Título: La sociedad desescolarizada
Fecha: 1971
Temas: Crítica Desescolarización Educación
Notas: Título original: Deschooling Society, publicado originalmente en 1971. Esta versión fue editada en México en 1985.
Fuente: Recuperado el 11 de enero de 2014 desde peuma.unblog.fr1. ¿Por qué debemos privar de apoyo oficial a la escuela?
2. Fenomenología de la escuela
El mito de los valores institucionalizados
El mito de la medición de los valores
El mito de los valores envasados
El mito del progreso que se perpetúa a sí mismo
El juego ritual y la nueva religión mundial
El reino venidero: la universalización de las expectativas
La potencialidad revolucionaria de la desescolarización
Falsos servicios de utilidad pública
Las escuelas como falsos servicios de utilidad pública
5. Compatibilidades irracionales
Una objeción: ¿a quién pueden servirle unos puentes hacia la nada?
Servicios de referencia respecto de objetos educativos
Debo a Everett Reimer el interés que tengo por la educación pública. Hasta el día de 1958 en que nos conocimos en Puerto Rico, jamás había yo puesto en duda el valor de hacer obligatoria la escuela para todos. Conjuntamente, hemos llegado a percatarnos de que para la mayoría de los seres humanos, el derecho a aprender se ve restringido por la obligación de asistir a la escuela.
Desde 1966 en adelante, Valentina Borremans, cofundadora y directora del CIDOC (Centro Intercultural de Documentación) de Cuernavaca, organizó anualmente dos seminarios alrededor de mi diálogo con Reimer. Centenares de personas de todo el mundo participaron en estos encuentros. Quiero recordar en este lugar a dos de ellos que contribuyeron particularmente a nuestro análisis y que en el entretiempo murieron: Augusto Salazar Bondy y Paul Goodman. Los ensayos escritos para el boletín CIDOC INFORMA y reunidos en este libro se desarrollaron a partir de mis notas de seminario. El último capítulo contiene ideas que me surgieron después acerca de conversaciones con Erich Fromm en torno al Mutterrecht de Bachofen.
Durante estos años Valentina Borremans constantemente me urgía a poner a prueba nuestro pensar enfrentándolo a las realidades de América Latina y de África. Este libro refleja el convencimiento de ella respecto de que no sólo las instituciones sino el ethos de la sociedad deben ser «desescolarizados».
La educación universal por medio de la escolarización no es factible. No sería más factible si se la intentara mediante instituciones alternativas construidas según el estilo de las escuelas actuales. Ni unas nuevas actitudes de los maestros hacia sus alumnos, ni la proliferación de nuevas herramientas y métodos físicos o mentales (en el aula o en el dormitorio), ni, finalmente, el intento de ampliar la responsabilidad del pedagogo hasta que englobe las vidas completas de sus alumnos, dará por resultado la educación universal. La búsqueda actual de nuevos embudoseducacionales debe revertirse hacia la búsqueda de su antípoda institucional: tramaseducacionales que aumenten la oportunidad para que cada cual transforme cada momento de su vida en un momento de aprendizaje, de compartir, de interesarse. Confiamos en estar aportando conceptos necesarios para aquellos que realizan tales investigaciones a grandes rasgos sobre la educación —y asimismo para aquellos que buscan alternativas para otras industrias de servicio establecidas.
Me propongo examinar algunas cuestiones intrigantes que se suscitan una vez que adoptamos como hipótesis el que la sociedad puede desescolarizarse; buscar pautas que puedan ayudarnos a discernir instituciones dignas de desarrollo por cuanto apoyan el aprendizaje en un medio desescolarizado; y esclarecer las metas personales que ampararían el advenimiento de una Edad del Ocio (schole) opuesta como tal a una economía dominada por las industrias de servicio.
Iván Illich, Ocotepec, Morelos, enero de 1978
Muchos estudiantes, en especial los que son pobres, saben intuitivamente qué hacen por ellos las escuelas. Los adiestran a confundir proceso y sustancia. Una vez que estos dos términos se hacen indistintos, se adopta una nueva lógica: cuanto más tratamiento haya, tanto mejor serán los resultados. Al alumno se le «escolariza» de ese modo para confundir enseñanza con saber, promoción al curso siguiente con educación, diploma con competencia, y fluidez con capacidad para decir algo nuevo. A su imaginación se la «escolariza» para que acepte servicio en vez de valor. Se confunde el tratamiento médico tomándolo por cuidado de la salud, el trabajo social por mejoramiento de la vida comunitaria, la protección policial por tranquilidad, el equilibrio militar por seguridad nacional, la mezquina lucha cotidiana por trabajo productivo. La salud, el saber, la dignidad, la independencia y el quehacer creativo quedan definidos como poco más que el desempeño de las instituciones que afirman servir a estos fines, y su mejoramiento se hace dependiente de la asignación de mayores recursos a la administración de hospitales, escuelas y demás organismos correspondientes.
En estos ensayos, mostraré que la institucionalización de los valores conduce inevitablemente a la contaminación física, a la polarización social y a la impotencia psicológica: tres dimensiones en un proceso de degradación global y de miseria modernizada. Explicaré cómo este proceso de degradación se acelera cuando unas necesidades no materiales son transformadas en demanda de bienes; cuando a la salud, a la educación, a la movilidad personal, al bienestar o a la cura psicológica se las define como el resultado de servicios o de «tratamientos». Hago esto porque creo que la mayoría de las investigaciones actualmente en curso acerca del futuro tienden a abogar por incrementos aún mayores en la institucionalización de valores y que debemos definir algunas condiciones que permitieran que ocurriese precisamente lo contrario. Precisamos investigaciones sobre el posible uso de la tecnología para crear instituciones que atiendan a la acción recíproca, creativa y autónoma entre personas y a la emergencia de valores que los tecnócratas no puedan controlar sustancialmente. Necesitamos investigación en líneas generales para la futurología actual.
Quiero suscitar la cuestión general acerca de la mutua definición, de la naturaleza del hombre y de la naturaleza de las instituciones modernas, que caracteriza nuestra visión del mundo y nuestro lenguaje. Para hacerlo, he elegido a la escuela como mi paradigma, y por consiguiente trato sólo indirectamente de otros organismos burocráticos del Estado corporativo: la familia consumidora, el partido, el ejército, la iglesia, los medios informativos. Mi análisis del currículum oculto de la escuela debería poner en evidencia que la educación pública se beneficiaría con la desescolarización de la sociedad, tal como la vida familiar, la política, la seguridad, la fe y la comunicación se beneficiarían con un proceso análogo.
En este primer ensayo, comienzo mi análisis tratando de dar a entender qué es lo que la desescolarización de una sociedad escolarizada podría significar. En este contexto, debiera ser más fácil entender mi elección de los cinco aspectos específicos pertinentes respecto de este proceso, los cuales abordaré en los capítulos siguientes.
No sólo la educación sino la propia realidad social han llegado a ser escolarizadas. Cuesta más o menos lo mismo el escolarizar tanto al rico como al pobre en igual dependencia. El gasto anual por alumno en los arrabales y los suburbios ricos de cualquiera de veinte ciudades de los Estados Unidos está comprendido dentro de unos mismos márgenes —y hasta favorable al pobre en ciertos casos.[1]
Tanto el pobre como el rico dependen de escuelas y hospitales que guían sus vidas, forman su visión del mundo y definen para ellos qué es legítimo y qué no lo es. Ambos consideran irresponsable el medicamentarse uno mismo, y ven a la organización comunitaria, cuando no es pagada por quienes detentan la autoridad, como una forma de agresión y subversión. Para ambos grupos, el apoyarse en el tratamiento institucional hace sospechoso el logro independiente. El subdesarrollo progresivo de la confianza en sí mismo y en la comunidad es incluso más típico en Westchester que en el norte de Brasil. Por doquiera, no tan sólo la educación sino la sociedad en conjunto, necesitan «desescolarización».
Las burocracias del bienestar social pretenden un monopolio profesional, político y financiero sobre la imaginación social, fijando normas sobre qué es valedero y qué es factible. Este monopolio está en las raíces de la modernización de la pobreza. Cada necesidad simple para la cual se halla una respuesta institucional permite la invención de una nueva clase de pobres y una nueva definición de la pobreza. Hace diez años, lo normal en México era nacer y morir uno en su propia casa, y ser enterrado por sus amigos. Sólo las necesidades del alma eran atendidas por la iglesia institucionalizada. Ahora, el comenzar y acabar la vida en casa se convierten en signos, ya sea de pobreza, ya sea de privilegio especial. El morir y la muerte han venido a quedar bajo la administración institucional del médico y de los empresarios de pompas fúnebres.
Una vez que una sociedad ha convertido ciertas necesidades básicas en demandas de bienes producidos científicamente, la pobreza queda definida por normas que los tecnócratas cambian a su tamaño. La pobreza se refiere entonces a aquellos que han quedado cortos respecto de un publicitado ideal de consumo en algún aspecto importante. En México son pobres aquellos que carecen de tres años de escolaridad; y en Nueva York aquellos que carecen de doce años.
Los pobres siempre han sido socialmente impotentes. El apoyarse cada vez más en la atención y el cuidado institucionales agrega una nueva dimensión a su indefensión: la impotencia psicológica, la incapacidad de valerse por sí mismos. Los campesinos del altiplano andino son explotados por el terrateniente y el comerciante —una vez que se asientan en Lima llegan a depender, además, de los jefazos políticos y están desarmados por su falta de escolaridad. La pobreza moderna conjuga la pérdida del poder sobre las circunstancias con una pérdida de la potencia personal. Esta modernización de la pobreza es un fenómeno mundial y está en el origen del subdesarrollo contemporáneo. Adopta aspectos diferentes, por supuesto, en países ricos y países pobres.
Probablemente se siente más intensamente en las ciudades estadounidenses. En parte alguna se otorga un tratamiento más costoso a la pobreza. En ninguna otra parte el tratamiento de la pobreza produce tanta dependencia, ira, frustración y nuevos requerimientos. Y en ninguna otra parte podría ser tan evidente que la pobreza —una vez modernizada— ha llegado a hacerse resistente al tratamiento con dólares tan sólo, y que requiere una revolución institucional.
Hoy en día, en los Estados Unidos, al negro y hasta el cosechero sin trabajo fijo pueden aspirar a un nivel de tratamiento profesional que habría sido inconcebible hace dos generaciones, y que a la mayoría de la gente del Tercer Mundo le parece grotesca. Por ejemplo, los pobres de los Estados Unidos pueden contar con un vigilante escolar que lleve a sus hijos de vuelta a la escuela hasta que lleguen a los diecisiete años, o con un médico que les remita a una cama de hospital que cuesta sesenta dólares diarios —el equivalente al ingreso de tres meses para la mayor parte de la gente en el mundo. Pero ese cuidado los hace sólo más dependientes de un tratamiento ulterior, y los hace cada vez más incapaces de organizar sus propias vidas en torno a sus propias experiencias y recursos dentro de sus propias comunidades. Los estadounidenses pobres están en una posición singular para hablar acerca del predicamento que amenaza a todos los pobres de un mundo en vías de modernización. Están descubriendo que no hay cantidad alguna de dólares que pueda eliminar la destructividad inherente de las instituciones de bienestar social, una vez que las jerarquías profesionales de estas instituciones han convencido a la sociedad de que sus servicios son moralmente necesarios. Los pobres de los núcleos urbanos centrales de los Estados Unidos pueden demostrar con su propia experiencia la falacia sobre la que está constituida la legislación social en una sociedad «escolarizada». William O. Douglas, miembro de la Suprema Corte de Justicia hizo la observación de que «la única manera de establecer una institución es financiarla». El corolario es asimismo verdadero. Sólo al desviar los dólares que ahora afluyen a las instituciones que actualmente tratan la salud, la educación y el bienestar social podrá detenerse el progresivo empobrecimiento que ahora proviene del aspecto paralizante de las mismas.
Debemos tener esto presente al evaluar los programas de ayuda federales. A modo de ejemplo: entre 1965 y 1968, en las escuelas de Estados Unidos se gastaron más de tres mil millones de dólares para compensar las desventajas de unos seis millones de niños. Al programa se le conoce por el nombre de Title One (Artículo Primero). Es el programa compensatorio más costoso que jamás se haya intentado en parte alguna en materia de educación, y sin embargo no es posible discernir ningún mejoramiento significativo en el aprendizaje de estos niños «desfavorecidos». En comparación con sus condiscípulos de igual curso provenientes de hogares de ingresos medios, han quedado aún más retrasados. Por lo demás, a lo largo de este programa, los profesionales descubrieron otros diez millones de niños que se esforzaban sometidos a desventajas económicas y educacionales. Se dispone ahora de nuevas razones para reclamar nuevos fondos federales.
Este fracaso total en el intento de mejorar la educación de los pobres a pesar de un tratamiento más costoso puede explicarse de tres maneras.
Tres millones de dólares son insuficientes para mejorar el aprovechamiento de seis millones de niños de modo apreciable; o bien,
El dinero se gastó de manera incompetente: se requieren diferentes planes de estudio, una mejor administración, una concentración aún mayor de fondos sobre el niño pobre, y más investigaciones. Con ello se lograría el objetivo: o bien,
La desventaja educacional no puede curarse apoyándose en una educación dentro de la escuela.
Lo primero es sin duda cierto en cuanto que el dinero se ha gastado a través del presupuesto escolar. El dinero se destinó efectivamente a las escuelas que contenían la mayoría de los niños desfavorecidos, pero no se gastó en los niños mismos. Estos niños, a los que estaba destinado el dinero, constituían sólo alrededor de la mitad de los que asistían a las escuelas que añadieron al subsidio federal a sus presupuestos. De modo que el dinero se gastó en inspectoría y custodia, en indoctrinación y selección de papeles sociales, como también en educación, todo lo cual está inexplicablemente mezclado con los edificios e instalaciones, planes de estudio, profesores, administradores y otros componentes básicos de estas escuelas y, por consiguiente, con sus presupuestos.
Los fondos adicionales permitieron a las escuelas atender desproporcionadamente a la satisfacción de los niños relativamente más ricos que estaban «desfavorecidos» por tener que asistir a la escuela en compañía de los pobres. En el mejor de los casos, una pequeña proporción de cada dólar destinado a remediar las desventajas del niño pobre en su aprendizaje podía llegar hasta ese niño a través del presupuesto de la escuela. Podría ser igualmente cierto que el dinero se gastó de manera incompetente. Pero ni siquiera la incompetencia poco común puede superar la del sistema escolar. Las escuelas resisten, por su estructura misma, la concentración del privilegio en quienes son, por otra parte, desfavorecidos. Los planes especiales de estudio, las clases separadas o más horas de estudio constituyen tan sólo más discriminación a un coste más elevado.
Los contribuyentes no se han acostumbrado aún a ver que tres mil millones de dólares se desvanezcan en el Ministerio de Salud, Educación y Bienestar como si se tratara del Pentágono. El gobierno actual tal vez estime que puede afrontar las iras de los educadores. Los estadounidenses de clase media no tienen nada que perder si se interrumpe el programa. Los padres pobres creen que sí pierden, pero, más todavía, están exigiendo el control de los fondos destinados a sus hijos. Un sistema lógico de recortar el presupuesto y, sería de esperar, de aumentar sus beneficios, consistiría en un sistema de becas escolares como el presupuesto por Milton Friedman y otros. Los fondos se canalizarían al beneficiario, permitiéndole comprar su parte de la escolaridad que elija. Si dicho crédito se limitara a unas compras que se ajustasen a un plan escolar de estudios, tendería a proporcionar una mayor igualdad de tratamiento, pero no aumentaría para ello la igualdad de las exigencias sociales.
Debería ser obvio el que incluso con escuelas de igual calidad un niño pobre rara vez se pondrá a la par de uno rico. Incluso si asisten a las mismas escuelas y comienzan a la misma edad, los niños pobres carecen de la mayoría de las oportunidades educativas de que dispone al parecer el niño de clase media. Estas ventajas van desde la conversación y los libros en el hogar hasta el viaje de vacaciones y un sentido diferente de sí mismo, y actúan, para el niño que goza de ellas, tanto dentro de la escuela como fuera de ella. De modo que el estudiante más pobre se quedará atrás en tanto dependa de la escuela para progresar o aprender. Los pobres necesitan fondos que les permitan aprender, y no obtener certificados de tratamiento de sus deficiencias presuntamente desproporcionadas.
Todo esto es válido para naciones tanto ricas como pobres, pero aparece con aspecto diferente. En las naciones pobres, la pobreza modernizada afecta a más gente y más visiblemente, pero también —por ahora— más superficialmente. Dos de cada tres del total de niños latinoamericanos dejan la escuela antes de terminar el quinto grado, pero estos desertores[2] no están por consiguiente tan mal, relativamente, como lo estarían en los Estados Unidos.
Hoy en día son pocos los países víctimas de la pobreza clásica, que era estable y menos paralizante. La mayoría de los países de América Latina han llegado al punto de «despegue» hacia el desarrollo económico y el consumo competitivo y, por lo tanto, hacia la pobreza modernizada: sus ciudadanos aprenden a pensar como ricos y vivir como pobres. Sus leyes establecen un periodo escolar obligatorio de seis a diez años. No sólo en Argentina, sino también en México o en Brasil, el ciudadano medio define una educación adecuada según las pautas estadounidenses, aun cuando la posibilidad de lograr esa prolongada escolarización esté restringida a una diminuta minoría. En estos países la mayoría ya está enviciada con la escuela, es decir, han sido «escolarizados» para sentirse inferiores respecto del que tiene una mejor escolaridad. Su fanatismo en favor de la escuela hace posible el explotarlos por partida doble: permite aumentar la asignación de fondos públicos para la educación de unos pocos y aumentar la aceptación del control social de parte de la mayoría. Es paradójico que la creencia en la escolarización universal se mantenga más firme en los países en que el menor número de personas ha sido —y será— servido por las escuelas. Sin embargo, en América Latina la mayoría de los padres y de los hijos podrían seguir aún senderos diferentes hacia la educación. La proporción del ahorro nacional invertido en escuelas y maestros tal vez sea mayor que en los países ricos, pero estas inversiones son totalmente insuficientes para atender a la mayoría haciendo posible siquiera cuatro años de asistencia a la escuela. Fidel Castro habla como si quisiese avanzar directo a la desescolarización, cuando promete que para 1980 Cuba estará en condiciones de disolver su universidad, puesto que toda la vida cubana será una experiencia educativa. Sin embargo, en los niveles de primaria y secundaria, Cuba, al igual que otros países latinoamericanos, actúa como si el paso a través de un periodo definido como «la edad escolar» fuese una meta incuestionable para todos, sólo postergada por una escasez momentánea de recursos.
Los dos engañosos gemelos de un tratamiento más a fondo, tal como de hecho se proporciona en Estados Unidos —y como tan sólo se promete en América Latina— se complementan entre sí. Los pobres del Norte están siendo tullidos por el mismo tratamiento de doce años cuya carencia marca a los pobres del Sur como irremediablemente retrasados. Ni en Norteamérica ni en América Latina logran los pobres igualdad a partir de escuelas obligatorias. Pero en ambas partes la sola existencia de la escuela desanima al pobre y le invalida para asir el control de su propio aprendizaje. En todo el mundo la escuela tiene un efecto antieducacional sobre la sociedad: se reconoce a la escuela como la institución que se especializa en educación. La mayoría de las personas considera los fracasos de la escuela como una prueba de que la educación es una tarea muy costosa, muy compleja, siempre arcana y frecuentemente casi imposible.
La escuela se apropia del dinero, de los hombres y de la buena voluntad disponibles para educación y fuera de eso desalienta a otras instituciones respecto a asumir tareas educativas. El trabajo, el tiempo libre, la política, la vida ciudadana e incluso la vida familiar, dependen de las escuelas, en lo concerniente a los hábitos y conocimientos que presuponen, en vez de convertirse ellos mismos en los medios de educación. Tanto las escuelas como las otras instituciones que dependen de aquéllas llegan simultáneamente a tener un precio imposible.
En Estados Unidos, los costes per capita de la escolaridad han aumentado casi con igual rapidez que el coste del tratamiento médico. Pero este tratamiento más completo impartido por doctores y maestros ha mostrado unos resultados en continua declinación. Los gastos médicos concentrados sobre los mayores de cuarenta y cinco años se han duplicado varias veces durante un periodo de cuarenta años, dando como fruto un aumento del 3 por ciento en las probabilidades de vida de los varones. El incremento de los gastos educacionales ha producido resultados aún más extraños; de otra manera el presidente Nixon no se habría sentido inclinado a prometer esta primavera que todo niño tendrá pronto el «derecho a leer» antes de dejar la escuela.
En Estados Unidos se precisarían ochenta mil millones de dólares por año para proporcionar lo que los educadores consideran como tratamiento igualitario para todos en escuelas primaria y secundaria. Esto es bastante más del doble de los 36 mil millones que se están gastando ahora. Las predicciones de costes preparadas de modo independiente en el Ministerio de Salud, Educación y Bienestar y en la Universidad de Florida indican que para 1974 las cifras comparables serán de 107 mil millones contra los 45 mil millones proyectados ahora, y estas cifras omiten totalmente los enormes costes de lo que se denomina «educación superior», cuya demanda está creciendo aún más velozmente. Los Estados Unidos, que en 1969 gastaron casi ochenta mil millones de dólares en «defensa», incluyendo su despliegue en Vietnam, es obviamente demasiado pobre como para proporcionar igual escolaridad. El comité nombrado por el Presidente para el estudio del financiamiento de las escuelas debiera preguntar no cómo mantener o cómo recortar tales costes, crecientes, sino cómo pueden evitarse. La escuela igual y obligatoria para todos debiera reconocerse por los menos como algo económicamente impracticable. En América Latina, la cantidad de erario gastada en cada estudiante graduado oscila entre 350 y 1 500 veces el monto gastado en el ciudadano medio (es decir, el ciudadano que está en un término medio entre el más pobre y el más rico). En Estados Unidos la discrepancia es menor, pero la discriminación más aguda. Los padres más ricos, cerca de un 10 por ciento, pueden permitirse proporcionar a sus hijos educación privada y ayudarles a beneficiarse de las donaciones de fundaciones. Pero además consiguen diez veces el monto per capita de fondos públicos si éste se compara con el gasto per capita que se efectúa en los hijos del 10 por ciento de los más pobres. Las razones principales de que esto ocurra son que los muchachos ricos permanecen por más tiempo en la escuela, que un año de universidad es proporcionadamente más costoso que un año de escuela secundaria, y que la mayoría de las universidades privadas dependen —al menos indirectamente— de un financiamiento derivado de desgravámenes.
La escuela obligatoria polariza inevitablemente una sociedad; califica asimismo a las naciones del mundo según un sistema internacional de castas. A los países se los califica como castas cuya dignidad la determina el promedio de años de escolaridad de sus ciudadanos, tabla de calificación que se relaciona íntimamente con el producto nacional bruto per capita, y es mucho más dolorosa.
La paradoja de las escuelas es evidente: el gasto creciente hace aumentar su destructividad en su propio país y en el extranjero. Esta paradoja debe convertirse en tema de público debate. Se reconoce de manera general hoy por hoy que el medio ambiente físico quedará destruido dentro de poco por la contaminación bioquímica a menos que invirtamos las tendencias actuales de producción de bienes físicos. Debería reconocerse asimismo el que la vida social y personal están igualmente amenazada por la contaminación del Ministerio de Salud, Educación y Bienestar, subproducto inevitable del consumo obligatorio y competitivo del bienestar.
La escalada de las escuelas es tan destructiva como la de las armas, si bien de manera menos visible. En todo el mundo, los costes de la escuela han aumentado con mayor velocidad que las matrículas y más velozmente por el producto bruto nacional (PBN); en todas partes los gastos en la escuela se quedan cada vez más cortos frente a las expectativas de padres, maestros y alumnos. Por doquiera, esta situación desalienta tanto la motivación como el financiamiento para una planificación en gran escala del aprendizaje no escolar. Los Estados Unidos están demostrando al mundo que ningún país puede ser lo bastante rico como para permitirse un sistema escolar que satisfaga las demandas que este mismo sistema crea con sólo existir, porque un sistema escolar que logre su meta escolariza a padres y alumnos en el valor supremo de un sistema escolar aún mayor, cuyo coste crece desproporcionadamente conforme se crea una demanda de grados superiores y éstos se hacen escasos. En vez de decir que una escolaridad pareja es impracticable por el momento, debemos reconocer que, en principio, es económicamente absurda, y que intentarla es intelectualmente castrante, socialmente polarizante y que destruye la verosimilitud del sistema político que la promueve.
La ideología de la escolaridad obligatoria no admite límites lógicos. La Casa Blanca proporcionó hace poco un buen ejemplo. El doctor Hutschnecker, el «psiquiatra» que atendió al señor Nixon antes de que quedase admitido como candidato, recomendó al Presidente que todos los niños se seis a ocho años fuesen examinados profesionalmente para cazar a aquellos que tuviesen tendencias destructivas, y que se les proporcionase a éstos tratamiento obligatorio. En caso necesario se exigiría su reeducación en instituciones especiales. Este memorándum enviado al Presidente por su doctor pasó al Ministerio de Salud, Educación y Bienestar para que examinaran su valía. En efecto, unos campos de concentración preventivos para predelincuentes sería un adelanto lógico respecto del sistema escolar.[3] El que todos tengan iguales oportunidades de educarse es una meta deseable y factible, pero identificar con ello la escolaridad obligatoria es confundir la salvación con la iglesia. La escuela ha llegado a ser la religión del proletariado modernizado, y hace promesas huecas a los pobres de la era tecnología. La nación-estado la ha adoptado, reclutando a todos los ciudadanos dentro de un currículum graduado que conduce a diplomas consecutivos no desemejantes a los rituales de iniciación y promociones hieráticas de antaño. El Estado moderno se ha arrogado el deber de hacer cumplir el juicio de sus educadores mediante vigilantes bien intencionados y cualificaciones exigidas para conseguir trabajos, de modo muy semejante al seguido por los reyes españoles que hicieron cumplir los juicios de sus teólogos mediante los conquistadores y la Inquisición.
Hace dos siglos los Estados Unidos dieron al mundo la pauta en un movimiento para privar de apoyo oficial el monopolio de una sola iglesia. Ahora necesitamos la separación constitucional respecto del monopolio de la escuela quitando de esa manera el apoyo oficial a un sistema que conjuga legalmente el prejuicio con la discriminación. El primer artículo de una Declaración de los Derechos del Hombre apropiada para una sociedad moderna, humanista, concordaría con la Enmienda Primera de la Constitución de los EU: «El Estado no dictará ley alguna respecto del establecimiento de la educación». No habrá ningún ritual obligatorio para todos.
Para poner en vigencia esta separación entre Estado y escuela, necesitamos una ley que prohíba la discriminación en la contratación de personal, en las votaciones, o en la admisión a los centros de enseñanza fundada en la previa asistencia a algún plan de estudios. Esta garantía no excluiría pruebas de competencia para una función o cargo, pero eliminaría la absurda discriminación actual en favor de una persona que aprende una destreza determinada con el mayor de los gastos del erario público o —lo que es igualmente probable— ha podido obtener un diploma que no tiene relación con ninguna habilidad o trabajo útiles. Una separación constitucional del Estado y la escuela puede llegar a ser psicológicamente eficaz sólo si protege al ciudadano de la posibilidad de ser descalificado por cualquier aspecto de su carrera escolar.
Con la escolaridad no se fomenta ni el deber ni la justicia porque los educadores insisten en aunar la instrucción y la certificación. El aprendizaje y la asignación de funciones sociales se funden en la escolarización. Y no obstante, aprender significa adquirir una nueva habilidad o entendimiento, mientras la promoción depende de la opinión que otros se hayan formado. El aprender es con frecuencia el resultado de una instrucción, pero el ser elegido para una función o categoría en el mercado del trabajo depende cada vez más sólo del tiempo que se ha asistido a un centro de instrucción.
Instrucción es la selección de circunstancias que facilitan el aprendizaje. Las funciones se asignan fijando un currículum de condiciones que el candidato debe satisfacer para pasar la valla. La escuela vincula la instrucción —pero no el aprendizaje— con estas funciones. Esto no es ni razonable ni liberador. No es razonable porque no liga unas cualidades o competencias sobresalientes a las funciones por desempeñar, sino el proceso mediante el cual se supone que habrán de adquirirse dichas cualidades. No libera ni educa porque la escuela reserva la instrucción para aquellos cuyos pasos en el aprendizaje se ajusten a unas medidas aprobadas de control social.
El currículum se ha empleado siempre para asignar el rango social. En ocasiones podía ser prenatal: el karma le adjudica a uno a determinada casta y el linaje a la aristocracia. El currículum podía adoptar la forma de un ritual, de ordenaciones sacras y secuenciales, o bien podía consistir en una sucesión de hazañas guerreras o cinegéticas, o bien las promociones ulteriores podían depender de una serie de previos favores regios. La escolaridad universal tenía por objeto el separar la adjudicación de funciones de la historia personal de cada cual: se ideó para dar a todos una oportunidad igual de obtener cualquier cargo. Aún ahora muchos creen erróneamente que la escuela asegura el que la confianza pública dependa de unos logros sobresalientes en el saber. Pero en vez de haber igualado las posibilidades, el sistema escolar ha monopolizado su distribución.
Para separar la competencia del currículum, debe convertirse en tabú toda indagación acerca del historial de aprendizaje de cada persona, tal como las indagaciones acerca de su afiliación política, su asistencia a la iglesia, linaje, hábitos sexuales o antecedentes raciales. Deben dictarse leyes que prohíban la discriminación basada en una previa escolaridad. Evidentemente, las leyes no pueden impedir el prejuicio contra el no escolarizado —ni se pretende con ellas obligar a nadie a casarse con un autodidacta—, pero pueden desaprobar la discriminación injustificada.
Otra gran ilusión en que se apoya el sistema escolar es aquella de que la mayor parte del saber es el resultado de la enseñanza. La enseñanza puede, en verdad, contribuir a ciertos tipos de aprendizaje en ciertas circunstancias.Pero la mayoría de las personas adquieren la mayor parte de su conocimiento fuera de la escuela, y cuando este conocimiento se da en ella, sólo es en la medida en que, en unos cuantos países ricos, la escuela se ha convertido en su lugar de confinamiento durante una parte cada vez mayor de sus vidas.
Lo principal del aprendizaje sobreviene casualmente, e incluso el aprendizaje más intencional no es el resultado de una instrucción programada. Los niños normales aprenden su lenguaje de manera informal, aunque con mayor rapidez si sus padres les prestan atención. La mayoría de las personas que aprenden bien un segundo idioma lo hacen a consecuencia de circunstancias aleatorias y no de una enseñanza ordenada. Llegan a vivir con sus abuelos,[4] o viajan, o se enamoran de algún extranjero. La lectura fácil proviene con igual frecuencia de la escuela o de actividades extracurriculares de este tipo. La mayoría de quienes leen profusamente y con placer tan sólo creen que aprendieron a hacerlo en la escuela; cuando se les discute esto, descartan fácilmente este espejismo.
