialista. También esto hay que hacerlo rápidamente, porque sin comer tampoco se vive en el período revolucionario.

Se nos puede objetar que la realización de la expropiación, o al menos el hecho de que no haya más amos, dependerá también de la posibilidad de vivir sin éstos, de sustituirlos ventajosamente en la organización de la producción. No tenemos dificultad en reconocer que para llegar a la socialización completa será necesario un período más largo del simplemente insurreccional y expropiador. Pero esto no significa que desde el primer momento, sea en un régimen todavía no perfectamente organizado en sentido comunista, sea quizás después de algunas dificultades, no se pueda vivir, no nos podamos acomodar de modo tal que ninguno de nosotros tenga necesidad de dejarse explotar y oprimir por los demás para ir viviendo.

Porque en realidad lo importante para el socialismo es esto: que cada uno pueda satisfacer sus necesidades sin dejarse explotar y oprimir por otro. Es esto lo que quieren los trabajadores y el medio para conseguir tal posibilidad y mantenerla, es decir, el tipo de organización social para adoptar, viene en segundo lugar, y sólo en cuanto es necesario para alcanzar el fin expresado.

Dos fases de la revolución socialista

Una cosa es la expropiación y otra la organización comunista de la sociedad. La primera es el acto material con que se destruye el derecho de propiedad, el cual es menester realizar rápidamente; la otra es un acto de reconstrucción que también es preciso considerar de inmediato, pero que será necesariamente más extenso y complejo que el de la destrucción.

Es menester desde el primer momento no sólo continuar produciendo para vivir, sino comenzar a organizar con método la producción, proseguirla y al mismo tiempo organizar la distribución y el consumo. Pero para todo ello el medio más inhábil e incompetente de todos es propiamente el de un gobierno, compuesto de pocas personas, que lo dirigen todo desde su puesto central. Esto sigue siendo así tanto si esas personas fueron al poder por un golpe de mano, como si fueron llevadas por medio de elecciones proletarias.

Mayores y mejores virtudes organizadoras (sin los defectos y peligros de la burocracia estatal) tiene la acción directa proletaria y popular, procedente de su iniciativa, por medio de los propios organismos libres, salidos y formados en su seno. Tales organismos, a través de los cuales se proseguirán las funciones de la producción y de la distribución —y que al mismo tiempo garantizarán un mínimo de orden y de coordinación indispensables— serán, además de los núcleos que surjan espontáneamente de la revolución, precisamente aquellas agrupaciones ya existentes, proletarias, socialistas, sindicalistas, anarquistas, los sindicatos y las uniones de oficio, organizados por localidad o por industria según los casos, las cooperativas de clase, las ligas campesinas, los consejos de fábrica y, en fin, aquellos comités o soviets comunales, regionales e interregionales de los que nos llega el ejemplo de los comienzos de la revolución en Rusia.

Nosotros somos comunistas, en efecto, porque estamos convencidos de que tal resultado se puede obtener durable y definitivamente sólo por medio de la socialización de la propiedad en sentido comunista. Pero lo que importa es que el resultado se consiga; y la primera condición para alcanzarlo, el primer paso, es el de quitar a los ricos los medios de explotar a los pobres: es decir, despojarlos de sus riquezas privadas.

He aquí por qué la expropiación es la condición primera del desarrollo y aun del triunfo de la revolución. Los términos medios, el dejar subsistir formas de explotación, es decir, el dejar a los capitalistas la fuerza económica, que para ellos es el medio de acción específica, equivale a dejar los dientes a la víbora. Se debería seguir luchando contra ellos entonces y no se llegaría a estar nunca seguro de vencerlos completamente. Si la insurrección, al contrario, fuera expropiadora, la víbora se haría innocua, los capitalistas no tendrían ya dientes para morder y la sociedad no pondría en sus manos ningún arma.

Realizada la expropiación, la libertad (que no debe confundirse con la libre concurrencia, con la libertad económica de producción y de explotación del régimen capitalista) no estará en pugna con las necesidades de la producción para todos y con la igualdad social. La contradicción existente hoy a causa de las divisiones de clases y del monopolio burgués será suprimida y quedará imposibilitada con la expropiación.

Marx y Engels, en su Manifiesto, llegaban hasta a afirmar que «el comunismo no quita a nadie la facultad de apropiarse los productos sociales, impide sólo valerse de ellos para esclavizar el trabajo ajeno». Que el trabajo no sea esclavizado: he aquí el principio verdaderamente socialista; vale decir, el socialismo es una afirmación y no una negación de la libertad.

Ciertamente, una vez derribado el Estado burgués y expropiados los capitalistas, la obra de socialización definitiva no se hará instantáneamente sino —tanto dentro de una dirección autoritaria, como siguiendo las normas libertarias, pero mejor con estas últimas— a través de un período de organización experimental. La organización socialista de la producción y del consumo, como de las otras relaciones sociales, podrá tener su principio, y es bueno que lo tenga, desde el primer momento de la revolución, pero no podrá ser bastante completa ni definitiva mientras el pueblo no pueda dedicarse a ella sin ninguna otra preocupación, mientras en la calma y en la paz no se puedan ensayar las formas más apropiadas, perfeccionarlas y ultimarlas.

Desde ya: capacitación y programa

Mientras dure el trabajo de reorganización, hasta tanto el Estado burgués haya sido derribado y el capitalismo expropiado, lo importante será evitar la posibilidad de toda nueva explotación y opresión de los trabajadores, porque es esto lo que podría hacer renacer al capitalismo de sus propias cenizas. Para evitarlo, el remedio preventivo más radical es la expropiación inmediata por medio de la insurrección. Cuando los trabajadores hayan echado mano a la propiedad y no exista por otra parte la violencia estatal para tenerlos sometidos, ni para defender contra ellos a cualquier rico que intente resistirse o a cualquier pobre que quiera enriquecerse, los ricos no podrán existir más y no habrá tampoco más asalariados. Es decir, será imposible aquel sometimiento al trabajo ajeno, del que habla Marx, aun cuando la reorganización social no haya sido todavía ultimada.

A menos... a menos que el peligro no venga de la eventual dictadura socialista que, vencidas las resistencias del viejo régimen, llegue a convertirse a su vez en opresora de la nueva sociedad, transformando a los trabajadores de esclavos del capital privado en esclavos del Estado. Volvemos así a nuestra preocupación constante, una de las preocupaciones que nos hacen ser anarquistas.

Recordemos, bien que lo hayamos dicho ya, que nosotros consideramos aquí a los Soviets como asociaciones de productores, para la producción y el consumo comunistas, las cuales no tienen de ninguna manera necesidad de ser superpuestas por un gobierno dictatorial que solamente obstaculizaría y estorbaría la útil función económica.

A todos estos distintos tipos de organización pueden agregarse otros. Organizaciones obreras y profesionales que hoy son extrañas o demasiado tímidas y moderadas, serán ciertamente utilizadas por la revolución: sociedades médicas, corporaciones de empleados, de ferroviarios, de telegrafistas, de personal técnico, ingenieros, químicos, etc., así como también ciertas instituciones de origen y de naturaleza burguesa (después de haber expulsado a los capitalistas y toda dirección no exclusivamente técnica, se comprende), pero asimilables y fácilmente transformables en organismos de vida revolucionaria, como entidades autónomas y cooperativas de consumo, ciertos grandes almacenes de aprovisionamiento y oficinas públicas y privadas de distribución, algunos de los más importantes servicios de utilidad general, que hoy son administrados con el único fin de especular o como instrumentos de gobierno, etc. El personal empleado, aun cuando no sea estrictamente proletario, pero que constituya una categoría poco distinta, no tendría necesidad del gobierno y del ministro o del patrón y del empresario para continuar su trabajo. Algunas ocupaciones y servicios podrán también tener necesidad de una organización de tipo centralizado y muchas otras no. Pero esta especie de centralización, de funciones y no de poderes, especialmente para un tipo particular de servicio, es muy diversa de la centralización de funciones y de poderes al mismo tiempo, de todos los servicios como de toda la autoridad, en manos de un gobierno dictatorial único. Aun para tales servicios y trabajos el gobierno sería, por lo menos superfluo.

Pero para que la revolución pueda tomar una orientación tan libertaria, descentralizada, antiestatal, es preciso que también la anterior preparación moral y material y por consiguiente nuestra propaganda, se encuentre informada por tales principios. En lugar de habituar a las masas a la idea de la dictadura y esperar de la conquista del poder el medio único de desatar todos los nudos, en lugar de atribuir toda tarea técnica revolucionaria a los comités centrales, a la dirección de un partido o de una confederación, etc., es preciso preparar los grupos y organismos ya existentes para desempeñar la tarea hacia la cual se sienten más capaces o capacitarlos para alguna si no lo están todavía; y al mismo tiempo formar aquellos nuevos organismos, más o menos embrionarios, de distribución, de reedificación y de elaboración que se pueden prever necesarios, de modo que no nos encontremos al día siguiente del derrumbamiento del poder sin nada listo, sin un preciso programa práctico para realizar y por consiguiente obligados a tolerar que un nuevo poder sustituya al antiguo, en sustitución también de nuestra ausente capacidad coordinadora y productiva.

El miedo a la libertad

La aberración de los que ven la salvación de la revolución en la dictadura, después de haber hecho durante una larga serie de años de la causa del socialismo también una causa de libertad, no es distinta de la aberración de aquellos revolucionarios que, al estallar la primera guerra mundial, vieron comprometidos de repente la libertad y el socialismo, no tanto por la guerra en sí, como por la amenaza de victoria de una de las partes beligerantes.

En realidad estos últimos estaban nuevamente ofuscados después de casi un siglo de experimentos, por la ilusión democrática, y confiaban de nuevo a la democracia burguesa una misión salvadora. Los partidarios de la dictadura proletaria caen en un error semejante, creyendo traer un remedio al sustituir la más o menos enmascarada dictadura burguesa por aquella de los representantes de los trabajadores. Y a nosotros, que afirmamos que se debe dejar que la revolución se desencadene con el máximo posible de libertad, dejando el camino abierto a todas las iniciativas populares, nos responden con una cantidad de objeciones, que pueden ser resumidas en un sentimiento único, que por lo demás no son capaces de confesar ni siquiera a sí mismos: el miedo a la libertad. Después de haber exaltado al proletariado ahora lo reputan en lo íntimo de su pensamiento incapaz de administrar por sí propio sus intereses y piensan en el nuevo freno que será necesario ponerle para guiarlo «por la fuerza» hacia la liberación.

Hacen como el enfermo que debía sufrir una operación y fue el más audaz, aun contra los médicos, en sostener que la operación se imponía, en desearla, en apresurar los preparativos con la esperanza de curar; y después, en el último momento, se niega y prefiere una inyección de morfina que calma por el momento el dolor, da la ilusión pasajera del mejoramiento, pero deja intacto el mal y el peligro de la muerte. Tiene una porción de escrúpulos, de temores y todas sus objeciones son dirigidas a retardar el momento del acto operatorio, que sería el acto de su verdadera curación.

Pretextos intelectuales para la dictadura

Todas las objeciones que presentan los partidarios de la dictadura giran en torno a este principal argumento: de la incapacidad de la clase obrera para gobernarse por sí misma, para sustituir a la burguesía en la administración de la producción, para mantener el orden sin el gobierno; es decir, le reconocen sólo la capacidad de elegir representantes y gobernantes. Naturalmente, no declaran este concepto con nuestras mismas palabras; antes bien, lo enmascaran a sí mismos más celosamente que a los otros con razonamientos teóricos diversos. Pero su preocupación dominante es ésta: que la libertad es peligrosa, que la autoridad es necesaria para el pueblo, así como los ateos burgueses dicen que la religión es necesaria para no desviarse del buen camino.

Puede suceder, en efecto, que la autoridad se haga necesaria, pero no porque sea algo «natural» y porque no se pueda pasar sin ella, sino por el hecho de que el pueblo se ha habituado a considerarla indispensable; porque en lugar de enseñársele a obrar por sí y las formas cómo podría por su propia cuenta resolver las dificultades, se le mantiene sobre este punto en las tinieblas, más bien se le oculta la verdad, y para tenerlo más sometido se le muestra todo fácil; porque se le enseña desde ahora que, apenas sacudido el yugo actual, deberá crearse inmediatamente un nuevo gobierno que se ocupará de pensar cómo debe dirigir y atender todo más tarde.

Aquellos que hablan de la dictadura como de un mal necesario en el primer período de la revolución —en el cual, por lo contrario, sería necesario un máximo de libertad—, no advierten que ellos mismos contribuyen a hacerla necesaria con su propia propaganda. Muchas cosas se hacen inevitables a fuerza de creerlas y de quererlas como tales; en realidad, las creamos nosotros mismos. Así sucede con la dictadura, que los marxistas están preparando con su propaganda, en lugar de estudiar la posibilidad de evitar este mal, esta preventiva amputación de la revolución. Ellos no encaran por completo el problema, precisamente porque no tienen bastante fe en la libertad, porque, al contrario, apoyan toda su fe en la autoridad. Por consiguiente, no pueden resolver el problema. Lo resolvemos, sin embargo, nosotros, los anarquistas, que vemos en la libertad el mejor medio para la revolución: para hacerla, para vivirla y para continuarla.

El temor al desorden, al desencadenamiento de las pasiones, al florecimiento de los egoísmos, a los desahogos de la brutalidad, de la indisciplina y de la negligencia, etc., fue siempre el pretexto con que se ha justificado toda tiranía y combatido toda idea de revolución.

¡Es curioso que algunos socialistas encuentren justamente en este hecho una justificación de sus ideas dictatoriales! Se desarrolla en sustancia este concepto: que también la burguesía hizo su revolución imponiendo la dictadura, que en realidad vivimos bajo la dictadura burguesa, que la burguesía, para hacer la guerra, acentuó su centralización dictatorial, etc., y que por eso también el proletariado tiene derecho a hacer lo mismo. Que tenga derecho frente a la burguesía, es decir, que la burguesía sea la menos autorizada para escandalizarse ante la idea de una dictadura proletaria, puede ser un argumento justo; antes bien, agregaríamos nosotros, que la burguesía hace mal en alarmarse, aun desde su punto de vista, porque peor suerte le reservaría una revolución verdaderamente libre de toda traba gubernamental. Pero que el proletariado tenga interés en recurrir a la dictadura, esto es harina de otro costal.

El ejemplo de que haya servido a la burguesía no prueba nada; antes bien, prueba lo contrario. La revolución social no puede tener la misma orientación que la burguesía; y además, una cosa es revolución y otra la guerra. No todos los medios que son buenos para la guerra o para una revolución burguesa, son buenos para una revolución social. La centralización autoritaria de la dictadura es un medio totalmente perjudicial, en cuanto es el más adecuado para transformar una revolución social en revolución exclusivamente política —en especial al quitar al pueblo la iniciativa de la expropiación inmediata— vale decir preparar, desde el punto de vista proletario y humano, el mismo fracaso de las revoluciones precedentes.

Esas revoluciones, que sin embargo fueron hechas especialmente por el pueblo, el cual era también entonces impulsado por un deseo de liberación completa y de igualdad no solamente política, terminaron en el triunfo de una clase sobre otras, justamente porque la dictadura llamada revolucionaria preparó e hizo posible tal triunfo. Si la burguesía la empleó fue precisamente para sofocar la revolución, porque tenía interés en ello. El proletariado tiene, al contrario, un interés opuesto, es decir, que la revolución no sea sofocada, sino que realice su curso completo. La dictadura, por lo tanto, iría contra su interés.

Es verdad que una dictadura proletaria y revolucionaria podría también trastornar, arruinar y anular los privilegios actuales de la burguesía; pero ya que, debiendo ser limitada en sus componentes, sería siempre la dictadura de algunos partidos o de algunas clases, se vería inclinada no a destruir todo gobierno de partido y toda división de clases, sino a sustituir el gobierno actual por otro, el actual dominio de clase por otro de clase también. Y naturalmente, como la existencia de un gobierno implica la existencia de súbditos, la existencia de una clase dominante significa la existencia de otras clases dominadas y explotadas. Sería el mismo perro con diferente collar.

Chaleco de fuerza para la revolución

No somos profetas ni hijos de profetas y no podemos prever el modo como todo esto podrá acontecer. Pero reclamamos la atención de los lectores, y en especial de los socialistas, sobre este hecho: que el proletariado no es una clase única y homogénea, sino un conjunto de categorías diversas, de algunas especies de subclases, etc., en medio de la cual hay más o menos privilegiados, más o menos evolucionados y aun algunos que son, en cierto modo, parásitos de los otros. Hay en esa clase minorías y mayorías, divisiones de partido, de intereses, etc. Hoy todo esto se advierte menos, porque la dominación burguesa obliga un poco a todos a ser solidarios contra ella; pero el hecho es evidente para quien estudie de cerca el movimiento obrero y corporativo. Ahora bien, la dictadura proletaria, que seguramente iría a pasar a manos de las categorías obreras más desarrolladas, mejor organizadas y armadas, podría dar lugar a la constitución de la clase dominante futura, a la cual ya le agrada llamarse a sí misma élite obrera, para daño no solamente de la burguesía, simplemente destronada en las personas de sus miembros, sino también de las grandes masas menos favorecidas por la posición en que se encuentran en el momento de la revolución.

