Título: La masacre de la Escuela Santa María de Iquique
Subtítulo: El espectro que pena la conciencia de Chile
Fecha: 2007
Temas: Chile Escuela Santa María Historia
Notas: Publicado originalmente en revista Hombre y Sociedad, número 22, Chile el 5 de diciembre de 2007.
Fuente: Recuperado el 19 de agosto de 2013 desde anarkismo.netLos Antecedentes de la Huelga y la Larga Marcha
La convergencia obrera en Iquique
La Represión como única respuesta de la burguesía
La ilusión de la autoridad benefactora
La masacre en perspectiva histórica
“Varias matáncicas tiene la histórica En sus pagínicas bien imprentádicas” (Violeta Parra, Mazúrquika Modérnica)
Este año, el 21 de diciembre, se cumple el centenario de la masacre de la Escuela de Santa María de Iquique, uno de los capítulos más horrendos de nuestra vida republicana, una de las peores, sino la peor, “matáncica” de nuestra “histórica” “chilénica”. Y no son pocas: solamente en el siglo XX contamos más de medio centenar de masacres.
Mirando desde abajo a la historia de las repúblicas americanas, y no desde los formulismos leguleyos ni desde la retórica de los gobernantes de turno, encontramos que masacres como la de Iquique no son una particularidad de Chile, sino que aparecen en toda Latinoamérica como auténticos puntos de inflexión en los cuales la verdadera naturaleza de la dominación de clase ha aparecido al desnudo, sin máscaras de ningún tipo. Muchas de estas matanzas han cumplido el rol del doloroso parto que ha terminado con cualquier ilusión que el movimiento popular aún pudiera albergar respecto a la burguesía. En Argentina, hubo una Semana Trágica y la gran matanza en la Patagonia, en Colombia fue la masacre de las bananeras, en México, la masacre de Cananea, en fin, podríamos seguir y seguir en una lista interminable que plaga todo el siglo pasado de sangre.
Franz Fanon dijo, en un incisivo comentario respecto del colonialismo, que éste no puede comprenderse sin la posibilidad de torturar, de violar y de matar; de igual manera, no puede entenderse el republicanismo democrático latinoamericano sin la posibilidad, por parte de las elites, de masacrar al bajo pueblo, de disciplinarlo manu militari y sin la posibilidad de, eventualmente, recurrir al recurso autoritario, a la dictadura, cuando las dos opciones anteriores no son suficientes. Esta naturaleza de nuestras repúblicas, de nuestras democracias sui generis[1], es el telón de fondo en el que transcurren los sucesos de aquel (no tan) distante 21 de diciembre de 1907.
Debo confesar, de partida, que se me hace difícil escribir un artículo sobre la matanza de Iquique con la mente fría, tal es la indignación que se siente ante un hecho tan vil y cobarde como el ocurrido en el árido norte. Debo aclarar de partida, además, que no nos interesa la historia de esta masacre desde el punto de vista de la mera anécdota histórica. Lo que queremos es arrebatar esta historia del marco de la academia y de las conmemoraciones oficialistas. Esta historia debe ser aprendida y asimilada en la calle, por el movimiento revolucionario. Sus lecciones deben ser hechas carne, pues lamentablemente la historia del proletariado está escrita con sangre preciosa que no debe, jamás, olvidarse. Es este, y no otro, el ánimo que nos mueve a realizar este artículo.
Corría el año 1907, y la industria salitrera rugía con superlativo vigor en el rincón más árido del mundo, la provincia de Tarapacá, en el norte chileno, territorio arrebatado recientemente al Perú y a Bolivia durante la llamada Guerra del Pacífico (1879-1883). Esta industria se encontraba en manos, principalmente, de capitalistas ingleses y pese a producir enormes riquezas, poco de ésta iba a dar a las manos de los obreros que la producían con su sudor bajo un ardiente sol en este “infierno blanco”.
Bastante se ha escrito y dicho sobre las desgarradores contradicciones de clases de la república oligárquica de comienzos del siglo XX. Por tanto, no nos detendremos mayormente en las penurias de la vida obrera de esos años en las oficinas salitreras o las faenas mineras. Si bien puede decirse que la condición de los obreros pampinos era ligeramente mejor en comparación a la del resto de la clase obrera chilena, debido en gran parte al dinamismo de este sector dentro de la economía nacional, esto dice más de lo espantoso de las condiciones de vida de las clases laboriosas en el resto del país que otra cosa. Y esta condición, de suyo precaria, empeoraba a diario con la carestía de vida; el peso se devaluaba constantemente, lo cual sumado a un espiral inflacionario y a que los salarios permanecían estáticos y sin reajustarse, hacía el costo de la vida imposible para los obreros.[2] Esto, sumado a condiciones de trabajo extremadamente rudas, fue poco a poco generando un hondo malestar entre los trabajadores pampinos.
Ciertamente que el descontento no era una cuestión solamente de los obreros pampinos. Los principales centros urbanos chilenos también venían sufriendo de fuertes convulsiones sociales y de una potente oleada huelguística, apenas despuntado el siglo XX.[3] Pero cualquier movimiento huelguístico en Tarapacá que afectara los intereses salitreros tendría repercusiones mucho mas graves para la clase dominante, en la medida en que había importantes capitales británicos comprometidos, los cuales estaban íntimamente ligados a lo más rancio de la oligarquía criolla y tenían gran influencia sobre las esferas del poder, y en la medida que el salitre constituía el pilar que sustentaba al fisco, siendo el sector más dinámico de la economía.
Diversos movimientos obreros y huelguísticos, espontáneos y sin mayor coordinación, se produjeron desde comienzos de diciembre de 1907 en la ciudad de Iquique, principalmente, por reivindicaciones salariales. Estos movimientos fueron desgastándose sin lograr mayor avance, salvo para panaderos y trabajadores del ferrocarril del salitre que lograron aumentos. Luego, el 10 de diciembre se decreta la huelga en la oficina de San Lorenzo, con lo cual los obreros pampinos entraban en escena. Al plantear sus demandas, los administradores de la oficina no los escuchaban o invariablemente respondían que ellos no podían dar respuesta a los obreros, que eran impotentes, que la decisión final estaba en manos de los patrones, que éstos se encontraban en Iquique o en Londres, etc. Esto era así en todas las oficinas de la región. Con lo cual los obreros se decidieron a bajar en masa a la ciudad puerto ─en masa, pues según ellos mismos decían, cada vez que se enviaban comisiones, éstas no eran tomadas seriamente por la parte patronal y nunca se llegaba a nada. En Iquique, los obreros estarían frente a frente tanto a los representantes de la clase burguesa así como a las autoridades para plantear sus demandas. Esta decisión haría confluir los intereses de los trabajadores del puerto, que ya se habían movilizado desde algunas semanas antes, con los pampinos, que representaban una fuerza formidable y poseían un poder de presión enorme por la importancia que poseía la explotación salitrera.
Grupos de obreros pampinos comienzan, entonces, una larga caminata, iniciada por 30 obreros de San Lorenzo, de oficina en oficina, sumando compañeros a la causa, engrosándose así las filas de este movimiento reivindicativo; para el 13 de diciembre, unos 5.000 obreros pasaban la noche en San Antonio. Paralelamente, el 15 de diciembre en Zapiga se llamaba a un mitin para hacer llegar un pliego petitorio al presidente con las demandas obreras. Ese mismo día, hordas de obreros pampinos comenzaban a llegar a Iquique, algunos por tren, otros a pie, caminando largos kilómetros bajo el quemante sol nortino. Mientras, la huelga seguía extendiéndose por la pampa, hasta abarcar a toda la región, con importantes mítines obreros en Huara y Negreiros el 18 de Diciembre.
En la huelga, en medio de la enorme marea humana constituida por los huelguistas, confluyeron obreros de distinta tendencia, demócratas, mancomunales y anarquistas[4], así como obreros de distintas nacionalidades ─unos cuantos argentinos, y bastantes bolivianos, peruanos y chilenos, que casi tres décadas antes habían sido enfrentados por sus respectivas burguesías unos contra otros en una guerra fratricida. Éstos eran, ahora, hermanados por la lucha de clases en contra de la misma burguesía que había lucrado con la sangre derramada en la Guerra del Pacífico, la única y verdadera enemiga de los obreros en estos tres países. Se calcula que más del tercio de los obreros huelguistas eran extranjeros. Y pese a las diferencias políticas y nacionales de los trabajadores, lo que primó fue la unidad y un espíritu fraterno que dieron a este movimiento dimensiones verdaderamente titánicas.
Los trabajadores pampinos bajaron y unieron sus demandas con los trabajadores del puerto, produciendo de esta manera una convergencia natural de las luchas que hasta ese entonces venían dándose de manera descoordinada y sin un norte común, insuflando nuevas energías en sus compañeros iquiqueños. Casi todos los trabajadores iquiqueños pararon, a excepción de los obreros que consideraron prestaban servicios absolutamente indispensables para la población, como fogoneros, ciertos servicios de transporte como los carretoneros del mercado, los aguateros y los empleados de la luz eléctrica.[5]
A este movimiento se suman también los comerciantes, pues un aumento de la magra capacidad adquisitiva de los trabajadores hubiera redundado en beneficios directos para ellos. La presencia destacada de comerciantes como José Santos Morales, quien ocupó posiciones directivas durante la huelga, así como el apoyo recibido por los huelguistas por parte del comercio local, son testimonios de este hecho.[6] Como se ve, todos, menos los amos salitreros, tenían algo que ganar con este movimiento.
La expresión máxima de esta convergencia obrera fue el Comité de huelga, formado el 16 de diciembre, el cual incluía un secretariado, diferentes comisiones y un sistema de delegados de las distintas oficinas y gremios en conflicto, lo que lo hacía efectivamente participativo, democrático[7] y representativo de las amplias bases movilizadas. Este comité estuvo integrado por destacados militantes anarquistas, como José Briggs, mecánico de origen norteamericano, quien fuera presidente del comité[8]; Luis Olea, uno de los dos vice-presidentes del Comité, destacado militante de la primera camada de anarquistas de fines del siglo XIX, con vasta trayectoria en organizaciones obreras y publicaciones ácratas, que emigró en 1904 a la oficina de Agua Santa con fines proselitistas[9]; Ricardo Benavides, dirigente de los panaderos; Manuel Esteban Aguirre, ex-dirigente de la mancomunal de Antofagasta y Carlos Segundo Ríos Gálvez, profesor primario, eran los representantes del Centro de Estudios Sociales Redención, de abierta inspiración anarquista; y por último, Ladislao Córdova[10], obrero de la oficina San Pablo, quien era prosecretario del comité.