Pero el hecho de que aún ahora una gran parte del aprendizaje parece ocurrir al azar y como subproducto de alguna otra actividad definida como trabajo u ocio no significa que el aprendizaje planificado no beneficie la instrucción planificada. Al estudiante poderosamente motivado que se enfrenta con la tarea de adquirir una habilidad nueva y compleja puede aprovecharle mucho la disciplina que hoy en día se asocia mentalmente con el maestro de viejo cuño que antaño enseñaba lectura, hebreo, catecismo o multiplicación de memoria. La escuela ha hecho que ahora este tipo de enseñanza rutinaria sea escaso y mal reputado, y no obstante hay muchas destrezas que un estudiante motivado de aptitudes normales puede dominar en unos pocos meses si se le enseña de este modo tradicional. Esto vale tanto para los códigos como para su desciframiento; para los segundos o terceros idiomas como para la lectura y la escritura; e igualmente para lenguajes especiales como álgebra, la programación de computadoras, el análisis químico, o para destrezas manuales como la mecanografía, la relojería, la fontanería, las instalaciones domésticas de electricidad, la reparación de televisores; o, si es por eso, para bailar, conducir vehículos y bucear.
En algunos casos, el ser aceptado en un programa de aprendizaje dirigido a una determinada habilidad podría presuponer competencia en alguna otra habilidad, pero ciertamente no se haría depender del proceso mediante el cual se hubieran adquirido tales habilidades previas requeridas. La reparación de televisores presupone saber leer y algo de matemáticas; el bucear, ser buen nadador; y el conducir, muy poco de ambas cosas. El progreso en el aprendizaje es mensurable. Es fácil calcular los recursos óptimos de tiempo y materiales que un adulto corriente motivado necesita. El coste de enseñar un segundo idioma europeo occidental hasta un elevado nivel de fluidez oscila entre cuatrocientos y seiscientos dólares en Estados Unidos, y para una lengua oriental el tiempo requerido de instrucción podría duplicarse. Esto sería todavía poquísimo en comparación con el coste de doce años de escolaridad en la ciudad de Nueva York (condición para ingresar en el Departamento de Higiene) —casi quince mil dólares. Sin duda que no sólo el maestro, sino también el impresor y el farmacéutico protegen sus oficios mediante el espejismo público de que el adiestramiento para aprenderlos es muy costoso.
En la actualidad, las escuelas se apropian de antemano de la mayor parte de los fondos para educación. La instrucción rutinaria que cuesta menos que una escolarización comparable es ahora un privilegio de quienes son lo bastante ricos como para pasarse por alto las escuelas, y de aquellos a quienes el ejército o las grandes firmas les proporcionan un adiestramiento en el trabajo mismo. En un programa de desescolarización progresiva para Estados Unidos, en un comienzo habría escasez de recursos para el adiestramiento rutinario. Pero finalmente no habría impedimento alguno para cualquiera que en cualquier momento de su vida quisiese elegir una instrucción entre centenares de habilidades definibles y a cargo del Estado.
Ahora mismo podrían proporcionarse calificaciones educacionales aceptables en cualquier centro de enseñanza de oficios en cantidades limitadas para personas de cualquier edad, y no sólo para pobres. Yo concibo dicha calificación (o crédito) en forma de un pasaporte educacional o una «tarjeta de educrédito» entregada a cada ciudadano al nacer. A fin de favorecer a los pobres, que probablemente no usarían sus cuotas anuales a temprana edad, podría estipularse que los usuarios tardíos de tales «títulos» acumulados ganasen interés. Dichos créditos permitirían a la mayoría adquirir las habilidades de mayor demanda, cuando les conviniese, de manera mejor, más rápida, más barata, y con menos efectos subsidiarios desfavorables que en la escuela.
Los profesores potenciales de destrezas o habilidades nunca siguen siendo escasos por largo tiempo pues, por una parte, la demanda de una habilidad crece sólo al ponerse en práctica en una comunidad y, por otra, un hombre que ejerza una habilidad puede también enseñarla. Pero, actualmente, aquellos que usan una habilidad que está en demanda y que precisan un profesor humano tienen estímulos negativos para compartir con otros estas habilidades. Esto lo hacen ya sea maestros que monopolizan la licencias, ya sea sindicatos que protegen sus intereses gremiales. Unos centros de enseñanza de oficios o habilidades a los que los clientes juzgaran por sus resultados, y no por el personal que empleasen o por el proceso que utilizasen, abrirían oportunidades insospechadas de trabajo, frecuentemente incluso para aquellos que hoy se consideran inempleables. Verdaderamente no hay motivo para que tales centros no estuviesen en el lugar mismo de trabajo, proporcionando el patrono y su personal tanto la instrucción como trabajos a quienes eligiesen el utilizar sus créditos educacionales de esta manera.
En 1956 se suscitó la necesidad de enseñar rápidamente español a varios centenares de maestros, trabajadores sociales y curas de arquidiócesis de Nueva York, de modo que pudiesen comunicarse con los portorriqueños. Mi amigo Gerry Morris anunció en español por una radioemisora que necesitaba hispanohablantes nativos, que viviesen en Harlem. Al día siguiente unos doscientos adolescentes se alineaban frente a su oficina, y entre ellos eligió cuatro docenas —muchos de ellos desertores escolares. Los instruyó en el uso del Manual de Instrucción del Instituto del Servicio Exterior de los EU, para español, concebido para el uso de lingüistas con licenciatura, y al cabo de una semana sus profesores se manejaban solos —cada uno de ellos a cargo de cuatro neoyorquinos que querían hablar el idioma. En el plazo de seis meses se había cumplido la misión. El cardenal Spellman podía afirmar que tenía 127 parroquias en cada una de las cuales había por los menos tres miembros de su personal que podían conversar en español. Ningún programa escolar podría haber logrado iguales resultados.
Los profesores de habilidades se hacen escasos por la creencia en el valor de los títulos. La certificación es una manera de manipular el mercado y es concebible sólo para una mente escolarizada. La mayoría de los profesores de artes y oficios son menos diestros, tiene menor inventiva y son menos comunicativos que los mejores artesanos y maestros. La mayoría de los profesores del castellano o de francés de bachillerato no hablan esos idiomas con la corrección con que lo harían sus alumnos después de un semestre de rutinas competentes. Unos experimentos llevados a cabo por Ángel Quintero en Puerto Rico sugieren que muchos adolescentes, si se les dan los adecuados incentivos, programas y acceso a las herramientas, son mejores que la mayoría de los maestros de escuela para iniciar a los de su edad en la exploración científica de las plantas, las estrellas y la materia, y en el descubrimiento de cómo y por qué funciona un motor o un radio.
Las oportunidades para el aprendizaje de habilidades pueden multiplicarse enormemente si abrimos el «mercado». Esto depende de reunir al maestro correcto con el alumno correcto cuando éste está altamente motivado dentro de un programa inteligente, sin la restricción del currículum.
La instrucción libre y rutinaria es una blasfemia subversiva para el educador ortodoxo. Ella desliga la adquisición de destrezas de la educación «humana», que la escuela empaca conjuntamente, y fomenta así el aprendizaje sin título o permiso no menos que la enseñanza sin título para fines imprevisibles.
Hay actualmente una propuesta registrada que a primera vista parece ser sumamente sensata. La preparó Christopher Jencks, del Center for the Study of Public Policy,[5] y está proporcionada por la Office of Economic Opportunity.[6] Propone poner unos «bonos» o «títulos» educacionales o donaciones para pagarse el coste de los estudios, en manos de padres y estudiantes para que los gasten en las escuelas que elijan. Tales bonos individuales podrían ser en verdad un importante paso de avance en la dirección correcta. Necesitamos que se garantice a cada ciudadano el derecho a una parte igual de los recursos educativos derivados de los impuestos, el derecho a verificar esta parte, y el derecho a entablar juicio si le es denegada. Es una forma de garantía contra la tributación regresiva.
Pero la propuesta de Jencks comienza con la ominosa declaración de que «los conservadores, los liberales y los radicales se han quejado todos ellos en una u otra oportunidad de que el sistema educacional estadounidense da a los educadores profesionales un incentivo demasiado pequeño para que proporcionen una educación de gran calidad a la mayoría de los niños». La propuesta se condena sola al proponer donaciones para pagar unos estudios que tendrían que gastarse en escolarizarse.
Esto es como dar a un inválido un par de muletas, advirtiéndole de que las use sólo si les amarra los extremos. En su forma actual, la propuesta de estos bonos educacionales sirve de juego no sólo de los educadores profesionales sino también de los racistas, de los promotores de escuelas religiosas, y de otros cuyos intereses son socialmente disociantes. Sobre todo, los bonos educacionales cuyo uso se restrinja a las escuelas sirve al juego de quienes quieren continuar viviendo en una sociedad en la que el progreso social está ligado, no al conocimiento comprobado, sino al historial de aprendizaje mediante el cual presuntamente se adquiere. Esta discriminación en favor de la escuelas que domina la exposición de Jencks sobre el refinanciamiento de la educación podría desacreditar uno de los principios que más perentoriamente se precisan para la reforma educacional: el retorno de la iniciativa y la responsabilidad del aprendizaje al aprendiz o a su tutor más inmediato. La desescolarización de la sociedad implica el reconocimiento de la naturaleza ambivalente del aprendizaje. La insistencia en la sola rutina podría ser un desastre; igual énfasis debe hacerse en otros tipos de aprendizaje. Pero si las escuelas son el lugar inapropiado para aprender una destreza, son lugares aún peores para adquirir una educación. La escuela realiza mal ambas tareas, en parte porque no distingue entre ellas. La escuela es ineficiente para instruir en destrezas por ser curricular. En la mayoría de las escuelas, un programa cuyo objetivo es mejorar una habilidad está siempre concatenado a otra tarea no pertinente. La historia está amarrada al derecho de usar el patio de juegos.
Las escuelas son todavía menos eficientes en la disposición de circunstancias que alienten el uso irrestricto, exploratorio, de habilidades adquiridas, para lo cual reservaré el término de «educación liberal». El principal motivo de esto es el que la escuela sea obligatoria y llegue a convertirse en la escolaridad por la escolaridad: una estadía forzosa en compañía de profesores, que paga con el dudoso privilegio de continuar en dicha compañía. Así como la instrucción de destrezas debe ser liberada de restricciones curriculares, a la educación liberal debe desligársela de la asistencia obligatoria. Mediante dispositivos institucionales puede ayudarse tanto al aprendizaje de habilidades como a la educación encaminada a un comportamiento creativo e inventivo, pero ambas cosas son de una naturaleza diferente y frecuentemente contraria.
La mayoría de las destrezas pueden adquirirse y perfeccionarse mediante rutinas; porque la destreza o habilidad implica el dominio de una conducta definible y predecible. La instrucción de una destreza puede apoyarse, por consiguiente, en la simulación de las circunstancias en que se utilizará dicha destreza. En cambio, la educación en el empleo exploratorio y creativo de destrezas no puede descansar en sistemas rutinarios. La educación puede ser el resultado de la instrucción, aunque de una instrucción fundamentalmente opuesta a la rutina. Se apoya en la relación entre asociados que ya poseen algunas de las llaves que dan acceso a memorias almacenadas en la comunidad y por la comunidad. Se apoya en la sorpresa de la pregunta inesperada que abre nuevas puertas al cuestionario y a su asociado. El instructor de destrezas se apoya en la configuración de circunstancias fijas que permiten al aprendiz desarrollar unas reacciones o respuestas normales. El guía o maestro en educación se ocupa de ayudar a unos asociados parejos a que se reúnan de modo que se dé el aprendizaje. Él reúne a personas que parten de sus propias y no resueltas interrogantes. A lo que más ayuda al alumno a formular su perplejidad puesto que sólo un planteamiento claro le dará el poder de encontrar su pareja, moverse con ella, explorar en ese momento la misma cuestión en el mismo contexto.
En un comienzo parecería más difícil imaginar unos asociados o compañeros parejos para fines educativos que el hallar instructores de destrezas y compañeros para un juego. Una de las razones de que esto ocurra es el profundo temor que la escuela nos ha inculcado, un miedo que nos pone criticones. El intercambio intitulado de destrezas —a menudo destrezas inconvenientes— es más predecible y por tanto parece menos peligroso que las oportunidades ilimitadas de reunión para personas que comparten una cuestión en debate que es, en ese momento, social, intelectual y emocionalmente importante para ellas.
El profesor brasileño Paulo Freire sabe esto por experiencia. Descubrió que cualquier adulto puede comenzar a leer en cosa de cuarenta horas si las primeras palabras que descifra están cargadas de significado político. Freire adiestra a sus maestros para trasladarse a una aldea y descubrir las palabras que designan asuntos actuales importantes, tales como el acceso a un pozo, o el interés compuesto de las deudas que se le deben al patrón. Por la tarde, los aldeanos se reúnen para conversar sobre estas palabras clave. Comienza a percatarse de que cada palabra permanece en el pizarrón incluso después de haberse desvanecido su sonido. Las letras continúan abriendo, como llaves, la realidad y haciéndola manejable como problema. Frecuentemente he presenciado cómo en unos participantes crece la conciencia social y cómo se ven impedidos a actuar políticamente con la misma velocidad con que aprenden a leer. Parecen tomar la realidad en sus manos conforme escriben.
Recuerdo un hombre que se quejó del peso de los lápices: eran difíciles de manipular porque no pesaban como una pala; y recuerdo a otro que camino al trabajo se detuvo con sus compañeros y escribió con su azadón en el suelo la palabra de que venía conversando: «agua».[7] Desde 1962, mi amigo Freire ha pasado de exilio en exilio, principalmente porque rehúsa llevar a cabo sus sesiones en torno a palabras que hayan sido preseleccionadas por educadores aprobados y prefiere utilizar aquellas que los participantes llevan consigo a las clases.
El aparejamiento educativo entre personas que hayan sido escolarizadas con éxito es tarea diferente. Los que no necesitan tal ayuda son una minoría, incluso entre aquellos que leen revistas serias. La mayoría no puede ni deber ser congregada en torno a una consigna, a una palabra, a una imagen. Pero la idea sigue siendo la misma: debieran poder congregarse en torno a un problema elegido y definido por iniciativa de los participantes. El aprendizaje creativo, exploratorio, requiere sujetos de igual perplejidad ante los mismos términos o problemas. Las grandes universidades realizan el vano intento de aparejarlos multiplicando sus cursos y por lo general fracasan por cuanto están ligadas al currículum, a la estructura de cursos y a una administración burocrática. En las escuelas, tal como en las universidades, la mayoría de los recursos se gastan en comprar el tiempo y la motivación de un número reducido de personas para encarar problemas predeterminados en un escenario definido de forma ritual. La alternativa más radical para la escuela sería una red o servicio que diera a cada hombre la misma oportunidad de compartir sus intereses actuales con otros motivados por iguales cuestiones.
Permítaseme dar, como ejemplo de mi planteamiento, una descripción de cómo podría funcionar un aparejamiento intelectual en la ciudad de Nueva York. Cada hombre, en cualquier momento y a un precio mínimo, podría identificarse ante un computador con su dirección y su número de teléfono, indicando libro, artículos, película o grabación acerca de los cuales busca un compañero con el cual conversar. En un plazo de días podría recibir por correo la lista de otros que hubiesen tomado recientemente la misma iniciativa. Esta lista le permitiría concertar por teléfono una reunión con personas que inicialmente se conocerían exclusivamente por el hecho de haber solicitado un diálogo acerca del mismo tema. Conjuntar personas de acuerdo con el interés que tengan sobre un título dado es radicalmente simple. Permite la identificación sólo sobre la base de un deseo mutuo de conversar sobre una afirmación registrada por un tercero, y deja al individuo la iniciativa de concertar la reunión. Normalmente se hacen tres objeciones contra esta pureza esquelética. Las recojo no sólo para esclarecer la teoría que quiero ilustrar mediante mi propuesta —pues destacan la acendrada resistencia de desescolarizar la educación, a separar el aprendizaje del control social— sino también porque pueden ayudar a sugerir unos recursos existentes que no se emplean ahora para fines de aprendizaje.
La primera objeción es: ¿por qué no podría la identificación de cada cual basarse también en unaidea o en un tema de debate? Ciertamente dichos términos subjetivos podrían usarse también en un sistema informático. Los partidos políticos, iglesias, sindicatos, clubes, centros vecinales y sociedades profesionales organizan ya sus actividades educativas de ese modo y en efecto actúan como escuelas. Todos ellos aparejan personas a fin de explorar ciertos «temas»; y éstos se abordan en cursos, seminarios y planes de estudio en los que unos presuntos «intereses comunes» están preenvasados. Dicho «aparejamiento por tema» está, por definición, centrado en el profesor: precisa una presencia autoritaria para definir ante los participantes el punto de partida de su debate.
En contraste con lo anterior, el aparejamiento por el título de un libro, película, etc., en su forma pura deja al autor el definir el lenguaje especial, los términos y el marco de referencia dentro del cual se plantea un determinado problema o hecho; permiten a quienes acepten este punto de partida el identificarse uno con otro. Por ejemplo, el conjuntar gente en torno a la idea de «revolución cultural» conduce generalmente o a la confusión o a la demagogia. Por otra parte, el reunir a quienes se interesen en ayudarse mutuamente a entender un determinado artículo de Mao, Marcuse, Freud o Goodman sigue la gran tradición de aprendizaje liberal, desde losDiálogos de Platón, que están construidos en torno a unas presuntas declaraciones de Sócrates, hasta los comentarios de Tomás de Aquino sobre Pedro Lombardo. La idea de aparejar por título es pues radicalmente diferente de la teoría sobre la que se fundaban, por ejemplo, los clubes de los «Grandes Libros»: en vez de apoyarse en la selección realizada por algunos catedráticos de Chicago, cualquier par de personas puede, como compañeros de juego, elegir cualquier libro para analizarlo.
La segunda objeción pregunta: ¿por qué la identificación de quienes buscan compañero no podría incluir información sobre edad, antecedentes, visión del mundo, competencia, experiencia y otras características definitorias? Tampoco hay en este caso razón alguna por la cual tales restricciones discriminatorias no pudiesen (y no debiesen) incorporarse en algunas de las numerosas universidades —con o sin muros— que podrían usar el conjuntamiento mediante títulos como el dispositivo básico para organizarse. Puedo imaginar un sistema ideado para fomentar las reuniones de personas interesadas en las cuales el autor del libro elegido podría estar presente o representado; o un sistema que garantizara la presencia de un asesor competente, o uno al que tuviesen acceso sólo estudiantes matriculados en una facultad o escuela; o uno que permitiese reuniones sólo entre gente que definiese una de estas restricciones podría hallársele ventajas para el logro de metas específicas de aprendizaje. Pero me temo que, en la mayoría de los casos, el motivo real para proponer tales restricciones es el desdén proveniente de presuponer que la gente es ignorante: los educadores quieren evitar que el ignorante se junte con el ignorante en torno a un texto que podrían no entender y que leen sólo porque están interesados en él.
La tercera objeción: ¿por qué no proporcionar a quienes buscan compañero una ayuda incidental que facilite sus reuniones —espacio, horarios, selección de participantes, protección? Esto lo hacen actualmente las escuelas con toda la ineficiencia que caracteriza a las grandes burocracias. Si dejáramos la iniciativa de las reuniones a los interesados en reunirse, unas organizaciones que nadie clasifica hoy como educacionales harían mucho mejor este trabajo. Pienso en dueños de restaurantes, editores, servicios de recados telefónicos, directivos de trenes suburbanos que podrían promover sus servicios al hacerlos atractivos para reuniones educativas.
En una primera reunión en, digamos, un café, los co-interesados podrían establecer sus identidades colocando el libro en debate junto a sus tazas. Las personas que tomaran la iniciativa de concertar tales reuniones aprenderían pronto qué elementos citar para encontrarse con la gente que buscasen. El riesgo que en una conversación que uno mismo ha elegido le lleve a una pérdida de tiempo, a una decepción, e incluso a un desagrado es ciertamente menor que el riesgo corrido por quien solicita ingreso en una universidad. Una reunión concertada por computador para debatir un artículo de una revista de circulación nacional, celebrada en un café de la Cuarta Avenida, no obligaría a ningunos de los participantes a permanecer en compañía de sus nuevos conocidos por más tiempo del necesario para beber una taza de café, ni tendría que encontrarse con ellos de nuevo nunca más. La probabilidad de que ello le ayudara a perforar la opacidad de la vida en una ciudad moderna y a fomentar nuevas amistades, un trabajo de propia elección y un leer crítico, es elevada. (El hecho de que de este modo el FBI podría conseguir un registro de las reuniones y lecturas de uno es innegable; el que esto pueda aún preocupar a nadie en 1970 es sólo divertido para un hombre libre, quien quiéralo o no, aporta su cuota para ahogar a los espías en las nimiedades que recolectan.)
Tanto el intercambio de destrezas como la conjunción de copartícipes se fundan en el supuesto de que educación para todos significa educación por parte de todos. No es el reclutamiento en una institución especializada, sino sólo la movilización de toda la población lo que puede conducir a una cultura popular. Los maestros titulados se han apropiado del derecho que todo hombre tiene de ejercer su competencia para aprender e instruir igualmente. La competencia del maestro está a su vez restringida a lo que pueda hacerse en la escuela. Y, además, el trabajo y el tiempo libre están, a consecuencia de ello, alienados el uno del otro: tanto del trabajador como del espectador se espera que lleguen al lugar de trabajo prestos para encajar en una rutina preparada para ellos. La adaptación en forma de diseño, instrucción y publicidad de un producto los moldea para desempeñar su papel de modo muy semejante y como lo hace la educación mediante la escolaridad. Una alternativa radical para una sociedad escolarizada exige no sólo mecanismos para la adquisición formal de destrezas y el uso educativo de éstas. Implica un nuevo modo de encarar la educación informal o incidental.
La educación incidental ya no puede regresar a las formas que el aprendizaje adoptó en la aldea o en la ciudad medieval. La sociedad tradicional se asemeja más a un grupo de círculos concéntricos de estructuras significativas, mientras el hombre moderno debe aprender el cómo hallar significación en muchas estructuras con las que está relacionado de manera sólo marginal. En la aldea, el lenguaje, la arquitectura, el trabajo, la religión y las costumbres familiares eran compatibles entre sí, se explicaban y reforzaban mutuamente. El desarrollarse en una implicaba un desarrollo en las otras. Incluso el aprendizaje especializado era el subproducto de actividades especializadas, tales como la fabricación de zapatos o el canto de los salmos. Si un aprendiz no llegaba jamás a ser maestro o erudito, contribuía sin embargo a la fabricación de zapatos o a hacer solemnes los servicios litúrgicos. La educación no competía en tiempo ni con el trabajo ni con el ocio. Casi toda la educación era compleja, vitalicia y no planificada.
La sociedad contemporánea es el resultado de diseños e intenciones conscientes, y las oportunidades educativas han de ser incorporadas a esos diseños. Ahora disminuirá la confianza que depositamos en la instrucción especializada y a tiempo completo a través de la escuela, y hemos de hallar nuevas maneras de aprender y enseñar: la calidad educativa de todas las instituciones debe aumentar una vez más. Pero ésta es una previsión muy ambigua. Podría significar que los hombres de la ciudad moderna serán cada día más las víctimas de un proceso eficaz de instrucción total y manipulación una vez que estén privados incluso del tenue asomo de independencia crítica que proporcionan hoy en día las escuelas liberales, cuando menos a algunos de sus alumnos.
Podría significar también que los hombres se escudarán menos tras certificados adquiridos en la escuela y adquirirán así valor para ser «respondones» y controlar e instruir de ese modo a las instituciones en que participen. Para lograr esto último debemos aprender a valorar el valor social del trabajo y del ocio por el toma y daca educativo que posibilitan. La participación efectiva en la política de una calle, de un puesto de trabajo, o de un hospital es por lo tanto el mejor cartabón para evaluar su nivel como instituciones educativas. Hace poco dirigí la palabra a un grupo de estudiantes de los primeros años de bachillerato, empeñados en organizar un movimiento de resistencia a su enrolamiento obligatorio en la clase siguiente. Tenían por consigna «participación-no simulación». Les decepcionaba el que esto se entendiera como una petición de menos educación en vez de lo contrario, y me hicieron recordar la resistencia que opuso Karl Marx a un párrafo en el programa de Gotha el cual —hace cien años— quería hacer ilegal el trabajo infantil. Se opuso a la proposición en pro de la educación de los jóvenes, que podía producirse sólo en el trabajo. Si el mayor fruto del trabajo del hombre debiera ser la educación que se deriva de éste y la oportunidad que el trabajo le da para iniciar la educación de otros, entonces la alienación de la sociedad moderna en un sentido pedagógico es aún peor que su alienación económica.
El mayor obstáculo en el camino de una sociedad que educa verdaderamente lo definió muy bien un amigo mío, negro de Chicago, quien me dijo que nuestra imaginación estaba «totalmente escuelada». Permitimos al Estado verificar las deficiencias educativas universales de sus ciudadanos y establecer un organismo especializado para tratarlos. Compartimos así la ilusión de que podemos distinguir entre qué es educación necesaria para otros y qué no lo es, tal como generaciones anteriores establecieron leyes, las cuales definían qué era sagrado y qué profano.
Durkheim reconoció que esta capacidad para dividir la realidad social en dos ámbitos era la esencia misma de la religión formal. Existen —razonó— religiones sin lo sobrenatural y religiosas sin Dios, pero no hay ninguna que no subdivida el mundo en cosas, tiempo y personas que son sagradas y en otras que por consecuencia son profanas. Este penetrante alcance de Durkheim puede aplicarse a la sociología de la educación, pues la escuela es radicalmente divisoria de manera parecida.
La existencia misma de las escuelas obligatorias divide cualquier sociedad en dos ámbitos: ciertos lapsos, procesos, tratamientos y profesiones son «académicos» y «pedagógicos», y otros no lo son. Así, el poder de la escuela para dividir la realidad social no conoce límites: la educación se hace no terrenal, en tanto que el mundo se hace no educacional.
A partir de Bonhoeffer, los teólogos contemporáneos han señalado la confusión que reina hoy en día entre el mensaje bíblico y la religión institucionalizada. Señalan la experiencia que la libertad y la fe cristianas suelen ganar con secularización. Sus afirmaciones suenan inevitablemente blasfemas para muchos clérigos. Es incuestionable que el proceso educativo ganará con la desescolarización de la sociedad aun cuando esta exigencia les suene a muchos escolares como una traición a la cultura. Pero es la cultura misma la que está siendo apagada hoy a las escuelas.
La secularización de la fe cristiana depende de la dedicación que pongan en ello los cristianos arraigados en la Iglesia. De manera muy parecida, la desescolarización de la educación depende del liderazgo de quienes se criaron en las escuelas. El currículum que cumplieron no puede servirles como excusa para la tarea: cada uno de nosotros sigue siendo responsable de lo que se ha hecho por él, aun cuando puede que no sea capaz sino de aceptar esta responsabilidad y servir de advertencia para otros.
Algunas palabras llegan a ser tan flexibles que dejan de ser útiles. Entre éstas se cuentan «escuela» y «enseñanza». Se filtran, como una amiba, por cualquier intersticio del lenguaje. El ABM[8] enseñará a los rusos, la IBM enseñará a los niños negros, y el ejército puede llegar a ser la escuela de la nación.
Por consiguiente, la búsqueda de alternativas en educación debe comenzar por un acuerdo acerca de lo que entendemos por «escuela». Esto puede hacerse de varias maneras. Podemos comenzar por anotar las funciones latentes desempeñadas por los sistemas escolares modernos, tales como los de custodia, selección, adoctrinamiento y aprendizaje. Podríamos hacer un análisis de clientela y verificar cuál de estas funciones latentes favorece o desfavorece a los maestros, patronos, niños, padres, o a las profesiones. Podríamos repasar la historia de la cultura occidental y la información reunida por la antropología a fin de encontrar instituciones que desempeñaron un papel semejante al que hoy cumple la escolarización. Podríamos finalmente recordar los numerosos dictámenes normativos que se han hecho desde el tiempo de Comenius, o incluso desde Quintiliano, y descubrir a cuál de éstos se aproxima más el moderno sistema escolar. Pero cualquiera de estos enfoques nos obligaría a comenzar con ciertos supuestos acerca de una relación entre escuela y educación. Para crear un lenguaje en el cual podamos hablar acerca de la escuela sin ese incesante recurrir a la educación, he querido comenzar por algo que podría llamarse una fenomenología de la escuela pública. Con este objeto definiré «escuela» como el proceso que especifica edad y se relaciona con maestros, y exige asistencia a tiempo completo a un currículum obligatorio.
1. Edad. La escuela agrupa a las personas según sus edades. Este agrupamiento se funda en tres premisas indiscutidas. A los niños les corresponde estar en la escuela. Los niños aprenden en la escuela. A los niños puede enseñárseles solamente en la escuela. Creo que estas tres premisas no sometidas a examen merecen ser seriamente puestas en duda.
Nos hemos ido acostumbrando a los niños. Hemos decidido que deberían ir a la escuela, hacer lo que se les dice, y no tener ni ingresos ni familias propios. Esperamos que sepan el lugar que ocupan y se comporten como niños. Recordamos, ya sea nostálgicamente o con amargura, el tiempo en que también fuimos niños. Se espera de nosotros que toleremos la conducta infantil de los niños. La humanidad es, para nosotros, una especie simultáneamente atribulada y bendecida con la tarea de cuidar los niños. No obstante, olvidamos que nuestro actual concepto de «niñez» sólo se desarrolló recientemente en Europa Occidental, y hace aún menos en América.[9] La niñez como algo diferente de la infancia, la adolescencia o la juventud fue algo desconocido para la mayoría de los periodos históricos. Algunos siglos del cristianismo no tuvieron ni siquiera una idea de sus proporciones corporales. Los artistas pintaban al niño como un adulto en miniatura sentado en el brazo de su madre. Los niños aparecieron en Europa junto con el reloj de bolsillo y los prestamistas cristianos del Renacimiento. Antes de nuestro siglo ni los ricos ni los pobres supieron nada acerca de vestidos para niños, juegos para niños, o de la inmunidad del niño ante la ley. La niñez pertenecía a la burguesía. El hijo del obrero, el del campesino y el del noble vestían todos como lo hacían sus padres, jugaban como éstos, y eran ahorcados igual que ellos. Después de que la burguesía descubriera la «niñez», todo esto cambió. Sólo algunas iglesias continuaron respetando por cierto tiempo la dignidad y madurez de los menores. Hasta el Segundo Concilio Vaticano, se le decía a cada niño que un cristiano llega a tener discernimiento moral y libertad a la edad de siete años y a partir de entonces es capaz de caer en pecados por los cuales podrá ser castigado por toda una eternidad en el infierno. A mediados de este siglo, los padres de clase media comenzaron a tratar de evitar a sus niños el impacto de esta doctrina, y su modo de pensar acerca de los niños es el que hoy prevalece en la Iglesia.
Hasta el siglo pasado, los «niños» de padres de clase media se fabricaban en casa con la ayuda de preceptores y escuelas privadas. Sólo con el advenimiento de la sociedad industrial la producción en masa de la «niñez» comenzó a ser factible y a ponerse al alcance de la multitud. El sistema escolar es un fenómeno moderno, como lo es la niñez que lo produce.
Puesto que hoy en día la mayoría de las personas viven fuera de las ciudades industriales, la mayoría de la gente no experimenta actualmente la niñez. En los Andes, uno labra la tierra cuando ha llegado a ser «útil». Antes de esa edad, uno cuida a las ovejas. Si se está bien nutrido, debe llegarse a ser útil hacia los once años de edad, y de otro modo a los doce. Estaba yo conversando hace poco con Marcos, mi celador nocturno, acerca de su hijo de once años que trabajaba en una barbería. Hice en español la observación de que su hijo era todavía un niño.Marcos, sorprendido, contestó con inocente sonrisa: «Don Iván, creo que usted tiene razón». Percatándome de que hasta el momento de mi observación Marcos había pensado en el muchacho primariamente como su «hijo», me sentí culpable de haber corrido la cortina de la niñez entre dos personas sensatas. Naturalmente que si yo le fuese a decir a un habitante de los barrios bajos de Nueva York que su hijo que trabaja es todavía un «niño», no mostraría ninguna sorpresa. Sabe él muy bien que a su hijo de once años debería permitírsele su niñez, y se resiente de que no sea así. El hijo de Marcos no ha sido afectado aún por el anhelo de tener niñez, el hijo del neoyorquino se siente desposeído.