Se constituirá de seguro otra clase dominante —podría más bien llamarse una casta, muy semejante a la actual casta burocrática gubernamental, a la cual justamente sustituiría— integrada por todos los actuales funcionarios de los partidos, de las organizaciones, de los sindicatos, etc. Además, la dictadura tendría también, junto con el gobierno central, sus órganos, sus empleados, sus ejércitos, sus magistrados, y éstos, junto con los funcionarios actuales del proletariado, podrían precisamente constituir la máquina estatal para el dominio futuro, en nombre de una parte privilegiada del proletariado y aliada a ella. La cual, naturalmente, cesaría de ser, en los hechos, «proletariado» y se volvería más o menos (el nombre importa poco) lo que en realidad es hoy la burguesía. Las cosas podrían ocurrir diversamente en los detalles; podrían también tomar otra orientación, pero sería parecida a ésta y tendría los mismos inconvenientes. En líneas generales, el camino de la dictadura no puede conducir la revolución más que a una perspectiva de este género, es decir, a lo contrario de la finalidad principal del anarquismo, del socialismo y de la revolución social.

Tan erróneo es decir que se quiere la dictadura para la revolución como que se la desea para la guerra. Que se la quiera para la guerra que la burguesía y el Estado hacen con la piel de los proletarios, es natural. Se trata de hacer la guerra por la fuerza, de hacer combatir por la fuerza a la mayoría del pueblo contra sus propios intereses, contra sus ideas, contra su libertad, y es natural que para obligarlo se necesite un verdadero esfuerzo violento, una autoridad coercitiva, y que el gobierno se arme de todos los poderes en su contra.

Pero la revolución es otra cosa: es la lucha que el pueblo emprende por su voluntad (o cuya voluntad es determinada por los hechos) en el sentido de sus intereses, de sus ideas, de su libertad. Es preciso, por consiguiente, no refrenarlo, sino dejarlo libre en sus movimientos; desencadenar con entera libertad sus amores y sus odios, para que brote el máximo de energía necesaria para vencer la oposición violenta de los dominadores.

Todo poder limitador de su libertad, de su espíritu de iniciativa y de su violencia sería un obstáculo para el triunfo de la revolución; la cual no se pierde nunca porque se atreva demasiado, sino sólo cuando es tímida y se atreve muy poco.

Los temidos «excesos revolucionarios»

El temor al desorden y a sus consecuencias es una superstición infantil, como el temor a caerse del niño que hace poco aprendió a caminar.

Ninguna revolución está exenta de desorden, por lo menos en sus comienzos. Aun en las revoluciones más suaves, más educadas y más burguesas no se pudo evitar; ni se lo evitará en una revolución social, que sacude completamente y desde su base a la sociedad. Pero ciertamente, para que la vida sea posible, es preciso que un orden se establezca cuanto antes. Pero el problema que se presenta no es el de un nuevo gobierno, sino el de saber qué es lo más apropiado para restablecer el orden, cómo se puede establecer un orden mejor: un gobierno más o menos dictatorial o bien la libre iniciativa popular.

Los marxistas optan por un gobierno revolucionario; nosotros, al contrario, creemos que el gobierno, peor aún si es dictatorial, será un elemento más de desorden, puesto que establecerá un orden artificial y nunca de acuerdo a las tendencias y a las necesidades de las masas. Estas por el contrario, a través de las propias instituciones libres podrán bastante mejor y más ordenadamente proceder por vía directa, desde ellas mismas, a organizarse en forma tal que quede asegurado el «orden» necesario, es decir, el orden libre y voluntario, no el artificial y oficial que los gobiernos mandan e imponen desde arriba.

Este orden en el desorden ha sido visto y admirado en casi todas las revoluciones y durante los períodos de conmociones populares. A menudo se notó, en tales períodos, una enorme disminución de los fenómenos de delincuencia común. Cuando desaparecen los esbirros y el gobierno es inexistente, se puede decir que el pueblo asume por sí mismo la responsabilidad del orden, no por delegación de terceros, sino directamente, en todo lugar, con los medios y personas de que localmente dispone. Algunas veces, sin embargo, va también más allá de los límites, como cuando, en 1848, fusilaba aun a cualquier mísero ladrón inconciente detenido in fraganti.

Este espíritu de orden del pueblo ha sido advertido por todos los historiadores en los períodos inmediatamente sucesivos a las insurrecciones, cuando el viejo gobierno había sido derrumbado y reducido a la impotencia y el nuevo no había sido creado todavía o era aún demasiado débil. Esto se vio en los meses más desordenados, que los historiadores burgueses llaman de anarquía, de la revolución de 178993, tanto en la ciudad como en el campo; así también en las diversas revoluciones europeas de 1848 y después en la Comuna de 1871. El desorden vino más tarde, con el retorno de un gobierno regular, fuera éste el viejo o el nuevo. Aunque hayan ocurrido siempre inconvenientes, como es natural, jamás los hubo en los períodos «anárquicos» de tal magnitud como aquellos que se han debido deplorar luego con el retorno del «orden» impuesto por un gobierno cualquiera.

No hay, por otra parte, que bautizar como excesos revolucionarios, como desórdenes, ciertos actos de violencia contra la propiedad y las personas, que son verdaderos y propios episodios de la revolución, inseparables de ésta, por medio de los cuales y a través de los cuales toda revolución se realiza. La revolución del 89, por ejemplo, es inconcebible sin el ahorcamiento de los acaparadores y de los causantes del hambre del pueblo, sin el incendio de los castillos, sin las jornadas de Setiembre, sin los llamados excesos de Marat, de los hebertistas, etc. Esta especie de desorden es totalmente inevitable antes de alcanzar el orden nuevo que a nosotros nos importa; es preciso, por lo tanto, dejarle toda la libertad para manifestarse y para desarrollarse. Bastante más perjudicial sería querer detenerlo, como sería perjudicial oponer un dique a un torrente cuyas aguas, obstaculizadas en su curso natural se verterían en turbión para arruinar los campos vecinos; mientras que dejándolas proseguir libremente su curso llegarían antes a la llanura, donde proseguirían su camino hacia el mar, siempre con la más grande tranquilidad.

El pueblo ha mostrado esa misma capacidad de orden en todas las revoluciones, aun en un sentido positivo, es decir como espíritu de organización para la satisfacción de aquellas múltiples necesidades que aún en tiempos revolucionarios tienen su imprescindible imperativo categórico. «Es preciso no haber visto nunca en obra al pueblo laborioso; es preciso haber tenido toda la vida la nariz metida en los infolios y no conocer nada del pueblo para poder dudar de él; hablad al contrario, del espíritu de organización de ese gran desconocido que es el Pueblo a aquellos que lo vieron en París en los días de las barricadas o en Londres, durante la gran huelga de los docks de 1887, cuando debía sostener un millón de hambrientos, y os dirán cuán superior es a todos los burócratas de nuestras administraciones».[4]

Ni espontaneísmo ni uniformización

Sin embargo, no hay que caer en el optimismo excesivo de Kropotkin, que conduciría a dejarse arrastrar por la corriente, a no tener casi necesidad de pensar antes de obrar.

Es preciso plantear, primeramente los problemas de la acción y de la producción, preparando los ánimos, las voluntades, los instrumentos adecuados a la futura iniciativa popular, para que haya en todos los puntos del territorio en revolución los hombres, los grupos que la salven de ser presa de la imprevisión y de tener que abdicar en las manos de un poder central cualquiera. Es decir, se impone una preparación práctica, positiva más que negativa, de las minorías revolucionarias y libertarias, desde antes de la revolución, para que puedan obrar y responder a las necesidades que se presenten sin necesidad de confiarse a un gobierno.

Miguel Bakunin veía esta necesidad; es completamente justo su concepto de llegar a despertar la vida espontánea y todas las potencias locales sobre el mayor número posible de puntos por medio de minorías revolucionarias que, pilotos invisibles en medio de la tempestad popular, produjeran la anarquía y la guiaran, no por virtud de un poder ostensible, oficial, sino con el ejemplo de la propia actividad iniciadora. Pero para que esta fuerza pueda obrar «es necesario que ella exista (advierte Bakunin) porque no se concertará por sí sola».

Si en todo barrio, pueblo, campo, fábrica, si en todo centro, etc., existieran grupos resueltos que tomaran desde el primer momento, teniendo los medios y la preparación, la iniciativa revolucionaria, tanto para la destrucción del viejo régimen como para la continuación de la producción, todo pretexto de hacer surgir una autoridad gubernamental o dictatorial moriría en germen. La autoridad sería tan desmenuzada, tan pulverizada, que no existiría más como poder coercitivo; estando en cada uno y en todas partes, impediría cualquier tentativa de centralización. Preparar de este modo la posibilidad del desarrollo de las iniciativas locales, especiales, por lugares o por funciones, significará dar a la revolución el modo de caminar libremente sin los torniquetes deformadores y homicidas de la dictadura.

Se dice que es necesaria la dictadura para organizar la lucha contra las resistencias burguesas. ¿Por qué? La revolución puede ser considerada como dividida en dos grandes períodos: el que antecede al derrumbamiento del poder político de la burguesía y el período posterior. Mientras el poder gubernamental burgués no haya sido derribado, toda dictadura proletaria es imposible; existe solamente, todavía, la dictadura burguesa. Vencido el gobierno burgués, que constituye la resistencia armada de la clase capitalista, queda implícitamente desarmada y derrotada también ésta. Sus elementos pueden, aquí y allá, prolongar, por grupos, la resistencia; pero entonces se encuentran en una situación de absoluta inferioridad frente al proletariado, mucho más numeroso que ella y desde ese momento armado y tal vez mejor armado que ella. Para sofocar estas resistencias no sólo es inútil constituir un gobierno central, sino que éste serviría mucho más para aniquilar la libre acción insurreccional local, que en todo sitio procede a limpiar el terreno y a desembarazarse de los reaccionarios del propio lugar, salvo, se entiende, cuando es menester convenir con las otras localidades para correr en ayuda de aquellas donde los revolucionarios se encuentren necesitados.

Los distintos centros revolucionarios se federarán, estarán en contacto continuo para la recíproca ayuda, según un tipo de organización federalista completamente opuesta a la dictatorial. Esto evitará el grave inconveniente que se presentó durante la revolución francesa, y parece que también en Rusia, de que con las mejores intenciones del mundo el gobierno central dicte órdenes contrarias al espíritu dominante en ésta o en aquella región, en contraste con intereses colectivos legítimos de ciertas poblaciones lejanas o de categorías obreras menos favorecidas, etc., contribuyendo así a disminuir el fervor revolucionario y a favorecer los planes de los contrarrevolucionarios. Especialmente puede suceder esto cuando, para la labor de expropiación, se quisieran adoptar criterios únicos de forma y de procedimiento, que al contrario, debieran variar según las circunstancias y las tendencias de las masas, de localidad a localidad.

En todo caso, las dificultades que surjan después serán siempre mejor resueltas por los organismos obreros que por un gobierno central. A menos que se insista en el propósito, absolutamente antirrevolucionario y utópico, de contentarse con la conquista del poder y dejar la expropiación para más tarde, como obra oficial del Estado dictatorial socialista. ¡Pues eso sería el desastre para la revolución!

Abolición de todas las «élites»

Pero el miedo a la libertad, lo que es prácticamente igual, el culto a la autoridad, pone en labios de los partidarios de la «dictadura» argumentos que son ya una condena explícita de la dictadura misma. Ellos dicen frecuentemente. ¿Pero no hace lo mismo la burguesía? Se dice que la dictadura del proletariado sería la dictadura de una «élite»; pero la dictadura actual de la burguesía ¿no es también la dictadura de una «élite»? ¡justísimo! Pero la revolución no debe sustituir una élite por otra, sino abolirías todas. ¡Si, al contrario, su resultado no fuera más que el de sustituir una dictadura por otra tanto vale prever desde ya el fracaso de la revolución! Si tal es el fin que se proponen los partidarios de la dictadura proletaria, entonces se comprende también por qué asignan a la revolución, como función primordial, la de suprimir la libertad, es decir, una función opuesta a la que está en la naturaleza de toda revolución: la conquista de una libertad siempre mayor.

Esto explica también el lenguaje de los socialistas autoritarios y dictatoriales cuando acusan de demagogia democrática y pequeño-burguesa a la viva preocupación de los anarquistas por defender la libertad. Sin embargo, nosotros compartimos enteramente su hostilidad hacia la democracia burguesa y pequeñoburguesa; y así en nuestra aversión, nos mostramos más coherentes que esos socialistas no aceptando servirnos de las instituciones parlamentarias y administrativas burguesas para nuestra lucha revolucionaria. Pero mientras nuestra enemistad hacia la democracia y el liberalismo burgués mira al porvenir y es una superación de las mismas, el espíritu antidemocrático de los partidarios de la dictadura es un retorno al pasado. A los anarquistas no les basta la poca libertad concedida por los regímenes democráticos; en cambio los partidarios de la dictadura piensan quitarle al pueblo aún ese poco de libertad. Si, pues, las preocupaciones libertarias de los anarquistas pueden ser tachadas de «democráticas», nosotros podemos devolver la acusación diciendo que las aspiraciones dictatoriales de esos socialistas tienden a una vuelta al absolutismo, a la autocracia.

Naturalmente esos socialistas no se dan cuenta de estas peligrosas tendencias de sus sistema y dicen por eso que desean todo lo contrario de aquello que tales tendencias implican. Los hechos de Rusia podrían, tal vez, bien conocidos, instruirlos mucho al respecto.

En Rusia la revolución ha sido obra mucho más de la libre acción popular que del gobierno bolchevique. Las fuerzas obreras y campesinas, aprovechándose, especialmente durante el primer año, de la debilidad de los diversos gobiernos que se sucedieron en el poder, rompieron, pedazo a pedazo, el antiguo régimen, trastornando todos los valores sociales, iniciando en vasta escala la expropiación, echando las bases de las nuevas instituciones de producción y de organización, que después el gobierno bolchevique redujo bajo su férreo dominio militarista y dictatorial. Es la libertad, no la dictadura, la que libró a Rusia del zarismo y de todas las insidias de la burguesía liberal y de la socialdemocracia patriótica y guerrerista; es la libertad la que hizo y mantuvo la revolución. La dictadura ha recogido los frutos simplemente. Aún más: los ha dispersado y despilfarrado.

La revolución libertará de su estrecha cárcel al espíritu de libertad y una vez libre se convertirá en gigante, como el genio de la fábula que un incauto dejó escapar del vaso en que estaba encerrado por la magia. Volver a echarle mano, volver a empequeñecerlo, a encerrarlo y a encadenarlo será imposible, aun para esos mismos que contribuyeron a desencadenarlo. Especialmente en los países latinos, donde las tendencias anarquistas y rebeldes están tan desarrolladas, donde los anarquistas propiamente dichos tienen como fuerza pública social una influencia que la revolución de seguro aumentará enormemente, se necesitaría, para llegar a constituir un gobierno fuerte, una dictadura como la que figura en el programa bolchevique, o para intentarlo solamente, esfuerzos de tal magnitud que consumirían y agotarían las mejores energías socialistas y revolucionarias.

Sería una pérdida que no tendría compensación. Serían esfuerzos, sacrificios, tiempo y tal vez mucha sangre sustraídos al trabajo libre y tanto más vital de una verdadera reconstrucción de la sociedad humana.

La producción durante el proceso de cambio

Nosotros no negamos absolutamente la importancia del problema de la continuación e intensificación de la producción. Lo hemos dicho ya; y repetimos ahora que ello debiera ser resuelto cuidadosamente para tener una norma aproximada sobre lo que sea necesario realizar, para evitar ilusiones y sobre todo para que todos adquieran plena conciencia de las dificultades que una revolución encontrará. Posiblemente aquí también los anarquistas participan del equívoco general entre todos los socialistas de ver las cosas bajo un prisma demasiado rosado. El único, tal vez, que entre nosotros ha reaccionado contra ese optimismo ingenuo ha sido Malatesta, sosteniendo que la revolución se convertirá, apenas victoriosa, en un problema de producción; pues no es verdad lo que algunos creyeron durante un cierto tiempo, que bastaba derribar al gobierno y expulsar a los señores para que todo se acomodara por sí mismo, para que haya medios de alimentación para todos hasta tanto se pueda volver pacíficamente de nuevo a vivir una vida tranquila.

Sobre la disciplina del trabajo

Desde el primer momento nos encontraremos en la estrechez.

Es preciso, pues, persuadirse y hacer comprender a la clase obrera —de modo que desde ahora esta idea se encuentre íntimamente ligada en la conciencia de todos a la idea de revolución— que la revolución no debe y no puede ser una «huelga general» propiamente dicha más que en los primeros instantes; y que casi inmediatamente los ferrocarriles y los navíos deben volver a circular y los trabajadores a producir los artículos de primera necesidad.

Esto debe ocurrir aun mientras se combate. Es decir mientras una parte de la población obrera, la más joven y ardiente, se oponga a la resistencia armada burguesa y no pueda pensar en otra cosa, otra parte, más débil e inapta para combatir, comprendidas las mujeres, es preciso que trabaje en la retaguardia de la revolución para que no falte, ni a los combatientes ni a la restante población el pan, el vestido, el fuego. Sólo para los primeros días podrán bastar las provisiones secuestradas en los almacenes y en las despensas privadas de la burguesía; en breve plazo no habrá ningún comestible que expropiar. Esto debe servir de consejo a los revolucionarios para no hacer demasiados derroches y para evitar destrucciones inútiles desde los primeros momentos, y a la clase obrera en general para volver rápidamente al trabajo, no ya para los demás sino para sí misma. De otro modo el hambre abrirá las puertas y recibirá con los brazos abiertos al primer aventurero armado que desde un país reaccionario cualquiera se presente a restablecer la tiranía, llevando o aun prometiendo solamente un poco de pan.