Esta presencia nos habla de un cierto posicionamiento de algunos militantes anarquistas en el movimiento obrero tarapaqueño y da cuenta que los esfuerzos por expandir el movimiento hacia el norte del país, que comprendió la emigración de connotados militantes desde la zona central a Tarapacá, no habrían sido del todo vanos y aunque lentamente, habrían estado comenzando a rendir frutos. Pero a la vez, esta presencia no puede ser sobredimensionada: junto a los anarquistas había otras tendencias, más moderada, alejadas de la “acción directa” y no opuestas a la exhortación a las autoridades. Además, el anarquismo, de reciente penetración en tierras del salitre, había calado en las masas mucho menos que la prédica demócrata, más influyente y arraigada en esta región ─y ciertamente, cualquier influencia que hubiera llegado a tener en el movimiento popular tarapaqueño no era comparable al que había logrado alcanzar en la zona central de Chile. Esto independientemente del prestigio que hayan podido tener ciertos militantes individuales o del auditorio que podría recién haber comenzado a aglutinarse alrededor de sus ideas fuerzas. Esto explica en gran medida la paradoja de dirigentes anarquistas liderando un movimiento que exhortaba y confiaba en las autoridades. Pues, si bien el anarquismo criollo había demostrado una notable flexibilidad táctica[11], es muy probable que un mayor arraigo ácrata hubiera predispuesto a la masa obrera a una actitud más combativa y menos confiada en la autoridad. Otra explicación más para esta paradoja podemos encontrarla en la condición de voceros en vez de “caudillos”[12] de esta dirigencia, que se reafirmaría en la asamblea permanente que sesionaba en la Escuela.
Los primeros grupos de pampinos comenzaron a llegar al puerto el domingo 15, y desde el primer momento fueron custodiados por el ejército. Ese mismo día, tuvieron su primera reunión con el intendente interino Julio Guzmán García y con un grupo de “vecinos notables” (oligarcas) a quienes plantearon sus demandas: aumentos salariales, control sobre pesos y medidas en las pulperías, abolición del sistema de fichas y pago en dinero, sin descuento, etc. El intendente interino recomendó a un comité representativo de los obreros dejar una comisión encargada de negociar con las autoridades y los patrones, dar tregua de 8 días hasta recibir respuesta de Londres y Alemania, y volver a las faenas el mismo día. Esta propuesta fue leída por un representante del comité a los obreros. A continuación ocurrió un hecho notable: la propuesta fue unánimemente rechazada por los obreros.
Saltó a la palestra, entonces, uno de los representantes de la burguesía para defender la propuesta de la autoridad, agregando: “vosotros que habéis delegado en vuestro comité directivo todas vuestras atribuciones, tenéis el deber de acatar esa resolución, pues dicho comité ya la aprobó y a vosotros os toca obedecer y callar”.[13] ¡No se puede ser más claro en definir el concepto de democracia burguesa! Lamentablemente, el pensamiento de muchos “dirigentes” de izquierda aún hoy en día no dista mucho de estas concepciones arcaicas y aburguesadas. Pero estamos ante una masa clara y convencida, disciplinada pero no manipulable. Y estamos ante un estilo de dirección del movimiento que, aunque en sus políticas no haya sido estrictamente libertario, si lo era en sus métodos. Por ello, el representante de la burguesía fue interrumpido en ese mismo punto por el delegado obrero que había leído la propuesta a sus compañeros, diciendo: “El señor Viera Gallo está equivocado. El comité no ha aceptado tales bases. Lo que ha hecho es recibirlas y presentarlas a vosotros para que acordéis su aceptación o rechazo”.[14] Acto seguido, la masa, unánimemente procedió a su rechazo. Este constituye un hecho notable, que nos permite asomarnos al espíritu lúcido que animaba a los trabajadores y el cual, ciertamente, tiene que haber asombrado a la burguesía, demasiado acostumbrada a pensar a los obreros como una masa ignorante, no pensante, que puede ser acarreada y ordenada como un rebaño.[15] Además, nos permite ver que la dirigencia, como hemos dicho antes, jugó un rol más de vocería que de negociadores a puertas cerradas o caudillos.
La autoridad propuso, en la misma ocasión, al presidente de la mancomunal del puerto, Abdón Díaz, como mediador entre las partes en conflicto, lo cual fue rechazado de plano por los obreros, quizás, por estar éste bastante alineado con las autoridades y con la Alianza Liberal que había llevado al poder a Pedro Montt. Un día más tarde los obreros elegían al Comité de Huelga ya mencionado para que les representara. Este Comité de Huelga fue el encargado de presentar ante las autoridades y los representantes de la parte patronal, el mismo día de su conformación, el pliego petitorio de los trabajadores:
«Reunidos en Comité los representantes de las Oficinas participantes, plantean el siguiente acuerdo:
Aceptar que, mientras se supriman las fichas y se emita dinero sencillo, cada oficina, representada y suscrita por su gerente respectivo, reciba las fichas de otra oficina y de ella misma a la par, pagando una multa de cinco mil pesos, siempre que se niegue a recibir las fichas a la par.
Pago de los jornales a razón de un cambio fijo de dieciocho peniques (18 d).
Libertad de comercio en las Oficinas en forma amplia y absoluta.
Cerramiento general con reja de hierro de todos los cachuchos y achulladores de las Oficinas Salitreras, so pena de cinco a diez mil pesos de indemnización a cada obrero que se malogre a consecuencia de no haberse cumplido esta obligación.
En cada Oficina habrá una balanza y una vara al lado afuera de la pulpería y tienda para confrontar pesos y medidas.
Conceder local gratuito para fundar escuelas nocturnas para obreros, siempre que algunos de ellos lo pidan para tal objeto.
Que el administrador no pueda arrojar a la rampla el caliche decomisado y aprovecharlo después en los cachuchos.
Que el administrador ni ningún empleado de la Oficina pueden despedir a los obreros que han tomado parte en el presente movimiento, ni a los jefes sin un desahucio de dos o tres meses, o una indemnización en cambio de trescientos o quinientos pesos.
Que en el futuro sea obligatorio para obreros y patrones un desahucio de quince días cuando se ponga término al trabajo.
Este acuerdo, una vez aceptado, se reducirá a escritura pública y será firmado por los patrones y por los representantes que designen los obreros.
Iquique, 16 de diciembre de 1907.
Briggs y demás, delegados de las Oficinas».[16]
Como vemos, ninguna de los puntos pedidos podría siquiera ser considerado radical, ni mucho menos, revolucionario: aumentos salariales, supresión del sistema de fichas, medidas para frenar la rapacidad patronal en las pulperías mediante el establecimiento de libre comercio en las oficinas así como control de medidas y pesos, medidas de seguridad laboral (cubrimiento de bateas), instrucción para los obreros y medidas de protección laboral para los obreros huelguistas.
Pero la radicalidad de un movimiento, las más de las veces, no está determinada por las condiciones intrínsecas de éste, sino que por el escenario en que le toca desenvolverse. Quiero decir que, si bien el movimiento puede ser catalogado como “moderado”, era ciertamente un paso más allá de lo que las burguesías nacional y extranjera estaban dispuestas a aceptar, rebasando los estrechos límites de su tolerancia. Solo a una burguesía tan arrogante e intransigente podía aparecérsele el movimiento obrero de Iquique como una “amenaza”.
El movimiento, pese a lo que puedan afirmar los cables histéricos de las autoridades y los relatos posteriores que intentaron justificar la masacre, mantuvo en todo momento una actitud disciplinada y enfatizó cuanto pudo su carácter estrictamente pacífico y aún respetuoso de las autoridades. Se encargaron, mediante las comisiones, que se mantuviera el orden en la ciudad y que los obreros no dieran pie a actitudes que las fuerzas represivas pudieran interpretar como provocaciones. De hecho, el movimiento, quizás con la memoria fresca de las varias experiencias represivas del movimiento obrero de esa época, al mantener un comportamiento “ejemplar” pensaba que estaba en su propia compostura el evitar un desenlace de sangre. Contaban con que la burguesía y sus perros guardianes (ejército y policía) “jugaran limpio”.
Pero la decisión de reprimir ya estaba tomada, como se puede comprobar en los cables telegráficos del ministro Rafael Sotomayor al intendente interino Julio Guzmán García “Santiago 14 de diciembre. Si huelga originase desórdenes, proceda sin pérdida de tiempo contra los promotores o instigadores de la huelga; en todo caso debe prestar amparo, personas y propiedades deben primar sobre toda consideración; la experiencia manifiesta que conviene reprimir con firmeza al principio, no esperar que desórdenes tomen cuerpo. La fuerza pública debe hacerse respetar cualquiera que sea el sacrificio que imponga. Recomiéndole pues prudencia y energía para realizar las medidas que se acuerden. Sotomayor”[17]
Podemos suponer con fundamentos que, cuando se habla de que “personas y propiedades debe primar sobre toda consideración”, obviamente la referencia es solamente a las personas con propiedades ─únicas personas en el sentido estrictamente capitalista del término─ y a las propiedades de esas personas. Pues a la hora de masacrar, a las “personas” que venían de la pampa, en realidad, no se les tuvo la más remota y leve consideración.
Un cable emitido por el ministro Sotomayor el mismo día en que se formaba el Comité de Huelga y se redactaba el pliego obrero, nos señala igualmente mayores antecedentes de que la salida represiva había sido contemplada desde el primer momento:
“16, diciembre, 1907, Intendente Iquique. Para tomar medidas preventivas proceda como Estado de Sitio. Avise inmediatamente oficinas prohibición gente bajar a Iquique. Despache fuerza indispensable para impedir que lleguen usando todos los medios para conseguirlo. Fuerza pública debe hacer respetar orden cueste lo que cueste. Esmeralda va camino y se alistan más tropas. Sotomayor”.[18]
Posteriormente a la masacre, el mismo Sotomayor entrega más elementos para dejar en claro que esta masacre fue una respuesta calculada fríamente por las autoridades. Respondió de la siguiente manera a algunos cuestionamientos en el parlamento:
“(los sucesos de Iquique) no fueron debidos a un acto de impremeditación, de culpable e inhumana ligereza. Cada una de las autoridades (...) pesó muy bien sus resoluciones, con la conciencia de los deberes de los altos puestos de confianza que desempeñaban; y hubo de apelar a recursos extremos y dolorosos, pero que las difíciles circunstancias hacían, por desgracia, inevitables”[19]
Dejando de lado las frases rimbombantes y las lágrimas de cocodrilo, aparece, en todas estas declaraciones, el asesinato a sangre fría como política del Estado para mantener a la chusma a raya y conservar los privilegios de unos pocos. El más miserable desprecio a la vida de los sectores populares aparece diáfano en estas declaraciones.
