Título: Manifiesto contra el trabajo

Autor(es): Grupo Krisis

Fecha: 1999

Temas: Crisis Crítica Trabajo

Notas: Título original: Manifest gegen die Arbeit, Zeitschrift Krisis, 31 de diciembre de 1999. Maquetación y cubierta de traducción original: Virus editorial. Traducción del alemán: Marta María Fernández/Virus editorial. Primera edición en castellano: febrero de 2002. Edición a cargo de: VIRUS editorial / Lallevir S.L. C/Aurora.

Fuente: Recuperado el 28 de julio de 2014 desde krisis.org

Grupo Krisis

Manifiesto contra el trabajo

1. El dominio del trabajo muerto

«Todos deben poder vivir de su trabajo, dice el principio planteado. Poder vivir está, por tanto, condicionado por el trabajo, y no existirá tal derecho, si no se cumple esta condición».
Johann Gottlieb Fichte, Fundamentos del derecho natural según los principios de la doctrina de la ciencia, 1797

Un cadáver domina la sociedad, el cadáver del trabajo. Todos los poderes del planeta se han unido para la defensa de este dominio: el Papa y el Banco Mundial, Tony Blair y Jörg Haider, los sindicatos y los empresarios, los ecologistas alemanes y los socialistas franceses. Todos conocen una única consigna: ¡trabajo, trabajo, trabajo!

A quien todavía no se haya olvidado de pensar, no le resultará difícil darse cuenta de la inconsistencia de una posición semejante. Pues la sociedad dominada por el trabajo no está pasando por una crisis temporal, sino que está llegando a sus límites absolutos. La producción de riquezas se está alejando cada vez más —en una medida que hasta hace pocas décadas sólo era concebible en la ciencia-ficción— del uso de mano de obra humana como consecuencia de la revolución microelectrónica. Nadie puede afirmar seriamente que este proceso se vaya a parar o que tenga marcha atrás. La venta de la mercancía mano de obra va a ser tan prometedora en el siglo XXI como la de sillas de posta en el XX. Sin embargo, en esta sociedad, a quien no puede vender su mano de obra se le considera «excedente» y se le manda al vertedero social.

¡El que no trabaje, no come! Esta cínica fórmula todavía es válida, y hoy en día incluso más, porque se vuelve irremisiblemente obsoleta. Es absurdo: la sociedad nunca ha sido tan sociedad del trabajo como en un momento en que el trabajo se está haciendo innecesario. Es precisamente en el momento de su muerte cuando el trabajo se revela como un poder totalitario que no admite otro dios a su lado. Determina el pensar y el actuar hasta en los poros de la cotidianidad y la psique. No se ahorran esfuerzos para prolongar artificialmente la vida del ídolo trabajo. El grito paranoico de «empleo» justifica que se fuerce incluso la destrucción, hace tiempo conocida, de los fundamentos de la naturaleza. Cuando se abre la perspectiva de un par de miserables «puestos de trabajo», se permite dejar de lado acríticamente los últimos obstáculos a la comercialización total de todas las relaciones sociales. Y se ha convertido en un acto de fe comúnmente exigido la idea de que es mejor tener «cualquier» trabajo que ninguno.

Cuanto más patente es que la sociedad del trabajo está llegando a su final definitivo, con tanta más violencia se oculta ese final a la conciencia pública. Los métodos de ocultación pueden ser tan distintos como se quiera, pero tienen un denominador común: el hecho mundial de que el trabajo se evidencia como un fin absoluto irracional, que se ha hecho obsoleto a sí mismo, es redefinido con la terquedad de un sistema enloquecido como el fracaso personal o colectivo de individuos, empresas o «enclaves». El límite objetivo del trabajo debe parecer, pues, un problema subjetivo de los excluidos.

Si para unos el paro es el producto de pretensiones desmesuradas, de falta de disposición a rendir y de flexibilidad; los demás le reprochan a «sus» directivos y políticos incapacidad, corrupción, codicia o traición a su enclave económico. Y al final todos acaban por coincidir con el ex presidente federal alemán Roman Herzog: el país necesita de un «empuje» que lo recorra de parte a parte, como si se tratase de un problema de motivación de un equipo de fútbol o de una secta política. Todos tienen que remar con fuerza «como sea», aun cuando haga tiempo que se le hayan escapado los remos de las manos; y todos tienen que ponerse manos a la obra «como sea», aun cuando no quede nada (o sólo sinsentidos) que hacer. El trasfondo de este triste mensaje es inequívoco: el que a pesar de todo no consiga la gracia del ídolo trabajo, tendrá él mismo la culpa, y se le podrá prescribir y expulsar sin problemas de conciencia.

Esta misma ley de la víctima humana tiene validez mundial. Las ruedas del totalitarismo económico aplastan un país tras otro y demuestran así siempre lo mismo: que éstos han contravenido las llamadas leyes del mercado. Al que no se «adapte» incondicionalmente y sin considerar las pérdidas al transcurso ciego de la competencia total, le castigará la lógica de la rentabilidad. Las bases de la esperanza de hoy son la basura económica de mañana. A pesar de esto, los psicópatas económicos que nos dominan no se dejan perturbar lo más mínimo por lo que se refiere a su explicación estrafalaria del mundo. Ya se ha declarado deshechos sociales a tres cuartas partes, más o menos, de la población mundial. Se hunde un enclave económico tras otro. Después de los desastrosos «países en vías de desarrollo» del Sur y después de la subdivisión de capitalismo de Estado de la sociedad mundial del trabajo en el Este, han desaparecido asimismo en el infierno de la catástrofe los alumnos ejemplares de la economía de mercado en el sudeste asiático. En Europa también hace tiempo que se está extendiendo el pánico. Sin embargo, los jinetes de la triste figura de la política y la dirección empresarial continúan su cruzada en nombre del ídolo trabajo con tanto más ahínco.