Así pues, la mayoría de la gente en el mundo o no quieren o no pueden conceder una niñez moderna para sus críos. Pero también parece que la niñez es una carga para esos pocos a quienes se les concede. A muchos simplemente se les obliga a pasar por ella y no están en absoluto felices de desempeñar el papel de niños. Crecer pasando por la niñez significa estar condenado a un proceso de conflicto inhumano entre la conciencia de sí y el papel que impone una sociedad que está pasando por su propia edad escolar. Ni Stephen Dédalus ni Alexander Portnoy gozaron de la niñez, y según sospecho, tampoco nos gustó a muchos de nosotros el ser tratados como niños.
Si no existiese una institución de aprendizaje obligatorio y para una edad determinada, la «niñez» dejaría de fabricarse. Los menores de los países ricos se librarían de su destructividad, y los países pobres dejarían de rivalizar con la niñería de los ricos. Para que la sociedad pudiese sobreponerse a su edad de la niñez, tendría que hacerse vivible para los menores. La disyunción actual entre una sociedad adulta que pretende ser humanitaria y un ambiente escolar que remeda la realidad no puede seguir manteniéndose.
El hecho de privar de apoyo oficial a las escuelas podría terminar también con la discriminación contra los nenes, los adultos y los ancianos en favor de los niños durante su adolescencia y juventud. Es probable que la decisión social de asignar recursos educacionales preferentemente a aquellos ciudadanos que han dejado atrás la extraordinaria capacidad de aprendizaje de sus primeros años y no han llegado a la cúspide de su aprendizaje automotivado parezca grotesca cuando se vea retrospectivamente.
La sabiduría institucional nos dice que los niños necesitan la escuela. La sabiduría institucional nos dice que los niños aprenden en la escuela. Pero esta sabiduría institucional es en sí el producto de las escuelas, porque el sólido sentido común nos dice que sólo a niños se les puede enseñar en la escuela. Sólo segregando a los seres humanos en la categoría de la niñez podremos someterlos alguna vez a la autoridad de un maestro de escuela.
2. Profesores y alumnos. Por definición, los niños son alumnos. La demanda por el medio ambiente escolar crea un mercado ilimitado para los profesores titulados. La escuela es una institución construida sobre el axioma de que el aprendizaje es el resultado de la enseñanza. Y la sabiduría institucional continúa aceptando este axioma, pese a las pruebas abrumadoras en sentido contrario.
Todos hemos aprendido la mayor parte de lo que sabemos fuera de la escuela. Los alumnos hacen la mayor parte de su aprendizaje sin sus maestros, y, a menudo, a pesar de éstos. Y lo que es más trágico, a la mayoría de los hombres son las escuelas las que les enseñan su lección, aun cuando nunca vayan a la escuela.
Toda persona aprende a vivir fuera de la escuela. Aprendemos a hablar, pensar, amar, sentir, jugar, blasfemar, politiquear y trabajar sin la interferencia de un profesor. Ni siquiera los niños que están día y noche bajo la tutela de un maestro constituyen excepciones a la regla. Los huérfanos, los cretinos y los hijos de maestros de escuela aprenden la mayor parte de lo que aprenden fuera del proceso «educativo» programado para ellos. Los profesores han quedado mal parados en sus intentos de aumentar el aprendizaje entre los pobres. A los padres pobres que quieren que sus hijos vayan a la escuela no les preocupa tanto lo que aprendan como el certificado y el dinero que obtendrán. Y los padres de clase media confían sus hijos a un profesor que evita que aprendan aquello que los pobres aprenden en la calle. Las investigaciones sobre educación están demostrando cada día más que los niños aprenden aquello que sus maestros pretenden enseñarles, no de éstos, sino de sus iguales, de las tiras cómicas, de la simple observación al pasar y sobre todo, del solo hecho de participar en el ritual de la escuela. Las más de las veces los maestros obstruyen el aprendizaje de materias de estudio conforme se dan en la escuela.
La mitad de la gente en nuestro mundo jamás ha estado en una escuela. No se han topado con profesores, y están privados del privilegio de llegar a ser desertores escolares. Y no obstante, aprenden eficazmente el mensaje que la escuela enseña: el que deben tener escuela, y más y más escuela. La escuela les instruye acerca de su propia inferioridad mediante el cobrador de impuestos que les hace pagar por ella, mediante el demagogo que les suscita las esperanzas de tenerla, o bien mediante sus niños cuando éstos se ven luego enviciados por ella. De modo que a los pobres se les quita su respeto a sí mismos al suscribirse a un credo que concede la salvación sólo a través de la escuela. La Iglesia les da al menos la posibilidad de arrepentirse en la hora de su muerte. La escuela les deja con la esperanza (una esperanza falsificada) de que sus nietos la conseguirán. Esa esperanza es, por cierto, otro aprendizaje más que proviene de la escuela; pero no de los profesores.
Los alumnos jamás han atribuido a sus maestros lo que han aprendido. Tanto los brillantes como los lerdos han confiado siempre en la memorización, la lectura y el ingenio para pasar sus exámenes, movidos por el garrote o por la obtención de una carrera ambicionada.
Los adultos tienden a crear fantasías románticas sobre su periodo de escuela. Atribuyen retrospectivamente su aprendizaje al maestro cuya paciencia aprendieron a admirar. Pero esos mismos adultos se preocuparían por la salud mental de un niño que corriera a casa a contarles qué han aprendido de cada uno de sus profesores. Las escuelas crean trabajos para maestros de escuela, independientemente de lo que aprendan de ellos sus alumnos.
3. Asistencia a jornada completa. Cada mes veo una nueva lista de propuestas que hace al AID[10] alguna industria estadounidense, sugiriéndole reemplazar los «practicantes del aula» latinoamericanos por unos disciplinados administradores de sistemas o simplemente por la televisión. Pero, aunque el profesor sea una maestra primaria o un equipo de tipos con delantales blancos, y ya sea que logren enseñar la materia indicada en el catálogo o fracasen en el intento, el maestro profesional crea un entorno sagrado. La incertidumbre acerca del futuro de la enseñanza profesional pone al aula en peligro. Si los educadores profesionales se especializan en fomentar el aprendizaje, tendrían que abandonar un sistema que exige entre 750 y 1.500 reuniones por año. Pero naturalmente los profesores hacen mucho más que eso. La sabiduría institucional de la escuela dice a los padres, a los alumnos y a los educadores que el profesor, para que pueda enseñar debe ejercer su autoridad en un recinto sagrado. Esto es válido incluso para profesores cuyos alumnos pasan la mayor parte de su tiempo escolar en una aula sin muros.
La escuela, por su naturaleza misma, tiende a reclamar la totalidad del tiempo y las energías de sus participantes. Esto a su vez hace del profesor un custodio, un predicador y un terapeuta.
El maestro funda su autoridad sobre una pretensión diferente en cada uno de estos tres papeles. El profesor-como-custodio actúa como maestro de ceremonias que guía a sus alumnos a lo largo de un ritual dilatado y laberíntico. Es árbitro del cumplimiento de las normas y administra las intrincadas rúbricas de iniciación a la vida. En el mejor de los casos, monta la escena para la adquisición de una habilidad como siempre han hecho los maestros de escuela. Sin hacerse ilusiones acerca de producir ningún saber profundo, somete a sus alumnos a ciertas rutinas básicas.
El profesor-como-moralista reemplaza a los padres, a Dios, al Estado. Adoctrina al alumno acerca de lo bueno y lo malo, no sólo en la escuela, sino en la sociedad en general. Se presentain loco parentis para cada cual y asegura así que todos se sientan hijos del mismo Estado.
El profesor-como-terapeuta se siente autorizado a inmiscuirse en la vida privada de su alumno a fin de ayudarle a desarrollarse como persona. Cuando esta función la desempeña un custodio y predicador, significa por lo común que persuade al alumno a someterse a una domesticación de su visión de la verdad y de su sentido de lo justo.
La afirmación de que una sociedad liberal puede basarse en la escuela moderna, es paradójica. Todas las defensas de la libertad individual quedan anuladas en los tratos de un maestro de escuela con su alumno. Cuando el maestro funde en su persona las funciones de juez, ideólogo y médico, el estilo fundamental de la sociedad es pervertido por el proceso mismo que debiera preparar para la vida. Un maestro que combine estos tres poderes contribuye mucho más a la deformación del niño que las leyes que dictan su menor edad legal o económica, o que restringen su libertad de reunión o de vivienda.
Los maestros no son en absoluto los únicos en ofrecer servicios terapéuticos. Los psiquiatras, los consejeros vocacionales y laborales, y hasta los abogados, ayudan a sus clientes a decidir, a desarrollar sus personalidades y a aprender. Pero el sentido común le dice al cliente que dichos profesionales deben abstenerse de imponer sus opiniones sobre lo bueno y lo malo, o de obligar a nadie a seguir su consejo. Los maestros de escuelas y los curas son los únicos profesionales que se sienten con derecho para inmiscuirse en los asuntos privados de sus clientes al mismo tiempo que predican a un público obligado. Los niños no están protegidos ni por la Primera ni por la Quinta Enmienda[11] cuando están frente a ese sacerdote secular, el profesor. El niño tiene que enfrentarse con un hombre que usa una triple corona invisible y que como la tiara papal, es el símbolo de la triple autoridad conjugada en una persona. Para el niño, el maestro pontifica como pastor, profeta y sacerdote —es a un mismo tiempo guía, maestro y administrador de un ritual sagrado. Conjuga las pretensiones de los papas medievales en una sociedad constituida bajo la garantía de que tales pretensiones no serán jamás ejercidas conjuntamente por una institución establecida y obligatoria —la Iglesia o el Estado.
El definir a los niños como alumnos a jornada completa permite al profesor ejercer sobre sus personas una especie de poder que está mucho menos limitado por restricciones constitucionales o consuetudinarias que el poder detentado por el guardián de otros enclaves sociales. La edad cronológica de los niños les descalifica respecto de las salvaguardas que son de rutina para adultos situados en un asilo moderno —un manicomio, un monasterio o una cárcel.
Bajo la mirada autoritaria del maestro, varios órdenes de valor se derrumban en uno solo. Las distinciones entre moralidad, legalidad y valor personal se difuminan y eventualmente son eliminadas. Se hace sentir cada transgresión como un delito múltiple. Se cuenta con que el delincuente sienta que ha quebrantado una norma, que se ha comportado de modo inmoral, y se ha abandonado. A un alumno que ha conseguido hábilmente ayuda en una examen se le dice que es un delincuente, un corrompido y un mequetrefe.
La asistencia a clases saca a los niños del mundo cotidiano de la cultural occidental y les sumerge en un ambiente mucho más primitivo, mágico y mortalmente serio. La escuela no podría crear un enclave como éste, dentro del cual se suspende físicamente a los menores durante muchos años sucesivos en las normas de la realidad ordinaria, a menos que encarcelara físicamente a los menores durante muchos años sucesivos en territorio sagrado. La norma de asistencia posibilita que el aula sirva de útero mágico, del cual el niño es dado periódicamente a luz al terminar el día escolar y el año escolar, hasta que es finalmente lanzado a la vida adulta. Ni la niñez universalmente prolongada ni la atmósfera sofocante del aula podrían existir sin las escuelas. Sin embargo, las escuelas, como canales obligatorios de aprendizaje, podrían existir sin ninguna de ambas y ser más represivas y destructivas que todo lo que hayamos podido conocer hasta la fecha. Para entender lo que significa desescolarizar la sociedad y no tan sólo reformar el sistema educacional establecido, debemos concentrarnos ahora en el currículum oculto de la escolarización. No nos ocupamos en este caso, y directamente, del currículum oculto de las calles del ghetto, que deja marcado al pobre, o con el currículum camuflado de salón, que beneficia al rico. Nos interesa más bien llamar la atención sobre el hecho de que el ceremonial o ritual de la escolarización misma constituye un currículum escondido de este tipo. Incluso el mejor de los maestros no puede proteger del todo a sus alumnos contra él. Este currículum oculto de la escolarización añade inevitablemente prejuicio y culpa a la discriminación que una sociedad practica contra algunos de sus miembros y realza el privilegio de otros con un nuevo título con el cual tener en menos a la mayoría. De modo igualmente inevitable, este currículum oculto sirve como ritual de iniciación a una sociedad de consumo orientada hacia el crecimiento, tanto para ricos como para pobres.
El graduado en una universidad ha sido escolarizado para cumplir un servicio selectivo entre los ricos del mundo. Sean cuales fueren sus afirmaciones de solidaridad con el Tercer Mundo, cada estadounidense que ha conseguido su título universitario ha tenido una educación que cuesta una cantidad cinco veces mayor que los ingresos medios de toda una vida de media humanidad. A un estudiante latinoamericano se le introduce en esta exclusiva fraternidad acordándole para su educación un gasto por lo menos 350 veces mayor que el de sus conciudadanos de clase media. Salvo muy raras excepciones, el graduado universitario de un país pobre se siente más a gusto con sus colegas norteamericanos o europeos que con sus compatriotas no escolarizados, y a todos los estudiantes se les somete a un proceso académico que les hace sentirse felices sólo en compañía de otros consumidores de los productos de la máquina educativa.
La universidad moderna confiere el privilegio de disentir a aquellos que han sido comprobados y clasificados como fabricantes de dinero o detentadores de poder en potencia. A nadie se le conceden fondos provenientes de impuestos para que tengan así tiempo libre para autoeducarse o el derecho de educar a otros, a menos que al mismo tiempo puedan certificarse sus logros. Las escuelas eligen para cada nivel superior sucesivo a aquellos que en las primeras etapas del juego hayan demostrado ser buenos riesgos[12] para el orden establecido. Al tener un monopolio sobre los recursos para el aprendizaje y sobre la investidura de los papeles por desempeñar en la sociedad, la universidad invita a sus filas al descubridor y al disidente en potencia. Un grado siempre deja su indeleble marbete con el precio en el currículum de su consumidor. Los grandes universitarios diplomados encajan sólo en un mundo que pone un marbete con el precio de sus cabezas dándoles así el poder de definir el nivel de esperanzas en su sociedad. En cada país, el monto que consume el graduado universitario fija la pauta para todos los demás; si fueran gente civilizada con trabajo o cesantes habrán de aspirar al estilo de vida de los graduados universitarios.
De este modo, la universidad tiene por efecto el imponer normas de consumo en el trabajo o en el hogar, y lo hace en todo el mundo y bajo todos los sistemas políticos. Cuanto menos graduados universitarios hay en un país, tanto más sirven de modelo para el resto de la población sus ilustradas exigencias. La brecha entre el consumo de un graduado universitario y el de un ciudadano corriente es incluso más ancha en Rusia, China y Algeria que en los Estados Unidos. Los coches, los viajes en avión y los manetófonos confieren una distinción más notoria en un país socialista en donde únicamente un título, y no tan sólo el dinero, pueden procurarlos.
La capacidad de la universidad para fijar de consumo es algo nuevo. En muchos países la universidad adquirió este poder sólo en la década del setenta, conforme la ilusión de acceso parejo a la educación pública comenzó a difundirse. Antes de entonces la universidad protegía la libertad de expresión de un individuo pero no convertía automáticamente su conocimiento en riqueza.
Durante la Edad Media, el ser estudioso significaba ser pobre y hasta mendicante. En virtud de su vocación, el estudioso medieval aprendía latín, se convertía en un out-sider digno tanto de la mofa como de la estimación del campesino y del príncipe, del burgués y del clérigo.
Para triunfar en el mundo, el escolástico tenía que ingresar primero en él, entrando en la carrera funcionaria, preferiblemente la eclesiástica. La universidad antigua era una zona liberada para el descubrimiento y el debate de ideas nuevas y viejas. Los maestros y los estudiantes se reunían para leer textos de otros maestros, muertos mucho antes, y las palabras vivas de los maestros difuntos daban nuevas perspectivas a las falacias del mundo presente. La universidad era entonces una comunidad de búsqueda académica y de inquietud endémica.
En la multiversidad moderna esta comunidad ha huido hacia las márgenes, en donde se junta en un apartamento, en la oficina de un profesor o en los aposentos del capellán. El propósito estructural de la universidad moderna guarda poca relación con la búsqueda tradicional. Desde los días de Gutenberg, el intercambio de la indagación disciplinada y crítica se ha trasladado en su mayor parte de la «cátedra» a la imprenta. La universidad moderna ha perdido por incumplimiento su posibilidad de ofrecer un escenario simple para encuentros que sean autónomos y anárquicos, enfocados hacia un interés y sin embargo espontáneos y vivaces, y ha elegido en cambio administrar el proceso mediante el cual se produce lo que ha dado en llamarse investigación y enseñanza.
Desde Sputnik, la universidad estadounidense ha estado tratando de ponerse a la par con el número de graduados que sacan los soviéticos. Ahora los alemanes están abandonando su tradición académica y están construyendo unos «campus» para ponerse a la par con los estadounidenses. Durante esta década quieren aumentar sus erogaciones en escuelas primarias y secundarias de 14 000 a 59 000 millones de DM y más que triplicar los desembolsos para la instrucción superior. Los franceses se proponen elevar para 1980 a un 10 por ciento de su PBN el monto gastado en escuelas, y la Fundación Ford ha estado empujando a países pobres de América Latina a elevar sus desembolsos per capita para los graduados «respetables» hacia los niveles estadounidenses. Los estudiantes consideran sus estudios como la inversión que produce el mayor rédito monetario, y las naciones los ven como un factor clave para el desarrollo.
Para la mayoría que va primariamente en pos de un grado universitario, la universidad no ha perdido prestigio, pero desde 1968 ha perdido notoriamente categoría entre sus creyentes. Los estadounidenses se niegan a prepararse para la guerra, la contaminación y la perpetuación del prejuicio. Los profesores les ayudan en su recusación de la legitimidad del gobierno, de su política exterior, de la educación y del sistema de vida norteamericano. No pocos rechazan títulos y se preparan para una vida en una contracultura, fuera de la sociedad diplomada. Parecen elegir la vía de los Fraticelli medievales o de los Alumbrados de la Reforma, los hippies y desertores escolares de su época. Otros reconocen el monopolio de las escuelas sobre sus recursos que ellos necesitan para construir una contrasociedad. Busca de apoyo el uno en el otro para vivir con integridad mientras se someten al ritual académico. Forman, por así decirlo, focos de herejía en medio de la jerarquía.
No obstante, grandes sectores de la población general miran al místico moderno y al heresiarca moderno con alarma. Éstos amenazan la economía comunista, el privilegio democrático y la imagen que de sí mismo tiene Estados Unidos. Pero no es posible eliminarlos con sólo desearlo. Cada vez menos aquellos a los que es posible reconvertir y reincorporar en las filas mediante sutilezas —como, por ejemplo, darles el cargo de enseñar como profesores su herejía. De aquí la búsqueda de medios que hagan posible ya sea el librarse de disidentes, ya sea disminuir la importancia de la universidad que les sirve de base para protestar.
A los estudiantes y a la facultad que ponen en tela de juicio la legitimidad de la universidad, y lo hacen pagando un alto costo personal, no les parece por cierto estar fijando normas de consumo ni favoreciendo un sistema determinado de producción. Aquellos que han fundado grupos tales como el Committee of Concerned Asian Scholars[13] y el North American Congress of Latin America (NACLA),[14] han sido de los más eficaces para cambiar radicalmente la visión que millones de personas jóvenes tenían de países extranjeros. Otros más han tratado de formular interpretaciones marxistas de la sociedad norteamericana o han figurado entre los responsables de la creación de comunas. Sus logros dan nuevo vigor al argumento de que la existencia de la universidad es necesaria para una crítica social sostenida.
No cabe duda de que en este momento la universidad ofrece una combinación singular de circunstancias que permite a algunos de sus miembros criticar el conjunto de la sociedad. Proporciona tiempo, movilidad, acceso a los iguales y a la información, así como cierta impunidad —privilegios de que no disponen igualmente otros sectores de la población. Pero la universidad permite esta libertad sólo a quienes ya han sido profundamente iniciados en la sociedad de consumo y en la necesidad de alguna especie de escolaridad pública obligatoria.
El sistema escolar de hoy en día desempeña la triple función que ha sido común a las iglesias poderosas a lo largo de la historia. Es simultáneamente el depósito del mito de la sociedad, la institucionalización de las contradicciones de este mito, y el lugar donde ocurre el ritual que reproduce y encubre las disparidades entre el mito y la realidad. El sistema escolar, y en particular la universidad, proporciona hoy grandes oportunidades para criticar el mito y para rebelarse contra las perversiones institucionales. Pero el ritual que exige tolerancia para con las contradicciones fundamentales entre mito e institución para todavía por lo general sin ser puesto en tela de juicio, pues ni la crítica ideológica ni la acción social pueden dar a luz una nueva sociedad. Sólo el desencanto con el ritual social central, el desligarse del mismo, y reformarlo pueden llevar a cabo un cambio radical.
La universidad estadounidense ha llegado a ser la etapa final del rito de la iniciación más global que el mundo haya conocido. Ninguna sociedad histórica ha logrado sobrevivir sin ritual o mito, pero la nuestra es la primera que ha necesitado una iniciación tan aburrida, morosa, destructiva y costosa a su mito. La civilización mundial contemporánea es también la primera que estimó necesario racionalizar su ritual fundamental de iniciación en el nombre de la educación. No podemos iniciar una reforma de la educación a menos que entendamos primero que ni el aprendizaje individual ni la igualdad social pueden acrecentarse mediante el ritual de la escolarización. No podremos ir más allá de la sociedad de consumo a menos que entendamos primero que las escuelas públicas obligatorias reproducen inevitablemente dicha sociedad, independientemente de lo que se enseñe en ellas.
El proyecto de desmitologización que propongo no puede limitarse tan sólo a la universidad. Cualquier intento de reformar la universidad sin ocuparse del sistema de que forma parte integral es como tratar de hacer la reforma urbana en Nueva York, desde el duodécimo piso hacia arriba. La mayor parte de las reformas introducidas en el nivel de la enseñanza superior, equivalen a rascacielos construidos sobre chozas. Sólo la generación que se críe sin escuelas obligatorias será capaz de recrear la universidad.
La escuela inicia asimismo el Mito de Consumo Sin Fin. Este mito moderno se funda en la creencia de que el proceso produce inevitablemente algo de valor y que, por consiguiente, la producción produce necesariamente demanda. La escuela nos enseña que la instrucción produce aprendizaje. La existencia de las escuelas produce la demanda de escolaridad. Una vez que hemos aprendido a necesitar la escuela, todas nuestras actividades tienden a tomar forma de unas relaciones de clientes respecto de otras instituciones especializadas. Una vez que se ha desacreditado al hombre o a la mujer autodidactos, toda actividad no profesional se hace sospechosa. En la escuela se nos enseña que el resultado de la asistencia es un aprendizaje valioso; que el valor del aprendizaje aumenta con el monto de la información de entrada; y, finalmente, que este valor puede medirse y documentarse mediante grados y diplomas.
De hecho, el aprendizaje es la actividad humana que menos manipulación de terceros necesita. La mayor parte del aprendizaje no es la consecuencia de una instrucción. Es más bien el resultado de una participación no estorbada en un entorno significativo. La mayoría de la gente aprende mejor «metiendo la cuchara», y sin embargo la escuela les hace identificar su desarrollo cognoscitivo personal con una programación y manipulación complicadas.
Una vez que un hombre o una mujer ha aceptado la necesidad de la escuela, es fácil presa de otras instituciones. Una vez que los jóvenes han permitido que sus imaginaciones sean formadas por la instrucción curricular, están condicionados para las planificaciones institucionales de toda especie. La «institución» les ahoga el horizonte imaginativo. No pueden ser traicionados, sino sólo engañados en el precio, porque se le ha enseñado a reemplazar la esperanza por las expectativas. Para bien o para mal, ya no serán cogidos de sorpresa por terceros, pues se les ha enseñado qué pueden esperar de toda otra persona que ha sido enseñada como ellos. Esto es válido para el caso de otra persona o de una máquina.
Esta transferencia de responsabilidad desde sí mismo a una institución garantiza la regresión social, especialmente desde el momento en que se ha aceptado como una obligación. Así los rebeldes contra el Alma Mater a menudo la «consiguen» e ingresan en su facultad en vez de desarrollar la valentía de infectar a otros con su enseñanza personal y de asumir la responsabilidad de las consecuencias de tal enseñanza. Esto sugiere la posibilidad de una nueva historia de Edipo —Edipo Profesor, que «consigue» a su madre a fin de engendrar hijos de ella. El hombre adicto a ser enseñado busca su seguridad en la enseñanza compulsiva. La mujer que experimenta su conocimiento como el resultado de un proceso quiere reproducirlo en otros.
Los valores institucionalizados que infunde la escula son valores cuantificados. La escuela inicia a los jóvenes en un mundo en el que todo puede medirse, incluso sus imaginaciones y hasta el hombre mismo.
Pero el desarrollo personal no una entidad mensurable. Es crecimiento en disensión disciplinada, que no puede medirse respecto de ningún cartabón, de ningún currículum, ni compararse con lo logrado por algún otro. En ese aprendizaje uno puede emular a otros sólo en el empeño imaginativo, y seguir sus huellas más bien que remendar sus maneras de andar. El aprendizaje que yo aprecio es una recreación inmensurable.
Las escuelas pretenden desglosar el aprendizaje en «materias», para incorporar en el alumno un currículum hecho con estos ladrillos prefabricados, y para medir el resultado con una escala internacional. Las personas que se someten a la norma de otros para la medida de su propio desarrollo personal pronto se aplican el mismo cartabón a sí mismos. Ya no es necesario ponerlos en su lugar, pues se colocan solos en sus casilleros correspondientes, se comprimen en el nicho que se les ha enseñado a buscar y, en el curso de este mismo proceso, colocan asimismo a sus prójimos en sus lugares, hasta que todo y todos encajan.
Las personas que han sido escolarizadas hasta su talla dejan que la experiencia no mensurada se les escape entre los dedos. Para ellas, lo que no puede medirse se hace secundario, amenazante. No es necesario robarles su creatividad. Con la instrucción, han desaprendido a «hacer» lo suyo o a «ser» ellas mismas, y valoran sólo aquello que ha sido fabricado o podría fabricarse.
Una vez que se ha escolarizado a las personas con la idea de que los valores pueden reproducirse y medirse, tienden a aceptar toda clase de clasificaciones jerárquicas. Existe una escala para el desarrollo de las naciones, otra para la inteligencia de los nenes, e incluso el avance hacia la paz puede medirse según un recuento de personas. En un mundo escolarizado, el camino hacia la felicidad está pavimentado con un índice de precios para el consumidor.
La escuela vende currículum: un atado de mercancías hecho siguiendo el mismo proceso y con la misma estructura que cualquier otra mercancía. La producción del currículum para la mayoría de las escuelas comienza la investigación presuntamente científica, fundados en la cual los ingenieros de la educación predicen la demanda futura y las herramientas para la línea de montaje, dentro de los límites establecidos por presupuestos y tabúes. El distribuidor-profesor entrega el producto terminado al consumidor-alumno, cuyas reacciones son cuidadosamente estudiadas y tabuladas a fin de proporcionar datos para la investigación que servirán para preparar el modelo siguiente que podrá ser «desgraduado», «concebido para alumnado», «enseñado en grupo», «con ayudas visuales», o «centrado en temas».
El resultado del proceso de producción de un currículum se asemeja a cualquier otro artículo moderno de primera necesidad. Es un paquete de significados planificados, una mercancía cuyo «atractivo equilibrado» la hace comercializable para una clientela lo bastante grande como para justificar su elevado coste de producción. A los consumidores-alumnos se les enseña a ajustar sus deseos a valores comercializables. De modo que se les hace sentirse culpables si no se comportan de conformidad con las predicciones de la investigación sobre consumidores mediante la consecución de grados y diplomas que les colocará en la categoría laboral que se les ha inducido a esperar.
Los educadores pueden justificar unos currícula más costosos fundándose en lo que han observado, a saber, que las dificultades de aprendizaje se elevan en proporción con el costo del currículum. Ésta es una aplicación de aquella ley de Parkinson que dice que una labor se expande junto con los recursos disponibles para ejecutarla. Esta ley puede verificarse en todos los niveles de la escuela: por ejemplo, las dificultades de lectura han sido un tema principal de debate en que los gastos per capita en ellas se han aproximado a los niveles estadounidenses de 1950 —año en el cual las dificultades para aprender a leer llegaron a ser tema de importancia en las escuelas de los Estados Unidos.
De hecho, los estadounidenses saludables redoblan su resistencia a la enseñanza conforme se ven más cabalmente manipulados. Su resistencia no se debe al estilo autoritario de una escuela pública o al estilo seductor de algunas escuelas libres, sino al planteamiento fundamental común a todas las escuelas —la idea de que el juicio de una persona debiera determinar qué y cuándo debe aprender otra persona.
Los crecientes costes per capita de la instrucción, aun cuando vayan acompañados por réditos de aprendizaje decrecientes, aumentan paradójicamente el valor del alumno o alumna ante sus propios ojos y su valor en el mercado. La escuela, casi al coste que sea, iza a empellones al alumno hasta el nivel del consumo curricular competitivo, hasta meterlo en el progreso hacia unos niveles cada vez más elevados. Los gastos que motivan al alumno a permanecer en la escuela se desbocan conforme asciende la pirámide. En niveles más altos adoptan el disfraz de nuevos estadios de fútbol, capillas, o programas llamados de Educación Internacional. Aunque no enseña ninguna otra cosa, la escuela enseña al menos el valor de la escalada: el valor de la manera estadounidense de hacer las cosas.
La guerra de Vietnam se ajusta a la lógica prevaleciente. Su éxito se ha medido por el número de personas afectivamente tratadas con balas baratas descargadas a un coste inmenso, y a este cálculo salvaje se le llama desvergonzadamente «recuento de cuerpos».[15] Así como los negocios son los negocios, la acumulación inacabable de dinero, así la guerra es el matar, la acumulación inacabable de cuerpos muertos. De manera semejante, la educación es escolarización, y este proceso sin término se cuenta en alumnos-hora. Los diferentes procesos son irreversibles y se justifican por sí mismos. Según las normas económicas, el país se hace cada vez más rico. Según las normas de la contabilidad mortal, la nación continúa ganando perennemente sus guerras. Y conforme a las normas escolares, la población se va haciendo cada vez más educada.
El programa escolar está hambriento de un bocado cada vez mayor de instrucción, pero aun cuando esta hambre conduzca a una absorción sostenida, nunca da el gozo de que uno sepa algo a su satisfacción. Cada tema llega envasado con la instrucción de continuar consumiendo una «oferta» tras otra, y el envase del año anterior es siempre anticuado para el consumidor del año en curso. El fraudulento negocio de los libros de texto está construido sobre esta demanda. Los reformadores educacionales prometen a cada generación lo último y lo mejor, y el público es escolarizado para pedir lo que ellos ofrecen. Tanto el desertor, a quien se le hace recordar a perpetuidad lo que se perdió, como el graduado a quien se le hace sentir inferior a la nueva casta de estudiantes, saben exactamente dónde están situados en el ritual de engaños crecientes, y continúan apoyando una sociedad que para denominar a la brecha cada vez más ancha de frustración usa el eufemismo de «revolución de expectativas crecientes».