¿Cuáles fueron las fuerzas que alimentaron esta respuesta represiva y que dieron los fundamentos racionales a un acto a todas luces irracional?
Por una parte, los salitreros se negaban rotundamente a negociar con los trabajadores. Durante toda la semana del 15 al 21 mantuvieron una posición intransigente e inflexible: no negociarían con la masa en huelga o agrupada en el puerto. Exigían que se volvieran a las faenas y que dejaran una comisión. En su concepción, los obreros eran poco más que esclavos, eran siervos a los cuales cabía solamente callar, trabajar y aceptar la magra recompensa del patrón por su trabajo como quien recibe una limosna. Es bastante decidor que en todo momento los patrones apelaran a su supuesto prestigio moral por sobre los obreros. Negaban la capacidad de dialogar con la masa movilizada pues:
— “resolver bajo la presión de la masa, porque esto significaría una imposición manifiesta de los huelguistas y les anularía por completo el prestigio moral que siempre debe tener el patrón sobre el trabajador para el mantenimiento del orden y la corrección que en las faenas delicadas de las oficinas salitreras”.[20]
— “si en esas condiciones accedieran al todo o parte de lo pedido por los trabajadores perderían el prestigio moral, el sentimiento de respeto que es la única fuerza del patrón respecto del obrero”[21]
Como Grez lo resume de manera brillante, los trabajadores eran negados en tanto sujetos políticos.[22] Lo único que cabía a los obreros, eran dos opciones: o regresar a trabajar y dejar una comisión para ser embaucada, o ser reprimidos violentamente y aleccionados para que no se volvieran a meter en huelgas. Negociar no era una posibilidad. Tal cosa hubiera sido reconocer su humanidad, y por consiguiente, su derecho a organizarse, a reclamar, a exigir, a pensar. No es casual que se evite en la prensa reaccionaria de la época o en los comunicados un lenguaje que pudiera dar cuenta de que lo que se había masacrado eran seres humanos: amotinados, turba, exaltados, extranjeros, agitadores, bandidos, etc. son los velos predilectos con los cuales la burguesía de la época ocultó la humanidad de sus víctimas.[23]
Por otra parte, al gobierno también veía la necesidad de obrar enérgicamente para que el ejemplo de Iquique no se extendiera por el territorio nacional. Ya se agitaban las aguas en Antofagasta y el movimiento podía rápidamente prender un reguero de pólvora de norte a sur, hasta convertirse en una huelga general en contra de una situación social que era francamente calamitosa para los de abajo. Además, no solamente importaba sofocar un eventual movimiento huelguístico y de lucha que pudiera haberse originado desde Iquique en ese momento puntual. Era importante además dar una lección a la clase obrera y disciplinarla. Amedrentar, infundir el terror para que los trabajadores no siguieran el ejemplo de los obreros en huelga. Esta práctica puede llamarse con plena propiedad “terrorismo de Estado” y ha sido una línea de conducta bastante menos excepcional de lo que se nos quiere hacer creer en nuestra república.
Así lo resume Grez[24]: “la huelga de Iquique era menos una amenaza en sí misma que un peligro latente por el mal ejemplo que podía proyectar una actitud de debilidad del Estado y los patrones”.
No es casual que la argumentación del general Silva Renard para justificar la masacre tenga el tufo a las declaraciones de los patrones. Abrió fuego pues “no era posible esperar más sin comprometer el prestigio de las autoridades y fuerza pública”.[25] El “prestigio” aparece tanto para el gobierno como para los patrones como la justificación última para el baño de sangre. El discurso pretende mostrar que la masa obrera es una masa de chiquillos crecidos, inmaduros, irresponsables, inconcientes, que deben ser castigados por sus “mayores” (Estado y Capital) los cuales en ningún momento pueden ser desautorizados.
El castigo, el disciplinamiento, la tortura, si bien puede decirse que son formas inhumanas de trato, paradójicamente, son necesarias, precisamente, porque se admite en el fondo la humanidad y la equivalencia del otro; es en este sentido en que cumplen un rol político bien preciso. Hablando del rol de la tortura entre los esclavos del Haití colonial nos dice Jean Casimir que:
“Después de comprar a estos ‘negros’, el plantador los pone a trabajar a su antojo. Como no se someten, se atribuye el derecho de torturarlos hasta que obedecen a las órdenes que reciben (...) Para obtener lo mismo de los animales de su finca, dicho plantador se cuida de torturarlos: sabe que no tienen la inteligencia necesaria para comprenderlo. Por esta razón, cuando tortura a las personas cautivas, admite implícitamente que son sus semejantes y que es imperativo humillarlos, animalizarlos y destruirlos como seres humanos para obtener el resultado esperado”[26]
Los términos en que Casimir describe el rol de la tortura en la sociedad esclavista del Haití colonial son extremadamente pertinentes para entender el rol aleccionador de la violencia de Estado. Y sigue en términos aún más sorprendentes, que si bien no pueden traducirse mecánicamente a la situación de Tarapacá en 1907, nos ayudan bastante a comprender la lógica de esta forma particular de terrorismo patronal en un sistema en donde las relaciones de trabajo capitalistas están impregnadas de resabios de servidumbre[27]:
“La noción de los amos de que los cautivos están siempre desafiándolos traiciona un reconocimiento de su inteligencia y de su fuerza moral; irrita a la sociedad colonial y explica sus excesos. La impresión de una superioridad impertinente e insubordinada mantiene la necesidad cotidiana de ultrajar, mortificar y envilecer a los cautivos para convertirlos en esclavos”[28]
En el caso de Iquique, tenemos a una burguesía que, tal cual al amo de las plantaciones, es celosa de su supuesta superioridad en una sociedad extremadamente jerarquizada, siendo intolerante de cualquier gesto que pueda revelar la menor noción de desafío a esa supuesta superioridad ─celo el cual explica sus “excesos”. Pues sabe que su “prestigio moral” no es tal, que a lo sumo puede ser temor ─temor al desempleo, al hambre, al castigo─ y que solamente puede mantenerse por la coerción y la fuerza bruta, en última instancia. Al burro desobediente, un par de huascazos bastan ¿para qué más? Al obrero iquiqueño se reserva el plomo en caso de fallar otros métodos para doblegarlo.
Hay otro elemento que permite entender por qué la represión se convirtió en la respuesta última (y única) de la burguesía a las demandas obreras: es su temor al poder popular. La masa obrera concentrada en Iquique demostró en los hechos su poder, el cual se debe haber manifestado de manera amenazante para una burguesía celosa y paranoica. Su poder de parar la producción, de parar la vida en la ciudad y organizarla según su conveniencia. Es el mismo intendente titular Carlos Eastman quien menciona que los servicios que continúan funcionando son aquellos que los obreros lo permiten, obreros que incluso llegaron a la insolencia de emitir autorizaciones de circulación para carruajes ─suplantando de esta manera las atribuciones tradicionales del Estado.[29]
Ciertamente, no hubo una situación de poder dual como la describe Eastman en Iquique[30]: tal cosa no fue más que parte de las alucinaciones de una burguesía aterrada ante la perspectiva del poder de los obreros. Pero eso no significa que no haya existido la posibilidad de que la situación hubiera podido evolucionar hacia un poder dual: pero como casi siempre ocurre, la burguesía veía más claramente el poder de la clase obrera que los mismos trabajadores, quienes en todo momento se mantuvieron respetuosos de las autoridades. Mas eso no quiere decir que una masa obrera poderosa y bien organizada no haya significado razón de sobra para que las clases pudientes se inquietaran: como Grez lo resume “se trataba del miedo atávico de la elite a la sociedad popular”.[31] Ese miedo atávico re aparece una y otra vez en la historia cuando el poder de la clase trabajadora se expresa desafiante al dominio de los de arriba.[32]
Tenemos, entonces, que la negativa a negociar con los obreros antes que los pampinos volvieran a las oficinas salitreras, y tan sólo con una comisión representativa, no era cuestión de carácter economicista sino una cuestión de poder.[33] Los burgueses entendían que para mantener intacto su edificio de jerarquías y privilegios debían oponerse frontalmente al más mínimo cuestionamiento a su propio poder, a su propio dominio. El cuestionamiento se vuelve insolencia, y la insolencia se castiga. “Aunque pacífico, el desafío al poder civil y militar era intolerable”.[34] Volvemos a lo mismo: era la burguesía reafirmando su poder ante el poder, en gran medida inconciente, de los trabajadores.
Transcurrieron los días desde la presentación del pliego obrero sin que la burguesía cediera y mientras el intendente interino Guzmán García estiraba la situación esperando la llegada del intendente titular Carlos Eastman y del general Roberto Silva Renard, quienes vendrían a resolver de una buena vez en términos favorables a los empresarios, el conflicto. Estos llegaron el día jueves 19, en medio de una multitud obrera que, ilusionada en la mediación de las autoridades para favorecerles, los ovacionó a viva voz.[35] Las primeras palabras que Eastman dirigió a los huelguistas les llenaron de optimismo: decía venir a solucionar humanamente el conflicto, con equidad y justicia, a conciliar los intereses, a buscar salidas amistosas, etc.[36]
Después de la masacre, el diputado demócrata Malaquías Concha hizo el mordaz comentario siguiente respecto a la ovación obrera a Eastman: ”no hacían sino imitar a los esclavos romanos condenados a la muerte del circo que, cuando pasaban delante del emperador en camino del sacrificio exclamaban: Ave César, imperator, morituri te salutan. ¡Salve César, emperador: los que van a morir te saludan!”.[37]
No imaginaban que su árbitro terminaría siendo tan saquero y que, de hecho, sería uno de los que firmaron el acta de ejecución de los obreros. El tono amable del principio se fue endureciendo hacia los obreros, mientras los salitreros mantenían su enconada oposición a la negociación con los obreros en huelga. Las conversaciones del día siguiente a su llegada, fueron las que desnudaron ante los obreros, aún ante los más inocentes, su carácter de estricto defensor de los intereses salitreros: en las conversaciones con los delegados obreros, tanto Eastman como Silva Renard, se ofuscaron con la negativa de los obreros a volver a la pampa, pero fueron condescendientes con la negativa burguesa a negociar. Incluso Silva Renard llegó a decir que los salitreros eran víctimas de su propia bondad hacia sus trabajadores.[38]
El viernes 20, se producen varios hechos, aparte de las conversaciones, que demuestran que cualquier ilusión que hubieran tenido en una autoridad benigna, que se inclinara del lado de los obreros (por estar del lado de éstos la “razón” y la “justicia”), era completamente espuria. La huelga se seguía extendiendo en la zona norte de la pampa, reuniéndose en Pisagua hasta 2.000 pampinos que exigían trenes para desplazarse a Iquique; pero ya las tropas estaban advertidas de impedir por la fuerza la llegada de más trabajadores al puerto, donde ya se habían reunido unos 12.000 obreros. Es en este contexto en que se produce el primer hecho de sangre, cuando en Buenaventura obreros que intentan llegar a Iquique son enfrentados por tropas del regimiento Carampangue, al mando del teniente Ramiro Valenzuela. Las tropas abren fuego sobre los trabajadores, matando una decena.[39] Pese al fuego de las tropas, algunos de los huelguistas lograron llegar a Iquique trayendo consigo los cadáveres de algunos de los infortunados trabajadores, que como un macabro símbolo del odio de clase, representaron un duro golpe al optimismo de los obreros en una solución amistosa a su conflicto, así como a su confianza en las autoridades.