Pero es utópico, por no decir alocado, pensar que la clase obrera, inmediatamente después de haber sacudido el yugo, pueda ser forzada por un nuevo gobierno, aunque se haya constituido en su nombre, a trabajar como antes.

Un gobierno que pretendiera disciplinar con la Fuerza, desde el centro, el trabajo de la clase obrera de toda una nación y obligar a ésta a la obediencia debiera transformar toda fábrica en un cuartel, en el cual una mitad armada estaría para vigilar a la otra mitad que trabaja. Y aún así no se lograría resultado alguno y la clase trabajadora se rebelaría muy pronto.

Detengámonos en esta crítica apriorística; ya que no es posible que ningún socialista piense algo semejante. Pero la verdad es que se debiera llegar a tales conclusiones al aceptar, aun en el terreno de la producción, en el terreno económico, el concepto de la organización y de la disciplina «dictatorial» del trabajo. Por eso nos parece imposible (pero la experiencia demuestra que es así) que Lenin y sus partidarios interpreten la disciplina en el sentido restringido de someter a la autoridad central gubernamental toda la clase trabajadora, como si fuera un ejército obligado a obedecer sin discutir las órdenes de mando de los jefes.

Porque si en lo que respecta al trabajo, ellos quisieran decir que en toda fábrica, taller o granja de producción los obreros deben estar ordenados de modo que se obtenga el máximo de producción con un mínimo esfuerzo y desperdicio de material, en eso tendrían razón. Sólo hemos de notar que los marxistas tienen demasiada inclinación para conseguir este objeto, a recurrir a la disciplina exterior coercitiva, a la autoridad imperativa de los dirigentes, que ocuparían mañana en las fábricas el puesto de los actuales capataces, directores, etc., no exclusivamente técnicos. Tales innumerables pequeñas «dictaduras» tantas como fueren los grupos de obreros trabajando en una misma producción, sería algo distinto e infinitamente menos opresivo (porque es más fácil refrenar por la acción directa de los trabajadores) que la dictadura estatal propiamente dicha. Pero también en esto creemos que los marxistas, si insistieran, se equivocarían. Nosotros, aun en el ámbito restringido de la fábrica, del taller, de la granja, del campo —industrial, agrícola, de servicios públicos, etc.— pensamos que es necesario, más útil y menos nocivo hacer un llamado a la disciplina moral interior de cada individuo, al acuerdo entre los obreros sobre el modo de ejecutar el trabajo y, en fin, a su espontáneo reconocimiento de la mayor competencia de la dirección técnica para dar la mejor dirección y para guiar el trabajo. El ingeniero, en este sentido, es una autoridad legítima sobre los trabajadores, como el médico sobre los enfermeros, cuando tal autoridad no rebasa de su especial y exclusiva competencia técnica.

Pero este espíritu de disciplina moral, de autogobierno como dicen los ingleses, vale decir la capacidad de la clase obrera para gobernarse a sí misma, no podrá formarse del todo, los obreros no podrán adquirirla suficientemente, hasta tanto no sea posible moverse con libertad, experimentando las propias fuerzas al contacto con los hechos y gozando de plena independencia. La libertad se adquiere en la libertad y se afina y perfecciona ejercitándola libremente.

Formas diversas: dentro del socialismo

Es verdad también que tal capacidad, y el espíritu de disciplina moral o de autogobierno, no se llegaría a formar espontáneamente más que con una extrema lentitud; precisamente por eso es necesario desde ahora crearlo o estimularlo y cultivarlo con la propaganda, la discusión, la preparación, primero mental y después material, a través de las varias formas de organización libre de la clase obrera y de los grupos revolucionarios.

En este punto nos asaltan las objeciones de algunos que, en especial porque están impresionados por el caso de Rusia, acerca de las dificultades surgidas para la socialización de la tierra, piensan que puede ser necesaria una autoridad central coercitiva, es decir la dictadura, para forzar a los elementos campesinos al régimen socialista, para vencer su apego a la propiedad privada de la tierra, para realizar también en la campaña, de buen grado o por fuerza, el comunismo.

Lo que sabemos nos parece que ha confirmado del todo una antigua idea anarquista; es decir que si la violencia revolucionaria es útil y necesaria para vencer la organización burguesa y estatal, para destruir las organizaciones opresivas actuales, para hacer pedazos nuestras cadenas políticas y económicas, en la obra de reconstrucción, en cambio, la violencia sé convierte en nociva, a menos que se trate de la necesaria para defender el trabajo reconstructivo de los ataques de la violencia exterior. No podremos por eso emplear útilmente la violencia contra aquellos que deben ser nuestros cooperadores, nuestros colaboradores en la sociedad comunista, para obligarlos a tal colaboración, sin poner en peligro la existencia misma de la nueva sociedad. Obrando así construiremos el edificio sobre bases de arena, y la primer sacudida lo echará por tierra.

Derribado el Estado burgués y aniquilado el capitalismo, la reconstrucción social debe poder obtenerse por cooperación voluntaria, libertaria, a través de la persuasión y el ejemplo, a través de experimentos siempre más amplios y multiformes y no obligadamente uniformes. En qué medida será esto posible desde el primer momento no lo podemos prever, pero ciertamente no debemos nosotros mismos crearnos desde ya obstáculos artificiales, además de aquellos que inevitablemente surgirán al querer establecerse un plan fijo y único de reconstrucción para ser impuesto por las buenas o por las malas. La tarea de la revolución es la de libertarnos de la tiranía del Estado y de la explotación de los patrones, la de salvarnos o defendernos de las tentativas de un nuevo gobierno o de nuevos amos, de quitar de en medio toda institución de poder y de impedir toda condición que permita o haga posible que un hombre pueda vivir explotando a otros, haciéndoles depender de él y trabajar para él.

Esto es importante para la revolución y para el socialismo: que nadie más sea explotado ni trabaje por un salario dependiendo de otro que gane más. Obteniendo esto, estaremos ya en el socialismo. Luego, en cuanto a los varios sistemas de organización del trabajo, de repartir los productos, etc., sería erróneo imponer por la fuerza un tipo único para todos. Nosotros somos comunistas porque creemos que la organización comunista de la producción y del consumo es el más perfecto tipo realizable de socialismo, en armonía con las múltiples necesidades de bienestar y de libertad de todos los hombres. Queremos para nosotros, por consiguiente, la libertad de organizamos en comunismo en todas aquellas partes donde sea posible y donde encontremos gentes de acuerdo con nuestra manera de encarar ese asunto. Pero no pretendemos imponer por la fuerza a los demás nuestro sistema, seguros de que nuestro ejemplo será el mejor medio de persuadir a los demás a seguirnos, como el ejemplo ajeno podrá servirnos a su vez para mejorar, modificar, perfeccionar nuestro sistema.

Nada impedirá que, a nuestro lado, en ciertos ramos de producción, para ciertos géneros de consumo, se experimenten sistemas diversos, siempre que en nosotros y en los demás presida el espíritu de apoyo mutuo, para los intercambios, para los servicios públicos comunes, etc., y siempre que ningún sistema permita forma alguna de explotación del hombre por el hombre. Entre los varios tipos de organización podrá haberlos más o menos centralizados, según el género de trabajo, de servicio público, de necesidades del ambiente, etc. Los sistemas y los organismos se modificarán sucesivamente, según la experiencia, sobre el ejemplo de aquellos que resulten mejores, es decir que cuesten menos trabajo y sean más útiles y productivos para el bien de todos.

Aun en un régimen completamente anárquico estamos persuadidos que, aunque la organización de la producción y del consumo sobre bases comunistas será el tipo dominante y la regla general (y precisamente porque será una regla libre y no obligatoriamente impuesta a todos), no impedirá ella que subsistan —o por voluntad de los individuos o por especiales necesidades del ambiente o del trabajo— formas diversas de organización, colectivistas, mutualistas, etc., y aun algunas formas de propiedad individual, a condición de que ésta no implique sometimiento o explotación de nadie.

La actitud correcta frente al campesinado

Tanto más necesario será semejante estado de tolerancia recíproca en un período revolucionario, esto es de tolerancia entre los explotados, entendámonos bien, entre los oprimidos y entre los trabajadores libertados del yugo, no de tolerancia hacia los opresores y los explotadores y sus inicuas tentativas de apoderarse de nuevo del poder y del privilegio.

Entre los trabajadores, a quienes la revolución hizo libres de sus propios actos, desde el principio y desde el primer momento que las resistencias estatales hayan sido vencidas y comience el período de defensa y de organización revolucionarias, deberá reinar el máximo acuerdo posible; y este acuerdo no deberá ser sacrificado a la idea de obligar por la fuerza a clases, grupos o individuos determinados del proletariado a plegarse a un tipo único preconcebido de organización, no querido por ellos, aun cuando sea óptimo teóricamente. Sobre todo es preciso evitar semejantes actos imperiosos contra la clase campesina, más capaz de interpretarlos en un sentido hostil, menos preparada para los cambios improvisados y más enemiga de ellos; y por otra parte demasiado numerosa para poderla dominar o para poder descuidar su hostilidad.

Sentimos con claridad que, aunque no fuéramos anarquistas y no nos aconsejara el espíritu de libertad que nos es peculiar, consecuentemente con nuestros principios, una actitud semejante, la tendríamos igualmente por un sentido práctico de oportunidad revolucionaria, por la cual la revolución debe cuidadosamente evitar crearse hostilidades de cualquier especie entre las masas populares, debe huir de los escollos de la discordia y no debe estar obligada a dirigir las propias fuerzas más que contra las fuerzas reaccionarias y contrarrevolucionarias enemigas. Conciliar el apoyo y las simpatías de todas las corrientes proletarias y populares, dejándolas en libertad de desarrollo y de experimentación —cuando no se trate, se comprende, de tendencias reaccionarias partidarias del viejo régimen, en cuyo caso son combatidas justamente como enemigas— tal debe ser la tarea de la revolución. Y esta misión libertaria se encuentra en absoluto contraste con la práctica dictatorial, con toda tentativa de sobreponer un Estado centralizado a la revolución.

Pueden ver aquí perfectamente aquellos que nos objetan que los anarquistas tenemos razón en la teoría pero no en la práctica (y si fuera verdad significaría simplemente que la teoría sería errónea) o que por lo menos nos acusan de no tener en cuenta el lado práctico de las cuestiones y de limitarnos sólo a una discusión doctrinaria, como en esta cuestión de la dictadura, la teoría y la práctica van completamente de acuerdo, demostración evidente de que el anarquismo es una doctrina vital, realista e idealista al mismo tiempo, la mejor no sólo en su visión de la sociedad futura sino también como guía práctica en la conducta de la revolución.

Al día siguiente de la revolución nos encontraremos de hecho en estas condiciones. Donde subsiste el arrendamiento, los arrendatarios, eliminados los patrones, se convertirían en propietarios únicos de la tierra por ellos trabajada. Los campesinos que ya son pequeños propietarios de la poca tierra que ocupan y trabajan, quedarían como están. Donde subsiste el latifundio y la tierra es poseída por los patrones y trabajada por los jornaleros, o no trabajada del todo, o dejada para pastoreo, etc., se determinarían inmediatamente dos hechos. En las regiones más atrasadas, o donde la tradición de la conquista de la tierra perdura, los trabajadores de la tierra invadirán los campos y se los repartirán. Donde al contrario, el «hambre de tierra» no se siente o se siente menos, donde las masas campesinas son más modernas, donde están desarrolladas las organizaciones de resistencia y las cooperativas campesinas, las granjas, las propiedades comunes, los vastos establecimientos agrícolas podrán inmediatamente ser organizados de un modo comunista.

Ningún inconveniente habrá para que las cosas queden en este estado durante todo el período revolucionario. La pequeña propiedad territorial, de reciente formación, no podrá ser un obstáculo a la revolución, al comunismo de la ciudad o de otras regiones, desde el momento que no tendrá necesidad de obreros asalariados porque se bastará a sí misma; y por otra parte jornaleros y trabajadores de la tierra en cualquier forma asalariados, no serán encontrados ya, o porque se han convertido en pequeños propietarios, o porque han sido absorbidos por los establecimientos agrarios comunistas. Lo importante será, pues, dar a todos la seguridad de que el nuevo régimen defenderá la nueva situación contra las tentativas reaccionarias y de que no podrá cambiarla sin el expreso y voluntario consentimiento de los interesados. Lo importante será entonces dirigir a los trabajadores de la tierra, cualquiera que sea su sistema, hacia un cultivo intensivo del suelo para alcanzar el máximo rendimiento de los productos indispensables a la vida. Lo importante será, una vez más, proporcionar abundantemente a los campesinos, sin distinción alguna, —para que ellos en cambio no mezquinen a la población urbana los productos de la tierra— las materias primas, como los abonos, el vestido, el calzado, los instrumentos agrícolas de toda especie, desde los más simples arados a las máquinas más perfeccionadas.

Si las organizaciones proletarias de la ciudad hicieran esto no habría necesidad de dictadura para obligar a los campesinos a trabajar y a darles de comer. Los campesinos serían los mejores aliados de la revolución.

Conseguida la victoria, después, cuando todas las resistencias burguesas hayan sido vencidas, en la familia humana que entonces resultará, se podrá ir discutiendo con los campesinos mismos sobre la mejor organización de los terrenos cultivables. Y será, tenemos fe en ello, el ejemplo de la granja agrícola comunista la que poco a poco persuadirá a todos y poco a poco absorberá a los pequeños establecimientos familiares, heredados de la vieja sociedad o formados durante el primer período revolucionario. Así se llegará al comunismo anárquico.

Delegación de funciones y no delegación de poderes

Un amigo al que sometimos el dilema planteado por Malatesta —o las cosas son administradas según los libres pactos de los interesadas y por parte de los interesados mismos, y entonces tenemos la anarquía, o son administradas según las leyes hechas por los administradores y entonces tenemos el gobierno o Estado, que fatalmente se hace tiránico— nos objetaba que precisamente falta lo esencial: la facultad de administrar. ¿Pero qué es lo que confiere esta facultad? No ciertamente el hecho de ser los exponentes más descollantes de un partido, ni el de haber sido nombrados diputados o comisarios del pueblo. Se trata de una facultad técnica que no es privilegio de los gobernantes, como no es preciso ser gobernante para poder ejercitarla.

Nosotros no excluimos los administradores técnicos, a condición de que éstos sean elegidos entre los interesados, condición principal para que sean competentes y administren según los pactos libremente estipulados entre los interesados mismos. Es decir que se trata de delegación de funciones siempre revocables y no de delegación de poderes. Mientras esto no sea posible y sean los llamados administradores quienes hagan la ley según la cual administrarán, es decir mientras sean gobernantes, es evidente que no habrá anarquía. En tal caso, cuya posibilidad no excluimos, la función de los anarquistas consiste en hacer propaganda y luchar para que el libre acuerdo sustituya a la ley coercitiva, pero de ningún modo convertirse en administradores-gobernantes.

Aún hoy, por lo demás, los que administran, en el sentido práctico de la palabra, no son los gobernantes; éstos, al contrario, dificultan la administración de los servicios y de la riqueza pública, mandan a los verdaderos administradores y desvían y hacen degenerar su misión en beneficio propio. ¿Acaso la industria o el comercio, los ferrocarriles, los correos y telégrafos, todos los servicios públicos, etc., están administrados por los gobiernos o por los ministros? Los verdaderos administradores son los funcionarios técnicos dependientes, casi siempre desconocidos, que, por lo que de útil y necesario hacen, ninguna ventaja tienen en ser funcionarios estatales, al contrario, les perjudica el servilismo que entorpece sus servicios.

De igual modo en la gestión de la riqueza privada, la función administrativa más útil, la única necesaria, no es ciertamente la de los accionistas, de los propietarios y de los banqueros, sino la del personal administrativo de cada servicio, de cada fábrica, de cada establecimiento, de cada empresa, estipendiado o asalariado y no patrono. Ahora bien, ¿por qué no deberían usufructuarse sus facultades administrativas en modo libertario, sin sobreponerle órganos de coerción y de contralor, inútiles en la práctica cuando no nocivos?

Claro que mientras los interesados, o por lo menos un número suficiente de ellos, no tengan una cierta conciencia de sus necesidades y del mejor modo de satisfacerlas y de sus derechos y deberes, no será posible la anarquía. Pero esta conciencia no se podrá formar en ellos mandándolos, imponiéndosela con la fuerza, sino creándoles nuevas condiciones que hagan posible la formación y desarrollo de tal conciencia. En la servidumbre no se forman hombres libres, fuera de pequeñas minorías; únicamente la libertad puede dar la conciencia libertaria a las grandes mayorías. Y he aquí por qué es necesario que haya, durante y después de la revolución, un partido que combata principalmente por la libertad, que conquiste y defienda la mayor suma de libertad para todos.