Pero el crecimiento concebido como un consumo sin términos —el progreso eterno— no puede conducir jamás a la madurez. El compromiso con un ilimitado aumento cuantitativo vicia la posibilidad de un desarrollo orgánico.
En las naciones desarrolladas, la edad para salir de la escuela excede el aumento de los años de vida probable. Dentro de una década se cortarán ambas curvas y crearán un problema para Jessica Mitford y para los profesionales que se interesan en una «educación terminal». Me hace recordar la Edad Media tardía, cuando la demanda por los servicios de la Iglesia sobrepasó la duración de vida, y se creó el «purgatorio» para purificar las almas bajo el control papal antes de que pudiesen ingresar en la paz eterna. Lógicamente, esto condujo primero a un tráfico de indulgencias y luego a un intento de Reforma. El Mito del Consumo Sin Fin ocupa ahora el lugar de la creencia en la vida eterna.
Arnold Toynbee señaló que la decadencia de una gran cultura suele ir acompañada por el surgimiento de una nueva Iglesia Universal que lleva la esperanza al proletariado interior mientras atiende al mismo tiempo las necesidades de una nueva casta guerrera. La escuela parece eminentemente apta para ser la Iglesia Universal de nuestra decadente cultura. Ninguna institución podría ocultar mejor a sus participantes la profunda discrepancia entre los principios sociales y la realidad social en el mundo de hoy. Secular, científica y negadora de la muerte, se ciñe estrechamente al ánimo moderno. Su apariencia clásica, crítica, la hacer aparecer, si no antirreligiosa, al menos pluralista. Su currículum define la ciencia y la define a ella misma mediante la llamada investigación científica. Nadie completa la escuela —todavía. No cierra sus puertas a nadie sin antes ofrecerle una oportunidad más: educación de recuperación, para adultos y de continuación.
La escuela sirve como una eficaz creadora y preservadora del mito social debido a su estructura como juego ritual de las promociones graduadas. La introducción a este ritual es mucho más importante que el asunto enseñado o el cómo se enseña. Es el juego mismo el que escolariza, el que se mete en la sangre y se convierte en hábito. Se inicia a una sociedad entera en el Mito del Consumo Sin Fin de servicios. Esto ocurre hasta tal punto que la formalidad de participar en el ritual sin término se hace obligatoria y compulsiva por doquier. La escuela ordena una rivalidad ritual en forma de juego internacional que obliga a los competidores a achacar los males del mundo a aquellos que no pueden o no quieren jugar. La escuela es un ritual de iniciación que introduce al neófito en la sagrada carrera del consumo progresivo, un ritual propiciatorio cuyos sacerdotes académicos son mediadores entre los creyentes y los dioses del privilegio y del poder, un ritual de expiación que sacrifica a sus desertores, marcándoles a fuego como chivos expiatorios del subdesarrollo.
Incluso aquello que en el mejor de los casos pasan unos pocos años en la escuela —y éste es el caso de la abrumadora mayoría en América Latina, Asia y África— aprenden a sentirse culpables debido a su subconsumo de escolarización. En México es obligatorio aprobar seis grados de escuela. Los niños nacidos en el tercio económico inferior tienen sólo dos posibilidades sobre tres de aprobar el primer grado. Si lo aprueban, tienen cuatro probabilidades sobre cien de terminar la escolaridad obligatoria en el sexto grado. Si nacen en el tercio medio, sus probabilidades aumentan a doce sobre cien. Con estas pautas, México ha tenido más éxito que la mayoría de las otras veintiséis repúblicas latinoamericanas en cuanto a proporcionar educación pública.
Todos los niños saben, en todas partes, que se les ha dado una posibilidad, aunque desigual, en una lotería obligatoria, y la supuesta igualdad de la norma internacional realza ahora la pobreza original de esos niños con la discriminación autoinfligida que el desertor acepta. Han sido escolarizados en la creencia de las expectativas crecientes y pueden racionalizar ahora su creciente frustración fuera de la escuela aceptando el rechazo de la gracia escolástica que les ha caído en suerte. Son expulsados del paraíso porque, habiendo sido bautizados, no fueron a la Iglesia. Nacidos en pecado original, son bautizados al primer grado, pero van al Gebenna (que en hebreo significa «conventillo») debido a sus faltas personales. Así como Max Weber examinó los efectos sociales de la creencia en que la salvación pertenecía a quienes acumulaban riqueza, podemos observar ahora que la gracia está reservada para aquellos que acumulan años de escuela.
La escuela conjuga las expectativas del consumidor expresadas en sus pretensiones, con las creencias del productor expresadas en su ritual. Es una expresión litúrgica del cargocult[16] que recorrió la Melanesia en la década 1940-50, que inyectaba en sus cultores la creencia de que si se colocaban una corbata negra sobre el torso desnudo, Jesús llegaría en un vapor trayendo una nevera, un par de pantalones y una máquina de coser para cada creyente.
La escuela funde el crecimiento en humillante dependencia de un maestro con el crecimiento en el vano sentimiento de omnipotencia que es tan típico del alumno que quiere ir a enseñar a todas las naciones a salvarse. El ritual está moldeado según los severos hábitos de trabajo de los obreros de la construcción, y su finalidad es celebrar el mito de un paraíso terrestre de consumo sin fin, que es la única esperanza del desagraciado y el desposeído.
A lo largo de la historia ha habido epidemias de insaciables expectativas en este mundo, especialmente entre grupos colonizados y marginales en todas las culturas. Los judíos tuvieron durante el Imperio Romano sus Esenios y Mesías judíos, los siervos en la Reforma tuvieron su Thomas Münzer, los desposeídos indios desde el Paraguay hasta Dakota sus contagiosos bailarines. Estas sectas estaban dirigidas siempre por un profeta, y limitaban sus promesas a unos pocos elegidos. En cambio la espera del reino a que induce la escuela es impersonal más bien que profética, y universal más bien que local. El hombre ha llegado a ser el ingeniero de su propio Mesías y promete las ilimitadas recompensas de la ciencia a aquellos que somete a una progresiva tecnificación para su reino.
La escuela no sólo es la Nueva Religión Mundial. Es también el mercado de trabajo de crecimiento más veloz del mundo. La tecnificación de los consumidores ha llegado a ser el principal sector del crecimiento de la economía. Conforme el coste de la producción disminuye en las naciones ricas, se produce una concentración creciente de capital y trabajo en la vasta empresa de equipar al hombre para un consumo disciplinado. Durante la década pasada las inversiones de capital relacionadas directamente con el sistema escolar aumentaron con velocidad incluso mayor que los gastos para defensa. El desarme tan sólo aceleraría el proceso por el cual la industria del aprendizaje se encamina al centro de la economía nacional. La escuela proporciona oportunidades ilimitadas para el derroche legitimizado, mientras su destructividad para inadvertida y crece el coste de los paliativos.
Si a quienes asisten a jornada completa agregamos los que enseñan a jornada completa, nos percatamos de que esta llamada superestructura ha llegado a ser el principal patrono de la sociedad. En Estados Unidos hay sesenta y dos millones en la escuela y ochenta millones trabajando en otras cosas. Esto a menudo lo han olvidado los analistas neomarxistas cuando dicen que el proceso de desescolarización debe posponerse o dejarse pendiente hasta que otros desórdenes, considerados tradicionalmente como más fundamentales, sean corregidos por una revolución económica y política. Sólo si la escuela se entiende como una industria puede planificarse de manera realista una estrategia revolucionaria. Para Marx, el coste de producir las demandas de bienes apenas si era significativo. Actualmente, la mayor parte de la mano de obra está empleada en la producción de demandas que pueden ser satisfechas por la industria que hace un uso intenso del capital. La mayor parte de este trabajo se realiza en la escuela.
En el esquema tradicional, la alienación era una consecuencia directa de que el trabajo se convirtiera en labor asalariada que privaba al hombre de su oportunidad para crear y recrearse. Ahora los menores son prealienados por escuelas que los aíslan mientras pretenden ser tanto productores como consumidores de su propio crecimiento, al que se concibe como una mercancía que se echa al mercado de la escuela. La escuela hace a la alienación preparatoria para la vida, privando así a la educación de realidad y al trabajo de la creatividad. La escuela prepara para la alienante institucionalización de la vida al enseñar las necesidades de ser enseñado. Una vez que se aprende esta lección, la gente pierde su incentivo para desarrollarse con independencia; ya no se encuentra atractivos en relacionarse y se cierra a las sorpresas que la vida ofrece cuando no está predeterminada por la definición institucional. Y la escuela emplea directa o indirectamente a un mayor parte de la población. La escuela o bien guarda a la gente de por vida o asegura el que encajen en alguna otra institución.
La Nueva Iglesia Mundial es la industria del conocimiento, proveedora de opio y banco de trabajo durante un número creciente de años de la vida de un individuo. La desescolarización es por consiguiente fundamental para cualquier movimiento de liberación del hombre.
La escuela no es de ningún modo, por cierto, la única institución moderna cuya finalidad primaria es moldear la visión de la realidad en el hombre. El currículum escondido de la vida familiar, de la conscripción militar, del llamado profesionalismo o de los medios informativos desempeña un importante papel en la manipulación institucional de la visión del mundo que tiene el hombre, de sus lenguajes y de sus demandas. Pero la escuela esclaviza más profunda y sistemáticamente, puesto que sólo a ella se le acredita la función principal de formar el juicio crítico y, paradójicamente, trata de hacerlo haciendo que el aprender sobre sí mismo, sobre los demás y sobre la naturaleza, dependa de un proceso preempacado. La escuela nos alcanza de manera tan íntima que ninguno puede esperar ser liberado de ella mediante algo externo.
Muchos de lo que se autodenominan revolucionarios son víctimas de la escuela. Incluso ven la «liberación» como el producto de algo institucional. Sólo al librarse uno mismo de la escuela se disipa esa ilusión. El descubrimiento de que la mayor parte del aprendizaje no requiere enseñanza no puede ser ni manipulado ni planificado. Cada uno de nosotros es responsable de su propia desescolarización, y sólo nosotros tenemos el poder de hacerlo. No puede excusarse a nadie si no logra liberarse de la escolarización. El pueblo no pudo liberarse de la Corona sino hasta que al menos algunos de ellos se hubieron liberado de la Iglesia establecida. No pueden liberarse del consumo progresivo hasta que no se liberen de la escuela obligatoria.
Todos estamos metidos en la escolarización, tanto desde el aspecto de la producción como desde el del consumo. Estamos supersticiosamente convencidos de que el buen aprendizaje puede y debería producirse en nosotros —y de que podemos producirlo en otros. Nuestro intento de desligarnos del concepto de la escuela revelará la resistencia que hallamos en nosotros mismos cuando tratamos de renunciar al consumo ilimitado y a la ubicua suposición de que a los otros se les puede manipular por su propio bien. Nadie está totalmente exento de explotar a otros en el proceso de la escolarización.
La escuela es el más grande y más anónimo de todos los patrones. De hecho es el mejor empleo de un nuevo tipo de empresa, sucesora del gremio, de la fábrica y de la sociedad anónima. Las empresas multinacionales que han dominado la economía están siendo complementadas ahora, y puede que algún sean suplantadas por organismos de servicio con planificación supranacional. Estas empresas presentan sus servicios de manera que hacen que todos los hombres se sientan obligados a consumirlos. Se rigen por una normativa internacional, redefiniendo el valor de sus servicios periódicamente y por doquiera a un ritmo aproximadamente parejo.
El «transporte» que se apoya en nuevos coches y supercarreteras atiende a la misma necesidad institucionalmente envasada de comodidad, prestigio, velocidad y utillaje, independientemente de que sus componentes los produzca o no el Estado. El aparato de la «atención médica» define una especie peculiar de salud, ya sea el individuo o el Estado quien pague el servicio. La promoción graduada a fin de obtener diplomas ajusta al estudiante para ocupar un lugar en la misma pirámide internacional de mano de obra cualificada, independientemente de quien dirija la escuela.
En todos estos casos el empleo es un beneficio oculto: el chofer de un automóvil privado, el paciente que se somete a hospitalización o el alumno en el aula deben considerarse como parte de una nueva clase de «empleados». Un movimiento de liberación que se inicie en la escuela, y sin embargo esté fundado en maestros y alumnos como explotados y explotadores simultáneamente, podría anticiparse a las estrategias revolucionarias del futuro; pues un programa radical de desescolarización podría adiestrar a la juventud en el nuevo estilo de revolución necesaria para desafiar a un sistema social que exhibe un «salud», una «riqueza» y una «seguridad» obligatorias.
Los riegos de una rebelión contra la escuela son imprevisibles, pero no son tan horribles como lo de una revolución que se inicie en cualquier otra institución principal. La escuela todavía no está organizada para defenderse con tanta eficacia como una nación-estado, o incluso una gran sociedad anónima. La liberación de la opresión de las escuelas podría se incruenta. Las armas del vigilante escolar[17] y de sus aliados en los tribunales y en las agencias de empleo podrían tomar medidas muy crueles contra el o la delincuente individual, especialmente si fuese pobre, pero podrían ser a su vez impotentes al surgir un movimiento de masas.
La escuela se ha convertido en un problema social; está siendo atacada por todas partes, y los ciudadanos y los gobiernos patrocinan experimentos no convencionales en todo el mundo. Recurren a insólitos expedientes estadísticos a fin de preservar la fe y salvar las apariencias. El ánimo existente entre algunos educadores es muy parecido al ánimo de los obispos católicos después del Concilio Vaticano. Los planes de estudio de las llamadas «escuelas libres» se parecen a las liturgias de las misas folklórica y rock. Las exigencias de los estudiantes de bachillerato acerca de tener voz y voto en la elección de sus profesores son tan estridentes como las de los feligreses que exigen seleccionar a sus párrocos. Pero para la sociedad está en juego algo mucho mayor si una minoría significativa pierde su fe en la escolaridad. Esto pondría en peligro la supervivencia no sólo del orden económico construido sobre la coproducción de bienes y demandas, sino igualmente del orden político construido sobre la nación-estado dentro del cual los estudiantes son dados a luz por la escuela.
Nuestras alternativas posibles son harto claras. O continuamos creyendo que el aprendizaje institucionalizado es un producto que justifica una inversión ilimitada, o redescubrimos que la legislación, la planificación y la inversión, si de alguna manera encajan en la educación formal, debieran usarse principalmente para derribar las barreras que ahora obstaculizan las posibilidades de aprendizaje, el cual sólo puede ser una actividad personal.
Si no ponemos en tela de juicio el supuesto de que el conocimiento valedero es una mercancía que en ciertas circunstancias puede metérsele a la fuerza al consumidor, la sociedad se verá cada día más dominada por siniestras seudoescuelas y totalitarios administradores de la información. Los terapeutas pedagógicos drogarán más a sus alumnos a sin de enseñarles mejor, y los estudiantes se drogarán más a fin de conseguir aliviarse de las presiones de los profesores y de la carrera por los diplomas. Ejércitos cada día mayores de burócratas presumirán de pasar por maestros. El lenguaje del escolar ya se lo ha apropiado el publicista. Ahora el general y el policía tratarán de dignificar sus profesiones disfrazándose de educadores. En una sociedad escolarizada, el hacer guerras y la represión civil encuentran una justificación racional educativa. La guerra pedagógica al estilo de Vietnam se justificará cada vez más como la única manera de enseñar a la gente el valor superior del progreso inacabable.
La represión será considerada como un empeño de misioneros por apresurar la venida del Mesías mecánico. Más y más países recurrirán a la tortura pedagógica puesta ya en práctica en Brasil y Grecia. Esta tortura pedagógica no se usa para extraer información o para satisfacer las necesidades psíquicas de unos sádicos. Se apoya en el terror aleatorio para romper la integridad de toda una población y convertirla en un material plástico para las enseñanzas inventadas por tecnócratas. La naturaleza totalmente destructiva y en constantes progreso de la instrucción obligatoria cumplirá cabalmente su lógica final a menos que comencemos a librarnos desde ahora de nuestra ubris pedagógica, nuestra creencia de que el hombre puede hacer lo que no puede Dios, a saber, el manipular a otros para salvarlos.
Muchos comienzan recientemente a darse cuenta de la inexorable destrucción que las tendencias actuales de producción implican para el medio ambiente, pero las personas aisladas tienen un poder muy restringido para cambiar estas tendencias. La manipulación de hombres y mujeres iniciada en la escuela ha llegado también a un punto sin retorno, y la mayoría de las personas aún no se han percatado de ello. Fomentan todavía la reforma escolar, tal como Henry Ford II propone unos nuevos automóviles ponzoñosos.
Daniel Bell dice que nuestra época se caracteriza por una extrema disyunción entre las estructuras cultural y social, estando dedicadas la una a actitudes apocalípticas y la otra a la toma tecnocrática de decisiones. Esto es sin duda verdadero respecto de muchos reformadores educacionales, que se sienten impulsados a condenar casi todo aquello que caracteriza las escuelas modernas —y proponen simultáneamente nuevas escuelas. En su Estructura de las revoluciones científicas, Thomas Kuhn aduce que dicha disonancia precede inevitablemente a la aparición de un nuevo paradigma cognoscitivo. Los hechos de que informan aquellos que observan la caída libre, aquellos que volvían del otro lado de la Tierra, y aquellos que usaban el nuevo telescopio, no se ajustaba a la visión cósmica ptolomeica. Súbitamente, se aceptó el paradigma newtoniano. La disonancia que caracteriza a muchos jóvenes de hoy no es tanto cognoscitiva como un asunto de actitudes —un sentimiento acerca de cómo no puede ser una sociedad tolerable. Lo sorprendente respecto de esta disonancia es la capacidad de un número muy grande de personas para tolerarla.
La capacidad para ir tras metas incongruentes exige un explicación. Según Max Gluckman, todas las sociedades poseen procedimientos para ocultar tales disonancias de sus miembros. Los rituales pueden ocultar a sus participantes incluso discrepancias y conflictos entre principio social y organización social. Mientras un individuo no se explícitamente consciente del carácter ritual del proceso a través del cual fue iniciado a las fuerzas que moldean su cosmos, no puede romper el conjuro y moldear un nuevo cosmos. Mientras no nos percatemos del ritual a través del cual la escuela moldea al consumidor progresivo —el recurso principal de la economía— no podemos romper el conjuro de esta economía y dar forma a una nueva.
La mayoría de los esquemas utópicos y escenarios futurísticos requieren nuevas y costosas tecnologías, que habrían de venderse a las naciones ricas y pobres por igual. Herman Kahn ha encontrado alumnos en Venezuela, Argentina y Colombia. Las fantasías de Sergio Bernardes para su Brasil del año 2000 centellan con más maquinaria nueva de la que hoy poseen los Estados Unidos, los que para entonces estarán recargados con los obsoletos emplazamientos para misiles, aeropuertos para reactores y ciudades de las décadas del sesenta-setenta. Los futuristas inspirados en Buckminster Fuller se apoyarían más bien en dispositivos más baratos y exóticos. Cuentan ellos con que se acepte una tecnología nueva pero posible, que al parecer nos permitiría más con menos —monorrieles ligeros en vez de transporte supersónico, viviendas verticales en vez de dispersión horizontal. Todos los planificadores futuristas de hoy tratan de hacer económicamente factible lo técnicamente posible, negándose a la vez a enfrentar las consecuencias sociales inevitables: el creciente anhelo de todos los hombres por bienes y servicios que seguirán siendo privilegio de unos pocos. Creo que un futuro deseable depende de nuestra deliberada elección de un vida de acción en vez de una vida de consumo, de que engendremos un estilo de vida que nos permita ser espontáneos, independientes y sin embargo relacionarnos uno con otro, en vez de mantener un estilo de vida que sólo nos permite hacer y deshacer, producir y consumir —un estilo de vida que es sólo una estación en el camino hacia el agotamiento y la contaminación del entorno. El futuro depende más de nuestra elección de instituciones que mantengan una vida de acción y menos de que desarrollen nuevas ideologías y tecnologías. Necesitamos un conjunto de pautas que nos permitan reconocer aquellas instituciones que apoyan el desarrollo personal en vez del enviciamiento, como también la voluntad de dedicar nuestros recursos tecnológicos preferiblemente a dichas instituciones de desarrollo.
La elección se sitúa entre dos tipos institucionales radicalmente opuestos, ejemplificados ambos en ciertas instituciones existentes, aunque uno de esos tipos caracteriza de tal manera la época contemporánea que casi la define. A este tipo dominante yo propondría llamarlo la institución manipulativa. El otro tipo existe asimismo, pero sólo precariamente. Las instituciones que se ajustan a él son más humildes y menos notorias. No obstante, las tomo como modelos de un futuro más deseable. Las llamo «conviviales»[18] y sugiero colocarlas a la izquierda institucional, para mostrar que hay instituciones situadas entre ambos extremos y para ilustrar cómo las instituciones históricas pueden cambiar de color conforme se desplazan desde un facilitar a un organizar la producción.
Dicho espectro, que se desplaza de izquierda a derecha, se ha usado por lo general para caracterizar a los hombre y a sus ideologías, y no a nuestras instituciones sociales y a sus estilos. Esta categorización de los hombres, sea como individuos o como grupos suele producir más calor que luz. Pueden suscitarse poderosas objeciones contra el uso de una convención corriente de una manera insólita, pero al hacerlo espero desplazar los términos del debate de un plano estéril a uno fértil. Se evidenciará el que los hombres de izquierda no siempre se caracterizan por su oposición a las instituciones manipulativas, a las que coloco en el extremo derecho del espectro.
Las instituciones modernas más influyentes se agolpan al lado derecho del espectro. Hacia él se ha desplazado la coerción legal, conforme ha pasado de las manos del sheriff a las del FBI y del Pentágono. La guerra moderna se ha convertido en una empresa sumamente profesional cuyo negocio es matar. Ha llegado al punto en que su eficiencia se mide en recuento de cuerpos. Sus capacidades pacificadoras dependen de su poder para convencer a amigos y enemigos de la ilimitada potencia letal de la nación. Las balas y los productos químicos modernos son tan eficaces que si unos elementos por valor de escasos centavos son adecuadamente entregados al «cliente» a que se destinan, matan o mutilan infaliblemente. Pero los costos de entrega aumentan vertiginosamente; el coste de un vietnamita muerto subió de 360 000 dólares en 1967 a 450 000 dólares en 1969. Sólo unas economías a una escala cercana al suicidio de la raza harían económicamente eficiente el arte militar moderno. Se está haciendo más obvio el efectoboomerang en la guerra: cuanto mayor es el recuento de cuerpos de vietnamitas muertos, tantos más enemigos consigue Estados Unidos por todo el mundo; asimismo, tanto más debe gastar Estados Unidos en crear otra institución manipulativa —motejada cínicamente de «pacificación»— en un vano intento por absorber los efectos secundarios de la guerra.
En este mismo lado del espectro hallamos también organismos sociales que se especializan en la manipulación de sus clientes. Tal como la organización militar, tienden a crear efectos contrarios a sus objetivos conforme crece el ámbito de sus operaciones. Estas instituciones sociales son igualmente contraproducentes, pero lo son de manera menos evidente. Muchas adoptan una imagen simpática y terapéutica para encubrir este efecto paradojal. Por ejemplo, hasta hace un par de siglos, las cárceles servían como un medio para detener a las personas hasta que eran sentenciadas, mutiladas, muertas o exiliadas, y en ocasiones eran usadas deliberadamente como una forma de tortura. Sólo recientemente hemos comenzado a pretender que el encerrar a la gente en jaulas tendrá un efecto benéfico sobre su carácter y comportamiento. Ahora, más que unos pocos están empezando a entender que la cárcel incrementa tanto la calidad de los criminales como su cantidad, y que de hecho a menudo los crea a partir de unos simples inconformistas. No obstante, es mucho menor el número de los que al parecer entienden el que las clínicas psiquiátricas, hogares de reposo y orfanatos hacen algo muy parecido. Estas instituciones proporcionan a sus clientes la destructiva autoimagen del psicótico, del excedido en años, o del niño abandonado, y proveen la justificación lógica para la existencia de profesiones completas, tal como las cárceles proporcionan ingresos para guardianes. La afiliación a las instituciones que se encuentran en este extremo del espectro se consigue de dos maneras, ambas coercitivas: mediante compromiso obligado o mediante servicio selectivo.
En el extremo opuesto del espectro se sitúan unas instituciones que se distinguen por el uso espontáneo —las instituciones «conviviales». Las conexiones telefónicas, las líneas del metro, los recorridos de los carteros, los mercados y lonjas no requieren una venta a presión o sin ella para inducir a sus clientes a usarlos. Los sistemas de alcantarillado, de agua potable, los parques y veredas son instituciones que los hombres usan sin tener que estar institucionalmente convencidos de que les conviene hacerlo. Todas las instituciones exigen, por cierto, cierta reglamentación. Pero el funcionamiento de instituciones que existen para ser usadas más bien que para producir algo, requiere normas cuya índole es totalmente diferente de la de aquellas que exigen las instituciones-tratamiento, las cuales son manipulativas. Las normas que rigen las instituciones para uso tienen por fin principal el evitar abusos que frutarían su accesibilidad general. Las veredas han de mantenerse libres de obstrucciones, el uso industrial de agua potable debe someterse a ciertos límites y el juego de pelota debe restringirse a zonas especiales dentro de un parque. Actualmente necesitamos una legislación especial para evitar el abuso de nuestras líneas telefónicas por parte de computadores, el abuso del servicio de correo por parte de los anunciantes, y la contaminación de nuestros sistemas de alcantarillado por los desechos industriales. La reglamentación de las instituciones conviviales fija límite para su empleo; conforme uno pasa del extremo convivencial del espectro al manipulativo, las normas van exigiendo cada vez más un consumo o participación no queridos. El diferente coste de la adquisición de clientes es precisamente una de las características que distinguen a las instituciones conviviales de las manipulativas.
En ambos extremos del espectro encontramos instituciones de servicio, pero a la derecha del servicio es una manipulación impuesta y al cliente se le convierte en víctima de la publicidad, agresión, adoctrinamiento, prisión y electrochoque. A la izquierda, el servicio es una mayor oportunidad dentro de límites definidos formalmente, mientras el cliente sigue siendo un agente libre. Las instituciones del ala derecha tienden a ser procesos de producción altamente complejos y costosos en los cuales gran parte de la complicación y el gasto se ocupan en convencer a los consumidores de que no pueden vivir sin el producto o tratamiento ofrecido por la institución. Las instituciones del ala izquierda tienden a ser redes que facilitan la comunicación o cooperación iniciada por el cliente. Las instituciones manipulativas de la derecha son formadoras de hábito, «adictivas», social y psicológicamente. La adicción social, o escalada, consiste en la tendencia a prescribir un tratamiento intensificado si unas dosis menores no han rendido los resultados deseados. La adicción psicológica, o habituamiento, se produce cuando los consumidores se envician con la necesidad de una cantidad cada vez mayor de del proceso o producto. Las instituciones de la izquierda que uno mismo pone en actividad tienden a ser autolimitantes. Al revés de los procesos de producción que identifican la satisfacción con el mero acto del consumo, estas redes sirven a un objetivo que va más allá de su uso repetido. Una persona levanta el teléfono cuando quiere decir algo a otra, y cuelga una vez terminada la comunicación deseada. A excepción hecha de los adolescentes, no usa el teléfono por el puro placer de hablar ante el receptor. Si el teléfono no es el mejor modo de ponerse en comunicación, las personas escribirán una carta o harán un viaje. Las instituciones de la derecha, como podemos verlo claramente en el caso de las escuelas, invitan compulsivamente al uso repetitivo y frustran las maneras alternativas de lograr resultados similares.
Hacia la izquierda del espectro institucional, pero no en el extremo mismo, podemos colocar a las empresas que compiten entre sí en la actividad que le es propia, pero que no han empezado a ocupar la publicidad de manera notable. Encontramos aquí a las lavanderías manuales, las pequeñas panaderías, los peluqueros y, para hablar de profesionales, algunos abogados y profesores de música. Son por consiguiente característicamente del ala izquierda las personas que han institucionalizado sus servicios, pero no su publicidad. Consiguen clientes mediante su contacto personal y la calidad relativa de sus servicios.
Los hoteles y las cafeterías se acercan algo más al centro. Las grandes cadenas hoteleras como la Hilton, que gastan inmensas cantidades en vender su imagen, a menudo se comportan como si estuviesen dirigiendo instituciones de la derecha. Y no obstante, las empresas Hilton y Sheraton no ofrecen nada más —de hecho frecuentemente menos— que alojamientos de precio similar y dirigidos independientemente. En lo esencial, un letrero de hotel atrae al viajero como lo hace un signo caminero. Dice más bien: «Detente, aquí hay una cama para ti», y no: «¡Deberías preferir una cama de hotel a un banco en el parque!» Los productores de artículos de primera necesidad y de la mayoría de los bienes efímeros pertenecen a la parte central de nuestro espectro. Satisfacen demandas genéricas y agregan al costo de producción y distribución todo lo que el mercado soporte en costos publicitarios en anuncios y envases. Cuanto más básico sea el producto —trátese de bienes o servicios— tanto más tiende la competencia a limitar el costo de venta del artículo. La mayoría de los fabricantes de bienes de consumo se han ido mucho más a la derecha. Tanto directa como indirectamente, producen demandas de accesorios que hinchan el precio real de compra muy por encima del coste de producción. La General Motors y la Ford producen medios de transporte, pero también, y esto es más importante, manipulan el gusto público de manera tal que la necesidad de transporte se expresa como una demanda de coches privados y no de autobuses públicos. Vende el deseo de controlar una máquina, el correr a grandes velocidades con lujosa comodidad, al tiempo que ofrecen la fantasía al extremo del camino. Pero lo que venden no es tanto sólo un asunto de motores inútilmente poderosos, de artilugios superfluos o de los nuevos extras que los fabricantes han tenido que agregar obligados por Ralph Nader y los grupos que presionan en pro de un aire limpio. La lista de precios incluye motores acondicionados para volar, climatización; pero también comprende otros costes que no se le declaran abiertamente al conductor: los gastos de publicidad y de ventas de las empresa, el combustible, entretenimiento y repuestos, seguro, interés sobre el crédito, como también costes menos tangibles, como la pérdida de tiempo, el buen humor y el aire respirable en nuestras congestionadas ciudades.
Un corolario particularmente interesante de nuestro examen de instituciones socialmente útiles es el sistema de carreteras «públicas». Este importante elemento del coste total de los automóviles merece un análisis más dilatado, pues conduce directamente a la institución derechista en la que estoy más interesado, a saber, la escuela.
El sistema de carreteras es una red para la locomoción a través de distancias relativamente grandes. En su condición de red, parecería corresponderle estar a la izquierda en el espectro institucional. Pero en este caso debemos hacer una distinción que esclarecerá tanto la naturaleza de las carreteras como la naturaleza de los verdaderos servicios de utilidad pública. Los caminos que son genuinamente para todo servicio, son verdaderos servicios de utilidad pública. Las supercarreteras son cotos privados, cuyo coste se le ha encajado parcialmente al público.
Los sistemas de teléfonos, correos y caminos son todos ellos redes, y ninguno es gratis. El acceso a la red de teléfonos está limitado por cobros sobre tiempo ocupado en cada llamada.
Estas tarifas son relativamente bajas y podrían reducirse sin cambiar la naturaleza del sistema. El uso del sistema telefónico no está en absoluto limitado por aquello que se transmita, aunque lo emplean mejor quienes pueden hablar frases coherentes en el lenguaje del interlocutor, una capacidad que poseen todos los que desean usar la red. El franqueo suele ser barato. El uso del sistema postal se ve ligeramente limitado por el precio de la pluma y el papel, y algo más por la capacidad de escribir. Aún así, cuando alguien que no sabe escribir tiene un pariente o un amigo a quien pueda dictarle una carta, el sistema postal está a su disposición, tal como lo está si quiere despachar una cinta grabada.