Ese mismo día se supo del encarcelamiento de Pedro Regalado Núñez, acusado por el salitrero inglés Syers Jones de haber instigado la huelga en la oficina de Agua Santa. Aparecieron también agentes de la policía secreta actuando de provocadores, incitando a los obreros a cometer desmanes, intentando así dar pie a acciones que pudieran excusar la intervención de la fuerza pública. Y, finalmente, el golpe mortal contra la buena fe de las autoridades fue la declaración de Estado de Sitio a las 10 de la noche del mismo día. Todo indicaba el endurecimiento en el trato a los obreros y la definición de la salida represiva al conflicto.
Al día siguiente, a las ocho de la mañana, se quemaba la última carta de solución pacífica al conflicto: Eastman reitera a los salitreros la posibilidad de dar un mes de tregua con aumento salarial del 60%, como habían propuesto los obreros, y les propone que el gobierno correría con la mitad de los gastos. Los patrones se negaron rotundamente, siempre citando su tan bullado “prestigio moral”[40], a lo cual Eastman no insistió. En ese momento comenzaba la cuenta regresiva para los obreros en Iquique.
El Estado, una vez más apareció, desnudo, como lo que es: el sirviente de los intereses de la burguesía, el brazo armado de los capitalistas ingleses y criollos.[41] En todo momento, éste estuvo al servicio de los salitreros, ora poniendo a disposición de la burguesía su poderío militar, ora financiando un eventual aumento de sueldo.
Luego de la negativa de los ingleses y los salitreros a negociar, Eastman llama al comité de huelga a la intendencia para conversar con ellos. Debido al Estado de Sitio y a los sucesos de Buenaventura, ellos se negaron a ir aludiendo a que las garantías de los obreros no estaban resguardadas.[42] Lo que en realidad temían, era una encerrona en el camino a la negociación, sufriendo la misma suerte de Regalado Núñez.[43]
Desde la noche anterior, circulaba el rumor de que las tropas harían uso de la fuerza bruta y que se buscaría apresar a los dirigentes[44], por lo cual una asamblea del comité el sábado decidió buscar asilo con el cónsul de los EEUU ─país de creciente “prestigio” en la región, pero sin intereses sustantivos en la industria salitrera. Además, el hecho de que Briggs, el presidente de la huelga fuese de origen norteamericano, tiene que haber pesado a la hora de decidir el asilo en este consulado.[45]
Luis Olea y José Santos Morales fueron comisionados por el comité para entrevistarse con el cónsul norteamericano, pidiendo asilo para no ser “matados como perros”. El cónsul negó la protección a los huelguistas aduciendo que él no era más que un representante comercial de su gobierno.[46] Al serles rechazada la solicitud de asilo por el cónsul norteamericano, enviaron cartas de protesta por los abusos de la autoridad a otros consulados.[47]
Es extremadamente importante insistir en este último punto: los obreros buscaron por todos los medios una solución al conflicto y maniobraron como pudieron para evitar el hecho de sangre: desde mantener la calma aún pese a las provocaciones, negociar un aumento temporal en vez del petitorio completo y, por último, buscar el asilo como manera de “disolver” el conflicto sin que éste fuera derrotado. Esta actitud contrasta notablemente con lo que ciertos historiadores, de manera bastante injusta, han asumido como la supuesta incapacidad de los obreros de “tomar iniciativa ante el devenir de los acontecimientos” o con su supuesto “orgullo empecinado”.[48]
Lo único que los obreros no podían, bajo ningún prisma, aceptar, era la derrota política, pues el volver a la pampa sin nada ganado hubiera sido intolerable para una masa obrera que ya dijo basta. Como lo dijo José Santos Morales en 1908 “Para el caso de salir frustrados en nuestras peticiones, habíamos acordado pedir pasajes para otras partes, para nuestra tierra natal a la autoridad administrativa, antes que someternos a tornar a las salitreras, donde sabíamos positivamente que debíamos someternos de nuevo, con mayores gabelas, por considerársenos vencidos.”[49]
Al no asistir el comité a la Intendencia, Abdón Díaz fue encomendado por Eastman para llevar un ultimátum a los obreros. Tenían que aceptar la propuesta de los salitreros, si o si. Luego de deliberar, el comité respondió que no podían volver a la pampa con las manos vacías, que no podían asistir a dialogar a la Intendencia por cuestiones de seguridad y reafirmaban el carácter pacífico y respetuoso de las autoridades del movimiento. Reafirmación que de nada serviría para cambiar el curso de los acontecimientos. Una vez recibida esta respuesta, Eastman ordenó al general Silva Renard y al coronel Sinforoso Ledesma desalojar por la fuerza la escuela.
A las 1,30 de la tarde se alistaban las tropas para el ataque: las tropas de los regimientos O’Higgins, Carampangue (las mismas que ya habían derramado la sangre en Buenaventura), Rancagua, más artilleros, marinos, granaderos y lanceros. Una hora más tarde algunas comisiones militares dieron la orden a los obreros de abandonar la escuela y dirigirse al Club Hípico. Los obreros rechazaron esa orden. Solamente 200 obreros, de una masa calculada de unos 7.000, abandonaron la escuela entre los abucheos de sus compañeros. Los obreros no se moverían de la escuela.
Es en esos momentos que los cónsules de Perú y Bolivia aparecen en la escuela a suplicar a los obreros de esos respectivos países que abandonaran el recinto.[50] Estos obreros dieron, en estos momentos, ante la certeza de la represión, la más hermosa lección de solidaridad que se haya registrado en suelos americanos: diciendo haber venido a la escuela pacíficamente y en unidad con los chilenos, dijeron que no les abandonarían en la hora del “sacrificio”.[51] Es de destacar que el cónsul argentino, el inglés Syers Jones, al ser él mismo un salitrero, no mostró ningún interés por la suerte de los trabajadores trasandinos.[52]
Pasadas las 3,30 de la tarde, luego del ultimátum y la respuesta negativa de los obreros, Silva Renard da orden de fuego al regimiento O’Higgins, tras lo cual se desata una brutal orgía de muerte, una salvaje matanza perpetrada por bestias sobre excitadas con el hedor a sangre obrera, que solamente se detiene cuando un sacerdote, con un bebé acribillado por los perros uniformados en sus brazos, ofrece su pecho al general.[53]
El mismo general, resume su cobarde acción de la siguiente manera: “Había que derramar la sangre de algunos amotinados o dejar la ciudad entregada a la magnanimidad de los facciosos que colocan sus intereses, sus jornales, sobre los grandes intereses de la patria. Ante el dilema el dilema, las fuerzas de la Nación no vacilaron”.[54]
Obreros desarmados, con sus manos vacías, algunos de los cuales agitaban banderas blancas, fueron masacrados con siniestro sadismo por “nuestro” “glorioso” ejército.[55] ¿Cuantos obreros murieron? Es difícil de precisar. Silva Renard en su testimonio habla de 140 muertos. Pero esta cifra es, a todas luces, imposible de creer. Se dice que 3.600. Pero es imposible de saber a ciencia cierta cuantos cayeron entre los obreros, sus familias y las señoras que vendían comida y empanadas fuera de la escuela, quienes también sufrieron de la represión.[56] Después de todo, a los que se mató fue a los “nadie”, esos que nos dice Galeano que valen menos que las balas que los matan. Pero, ciertamente, fueron alrededor de 2.000. No menos de esta cifra. Asesinados vilmente por un ejército criminal y cobarde. En palabras del obrero anarquista Luis Heredia “cayeron asesinados por la metralla alrededor de 2.000 personas, entre obreros, sus mujeres y sus niños; y cayeron sin lucha, masacrados cobarde y alevosamente por un ejército que las propias víctimas alimentaban y vestían con su fatigante y diario trabajo”[57]
Esa masa permanecerá anónima, con su número de muertos que jamás podremos conocer con exactitud. Esa masa humana que se transformó en un océano de sangre, donde la sangre derramada de cada obrero se juntó y se hizo indistinguible la una de la otra, la del obrero chileno de la del boliviano, la del obrero peruano de la del argentino, donde el drama humano de miles de personas se convirtió en un único drama colectivo que enlutó a la pampa y al país todo. Siempre me llamó poderosamente la atención que en las imágenes de los huelguistas marchando o concentrados en la Plaza Montt o la Escuela es imposible distinguir rostros, lo que da un aspecto espectral a esa multitud. Multitud compuesta por nuestros hermanos, sin rostros, sin números, sin nombres, sin propiedades, sin nada, ya sin vida siquiera.