Cierto que la libertad no es el único problema social importante y nosotros no queremos dejar olvidados los demás; pero es uno de los más importantes; antes bien, nos parece que después del problema del pan, es el más importante de todos. Hasta se podría sostener que el problema de la libertad está en primera línea, si se piensa que el salariado es una forma de servidumbre, que, en sustancia, los patrones son los opresores, los enemigos de la libertad de los obreros a quienes explotan; si se piensa que, si estuviéramos libres de la opresión estatal, si el gobierno no ríos impidiera toda libertad de movimiento, pronto nos habríamos desembarazado de cualquiera otra opresión y resuello todos los demás problemas. No sería difícil demostrar que cada problema social se reduce en último análisis a una cuestión de libertad.

Mientras no haya libertad para todos, la oposición al gobierno, la oposición a la autoridad será la condición principal e indispensable de todo progreso. Al contrario, toda pretensión autoritaria y coercitiva, más o menos legalizada, tiende a detener cualquier clase de progreso, comprendido el económico de la producción. ¡Figurémonos entonces lo que ocurriría cuando la coerción tendiese a establecer por medio del centralismo un sistema único de trabajar y de producir!

La imposición autoritaria de un tipo único de comunismo ordenada dictatorialmente por el Estado, mientras, por una parte multiplicaría los enemigos de la revolución y podría determinar el fracaso de ésta, por otra nos llevaría, aún en el caso de que triunfase, al comunismo de Estado, es decir: a la creación de un patrón único y central, que resumiría las dos tiranías actuales, la del gobierno y la del propietario. Nos conduciría, por lo tanto, en la mejor de las hipótesis, a un fin opuesto a la anarquía.

La defensa armada de la revolución

Una de las más serias dificultades que puede obstaculizar el desarrollo de la revolución, cuando estalla en un solo país por vasto que éste sea, es la hostilidad de los gobiernos burgueses extranjeros, especialmente cuando esa hostilidad se expresa por medio de una verdadera guerra armada, con tentativas de sofocar la revolución invadiendo con ejércitos el territorio insurrecto.

Es preciso entonces defender, aun militarmente, el territorio de la revolución: esto es evidente. Mientras perdure tal necesidad deberá mantenerse un ejército, deberán existir todos aquellos órganos anexos y afines, con los cuales todo principio anárquico está en abierta contradicción. No porque sean medios violentos, entendámonos bien, sino porque son violentos en una forma más o menos gubernamental. Mientras dure esta necesidad no será tal vez posible una organización verdaderamente anárquica, al menos en los primeros momentos; lo que sin embargo equivale a decir que tal necesidad será un freno peligroso para la revolución y que mientras ella subsista la revolución no podrá desarrollarse y sufrirá forzosamente una detención en su curso.

En todo caso el ejemplo ruso y de casi todas las revoluciones precedentes demuestran que la amenaza militar exterior es una eventualidad que es menester examinar. Admitido lo inevitable, es decir que la revolución debe defenderse, el problema de la dictadura se presenta en estos términos: ¿Es necesaria para la defensa del país en revolución la concentración de los poderes más absolutos en manos de un gobierno dictatorial? ¿Es más útil este sistema o más bien (aun bajo la amenaza exterior) es necesario y más útil conservar el máximo de libertad posible, el máximo de autonomía a cada organismo particular y a cada localidad? Nosotros, inútil es decirlo, nos inclinamos por la segunda hipótesis, de cuya exactitud estamos firmemente convencidos, no por un dogmático apriorismo, sino por la enseñanza que nos proporcionan las revoluciones pasadas y por el examen objetivo de las condiciones en que tendrá que desarrollarse la revolución proletaria.

La revolución francesa y un juicio de Miguel Bakunin

A la defensa contra las insidias internas no puede concurrir eficazmente y con verdadera inexorabilidad más que la acción directa y libre del pueblo. Cuando en 1792 los ejércitos de la reacción europea invadieron a Francia para sofocar la revolución y restablecer el poder real, los ejércitos franceses fueron derrotados al principio; y la victoria no se alcanzó sino cuando los soldados se persuadieron de que defendían realmente la revolución, asegurados de esto por las noticias de que la libre acción directa del pueblo de París había derrotado el 10 de Agosto a los nobles atrincherados en las Tullerías y puesto bajo llave a la familia real —«el lobo, la loba y los lobeznos»— y en el siguiente mes de Setiembre había hecho una verdadera limpieza radical de cuantos enemigos internos pudo prender. El gobierno revolucionario no habría nunca podido lograr esto; lo que es preciso es pues, ante todo, en el interior, dejar en libertad al pueblo para exterminar sus enemigos y no centralizar esta tarea en manos del gobierno.

Pero aun como cooperación activa en la obra de defensa militar será mucho más útil confiar en la iniciativa popular que se manifiesta en la libertad, que no en los engranajes gubernamentales, en los centralismos dictatoriales, en las concentraciones burocráticas, que neutralizan los esfuerzos y la voluntad, impiden los servicios y desperdician, deterioran, destruyen materiales, provisiones, víveres, etc.

También Bakunin se preocupó en su tiempo de la necesidad de defender el territorio de la revolución contra las invasiones reaccionarias y extranjeras cuando, al día siguiente de Sedan en 1870, el pueblo francés se libró del imperio de Napoleón el Pequeño, proclamando la república, pero se encontró en la necesidad de salvar su incipiente libertad de los ejércitos alemanes vencedores. En su libro El imperio knuto-germánico y la Revolución Social Bakunin sostenía que no había otra salvación para Francia más que la de transformar la revolución de política en social, la de dar al pueblo el máximo de libertad y al proletariado la sensación de que luchaba por una patria que había llegado a ser realmente suya.

Naturalmente Bakunin no disimulaba la necesidad, para la defensa militar de la revolución, de una disciplina y también de una cierta autoridad jerárquica en las milicias.

Pero se cuidaba bien de sacrificar a esta necesidad el principio mismo de la libertad, es decir uno de los resortes más potentes de la revolución, uno de los coeficientes más eficaces de victoria contra los mismos enemigos externos.

«Amante apasionado de la libertad, confieso que desconfío mucho de aquellos que tienen siempre la palabra disciplina en la boca, especialmente cuando significa despotismo de un lado y automatismo del otro... La extraña esclavitud que la sociedad francesa soporta desde la gran revolución deriva en gran parte del culto a la disciplina del Estado, heredado de Robespierre y de los jacobinos. Este culto pierde a Francia, paralizando la única causa y el único medio de liberación que le queda: el desenvolvimiento libre de las fuerzas populares; y haciéndole buscar su salvación en la autoridad y en la acción ilusoria de un Estado, que no representa hoy nada más que una vana pretensión despótica, acompañada de una impotencia absoluta».

«Pero, por enemigo que sea yo de lo que en Francia se llama disciplina, reconozco sin embargo que una cierta disciplina, no automática, sino voluntaria y razonada, que armonice con la libertad individual, es y será siempre necesaria para todo trabajo o acción colectiva. En el momento de la acción, en medio de la lucha, las funciones se dividen según las facultades de cada uno estimadas por la colectividad entera; unos dirigen y mandan, otros ejecutan. Pero ninguna función se petrifica ni se fija ni permanece irrevocablemente confiada a la misma persona. El orden y el progreso jerárquico no existen; de modo que el comandante de ayer puede convertirse hoy en subalterno. Nadie se eleva por encima de los demás o, si se eleva, no es más que para volver a caer un instante después, como las olas del mar que vuelven siempre al nivel saludable de la igualdad».[5]

Técnicas militares adecuadas

Todo esto es dicho en lo que respecta al gobierno civil, para poder reducirlo a los mínimos términos posibles, y al mismo tiempo en lo que se refiere al gobierno militar de la guerra de defensa. Con tal motivo no estará demás recordar otra opinión competente de alguien que, a pesar de ser revolucionario y socialista de tendencias libertarias, fue también un militar profesional, un estudioso de las cosas militares y de la guerra, que estudió el arte de la guerra en los libros y sobre todo en los hechos, participando en las revoluciones y en las guerras de 1848-1849: Carlos Pisacane, un práctico mucho más que un teórico de la revolución.

Después de haber llegado, en el estudio de las guerras de aquellos años, a la conclusión de que si las masas no realizaran directamente el concepto de la revolución el Gobierno surgido de la insurrección no hará más que sustituirse al caído y combatirá la revolución si no está de acuerdo con las ideas de los individuos que lo componen; después de haber dicho en otro ensayo sobre la Revolución que la dictadura, impotente para producir el bien y fuente de todo mal, es del mismo modo impotente por completo para dirigir la guerra (y la afirmación es seguida de una larga demostración)[6], vuelve sobre el mismo argumento en otro libro por muchos olvidado, dedicado exclusivamente a cuestiones militares.[7]

Sobre la forma técnica de organizar las milicias de defensa de la revolución, en un régimen de libertad, no es nuestra tarea discutir aquí. Sería sin embargo necesario que esta cuestión fuera estudiada anticipadamente, en lugar de ocuparse con toda comodidad en pensar lo que podrá hacer la indeseable dictadura o que el pueblo improvise.

Carlos Pisacane demuestra que una buena defensa armada de la revolución es incompatible con un régimen dictatorial.

«Decir a una ciudad: reconoced tal jefe; prescribir los límites de una sublevación es perderlo todo, es prueba de falta de sentido práctico; y es extraño que aquellos que no hablan de otra cosa que del arrojo y de la exaltación populachera pretendan después que todo se doblegue a su voluntad suprema; para ellos son pueblo solamente los que obedecen... ¡Necios! Expulsado el enemigo, libre la ciudad, los ciudadanos, festejada ya la victoria, se adormecen sobre los laureles ... y eligen un gobierno, le dejan el cuidado de disponer de todo y, sin mirar a su alrededor, no se preocupan más que de prepararse a la defensa... Y el gobierno entre tanto se ocupará en buscar los generales, en implantar el ejército, escogiendo los jefes entre los amigos, y así mueren miserablemente las revoluciones. Para volver a darles vida no hay otro medio que mantener al pueblo en constante movimiento y no abandonar la suerte en manos de los dictadores... Sin esperar la sentencia de los dictadores o consultar la voluntad de tantos que en parecidos casos quieren gobernar, las organizaciones tanto militares como civiles surgirán de las entrañas mismas de la nación. La unidad resultará precisamente de la absoluta. libertad proclamada, como ley soberana».[8]

Para señalar algunos de los sistemas aconsejados por Pisacane, diremos que él postula que la marcha de las operaciones militares sea independiente del poder político, que las fuerzas armadas no sean superiores a las necesarias, según las fronteras a defender, que las jerarquías y los grados se encuentren limitados a lo más indispensable y representen una verdadera diversidad de funciones, que los militares se hallen convencidos de la bondad de la causa por la cual combaten, que todo oficial sea nombrado por libre elección de aquellos a quienes deberá mandar, que los intereses de las milicias se encuentren ligados a los de toda la colectividad y que su utilidad dependa de la propia condición de ciudadanos y no de soldados, que la unidad de acción resulte no de la autoridad de los jefes sino de la forma de instrucción de las masas, a fin de transformar <em>el innoble dogma de la obediencia ciega en convicción profunda.[9]

Se podría señalar aquí otros medios aun útiles para refrenar la siempre posible tendencia de los jefes militares a extralimitar y extender su autoridad en perjuicio de la revolución. Por ejemplo, el sistema adoptado en cierto modo por la revolución francesa, y alabado también por Mazzini, de delegar comisionados civiles, representantes de la revolución ante los soldados, pero no enviados por un poder central sino por las comunidades libres, por las Comunas revolucionarias, entre los soldados que ellas mismas han proporcionado. Estos comisionados estarían investidos de un poder mayor que los demás, de modo tal que los soldados de la revolución se sientan siempre acompañados por la solidaridad de todo el país y que la vigilancia de éste refrene los deseos autoritarios y liberticidas, posibles de desarrollar en cualquiera, por cualquier motivo.

Pero es inútil, repetimos, entrar en tales particularidades, que hemos indicado sólo para dar una idea de lo que pensamos. Tampoco se podrá obtener en esta dirección nada perfecto ya que, para bien o para mal, ella será siempre una dirección nada anárquica por cierto. Algunos defectos, previsibles desde ahora y visibles para el lector anarquista, podrán ser eliminados, algunas imperfecciones evitadas; pero la contradicción subsistirá, como un hecho que habrá que sufrir por fuerza mayor. Pero una cosa es sufrir por fuerza de la adopción de algunas medidas autoritarias, buscando las menos autoritarias posibles y limitando todo lo más el poder, y otra cosa bien distinta es elegir entre esas medidas justamente la más autoritaria y la más tiránica que existe —como la dictadura— haciéndose a priori sus pregoneros y presentándola a las masas como un ideal que merece ser alcanzado.

No hay que descuidar, además, en la propaganda, el elemento psicológico. En cambio los marxistas, indicando al pueblo como su fin más digno el establecimiento de la dictadura, contra la cual siempre, aunque fuera necesaria, sería preciso tener alerta la desconfianza proletaria, corren el peligro de preparar un terreno propicio para los enemigos de la clase trabajadora; por eso un mal día, en lugar de la dictadura del proletariado, podremos encontrarnos con la del militarismo al cuello.

Una defensa anárquica de la revolución

Que sea posible una defensa anárquica de la revolución, aun militarmente, bien que a nosotros mismos nos parezca difícil, no es sin embargo una posibilidad que debe ser excluida del todo, cuando aun hasta una revista completamente favorable a la dictadura proletaria nos hablaba en 1919 de la resistencia opuesta a Denikin en Ukrania por el general anarquista Mackno, una de las personalidades más notables del país (según se expresaba el susodicho periódico) y que ejerce sobre las masas una enorme influencia.

«Anarquista militante, enemigo de toda dictadura centralizadora, aun en materia militar, se comprende que suscite la animosidad de Trotzky, que no quería colaborar con los voluntarios. Él es, sin embargo, un espíritu ardoroso y sincero; hombre por lo demás completamente devoto al régimen de los Soviets, pero basado en una descentralización regionalista. La revolución le deberá mucho; tal vez por su esfuerzo toda la Ukrania llegue a ser sovietista en la próxima primavera».[10]

Mackno dirigió un tiempo las bandas insurrectas contra la política agraria del partido comunista, inspirada en un programa inadecuado a las condiciones del país; así al no ser éstas tenidas en cuenta por los bolcheviques, determinaron la enemistad de una gran parte de la población. Esto confirmaría cuanto hemos dicho más arriba, aun en lo referente a la cuestión de las relaciones entre los revolucionarios de la industria urbana y las masas campesinas. Pero las mismas bandas que ayer, porque eran anti-bolcheviques, fueron consideradas antirrevolucionarias, se convirtieron después en la más formidable amenaza a las espaldas de los generales reaccionarios Denikin y Wrangel; y en realidad favorecieron las mismas operaciones militares del ejército rojo comunista.

De cualquier modo, nosotros comprendemos que, después de la revolución, podría instaurarse en el territorio de ésta un régimen no anarquista y que aun, al menos por ahora, ésta sea la eventualidad más posible y más probable. Lo que puede ocurrir, sea porque la mayoría de los trabajadores que participan en el movimiento parezcan más bien propensos a un régimen socialista o republicano, mientras que los proletarios anarquistas constituyen todavía una minoría; sea por la influencia de factores diversos y externos, entre los cuales hay que enumerar la eventualidad arriba examinada de ataques militares de parte de los Estados burgueses extranjeros. Nosotros podemos desear que la revolución tome una determinada orientación; la revolución, por la fuerza de los acontecimientos, por circunstancias imprevistas, por voluntad de las masas, etc., puede luego tomar una dirección contraria, considerada por nosotros como menos provechosa.

Defender la revolución: un deber supremo

Pero en tal caso, ¿debemos nosotros los anarquistas ponernos contra la revolución o retirarnos desdeñosos al Monte Sagrado, encerrarnos en la torre de marfil de nuestra intransigencia, rehusando nuestras fuerzas a la defensa de la revolución, sólo porque ésta no marcha completamente de acuerdo con nuestros deseos? ¡Ni en sueños! Podemos y debemos rehusarnos a contribuir a los errores ajenos, pero nuestro deber de luchadores contra el Estado burgués, contra el capitalismo y sus supervivencias, por la expropiación y la libertad, es un deber que subsiste y que debemos cumplir con tanta mayor energía cuanto más avanzadas e intransigentes son nuestras ideas. Permanece íntegro para los anarquistas el deber y el interés de defender la revolución, a pesar de su orientación estatal y a pesar de sus métodos, contra los enemigos de dentro y de fuera.

Estar ausentes, rehusar al supremo deber de la defensa de la revolución, significaría en realidad traicionarse a sí mismos, por cuanto en los resultados se tendría una revolución aún menos radical y menos libertaria. Al contrario, cualquier gobierno que surja de la revolución será tanto menos opresor y permitirá tanta mayor libertad cuanto más los libertarios, es decir los defensores de la libertad, hayan sido y sigan siendo los esforzados defensores de la revolución en todos los campos de la multiforme batalla. La revolución estará animada de tanto mayor espíritu igualitario, cuanto más existan en el país fuerzas de oposición, ultrarrevolucionarias y libertarias, que defenderán aun en el interior el espíritu integral de la revolución; cuanto más numerosos sean los núcleos, las asociaciones y las instituciones que reivindiquen la libertad de administrar por su propia cuenta los propios intereses y de organizar con análoga libertad las propias relaciones con el resto de la sociedad.