El sistema de carreteras no llega a estar disponible de manera similar para alguien que tan sólo aprenda a conducir. Las redes telefónicas y postal existen para servir a quienes deseen usarlas, mientras el sistema de carreteras sirve principalmente como accesorio del automóvil privado. Las primeras son verdaderos servicios de utilidad pública, mientras el último es un servicio público para los dueños de coches, camiones y autobuses. Los servicios de utilidad pública existen en pro de la comunicación entre los hombres; las carreteras, como otras instituciones de la derecha, existen en pro de un producto. Tal como lo hicimos notar, los fabricantes de automóviles producen simultáneamente tanto los coches como la demanda de coches. Asimismoproducen la demanda de carreteras de varias vías, puentes y campos petrolíferos. El coche privado es el foco de una constelación de instituciones del ala derecha. El elevado coste de cada elemento lo dicta la complicación del producto básico, y vender el producto básico es enviciar a la sociedad en el paquete conjunto.
El planificar un sistema vial como un verdadero servicio de utilidad pública discriminará contra aquellos para quienes la velocidad y el confort individualizado son los valores primarios de transporte, y en favor de aquellos que valorizan la fluidez y el lugar de destino. Es la diferencia entre una red extendidísima con acceso máximo para los viajeros y otra que ofrezca sólo un acceso privilegiado a una zona restringida.
La transferencia de una institución moderna a las naciones en desarrollo permite probar a lo vivo su calidad. En los países muy pobres, los caminos suelen ser apenas lo bastante buenos como para permitir el tránsito mediante camiones especiales de eje elevado, cargados de víveres, reses o personas. Este tipo de país debería usar sus limitados recursos para construir un telaraña de pistas que llegaran a todas las regiones y debería restringir la importancia de vehículos a dos o tres modelos diferentes de vehículos muy duraderos que puedan traficar por todas las pistas a baja velocidad. Esto simplificaría el entretenimiento continuo de estos vehículos y proporcionaría una máxima fluidez y elección de puntos de destino a todos los ciudadanos. Esto exigiría el proyectar vehículos para todo servicio con la simplicidad del Ford T, utilizando las aleaciones más modernas para garantizar su durabilidad, con un límite de velocidad incorporado de unos veinticinco kilómetros por hora a lo más, y lo bastante firme como para rodar por el terreno más áspero. No se ofrecen estos vehículos en el mercado porque no hay demanda de ellos. De hecho sería preciso cultivar esa demanda, muy posiblemente al amparo de una legislación estricta. Actualmente, cada vez que una demanda de esta especie se hace sentir, siquiera un poco, es rápidamente descartada desdeñosamente mediante una publicidad contraria, encaminada a la venta universal de las máquinas que extraen hoy de los contribuyentes estadounidenses el dinero necesario para construir supercarreteras.
Para «mejorar» el transporte, todos los países, hasta los más pobres, proyectan ahora sistemas viales concebidos para los coches de pasajeros y los remolques de alta velocidad que se ajustan a la minoría, pendiente del velocímetro, compuesta por productores y consumidores en las clases selectas. Este planteamiento a menudo es justificado racionalmente pintándolo como un ahorro del recurso más precioso de un país pobre: el tiempo del médico, del inspector escolar o del funcionario público. Estos hombres, naturalmente, sirven casi exclusivamente a la misma gente que posee un coche, o espera tenerlo algún día. Los impuestos locales y las escasas divisas se derrochan en falsos servicios de utilidad pública. La tecnología «moderna» transferida a los países pobres se puede dividir en tres categorías: bienes, fábricas que los hacen, e instituciones de servicios —principalmente escuelas— que convierten a los hombres en productores y consumidores modernos. La mayor parte de los países gastan la mayor proporción de su presupuesto, con mucho, en escuelas. Los graduados fabricados con escuelas crean entonces una demanda de otros servicios conspicuos de utilidad pública, tales como potencia industrial, carreteras pavimentadas, hospitales modernos y aeropuertos, y éstos crean a su vez un mercado para los bienes hechos para países ricos y, al cabo de un tiempo, la tendencia a importar fábricas anticuadas para producirlos. De todos los «falsos servicios de utilidad pública», la escuela es el más insidioso. Los sistemas de carreteras producen sólo una demanda de coches. Las escuelas crean una demanda para el conjunto completo de instituciones modernas que llenan el extremo derecho del espectro. A un hombre que pusiera en duda la necesidad de carreteras se le tacharía de romántico; al que ponga en tela de juicio la necesidad de escuelas se le ataca de inmediato como despiadado o como imperialista.
Al igual que las carreteras, las escuelas dan a primera vista, la impresión de estar igualmente abiertas para todos los interesados. De hecho están abiertas sólo para quienes renueven sin cejar sus credenciales. Así como las carreteras crean la impresión de que su nivel actual de costes anuales es necesario para que la gente pueda moverse, así se supone que las escuelas son indispensables para alcanzar la competencia que exige una sociedad que use la tecnología moderna. Hemos expuesto las autopistas como servicios de utilidad pública espúreos observando cómo son dependientes de los automóviles privados. Las escuelas se fundan en la hipótesis igualmente espúrea de que el aprendizaje es el resultado de la enseñanza curricular.
Las carreteras son las consecuencias del deseo y necesidad de movilizarse que es pervertido para convertirlo en la demanda de coches privados. Las escuelas pervierten la natural inclinación a desarrollarse y aprender convirtiéndola en la demanda de instrucción. La demanda de una madurez manufacturada es la abnegación mucho mayor de la actividad iniciada por uno mismo que la demanda de bienes manufacturados. Las escuelas no sólo están a la derecha de las escuelas y los coches; tienen su lugar cerca del extremo del espectro institucional ocupado por los asilos totales. Incluso los productores de recuentos de cuerpos matan solamente cuerpos. Al hacer que los hombres abdiquen de la responsabilidad de su propio desarrollo, la escuela conduce a muchos a una especie de suicidio espiritual. Las carreteras las pagan en parte quienes las utilizan, puesto que los peajes e impuestos al combustible se obtienen sólo de los conductores. La escuela, en cambio, es un sistema perfecto de tributación regresiva, en la que los privilegios cabalgan sobre el lomo de todo el público pagador. La escuela fija un gravamen por cabeza sobre la promoción. El subconsumo de distancias recorridas por carretera no es nunca tan costoso como el subconsumo de escolarización. El hombre que no posea un coche en Los Ángeles posiblemente esté casi inmovilizado, pero si se ingenia de algún modo para llegar a un lugar de trabajo, podrá conseguir y conservar su empleo. El desertor escolar carece de vía alternativa. El habitante suburbano en su Lincoln nuevo y su primo campesino que conduce una vieja carcacha obtienen un provecho más o menos igual de la carretera, aunque el vehículo del uno cueste treinta veces más que el del otro. El valor de la escolarización de un hombre es función del número de años que ha permanecido en escuelas y de la carestía de éstas. La ley no obliga a conducir y en cambio obliga a ir a la escuela.
El análisis de las instituciones según su actual emplazamiento en un espectro continuo izquierda-derecha me permite esclarecer mi convicción de que el cambio social fundamental debe comenzar con un cambio en la conciencia que se tiene de las instituciones y explicar por qué la dimensión de un futuro viable recae en el rejuvenecimiento del estilo institucional.
Durante la década 1960-70, unas instituciones, nacidas en diversas épocas después de la Revolución Francesa, llegaron a su vejez; los sistemas de escuelas públicas fundados en la época de Jefferson o de Atatürk, junto con otras que se iniciaron después de la Segunda Guerra Mundial, se hicieron todas ellas burocráticas, autojustificantes y manipulativas. Lo mismo les ocurrió a los sistemas de seguridad social, a los sindicatos, a las principales iglesias y cuerpos diplomáticos, a la atención de los ancianos y a los servicios fúnebres. Por ejemplo, hoy en día hay un mayor parecido entre los sistemas escolares de Colombia, Inglaterra, la Unión Soviética y Estados Unidos, que entre las escuelas de este último de fines del siglo pasado a las de hoy o las de Rusia en ese tiempo. Las escuelas son hoy obligatorias, sin término definido y competitivas. Esa misma convergencia en el estilo institucional afecta a la atención médica, la comercialización, la administración de personal y la vida política. Todos estos procesos institucionales tienden a apilarse en el extremo manipulativo del espectro.
La consecuencia de esta convergencia de instituciones es una fusión de burocracias mundiales. El estilo, el sistema de ordenamiento jerárquico y la parafernalia (desde el libro de texto al computador) están normalizados en los consejos de planificación de Costa Rica o de Afganistán, según los modelos de Europa Occidental. Las burocracias parecen centrarse en todas partes en la misma tarea: promover el crecimiento de las instituciones de la derecha. Se ocupan de la fabricación de cosas, la fabricación de normas rituales y la fabricación —y remodelación— de la «verdad ejecutiva», la ideología o fiat que establece el valor presente que debiera atribuirse a lo que ellas producen. La tecnología proporciona a estas burocracias un poder creciente a la mano derecha de la sociedad. La mano izquierda parece marchitarse y no porque la tecnología sea menos capaz de aumentar el ámbito de la actividad humana y de proporcionar tiempo para el despliegue de la imaginación individual y para la creatividad personal, sino porque ese uso de la tecnología no aumenta el poder de la élite que la administra. El director de correos no tiene control sobre el uso esencial de ese servicio; la telefonista o el directivo de la compañía telefónica carecen de poder para impedir que se preparen adulterios, asesinatos o subversiones usando sus líneas.
En la elección entre la derecha y la izquierda institucional está en juego la naturaleza misma de la vida humana. El hombre debe elegir entre el ser rico en cosas o el tener libertad para usarlas. Debe elegir entre estilos alternativos de vida y programas conexos de producción.
Aristóteles ya había descubierto que «hacer y actuar» son diferentes, y de hecho tan diferentes que lo uno jamás incluye lo otro. «Porque ni es el actuar una manera de hacer, ni el hacer una manera del verdadero actuar. La arquitectura [techne] es una manera de hacer... dar nacimiento a algo cuyo origen está en su hacedor y no en la cosa. El hacer siempre tiene una finalidad que no es él mismo, y no así la acción, puesto que la buena acción es en sí misma un fin. La perfección en el hacer es un arte, la perfección en el actuar una virtud».[19] La palabra que Aristóteles usó para hacer fue poesis, y la que usó para actuar, praxis. El movimiento hacia la derecha de una institución indica que se la está reestructurando para aumentar su capacidad de «hacer», mientras que si se desplaza hacia la izquierda indica que se la está reestructurando para permitir un mayor «actuar» o «praxis». La tecnología moderna ha aumentado la capacidad del hombre para dejar a las máquinas del «hacer» cosas, ha aumentado el tiempo que puede dedicar a «actuar». El «hacer» las cosas cotidianas imprescindibles ha dejado de ocupar su tiempo. El desempleo es la consecuencia de esta modernización: es la ociosidad del hombre para quien no hay nada que «hacer» y que no sabe cómo «actuar». El desempleo es la triste ociosidad del hombre que, al revés de Aristóteles, cree que hacer cosas, o trabajar, es virtuoso y que la ociosidad es mala. El desempleo es la experiencia del hombre que ha sucumbido a la ética protestante. Según Weber, el hombre necesita el ocio para poder trabajar. Según Aristóteles, el trabajo es necesario para poder tener ocio.
La tecnología proporciona al hombre tiempo discrecional que puede llenar ya sea haciendo, ya sea actuando. Toda nuestra cultura tiene abierta ahora la opción entre un triste desempleo o un ocio feliz. Depende del estilo de institucional que la cultura elija. Esta elección habría sido inconcebible en una cultura antigua fundada en la agricultura campesina o en la esclavitud. Ha llegado a ser inevitable para el hombre postindustrial.
Una manera de llenar el tiempo disponible es estimular mayores demandas de consumo de bienes y, simultáneamente de producción de servicios. Lo primero implica una economía que proporciona una falange cada vez mayor de cosas siempre novedosas que pueden hacerse, consumirse y someterse a reciclaje. Lo segundo implica el vano intento de «hacer» acciones virtuosas, haciendo aparecer como tales los productos de las instituciones de «servicios». Esto conduce a la identificación de la escolaridad con la educación, del servicio médico con la salud, del mirar programas con la recreación, de la velocidad con la locomoción eficaz. La primera opción lleva ahora el apodo de desarrollo.
La manera radicalmente alternativa de llenar el tiempo disponible consiste en una gama limitada de bienes más durables y en proporcionar acceso a instituciones que puedan aumentar la oportunidad y apetencia de las acciones humanas recíprocas. Una economía de bienes duraderos es exactamente lo contrario de una economía fundada en la obsolescencia programada. Una economía de bienes duraderos significa una restricción en la lista de mercancías. Los bienes habrían de ser de especie tal que diesen un máximo de oportunidad para «actuar» en algo con ellos: artículos hechos para montarlos uno mismo, para autoayudarse, para su reempleo y reparación.
El complemento de una lista de bienes durables, reparables y reutilizables no es un aumento de servicios producidos institucionalmente, sino más bien una estructura institucional que eduque constantemente a la acción, a la participación, a la autoayuda. El movimiento de nuestra sociedad desde el presente —en el cual todas las instituciones gravitan hacia una burocracia postindustrial— a un futuro de convivialidad postindustrial —en el cual la intensidad de la acción preponderaría sobre la producción— debe comenzar con una renovación del estilo de las instituciones de servicio y, antes que nada, por una renovación de la educación. Un futuro que es deseable y factible depende de nuestra disposición a invertir nuestro saber tecnológico en el desarrollo de instituciones conviviales. En el terreno de las investigaciones sobre educación, esto equivale a exigir que se trastruequen las tendencias actuales.
Creo que la crisis contemporánea de la educación nos obliga más bien a modificar la idea misma de un aprendizaje públicamente prescrito, que no los métodos usados para hacerlo cumplir. La proporción de desertores —especialmente de alumnos de los primeros años de bachillerato y de maestros primarios— señala que las bases están pidiendo un enfoque totalmente nuevo. El «practicante de aula» que estima ser un profesor liberal está siendo cada vez más atacado por todos lados. El movimiento pro escuela libre, que confunde disciplina con adoctrinamiento, le ha adjudicado el papel de elemento destructivo y autoritario. El tecnólogo educacional demuestra sostenidamente la inferioridad del profesor para medir y modificar la conducta. Y la administración escolar para la cual trabaja le obliga a inclinarse ante Summerhill como ante Skinner, poniendo en evidencia que el aprendizaje obligatorio no puede ser una empresa liberal. No debe causar asombro que el índice de maestros desertores esté superando el de los alumnos.
El compromiso que Estados Unidos ha contraído de educar obligatoriamente a sus menores se demuestra tan vano como el pretendido compromiso norteamericano de democratizar obligatoriamente a los vietnamitas. Las escuelas convencionales obviamente no pueden hacerlo. El movimiento pro escuela libre seduce a los educadores no convencionales, pero en definitiva lo hace en apoyo de la ideología convencional de la escolarización. Y lo que prometen los tecnólogos de la educación, a saber, que sus investigaciones y desarrollo —si se les dota de fondos suficientes— pueden ofrecer alguna especie de solución final a la resistencia de la juventud contra el aprendizaje obligatorio, suena tan confiado y demuestra ser tan fatuo como las promesas hechas por los tecnólogos militares.
Las criticas dirigidas contra el sistema escolar estadounidense por parte de los conductistas, y las que provienen de la nueva raza de educadores radicales, parecen diametralmente opuestas. Los conductistas aplican las investigaciones sobre educación a la «inducción de instrucción autotélica mediante paquetes de aprendizaje individualizados». El estilo conductista choca con la idea de hacer que los jóvenes ingresen por voluntad propia en unas comunas liberadas que les invitan a ingresar, las cuales estarían supervisadas por adultos. Y no obstante, bajo una perspectiva histórica, ambas no son sino manifestaciones contemporáneas de las metas, aparentemente contradictorias pero en verdad complementarias, del sistema escolar público. Desde los comienzos de este siglo, las escuelas han sido protagonistas del control social por una parte y de la cooperación libre por la otra, poniéndose ambos aspectos al servicio del la «buena sociedad» a la que se concibe como una estructura corporativa altamente organizada y de suave funcionamiento. Sometidos al impacto de una urbanización intensa, los niños se convierten en un recurso natural que han de moldear las escuelas para luego alimentar la máquina industrial. Las políticas progresistas y el culto a la eficiencia coincidieron con el crecimiento de la escuela pública estadounidense.[21] La orientación vocacional y la junior highschool[22] fueron dos importantes resultados de este tipo de conceptos.
Parece, por consiguiente, que el intento de producir cambios específicos en el comportamiento, que puedan medirse y de los que pueda responsabilizarse al encargado del proceso, es sólo el anverso de la medalla, cuyo reverso es la pacificación de la nueva generación dentro de enclaves especialmente proyectados que los inducirán a entrar en el sueño de sus mayores. Estos seres pacificados en sociedad están bien descritos por Dewey, quien quiere que «hagamos de cada una de nuestras escuelas una vida comunitaria en embrión, activa, con tipos de ocupaciones que reflejen la vida de la sociedad en pleno, y la impregnen con el espíritu del arte, de la historia, de la ciencia». Bajo esta perspectiva histórica, sería un grave error el interpretar la actual controversia a tres bandas entre el establecimiento escolar, los tecnólogos de la educación y las escuelas libres como el preludio de una revolución en la educación. Esta controversia refleja más bien una etapa de un intento para convertir a grandes trancos un viejo sueño y convertir finalmente todo aprendizaje valedero en el resultado de una enseñanza profesional. La mayoría de las alternativas educacionales propuestas convergen hacia metas que son inmanentes a la producción.del hombre cooperativo cuyas necesidades individuales se satisfacen mediante su especialización en el sistema estadounidense: están orientadas hacia el mejoramiento de lo que yo llamo —a falta de una mejor expresión— la sociedad escolarizada. Incluso los críticos aparentemente radicales del sistema escolar no están dispuestos a abandonar la idea de que tienen una obligación para con los jóvenes, especialmente para con los pobres, la obligación de hacerlos pasar por un proceso, sea mediante amor o sea mediante odio, para meterlos en una sociedad que necesita especialización disciplinada por parte tanto de sus productores como de sus consumidores y asimismo necesita el pleno compromiso de todos ellos con la ideología que antepone a todo crecimiento económico.
La disensión enmascara la contradicción inherente en la idea misma de la escuela. Los sindicatos establecidos de profesores, los brujos de la tecnología y los movimientos de liberación escolar refuerzan el compromiso de la sociedad entera con los axiomas fundamentales de un mundo escolarizado, más o menos del modo en que muchos movimientos pacifistas y de protesta refuerzan el compromiso con sus miembros —sean negros, mujeres, jóvenes o pobres— con la búsqueda de justicia mediante el crecimiento del ingreso nacional bruto.
Es fácil anotar algunos de los postulados que ahora pasan inadvertidos a la crítica. En primer lugar está la creencia compartida de que la conducta que se ha adquirido ante los ojos de un pedagogo es de especial valor para el alumno y de especial provecho para la sociedad. Esto será relacionado con el supuesto de que hombre social nace sólo en la adolescencia, y que nace adecuadamente sólo si madura la escuela-matriz, que algunos desean hacer dulce mediante ellaissez-faire, otros quieren llenar de artilugios mecánicos y unos terceros buscan barnizar con una tradición liberal. Está finalmente una visión común de la juventud, psicológicamente romántica y políticamente conservadora. Según está visión, los cambios de la sociedad deben llevarse a cabo agobiando a los jóvenes con la responsabilidad de transformarla —pero sólo después de haber sido liberados de la escuela en su día. Para una sociedad fundada en tales postulados es fácil ir creando un sentido de su responsabilidad respecto de la educación de la nueva generación, y esto inevitablemente significa que algunos hombres pueden fijar, especificar y evaluar las metas personales de otros. En un «párrafo tomado de una enciclopedia china imaginaria» Jorge Luis Borges trata de evocar el mareo que debe producir ese intento. Nos dice que los animales están divididos en las clases: «(a) pertenecientes al Emperador, (b) embalsamados, (c) amaestrados, (d) lechones, (e) sirenas, (f) fabulosos, (g) perros sueltos, (h) incluidos en esta clasificación, (i) que se agitan como locos, (j) innumerables, (k) dibujados con el pincel finísimo de pelo de camello, (l) etcétera, (m) que acaban de romper el jarrón, (n) que de lejos parecen moscas». Ahora bien, semejante taxonomía no aparece a menos que alguien estime que puede servir para sus fines: en este caso, supongo, ese alguien era un cobrador de supuestos. Para él, al menos, esta taxonomía bestiaria tiene que haber tenido sentido, tal como la taxonomía de objetos educacionales tiene sentido para los autores científicos.
La visión de los hombres dotados de una lógica tan inescrutable, y autorizados para evaluar su ganado, debe haberle producido al campesino un helado sentimiento de impotencia. Los estudiantes, por motivos parecidos, tienden a sentirse paranoicos cuando se someten seriamente a un currículum. Inevitablemente se asustan aún más que mi imaginario campesino chino, porque están siendo marcados con un signo inescrutable. Este pasaje de Borges es fascinante, porque ahora evoca la lógica de la compatibilidad[23] irracional que hace a las burocracias de Kafka y de Koestler tan siniestras y no obstante tan evocadoras de la vida cotidiana. La compatibilidad irracional hipnotiza a unos cómplices que están decididos a una exploración mutuamente expediente y disciplinada. Es la lógica creada por la conducta burocrática. Y se convierte en la lógica de una sociedad que exige que los administradores de sus instituciones educativas sean considerados públicamente responsables de la modificación del comportamiento que producen en sus clientes. Los estudiantes que pueden ser motivados a valorizar los paquetes educativos que sus profesores les obligan a consumir son comparables a los campesinos chinos que pueden ajustar sus rebaños al formulario de impuestos que ofrece Borges.
Durante el transcurso de las dos últimas generaciones triunfó en algún momento en la cultura norteamericana un compromiso con la terapia, y vino a considerarse a los profesores como los terapeutas cuyas recetas todos los hombres necesitan, si es que desean gozar de la libertad y la igualdad con las cuales, según la Constitución, han nacido Ahora los profesores-terapeutas siguen adelante al proponer como paso siguiente el tratamiento educacional vitalicio. El estilo de este tratamiento está sujeto a discusión: ¿Debiera adoptar la forma de una asistencia sostenida de los adultos al aula? ¿O la de éxtasis electrónico? ¿O de sesiones periódicas de sensibilización? Todos lo educadores están prontos a conspirar para extender los muros del aula y agrandarla, con la meta de transformar la cultura completa en una escuela.
Detrás de la retórica y el alboroto, la controversia sobre el futuro de la educación que tiene lugar en Estados Unidos es más conservadora que el debate en otros ámbitos de la política común. Respecto de las relaciones exteriores, por lo menos, una minoría organizada nos recuerda constantemente que el país debe renunciar a su papel como policía del mundo. Los economistas radicales, y ahora incluso sus profesores, menos radicales, ponen en duda la conveniencia del crecimiento conjunto como meta. Hay grupos de presión para favorecer la medicina preventiva y no la curativa y otros propugnan la fluidez en vez de la velocidad en el transporte. Sólo en el ámbito de la educación permanecen tan dispersas las voces articuladas que piden una desescolarización radical de la sociedad. Existe una carencia de argumentación persuasiva y de un liderazgo maduro encaminados a quitar el apoyo oficial a todas y cada una de las instituciones que tienen por fin el aprendizaje obligatorio. Por el momento, la desescolarización radical de la sociedad es todavía una causa sin partido. Esto sorprende especialmente en un periodo de resistencia creciente, aunque caótica, a todas las formas de instrucción planificadas institucionalmente, por parte de los jóvenes de doce a diecisiete años.
Los innovadores educacionales siguen suponiendo que las instituciones educativas funcionan como embudos para los programas que ellos envasan. Para los fines de mi argumento da lo mismo el que estos embudos tengan la forma de un aula, de un transmisor de TV, o de una «zona liberada». Es igualmente ajeno al asunto el si los envases suministrados son ricos o pobres, calientes o fríos, duros y mensurables (como Matemáticas III), o imposibles de evaluar (como la sensibilización). Lo que interesa es que se suponga que la educación es el resultado de un proceso institucional dirigido por el educador. Mientras las relaciones continúen siendo aquellas existentes entre un proveedor y un consumidor, el trabajo de investigación sobre educación continuará siendo un proceso circular. Acumulará pruebas científicas en apoyo de la necesidad de más paquetes educativos y de su despacho más mortalmente exacto a cada cliente, tal como cierta rama de las ciencias sociales puede probar la necesidad del despacho de un mayor tratamiento militar.
Una revolución educacional se apoya en una doble inversión: una nueva orientación del trabajo de investigación y una nueva compresión del estilo del estilo educacional de una contracultura emergente.
La investigación operacional trata ahora de optimizar la eficiencia de una estructura heredada —un marco de referencia que jamás se pone en tela de juicio. Este marco referencial tiene la estructura sintáctica de un embudo para paquetes de enseñanza. La alternativa respecto del mismo es una red o trama educacional para el montaje autónomo de recursos bajo el control personal de cada aprendiz. Esta estructura alternativa de una institución educacional yace ahora en el punto ciego conceptual de nuestra investigación operacional. Si la investigación se enfocara en él, ello constituiría una auténtica revolución científica. El punto ciego de los trabajos de investigación en educación refleja la parcialidad cultural de una sociedad en la que el crecimiento tecnológico se ha confundido con control tecnocrático. Para el tecnócrata, el valor de un entorno aumenta conforme pueda programarse un mayor número de contactos entre un hombre y su medio ambiente. En este mundo, las elecciones abiertas para el observador o el planificador convergen con las elecciones posibles para el llamado beneficiario en observación. La libertad se reduce a la elección entre unas mercancías envasadas. La contracultura emergente afirma los valores del contenido semántico por encima de la eficiencia de una sintaxis mayor y más rígida. Valoriza la riqueza de la connotación por encima del poder de la sintaxis para producir riquezas. Valoriza la consecuencia imprevisible de la instrucción profesional. Esta reorientación hacia la sorpresa personal con referencia a unos valores proyectados en instituciones perturbará el orden establecido hasta que podamos separar la creciente disponibilidad de herramientas tecnológicas que facilitan el encuentro del creciente control del tecnócrata sobre lo que ocurre cuando la gente se reúne.
Nuestras actuales instituciones educacionales están al servicio de las metas del profesor. Las estructuras de relación que necesitamos son las que permitan a cada hombre definirse él mismo aprendiendo y contribuyendo al aprendizaje de otros.
En el capítulo anterior he examinado aquello que se está convirtiendo en una queja acerca de las escuelas,una queja que hace sentir, por ejemplo, en un informe reciente de la Carnegie Commission: en las escuelas los alumnos matriculados se someten ante maestros diplomados a fin de obtener sus propios diplomas; ambos quedan frustrados y ambos culpan a unos recursos insuficientes —dinero, tiempo o edificios— de su mutua frustración.
Una crítica semejante conduce a muchos a pensar si no será posible concebir un estilo diferente de aprendizaje. Paradójicamente, si a estas mismas personas se les insta a especificar cómo adquirieron lo que sabe y estiman, admitirán prontamente que con mayor frecuencia lo aprendieron fuera y no dentro de la escuela. Su conocimiento de hechos, lo que entienden de la vida y de su trabajo les provino de la amistad o del amor, de mirar el televisor o de leer, del ejemplo de sus iguales o de la incitación de un encuentro callejero. O tal vez aprendieron lo que saben por medio del ritual de iniciación de una pandilla callejera, de un hospital, de la redacción de un periódico, de un taller de fontanería o de una oficina de seguros. La alternativa a la dependencia respecto de las escuelas no es el uso de recursos públicos para algún nuevo dispositivo que «haga» aprender a la gente; es más bien la creación de un nuevo estilo de relación educativa entre el hombre y su medio. Para propiciar este estilo será necesaria una modificación de consumo de las actitudes hacia el desarrollarse, de los útiles disponibles para aprender, y de la calidad y estructura de la vida cotidiana.
Las actividades ya están cambiando. Ha desaparecido la orgullosa dependencia respecto de la escuela. En la industria del conocimiento se acrecienta la resistencia del consumidor. Muchos profesores y alumnos, contribuyentes y patronos, economistas y policías, preferirían no seguir dependiendo de las escuelas. Lo que impide que la frustración de éstos dé forma a otras instituciones es una carencia no sólo de imaginación, sino también, con frecuencia, de un lenguaje apropiado y de un interés personal ilustrado. No pueden visualizar ya sea una sociedad desescolarizada, ya sean unas instituciones educativas en una sociedad que haya privado de apoyo oficial a la escuela. En este capítulo me propongo mostrar que lo contrario de la escuela es posible: que podemos apoyarnos en el aprendizaje automotivado en vez de contratar profesores para sobornar u obligar al estudiante a hallar el tiempo y la voluntad de aprender, que podemos proporcionar al aprendiz nuevos vínculos con el mundo en vez de continuar canalizando todos los programas educativos a través del profesor. Examinaré algunas de las características que distinguen la escolarización del aprendizaje y esbozaré cuatro categorías principales de instituciones que serían atractivas no sólo a muchas personas, sino también a muchos grupos de intereses comunes existentes.
Estamos acostumbrados a considerar las escuelas como una variable que depende de la estructura política y económica. Si podemos cambiar el estilo de la dirección política, o promover los intereses de una clase u otra, suponemos que el sistema escolar cambiará asimismo. En cambio las instituciones educacionales que propondré están ideadas para servir a una sociedad que no existen ahora, aunque la actual frustración respecto de las escuelas tiene en sí el potencial de una fuerza importante para poner en movimiento un cambio hacia nuevas configuraciones sociales. Contra este planteamiento se ha suscitado una objeción de peso: ¿por qué canalizar energías para construir puentes hacia ninguna parte, en vez de organizarlas primero para cambiar no las escuelas, sino el sistema político y económico?
No obstante, esta objeción subestima la naturaleza política y económica del sistema escolar en sí, así como el potencial político inherente a cualquier oposición eficaz a ella.