De los que si sabemos el nombre y conocemos sus odiados rostros, es de aquellos que ordenaron disparar, de aquellos que se mancharon sus manos con sangre: general Roberto Silva Renard, coronel Sinforoso Ledesma, intendente titular Carlos Eastman, intendente transitorio Julio Guzmán García, presidente Pedro Montt, ministro Rafael Segundo Sotomayor, abogado de los salitreros Matías Granja y toda la pandilla de capitalistas ingleses como David Richardson, Syers Jones, John Lockett, los Hardie, los Jeffrey, los Browne, los Plummer, los Steele, entre tantos otros infames. Nombres que por siempre el movimiento popular debe recordar como la personificación de todo lo que ha habido de infame en nuestra historia (y que no ha sido poco)
De la Escuela, los sobrevivientes fueron arrastrados en masa, como animales, al Club Hípico, desde donde fueron despachados en número de siete mil a la mañana siguiente a la pampa, escoltados por el regimiento O’Higgins. Unos 200, lograron irse a Valparaíso.[58] Otros, entre los que se encontraba un herido José Briggs, huyeron al Callao. Mientras tanto, las oficinas salitreras se militarizaban, y los mismos patrones que no aumentaban los sueldos encontraron los fondos para mantener tropas de Carabineros apostadas en las oficinas; a comienzos de enero de 1908, para tranquilidad de la colonia británica en Iquique, arribaba a puerto un buque inglés.[59]
Los muertos y heridos graves, en cambio, que yacían en grandes números alrededor de la escuela eran cargados en carretas puestas al servicio de la policía, desde donde eran llevados a una fosa común. Muertos, heridos graves y moribundos, eran arrojados en ella.[60]
Así se sellaba este capítulo que marcó toda una época del movimiento obrero chileno; el movimiento obrero entraría en un reflujo de aproximadamente un lustro. Pero, al contrario de lo que los represores pretendían, no se pudo detener eternamente la marea obrera que lucha por el cambio ayer como hoy. No pudieron entonces, no pudieron en 1927, no pudieron en 1973, no podrán ahora. Como decía el obrero Sixto Rojas, “la sangre vertida es semilla que germina haciendo nacer nuevos luchadores (...) en todas las edades, donde hubo tiranos, hubo rebeldes”.[61]
Eduardo Devés, en su exhaustivo estudio sobre la masacre que hemos citado, concluye una de las secciones de su libro con un juicio lapidario hacia los huelguistas:
“los trabajadores cayeron en el círculo vicioso de sus juicios equivocados, de sus falsas concepciones, de sus confusiones entre deseos y realidades, de su orgullo empecinado, de su megalomanía colectiva, de su mesianismo político (...) Se empecinaron en obtener todo lo solicitado yendo más allá de lo que sus propias fuerzas podían permitirles y garantizarles (...) El orgullo, el empecinamiento y el mesianismo los enterró. Fueron presa de sus propias acciones. Cayeron por aspirar a lo máximo sin decidirse a construirlo ni ser capaces de hacerlo. ¿Cómo pretendían obtenerlo todo, triunfar, si cabalmente eran los enemigos los que tenían las leyes y la fuerza? Ellos tenían convicción pero les faltaba claridad”.[62]
Y remata sus conclusiones diciendo:
“Por otra parte, el sacrificio, el machismo (entendido éste más como bravuconería que como opuesto a feminismo), el complejo de inferioridad impedían llevar a cabo una práctica de corte más elástico, más de igual a igual. Fatalismo, bravuconería, intransigencia ante el rico, temor ante el caballero, conformaban un modo de ser y actuar incapaz de buscar soluciones viables”[63]
Tales afirmaciones son extremadamente injustas, son innobles, son hasta diríamos inmorales y representan un escupitajo a la memoria de nuestros compañeros.[64] Deves se hace eco, desde la izquierda, de quienes responsabilizan de la tragedia a los obreros, justificándola así indirectamente. Llega él, como historiador de izquierda, con la fuente de agua para que los Pilatos de esa época (los Montt, los Sotomayor, los Silva Renard) se laven las manos.
Sus afirmaciones son injustas porque es incorrecto hablar de mesianismo político.[65] Estamos ante un movimiento obrero que recién comienza a dar sus primeros pasos, que recién despierta al llamado para convertirse en protagonista conciente de la transformación social. Es un movimiento popular que aún tiene un fuerte componente iluminista que cruza transversalmente a todo el espectro de izquierda (demócratas o anárquicos por igual) que supone que la justicia de su causa es arma y escudo suficiente para la regeneración social y para conquistar el corazón, aún el de los opresores. El movimiento huelguístico mostraba toda esa confianza en la racionalidad y justicia de su demanda, y aún habían evitado cualquier clase de provocación, evitando cualquier situación que pudiera haber servido de excusa a la masacre. Si los obreros pecaron de algo, fue de ingenuidad e inocencia, pero no de mesianismo. La clase obrera criolla tuvo que sufrir embates como el de Iquique para aprender que la justicia de una causa no es razón suficiente de su triunfo.
Lo mismo puede afirmarse de la acusación de “megalomanía colectiva”: estaban ante un formidable movimiento de unidad obrera, y pensaron, de nuevo ingenuamente, que esa unidad bastaría para motivar a las autoridades a buscar soluciones amistosas. Nuevamente, tuvo que ocurrir esta masacre para demostrar que la unidad, por sí sola, tampoco es suficiente.
Son injustas porque “todo lo solicitado” no era más que lo más básico que cualquier ser humano requiere para llevar una vida digna. No se pedía nada del otro mundo, no se exigía una transformación revolucionaria de la sociedad. Se pedía lo que el mismo Deves ha de considerar ahora como algunos de sus propios derechos inalienables: pero para los rotos, para los cholos, para los obreros, era mucho pedir algunos de los privilegios que él mismo hoy disfruta.
Son injustas, porque afirmar que no fueron “capaces de construir ni hacer” aquello que anhelaban es ignorar los enormes esfuerzos organizativos, la madurez y la disciplina demostrada por los obreros, es negar su pliego donde sus demandas fueron claramente formuladas, es negar la realidad de que buscaron por todos los medios posibles solucionar su penosa situación.
Son injustas, porque decir que era imposible triunfar cuando la fuerza y la ley están de manos del adversario, es hacerse eco de lo peor de una izquierda derrotada, desmoralizada y pusilánime. Precisamente por que la ley y la fuerza están del lado del opresor es que la lucha tiene sentido. El problema no fue, en ningún caso, el haber pretendido triunfar, sino que la ingenuidad de pensar que esa fuerza y esa ley no se usarían con toda prepotencia contra los obreros. Aunque la fuerza y la ley estén, hoy como ayer, de manos del adversario político o de clase, es la lucha la cual permitirá transformar esta correlación de fuerzas; sin ella, podemos mejor resignarnos a aceptar las cosas como son, agachar cabeza y callar. Siempre callar.
Según el mismo Deves, este libro fue escrito en 1987 “con el fin de evitar masacres” ─objetivo bien loable, pero que en sí mismo no significa mucho. Pueden “evitarse” masacres predicando la resignación ante el abuso y la explotación, predicando el “realismo” político de aceptar las migajas del poder o esperar su caridad, asumiendo la clásica actitud de agachar el moño y chaquetear al de al lado, aceptando los consejos de la vieja del barrio “pa’ que se mete en leseras mijito”... todas estas son maneras de “evitar” masacres, por cierto. La misma “renovación” socialista es una buena manera de “evitar” masacres ─lo que no impide que se siga reprimiendo y matando, pero al menos no se masacra. Los esclavos haitianos en 1791 podrían haberse resignado a las cadenas y haber evitado varias masacres. A los mártires de Chicago no les hubieran puesto la soga en el cuello si hubieran aceptado las jornadas de 14 horas y no hubieran alzado la voz de manera tan impertinente pidiendo ocho horas; Martin Luther King, Malcolm X y Fred Hampton quizás hubieran muerto de viejos si hubieran aceptado la inferioridad legal del negro en los EEUU. En fin, puede argumentarse que la resignación es la manera más fácil de evitar masacres, pero sin lugar a dudas que, sin todas aquellas acciones que con enormes sacrificios han logrado humanizar la vida de los oprimidos, el mundo hoy sería un lugar bastante diferente ─para peor.
Sus conclusiones son injustas, pues no hay bravuconería en la actitud de los obreros. De hecho, solamente se niegan a irse de la Escuela, en parte, porque no había razón lógica para que la abandonaran y en parte, porque tenían razones suficientes para pensar que el sacarlos del centro de la ciudad facilitaría la eventual represión.
Son injustas porque no hay falta de elasticidad, ni falta de voluntad para buscar soluciones viables, ni intransigencia. Hemos visto como los obreros intentaron por todos los medios buscar soluciones viables. Hasta intentaron la vía diplomática. Cuando se les dijo que no se podía dar respuesta al pliego, inmediatamente supieron ofrecer una alternativa. Es solamente una solución la que no pueden aceptar, que es la devolver con las manos vacías. Los salitreros, en cambio, no buscaron ninguna solución salvo una: retorno a las faenas. ¿Quiénes son, entonces, aquellos que no tuvieron elasticidad ni falta de voluntad para buscar soluciones? Las conclusiones de Deves ocultan el hecho indesmentible de que los únicos intransigentes fueron los patrones y el gobierno.
Por último, Deves entrega la guinda de la torta cuando, en un absoluto acto de travestismo histórico, nos dice que “el orgullo, el empecinamiento y el mesianismo los enterró”. No señor Deves: quienes asesinaron a esos obreros fueron un ejército cobarde, un gobierno déspota y una burguesía criminal. Lo que menos necesita la memoria de nuestros hermanos y hermanas, a un centenario de su martirologio, es semejante acto de revisionismo histórico.
Incluso Gonzalo Vial ─a quien, ciertamente, nadie podría catalogar de izquierdista─ ha sido más justo con los huelguistas que Deves, al afirmar que ”los hechos de Iquique no tuvieron justificación. Los huelguistas no cometieron ningún desorden importante, ni amenazaron a la población, los patrones o la autoridad; ni pretendieron sustituir a ésta. Se hallaban además, desarmados. En fin lo pedido por los huelguistas no era irrazonable, ni se mostraron inflexibles discutiéndolo”.[66]
Nos quedamos, de las impresiones entregadas por los estudiosos del tema, con las opiniones mesuradas y justas entregadas por Pedro Bravo-Elizondo:
“Quizás en memoria de los caídos en Santa María debiéramos pensar que lo que se obtiene en una huelga no se mide por lo ganado, pues incluso las derrotas no son prueba de que los líderes estaban equivocados. Si no, ¿cómo explicarse en la historia del movimiento obrero en Chile los logros obtenidos largos años después, desde las ocho horas de trabajo, derecho a sindicalización, garantías y beneficios sociales? No se trata de ser triunfalista con la magnitud de la masacre de la Escuela Santa María sino de reconocer la hidalguía de sus dirigentes y seguidores ante una situación que no admitía ser superada dadas las condiciones en que se desarrollaron los hechos”.[67]
El sacrificio hecho por nuestros compañeros valdría de bien poco o de nada si nosotros hoy no fuéramos capaces de extraer lecciones de este movimiento. La historia existe para que nosotros podamos aprender de ella, para no repetir los mismos pasos y tratar de acumular experiencia que nos sirva para transformar nuestras derrotas relativas en victorias. La burguesía sacó bastantes lecciones de este movimiento, tanto en términos represivos como disuasivos (legislación laboral, etc.). Entonces, ¿qué es lo que podemos sacar como lecciones los libertarios? Ciertamente que cada lector o cada persona que se dedique a estudiar esta tragedia podrá sacar sus propias conclusiones y ver las cosas desde su perspectiva particular. Creo, sin embargo, que al menos desde mi punto de vista, hay un par de lecciones importantes que extraer de este movimiento.