Se objeta que esta oposición al poder futuro podría favorecer las tentativas contrarrevolucionarias del interior y del exterior, debilitar la posición general y la defensa militar de la revolución. Decir esto significa no comprender el carácter y el espíritu de la oposición antigubernamental y anárquica. Por otra parte la falta de una oposición al gobierno podría muy bien provocar una degeneración más grande en él, hasta el punto de convertir al gobierno mismo en el centro de la tan temida contrarrevolución. Pero aunque esto no aconteciera se debe comprender que la oposición anarquista estaría siempre en una dirección aún más revolucionaria, es decir encaminada a herir con toda la posible energía e intransigencia los restos del pasado y nunca a favorecerlos; por lo demás, aun estando en la oposición, ella no por eso dejaría de dar su concurso más activo —antes bien éste sería siempre seguro e infaltable— para combatir en el terreno de la acción, de acuerdo con las demás fuerzas revolucionarias de otro género, cualquier tentativa reaccionaria y burguesa de fuera o de dentro.

Se suele decir entre nosotros, desde los tiempos de Bakunin, que la revolución será anárquica o no será; pero hay quien entiende erróneamente esta fórmula, como si dijéramos: o la revolución tendrá una orientación anárquica y se encaminará hacia la anarquía o, en caso contrario, no queremos saber nada de ella. No es esto. Bakunin quería hacer comprender que, para tener éxito, la revolución necesita que se desaten todas las fuerzas latentes en el pueblo, sin frenos ni coerciones, en todas partes y en todos los sentidos, y de hecho, así es de prever que ocurra en el primer momento insurrecccional. Si se perdiera demasiado tiempo ordenando, supervisando, etc., si en todas partes se esperaran órdenes de los jefes o de un centro, es casi seguro que la reacción nos ganaría el terreno. El triunfo de la revolución será más seguro si la iniciativa revolucionaria se desarrolla voluntaria en todas partes del territorio, ataca directamente los organismos autoritarios y, una vez abatidos, pasa a la expropiación.

Concurrirán en la revolución, y podrán ser también muy útiles, las fuerzas organizadas, ordenadas, movidas por éste o aquél centro, guiadas por jefes, etc. Pero estas fuerzas solas serían insuficientes y llegarían siempre demasiado tarde si la primera acción anarquista, más o menos indisciplinada formalmente, pero unánime por una disciplina interior más sólida (puesto que estará formada de una unidad de tendencias) no hubiera vencido las primeras resistencias, desembarazado el terreno de operaciones e impedido a las fuerzas enemigas —con el asalto imprevisto y en todos los puntos— el poder reunirse, concertarse y coligarse. Aun en este sentido, pues, la acción anarquista (entendida no solamente en el significado de partido, sino en modo más general) tiene una función imprescindible que, si renunciáramos a ella para incorporarnos en una especie de ejército con sus cuadros esperando órdenes de jefes o de centros, tal vez renunciaríamos a la victoria.

La revolución, por lo tanto, aunque no sea anarquista en el sentido que quisiéramos, no dejará de ser una revolución y no nos impedirá tomar parte en ella; por más o menos anárquica que sea, más o menos autoritaria, lo cierto es que cuanto más anárquica sea la revolución tanto más completa será y mayores probabilidades tendrá al vencer. La misión de los anarquistas, pues, estriba en imprimir a la revolución la dirección más anárquica posible.

Una firme orientación libertaria

Si de la revolución no surgiera la anarquía es previsible que daría lugar a la instauración de una república socialista; pero la forma de política importará poco y mucho más en cambio la sustancia que contenga. Ahora bien, de la revolución surgirá una forma de gobierno tanto más débil y por consiguiente tanto menos opresora cuanto más avanzada y radical haya sido la revolución misma y cuanto más hayamos nosotros participado en ella, aportando nuestro ardiente espíritu de libertad, destruyendo todas las posibles supervivencias autoritarias y realizando en el mayor grado las organizaciones autónomas para la vida colectiva. Aun en el seno de un régimen no anarquista, nosotros deberemos tentar la realización de tanta anarquía como lo permitan nuestras fuerzas.

Esta será la acción precisa de los anarquistas para la defensa de la revolución. ¡De este deber y de su importancia no se dan cuenta aquellos a quienes basta la hipótesis de que de la revolución no puede surgir la anarquía para deducir que debiéramos... provisoriamente renunciar a ella y hacernos, también nosotros , partidarios del gobierno qué se constituya y hasta quizás entrar a formar parte de él!

De la revolución podría también salir una república burguesa y tal eventualidad no nos impediría participar igualmente en la revolución con nuestro propio programa, ¿pero debiéramos aun en este caso hacernos partidarios y cooperadores del nuevo régimen? Todos comprenden que no es posible. Y bien, en la misma situación nos encontraremos siempre, como opositores desde fuera, mientras de la revolución no surja un régimen anarquista.

Por lo demás no es del todo imposible que la revolución pueda ocurrir en un sentido libertario, ya que tenemos en número suficiente, partidarios convencidos y dispuestos a darle tal orientación. Hoy, en el período de la propaganda y de la preparación revolucionaria, tal propaganda y preparación no puede por nuestra parte tener otra orientación que la anarquista, para que aumente siempre más el número de los convencidos y se difunda ampliamente entre las masas el espíritu libertario y para lograr al mismo tiempo que, al estallar, pueda la revolución desarrollarse en el sentido deseado por nosotros, por completo o lo más posible. Y esto ocurrirá en una medida tanto mayor cuanto más propaganda y preparación anarquista hayamos hecho. Si al contrario, comenzáramos desde hoy, como quisieran ciertos socialistas amigos nuestros, a sostener que para el triunfo de la revolución es necesario un gobierno, o más bien una dictadura, contribuiríamos a crear o a aumentar artificialmente tal necesidad, en lugar de eliminarla; y difundiríamos así entre las masas un espíritu contrario a nuestras ideas y a los intereses de la revolución.

Debemos pues propagar hoy, lo más posible, ideas y sentimientos que puedan dar un espíritu y una orientación anárquica a la revolución; y en tiempo de revolución deberemos reivindicar el derecho de aplicar tal orientación, aun como minoría. Será esta la mejor defensa que podremos hacer de la revolución.

Nuestras ideas, las concepciones que tenemos de la organización social futura, nuestro criterio sobre el desarrollo de la revolución nos imponen pues una determinada línea de conducta aun en la muy probable eventualidad del establecimiento, en el período revolucionario, de un nuevo gobierno, ya sea más liberal, con una forma de república social de tipo federalista, ya sea más autoritario y centralizado, como lo auspician los partidarios de ladictadura proletaria y como toda dictadura es por propia naturaleza.

Esta línea de conducta —que debe ser al mismo tiempo revolucionaria y anarquista— surge implícitamente de todo cuanto hemos dicho hasta aquí; y explícitamente, en gran parte, ha sido expuesta por nosotros cuando hemos admitido la hipótesis de la necesidad de una defensa militar de la revolución y por consiguiente de alguna forma de autoridad y de un mínimo inevitable de instituciones gubernamentales. Si ha de ocurrir o no, en todo o en parte, tal hipótesis, no es cuestión para ser discutida aquí. Nosotros preferimos que no ocurra y en evitarla debemos trabajar todos, pero la cuestión es otra. Es decir, admitiendo que ese estado de cosas se realice, contra nuestros deseos y nuestros esfuerzos, por prevalencia de opuestos pareceres, por circunstancias imprevistas o por fuerza mayor de los acontecimientos; entonces, en relación a nuestras ideas, es decir para alcanzar más solícitamente su realización, en el interés práctico de la revolución misma, ¿qué actitud podrán adoptar más útilmente los anarquistas en especial y las fuerzas más concientemente revolucionarias del proletariado en general?

Es esto precisamente lo que trataremos de ver en el siguiente capítulo.

Papel de los anarquistas en los periodos de transición

El movimiento proletario y subversivo está dividido hoy en fracciones y corrientes más o menos hostiles entre sí que, sin embargo, tienen un mínimo de objetivos comunes a realizar, en especial de demolición, y que por otra parte no podrán realizar sin unirse de hecho, aunque sólo sea transitoriamente, en el momento de la acción.

Los anarquistas, los socialistas y las uniones profesionales de una u otra orientación tienden juntamente a derribar las instituciones políticas y económicas actuales.

Queriendo encuadrar todo el movimiento y toda la revolución bajo su autoridad y su única dirección, aceptan (los marxistas) toda colaboración extraña que los ayude, pero sin reconocer a ésta ninguna libertad de iniciativa; y de aquí deriva un perpetuo obstáculo para una verdadera concordia que de otro modo sería posible. De tal manera ellos se extralimitan de su función específica, que impide a los anarquistas desarrollar la propia. Pero en cambio nuestra función no nos impediría absolutamente cooperar con los socialistas, siempre que éstos estuvieran animados de un mayor espíritu de tolerancia y de comprensión para todas aquellas cosas en que armonizamos y para todos aquellos fines que tenemos en común.

Siempre que los socialistas empeñan una lucha aun parcial, contra el capitalismo y contra el gobierno, por mejoras inmediatas, por una disminución de la explotación y de la opresión, por un aumento del bienestar y de la libertad, están seguros de la solidaridad de los anarquistas en el terreno de la acción directa popular y proletaria. Tanto más nos solidarizaremos, a su lado y a la vanguardia, cuanto más lleguemos al terreno de la lucha en un conflicto definitivo contra el capitalismo y el Estado.

El período revolucionario no será breve

La disidencia se manifiesta allí donde comienza la función específica de los anarquistas como revolucionarios y como enemigos de la autoridad.

Aun estando presentes en todas partes donde hay lucha, por pequeños o grandes fines, contra el privilegio económico o político, los anarquistas no callan que todo mejoramiento obtenido mientras dura la opresión capitalista y estatal, es ilusorio o de breve duración. Después de la guerra esto resulta aún más verdadero. Por otra parte, si su solidaridad es plena y entusiasta cuando se trata de la acción del pueblo que sale a la calle, del proletariado que se organiza y hace huelgas parciales o generales, que toma por campo de lucha la fábrica y el taller, que resiste o ataca al capitalismo directamente en su mismo terreno, los anarquistas se vuelven netamente hostiles a toda tentativa de transformar el estado de lucha en acomodamientos con el enemigo, en colaboraciones de clase, en participaciones en las funciones directivas del capitalismo y representativas del Estado burgués.

Está allí la razón por la cual los anarquistas son y permanecen adversarios de la política electoral y parlamentaria del reformismo legalista y colaboracionista, de toda relación que no sea de enemistad y de contienda reñida contra los patrones y contra el gobierno. La función, el deber de los anarquistas, en el movimiento social actual, consiste precisamente, como revolucionarios que son, en esto: en mantener abierto el surco y vivo el estado de lucha entre proletariado y capitalismo, entre pueblo y gobierno; como enemigos de todo poder, en tener despierto el espíritu de revuelta contra toda autoridad coercitiva y legal, en combatir aún en medio del movimiento proletario, las tendencias autoritarias, centralizadoras y dictatoriales de individuos, de grupos o de partidos. Así los anarquistas dan al problema del Estado en la práctica, en la acción inmediata, día por día, la misma solución negativa que en la teoría, ya sea trabajando en la disgregación y destrucción del Estado actual (aun conjuntamente con otras fuerzas que cooperen con fines diversos), ya sea obstaculizando desde ahora la formación o la consolidación de un Estado o gobierno futuro. La lucha contra el Estado es la función principal que, sin excluir las otras funciones, caracteriza al anarquismo frente a todos los demás partidos.

Cuanto más desarrollen los anarquistas esta función propia tanto más se acercará la revolución y se desarrollará en el sentido de una mayor justicia y de una más amplia libertad.

Pero para ejercer tal función revolucionaria y libertaria los anarquistas tienen necesidad de permanecer lo más posible siendo ellos mismos, es decir no dejarse absorber por los partidos o movimientos que eventualmente se encuentren próximos y con los cuales tienen ocasión de luchar alguna batalla común, sean socialistas, sindicalistas o republicanos. También la influencia que nosotros pudiéramos ejercer sobre esos partidos y movimientos distintos del nuestro será tanto mayor y más eficaz si proviene de fuera, abierta y explícitamente, que si procede engañosa y disimulada desde dentro.

Es fácil comprender que el resultado de actitud tan intransigente sea impedir a los anarquistas obtener ciertos resultados, apoyar a la clase obrera en circunstancias determinadas en que —por no tener los obreros suficiente voluntad de sacrificio para llegar directamente al fin, o por figurárseles tal sacrificio desproporcionado para la pequeñez del mismo fin— es imposible tener un éxito sin pactar con el enemigo, sin compromisos con el capitalismo y el Estado, sin recurrir a las leyes, sin servirse del concurso de los politicastros.

En este caso los anarquistas, si son verdaderamente tales, tienen el valor de no preocuparse por el éxito y de decir a los compañeros trabajadores: «Renunciad a un resultado que os cuesta en dignidad y en renuncia al porvenir más de lo que obtendréis, y trabajad en fortificaros para estar en condiciones de obtener mucho más con vuestra acción directa; pero si nuestro consejo no os persuade, no esperéis de nosotros el concurso de un acto que no aprobamos, que no entra en nuestra misión, y volveos a otra parte en busca de ayuda».

Este lenguaje y esta actitud no son adecuados, es cierto, para granjeamos en tiempos ordinarios, la atención de las grandes masas. Pero así preparamos el terreno para los tiempos extraordinarios. Es decir, formamos la minoría revolucionaria cuya misión es dar los primeros golpes de pico en las puertas cerradas del porvenir. Entonces los anarquistas no estarán ya solos, y las minorías se convertirán en mayorías. Pero esto sucederá a condición de que tales minorías no abdiquen hoy en su específica misión negadora, intransigente, «futurista», demasiado seducidas por el deseo de acrecentar las propias filas más allá de lo posible y de bastarse para todas las necesidades que se presenten en cada circunstancia.

Los anarquistas, partido de minoría, no serían bastantes para todas las funciones del movimiento social y obrero. Sin preocuparse de una cosecha prematura, dejando a los demás todos los aparentes éxitos inmediatos, dejan atrás también las funciones de transigencia, de sumisión o de autoritarismo, que la baja mentalidad de las grandes masas crea y alimenta. Se mueven libres e independientes en el seno de la masa, en contacto con ella, partícipes de sus sacrificios y de sus agitaciones, pero no de sus debilidades, de sus transacciones y de sus renunciamientos.

Este es, entiéndase, el programa ideal del anarquismo, lo cual no excluye que, personalmente, por desgracia, también los anarquistas transijan, renuncien y se muestren débiles. Nosotros hablamos de la dirección general anárquica, que debe estar en concordancia con las ideas que la animan. En la realidad puede incurrir en faltas y errores, como ocurre con los demás partidos. Pero lo que la distingue de éstos es el reconocimiento de los propios errores, inevitables siempre en el que se agita y obra, y su esfuerzo continuo por evitarlos y corregirlos, para realizar en el mayor grado posible su función específica de ser el puñado de levadura del que habla la parábola bíblica.

Fermento de libertad y de revuelta, además de divulgador de ideas, el anarquismo tiene como tal, y en consonancia con su programa, un terreno tan vasto por cultivar, que no le queda tiempo ni modo de invadir el campo de las actividades ajenas, para lo cual es por otra parte poco apto. Si lograra hacer culminar, cosa nada fácil, su misión específica, habrá aportado el máximo y mejor tributo a la revolución o a la reedificación de la futura «ciudad del buen acuerdo» de la que nos hablaba Reclus, en la cual los hombres vivirán según justicia, libres e iguales.

La tarea y la función de los anarquistas, antes y durante la revolución, tiene un fin determinado, un determinado campo de acción y no pueden pretender abarcar todas las necesidades, resolver todas las cuestiones que se van presentando hasta el día que sea posible instaurar un régimen comunista anárquico.

Es verdad además —y sólo los adversarios de mala fe pueden imputarnos una opuesta creencia infantil— que es muy poco probable un salto desde el actual estado de cosas a otro perfectamente de acuerdo con nuestras ideas y nuestros programas. Una revolución es necesaria, ante todo para que cambie el ambiente y transforme, como en un crisol, la conciencia de las mayorías; y tal vez no baste una revolución sola. El período revolucionario no será breve, ni bastarán para superarlo las insurrecciones del primer momento. Durante este período se experimentarán regímenes diversos, más o menos imperfectos, más o menos autoritarios, más o menos mancillados de violencia, de injusticia y de desigualdad.

¡Nada más probable y más natural! La humanidad prosigue su camino a través de caídas y de errores; y aun las caídas y los errores cumplen una función útil, ya que sin ellos, sin las lecciones de los dolores que producen, los hombres no saben acercarse a la verdad. Puede ocurrir por lo tanto, que la revolución nos brinde resultados con los cuales nosotros los anarquistas no estaremos conformes: una república más o menos socialista, una dictadura más o menos tiránica, nuevos gobiernos y nuevas explotaciones, privilegios o injusticias de otro género, etc., y que todo esto asuma un carácter de necesidad por nuestra debilidad y por la inconciencia de las masas, porque en medio o fuera de nosotros las fuerzas enemigas son todavía muchas, porque los ciegos egoísmos y las supersticiones impiden la armonía de las voluntades y de los intereses, porque en una palabra; faltan todavía las condiciones reales necesarias para el cumplimiento de nuestros anhelos.