En un sentido fundamental, las escuelas han dejado de ser dependientes de la ideología profesada por cualquier gobierno u organización de mercados. Otras instituciones pueden diferir de un país a otro: la familia, el partido, la Iglesia, la prensa. Pero el sistema escolar tiene por doquier la misma estructura, y en todas partes el currículum oculto tiene el mismo efecto. De modo invariable, modela al consumidor que valoriza los bienes instituciones sobre los servicios no profesionales de un prójimo. El currículum oculto de la escolarización inicia en todas partes la ciudadano en el mito de que algunas burocracias guiadas por el conocimiento científico son eficientes y benevolentes. Por doquiera, este mismo currículum inculca en el alumno el mito de que la mayor producción proporcionará una vida mejor. Y por doquiera crea el hábito —que se contradice a sí mismo— de consumo de servicios y de producción enajenante, la tolerancia ante la dependencia institucional, y el reconocimiento de los escalafones institucionales. El currículum oculto sustenta la tolerancia ante la dependencia institucional, el reconocimiento por los profesores y cualquiera que sea la ideología preponderante. En otras palabras, las escuelas son fundamentalmente semejantes en todos los países, sean éstos fascistas, democráticos o socialistas, grandes o pequeños, ricos o pobres. La identidad del sistema escolar nos obliga a reconocer la profunda identidad en todo el mundo, del mito, del modo de producción y del método de control social, pese a la gran variedad de mitologías en las cuales encuentra expresión el mito. En vista de esta identidad, es ilusorio pretender que las escuelas son, en algún sentido profundo, unas variables dependientes. Esto significa que el esperar un cambio social o económico concebido convencionalmente, es también una ilusión. Más aún, esta ilusión concede a la escuela —el órgano de reproducción de la sociedad de consumo— una inmunidad casi indiscutida. Al llegar a este punto es cuando adquiere importancia el ejemplo de China. Durante tres milenios, China protegió el aprendizaje superior por medio de un divorcio total entre el proceso del aprendizaje y el privilegio conferido por los exámenes para optar a altos cargos públicos. Para llegar a ser una potencia mundial y una nación-estado moderno, China tuvo que adoptar el estilo internacional de escolarización. Sólo una mirada retrospectiva nos permitirá descubrir si la Gran Revolución Cultural resultará haber sido el primer intento logrado de desescolarizar las instituciones de la sociedad. Incluso la creación a retazos de nuevos organismos educacionales que fuesen lo inverso de la escuela sería un ataque sobre el eslabón más sensible de un fenómeno obicuo, el cual es organizado por el Estado en todos los países. Un programa político que no reconozca explícitamente la necesidad de la desescolarización no es revolucionario; es demagogia que pide más de lo mismo. Todo programa político importante de esta década debiera ser medido por este rasero: ¿hasta dónde es claro afirmar la necesidad de la desescolarización —y para ofrecer directrices para la calidad educativa de la sociedad hacia la cual se encamina? La lucha contra el dominio que ejercen el mercado mundial y la política de las grandes potencias puede estar fuera del alcance de ciertas comunidades o países pobres, pero esta debilidad es una razón más para hacer hincapié en la importancia que tiene el liberar a cada sociedad mediante una inversión de su estructura educacional, cambio éste que no está más allá de los medio de ninguna sociedad.
Características generales de unas nuevas instituciones educativas formales Un buen sistema educacional debería tener tres objetivos: proporcionar a todos aquellos que lo quieren el acceso a recursos disponibles en cualquier momento de sus vidas; dotar a todos los que quieran compartir lo que saben del poder de encontrar a quienes quieran aprender de ellos; y, finalmente, dar a todo aquel que quiera presentar al público un tema de debate la oportunidad de dar a conocer su argumento. Un sistema como éste exigiría que se aplicaran a la educación unas garantías constitucionales. Los aprendices no podrían ser sometidos a un currículum obligatorio, o a una discriminación fundada en la posesión o carencia de un certificado o diploma. Ni se obligaría tampoco al público a mantener, mediante una retribución regresiva, un gigantesco aparato profesional de educadores y edificios que de hecho disminuye las posibilidades que el público tiene de aprender los servicios que la profesión está dispuesta a ofrecer al mercado. Debería usar la tecnología moderna para lograr que la libre expresión, la libre reunión y la prensa libre fuesen universales y, por consiguiente, plenamente educativas.
Las escuelas están proyectadas partiendo del supuesto de que cada cosa en la vida tiene un secreto; de que la calidad de la vida depende de conocer ese secreto; de que los secretos pueden conocerse en ordenadas sucesiones; y de que sólo los profesores pueden revelar adecuadamente esos secretos. Una persona de mente escolarizada concibe el mundo como una pirámide de paquetes clasificados accesible sólo a aquellos que llevan los rótulos apropiados. Las nuevas instituciones educacionales destrozarían esta pirámide. Su propósito debe ser facilitar el acceso al aprendiz; permitirle mirar al interior de la sala de control o del parlamento, si no puede entrar por la puerta. Además, esas nuevas instituciones deberían ser canales a los que el aprendiz tuviese acceso sin credenciales ni títulos de linaje —espacios públicos en los que iguales y mayores situados fuera de su horizonte inmediato se le harían accesibles.
Pienso que no más de cuatro —y posiblemente hasta tres— «canales» distintos o centros de intercambio podrían contener todos los recursos necesarios para el aprendizaje real. El niño crece en un mundo de cosas, rodeado de personas que sirven de modelos para habilidades y valores. Encuentra seres como él, sus iguales, que el incitan a discutir, a competir, a cooperar, a entender; y si el niño es afortunado, se ve expuesto a la confrontación o a la crítica de un mayor experimentado que realmente se preocupe. Cosas, modelos, iguales y mayores son cuatro recursos cada uno de los cuales requiere un tipo diferente de ordenamiento para asegurar que todos tengan acceso a él. Usaré las palabras «trama de oportunidad» en vez de «red» para designar las maneras específicas de proporcionar acceso a cada uno de los cuatro conjuntos de recursos. Desafortunadamente, «red» se emplea con frecuencia para designar los canales reservados a los materiales seleccionados por terceros para el adoctrinamiento, la instrucción y la recreación. Pero también puede usarse para los servicios postal o telefónico, que son primariamente accesibles para personas que quieren enviarse mensajes entre sí. Ojalá tuviésemos otra palabra para designar tales estructuras reticulares a fin de tener un acceso recíproco, una palabra que no evocase tanto una trampa, menos degradada por el uso corriente y que sugiriese más el hecho de que cualquier ordenamiento de esta especie abarca aspectos legales, organizados y técnicos. No habiendo hallado dicho término, trataré de redimir el único disponible, usándolo como sinónimo de «trama educacional». Lo que se precisa son nuevas redes, de las cuales el público pueda disponer fácilmente y que estén concebidas para difundir una igualdad de oportunidades para aprender y enseñar. Para dar un ejemplo: en la televisión y en los magnetófonos se usa el mismo nivel de tecnología. Todos los países latinoamericanos han introducido la TV: en Bolivia, el gobierno ha financiado una estación transmisora de TV, que fue construida hace seis años, y no hay más de siete mil televisores para cuatro millones de ciudadanos. El dinero empozado hoy en instalaciones de TV por toda América Latina podría haber dotado de magnetófonos a un ciudadano de cada cinco. Además, el dinero habría bastado para proporcionar un número casi ilimitado de cintas grabadas, con puestos de entrega incluso en aldeas perdidas, como también para un amplio suministro de cintas no grabadas.
Esta red de magnetófonos sería, por supuesto, radicalmente diferente de la red actual de TV. Proporcionaría oportunidades a la libre expresión: letrados y analfabetos podrían, por igual, registrar, preservar, difundir y repetir sus opiniones. La inversión actual en TV, en cambio, proporciona a los burócratas, sean políticos o educadores el poder de rociar el continente con programas producidos institucionalmente, que ellos —o sus patrocinantes— deciden que son buenos para el pueblo o que éste los pide.
El planteamiento de nuevas instituciones educacionales no debiera comenzar por las metas administrativas de un rector director, ni por las metas pedagógicas de un educador profesional, ni por las metas de aprendizaje de una clase hipotética de personas. No debe iniciarse con la pregunta: «¿Qué debiera aprender alguien?», sino con la pregunta: «¿Con qué tipos de cosas y personas podrían querer ponerse en contacto los que buscan aprender a fin de aprender?».
Alguien que quiera aprender sabe que necesita tanto información como reacción crítica respecto del uso de esta información por parte de otra persona. La información puede almacenarse en personas o cosas. En un buen sistema educacional el acceso a las cosas debiera estar disponible con sólo pedirlo el aprendiz, mientras el acceso a los informantes requiere además el consentimiento de terceros. La crítica puede asimismo provenir de dos direcciones: de los iguales o de los mayores, esto es, de compañeros de aprendizaje cuyos intereses inmediatos concuerden con los míos, o de aquellos que me concederán una parte de su experiencia superior. Los iguales pueden ser colegas con quienes suscitar un debate, compañeros para una caminata o lectura juguetona y deleitable (o ardua), retadores en cualquier clase de juegos. Los mayores pueden ser asesores acerca de qué destreza aprender, qué método usar, qué compañía buscar en un momento dado. Pueden ser guías respecto a la pregunta correcta por plantear entre iguales y a la deficiencia de las respuestas a que lleguen. La mayoría de estos recursos son abundantes. Pero convencionalmente ni se les percibe como recursos educativos, ni es fácil el acceso a ellos para fines de aprendizaje, especialmente para los pobres. Debemos idear nuevas estructuras de relación que se monten con el deliberado propósito de facilitar el acceso a estos recursos para el uso de cualquiera que esté motivado a buscarlos para su educación. Para montar estas estructuras tramadas se requieren disposiciones administrativas, tecnológicas y especialmente legales. Los recursos educacionales suelen rotularse según las metas curriculares de los educadores. Propongo hacer lo contrario, y rotular cuatro enfoques diferentes que permitan al estudiante conseguir el acceso a cualquier recurso educativo que pueda ayudarle a definir y lograr sus propias metas:
Servicios de Referencia respecto de Objetos Educativos. Que faciliten el acceso a cosas o procesos usados para el aprendizaje formal. Algunas cosas de éstas pueden reservarse para este fin, almacenadas en bibliotecas, agencias de alquiler, laboratorios y salas de exposición, tales como museos y teatros; otras pueden estar en uso cotidiano en fábricas, aeropuertos, o puestas en granjas, pero a disposición de estudiantes como aprendices o en horas de descanso.
Lonjas de Habilidades. Que permitan a unas personas hacer una lista de sus habilidades, las condiciones según las cuales están dispuestas a servir de modelos a otros que quieran aprender esas habilidades y las direcciones en que se les puede hallar.
Servicio de Búsqueda de Compañero. Una red de comunicaciones que permita a las personas describir la actividad de aprendizaje a la que desean dedicarse, en la esperanza de hallar un compañero para la búsqueda.
Servicios de Referencia respecto de Educadores Independientes. Los cuales pueden figurar en un catálogo que indique las direcciones y las descripciones —hechas por ellos mismos— de profesionales, paraprofesionales e independientes, conjuntamente con las condiciones de acceso a sus servicios. Tales educadores, como veremos, podrían elegirse mediante encuestas o consultando a sus clientes anteriores.
Las cosas son recursos básicos para aprender. La calidad de entorno y la relación de una persona con él determinarán cuánto aprenderá incidentalmente. El aprendizaje formal exige el acceso especial a cosas corrientes, por una parte o, por la otra, el acceso fácil y seguro a cosas especiales hechas con fines educativos. Un ejemplo del primer caso es el derecho especial a hacer funcionar o a desarmar una máquina en un garaje. Un ejemplo del segundo caso es el derecho general a usar un ábaco, una computadora, un libro, un jardín botánico o una máquina retirada de la producción y puesta a plena disposición de unos estudiantes.
En la actualidad, la atención se centra en la disparidad entre niños ricos y pobres en cuanto a su acceso a cosas y en la manera en que pueden aprender de ellas. La OEO[24] y otros organismos, siguiendo este planteamiento, se concentran en igualar las posibilidades de cada cual, tratando de proveer de un mayor instrumental educativo a los pobres. Un punto de partida más radical sería reconocer que, en la ciudad, a ricos y pobres se les mantiene igualmente alejados de manera artificial de las cosas que los rodean. Los niños nacidos en la era de los plásticos y de los expertos en eficiencia deben traspasar dos barreras que obstaculizan sus entendimientos: una, incorporada a las cosas y la otra construida en torno a las instituciones. El diseño industrial crea un mundo de cosas que ofrecen resistencia a la comprensión de su naturaleza interna, y las escuelas tapian al aprendiz respecto del mundo de las cosas en su escenario significativo. Después de una breve visita a Nueva York, una mujer de una aldea mexicana me dijo que le había impresionado el que las tiendas vendiesen «solamente productos muy maquillados con cosméticos». Entendí que ella quería decir que los productos industriales «hablan» a sus clientes acerca de sus encantos y no acerca de su naturaleza. La industria ha rodeado a la gente de artefactos hechos de manera que sólo a los especialistas les está permitido entender su mecanismo interno. Al no especialista que trata de figurarse qué hace marchar al reloj, o sonar al teléfono o funcionar a la máquina de escribir, se le desalienta con la advertencia de que se romperá si lo intenta. Puede que se le diga qué hace funcionar una radio de transistores pero no lo puede descubrir por sí mismo. Este tipo de diseño tiende a reforzar una sociedad no inventiva, en la que los expertos encuentran cada vez más fácil esconderse detrás de su pericia y más allá de una evaluación. El entorno creado por el hombre ha llegado a ser tan inescrutable como la naturaleza lo es para el primitivo. Al mismo tiempo, los materiales educativos han sido monopolizados por la escuela. Los objetos educativos simples han sido costosamente empacados por la industria del conocimiento. Se han convertido en herramientas especializadas para los educadores profesionales, y se ha inflado su coste al obligarles a estimular ya sea entornos, ya sea profesores. El profesor es celoso del libro de texto al que define como su instrumento profesional. El estudiante puede llegar a odiar el laboratorio porque lo asocia con tareas escolares. El administrador racionaliza su actitud protectora hacia la biblioteca como una defensa de un instrumental público costoso contra quienes quisieran jugar con ella más bien que aprender. En esta atmósfera, el estudiante usa con excesiva frecuencia el mapa, el laboratorio, la enciclopedia o el microscopio sólo en los escasos momentos en que el currículum, le dice que debe hacerlo. Incluso los grandes clásicos se convierten en arte del «año de novato» universitario, en vez de señalar una nueva dirección en la vida de la persona. La escuela aparta las cosas del uso cotidiano al rotularlas como instrumentos educativos.
Para que podamos desescolarizar será preciso invertir ambas tendencias. El entorno físico general debe hacerse accesible, y aquellos recursos físicos de aprendizaje que han sido reducidos a instrumentos de enseñanza deben llegar a estar disponibles para el aprendizaje autodirigido. El usar cosas sólo como partes de un currículum puede tener un efecto incluso peor que el apartarlas del entorno general. Puede corromper las actitudes de los alumnos.
Los juegos son un caso de este tipo. No me refiero a los «juegos» del departamento de educación física (tales como el fútbol o el baloncesto), que las escuelas usan para generar ingresos y prestigio y en los que han hecho sustanciosas inversiones de capital. Como lo saben muy bien los atletas mismos, estas empresas, que adoptan la forma de torneos guerreros han minado el aspecto juguetón de los deportes y se usan para reforzar la naturaleza competitiva de las escuelas. Hablo más bien de los juegos educativos que pueden proporcionar una manera singular de entender los sistemas formales. Un amigo mío fue a un mercado mexicano con un juego llamado «Wff’n Proff», que consta de varios dados en los que hay impresos doce símbolos lógicos. Mostró a unos niños qué combinaciones formaban una frase bien hecha —unas dos o tres de las numerosas posibles— e, inductivamente, al cabo de la primera hora algunos mirones también captaron el principio. A las pocas horas de llevar a cabo, jugando, pruebas lógicas formales, algunos niños fueron capaces de iniciar a otros en las pruebas formales de la lógica de proposiciones. Los otros simplemente se fueron. Par algunos niños dichos juegos son en efecto una forma especial de liberar la educación, puesto que refuerzan su conciencia del hecho de que los sistemas formales se fundan en axiomas mutables y de que las operaciones conceptuales tienen un carácter lúdico. Son asimismo simples, baratos y en buena parte pueden organizarlos los jugadores mismos. Cuando se usan fuera del currículum, tales juegos dan una oportunidad para identificar y desarrollar el talento poco común, mientras que el psicólogo escolar identificará a menudo a quienes posean dicho talento como a personas en peligro de llegar a ser antisociales, enfermas o desequilibradas. Dentro de la escuela, cuando se usan en la forma de torneos, los juegos no sólo son sacados de la esfera de la recreación; a menudo se convierten en instrumentos usados para traducir el ánimo juguetón en espíritu de competencia, una falta de razonamiento abstracto en un signo de inferioridad. Un ejercicio que para ciertos tipos de carácter es liberador, se convierte en una camisa de fuerza para otros.
El control de la escuela sobre el instrumental educativo tiene además otro efecto. Aumenta enormemente el coste de esos materiales baratos. Una vez que su uso se restringe a unas horas programadas, se paga a profesionales que supervisen su adquisición, almacenamiento y uso. Entonces los estudiantes descargan su rabia contra la escuela sobre el instrumental, que es preciso adquirir nuevamente. Algo paralelo a la intocabilidad de los útiles educativos es la impenetrabilidad de la moderna chatarra. En la década de 1930 cualquier muchacho que se respetara sabía reparar un automóvil, pero ahora los fabricantes de coches multiplican los alambres y apartan los manuales de todo el que no sea un mecánico especializado. En un periodo anterior una radio vieja contenía suficientes bobinas y condensadores como para construir un transmisor que hiciera chillar por realimentación a todas las radios del vecindario. Las radios de transistores son más portátiles, pero nadie se atreve a desarmarlas. En los países altamente industrializados sería inmensamente difícil cambiar esto, pero al menos en los países del Tercer Mundo debemos insistir en ciertas cualidades educativas incorporadas al objeto.
Para ilustrar mi argumento, permítaseme presentar un modelo: gastando diez millones de dólares sería posible conectar cuarenta mil aldeas de un país como Perú mediante una telaraña de pistas de un metro ochenta de ancho y mantenerlas funcionando y, además, dotar al país de 200.000 burros mecánicos de tres ruedas —cinco por aldea como promedio. Pocos países pobres de ese tamaño gastan menos que esa cantidad cada año en coches y caminos, cuyo uso, el de ambos, se limita principalmente a los ricos y a sus empleados, mientras la gente pobre queda atrapada en sus aldeas. Cada uno de estos pequeños vehículos, simples pero duraderos, costaría 125 dólares —de los cuales la mitad pagaría su transmisión y un motor de seis HP. Un «burro» podría andar a 24 kilómetros por hora, y trasladaría cargas de unos 400 kilogramos (es decir, la mayoría de las cosas que suelen moverse, aparte de troncos y vigas de acero).
El atractivo político que dicho sistema de transporte tendría para el campesinado es obvio. Igualmente obvio es el motivo por el cual quienes detentan el poder —y por tanto poseen, automáticamente, un coche— no están interesados en gastar dinero en pistas semejantes y en obstruir los caminos con burros motorizados. El burro universal podría funcionar sólo si los dirigentes de un país impusieran un límite de, digamos, cuarenta kilómetros por hora y adaptaran sus instituciones públicas a ese límite. El modelo no podría funcionar si estuviese concebido sólo como un parche. No es éste el lugar apropiado para examinar en detalle la factibilidad política, social, económica, financiera y técnica de este modelo. Deseo solamente indicar que los considerandos educacionales pueden ser de primordial importancia cuando se elige una alternativa semejante frente a un transporte que use relativamente más capital que mano de obra. Aumentando el coste unitario de cada burro en cosa de un 20 por ciento se haría posible planificar la producción de todas sus piezas de modo que, hasta donde fuera posible, cada futuro dueño pasase uno a dos meses haciendo y entendiendo su máquina y fuese capaz de repararla. Con este coste adicional sería asimismo posible descentralizar la producción en fábricas dispersas. Las ventajas adicionales provendrían no sólo de incluir los costes educacionales en el proceso de construcción. Más significativo todavía, un motor duradero que prácticamente cualquiera podría aprender a reparar y que podría usar como arado y como bomba aquel que lo entendiera, produciría unos beneficios educativos mucho más elevados que los inescrutables motores de los países avanzados. No sólo la chatarra, sino los lugares presuntamente públicos de la ciudad moderna se han hecho impenetrables. En la sociedad estadounidense se excluye a los niños de la mayoría de las cosas y lugares con el argumento de que son privados. Pero incluso en las sociedades que han declarado el término de la propiedad privada se aparta a los niños de las mismas cosas y lugares porque se les considera como un ámbito especial y peligroso para el no iniciado. A partir de la pasada generación el patio de los ferrocarriles se ha hecho tan inaccesible como el cuartel de bomberos. Y sin embargo, con un poco de ingenio no sería difícil eliminar los peligros en esos lugares. El desescolarizar los artefactos de la educación haría necesario poner a disposición los artefactos y procesos —y reconocer su valor educativo. Algunos trabajadores, sin duda, encontrarían molesto el ser accesibles a los aprendices, pero esta molestia debe valorarse comparándola las ventajas educativas. Los automóviles privados podrían desterrarse de Manhattan. Hace cinco años esto era impensable. Ahora, ciertas calles de Nueva York se cierran ciertas horas, y esta tendencia probablemente continuará. De hecho, la mayoría de las calles transversales deberían cerrarse al tráfico automotor y el estacionamiento debería prohibirse en todas partes. En una ciudad abierta al pueblo, los materiales de enseñanza que ahora se encierran en almacenes y laboratorios podrían diseminarse en depósitos abiertos a la calle y gestionados de manera independiente, que los adultos y los niños pudiesen visitar sin peligro de ser atropellados. Si las metas de la educación ya no estuviesen dominadas por las escuelas y los maestros de escuela, el mercado para los aprendices sería mucho más variado y la definición de «artefactos educativos» sería menos restrictiva. Podría haber talleres de herramientas, bibliotecas, laboratorios y salas de juegos. Los laboratorios fotográficos y prensas offset permitirían el florecimiento de diarios vecinales. Algunos centros de aprendizaje abiertos a la calle podrían contener cabinas para mirar programas de televisión en circuito cerrado, otros podrían poseer útiles de oficina para usar y para reparar. Los tocadiscos del tipo tragamonedas y de tipo corriente serían de uso corriente, especializándose algunos en música clásica, otros en melodías folklóricas internacionales, otros en jazz. Las filmotecas competirían entre sí y con la televisión comercial. Los locales de museos abiertos al público podrían ser redes para poner en circulación muestras de arte antiguo y moderno, originales y reproducciones, tal vez administradas por los diversos museos metropolitanos. El personal profesional necesario para esta red se parecería mucho más a unos custodios, guardias de museo o bibliotecarios de servicio público que a unos profesores. Desde la tienda de biología de la esquina podrían dirigir a sus clientes a la colección de caracoles del museo o señalarles cuándo habría una exhibición de videocintas de biología en determinadas cabinas de TV. Podrían dar indicaciones para el control de plagas, dietas y otras clases de medicina preventiva. Podrían remitir a quienes necesitaran consejos a «mayores» que pudiesen proporcionarlo. El financiamiento de una red de «objetos de aprendizaje» puede encararse de dos maneras. Una comunidad podría fijar un presupuesto máximo para este fin y disponer que todas las partes de la red estuviesen abiertas a todos los visitantes a ciertas horas razonables. O bien la comunidad podría decidir proporcionar a los ciudadanos unos bonos o derechos limitados, según sus edades, que les darían acceso especial a ciertos materiales costosos y escasos, dejando en cambio otros materiales más simples a disposición de todos. El encontrar recursos para materiales hechos específicamente para educar es sólo un aspecto —y tal vez el menos costoso— de la construcción de un mundo educativo. El dinero que hoy se gasta en la parafernalia sagrada del ritual escolar podría liberarse para proporcionar a todos los ciudadanos un mejor acceso a la vida real de la ciudad. Podrían otorgarse incentivos tributarios especiales a quienes emplearan niños de ocho a catorce años durante un par de horas diarias si las condiciones de empleo fuesen humanas. Deberíamos volver a la tradición de la bar mitzvah[25] o de la confirmación. Quiero decir con esto que debiéramos primero restringir y luego eliminar la privación de derechos y deberes civiles de los menores, y permitir que un muchacho de doce años llegue a ser plenamente responsable de su participación en la vida de la comunidad. Muchas personas de «edad escolar» saben más acerca del vecindario que los trabajadores sociales o los concejales. Naturalmente que hacen también preguntas más incómodas y proponen soluciones que amenazan a la burocracia. Debería permitírseles llegar a la mayoría de edad de modo que pusieran sus conocimientos y capacidad de indagación a trabajar en servicio de un gobierno popular. Hasta hace poco era fácil subestimar los peligros de la escuela en comparación con los peligros de un periodo de aprendizaje en la policía, en el cuerpo de bomberos o en la industria del espectáculo. Este argumento deja de ser válido con gran frecuencia. Visité recientemente una iglesia metodista de Harlem ocupada por un grupo de los llamados Young Lords como protesta por la muerte de Julio Rodan, un muchacho portorriqueño al que se encontró ahorcado en su celda carcelaria. Yo conocía a los líderes del grupo, que habían pasado un semestre en Cuernavaca. Cuando me sorprendí al no hallar a uno de ellos, Juan, en el grupo, me dijeron «volvió a al heroína y a la Universidad del Estado». Para desencadenar el potencial educativo encerrado en la gigantesca inversión de nuestra sociedad en instalaciones y útiles pueden usarse el planteamiento, los incentivos y la legislación. No existiría el acceso pleno a los objetos educativos mientras se permita a empresas comerciales conjugar las defensas legales que la Carta Fundamental reserva a la vida privada de las personas con el poder económico que les confieren sus millones de clientes y miles de empleados, accionistas y proveedores. Una parte considerable de los conocimientos prácticos y teóricos del mundo y la mayoría de sus procesos y equipos de producción están encerrados entre los muros de firmas comerciales, apartados de sus clientes, empleados y accionistas, como también del público en general, cuyas leyes e instalaciones les permiten funcionar. El dinero que se gasta en publicidad en los países capitalistas podría canalizarse hacia la educación en y por parte de la General Electric, NBC-TV o cervezas Budweiser. Es decir, las fábricas y oficinas deberían reorganizarse de forma tal que su funcionamiento cotidiano fuese más accesible al público y de maneras que hiciese posible el aprendizaje; y, en verdad, podrían hallarse modos de pagar a las compañías lo que la gente aprendiese en ella. Es posible que un conjunto de objetos e informaciones científicas aún más valioso esté apartado del acceso general —e incluso de los científicos competentes— bajo el pretexto de la seguridad nacional. Hasta hace poco la ciencia era el único foro que funcionaba como el sueño de un anarquista. Cada hombre capaz de realizar investigaciones tenían más o menos las mismas oportunidades que otros en cuanto al acceso a su instrumental y a se escuchados por la comunidad de iguales. Ahora la burocratización y la organización han puesto a gran parte de la ciencia fuera del alcance del público. En efecto, lo que solía ser una red internacional de información científica ha sido escindida en una lid de grupos competidores. Tanto los miembros como los artefactos de la comunidad científica han sido encerrados en programas nacionales y corporativos hacia logros prácticos, para el radical empobrecimiento de los hombres que mantienen estas naciones y corporaciones. En un mundo que controlan y poseen naciones y compañías, nunca será posible sino un acceso limitado a los objetos educativos. Pero un mejor acceso a aquellos objetos que pueden compartirse para fines educativos puede ilustrarnos lo suficiente como para traspasar estas barreras políticas finales. Las escuelas públicas transfieren el control sobre los usos educativos de los objetos de manos privadas a manos profesionales. La inversión institucional de las escuelas podría dar al individuo el poder de volver a exigir el derecho a usarlos para su educación. Si el control privado o corporativo sobre el aspecto educativo de las «cosas» se lograse extinguir gradualmente, podría comenzar a aparecer un tipo de propiedad realmente pública.
Al revés de lo que ocurre con un guitarra, a un profesor de ese instrumento no se le puede clasificar en un museo, ni lo puede poseer el público, ni se le puede tomar en alquiler en un almacén de elementos educativos. Los profesores de habilidades pertenecen a una clase de recursos que es diferente de la de los objetos necesarios para aprender una habilidad. Esto no quiere decir que sean indispensables en todos los casos. Puedo alquilar no sólo una guitarra, sino también lecciones de guitarra grabadas en cintas y gráficos que ilustren los acordes, y con estos elementos puedo enseñarme yo mismo a tocar la guitarra. De hecho, este sistema puede presentar ventajas si las cintas disponibles son mejores que los profesores disponibles, o si las únicas horas en que puedo aprender guitarra son nocturnas, o si las melodías que quiero interpretar son desconocidas en mi país, o si soy tímido y prefiero meter la pata sin testigos.
El canal usado para registrar los profesores de habilidades y comunicarse con ellos debe ser diferente al descrito para objetos. Una cosa está disponible a la petición del usuario —o podría estarlo— mientras una persona llega formalmente a ser una fuente de enseñanza de habilidades y sólo cuando consiente en serlo, y puede asimismo restringir la ocasión, el lugar y el método a su amaño. Es también necesario distinguir a los profesores de los iguales de los que uno desearía aprender. Los iguales que desean seguir una búsqueda común deben partir de unas capacidades o intereses comunes; se juntan para ejercitar o mejorar una habilidad que comparten: baloncesto, baile, construcción de un campamento, debate sobre las próximas elecciones. Por otra parte, la primera transmisión de una habilidad supone el reunir a alguien que posea una destreza con alguien que no la posea y quiera adquirirla. Un «modelo de habilidad» es una persona que posee una habilidad y está dispuesta a demostrar su práctica. Frecuentemente el aprendiz en potencia precisa el recurso de una demostración de esta clase. Los inventos modernos nos permiten registrar demostraciones en cinta, en películas o en gráficos; no obstante, sería de esperar que la demostración personal continuase gozando de gran demanda, especialmente en las habilidades de comunicación. En nuestro Centro, en Cuernavaca, han aprendido castellano unos diez mil adultos —en su mayoría personas muy motivadas que deseaban obtener una cuasi-fluidez en un segundo idioma. Cuando se les plantea la elección entre una instrucción cuidadosamente programada en un laboratorio de idiomas o sesiones rutinarias con otros dos estudiantes y una persona cuyo idioma nativo es el español y que se ciñe a un rutina rígida, la mayoría prefiere la segunda alternativa. Respecto de la mayor parte de las habilidades ampliamente compartidas, que una persona demuestre su habilidad es el único recurso humano que llegamos a necesitar u obtener. Ya sea para hablar o para conducir, para cocinar o para usar equipos de comunicaciones, a menudo apenas nos damos cuenta de la instrucción y el aprendizaje formales, especialmente después de nuestra primera experiencia con los materiales en cuestión. No veo la razón por la cual no pudiesen aprenderse de igual manera otras habilidades complejas, tales como los aspectos mecánicos de la cirugía y de tocar el violín, de leer o de usar listar y catálogos.