En primer lugar, que jamás se puede depositar la confianza en la autoridad o en los explotadores. Si en algo se puede decir que los trabajadores pecaron, fue en su ingenuidad. Creyeron que las autoridades mediarían a su favor y que la justicia de su reclamo sería suficiente para garantizar la victoria.
Esta confianza en los de arriba puede apreciarse nítidamente en las frases que un obrero dirige al cónsul del Perú cuando éste se dirigió a la escuela momentos antes de la llegada de las tropas “Confiamos en que se nos atenderá debidamente y no podemos imaginarnos que en centro de una población como Iquique, pueda abusarse con nosotros cuando secundamos a las autoridades en el sostenimiento del orden público”.[68] Después de esta alocución, el propio cónsul manifestó su confianza en que el problema se solucionaría sin derramamiento de sangre y que él mismo ofrecía sus “buenos oficios” para tal solución.
En realidad, como acertadamente dice Deves, “creyeron en que la autoridad les iba a resolver favorablemente sus peticiones; no creyeron que los iba a masacrar. No sabían que a la autoridad, al poder, hay que creerle más las amenazas que las promesas”.[69] Y después de confiar en la autoridad como mediadora, creyeron que, en caso de reprimir, no tendrían estómago de hacerlo en el centro de Iquique. La justicia de su causa era, para ellos, garantía de su victoria.
Pero la realidad es muy otra: jamás la burguesía se ha interesado en las causas justas; su único interés es hacer el máximo de dinero que puedan. Y el oro, ciertamente, pesa más que la sangre. Todas las garantías constitucionales del mundo, todas las leyes, no valen de nada cuando el cálculo económico se entromete.
De esto se deduce que si las leyes no ofrecen garantías al trabajador, éste no tiene más defensa que aquella que le proporciona su propia capacidad ofensiva en la lucha y la solidaridad de sus hermanos de clase. Esto no significa que no se pueda, cuando sea necesario, recurrir al argumento legal ─lo que si creemos, es que este argumento no puede ser ni fetichizado ni creerse que es una panacea, que en sí mismo solucionará cualquier problema. No se trata de ser más papistas que el papa; las leyes las ha hecho la burguesía a su antojo, y como demuestra la tragedia de Iquique (y mil otras tragedias en nuestra historia) ellos mismos rápidamente son capaces de ignorarlas cuando no les sirven o cuando sus privilegios son amenazados.[70] Los trabajadores confiaron en sus garantías constitucionales; el ilegítimo Estado de Sitio, primero, y la fuerza de las ametralladoras Maxim, después, se encargaron de ponerlas en entredicho.
La ley cabe usarla cuando sirva, entendiendo en todo momento que es una creación de los de arriba para dominar a los de abajo, y cuando no sirva, no aferrarse a ella dogmáticamente. Pero ante todo, entender que la ley, en última instancia se salda siempre por una cuestión de fuerza: pueden existir las mejores leyes del mundo en un país, pero una clase obrera desorganizada, sin conciencia y sin disposición de luchar no será capaz de imponer términos favorables. La ley jamás ha sido ni será un escudo ni la palabra última; la correlación de fuerzas entre las clases es quien siempre conserva la ultima palabra.
Por eso los trabajadores deben perder la vergüenza a plantear la lucha más allá del marco legalista y deben sostener sin sonrojarse su derecho a defenderse físicamente de la represión. Si en el curso de la lucha de clases se generan actos de violencia, los que menos culpan tienen de esto son los obreros. Los trabajadores en Iquique intentaron, en vano, evitar cualquier provocación, evitar cualquier acto que pudiera justificar la represión. Pero si la burguesía no tiene razones para reprimir, las inventa. Basta ver cómo Silva Renard y Sotomayor justificaron la represión aludiendo a “potenciales” peligros que los obreros representaban.[71]
No somos violentistas; pero tampoco somos pacifistas. No creemos que deba buscarse la violencia a toda costa, o que deba defenderse la violencia injustificada. Pero tampoco creemos que pueda aceptarse como opción cruzarse de brazos ante la violencia del Estado y de los poderosos.[72] La matanza de Iquique demostró los límites de la protesta pacífica en Chile. Esta conclusión la extraían los mismos anarquistas, que como hemos dicho, al igual que el resto del movimiento popular de la época estaban imbuidos de un espíritu iluminista e ilustrado, confiando en que la racionalidad primaría aún en el campo de batalla de las clases sociales. Hoy, las barbaries de los capitalistas durante el siglo XX nos han hecho perder cualquier ilusión respecto a su racionalidad. Pero a fines de 1907, grandes segmentos del movimiento obrero despertaron brutalmente a esta realidad con los sucesos de Iquique. Dice Sixto Rojas en su discurso del primer aniversario de la masacre:
“Y también los que estaban a la cabeza de este movimiento tienen una culpa grande, muy grande... No haberse dispuesto para el momento de defenderse como debía. Pero también confiaban en la hidalguía de sus contrarios, renunciando de esta manera al derecho de defensa que todo ser tiene”[73]
En realidad, la culpa no era solamente de los dirigentes. Era un movimiento que se había forjado en una tradición demócrata, liberal, que confiaba en las autoridades, que las exhortaba frecuentemente y que tenía, como se ha dicho, un fuerte peso iluminista. Las ideas revolucionarias como el anarquismo, que podrían haber previsto la necesidad de la defensa, apenas estaban echando raíces en Tarapacá. Esta visión que ponía la exhortación pasiva al orden burgués como mecanismo prioritario de acción de la clase trabajadora se expresa claramente en un discurso de Luis Emilio Recabarren de 1908, es decir, aún después de la masacre: “La violencia empleada como respuesta a los ataques de la tropa no ha señalado jamás una victoria obrera. Ni una sola conquista, en las luchas económicas ha seguido a las irrupciones populares”.[74]
Hoy sabemos que aún con un comportamiento ejemplar por parte de los obreros, la burguesía recurrirá a la agresión si siente sus intereses afectados. Las propuestas de los obreros eran perfectamente razonables si viviéramos en una sociedad civilizada y sin la impronta autoritaria, salvaje y militarista de Chile. Pero entonces, en 1907, en los albores del movimiento obrero, no podía sospecharse un desenlace tan trágico, ni de tan vasta magnitud. Si bien es cierto que existían las experiencias de la huelga general de 1890, de la huelga de Valparaíso en 1903, de la Semana Roja de 1905 y de la huelga de Antofagasta de 1906, todas ahogadas en sangre, también es cierto que los obreros pensaban que eran los desbordes los que habían gatillado la represión. Que manteniendo el orden y un comportamiento a todas luces pacífico podría evitarse el desenlace violento. ¿No fue esta huelga un ejemplo de comportamiento pacífico? ¿No fue un ejemplo de moderación en todo el sentido de la palabra? Los obreros no sospecharon la cobardía del ejército ni la brutalidad de los ricos. Hoy, cien años más tarde, no nos cabe duda ni de lo uno ni de lo otro.
Los límites de esta protesta pacífica son aún más estrechos cuando se trata del proletariado de los sectores estratégicos de la economía como entonces lo era el salitre, o como ahora lo son el cobre y las forestales. A este proletariado le toca enfrentarse a los sectores más poderosos de la burguesía criolla y extranjera, ya que en estos sectores se presenta por lo general gran penetración de capital imperialista. Si bien estos sectores pueden ser la catapulta que hace saltar el tinglado sobre el que se sustenta el sistema, es también cierto que estos sectores deben prever una mayor represión, pues no solamente afectan a los intereses de la escuálida burguesía criolla, sino que, de manera más importante afectan a los intereses de sus propios amos, los imperialistas enclavados en un par de áreas estratégicas de la economía. Esto explica la virulencia de la represión en contra de los obreros forestales de Arauco en mayo de este año. Por lo cual es importantísimo que estos sectores se conviertan en convocantes de un espectro más amplio de la clase que pueda generalizar la lucha más allá del enclave económico estratégico.
Otra importante lección que nos legó la huelga grande de 1907, es la unidad de los trabajadores independiente de su nacionalidad. Es muy decidor que la Sociedad de Veteranos del ’79 haya dado su local a disposición de los huelguistas. Hoy los trabajadores tienen tanto que aprender de el internacionalismo puro y combativo que hermanó a obreros chilenos, peruanos y bolivianos, todos juntos, todos hermanados en la lucha contra los capitalistas. A la hora de la masacre, banderas de Chile, Perú y Bolivia flameaban sin mutua hostilidad en la escuela y en la plaza. Ese debiera ser un mensaje vivo y actual para la clase obrera criolla: con una población inmigrante considerable, y en constante crecimiento, es hora de comenzar a tender puentes más sólidos entre las comunidades que hermanen las reivindicaciones, las necesidades, para así perfilar las grandes luchas que hoy la clase trabajadora en Chile debe librar contra las profundas iniquidades existentes. Pero es también un mensaje lanzado a nivel continental, que nos habla de la unidad de los pueblos, desde abajo, una unidad con sentido clasista, en contra de los enemigos comunes, que son el imperialismo y el capitalismo. En lugar de la hermosa solidaridad de clase que nos enseñaron los obreros peruanos y bolivianos que se negaron a dejar a los chilenos solos en el momento decisivo, vemos actitudes chovinistas que van derechamente en detrimento de nuestros pueblos, de los inmigrantes y de los propios trabajadores nacionales. Nuestra desunión es la fuerza de los ricos. Así es hoy, así fue ayer, y siempre lo será así.
Ese chovinismo, es del mismo cuño que el discurso patriotero de los represores que, a lo largo de todo el conflicto, identificaron a los trabajadores con la “amenaza” extranjera[75] e identificaron a la sacrosanta “patria” con la clase capitalista, en su mayoría abrumadora, de origen inglés o con los intereses de un fisco en manos de la ranciedad más rancia de la oligarquía criolla, leal vasalla de los intereses británicos y que manejaban a ese fisco como su latifundio particular. Lo último, demuestra lo espurio y artificial de su discurso patriotero, que no era otra cosa que la defensa de los estrechos intereses de un grupo de capitalistas gringos.
La gesta obrera de 1907 desnudó al Estado, al capitalismo, a la burguesía. Demostró los límites de nuestras democracias sui generis las cuales requieren de la posibilidad del recurso autoritario, ora por momentos breves y excepcionales (Estado de Sitio), ora por períodos prolongados (dictaduras). Nos demostró que el último recurso para evitar el desborde y mantener una sociedad opresiva que, pese a todo, es de un equilibrio sumamente frágil, es siempre la violencia de los de arriba. Todo amparo que los obreros pensaron que podría obtener con las garantías constitucionales, con los formulismos legales, etc. Se desvanecieron como polvo ante la cruda realidad de la lucha de clases en el Chile del salitre.