Sobre una confusión oportunista

Y bien, existen aquellos que, en vista de estas dificultades, se desconocen a sí mismos y a los propios fines político-sociales para ajustarse desde ahora a las dificultades que entrevén, para transigir con el error y con la tiranía. Puesto que prevén un estado de cosas imperfecto lo aceptan sin más, en la noble impaciencia de salir del estado actual más imperfecto todavía; ven el error y el daño futuro, y desde que lo consideran inevitable se convierten en sus partidarios. Renuncian así al fin último del socialismo libre, del anarquismo comunista, para correr en pos de transacciones que les parecen necesarias; la república social, la constituyente, la dictadura proletaria, el socialismo marxista, acomodándose de tal modo en el hecho, sino en las palabras, a los otros partidos, sirviendo a otros fines y a otros intereses, relegando para otros tiempos lo mejor que tienen en la mente.

«¿Debemos pues sacrificar el bien próximo a algo mejor lejano y correr el riesgo de hacer así el juego a los enemigos del proletariado y de la libertad?» —se preguntan ellos. Y agregan el eterno argumento, justo en sí, pero que los oportunistas han tergiversado hasta la falsificación: Es preciso ser prácticos.

Ahora bien, la cuestión es verdaderamente ésta: ¿es más práctico adaptarse al mal, aunque sea inevitable, al error aunque sea transitoriamente impuesto por las circunstancias, hasta el punto de hacerse sus partidarios, o por el contrario resistir al error y al mal lo más posible, mostrándolos en su verdadera luz y proyectando continuamente sobre los hechos las soluciones que creemos mejores? Nosotros pensamos que es mucho más práctico el segundo método que el primero. Así y todo, las previsiones sobre la dirección que tomarán los acontecimientos, las nuestras como las ajenas, podrían estar equivocadas y luego desmentidas por los acontecimientos mismos. Elegir un camino que parece erróneo, sobre la base de previsiones para el futuro, podría conducirnos a algún desastre del cual seríamos responsables precisamente porque conocíamos de antemano el error que aceptábamos.

Pero, aparte de esto y aun si las previsiones mencionadas se confirmaran, es un hecho innegable que un mal cualquiera o un error inevitable serán verdaderamente transitorios y cesarán cuanto antes, si llega a haber quienes se resistan a ellos, quienes mantengan viva la conciencia del mal y del error, de los perjuicios que pueden surgir, de las necesidades de liberarse y de acabar con ellos lo más pronto posible. Si al contrario todos se adaptan a esa situación y, aún antes que las circunstancias lo impongan por fuerza, se va creando ya entre el pueblo un estado de ánimo favorable al error, y entre tanto aquellos que conocen el mejor camino de la verdad y de la justicia renuncian anticipadamente a él por temor a lo peor; el mal y el error echarán entonces raíces más profundas, tendrán por consiguiente medios aptos para consolidarse y el día que se quiera abatirlos serán necesarios esfuerzos y sacrificios increíblemente más penosos y más duros.

Todo esto no significa que se deba sacrificar, en homenaje a algo mejor lejano, aquel poco de bienestar que se puede obtener inmediatamente; no quiere decir esto que la búsqueda de una mayor libertad y una superior justicia deba asumir formas y manifestaciones que en la realidad lleguen a ser útiles a la reacción y puedan ser explotadas por los enemigos de la emancipación obrera.

Si en previsión de que el punto de llegada más probable de la revolución sea una república más o menos dictatorial o socialista, renunciáramos desde ahora a nuestra función de anarquistas y nos adhiriéramos al movimiento y a la propaganda parlamentarista o socialista dictatorial, mientras no llegáramos a ser en tal caso más que un inútil duplicado de otros partidos, nos cerraríamos de hecho el propio camino a recorrer, cesaríamos de ser una fuerza independiente y seríamos absorbidos por los partidos de gobierno de mañana. Los anarquistas abdicarían, en una palabra, de sus funciones de defensores de la libertad y de propulsores de la revolución.

Para que los anarquistas puedan ejercer tales funciones de propulsores es necesario que queden fuera «empujando el carro», según una expresión que Mazzini usaba para sus partidarios.

Así pues, jamás podrán asumir las responsabilidades del gobierno, por revolucionario que éste sea o se diga; jamás se atarán las manos, hasta el punto de poder ser obligados a obrar contra las propias convicciones o a no obrar libremente según las más distintas e imprevistas necesidades del momento revolucionario. Cuando hablamos de rechazar responsabilidades nos referimos siempre a las que pueden alejarnos del pueblo, hacernos perder el contacto con él, disminuir las simpatías; aquellas que puedan retirarnos de los puestos de vanguardia hacia los de retaguardia; no las responsabilidades, se entiende, inherentes al hecho insurreccional y revolucionario frente a la burguesía. Debemos reafirmar que somos un partido del porvenir y no comprometer ese porvenir con renuncias de hecho que nos aten demasiado al presente y sean un obstáculo para proceder más allá.

Los soviets o consejos obreros

Frente a la dictadura proletaria, al gobierno revolucionario, nuestro puesto está pues en la oposición: una oposición intransigente en los principios y en la realidad más o menos benévola, más o menos activa, con mayores o menores treguas, según lo que el gobierno sea o haga y según las necesidades impelentes de la lucha contra las fuerzas burguesas o reaccionarias, supervivientes en el interior o procedentes del exterior.

Ciertamente la oposición frente a un gobierno o dictadura obrera, socialista y revolucionaria, por contraria que ésta pueda ser a nuestra convicciones, no podría tener el mismo carácter que la oposición actual, verdadera hostilidad de enemigos, al gobierno y a la dictadura burguesa. Por lo menos, no asumiría tal aspecto sino cuando el llamado gobierno obrero llevara al extremo sus provocaciones liberticidas y se convirtiera realmente en un peligro para la revolución de igual gravedad que el de la reacción burguesa.

El norte de los anarquistas en su acción será sobre todo el interés de la revolución. Para todo aquello que los socialistas en el poder hagan de bueno, habrá siempre el concurso, libre y voluntario pero eficaz, de todos los revolucionarios sinceros, comprendidos los anarquistas, tanto en lo que se refiere a la lucha contra la burguesía, como al trabajo de reconstrucción y de defensa del pueblo contra las necesidades y contra el hambre.

«Nosotros estaremos con los socialistas (decía un periódico anarquista) mientras se encuentren en la oposición; en contra de ellos desde el momento mismo que asuman el poder, uniéndose solamente a ellos en la lucha contra la reacción y en defensa de la revolución y ayudándoles o secundándolos en todo aquello de bueno y de socialista que hagan; combatiéndolos honesta pero fieramente en lo que hagan de malo, a fin de extraer todo el contenido social-libertario de la Revolución».

Para este fin creemos que, mucho más que las polémicas y las formas violentas e irritantes de lucha, mucho más que las palabras y las afirmaciones dogmáticas, favorecerán los hechos.

Los anarquistas, dondequiera se encuentren en número suficiente o tengan bastantes simpatizantes y masas dispuestas en su favor, aprovecharán la desaparición de los organismos estatales y la consecuente mayor libertad para proceder desde el primer momento a la expropiación, para destruir todo residuo de los regímenes autoritarios, para organizar la vida social sobre bases comunistas y libertarias, para crear todas las formas posibles de asociación libre a fin de satisfacer las necesidades dé toda especie del pueblo trabajador, sin cuidarse de las órdenes contrarias que puedan venir de los nuevos gobiernos que han de surgir en las regiones más atrasadas. Y procederán a federar entre sí, a medida que surjan, estas instituciones populares libres, a fin de constituir una fuerza, un baluarte de la libertad, no importa si en minoría, que tenga a raya al nuevo poder y asegure la necesaria autonomía a tales actividades prácticas de la iniciativa proletaria y libertaria.

El régimen de los soviets, en el sentido exacto de la palabra (y no como ha llegado a ocurrir en Rusia, la expresión de un gobierno dictatorial de partido que ha subyugado, domesticado y subordinado los soviets, impidiéndoles toda vida libre y toda oposición) nos parece que se acerca mucho a un tipo de organización social como el que nosotros deseamos o por lo menos que tenga ya un contenido libertario como para permitir una evolución hacia la anarquía, a través de las modificaciones y adaptaciones sucesivamente sugeridas por la experiencia y por la necesidad. Los soviets representan en realidad —decía bien el anarquista italiano Luis Bertoni— el poder más amplio, más numeroso, directo y popular que se haya tenido hasta ahora en la historia, por consiguiente el menos absoluto y tiránico, el menos dictatorial.

En estos organismos nuevos, surgidos de la acción directa del proletariado, en estas instituciones de la producción y distribución organizadas y administradas por los mismos productores y consumidores, concebidas libres de toda superposición del poder político, que llegue a predominar en los soviets y se coloque por encima del movimiento autónomo de los trabajadores (como decía Malatesta), los anarquistas podrán desarrollar toda su acción precisamente para combatir, obstaculizar, limitar al menos, el poder arbitrario de las dictaduras personales o de partido que eventualmente se crearan en el seno de la revolución.

En los soviets, los anarquistas y los revolucionarios en general, podrán desarrollar ampliamente su doble misión negativa y positiva: de defensa de la libertad contra cualquier nuevo poder que se forme y de reconstrucción social sobre bases comunistas. Los soviets, suficientes de por sí, junto a las otras organizaciones proletarias, para todas las necesidades de la vida de una sociedad sin Estado, representarán frente a cualquier gobierno que se quiera constituir, la resistencia popular, la libre iniciativa, el espíritu de independencia de las masas; serán los núcleos autónomos de los productores, federados entre sí, desde las ciudades o aldeas a las provincias, a las regiones, a los más vastos territorios nacionales, hasta las uniones internacionales, según las funciones, los géneros de producción, los servicios públicos, las exigencias del consumo y todas las necesidades a que deban proveer.

Defender su autonomía de las exigencias y de las invasiones y explotaciones estatales será una función necesaria, eminentemente revolucionaria, además de anarquista, hasta que llegue el día en que tal autonomía sea completa con la eliminación absoluta de todo Estado o dictadura. Sólo entonces se podrá decir que la revolución social ha triunfado completamente y la emancipación del proletariado, y con él de la humanidad entera, ha sido verdaderamente alcanzada.

Es esta una misión relativamente limitada, no hay duda; pero para cumplirla no tendremos nunca tan abundantes fuerzas como para permitirnos el lujo de dedicarnos también a tareas que no nos corresponden.

Indudablemente, si faltaran las condiciones necesarias para el establecimiento de un régimen anarquista, surgiría un gobierno cualquiera, más o menos revolucionario, y por lo tanto sería preciso que algún grupo o partido asumiera esta misión de gobernar.

Ya que hacemos tal comprobación, ¿deberemos nosotros los anarquistas asumir esa tarea? ¡Nunca! Si el rebaño humano tiene todavía necesidad de pastores, que lo elija donde quiera entre los elementos más adaptables que nosotros. Nosotros, que no queremos pastores, no queremos tampoco serlo ni sabríamos serlo. Continuaremos estando por eso contra todos los pastores, en la medida que ellos mismos se lo merezcan, tanto más hostiles cuanto más propensos los veamos a emplear el bastón o las tijeras de esquilar. Y comenzaremos mientras tanto nosotros mismos, desde el principio, por negarnos a ser oprimidos, apaleados, esquilados.

«El partido revolucionario por excelencia debe ser anarquista»

Los marxistas dicen siempre que la «dictadura» será pasajera, un estado imperfecto de transición, algo así como una dolorosa necesidad. Hemos demostrado los errores y peligros que hay en esta creencia; pero dado y no concedido que la dictadura sea realmente necesaria, será siempre un error presentarla como un fin ideal a conseguir, hacer de ella una bandera para ser colocada en el puesto de la bandera de la libertad. De todos modos se debe convenir que una de las condiciones indispensables para que tal dictadura sea provisoria y pasajera en realidad, para que no se consolide y no preludie una estable y duradera tiranía futura, es decir para que pueda cesar cuanto antes, es que exista contra y fuera de ella una posición alerta y enérgica entre los revolucionarios, una llama viva de libertad, un partido fuerte que le impida solidificarse y la combata de modo que logre destruirla apenas haya perdido su razón de ser... ¡si es que la ha tenido alguna vez!

Función natural del anarquismo, que le pertenece por su misma esencia y por su tradición, será la de representar en la revolución esta oposición más revolucionaria aún, esta llama de libertad: el porvenir, en una palabra. Aquellos que temen de esto una ventaja para la reacción están en un grave error. ¡Triunfaría la contrarrevolución si la tendencia anarquista faltara, eso sí! Y nunca ella será demasiado. El espíritu de revuelta del anarquismo, instintivo o conciente, fue el alma de todas las revoluciones y tanto más lo será de la revolución social. La cual no tendrá nada que temer y todo que esperar de nuestro celoso amor a la libertad, de nuestra oposición razonada y esclarecida a todo poder oficial que se le sobreponga, porque será siempre una oposición subordinada a los intereses superiores de la revolución misma.

Los anarquistas no olvidarán nunca que, hasta tanto la revolución no haya vencido a sus enemigos, todos sus esfuerzos deberán ir dirigidos contra éstos; y por tanto defenderán la revolución, cualquiera que sea su orientación, de las insidias y de los asaltos de las fuerzas burguesas y reaccionarias, con una intransigencia y con un ardor superiores a todo partido.

Decía Juan Bovio que el partido revolucionario por excelencia debe ser anarquista. Y así será. La revolución podrá ser hecha, lo repetimos por milésima vez, aún con una orientación no anarquista, pero será tanto más completa cuando más anarquista sea; y se salvará de un retorno al pasado, de un salto atrás, es decir habrá triunfado del todo, sólo cuando haya dado a los hombres toda la libertad, haciendo imposible cualquier dominación y cualquier dictadura de cualquier especie que sea y bajo cualquier nombre que se esconda. He ahí por qué, continuando el combate por la anarquía y no por la dictadura, sosteniendo que la práctica libertaria de la revolución es más útil para su buen éxito que toda práctica autoritaria, estamos seguros no sólo de seguir siendo coherentes con nuestro ideal, sino también de estar y de permanecer más que los otros grupos y partidos en el terreno de la realidad; es decir de ser los mejores artífices prácticos del triunfo de la revolución.

Si en esta fuerte y profunda convicción los anarquistas llegan a ver sus esfuerzos coronados por el éxito en la revolución que se aproxima, ninguna utilidad recabarán ni como individuos ni como colectividad militante, excepto la que obtengan en común con los demás hombres, hechos más libres, en una sociedad más rica, más fraternal y más justa.

El anarquismo militante y la revolución de nuestro tiempo

Todos los partidos políticos salidos de las revoluciones democráticas, desde el siglo XVIII hasta hoy, han prometido y prometen, la libertad; pero todos los experimentos democráticos han demostrado, incluso a los más sinceros, su impotencia y su insuficiencia, y han culminado al fin en la reacción y la tiranía, —sea que los mismos hombres de la democracia se hayan transformado en reaccionarios y tiranos, sea que la ineptitud de su régimen les haya hecho dejar el puesto a las fuerzas enemigas de la libertad.

Dos causas hicieron inocuos los experimentos más radicales y avanzados de la democracia liberal: la economía capitalista que hace esclavos de los pocos poseedores a la gran masa de los trabajadores que nada tienen, a pesar de las constituciones más libres en las palabras; y la política estatal que confía la custodia de la libertad de los ciudadanos precisamente a los entes, a los gobiernos, cuya función es limitar e impedir la libertad. Con la espantosa guerra de 191418 y sus consecuencias reaccionarias, todos los experimentos democráticos, desde los más moderados a los más avanzados, acabaron en la bancarrota.

He ahí por qué ha llegado la hora de los anarquistas, que desde hace más de cincuenta años han intuido y demostrado que la libertad no se obtiene más que con la libertad, por el camino de la libertad, con medios de la libertad. Después que los hechos han dado su razón negativamente, es decir, con el fracaso de los métodos opuestos a los suyos, ha llegado para nosotros el momento de tener razón positivamente, poniendo en acción los métodos que creemos mejores y los únicos eficaces.

La concepción anarquista

Los anarquistas constituyen el único partido político-social, y el primero en la historia, que tiene un programa integral, completo y coherente de libertad. La anarquía es en el verdadero sentido de la palabra, el ideal de la libertad.

El programa anarquista se diferencia de los programas de todos los otros partidos, sobre todo porque no es un programa de gobierno, es decir, no espera su realización de la conquista del poder político; ningún gobierno podría realizarlo «por la contradicción que no lo consiente». Los anarquistas no dicen al proletariado, al pueblo: «Dadnos en la mano el timón del Estado y os daremos la libertad». Al contrario, ellos dicen: «Ningún poder gubernativo podrá jamás libertaros, ni aunque lo ocupásemos nosotros mismos; la libertad la tendréis solamente cuando la conquistéis vosotros mismos, con vuestro esfuerzo consciente y racional, sin esperarla de lo alto; y una vez conquistada, la conservaréis sólo si sabéis organizar sobre bases libres e igualitarias vuestra vida social, impidiendo que entre vosotros se constituya un poder coercitivo cualquiera, y defendiendo vosotros mismos, con vuestras fuerzas directas, la libertad conquistada, contra quien la asedie desde dentro o la asalte desde fuera».

La libertad, que es fundamento, punto de partida y de llegada, y simultáneamente método de combate, del programa anarquista, es la única digna de tal nombre, pues es reivindicada como derecho individual y colectivo, y afirmada como deber de la conducta en todos los campos de la actividad humana.