Un estudiante bien motivado que no lucha contra una desventaja determinada a menudo no necesita más ayuda humana que la que puede proporcionar alguien que pueda demostrar a quien lo solicite cómo hacer lo que el aprendiz quiere hacer. Aquello de insistir a personas diestras en que antes de demostrar su habilidad certifique el ser pedagogos es el resultado de la insistencia de una de dos alternativas: o que la gente aprenda lo que no quiere saber, o bien que todos —incluso quienes sufren de alguna desventaja especial— aprendan ciertas cosas, en un momento dado de sus vidas, y preferiblemente en circunstancias especificadas. Lo que crea una escasez de habilidades en el mercado educacional de hoy es el requisito institucional de que quienes pueden demostrarlas no puedan hacerlo a menos de otorgárseles pública confianza por medio de un certificado. Insistimos en que aquellos que ayudan a terceros a adquirir una habilidad habría de saber también diagnosticar las dificultades de aprendizaje y se capaces de motivar a la gente a aspirar a aprender habilidades. En resumen, les exigimos ser pedagogos. Habría abundancia de personas que pueden demostrar habilidades tan pronto aprendiéramos a reconocerlas fuera de la profesión de la enseñanza. Cuando se está enseñando a unos principitos, es comprensible, aunque ha dejado de ser justificable, la insistencia de sus padres en que el profesor y la persona dotada de habilidades se conjuguen en una misma persona. Pero el que todos los padres aspiren a tener un Aristóteles para su Alejandro es obviamente insostenible. Las personas que pueden inspirar a los estudiantes y demostrar una técnica son tan escasas, y tan difíciles de reconocer, que hasta los principitos consiguen con mayor frecuencia un sofista y no un verdadero filósofo. Una demanda de habilidades escasas puede satisfacerse rápidamente aun cuando hay un número pequeño de personas que las demuestren, pero debe facilitarse el acceso a dichas personas. Durante la década 1940-1950, los reparadores de radios, la mayoría de los cuales no estudiaron su trabajo en escuelas, penetraron en el interior de América con no más de dos años de retraso respecto a la llegada de los radios a la región. Permanecieron allí hasta que los radios de transistores, baratas e imposibles de reparar, les dejaron cesantes. Las escuelas técnicas no logran realizar lo que algunos reparadores de radios podrían hacer sin problemas: restauraciones útiles y duraderas. Ciertos interese privados y convergentes conspiran hoy para impedir que una persona comparta su habilidad. A quien posee la habilidad le beneficia su escasez y no su producción. Al maestro que se especializa transmitir la habilidad le beneficia la renuencia del artesano a ofrecer su propio taller para aprendices. Al público se le adoctrina con la creencia de que las habilidades son valiosas y de fiar sólo si son el resultado de una escolarización normal. El mercado de trabajo depende del hacer escasas las habilidades y de mantenerlas escasas, ya sea proscribiendo su uso a transmisión no autorizado, o bien haciendo cosas que puedan operar y reparar sólo quienes tengan acceso a unas herramientas o informaciones que se mantienen en déficit. De este modo, las escuelas producen escasez de personas especilizadas. Un buen ejemplo de esto es el número decreciente de enfermeras en Estados Unidos, debido al rápido aumento de programas universitarios de cuatro años en ese ramo. Las mujeres de familia más pobres que anteriormente se habrían alistado en un programa de dos o tres años, se han alejado por completo de dicha profesión. Otra manera de mantener la escasez de habilidades es insistir en maestros diplomados. Si se alentara a las enfermeras a adiestrar a otras enfermeras, y si a las enfermeras se les empleara de acuerdo con su habilidad demostrada para poner inyecciones, trazar gráficos y dar medicinas, pronto se terminaría la escasez de enfermeras capacitadas. Los científicos tienden hoy a coartar la libertad de la educación al convertir el derecho civil de compartir uno sus conocimientos en el privilegio de la libertad académica y que ahora se confiere sólo a los empleados de alguna escuela. Para garantizar el acceso a un intercambio eficaz de habilidades necesitamos leyes que generalicen la libertada académica. El derecho a enseñar cualquier habilidad debería estar amparado por la libertad de expresión. Una vez que se eliminen las restricciones sobre enseñanza, pronto desaparecerán también las relativas al aprendizaje. El profesor de habilidades necesita algún incentivo para otorgar sus servicios a un alumno. Hay por lo menos dos maneras sencillas de comenzar a canalizar fondos públicos hacia profesores no diplomados. Una sería institucionalizar las lonjas de habilidades mediante la creación de centros de habilidades, libres y abiertos al público. Dichos centros podrían y deberían establecerse en zonas industriales, al menos aquellos para habilidades que son un requisito indispensable para ingresar en ciertos noviciados o aprendizajes —habilidades tales como la lectura, la mecanografía, la contabilidad, los idiomas extranjeros, la programación de computadoras y la manipulación de números, la lectura de lenguajes especiales (tales como el de los circuitos eléctricos), la manipulación de ciertas máquinas, etcétera. Otro planteamiento sería proporcionar a ciertos grupos de la población un moneda educativa válida para asistir a centros de habilidades en los que otros clientes habrían de pagar tarifas comerciales. Un planteamiento mucho más radical consistiría en crear un «banco» para el intercambio de habilidades. A cada ciudadano se le abriría un crédito básico con el cual pudiese adquirir habilidades fundamentales. Por encima de ese mínimo, corresponderían créditos adicionales a quienes los ganasen enseñando, ya fuera sirviendo como modelos en centros de habilidades organizados, ya lo hicieran privadamente en casa o sobre la marcha. Sólo aquellos que hubiesen enseñado a otros durante un lapso equivalente podrían solicitar el tiempo de profesores más avanzados.Se promovería una élite enteramente nueva, una élite formada por quienes hubiesen ganado su educación compartiéndola. ¿Deberían los padres tener el derecho de ganar crédito educativo para sus hijos? Como una disposición de este tipo daría nuevas ventajas a las clases privilegiadas, podría compensarse otorgando un crédito mayor a los desfavorecidos. El funcionamiento de una lonja de actividades dependería de la existencia de organismos que facilitarían el desarrollo de información —listas de personas— y asegurarían su uso libre y barato. Dicho organismo podría proporcionar servicios auxiliares de prueba y certificación y ayudaría a poner en vigor la legislación necesaria para quebrar e impedir las prácticas monopólicas. La libertad de un lonja universal de habilidades podría estar garantizada fundamentalmente por leyes que permitiesen la discriminación sólo de acuerdo con habilidades verificadas y no según el historial educativo. Una garantía semejante requiere inevitablemente un control público sobre las pruebas que pueda usarse para determinar quiénes están capacitados para el mercado laboral. De otra manera sería posible reintroducir subrepticiamente complejas baterías de test en el lugar mismo de trabajo que servirían para selección social. Mucho podría hacerse a fin de lograr objetividad en las pruebas de competencia en habilidades, como por ejemplo el permitir que se comprobara sólo el manejo de máquinas o sistemas específicos. Las pruebas de mecanografía (en las que se mediría la velocidad, el número de errores y se valoraría el saber tomar dictados), el dominio de un sistema contable o de una grúa hidráulica, la codificación en COBOL,[26] etc., pueden fácilmente hacerse objetivas. De hecho, muchas de las verdaderas habilidades de importancia práctica pueden verificarse de ese modo. Y para los fines de administración de personal es mucho más útil una prueba sobre el nivel presente de competencia en una determinada habilidad que la información sobre el hecho de que veinte años atrás una persona dejó satisfecho a su profesor respecto de un currículum en el que se enseñaba mecanografía, taquigrafía y contabilidad. Naturalmente puede ponerse en duda la necesidad misma de una comprobación oficial de habilidades: yo tengo la convicción de que el hecho de imponer ciertas restricciones constituye una mejor garantía para el derecho que un hombre tiene a que su reputación no sufra daños indebidos provenientes de una rotulación, que es más sólida que la garantía lograda al prohibir pruebas de competencia.
En el peor de los casos, las escuelas reúnen condiscípulos en la misma habitación y los someten a la misma secuencia de tratamiento de matemáticas, educación cívica y lenguaje. En el mejor de los casos, permiten a cada estudiante elegir un curso de entre un número limitado de ellos. En cualquier caso, se forman grupos de iguales en torno a las metas de los profesores. Un sistema conveniente de educación permitiría a cada persona especificar la actividad para la cual buscase un compañero. La escuela ofrece efectivamente a los niños una oportunidad para escapar de sus casas y encontrar nuevos amigos. Pero al mismo tiempo, este proceso inculca en ellos la idea de que deberían elegir sus amigos entre aquellos con quienes han sido congregados. El invitar a los menores desde su más tierna infancia a conocer, evaluar y buscar a otros los prepararía para mantener durante toda su vida el interés por buscar nuevos asociados para nuevos empeños. A un buen jugador de ajedrez siempre lo contenta hallar un buen adversario, y aun novato le alegra el hallar otro. Los clubes sirven para este fin. Las personas que quieren conversar sobre determinados libros o artículos probablemente pagarían por hallar compañeros de debate. Los que quieren practicar juegos, ir de excursión, construir estanques para peces o motorizar bicicletas se tomarán molestias considerables para hallar compañeros para ello. El premio de sus esfuerzos es encontrar esos compañeros. Las buenas escuelas tratan de poner al descubierto los intereses comunes de los estudiantes matriculados en los mismos programas. Lo inverso de la escuela sería una institución que aumentase las posibilidades de que las personas que en un determinado momento compartiesen el mismo interés específico, pudiesen encontrarse independientemente de que tuviesen otra cosa en común. La enseñanza de habilidades no proporciona beneficios iguales a ambas partes, como lo hace la reunión de iguales. Tal como he señalado, al profesor de habilidades debe ofrecérsele algún otro incentivo aparte de las satisfacciones del enseñar. La enseñanza de habilidades es un asunto de repetir una y otra vez ciertas rutinas y de hecho es más tediosa para los alumnos que más la necesitan.Una lonja de habilidades necesita dinero o créditos u otros incentivos tangibles para funcionar, aun cuando la lonja misma produjese su propia moneda. Un sistema de búsqueda de compañero no precisaría tales incentivos, sino sólo una red de comunicaciones. Las cintas, los sistemas de informática, la instrucción programada y la reproducción de formas y de sonidos tienden a disminuir la necesidad de recurrir a profesores humanos para muchas habilidades; aumentan la eficiencia de los profesores y el número de habilidades que uno puede conseguir a lo largo de su vida. Paralelamente a este aspecto se ha creado la necesidad creciente de encontrarse con gente interesada en disfrutar de la habilidad recientemente adquirida. Una estudiante que haya aprendido griego antes de sus vacaciones querrá conversar en griego sobre política cretense cuando regrese. Un mexicano de Nueva York quiere hallar a otros lectores de la revistaSiempre! o de Los Agachados, el más popular de los libros de historietas. Algún otro quiere encontrar compañeros que, como él, desearían aumentar su interés en la obra de James Baldwin o de Bolívar. El funcionamiento de una red para búsqueda de compañeros sería simple. El usuario se identificaría por su nombre y dirección y describiría la actividad para la cual estuviese buscando compañero. Un computador le remitiría los nombres y direcciones de todos aquellos que hubiesen introducido la misma descripción. Es asombroso que un servicio público tan sencillo no se hay usado nunca en gran escala para actividades de valor público. En su forma más rudimentaria, la comunicación entre cliente y computador podría establecerse por correo. En las grandes ciudades, unas máquinas de escribir conectadas a un computador podrían proporcionar respuestas instantáneas. La única manera de conseguir que el computador entregase un nombre y dirección sería el anotar una actividad para la cual se buscase un compañero. Las personas que utilizasen el sistema llegarían a ser conocidas únicamente por sus posibles compañeros de actividad. Un complemento del computador podría ser una red de pizarras o cuadros de anuncios y de avisos clasificados de periódico, consistentes en listas de actividades para las cuales no se hubiese hallado compañero mediante el computador. No sería necesario dar nombres. Los lectores interesados introducirían entonces sus nombres en el sistema. Es posible que un sistema de búsqueda de compañero, con patrocinio público, sea la única manera de garantizar la libertad de reunión y de adiestrar a la gente en el ejercicio de esta actividad cívica tan fundamental.
El derecho a la libre reunión ha sido reconocido políticamente y aceptado socialmente. Debiéramos entender ahora que este derecho está restringido por leyes que hacen obligatorias ciertas formas de reunión. Éste es en particular el caso de las instituciones que reclutan según edad, clase y sexo, y que consumen muchísimo tiempo. El ejército es un ejemplo. La escuela es otro aún más ofensivo. Desescolarizar significa abolir el poder de una persona para obligar a otra a asistir a un reunión. Significa también reconocer el derecho de cualquier persona, de cualquier edad o sexo, a convocar a reunión. Este derecho se ha visto drásticamente disminuido por la institucionalización de las reuniones. «Reunión» se refería originalmente al resultado del acto individual de juntarse. Ahora se refiere al producto institucional de algún organismo.
La capacidad de las instituciones de servicio para adquirir clientes ha sobrepasado con mucho la capacidad de las personas para ser oídas con independencia de los medios de información institucional, que reaccionan ante personas individuales sólo si son noticias vendibles.
Deberían existir servicios de búsqueda de compañero para personas que quisiesen reunir a otras, de modo que fuese tan fácil como la campana de la aldea que convocaba a los aldeanos a un cabildo. Los edificios escolares —dudosamente adaptables para otros fines— podrían cumplir en muchos casos este objetivo. De hecho, el sistema puede encontrarse pronto con un problema que las iglesias han enfrentado anteriormente: qué hacer con el espacio sobrante que ha quedado con la defección de los fieles. Las escuelas son difíciles de vender como los templo. Una manera de continuar manteniéndolas en uso sería entregar esos edificios al vecindario. Cada cual podría manifestar lo que haría en el aula y cuándo, y un cuadro de anuncios pondrían los programas disponibles en conocimiento de quien indagara. El acceso de la «clase» sería gratis —o se compraría con bonos educacionales. El «profesor» podría incluso pagarse según el número de alumnos que atrajese por cualquier periodo completo de dos horas. Me imagino que los líderes muy jóvenes y los grandes educadores serían los dos tipos de persona más destacados en semejante sistema. Podría seguirse igual planteamiento respecto de la educación superior. Podría dotarse a los estudiantes de bonos educacionales que los hicieran acreedores a diez horas anuales de consulta con el profesor de su elección— y, para el resto de su aprendizaje, se apoyaría en la biblioteca, la red para búsqueda de compañeros y los periodos de aprendiz. Naturalmente, debemos reconocer la probabilidad de que se abuse de esos dispositivos públicos de búsqueda para fines inmorales y de explotación, tal como se ha abusado de los teléfonos y el correo. Se requeriría cierta protección semejante a la usada para esas redes. En otras páginas he propuesto un sistema de búsqueda de compañero que permitirían usar sólo una información impresa pertinente, más el nombre y dirección del averiguador. Un sistema de esta especie sería prácticamente a prueba de abusos. Otra medida sería el permitir que se agregase cualquier libro, filme, programa de televisión, u otro artículo que figurase en un catálogo especial. La preocupación acerca de los peligros del sistema no debe hacernos perder de vista sus beneficios, tanto mayores. Algunos que comparten mi preocupación por la libertad de expresión y la reunión alegarán que el sistema de búsqueda de compañero es un medio artificial de juntar personas y que no sería usado para los pobres —que son quienes más lo necesitan. Hay personas que auténticamente se alborotan cuando uno sugiere montar encuentros ad hoc que no tengan su raíz en la vida de una comunidad local. Otros reaccionan cuando uno sugiere usar un computador para entresacar y conjuntar intereses que algunos clientes del sistema hayan definido. No es posible reunir a las personas de una manera tan impersonal, dicen. La búsqueda en común debe estar arraigada en una historia de experiencias compartidas a muchos niveles, y debe nacer de esta experiencia —el desarrollo de instituciones vecinales, por ejemplo. Simpatizo con estas objeciones, pero creo que no comprenden el verdadero sentido de lo que persigo y no dan tampoco en lo que ellos mismos persiguen. En primer lugar, el retorno a la vida vecinal como centro primario de expresión creativa podría de hecho ser contraproducente para volver a establecer los vecindarios como unidades políticas. El centrar las demandas sobre el barrio o vecindario podría, en efecto, descuidar un importante aspecto liberador de la vida urbana —el que una persona pueda participar simultáneamente en varios grupos de sus iguales. Además, existe un sentido importante en el cual personas que jamás hayan vivido juntas en una comunidad física pueden tener ocasionalmente muchas más experiencias por compartir que quienes se han conocido desde la infancia. Las grandes religiones han reconocido siempre la importancia de estos encuentros lejanos, y los fieles han hallado siempre libertad mediante ellos: los peregrinajes, el monacato y el mutuo apoyo de templos y santuarios son el reflejo de este reconocimiento. La conjunción de iguales podría ayudar significativamente a hacer explícitas las numerosas comunidades en potencia, aunque reprimidas, existentes en la ciudad.
Las comunidades locales son valiosas. Son también una realidad que se desvanece conforme los hombres dejan que las instituciones definan cada vez más sus círculos de relación social. En un libro reciente, Milton Kotler ha mostrado que el imperialismo del «centro» de la ciudad priva al barrio de su significación política. El intento proteccionista de resucitar la barriada como unidad cultural sólo sirve de apoyo a este imperialismo burocrático. Lejos de apartar artificialmente a la gente de su contexto local para unirla a grupos abstractos, el servicio de búsqueda de compañero alentaría un renacer de la vida local en las ciudades de las cuales está desapareciendo hoy en día. Un hombre que recupere su iniciativa para llamar a sus prójimos a sostener una conversación significativa, puede dejar de conformarse de estar separado de ellos por el protocolo oficinesco o por la etiqueta suburbana. Habiendo visto por una vez que el hacer cosas en conjunto depende del decidir hacerlo, la gente posiblemente insista incluso en que su comunidad local se haga más abierta al intercambio político creativo. Debemos reconocer que la vida urbana tiende a ser inmensamente costosa conforme a los habitantes de la ciudad debe enseñarles a confiar en complejos servicios institucionales para satisfacer cada una de sus necesidades. Es extraordinariamente costoso incluso el mantenerla en un nivel mínimo de habitabilidad. El servicio de búsqueda de compañero de aprendizaje en la ciudad podría ser un primer paso para romper la dependencia de los ciudadanos respecto de servicios burocráticos.
Sería también una medida esencial para proporcionar nuevos medios de establecer la confianza pública. En una sociedad escolarizada hemos llegado a confiar cada día más en el juicio profesional de educadores sobre el efecto de su propia labor para decidir en quién podemos o no confiar: vamos al médico, al abogado o al psicólogo porque confiamos en que cualquiera que ha tenido la cantidad requerida de tratamiento educativo especializado a manos de otros colegas merece nuestra confianza. En una sociedad desescolarizada, los profesionales ya no pueden reclamar la confianza de sus clientes a partir de su historial curricular, o asegurar su prestigio con sólo remitir a sus clientes a otros profesionales que dieron aprobación a su escolarización. En vez de depositar su confianza en profesionales, debería ser posible, en cualquier momento, que cualquier presunto cliente consultase con otros clientes experimentados de un profesional acerca de la calidad del servicio prestado por éste mediante otra red de comunicación de intereses comunes fácilmente montada en un computador, o mediante muchos otros medios. Podría considerarse a tales redes como servicios de utilidad pública que permitiesen a los estudiantes elegir a sus profesores o a los pacientes sus médicos.
Conforme los ciudadanos tengan nuevas posibilidades de elección, nuevas posibilidades de aprendizaje, su disposición a buscar directivos debiera aumentar. Podemos contar con que experimentarán más hondamente tanto su propia independencia como su necesidad de guía. Conforme estés liberados de la manipulación por parte de terceros, debieran aprender a beneficiarse de la disciplina que otros han adquirido durante toda su vida. El desescolarizar la educación debiera más bien aumentar, y no ahogar, la búsqueda de hombres de sabiduría práctica que estuviesen dispuestos a apoyar al recién llegado en su aventura educativa. Conforme los maestros en su arte abandonen la pretensión de ser informantes superiores o modelos de habilidades, comenzará a parecer verdadera la sabiduría superior que parecen poseer.
Al aumentar la demanda de maestros debiera aumentar también la oferta. Conforme se desvanezca el maestro de la escuela, se suscitarán condiciones que harán aparecer la vocación del educador independiente. Esto puede parecer casi contradictorio, pues hasta tal punto han llegado a ser complementarios escuelas y profesores. Y sin embargo éste es exactamente el resultado a que tendería el desarrollo de las primeras lonjas educacionales —y lo que se precisaría para hacer posible el aprovecharlas plenamente—, pues los padres y otros «educadores naturales» necesitan un guía, las personas que aprenden necesitan ayuda, y las redes necesitan personas que las hagan funcionar. Los padres necesitan orientación para dirigir a sus hijos por el camino que conduce a la independencia educativa responsable. Los aprendices necesitan líderes experimentados cuando se topan con un terreno arduo. Estas dos necesidades son muy distintas: la primera es una necesidad de pedagogía, la segunda una necesidad de dirección intelectual en todas las demás ramas del conocimiento. La primera exige conocimiento del aprendizaje humano y de los recursos educativos, la segunda exige sabiduría fundada en la experiencia en cualquier clase de exploración. Ambos tipos de experiencia son indispensables para una empresa educativa eficaz. Las escuelas envasan estas funciones en un solo papel —y hacen que el ejercicio independiente de cualquiera de ellas, si no un desdoro, se vuelva al menos sospechoso. De hecho deberían distinguirse tres tipos de competencia educativa especial: una, crear y manejar los tipos de lonjas o redes educativas esbozadas aquí; otra, guiar a estudiantes y padres en el uso de estas redes; y una tercera, actuar como primus interpares al emprender difíciles viajes de exploración intelectual. Sólo las dos primeras pueden concebirse como ramas de una profesión independiente: administradores educacionales y consejeros pedagógicos. No se precisaría mucha gente para proyectar y gestionar las redes que he estado describiendo, pero sí gente con un profundo entendimiento de la educación y la administración, con una perspectiva muy diferente y hasta opuesta de las escuelas. Si bien una profesión educacional independiente de esta especie daría la bienvenida a muchas personas que las escuelas excluyen, excluiría asimismo a muchos que las escuelas declaran aptos. El establecimiento y gestión de redes educacionales precisaría de algunos proyectistas y administradores, pero no en la cantidad ni del tipo que exige la administración de escuelas. La disciplina estudiantil, las relaciones públicas, la contratación, supervisión y despido de profesores no tendrían lugar ni equivalente en las redes que he estado describiendo. Tampoco la creación de currícula, la compra de libros de texto, el entretenimiento de lugares e instalaciones, ni la supervisión de competiciones atléticas interescolares. La custodia de niños, el planteamiento de lecciones y la anotación de datos archivables, que ocupa ahora tanto tiempo de los profesores, tampoco figurarían en la gestión de las redes educacionales. En cambio,para el funcionamiento de las tramas de aprendizaje se necesitarían algunas de las habilidades y actitudes que se esperan actualmente del personal de un museo, de un biblioteca, de una agencia para contrata de directivos o de un maître d’hôtel. Los administradores educacionales de hoy en día se preocupan de controlar a profesores y estudiantes de modo que queden satisfechos unos terceros —fideicomisarios, legislaturas y jefes de empresas. Los constructores y administradores de las redes antedichas tendrían que demostrar tener genio para ponerse a sí mismos y a terceras personas donde no estorbasen a la gente, para facilitar encuentros entre estudiantes, modelos de habilidades, líderes educacionales y objetos educativos. Muchas de las personas a las que hoy atrae la enseñanza son profundamente autoritarias y no serían capaces de hacerse cargo de esta tarea: construir lonjas o bolsas de intercambio educacional significaría facilitar a la gente —en especial a los jóvenes— el ir en pos de metas que pudieren contradecir los ideales del gerente que hiciese posible tal empeño. Si pudiesen hacer su aparición las redes que he descrito, el recorrido educativo que siguiese cada estudiante sería cosa suyo o propia, y sólo mirado retrospectivamente podría adquirir las características de un programa reconocible. El estudiante sensato buscaría periódicamente el consejo profesional: ayuda para fijarse una nueva meta, comprensión penetrante de las dificultades habidas, elección entre algunos métodos posibles. Incluso ahora, la mayoría de las personas admitirían que los servicios importantes que les prestaron sus profesores fueron consejos o asesoramiento de esta especie, dados en una reunión casual o durante una percepción. En un mundo desescolarizado, los pedagogos también harían valer sus méritos, y serían capaces de realizar aquello que los profesores frustrados pretenden emprender hoy día.
Mientras los administradores de redes se concentrarían principalmente en la construcción y mantenimiento de caminos que dieran acceso a recursos, el pedagogo ayudaría al estudiante a hallar el sendero que le pudiese conducir a mayor velocidad hacia su meta. Si un estudiante quisiese aprender contonés hablado de un vecino chino, el pedagogo estaría a mano para juzgar el aprovechamiento y pericia de ambos, y para ayudarles a elegir el libro de texto y los métodos más adecuados para sus talentos, caracteres y tiempo disponible para estudiar. Podría aconsejar al mecánico de aviación en ciernes sobre los lugares mejores para practicar como aprendiz. Podría recomendar libros o alguno que quisiese hallar compañeros con garra para debatir sobre historia de África. Al igual que el administrador de redes, el consejero pedagógico se vería a sí mismo como un educador profesional. El acceso a cualquiera de ambos podrían lograrlo las personas usando sus bonos educacionales. El papel del iniciador o líder educacional, del maestro o «verdadero» líder es algo más elusivo que el de administrador profesional o de pedagogo. Esto se debe a que el liderazgo es en sí algo difícil de definir. En la práctica, una persona es un líder si la gente sigue su iniciativa y se convierten en aprendices de sus descubrimientos progresivos. Esto frecuentemente presupone una visión profética de normas enteramente nuevas —muy comprensibles en el presente— en las cuales el «error» actual se convertiría en «acierto». En una sociedad que respetaría el derecho a convocar asambleas a través del sistema de búsqueda de compañero, la capacidad de tomar la iniciativa educacional sobre un tema específico sería tan amplia como el acceso mismo al aprendizaje. Pero, naturalmente, hay una enorme diferencia entre la iniciativa que toma alguien para convocar una provechosa reunión para debatir este ensayo y la capacidad de alguien para servir de líder en la exploración sistemáticas de sus implicaciones. El liderazgo tampoco depende del hecho de estar en lo cierto. Tal como señala Thomas Kuhn, en un periodo de paradigmas en constante variación, la mayoría de los más distinguidos líderes tiene la probabilidad de haber incurrido en error cuando se someten a una prueba retrospectiva. La condición de líder intelectual se funda en una disciplina intelectual y una imaginación superiores, y en la disposición a asociarse con otros en el ejercicio de aquéllas. Por ejemplo el aprendiz puede pensar que existe una analogía entre el Movimiento Antiesclavista de los Estados Unidos o la Revolución Cubana, y lo que está ocurriendo en Harlem. El educador que sea al mismo tiempo historiador podría mostrarle cómo advertir las fallas de dicha analogía. Puede recorrer de nuevo su camino como historiador. Puede invitar al aprendiz a participar en las investigaciones que realice. En ambos casos iniciará a su alumno en el aprendizaje de un arte crítico —que es escaso en la escuela— y que no puede comprarse ni con dinero ni con favores.
La relación entre maestro y discípulo no se limita a la disciplina intelectual. Tiene su equivalente en las artes, en física, en religión, en psicoanálisis y en pedagogía. Encaja en el montañismo, en la platería y en política, en ebanistería y en administración de personal. Lo que es común en todas las verdaderas relaciones maestro-discípulo es el hecho de que ambos tienen conciencia de que su mutua relación es literalmente inapreciable y de maneras muy diferentes constituye un privilegio para ambos. Los charlatanes, los demagogos, los proselitizadores, los maestros corrompidos, los sacerdotes simoniacos, los pillos, los taumaturgos y los mesías han demostrado ser capaces de asumir el papel de líder y han demostrado así los peligros que para un discípulo tiene la dependencia respecto del maestro. Las diversas sociedades han adoptado diversas medidas para protegerse de estos maestros falsificados. Los hindúes se apoyaron en el sistema de castas. Los judíos orientales, en la condición de discípulo espiritual de los rabinos, los grandes periodos de la cristiandad en una vida ejemplar de virtud monástica, y otros periodos en el orden jerárquico. Nuestra sociedad confía en los certificados dados por las escuelas. Es dudoso que eso procedimiento constituya una criba más eficaz, pero si se pretendiese que lo es, podría alegarse en contra que lo hace el costo de casi hacer desaparecer la condición de discípulo personal. En la práctica el límite entre el profesor de habilidades y los líderes educacionales antes señalados será siempre confuso, y no hay razones prácticas para que no pueda lograrse el acceso a ciertos líderes descubriendo al «maestro» en el profesor rutinario que inicia a unos estudiantes en su disciplina. Por otra parte, lo que caracteriza la verdadera relación maestro-discípulo es su carácter de inapreciable. Aristóteles dice de ella «es un tipo de amistad moral, no fundada en términos fijos: hace un regalo, o hace lo que hace, como a un amigo». Tomás de Aquino dice de este tipo de enseñanza que inevitablemente es un acto de amor y de compasión. Este tipo de enseñanza es siempre un lujo para el profesor y una forma de recreación (en griego, schole) para él y para su discípulo: una actividad significativa para ambos, sin propósito ulterior. El contar con que haya personas dotadas dispuestas a proveer una auténtica dirección intelectual es obviamente necesaria incluso en nuestra sociedad, pero no podría dictarse como norma ahora. Debemos construir primero una sociedad en la cual los actos personales mismos recuperen un valor más elevado que el de hacer cosas y manipular gente. En una sociedad así, la enseñanza exploratoria, inventiva, creativa, se contaría lógicamente entre las formas más convenientes de pausado «desempleo». Pero no nos es necesario esperar hasta el advenimiento de la utopía. Incluso ahora, una de las consecuencias más importantes de la desescolarización y del establecimiento de sistemas para la búsqueda de compañero sería la iniciativa que algunos «maestros» pudiesen tomar para congregar discípulos que congeniasen. Daría también, como hemos visto, oportunidades amplias para que los discípulos en potencia compartiesen informaciones o seleccionasen un maestro. Las escuelas no son las únicas instituciones que pervierten una profesión al meter en un solo paquete varios papeles por desempeñar. Los hospitales hace cada vez más imposible la atención en el hogar —y luego justifican la hospitalización como un beneficio para el enfermo. Simultáneamente, la legitimidad y las posibilidades de ejercer de un método vienen a depender de modo creciente de su asociación con un hospital, si bien su dependencia es mucho menor que la de los profesores respecto de las escuelas. Igual cosa podría decirse de los tribunales, que atiborran sus calendarios conforme nuevas transacciones adquieren solemnidad legal, demoran así la justicia. En cada uno de estos casos el resultado es un servicio escaso a un coste mayor, y un mayor ingreso para los miembros menos competentes de la profesión.
Mientras las profesiones más antiguas monopolicen los mayores ingresos y prestigio, será difícil reformarlas. La profesión de maestro de escuela debiera ser fácil de reformar, y no sólo debido a su origen más reciente. La profesión educativa pretende ahora un monopolio global; reclama ser la única competente para impartir el aprendizaje no sólo a sus propios novicios sino también a los de otras profesiones. Esta expansión excesiva la hace vulnerable ante cualquier otra profesión que reclame el derecho a enseñar a sus propios aprendices. Los maestros de escuela están abrumadoramente mal pagados y frustrados por la estrecha fiscalización del sistema escolar. Los más emprendedores y dotados de entre ellos hallarían probablemente un trabajo más simpático, una mayor independencia, y hasta mejores ingresos al especializarse como modelos de habilidades, administradores de redes o especialistas en orientación.
Finalmente, es más fácil romper la dependencia del alumno matriculado respecto del profesor diplomado que su dependencia de otros profesionales —por ejemplo, que la de un paciente hospitalizado respecto de su método. Si las escuelas dejaran de ser obligatorias, aquellos profesores cuya satisfacción reside en el ejercicio de la autoridad pedagógica en el aula se quedarían sólo con los alumnos para quienes fuese atractivo ese estilo. El desmontaje de nuestra actual estructura profesional podría comenzar con la diserción del maestro de escuela.
El desmontaje de las escuelas ocurrirá inevitablemente —y ocurrirá a velocidad sorprendente. No puede postergarse por más tiempo, y no hace ninguna falta promoverlo vigorosamente, porque ya está ocurriendo. Lo que vale la pena es tratar de orientarlo en una dirección prometedora, pues puede dirigirse en dos direcciones diametralmente opuestas. La primera sería la ampliación del mandato del pedagogo y su control creciente sobre la sociedad, incluso fuera de la escuela. Con la mejor intención y tan sólo ampliando la retórica usada hoy en las aulas, la crisis actual de las escuelas podría proporcionar a los educadores la excusa para usar todas las redes de la sociedad contemporánea para enviarnos sus mensajes —para nuestro bien. La desescolarización que no podemos detener, podría significar el advenimiento de un «mundo feliz» dominado por algunos bien intencionados administradores de instrucción programada. Por otra parte, el hecho de que tanto los gobiernos como los empleados, los contribuyentes, los pedagogos despiertos y los administradores escolares adviertan con creciente claridad que la enseñanza graduada de currícula en pro de unos certificados se ha hecho perjudicial, podría ofrecer a grandes masas humanas una oportunidad única: la de preservar el derecho de tener acceso parejo a los instrumentos tanto para aprender, como para compartir con otros lo que saben o creen. Pero esto exigiría que la revolución educacional estuviese guiada por ciertas metas:
El liberar a las cosas, mediante la abolición del control que hoy ejercen unas personas e instituciones sobre sus valores educativos.