Hoy, un Estado sorprendentemente parecido al Estado oligárquico de aquel entonces, un Estado que aún sigue siendo el family Business de unos pocos, pretende poner coronas hipócritamente en la tumba de los mártires obreros. El mismo Estado que, junto a los capitalistas, asesina hoy en día a los trabajadores en nuestro suelo: que asesina a los Rodrigo Cisternas[76], a los Eduardo Miño[77], a los Daniel Menco[78] a los Luis Lagos.[79] Entonces, en 1907, el sólo gesto de rebelión debía ser sofocado. Hoy no es muy diferente, cuando vemos que la se mantiene de la mano de fuerzas especiales, siempre prestas a aplicar una violencia excesiva y terrorista a la más pacífica de las manifestaciones. El simple cuestionamiento, hoy como ayer, es intolerable.
La escuela de Santa María pretendió ser una lección de la clase dominante para la clase obrera. Es la Escuela de Santa María una verdadera y dolorosa escuela para la clase obrera, donde se aprendió a un altísimo costo una de las primeras y más brutales lecciones en la lucha de clases. Que se sepa, un siglo después, que es una lección aprendida. Que se sepa que nuestro interés no es sencillamente leer la historia o escribirla, sino que hacerla. Que se sepa que con el tiempo hemos aprendido a golpear también y ya no nos contentamos con sólo recibir golpes.
De los asesinos, de los responsables de la masacre, todos han recibido homenajes y tienen alguna calle que lleve su infame nombre. Es que así es Chile: la cobardía se premia. De los dirigentes de la huelga, de los obreros ninguno ha recibido tales honores. Como ya se ha hecho costumbre en nuestro país, los asesinos mueren en la impunidad. O casi. Un estival día de diciembre de 1914, el hermano de uno de los caídos en la Escuela, el anarquista Antonio Ramón Ramón, dio de puñaladas al carnicero Silva Renard. No lo mató inmediatamente, pero una infección renal derivada de las heridas, se lo llevaría a la tumba cinco años más tarde en medio de una locura en la cual en afiebradas alucinaciones veía manos ensangrentadas que salían del desierto para jalarlo.[80] Los espectros de los miles de acribillados, que aún hoy penan la conciencia de Chile, volvían a pasarle la cuenta al general agonizante y, al fin, vencido. Con proféticas palabras ya lo había anunciado Sixto Rojas “Junto a Umberto 1º se levantó un Bresci; junto a un Cánovas, un Anguiolillo y así junto a todos los tiranos se han levantado hombres de corazón, defensores de los ultrajes hechos a la libertad y a la justicia. He dicho.”[81]
[1] Puede llamárseles “vigiladas”, “tuteladas”, oligárquicas”, de “seguridad nacional”, de “seguridad democrática”, o como se prefiera.
[2] Deves reproduce una editorial del periódico obrero iquiqueño “El Trabajo”, fechado el 9 de Noviembre de 1907, el cual da cuenta de los problemas de la carestía de la vida y de la devaluación de la moneda. Este artículo entrega la visión de los obreros, articulada y clara, sobre los problemas que les afectaban (pp.52-53).
[3] Un excelente estudio sobre las huelgas y movimientos proletarios a comienzos del siglo XX y la formación del movimiento obrero moderno puede encontrarse en Grez, Sergio “Transición en las formas de lucha: motines peonales y huelgas obreras en Chile (1891-1907)” en Historia, vol.33, 2000, pp.141-225.
[4] Una reseña del anarquismo en Tarapacá puede encontrarse en Pinto Vallejos, Julio “El anarquismo tarapaqueño y la huelga de 1907: ¿apóstoles o líderes?” (en “A 90 años de los Sucesos de la Escuela Santa María de Iquique” varios autores, Ed. LOM, 1998) y en Grez, Sergio “Los Anarquistas y el Movimiento Obrero”, Ed. LOM, 2007. El anarquismo era una corriente bastante débil en el norte chileno comparada con demócratas y mancomunales ─estos últimos incorporaban elementos de reivindicación obrera con mutualismo, pero pese a que tenían una cierta orientación política, sería un error entenderlos como una ideología en el mismo sentido que los demócratas o los anarquistas lo eran. Eran organizaciones obreras y como tales estaban abiertas a la afiliación de obreros de distintas persuasiones (la presencia de anarquistas en la dirección de alguna de ellas lo demuestra), lo que, insisto, no significa que hayan carecido de una orientación general, la cual era, muchas veces, moderada y conciliatoria; al igual que las sociedades en resistencia, que si bien no fueron estrictamente anarquistas, también tuvieron una clara orientación más combativa y permeable al discurso ácrata.
Hubo algunos núcleos efímeros de anarquistas que surgieron en Pozo Almonte/Estación Dolores, en Negreiros, en Chañaral y en Antofagasta ─en estas últimas localidades llegaron a ocupar cargos directivos en las mancomunales locales. En Iquique, expresiones orgánicas del anarquismo comenzaron a aparecer recién a comienzos de 1907, lo que demuestra lo incipiente de la penetración del anarquismo en la región. Esto no significa que los militantes anarquistas no hayan estado bien posicionados como para asumir tareas directivas del movimiento huelguístico a fines de ese año.
[5] Deves, op.cit., pp.90-91. Ver también Grez, Sergio: “La Guerra Preventiva: Escuela Santa María de Iquique. Las Razones del Poder”. http://www.memoriando.com/pdf/escuelagrez.pdf
[6] Deves, ibid. Pp.125-127.
[7] Democrático en el sentido “directo” del término. Esta vocación de democracia directa del movimiento y de su dirigencia se había ya expresado el día 15 en el Hipódromo, cuando los dirigentes no aceptan la negociación a espaldas de los trabajadores.
[8] Se discute si el anarquismo de Briggs sería anterior a la huelga o su “conversión” política se hubiera dado durante esta huelga. Pinto, op.cit. p.287. Según Elías Lafferte, en su libro Vida de un Comunista, Briggs trabajaba en la oficina de Santa Ana, donde ya era un anarquista antes del inicio de la huelga. Lo cierto, es que después de la represión, estando refugiado en el Perú, trabajó con los círculos anarquistas de ese país.
[9] Grez “Los Anarquistas y el Movimiento Obrero”, pp.96-97.
[10] Pedro Bravo-Elizondo, comunicación personal. Este investigador habría comprobado su filiación política entrevistando a familiares de este luchador.
[11] Grez “Los anarquistas y el Movimiento Obrero”, p.110 se refiere a este punto en particular.
[12] Lo cual es, en estricto rigor, perfectamente consecuente con la visión anarquista de conducción que privilegia la politización desde la base y respeta las decisiones mayoritarias de la asamblea.
[13] Deves, op.cit. p.74
[14] Ibid.
[15] Muchos relatos sobre la huelga, posteriormente, mostrarán a la “masa” como ingenua y mal aconsejada, casi diríamos lava de cabeza, por sus dirigentes (ver por ejemplo, los sucesos como son relatados en El Tarapacá del 24 de diciembre, 1907). Tal visión corresponde a la visión típica de la burguesía de que el obrero no puede gobernarse autónomamente, sino que siempre responde a órdenes externas. Un relato notable en este sentido, apareció en un folleto de 1908, el cual es citado por Grez en “Los Anarquista y el Movimiento Obrero” (p.107) “¡Los cabecillas, los agitadores! ¡Cuánto no se ha vociferado en contra de esos culpables, esos grandes culpables, los únicos culpables de la muerte de tantos infelices (!)(...) Ese pueblo-oveja que se dejó matar ha sido insultado después de muerto” Huelga aclarar que, como hemos visto en ese incidente, la realidad era muy otra.
[16] Este documento se encuentra en Jobet, Julio César, “Las primeras luchas obreras en Chile y la Comuna de Iquique”. Las demandas del pliego, en lo fundamental, ya habían sido planteadas por los obreros en la reunión del 15 en el Hipódromo.
[17] Deves, op.cit. p.63
[18] Ibid, p.92
[19] Grez, “La Guerra Preventiva”, cita 22.
[20] Deves, p.157. Grez “La Guerra Preventiva”.
[21] Grez, “La Guerra Preventiva”. Vale aclarar que el “respeto” (léase miedo) no era la única “fuerza” disponible para los patrones: las fuerzas armadas de la república claramente estaban a su disposición cuando lo demandaran.
[22] Ibid.
[23] De manera no muy diferente, la dictadura de Pinochet mataba marxistas (“como ratas” según los titulares de La Segunda), mataba humanoides, mayonesos, subversivos, etc. Jamás personas.
[24] Grez, “La Guerra Preventiva”
[25] Deves, op.cit., p.176
[26] Casimir, Jean. “Haití, Acuérdate de 1804”, Ed. Siglo XXI, 2007, p.24.
[27] Si bien las relaciones de producción y propiedad son perfectamente capitalistas, la cultura del trabajo está aún llena de rasgos serviles.
[28] Casimir, op. cit., pp.60-61
[29] Deves, op. cit., p.90.
[30] Grez aborda este asunto, “La Guerra Preventiva”.
[31] Ibid.
[32] Carlos Altamirano en su libro “Dialéctica de una Derrota” (Ed. Siglo XXI, 1977) nos dice de la época de la Unidad Popular “(el poder popular) Como fenómeno social, lo hemos dicho, atemoriza profundamente a la clase dominante. Por pirmera vez ésta percibe al proletariado no como una masa primaria, ignara, difusa, incoherente y fragmentada, sino como un todo compacto, sólido, con plena conciencia de su identidad y con la firme voluntad de desplazarla del poder. Y no se trata sólo de un temor abstracto. Cuando el proletariado desfila, cuando realiza sus actos y grita sus consignas, cuando ve sus puños levantados al cielo, la burguesía siente pavor físico y se repliega en sus mansiones” (p.115)
[33] Los mismos salitreros decían que negativa a negociar con la masa obrera no era una cuestión de dinero sino que de principios. Deves, op.cit., p.157.
[34] Grez, “La Guerra Preventiva”
[35] Los obreros lo aplaudieron entusiastamente, con la misma ingenua confianza con que los obreros patagónicos aplaudieron al teniente coronel Varela antes que éste los masacrara en los sucesos conocidos como la “Patagonia Trágica” o “Rebelde” en 1922.
[36] Deves, op.cit., pp.130-131.
[37] Ibid, p.133
[38] Ibid, p.148
[39] Ibid, pp.143-145. No hay consenso en torno a las cifras exactas de bajas obreras, pero todas rondan alrededor de esa cifra.