El anarquismo reivindica la libertad del hombre —de todos los hombres— como individuo y como miembro de la sociedad, contra todas las coerciones políticas. Propicia, por tanto, la eliminación de todas las instituciones estatales o gubernativas que tienen carácter y función autoritarios y de dominio, y la transformación de las otras en libres organizaciones de las relaciones sociales. A la organización cerrada, gubernativa y estatal de esas relaciones deberá suceder la organización voluntaria, por mutuo acuerdo, siempre rescindible, basada en convenios recíprocos y en la ayuda mutua. La libertad de cada uno será la garantía de la libertad de todos; y cada cual será, en cambio, más libre en razón de la mayor libertad de que gocen todos los demás. En un ambiente tal cualquier veleidad autoritaria sería impotente, pues, por un lado, le faltaría el privilegio de la fuerza y del poder adquirido para imponerse a los otros, y hallaría además en la libertad de todos los restantes, puestos en las mismas condiciones de acción, la resistencia y el impedimento insuperables a su desarrollo.

La libertad en el campo moral y político sería palabra vacía de sentido, por lo menos para la gran mayoría de los hombres, si no fuese integrada o, mejor, si no estuviera basada en la más integral libertad en el plano económico. No, entiéndase bien, aquella «libertad económica» prestigiada por ciertos economistas burgueses, que entienden con eso la facultad ilimitada de los capitalistas de explotar a los trabajadores y de hacerse la competencia en perjuicio de la producción y, por tanto, en perjuicio de todos los consumidores: ésa usurpa el nombre de libertad, pues no es más que arbitrariedad y privilegio.

La libertad querida por los anarquistas en el terreno económico, es la libertad del hombre —de todos los hombres— en su cualidad de trabajador y de productor y, por consiguiente, también de consumidor, contra las coerciones económicas del capitalismo y el monopolio de la propiedad: es decir, el fin de la tiranía sobre el asalariado, por el cual hoy la gran masa de los trabajadores desposeídos es esclava de los pocos detentadores de la riqueza social, los patrones, que con el torniquete del hambre, la constriñen a permanecer bajo el yugo. La permanencia de los trabajadores, es decir de la gran mayoría de los hombres, en esa inicua e injusta condición de desigualdad y de sujeción, es la que ha frustrado, sobre todo, los esfuerzos heroicos de las revoluciones del siglo pasado y ha hecho ineficientes e insuficientes todas las reivindicaciones de libertad. La liberación del pueblo de las cadenas de la miseria es, por eso, condición indispensable de todas las otras libertades, y será la garantía primera y mejor, después de la revolución, contra la vuelta a los viejos regímenes autoritarios y estatales.

La socialización de la propiedad, es decir, la riqueza social sustraída al privilegio y al monopolio de pocos es convertida en patrimonio común de todos los trabajadores productores, administrada por los interesados mediante la libre y armónica organización de la producción y del consumo según las necesidades individuales y colectivas, es por eso la concepción de las relaciones entre los hombres en el terreno económico más en armonía con las reivindicaciones libertarias del anarquismo.

Tal concepción ha sido sintetizada desde hace cerca de cincuenta años —en los últimos congresos de la primera Internacional— con la fórmula del «comunismo anárquico», pero ésta no se entiende como un lecho de Procusto, reservado a priori y por fuerza a todos los miembros de la sociedad, sino como resultado de la experimentación y cooperación libres de los interesados, en relación con las posibilidades, condiciones y necesidades de los diversos momentos y del ambiente y, sobre todo, subordinado a la persuasión y aceptación de todos los que deberán realizarlo y vivirlo en la nueva sociedad.

De la sociedad actual de injusticia, de explotación y de tiranía a la sociedad nueva más justa de la igualdad y de la libertad no se irá, se nos objeta, de un salto por un golpe de varita mágica.

¡Evidentemente! La constitución anarquista de la sociedad será el resultado de una sucesión de progresos en sentido libertario, evoluciones ya lentas, ya rápidas, revoluciones más o menos violentas, derrotas y victorias parciales, incluso regresiones; y todo eso a través de vastos movimientos sociales y políticos, en los que participarán todos los pueblos, y no solamente el hecho del pequeño número de individuos que se proclaman anarquistas.

Pero sería una error creer que todo este movimiento incesante de evolución y revolución entre los pueblos ocurre automáticamente, como por una fuerza natural inconsciente e independiente de la voluntad humana. Al contrario, todo lo que prevemos ocurrirá solo en la medida que haya hombres que lo quieran, más o menos claramente, más o menos completamente; y nosotros mismos lo prevemos justamente porque lo queremos, del mismo modo que el peregrino prevé la meta a que llegará justamente porque la quiere alcanzar y marcha hacia ella.

La política de los anarquistas

Nosotros no negamos que en el vasto movimiento social, a través del cual la humanidad progresa realizándose a sí misma, obran muchas fuerzas, ciegamente, por impulsos contradictorios, bajo la influencia de instintos y necesidades momentáneas, de pasiones arrolladoras, de acciones y reacciones que casi se diría mecánicas, inconcientes o muy débilmente concientes. Pero es también verdad que esas fuerzas, a pesar de su enorme cantidad, por sí solas no producirían el progreso, y podrían significar también una regresión (y, en efecto, a veces la determinan). La inmensa reserva de energías que hay en ellas se vuelve útil al progreso sólo en cuanto en medio de ellas hay también fuerzas concientes; y se vuelve tanto más útil y fecunda, cuando más los instintos e impulsos se transforman en voluntad conciente. De aquí la necesidad de tal transformación, que es la tarea incesante de la propaganda, la misión de las minorías voluntarias, la misión de los movimientos de ideas.

La misión de la minoría anarquista, de su movimiento y de su propaganda, es que se formen lo más numerosas posible las conciencias libertarias; que se determine cada vez más fuerte en las masas la necesidad de libertad; que la voluntad de libertad se vuelva cada vez más difundida y consciente de su objetivo y de sus caminos. Esta minoría no puede esperar, ciertamente, que ha de convertirse en mayoría antes de la revolución (y tal vez de más de una revolución), es decir, antes de que sean eliminados tantos obstáculos materiales, económicos y políticos, que impiden a las grandes masas una visión clara de su mismo interés de liberación; pero, cuando haya alcanzado una fuerza suficiente, puede ser la vanguardia que abra con un acto de voluntad la puerta que cierra las vías del porvenir. Es ya desde ahora el fermento, el gránulo de levadura del que habla la Biblia; y más lo será en el seno de la revolución en la cual representará, lo repito, con más conciencia que todas las otras fuerzas, la voluntad de libertad.

Desde ahora, y para eso la política de los anarquistas —entendida la palabra «política» en el sentido de agitación y de acción revolucionaria contra las instituciones políticas dominantes—, quiere ser una política de libertad en todos los campos, hasta en las más pequeñas manifestaciones de su movimiento. Donde quiera que se reivindique un derecho cualquiera, aunque sea parcial, de libertad, —libertad de pensamiento, de palabra, de prensa, de reunión, de asociación, de manifestación, de huelga, de experimentación social, etc.,— allí hay un puesto de combate para los anarquistas, solidarios con todos los explotados y los oprimidos, con todos los rebeldes, contra toda manifestación política o económica de la autoridad y de la dominación del hombre sobre el hombre. Con mayor razón, por tanto, habrá un puesto de combate para los anarquistas, en toda revolución, por medio de la cual un pueblo o una clase subyugada se esfuerce por abatir una tiranía, por alcanzar un objetivo liberador.

Hacia la revolución de la libertad

Pero en las luchas parciales como en las generales, en las pequeñas y en las grandes, debidas a la propia iniciativa o a iniciativas ajenas, en su movimiento de partido como en los movimientos más vastos, obreros y del pueblo, en los propios grupos y en las organizaciones de propaganda y de acción como en las asociaciones proletarias más amplias y de clase, los anarquistas mantienen constantemente su conducta sobre líneas directrices y bases de libertad.

Libertad, en primer lugar, del movimiento frente a todos los otros movimientos más o menos afines colaterales, en el sentido de su absoluta independencia y autonomía. No teniendo objetivos materiales propios, individuales o de partido que alcanzar (aparte de la emancipación de todos), el anarquista no sufre celos: aprueba y apoya toda reivindicación de libertad de cualquier parte que proceda; pero, no teniendo ligamen o vínculos políticos de interés con ningún partido, combate sin trabas a todos los partidos y movimientos en la medida que representen obstáculos a los fines libertarios y revolucionarios.

La libertad es la guía y la norma de conducta del anarquismo en su desenvolvimiento interno. Este repudia el concepto de disciplina cerrada y coercitiva a la que desea ver sustituida por la disciplina moral y voluntaria,por el libre consentimiento recíproco. Repudia toda forma de organización centralizada, autoritaria, burocrática y jerárquica, y organiza en cambio, sus fuerzas sobre la base de la autonomía de los individuos en los grupos y de los grupos en las asociaciones más vastas: sobre la base del libre acuerdo para la propaganda y para la lucha, coordinado y cada vez más amplio y extendido en el tiempo y en el espacio. Así, cuando los anarquistas participan en otros movimientos y organizaciones, en donde creen necesaria y útil la propia intervención desde el punto de vista anarquista y revolucionario, si no logran imprimirles la propia orientación, combaten en ellos todos los defectos de autoritarismo que encuentran.

Este es el camino por el cual se va hacia la revolución de la libertad, —hacia una revolución que no repita el error (en parte inevitable, pero en parte debido también a la ceguera de los revolucionarios), de las revoluciones pasadas: es decir, de una revolución que en el acto de abatir una tiranía no eche, en el terreno fertilizado por la sangre de tantos mártires y héroes, la semilla funesta de una tiranía nueva.

¿Podrá ser libertaria, y por tanto integralmente liberadora, la revolución que se anuncia y que tal vez la misma reacción estatal y capitalista está provocando hoy con sus horribles excesos? No lo sabemos; y hasta es lícito dudar de ello, porque la misma tiranía, que puede provocar el estallido de la revuelta, no dejará de comunicar a la revolución un poco de su morbo autoritario. Eso no impedirá a los anarquistas saludar con alegría tal revolución, por imperfecta que pueda ser, ni participar en ella con todas sus fuerzas y entusiasmo; así como no ha impedido hasta aquí, y no impedirá nunca, prepararse y hacer todo lo que puedan por apresurar su advenimiento.

Pero la preparación revolucionaria de los anarquistas, hoy, como su preparación en la revolución, mañana, no tiene ni puede tener un carácter pasivo, de aquiescencia a los efectos autoritarios que prevén en ella desde ahora. Desde ahora, al contrario, oponen su «concepción libertaria de la revolución» a la concepción autoritaria de todos los otros reformadores y revolucionarios, sea a la democrática que, entre otros, sostienen los socialistas legalistas, sea a la despótica de los comunistas estatales y de los dictatoriales. Cuando los anarquistas hablan, pues, de preparación revolucionaria, no entienden solamente la preparación material de la caída de las tiranías existentes, sino la preparación también para ejercer en la revolución toda su influencia con la propaganda y el ejemplo, a fin de que resulte lo más libertaria posible aun en el caso, hoy previsible, de que su orientación general no sea del todo en el sentido por ellos querido.

Es preciso que la revolución encuentre en el pueblo, lo más difundidos posible, la necesidad y el sentimiento de la libertad, para que constituyan un dique a las tendencias naturalmente despóticas de los eventuales nuevos gobiernos que se formen; y éstos deben hallar en las minorías conscientemente libertarias una fuerza de oposición moral y material organizada que, sin servir al juego de las viejas reacciones en acecho, impida su consolidación y salve la revolución de la detención y de la muerte a que la llevaría todo poder estatal, aun surgido de su seno y desempeñado en su nombre.

Mientras la libertad no sea completa para todos, la revolución no habrá terminado o, si hubiere terminado, dejaría en herencia la necesidad de una nueva revolución. Y la bandera de la revolución de los vencedores del momento, enseñoreados del gobierno, deberá pasar a las manos de las oposiciones más avanzadas que quedaron fieles a la causa de la libertad, —hasta el día que ésta triunfe en una humanidad fraternal que no sepa ya de dominadores y de súbditos, de explotadores y de explotados.

Justificación moral de la violencia revolucionaria

Ciertamente, los defensores del actual estado de cosas tienen algún derecho o razón para imputar a los revolucionarios y a la revolución los males que sin embargo, ellos preconizan frenéticamente, cuando hablan de manías sanguinarias, de furias destructoras o de otras tonterías parecidas, —ellos que defienden un sistema de cosas que aniquila más vidas humanas y destruye más riquezas de lo que podría hacerlo la más costosa revolución. Pero no es menos verdad que la revolución, por la fuerza misma de las cosas y por las necesidades de su triunfo, costará siempre muchísimo, y no raramente se encontrará en contradicción consigo misma, es decir, con aquellos principios de justicia, de igualdad y de libertad de los que ha partido.

Por ejemplo: una de las reivindicaciones básicas del anarquismo es el derecho a la vida. La primera libertad que los anarquistas —los «libertarios»— reivindican para todos los hombres es la libertad de vivir. No podría ser de otro modo. Sin embargo, la revolución, con sus revueltas, deberá pasar sobre el cuerpo de sus enemigos: es decir, será constituida por toda una serie de atentados a la integridad física, a la vida, de los enemigos del pueblo, y al mismo tiempo arriesgará en sus luchas la vida de una infinidad de revolucionarios. Hay, por lo tanto, una cierta contradicción momentánea, de hecho, entre el fin, último ideal del anarquismo, y los medios de los anarquistas revolucionarios.

El mismo razonamiento se podría hacer respecto de todo el complejo de la violencia revolucionaria. Cuando ésta es un acto de liberación indudablemente tiene en sí su justificación moral, pues en sustancia es acto de legítima defensa. Pero, aun en tal caso, aun cuando se limita exclusivamente a destruir una autoridad, no es por eso menos, en cierto sentido, también ella, un acto de autoridad. Eso aparece claro si se piensa que la violencia revolucionaria es siempre el hecho de minorías que, al levantarse contra la violencia de una minoría enemiga, —la minoría de los privilegiados—, imponen de hecho un cambio de estado a las mayorías apáticas, a las mayorías que por ley de adaptación se han resignado ayer a ser oprimidas y explotadas y tienden en el fondo a conservar más que a cambiar la propia situación. Y que, una vez roto el equilibrio por la violencia revolucionaria y creada una situación nueva, podrán adaptarse a la situación nueva y al hecho cumplido, y también a consolidarlo y alegrarse de él.

Eso, en teoría, puede estar en contradicción con el principio absoluto de libertad; pero no se puede negar que es una necesidad imprescindible de toda revolución y de todo progreso. No hay que olvidar nunca, por lo demás, cuando examinamos los problemas prácticos, para resolverlos en la vida y con los medios que la vida nos ofrece, que lo absoluto está más allá de nuestras posibilidades; que en la vida y en la lucha todo es relativo. Lo absoluto debe servirnos de guía, de faro hacia el cual dirigirnos, para ir siempre hacia él y no volver atrás; pero si no hubiéramos de movernos más que para realizarlo de un modo completo, nos condenaríamos a la inmovilidad eterna.

La pura lógica de la coherencia absoluta no podría ser, por lo tanto, el objetivo de un verdadero revolucionario. Cuando la revolución ha estallado, todo debe ser subordinado al triunfo de la revolución, a la necesidad de vencer y de aniquilar todas las fuerzas enemigas. Esta es la única lógica, la verdadera, posible para la revolución.

En todos los casos: participar activamente

La revolución es un poco el caos, hecho de contradicciones, de progresos y de retrocesos súbitos, de impulsos sublimes y de actos inhumanos, en el que todas las pasiones y todas las fuerzas sociales y todos los instintos entran en juego; y a veces pasiones e instintos que en períodos normales no se puede vacilar en condenar, en una revolución se convierten en coeficientes de triunfo y de progreso. A menudo, además, hasta hombres y grupos y fracciones que antes de la revolución están del todo separados del movimiento, hostiles y también hostilizados por los revolucionarios, por interés o por los fines egoístas menos plausibles, se unen a la revolución o la favorecen. Y los revolucionarios conscientes deben tener presente también estas fuerzas, para poderlas explotar sin repugnancias sentimentales; de otro modo se correría el peligro de verlas utilizadas por el enemigo.

No se puede, por lo tanto, tener en cuenta demasiado al pie de la letra las fórmulas y los programas en tiempo de guerra efectiva; y la revolución es una guerra, la guerra de los oprimidos contra los opresores. En este sentido todas las fuerzas que debilitan, combaten y contribuyen a destruir las fuerzas enemigas, deben ser utilizadas. ¡Ah! ciertamente, en período revolucionario tenemos también el hampa, que se levanta con propósitos de saqueo; tenemos a los ambiciosos que aspiran hipócritamente a destituir a los dominadores actuales para ponerse en su lugar; y alguna vez estos últimos consiguen ponerse a la cabeza de la revolución, limitando un poco sus reivindicaciones y exagerando un poco sus promesas. Eso crea la necesidad de oponerse a tales gérmenes latentes de sucesiva reacción, pero no puede constituir nunca un motivo para los revolucionarios que les lleve a obstaculizar la revolución y a ponerse a un lado como si la cosa no les interesase. ¡Sería un verdadero crimen contra la causa de los oprimidos!