El liberar la coparticipación de habilidades al garantizar la liberta de enseñarlas o de ejercitarlas a pedido.
El liberar los recursos críticos y creativos de la gente por medio de una vuelta a la capacidad de las personas para convocar y organizar reuniones —capacidad crecientemente monopolizada por instituciones que afirman estar al servicio del público.
El liberar al individuo de la obligación de moldear sus expectativas según los servicios ofrecidos por cualquier profesión establecida —proporcionándole la oportunidad de aprovechar la experiencia de sus iguales, y de confiarse al profesor, guía, consejero o curandero de su elección. La desescolarización de la sociedad difuminará inevitablemente las distinciones entre economía, educación y política, sobre las cuales se funda ahora la estabilidad del orden mundial actual y de las naciones. Nuestra reseña de las instituciones educacionales nos lleva a modificar nuestra imagen del hombre. La criatura que las escuelas necesitan como cliente no tiene ni la autonomía ni la motivación para crecer por su cuenta. Podemos reconocer la escolarización como la culminación de una empresa prometeica, y hablar de su alternativa refiriéndonos a un mundo adecuado para que en él viva un hombre epimeteico. Si bien podemos especificar que la alternativa a los embudos escolásticos es un mundo al que unas verdaderas redes de comunicación hacen transparente, y si bien podemos especificar muy concretamente cómo funcionarían tales redes, podemos tan sólo esperar que reapareciese la naturaleza epimeteica del hombre. No podemos ni planificarla, ni producirla.
Nuestra sociedad se asemeja a la máquina definitiva que una vez vi en una juguetería neoyorquina. Consistía en un cofrecillo metálico con un interruptor que, al tocarlo uno, se abría de golpe descubriendo una mano mecánica. Unos dedos cromados se estiraban hacia la tapa, la cerraban y la acerrojaban desde el interior. Era una caja; uno esperaba poder sacar algo de ella, pero no contenía sino un mecanismo para cerrarla. Este artilugio es lo opuesto a la «caja» de Pandora. La Pandora original, «la que todo lo da», era una diosa de la Tierra en la Grecia matriarcal prehistórica, que dejó escapar todos los males de su ánfora (phytos). Pero cerró la tapa antes que pudiera escapar la esperanza. La historia del hombre moderno comienza con la degradación del mito de Pandora, y llega a su término en el cofrecillo que se cierra solo. Es la historia del empeño prometeico por forjar instituciones a fin de acorralar a cada uno de los males desencadenados. Es la historia de una esperanza declinante y unas expectativas crecientes.
Para comprender lo que esto significa debemos redescubrir la diferencia entre expectativa y esperanza. Esperanza, en su sentido vigoroso, significa fe confiada en la bondad de la naturaleza, mientras expectativa, tal como la emplearé aquí, significa fiarse en resultados que son planificados y controlados por el hombre. La esperanza centra el deseo en una persona de la cual aguardamos un regalo. La expectativa se promete una satisfacción proveniente de un proceso predecible que producirá aquello que tenemos el derecho de exigir. El ethos prometeico ha eclipsado actualmente la esperanza. La supervivencia de la raza humana de que se la descubra como fuerza social. La Pandora original fue enviada a la Tierra con un frasco que contenía todos los males; de las cosas buenas, contenía sólo la esperanza. El hombre primitivo vivía en este mundo de esperanza. Para subsistir confiaba en la munificiencia de la naturaleza, en los regalos de los dioses y en los instintos de su tribu. Los griegos del periodo clásico comenzaron a reemplazar la esperanza con expectativas. En la versión que dieron de Pandora, ésta soltó tanto males como bienes. La recordaban principalmente por los males que había desencadenado. Y, lo que es más significativo, olvidaron que «la que todo lo da» era también la custodia de la esperanza. Los griegos contaban la historia de dos hermanos, Prometeo y Epimeteo. El primero advirtió al segundo de que no se metiera con Pandora. Éste, en cambio, se casó con ella. En la Grecia clásica, al nombre «Epimeteo», que significa «percepción tardía» o «visión ulterior», se le daba el significado de «lerdo» o «tonto». Para la época en que Hesíodo relataba el cuento en su forma clásica, los griegos se había convertido en patriarcas moralistas y misóginos que se espantaban ante el pensamiento de una primera mujer. Construyeron una sociedad racional y autoritaria. Los hombres proyectaron instituciones mediante las cuales programaron enfrentarse a todos los males desenjaulados. Llegaron a percatarse de su poder para conformar el mundo y hacerle producir servicios que aprendieron también a esperar. Querían que sus artefactos moldearan sus propias necesidades y las exigencias futuras de sus hijos. Se convirtieron en legisladores, arquitectos y autores, hacedores de constituciones, ciudades y obras de arte que sirviesen de ejemplo para su progenie. El hombre primitivo había contado con la participación mística en ritos sagrados para iniciar a los individuos en las tradiciones de la sociedad, pero los griegos clásicos reconocieron como verdaderos hombres sólo a aquellos ciudadanos que permitirían que la paideia (educación) los hiciera aptos para ingresar en las instituciones que sus mayores habían proyectado.
El mito en desarrollo refleja la transición desde un mundo en que se interpretaban los sueños a un mundo en que se hacían oráculos. Desde tiempos inmemoriales, se había adorado a la Diosa de la Tierra en las laderas del monte Parnaso, que era el centro y el ombligo de la Tierra. Allí, en Delphos (de delphys, la matriz), dormía Gaia, hermana de Caos y de Eros. Su hijo, Pitón, el dragón, cuidaba sus sueños lunares y neblinosos, hasta que Apolo, el Dios del Sol, el arquitecto de Troya, se alzó al Oriente, mató al dragón y se apoderó de la cueva de Gaia. Los sacerdotes de Apolo se hicieron cargo del templo de la diosa. Emplearon a una doncella de la localidad, la sentaron en un trípode, sobre el ombligo humeante de la Tierra, y la adormecieron con emanaciones. Luego pusieron sus declaraciones extácticas en hexámetros rimados de profecías que se cumplían por la misma influencia que ejercían. De todo el Peloponeso venían hombres a traer sus problemas ante Apolo.
Se consultaba el oráculo sobre posibles alternativas sociales, tales como las medidas por adoptar frente a una peste o un hambruna, sobre cuál era la constitución conveniente para Esparta o cuáles los emplazamientos propicios para ciudades que más tarde se llamaron Bizancio y Caledonia. La flecha que nunca yerra se convirtió en un símbolo de Apolo. Todo lo referente a él adquirió a fin determinado y útil. En la República, al describir el Estado ideal, Platón ya excluye la música popular. En las ciudades se permitiría sólo el arpa y la lira de Apolo, porque únicamente la armonía de éstas crea «la tensión de la necesidad y la tensión de la libertad, la tensión de lo infortunado y la tensión de lo afortunado, la tensión del valor y la tensión de la templanza, dignas del ciudadano». Los habitantes de la ciudad se espantaron ante la flauta de Pan y su poder para despertar los instintos. Sólo «los pastores pueden tocar las flautas (de Pan) y esto sólo en el campo».
El hombre se hizo responsable de las leyes bajo las cuales quería vivir y de moldear el medio ambiente a su propia semejanza. La iniciación primitiva que daba la Madre Tierra en un vida mística se transformó en la educación (paideia) del ciudadano que se sentiría a gusto en el foro.
Para el primitivo, el mundo estaba regido por el destino, los hechos y la necesidad. Al robar el fuego de los dioses, Prometeo convirtió los hechos en problemas, puso en tela de juicio la necesidad y desafió al destino. El hombre clásico tramó un contexto civilizado para la perspectiva humana. Se percataba de que podía desafiar al trío destino-naturaleza-entorno, pero sólo a su propio riesgo. El hombre contemporáneo va aún más lejos; intenta crear el mundo a su semejanza, construir un entorno enteramente creado por el hombre, y descubre entonces que sólo puede hacerlo a condición de rehacerse continuamente para ajustarse a él. Debemos enfrentarnos ahora al hecho de que es el hombre mismo lo que está en juego.
La vida actual en Nueva York produce visión peculiar de lo que es y de lo que podría ser, y sin esta visión, la vida en Nueva York se hace imposible. En las calles de Nueva York, un niño jamás toca nada que no haya sido ideado, proyectado, planificado y vendido, científicamente, a alguien. Hasta los árboles están allí porque el Departamento de Parques así lo decidió. Los chistes que el niño escucha por televisión han sido programados a gran coste. La basura con que juega en las calles de Harlem está hecha de paquetes deshechos ideados para un tercero. Hasta los deseos y los temores están moldeados institucionalmente. El poder y la violencia están organizados y administrados: las pandillas, frente a la policía. El aprendizaje mismo se define como el consumo de un materia, que es el resultado de programas investigados, planificados y promocionados. Lo que allí haya de bueno, es el producto de alguna institución especializada. Sería tonto el pedir algo que no pudiese producir alguna institución. El niño de la ciudad no puede esperar nada que esté más allá del posible desarrollo del proceso institucional. Hasta a su fantasía se le urge a producir ciencia ficción. Puede experimentar la sorpresa poética de lo no planificado sólo a través de sus encuentros con la «mugre», el desatino o el fracaso: la cáscara de naranja en la cuneta, el charco en la calle, el quebrantamiento del orden, del programa o de la máquina son los únicos despegues para el vuelo de fantasía creadora. El «viaje» se convierte en la única poesía al alcance de la mano. Como nada deseable hay que no haya sido planificado, el niño ciudadano pronto llega a la conclusión de que siempre podremos idear una institución para cada una de nuestras apetencias. Toma por descontado el poder del proceso para crear valor. Ya sea que la meta fuere juntarse con un compañero, integrar un barrio o adquirir habilidades de lectura, se la definirá de tal modo que su logro pueda proyectarse técnicamente. El hombre que sabe que nada que está en demanda deja de producirse llega pronto a esperar que nada de lo que se produce pueda carecer de demanda. Si puede proyectarse un vehículo lunar, también puede proyectarse la demanda de viajes a la Luna. El no ir donde uno puede sería subversivo. Desenmascararía, mostrándola como una locura, la suposición de que cada demanda satisfecha trae consigo el descubrimiento de otra, mayor aún, e insatisfecha. Esa percepción detendría el progreso. No producir lo que es posible dejaría a la ley de las «expectativas crecientes» en descubierto, en calidad de eufemismo para expresar un brecha creciente de frustración, que es el motor de la sociedad, fundado en la coproducción de servicios y en la demanda creciente.
El estado mental del habitante de la ciudad moderna aparece en la tradición mitológica sólo bajo la imagen del Infierno: Sísifo, que por un tiempo había encadenado a Tánatos (la muerte), debe empujar una pesada roca cerro arriba hasta el pináculo del Infierno, y la piedra siempre se escapa de sus manos cuando está a punto de llegar a la cima. Tántalo, a quien los dioses invitaron a compartir la comida olímpica, y que aprovechó la ocasión para robarles el secreto de la preparación de la ambrosía que todo lo cura, sufre hambre y sed eternas, de pie en un río cuyas aguas se le escapan y a la sombra de árboles cuyos frutos no alcanza. Un mundo de demandas siempre crecientes no sólo es malo; el único término adecuado para nombrarlo es «Infierno».
El hombre ha desarrollado la frustradora capacidad de pedir cualquier cosa porque no puede visualizar nada que una institución no pudiera hacer por él. Rodeado por herramientas todopoderosas, el hombre queda reducido a ser instrumento de sus instrumentos. Cada una de las instituciones ideadas para exorcizar alguno de los males primordiales se ha convertido en un ataúd a prueba de errores y de cierre automático y hermético para el hombre. El hombre está atrapado en las cajas que fabrica para encerrar los males que Pandora dejó escapar. El oscurecimiento de la realidad por el smog producido por nuestras propias herramientas nos rodea. Súbitamente nos hallamos en la oscuridad de nuestra propia trampa.
Hasta la realidad ha llegado a depender de la decisión humana. El mismo presidente que ordenó la ineficaz invasión de Camboya podría ordenar de igual manera el uso eficaz del átomo. El «interruptor Hiroshima» puede cortar hoy el ombligo de la Tierra. El hombre ha adquirido el poder de hacer que Caos anonade a Eros y a Gaia. Esta nueva capacidad del hombre, el poder cortar el ombligo de la Tierra, es un memento constante de que nuestras instituciones no sólo crean sus propios fines, sino que tienden también el poder señalar su propio fin y el nuestro. El absurdo de las instituciones modernas se evidencia en el caso de la militar. Las armas modernas pueden defender la libertad, la civilización y la vida únicamente aniquilándolas. El lenguaje militar, seguridad significa la capacidad de eliminar la Tierra.
El absurdo subyacente en las instituciones no militares no es menos manifiesto. No hay en ellas un interruptor que active sus poderes destructores, pero tampoco lo necesitan. Sus dedos ya atenazan la tapa del mundo. Crean a mayor velocidad necesidades que satisfacciones, y en el proceso de tratar de satisfacer las necesidades que engendran, consumen la Tierra. Esto vale para la agricultura y la manufactura, y no menos para la medicina y para la educación. La agricultura moderna envenena y agota el suelo. La «revolución verde» puede, mediante nuevas semillas, triplicar la producción de una hectárea —pero sólo con un aumento proporcionalmente mayor de fertilizantes, insecticidas, agua y energía. Fabricar estas cosas, como los demás bienes, contamina los océanos y la atmósfera, y degrada recursos irreemplazables. Si la combustión continúa aumentando según los índices actuales, pronto consideraremos el oxígeno de la atmósfera sin poder reemplazarlo con igual presteza. No tenemos razones para creer que la fisión o la fusión puedan reemplazar la combustión sin peligros iguales o mayores. Los expertos en medicina reemplazan a las parteras y prometen convertir al hombre en otra cosa: genéticamente planificado, farmacológicamente endulzado y capaz de enfermedades más prolongadas. El ideal contemporáneo es un mundo panhigiénico: un mundo en el cual todos los contactos entre los hombres, y entre los hombres y su mundo, sean el resultado de la previsión y la manipulación. La escuela se ha convertido en el proceso planificado que labra al hombre para un mundo planificado, en la trampa principal para entrampar al hombre en la trampa humana. Se supone que moldea a cada hombre a un nivel adecuado para desempeñar un papel en este juego mundial. De manera inexorable, cultivamos, elaboramos, producimos y escolarizamos el mundo hasta acabar con él.
La institución militar es evidentemente absurda. Más difícil se hace enfrentar el absurdo de las instituciones no militares. Es aún más aterrorizante, precisamente porque funciona inexorablemente. Sabemos qué interruptor debe quedar abierto para evitar un holocausto atómico. No hay interruptor para detener un apocalipsis ecológico.
En la antigüedad clásica, el hombre había descubierto que el mundo podría forjarse según los planes del hombre, y junto con este descubrimiento advirtió que ello era inherentemente precario, dramático y cómico. Fueron creándose las instituciones democráticas y dentro de su estructura se supuso que el hombre era digno de confianza. Lo que se esperaba del debido proceso legal y la confianza en la naturaleza humana se mantenían en equilibrio recíproco. Se desarrollaron las profesiones tradicionales y con ellas las instituciones necesarias para el ejercicio de aquéllas.
Subrepticiamente, la confianza en el proceso institucional ha reemplazado a la dependencia respecto de la buena voluntad personal. El mundo ha perdido su dimensión humana y ha readquirido la necesidad de los tiempos primitivos. Pero mientras el caos de los bárbaros estaba constantemente ordenado en nombre de dioses misteriosos y antropomórficos, hoy en día la única razón que puede ofrecerse para que el mundo esté como está es la planificación del hombre. El hombre se ha convertido en el juguete de científicos, ingenieros y planificadores.
Vemos esta lógica en otros y en nosotros mismos. Conozco una aldea mexicana por la cual no pasa más de media docena de autos cada día. Un mexicano estaba jugando al dominó sobre la nueva carretera asfaltada frente a su casa —en donde probablemente se había sentado y había jugado desde muchacho. Un coche pasó velozmente y lo mató. El turista que me informó del hecho estaba profundamente conmovido, y sin embargo dijo: «tenía que sucederle».
A primera vista, la observación del turista no difiere de la de algún bosquimano relatando la muerte de algún fulano que se hubiera topado con un tabú y por consiguiente hubiera muerto. Pero las dos afirmaciones poseen significados diferentes. El primitivo puede culpar a alguna entidad trascendente, tremenda y ciega, mientras el turista está pasmado ante la inexorable lógica de la máquina. El primitivo no siente responsabilidad; el turista la siente, pero la niega. Tanto en el primitivo como en el turista están ausentes la modalidad clásica del drama, el estilo de la tragedia, la lógica del empeño individual y de la rebelión. El hombre primitivo no ha llegado a tener conciencia de ello, y el turista la ha perdido. El mito del bosquimano y el mito del norteamericano están compuestos ambos de fuerzas inertes, inhumanas. Ninguno de los dos experimenta una rebeldía trágica. Para el bosquimano, el suceso se ciñe a las leyes de la magia, para el norteamericano, se ciñe a las leyes de la ciencia. El suceso le pone bajo el hechizo de las leyes de la mecánica, que para él gobiernan los sucesos físicos, sociales y psicológicos.
El estado de ánimo de 1971 es propicio para un cambio importante de dirección en busca de un futuro esperanzador. Las metas institucionales se contradicen continuamente con los productos institucionales. El programa para la pobreza produce más pobres, la guerra en Asia acrecienta los Vietcong, la ayuda técnica engendra más subdesarrollo. Las clínicas para control de nacimientos incrementan los índices de supervivencia y provocan aumentos de población; las escuelas producen más desertores, y el atajar un tipo de contaminación suele aumentar otro tipo.
Los consumidores se enfrentan al claro hecho de que cuanto más pueden comprar, tanto más engaño han de tragar. Hasta hace poco parecía lógico el que pudiera echarse la culpa de esta inflación pandémica de disfunciones ya fuese al retraso de los descubrimientos científicos respecto de las exigencias tecnológicas, ya fuese a la perversidad de los enemigos étnicos, ideológicos o de clase. Han declinado las expectativas tanto respecto de un milenario científico como de una guerra que acabe con las guerras.
Para el consumidor avezado no hay manera de regresar a una ingenua confianza en las tecnologías mágicas. Demasiadas personas han tenido la experiencia de computadoras neuróticas, infecciones hospitalarias y saturación dondequiera haya tráfico en la carretera, en el aire o en el teléfono. Hace apenas diez años, la sabiduría convencional preveía una mejor vida fundada en los descubrimientos científicos. Ahora, los científicos asustan a los niños. Los disparos a la Luna proporcionan una fascinante demostración de que el fallo humano puede casi eliminarse entre lo operarios de sistemas complejos —sin embargo, esto no mitiga los temores ante la posibilidad de que un fallo humano que consista en no consumir conforme a las instrucciones pueda escapar a todo control.
Para el reformador social tampoco hay modo de regresar a las premisas de la década del cuarenta. Se ha desvanecido la esperanza de que el problema de distribuir con justicia los bienes pueda evadirse creándolos en abundancia. El coste de la cesta mínima que satisfaga los gustos contemporáneos se ha ido a las nubes, y lo que hace que un gusto sea moderno es el hecho de que aparezca como anticuado antes de haber sido satisfecho.
Los límites de los recursos de la Tierra ya se han evidenciado. Ninguna nueva avenida de la ciencia o la tecnología podría proveer a cada hombre del mundo de los bienes y servicios de que disponen ahora los pobres de los países ricos. Por ejemplo, se precisaría extraer cien veces las cantidades actuales de hierro, estaño, cobre y plomo para lograr esa meta, incluso con la alternativa tecnológica más «liviana».
Finalmente, los profesores, médicos y trabajadores sociales caen en la cuenta de sus diversos tratamientos profesionales tienen un aspecto —por lo menos— en común. Crean nuevas demandas para los nuevos tratamientos profesionales que proporcionan, a una mayor rapidez que aquella con la cual ellos pueden proporcionar instituciones de servicio. Se está haciendo sospechosa no sólo una parte, sino la lógica misma de la sabiduría convencional. Incluso la leyes de la economía parecen poco convincentes fuera de los estrechos parámetros aplicables a la región social y geográfica en la que se concentra la mayor parte del dinero. En efecto, el dinero es el circulante más barato, pero sólo en una economía encaminada hacia una eficiencia medida en términos monetarios.Los países tanto capitalistas como comunistas en sus diversas formas están dedicados a medir la eficiencia en relaciones de coste/beneficio expresadas en dólares. El capitalismo se jacta de un nivel más elevado de vida para afirmar su superioridad. El comunismo hace alarde de una mayor tasa de crecimiento como índice de su triunfo final. Pero bajo cualquiera de ambas ideologías el coste total de aumentar la eficiencia se incrementa geométricamente. Las instituciones de mayor tamaño compiten con fiereza por los recursos que no están anotados en ningún inventario: el aire, el océano, el silencio, la luz del sol y la salud. Ponen en evidencia la escasez de estos recursos ante la opinión pública sólo cuando están casi irremediablemente degradados. Por doquiera, la naturaleza se vuelve ponzoñosa, la sociedad inhumana, la vida interior se ve invadida y la vocación personal ahogada.
Una sociedad dedicada a la institucionalización de los valores identifica la producción de bienes y servicios con la demanda de los mismos. La educación que le hace a uno necesitar el producto está incluida en el precio del producto. La escuela es la agencia de publicidad que le hace a uno creer que necesita la sociedad tal como está.
En dicha sociedad el valor marginal ha llegado a ser constantemente autotrascendente. Obliga a los consumidores más grandes —son pocos— a competir por tener el poder de agotar la tierra, a llenarse sus propias panzas hinchadas, a disciplinar a los consumidores de menor tamaño, y a poner fuera de acción a quienes aún encuentran satisfacción en arreglárselas con lo que tienen. El ethos de la insaciabilidad es por tanto la fuente misma de la depredación física, de la polarización social y de la pasividad psicológica.
Cuando los valores han sido institucionalizados en procesos planificados y técnicamente construidos, los miembros de la sociedad moderna creen que la buena vida consiste en tener instituciones que definan los valores que tanto ellos como su sociedad creen que necesitan. El valor institucional puede definirse como el nivel de producción de una institución. El valor correspondiente del hombre se mide por su capacidad para consumir y degradar estas producciones institucionales y crear así una demanda nueva —y aún mayor. El valor de hombre institucionalizado depende de su capacidad como incinerador. Para emplear una imagen, ha llegado a ser el ídolo de sus artesanías. El hombre se autodefine ahora como el horno en que se queman los valores producidos por sus herramientas. Y no hay límites para su capacidad. Su acto es el acto de Prometeo llevado al límite.
El agotamiento y polución de los recursos de la tierra es, por encima de todo, el resultado de una corrupción de la imagen que el hombre tiene de sí mismo, de una regresión en su conciencia. Algunos tienden a hablar acerca de una mutación de la conciencia colectiva que conduce a concebir al hombre como un organismo que no depende de la naturaleza y de las personas, sino más bien de instituciones. Esta institucionalización de valores esenciales, esta creencia en que un proceso planificado de tratamiento da finalmente unos resultados deseados por quien recibe el tratamiento, este ethos consumitivo, se halla en el núcleo mismo de la falacia prometeica.
Los empeños por encontrar un nuevo equilibrio en el medio ambiente global dependen de la desinstitucionalización de los valores. La sospecha de que algo estructural anda mal en la visión del homo faber es común en una creciente minoría de países tanto capitalistas como comunistas y «subdesarrollados». Esta sospecha es la característica compartida por una nueva élite. A ella pertenece gente de todas las clases, ingresos creencias y civilizaciones. Se han vuelto suspicaces respecto de los mitos de la mayoría: de las utopías científicas, del diabolismo ideológico y de la expectativa de la distribución de bienes y servicios con cierto grado de igualdad. Comparten con la mayoría la sensación de estar atrapados. Comparten con la mayoría el percatarse de que la mayor parte de las nuevas pautas adoptadas por amplio consenso conducen a resultados que se oponen descaradamente a sus metas propuestas. Y no obstante, mientras la mayoría de los prometeicos astronautas en ciernes sigue evadiendo el asunto de la estructura antedicho, la minoría emergente se muestra crítica respecto del deus ex machina científico, de la panacea ideológica y de la caza de diablos y brujas. Esta minoría comienza a dar forma a su sospecha de que nuestros constantes engaños nos atan a las instituciones contemporáneas como las cadenas ataban a Prometeo a su roca. La esperanza, la confianza y la ironía (eironeia) clásica deben conspirar para dejar al descubierto la falacia prometeica.
Solía pensarse que Prometeo significaba «previsión» y aún llegó a traducirse por «aquel que hace avanzar la Estrella Polar». Privó astutamente a los dioses del monopolio del fuego, enseñó a los hombres a usarlo para forjar el hierro, ser convirtió en el dios de los tecnólogos y terminó asido con cadenas de hierro.
La Pitonisa de Delfos ha sido reemplazada ahora por una computadora que se cierne sobre cuadros de instrumentos y tarjetas perforadas. Los exámenes del oráculo han cedido el paso a los códigos de instrucciones de dieciséis bits. El timonel humano ha entregado el rumbo a la máquina cibernética. Emerge la máquina definitiva para dirigir nuestros destinos. Los niños se imaginan volando en sus máquinas espaciales, lejos de una Tierra crepuscular. Mirando desde las perspectivas del Hombre de la Luna, Prometeo pudo reconocer a Gaia como el planeta de la Esperanza y como el Arco de la Humanidad. Un sentido nuevo de la finitud de la Tierra y una nueva nostalgia pueden ahora abrir los ojos del hombre acerca de la elección que hiciera su hermano Epimeteo, de casarse con la Tierra al hacerlo con Pandora. Al llegar aquí el mito griego se convierte en esperanzada profecía, pues nos dice que el hijo de Prometeo fue Deucalión, el Timonel del Arca, quien, como Noé, navegó sobre el Diluvio para convertirse en el padre de la humanidad a la que fabricó de la tierra con Pirra, la hija de Epimeteo y Pandora. Vamos entendiendo mejor de Pythos que Pandora trajo de los dioses como el inverso de la Caja: nuestro Vaso y nuestra Arca.
Necesitamos ahora un nombre para quienes valoran más la esperanza que las expectativas. Necesitamos un nombre para quienes aman más a la gente que a los productos, para aquellos que creen en que
No hay personas sin interés.
Sus destinos son como la crónica de los planetas.
Nada en ellos deja de ser peculiar
y los planetas son distintos unos y otros
Necesitamos un nombre para aquellos que aman la Tierra en la que podemos encontrarnos unos con otros,
Y si un hombre viviese en la oscuridad
haciendo sus amistades en esa oscuridad,
la oscuridad no carecería de interés.
Necesitamos un nombre para aquellos que colaboran con su hermano Prometeo en alumbrar el fuego y en dar forma al hierro, pero que lo hacen para acrecentar así su capacidad de atender y cuidar y ser guardián del prójimo, sabiendo que
para cada cual su mundo es privado,
y en ese mundo un excelente minuto.
Y en ese mundo un trágico minuto.
Estos son privados.[27]
A esto hermanos y hermanas esperanzados sugiero llamarlos hombres epimeteicos.
[1] Penrose B. Jackson, Trends in Elementary Education Expenditures. Central City and Suburban Comparisons 1965 to 1968. U.S. Office of Education, Office of Program and Planning Evaluation, junio 1969.
[2] En castellano en el original (N. del T.)
[3] Sic en el original. (N. del E.)
[4] Este libro ha sido originalmente publicado en Estados Unidos y se supone que un alto porcentaje de estadunidenses son descendientes de emigrantes (hablantes, por tanto, de otra lengua). (N. del T.)
[5] Centro para el Estudio de Políticas Estatales.
[6] Oficina (para velar porque todos los ciudadanos gocen) de (iguales) Oportunidad(es) Económica (s). Organismo federal de los EU.
[7] Agua, tierra, casa son algunas de las palabras generadoras que Paulo Freire incluye en la relación educador-educando. (N. del E.)
[8] Atomic Ballistic Missile. Huelga traducir. (N. del T.)
[9] Respecto a las historias paralelas del capitalismo moderno y la niñez moderna véase Philippe Aries, Centuries of Childhood, Knopf, 1962.
[10] Agency for International Development: Organismo del Departamento de Estado de Estados Unidos, encargado de administrar la ayuda para países subdesarrollados. (N. del T.)
[11] El autor se refiere a las Enmiendas a la Constitución de los Estados Unidos (1971), que establecen, respectivamente: a) las libertades de religión, expresión, reunión y de ser oído para pedir justicia, y b) de no ser llamado a responder por delitos graves sin ser declarado reo, de no ser condenado dos veces a muerte por una misma causa, ni a testimoniar contra sí mismo, de no ser privado de la libertad o las propiedades sin un debido proceso legal, ni a ser expropiado sin justa compensación. (N. del T.)
[12] Buen riesgo: En el lenguaje de los aseguradores, el que tiene muy pocas oportunidades de concretarse en una pérdida. (N. del T.)
[13] Podría traducirse como: Comité de Estudios de Cuestiones Asiáticas que se Preocupan (por lo que pasa en Asia, o con Asia). (N. del T.)
[14] Congreso Norteamericano sobre América Latina. (N. del T.)
[15] Body count. Expresión muy usada en inglés para referirse al recuento de personas presentes en cualquier circustancia. (N. del T.)
[16] Culto creado por indígenas de Nueva Guinea, que atribuye un origen mágico a los artículos occidentales (aviones, radios, relojes, plásticos, etc.). (N. del T.).
[17] Truant officer. El que lleva a la escuela a quienes deben cumplir con la instrucción legal obligatoria. Es un funcionario especializado en los Estados Unidos. (N. del T.)
[18] Del latín convivium, banquete. El término es más usado en inglés, y suena un tanto incómodo entre nosotros. Evoca la convivencia y la jovialidad. Lo hemos mantenido por no distorsionar la idea del autor. (N. del T.)
[19] Ética de Nicómaco, 1140.76
[20] Este capítulo fue presentado originalmente en una sesión de la American Educational Research Association, en la ciudad de Nueva York, el 6 de febrero de 1971.
[21] Véase Joel Spring, Education and the Rise of the Corporate State, Cuaderno No. 50, Centro Intercultural de Documentación, Cuernavaca, México, 1971.
[22] Equivalente a los grados primero, segundo y tercero de secundaria, o a los antiguos tres primeros años de bachillerato —cuando había seis. (N. del T.)
[23] Consistency. Más exactamente, la condición de no presentar contradicciones interna. (N. del T.)
[24] Office of Economic Opportunity, organismo oficial en E.U. (N. del T.)
[25] Ceremonia del rito judío por la cual se reconoce a un muchacho como persona responsable. Equivale a la confirmación católica y se efectúa al cumplir el muchacho trece años de edad. (N. del T.)
[26] Lenguaje usado en informática para fines comerciales. (N. del T.)
[27] Las tres citas provienen de People («Gente»), del libro Poemas escogidos de Yevgeny Yevtushenko. Traducidos por Robin Milner-Gulland y Peter Levi, y con una intruducción de los traductores. Publicado por E.P. Dutton & Co., Inc., 1962, y reimpreso con su autorización.