[40] Ibid, pp.156-158
[41] De manera no muy diferente a cómo es hoy el brazo represivo de las trasnacionales y del puñado de capitalistas locales que manejan este país a su antojo, como lo ha demostrado tristemente el conflicto mapuche y la huelga de los forestales en Arauco.
[42] Deves, op.cit, pp.158-159
[43] Bravo-Elizondo “Santa María de Iquique: El Último Recurso de los Dirigentes” http://www.anarkismo.net/newswire.php?story_id=6931
[44] Un cable de Sotomayor a Eastman decía claramente “Sería muy conveniente aprehender cabecillas, trasladándolos buques de guerra” Bravo-Elizondo, Pedro “Santa María”
[45] Ibid
[46] Ibid. Vale la pena llamar la atención que, en el caso de ser un “obrero revoltoso”, como ciertamente Briggs lo era a los ojos de las autoridades, el consulado norteamericano no mostró ningún interés por uno de sus ciudadanos. Actitud que contrasta notablemente con el “interés” políticamente motivado que los EEUU han demostrado por sus ciudadanos en el extranjero para justificar innumerables intervenciones militares imperialistas, incluida la ignominiosa invasión a Granada en 1983.
[47] Mención aparte merecen las opiniones vertidas por el “historiador” amarillista y sensacionalista Víctor Farías, ya famoso por sus calumnias disfrazadas de investigación objetiva. En La Tercera (04-03-07) dice: “Los dirigentes del movimiento salitrero pidieron asilo en el consulado norteamericano antes de ser perseguidos y quedaron todos vivos, igual que los dirigentes de la Unidad Popular, que dejaron a la gente frente al ejército más poderoso de Sudamérica sin conducción. Después de Santa María los mineros quedaron tan botados como quedó la gente de los cordones industriales”. Esta calumnia es de lo más vil y cobarde, y no es más que una mentira calculada para desviar las responsabilidades desde el opresor hacia el mismo movimiento de los oprimidos. Farías ha de saber, muy bien, que todos los dirigentes estaban presentes en la escuela al momento de la masacre corriendo la misma suerte que el resto de sus compañeros y que si ninguno fue muerto fue por buena fortuna, pues la primera descarga apuntó hacia la azotea de la Escuela donde se encontraba el Comité de Huelga. Es más, José Briggs fue herido de bala en su pierna. Él lo sabe, pero prefiere ocultar ese hecho, mintiendo deliberadamente, para hacer aparecer a los formidables dirigentes de este movimiento como irresponsables. Por último, la decisión de ir al consulado fue una decisión colectiva tendiente a buscar protección colectiva y disolver el conflicto sin ser derrotados, y no el recurso desesperado de dirigentes individuales. No le daremos más vuelta a este asunto, ya que no nos interesa la polémica con pseudo-historiadores mediocres y pusilánimes como él, ni mucho menos, las tarugadas sin fundamentos que pueda cacarear.
[48] Deves, op. cit., p.83 y p.181.
[49] Bravo-Elizondo, “Santa María”.
[50] Respondiendo a la carta de protesta enviada por los huelguistas previamente.
[51] Ibid, pp.168-177. En esas páginas se describen pormenorizadamente los momentos previos a la masacre.
[52] Bravo-Elizondo “Santa María”
[53] Deves op. cit., p.183.
[54] Bravo-Elizondo, Pedro: “Santa María de Iquique 1907: documentos para su Historia” Ed. Cuarto Propio, 1993, p.205.
[55] Silva Renard en su parte informa de un par de bajas entre los uniformados, los que explica como producto de disparos desde la Escuela. En verdad, tales bajas habrían sido causadas por disparos de los mismos uniformados, pero Silva Renard alteraría los hechos para dar mayor solidez a su acción (Deves, op.cit. p.182). Queda por saber si tales bajas se produjeron por torpeza o por justicia sumaria contra insubordinados que se puedan haber negado a disparar, como se ha dicho en una versión de los hechos.
[56] Víctor Mamani Condori discute las diversas cifras de muertos en su artículo “A la búsqueda de los masacrados de Iquique” http://www.clarinet.cl/index2.php?option=content&do_pdf=1&id=4039 citando que la cifra de 2.000 es corroborada por un suboficial del regimiento Carampangue. En una fosa común lateral al Servicio Médico Legal de Iquique se retiraron, en exhumaciones realizadas en agosto de este mismo año, 2.332 cadáveres. Ver también Bravo-Elizondo, Pedro “Recuento de los Masacrados en la Escuela Santa María. Las Versiones” sobre las distintas cifras entregadas por diversas fuentes http://www.anarkismo.net/newswire.php?story_id=7037
[57] Heredia, Luis “El Anarquismo en Chile (1897-1931)”, Ed. Antorcha, 1981, p.25. Originalmente, este folleto publicado en 1936 se tituló “Cómo se construirá el socialismo”
[58] Relato de José Santos Morales, en Bravo-Elizondo, “Santa María de Iquique 1907” pp.179-180. Este relato describe minuciosamente los últimos días de la huelga, así como los hechos represivos relatados, aparte de los días posteriores a la masacre. Ver sobre las cifras citadas Grez “La Guerra Preventiva”. Hay una versión que dice que los obreros fueron “quinteados” en el Club Hípico (ver Ljubetic Vargas, Iván “Masacre que no se Olvida”, en Punto Fina, no.629, 1º de diciembre 2006), pero José Santos Morales, dirigente de la huelga que estuvo ahí, no relata en su testimonio tal episodio.
[59] Zolezzi, Mario, http://www.geocities.com/Athens/Acropolis/1004/escuela1.html
[60] Deves, op.cit., p.186
[61] Discurso de Sixto Rojas el 21 de diciembre de 1908. En Bravo-Elizondo “Santa María de Iquique 1907”, p.189.
[62] Deves, op.cit., p.181. Subrayado nuestro.
[63] Ibid, p.192
[64] Dicho sea de paso, no creemos que sus conclusiones o que esta desafortunada lectura política que hace de los acontecimientos, desmerezcan al libro en cuestión como una fuente importante de documentación de los hechos.
[65] Nos parecen igualmente sorprendentes las aseveraciones de Sergio Grez en su libro ya citado sobre la historia del movimiento anarquista, cuando se detiene en la influencia anarquista sobre la huelga (p.111). Haciéndose eco de la conclusión de Deves, Grez dice de ésta que “De ser justa ─y el autor acumula muchas evidencias en su apoyo─ la influencia de los anarquistas quedaría a trasluz. ¿Quiénes podían apostar en 1907 de manera mesiánica a la revolución social? ¿Quiénes sino ellos eran refractarios absolutos al diálogo y negociaciones con los representantes del Estado? Es cierto que Olea, Brigg y sus camaradas habían demostrado gran flexibilidad táctica dialogando ─como miembros del comité directivo de la huelga─ con las autoridades y habían mantenido un tono y un discurso moderado, casi impropio de su condición anarquista. Pero tal vez para ellos la cuota de concesiones ya se había completado y su mesianismo y principismo afloró impetuoso en vísperas de la masacre, logrando contagiar a la masa aglutinada en la Escuela Santa María. De ser así, la conducción ácrata habria sido efectiva, pero en el peor sentido, ya que la negativa a negociar y a abandonar el lugar se convirtió en la gota que rebalsó el vaso, desatando la tragedia”.
A crédito del autor ─y para hacerle justicia─ él mismo se apresura a señalar que esto es solamente especulación ─especulación basada en las conclusiones dadas por Deves más que en su propia investigación. Creemos que tal visión del rol de los anarquistas es extremadamente erróneo, primero, por representar al anarquismo como un fenómeno más psicológico que nada, vaciado de contenido político ─algo insostenible desde la evidencia que el mismo autor entrega en su libro. Como si el anarquismo se definiera por la incapacidad de negociar y por el mesianismo político (¿?!). Y más errónea aún, cuando es uno de los mismos huelguistas ─Briggs─ quien según el propio Deves intenta persuadir a las bases obreras de abandonar la escuela momentos antes de la masacre, recibiendo una negativa de sus propias bases.
[66] Vial, Gonzalo “Historia de Chile”
[67] Bravo-Elizondo “Santa María”
[68] Bravo Elizondo “Santa María de Iquique 1907”, p.184.
[69] Deves, op.cit., p.179.
[70] El golpe de Estado de Pinochet nos entrega otro ejemplo trágico del doble estándar de la burguesía: desde 1970 hasta 1973 cacareaban, falsamente, que Allende incurría en actos anti-constitucionales. Pero con el Golpe, ellos no tuvieron ningún problema en ponerse por fuera de su propia legalidad para luego re hacerla a su antojo en 1980.
[71] Ver Grez “La Guerra Preventiva”
[72] En un artículo anterior critico lo que llamó el dogmatismo táctico ─que es el pensar que una táctica es la mejor en cualquier lugar y en cualquier momento. “Notas sobre el artículo ‘Anarquismo, insurrecciones e insurreccionalismo’”. http://www.anarkismo.net/newswire.php?story_id=4456
[73] Bravo-Elizondo, “Santa María de Iquique 1907”, p.189.
[74] Grez, “Transición en las formas de lucha”.
[75] Antes de dar la orden de fuego, Silva Renard dice al regimiento O’Higgins que esos exaltados eran todos extranjeros; Sotomayor plantea que la huelga fue urdida en Argentina, en Buenos Aires; las banderas de los tres países de la Guerra del Pacífico hermanadas por la solidaridad obrera han de haber sido otro factor importante de irritamiento del general asesino.
[76] Obrero de la Forestal Arauco asesinado por la policía durante la represión de mayo a la huelga que sostenían estos trabajadores.
[77] Obrero de la construcción consumido por asbestosis que en noviembre del 2001 se quemó a lo bonzo como una forma de protestar ante el abandono que miles de trabajadores enfermos de asbestosis sufren por parte del Estado y la patronal. Esta enfermedad es causada únicamente por negligencia patronal y de las autoridades.
[78] Estudiante y trabajador asesinado en Arica por la policía en mayo de 1999 por protestar por el derecho a la educación.
[79] Luis Lagos fue un obrero que murió arrollado por un bus con carneros durante una huelga de FABISA, en Santiago, en mayo del 2001.
[80] Ortiz, Oscar “El Vengador de Iquique”, Hombre y Sociedad, No.3, Diciembre ’97-Enero ’98. Ver también el artículo de Pedro Bravo-Elizondo “Santa María de Iquique, ¿Crimen sin Castigo?” http://www.anarkismo.net/newswire.php?story_id=7003
[81] Bravo-Elizondo, “Santa María de Iquique 1907”, p.189. Bravo-Elizondo, “Santa María de Iquique 1907”, p.189.