Cuando las praderas están secas, basta un chispazo, para que sobrevenga el incendio.

Interés y deber de anarquistas será participar en la revolución, de cualquier modo que estalle, para imprimirle lo más posible una orientación socialista y libertaria, para conquistar combatiendo la fuerza moral y material con que oponerse luego a quien quisiera explotar y hacer desviar el movimiento. Es preciso comprometer con actos resolutivos de expropiación y de destrucción, la revolución misma a los ojos de quien la quisiera reducir a un simple «quítate de ahí para que me ponga yo»; es decir, es preciso hacer imposible una reconciliación de los revolucionarios más moderados con el viejo régimen, para que la revolución vaya lo más lejos posible y cave más hondo el abismo entre el pasado y el porvenir.

Imaginemos que la revolución estalle muy pronto, mucho antes (como es más que probable) de que se hayan creado las posibilidades psicológicas y materiales de victoria para los anarquistas. La revolución podría tener fuera de la anarquía, tres orientaciones distintas: republicano-burguesa, social-demócrata, comunista-dictatorial. Todas estas tres hipótesis tienen en su favor elementos y también en contra; es inútil aquí hacer previsiones. Pero admitamos una cualquiera de esas hipótesis: ¿deberían, por consiguiente, los revolucionarios anarquistas, sólo porque el movimiento tendrá, en prevalencia, una bandera diversa de la suya y adversa a ellos, quedar a un lado desdeñosos, esperando musulmanamente que la revolución se vuelva anarquista por sí sola? Si hiciesen así, marcarían, como partido militante, el propio suicidio, y alejarían enormemente el día del triunfo de los propios principios.

Al contrario, por lo tanto, los anarquistas participarán activamente en la revolución, cualquiera que sea su orientación y como quiera que la influencien sus jueces eventuales: en todos los casos. Y podrán estar seguros de que, aun cuando no triunfen las propias reivindicaciones libertarias e igualitarias, llegarán tanto más próximas al triunfo cuanto más enérgicos y activos hayan sido en la revolución sus partidarios, cuanto más hayan impregnado éstos a la revolución de sus propias ideas y tendencias. Con la propia participación en la revolución habrán conquistado una fuerza moral y material suficiente, por lo menos, para poner un dique al autoritarismo ajeno, para impedir que éste supere ciertos límites, para obtener por fin de la revolución los mayores frutos posibles, utilizables luego en interés del proletariado y de la futura victoria anarquista.

Cualquiera que sea el poder político que logre sobreponerse a la revolución, ésta, por su acción corrosiva y demoledora, lesionará siempre, al menos al comienzo, todas las autoridades más débiles y sacudidas; y misión de la oposición anarquista será justamente el impedir a esas autoridades reforzarse, aprovechar su debilidad para constituir núcleos y organismos propios de vida autónoma y prolongar lo más posible el ejercicio de la libertad. Esto podrá hacerlo si durante la revolución ha sabido hacerse valer, aumentar su prestigio, conquistarse la adhesión de más vastas masas, dando ejemplo de la lucha, del ataque, del sacrificio, pero sin dejarse absorber ni explotar ciegamente por los otros partidos, sino conservando siempre la propia fisonomía distinta y sus características de movimiento y de partido de libertad.

La afirmación de Proudhon, de que el «mejor medio de evitar los daños de una revolución es el de participar en ella», tiene sobre todo valor en esto: que la participación de los revolucionarios más avanzados y más idealistas en la revolución es el mejor medio posible para hacer que la revolución se desarrolle del modo más conveniente a los intereses de las clases oprimidas y a la causa de la libertad y de la justicia social.

No puede haber revoluciones «puras»

La valorización de la revolución no puede inferirse, por tanto, —como hacen por motivos diversos tanto los reaccionarios como los socialistas legalistas— de los daños materiales de la revolución misma, del número de las vidas humanas consumidas, de sus contradicciones inevitables con los principios abstractos, de las intenciones particulares de las diversas agrupaciones que se adhieren a ella, de los errores y también de las torpezas con que pueda ser mancillado el movimiento insurreccional, sino sólo por la orientación general que se puede hacer prevalecer en ella, por los resultados morales y materiales que puede dar, de modo que a su triunfo siga una elevación y una ganancia de libertad y de bienestar para el pueblo. Es preciso también que una derrota eventual tenga por consecuencia un paso adelante hacia una sucesiva revolución victoriosa, y que constituya en la historia una afirmación enérgica de la voluntad popular que aspira a una civilización superior, entendida esta palabra «civilización» no en el sentido burgués y convencional, sino en el sentido anarquista de una más difundida justicia para todos, de una elevación de las masas, sea moral o material, sea intelectual o política.

Los reaccionarios y los conservadores hablan a menudo y de buena gana, en tiempo de revolución, de hampa y de «bandidos». Las revoluciones del 89, la del 48 y del 71 en Europa, y la última en Rusia, a escuchar a los cronistas moderados del tiempo, estuvieron llenas de actos de bandidismo. Ahora bien; aun sin tener en cuenta el hecho de que a menudo los «bandidos» no eran para aquellos más que los verdaderos revolucionarios, es cierto que las revoluciones hacen salir a la superficie muchas escorias sociales, muchas fuerzas oscuras poco nobles en su origen. ¿Y eso qué significa?

Se podría decir, entre otras cosas, que los llamados «bajos fondos», en donde la revolución recluta automáticamente una parte de sus milicias, son también pueblo, incluso la parte más desgraciada del pueblo, la que en tiempos normales sufre más con el régimen de opresión y de explotación, y que son una consecuencia de la injusta estructura social. La revolución se hace también para ellos, por su redención, o para la de sus descendientes, del embrutecimiento y del crimen que la opresión política y económica tiende a perpetuar. Pero esta consideración doctrinaria y humanitaria tiene un valor secundario frente a la consideración más importante que la revolución es un crisol que no puede elegir previamente la leña que ha de arder y el metal que ha de fundir. Se produce independientemente de la voluntad de los promotores y de los combatientes individuales, poniendo en juego todas las fuerzas, todas las voluntades, todas las pasiones, todos los instintos, todos los ideales y todos los intereses que hallan eco en ella, y no podría ser de otro modo.

El que no la quiere así no es un revolucionario, no es verdaderamente un enemigo de los opresores y de los explotadores más que... en teoría. El que quisiera hacer una revolución como se ejecuta un contrato, el que quisiera medir exactamente la entrada y la salida, el que en la gran llamarada quisiera separar la leña buena de la dañada y casi la concibiera como una hoguera estética y de plantas perfumadas, ése debe resignarse a sufrir el mundo innoble como es hoy, es decir, a soportar para siempre los innumerables males ocasionados por la injusticia social (tantos que en comparación la revolución más desgraciada no podría producir más), pues una revolución ideal —incluso anarquista—, pero regulada, acompasada y equilibrada, ideada bajo la guía de las propias preocupaciones abstractas, por nobilísimas que sen, no tendrá nunca lugar.

Sin embargo, la revolución tiene por sí una virtud moral y consecuencias morales enormes. La eficacia de la revolución en el sentido de las ideas del anarquismo estará en relación directa en la preparación anterior hecha por los revolucionarios, con lo que éstos hayan sabido impregnar de ideas y sentimientos socialistas y libertarios al movimiento social y aquellos ambientes y aquellas clases que más seguramente serán arrastrados por los acontecimientos a la órbita revolucionaria.

Esto deben tener presente los hombres de ideas, en el trazado de su misión como hombres de acción, la que consiste también y sobre todo en preparar las condiciones materiales y morales y los medios para que la revolución social sobrevenga lo antes posible y sea lo más seguro posible su triunfo definitivo.

La revolución puede decirse que es para la humanidad lo que es para un organismo enfermo una intervención quirúrgica que al extirpar con dolor del paciente algunos tumores malignos, al precio de ese dolor relativamente momentáneo, salva de la muerte el organismo entero y le ahorra por un largo período sucesivo, sufrimientos infinitamente más dolorosos y más largos, permitiéndole saborear con la tranquilidad reconquistada, las alegrías superiores del cerebro y del corazón.

Educación práctica para la revuelta

El efecto moral, bueno según los anarquistas, de la revolución es ante todo el de generalizar el espíritu de revuelta, no sólo la revuelta material —sin la cual no hay revolución posible— sino también la revuelta contra las viejas ideas hasta entonces consideradas como las más sagradas e inviolables; no sólo la revuelta contra las instituciones, sino también contra el espíritu de esas instituciones.

Antes de la revolución las mayorías sociales duermen o casi, sufren por todos los males ocasionados por la mala organización económica y política, pero los soportan como inevitables, y sólo cuando la desesperación les empuja violentamente, estalla en movimientos convulsivos, agotados pronto. Los revolucionarios no pueden, en tiempos normales, más que influir indirectamente sobre esas mayorías amorfas; pueden hacerlas un poco simpatizantes con su obra, hacerlas menos hostiles a sus ideas; pero más de eso difícilmente pueden conseguir. La propaganda logra convertir y atraer a la órbita del movimiento de cambio social, solamente a un cierto número de individuos que se debe tratar de que sean lo más numeroso posible, pero que sería ilusión creer que hayan de llegar a ser mayoría antes de la revolución. La lógica de las ideas, aun de las más bellas y más claras, persuade sólo a aquellos a quienes el temperamento, el ambiente y otras circunstancias especiales vuelven permeables a la propaganda. Las mayorías no se dejan convertir más que por los hechos. No sólo eso. Sino que mientras existan las instituciones de privilegio y de opresión, ciertas supersticiones morales que se formaron en los siglos continúan su influencia también sobre aquellos que se dicen en palabras sus adversarios. El prestigio que emana de la autoridad constituida, sea la autoridad del gobierno o la del patrón, recibe el homenaje inconciente también de gran parte de la clase trabajadora que ha adquirido ya una conciencia relativamente libre. El que vive entre el pueblo sabe algo al respecto.

..¿Es de esperar con la simple propaganda y también con la simple organización de clase vencer y demoler ese prestigio sobre las multitudes que emana del poder constituido de la sociedad burguesa, y vencerlo también en las mayorías amorfas, cuando es tan difícil disminuirlo en las mismas minorías conquistadas ya en parte para nuestro movimiento? ¡No! La nueva conciencia humana, libre de toda sumisión espiritual a la autoridad patronal y gubernativa, no se formará más que con la destrucción de esa autoridad. La revolución será en este sentido la gran educadora de las masas populares. No bastará la destrucción material, ni siquiera ella, del todo; pero el hecho nuevo, la falta de lo que puede alimentar el espíritu de sumisión, creará las condiciones mejores de desarrollo para el espíritu de libertad y de igualdad.

Utopías reformistas

Donde la propaganda doctrinal y pacífica no llegue a alcanzar, la propaganda del hecho revolucionario, logrará resultados hoy inesperables. Esto significará el ingreso de las mayorías en un nuevo ambiente, donde al fin las palabras de justicia social hechas: realidad penetrarán en todos los corazones y en todos los cerebros. Antes sería verdaderamente utopía soñar tal resultado.

Se objeta a menudo a quien hace propaganda de anarquismo, la falta de preparación de las masas para la libertad, su ineducación, para las cuales una sociedad sin gobierno parecería imposible. En efecto, antes de la revolución dada la psicología colectiva determinada por el ambiente actual, se puede decir muy bien que ni siquiera los anarquistas declarados serían capaces de vivir en cooperación libre. El fracaso de tantos experimentos de vida comunitaria libre, en las diversas tentativas de colonias libertarias, lo demuestra, como demuestra la imposibilidad en plena burguesía, de aislarse de ella y de sustraerse a los mil tentáculos de su influencia política. Pero no se tiene en cuenta, en la objeción aludida la eficacia educativa de la revolución.

La educación para la revuelta, que antes de la revolución es ejercida por las ideas de libertad en pequeñas minorías, y también sobre éstas con una eficacia relativa, sólo la revolución puede impulsarla más allá de los límites estrechos permitidos por el ambiente autoritario y capitalista actual, hacerle ganar terreno en medio de las más vastas colectividades, entre las masas populares y proletarias más extensas, siempre que, naturalmente, la revolución sepa ser digna de su nombre, es decir, no sólo en el derribamiento de un viejo poder en beneficio de un poder nuevo, sino en la demolición audaz de todo poder, vale decir, la verdadera y propia revolución de la libertad.

No creemos en los milagros y, por tanto, no atribuimos a la revolución efectos mágicos. Los adversarios de los anarquistas, especialmente los socialistas electoralistas, a menudo les hacen la acusación de «milagrismo» (revolucionario; pero ellos deben reconocer que, de cualquier modo, la papeleta electoral y la conquista de los poderes públicos tienen una eficacia menos... milagrosa que la atribuida a la revolución.

Los efectos morales, educativos, que los anarquistas esperan de la revolución son mucho más lógicos y razonables, previsibles por quien conozca un poco de historia de las revoluciones pasadas y un poco de la psicología popular.

Hoy, en el sistema del cada uno para sí y... el gobierno para todos, las autoridad de lo alto sustituye y en parte impide la solidaridad en lo bajo. Sin la autoridad, el pueblo sentirá, en cambio, más la solidaridad, como aquél a quien falta un punto de sostén, tiende instintivamente la mano a sus vecinos. La necesidad mayor, en un estado de libertad, del apoyo mutuo, determinará un mayor desarrollo del amor y del respeto recíproco entre los hombres.

Aquellos que en tiempo de revolución temen el desencadenamiento de las pasiones, la expansión de la violencia individual y colectiva, el robo irracional, el saqueo destructor, los estupros, los homicidios, etc., olvidan la historia de las revoluciones.

Otro efecto moral de la revolución es éste: que suscita en el pueblo energías individuales y colectivas ignoradas hasta la víspera; y se forman en ella realmente individuos nuevos, se revelan genios e ingenios hasta entonces dormidos u ocultos. La revolución en general estalla después de un período de crisis y de depresión, o bien después de ciertas bonanzas características que a veces preceden a los huracanes. Y el huracán social pasará, renovador y purificador, haciendo surgir a la superficie fuerzas que no piden más que una impulsión enérgica para sobrenadar; mientras que se hundirán en la nada tantas mediocridades que hoy se mueven por fuerza de inercia sobre el estanque pútrido. Será como respecto de ciertos metales que se pueden obtener sólo a fuerza de fusiones a temperaturas fabulosas; el fuego febril de la acción revolucionaria valorizará jóvenes energías que de otro modo no podrían manifestarse, energías no sólo de destrucción, sino también de reconstrucción, renovadoras desde todo punto de vista intelectual y material.

No se trata de sueltos retóricos sugeridos por la fantasía y por la fe ciega. Abrid la historia de todos los pueblos y veréis los períodos más revolucionarios caracterizados siempre por un despertar enorme de la intelectualidad humana, por progresos de toda especie, por descubrimientos científicos y atrevimientos filosóficos, por mejoramientos económicos y por la aparición, en apariencia milagrosa, de genios en el arte o en la política, en las ciencias o en la industria.

La revolución obliga a elegir un puesto de lucha

La revolución, precisamente porque disuelve todos los vínculos artificiales y autoritarios que en tiempo normal neutralizan las fuerzas y dejan inactivo el espíritu de iniciativa de los más, pone a todos los individuos en la necesidad de participar en la vida pública; primero les obliga a elegir un puesto en la lucha, pues difícilmente permite que alguno se pueda apartar completamente —y entonces es natural que incluso los más perezosos entre los oprimidos, los que más tienden a adaptarse al ambiente, se adapten a la revolución, que es hecha en su interés—, después les impele a ocuparse, bajo el aguijón de la necesidad, de todo lo que se refiere a la vida económica y social. Todos son interesados, obligados por el instinto mismo de conservación, a buscar con otros el medio común, entre la tempestad, para asegurarse el pan y la seguridad de vivir.

He ahí por qué no es infundada, e incluso es razonable y segura, la esperanza que los anarquistas ponen en una revolución social contra las actuales dominaciones burguesas: la esperanza no sólo de un mejoramiento material de las condiciones de vida para la gran masa trabajadora, esclava de la servidumbre del salariado y sometida a la prepotencia del Estado, sino también la esperanza de que la revolución complete entre las mayorías oprimidas la obra de educación del sentimiento de justicia, de libertad y de solidaridad que podemos ejercer hoy sólo con una minoría relativamente pequeña; la esperanza de que la revolución vuelva a despertar o cree las energías activas y el espíritu de iniciativa necesarios al establecimiento de un orden social mejor; la esperanza de que en el crisol de la revolución se forme la conciencia nueva de la humanidad.

[1] Bordiga, Amadeo. Soviet, periódico bolchevique, 5-X-1919.

[2] Marx, Karl y Engels, Federico. Manifiesto Comunista.

[3] Radek, C. El desarrollo del socialismo: de la ciencia a la acción.

[4] Kropotkin, P. La conquista del pan.

[5] Bakunin, M. Oeuvres, V. II, pp. 296-297.

[6] Pisacane, C. Guerra combattute in Italia, p. 317 y Saggio sulla Rivoluzione, p. 203.

[7] Pisacane, C. Ordinamento e Costituzione deile Milizie Italiane. Palermo, 1901.

[8] Pisacane, C. Come ordinare le nazione armata, p. 148-154.

[9] Ibid., p. 137.

[10] L’Ordine Nuovo, N9 29, Turin, 13-XII-1919.