2. La sociedad neoliberal del apartheid

«El bribón había destruido el trabajo, aun habiendo tomado el sueldo de un trabajador; ahora tendrá que trabajar sin sueldo, imaginando para sí mismo en la mazmorra la bendición del éxito y la ganancia [...] Tendrá que ser educado para el trabajo honrado como acto personal libre mediante el trabajo forzado».
Wilhelm Heinrich Riehl, El trabajo alemán, 1861

Una sociedad centrada en la abstracción irracional trabajo desarrolla necesariamente una tendencia al apartheid social, cuando el éxito en la venta de la mercancía trabajo se vuelve más una excepción que la regla. Todas las fracciones del campo trabajo, que abarca a todos los partidos, han aceptado hace tiempo secretamente esta lógica y colaboran con entusiasmo en la misma. Ya no discuten sobre si se empuja a los márgenes a partes cada vez más grandes de la población y se las excluye de toda participación social, sino sólo sobre cómo imponer esta selección.

La fracción neoliberal confía, segura, el negocio sucio social-darwinista a la «mano invisible» del mercado. Es en este sentido que se están recortando las redes estatales de protección social para marginar, de la manera más silenciosa posible, a aquellos que no son capaces de resistir la competencia. Sólo se reconoce como ser humano al que pertenece a la hermandad de los sardónicos vencedores de la globalización. Todos los recursos del planeta se usurpan, con toda naturalidad, en nombre de la máquina capitalista autofinalista. Cuando ya no se puedan emplear de manera rentable para ese fin, serán dejados en barbecho, aunque eso suponga hambre para poblaciones enteras.

A la policía, las sectas salvadoras, la mafia y las cocinas populares les tocará encargarse de esta molesta «basura humana». En los EEUU y casi todos los países de Europa central hay más gente en las cárceles que en cualquier dictadura militar mediana. Y en Latinoamérica los escuadrones de la muerte de la economía de mercado matan diariamente a más niños y pobres que a opositores en los peores momentos de represión política. A los excluidos sólo les queda una función social: la del ejemplo aterrador. Su destino ha de servir para que todos los que todavía están en «la carrera hacia la tierra prometida» sigan aguijoneándose en el combate por los últimos puestos de trabajo; y que incluso la masa de perdedores se mantenga en un trajín incansable para que no se les ocurra rebelarse contra unas imposiciones tan desvergonzadas.

Pero aun pagando el precio del autoempleo, este nuevo mundo tan bonito de la economía de mercado totalitaria sólo prevé para la mayoría un lugar como personas sumergidas en la economía sumergida. En tanto que mano de obra más barata y esclavos democráticos de la «sociedad de servicios» sólo les queda ponerse sumisamente al servicio de los vencedores bien pagados de la globalización. A los nuevos «pobres trabajadores» se les permite limpiarle los zapatos a los últimos hombres de negocios de la sociedad feneciente del trabajo, venderles hamburguesas contaminadas o vigilarles sus centros comerciales. Y quien haya dejado su cerebro en el guardarropía puede incluso soñar con el ascenso a millonario de servicios.

En los países anglosajones ese mundo de pesadilla ya es realidad para millones de personas y, en cualquier caso, también en el Tercer Mundo y en Europa oriental. Y en la tierra del euro parecen estar decididos a recuperarse generosamente del retraso existente a este respecto. Los periódicos de economía especializados ya no mantienen en secreto su idea del futuro ideal del trabajo: los niños del Tercer Mundo limpiando parabrisas en cruces apestados son el ejemplo brillante de «iniciativa empresarial» que tienen que hacer el favor de seguir los parados en el desierto de servicios autóctono. «El ideal del futuro es el individuo como administrador de su propia mano de obra y de su previsión existencial», escribe la Comisión sobre Cuestiones de Futuro de los Estados Libres de Baviera y Sajonia. Y: «La demanda de servicios sencillos relacionados con las personas será mayor cuanto menos cuesten los servicios, es decir, cuanto menos gane el que los presta». En un mundo en donde a la gente todavía le quedase un mínimo de dignidad esta afirmación provocaría una revuelta social. En un mundo de animales de trabajo domesticados sólo lleva a un asentimiento desvalido.

3. El apartheid del Estado neosocial

«Cualquier trabajo es mejor que ninguno».
Bill Clinton, 1998

«Ningún trabajo es tan duro como ninguno».
Lema de una exposición de carteles de la Oficina Federal de Coordinación de las Iniciativas de Parados de Alemania, 1998

«El trabajo voluntario debería ser recompensado, no retribuido [...] Pero quien realiza un trabajo voluntario se libra además de la mácula del paro y del receptor de ayuda social».
Ulrich Beck, El alma de la democracia, 1997

A las fracciones antineoliberales del campo trabajo, en el conjunto de la sociedad, tal vez no les guste mucho esta perspectiva, pero también tienen muy claro que un ser humano sin trabajo no es un ser humano. Anclados con nostalgia en la era de posguerra del trabajo fordista de masas, no piensan en otra cosa que en resucitar esos tiempos pasados de la sociedad del trabajo. El Estado se tendría que volver a encargar de aquello que el mercado no puede cubrir. La pretendida normalidad de la sociedad del trabajo se tendría que seguir simulando con «programas ocupacionales», trabajos forzados comunales para receptores de ayudas sociales, subvenciones a enclaves económicos, endeudamiento y otras medidas políticas. Esta planificación estatal del trabajo reavivada sin convicción no tiene la menor posibilidad de éxito, pero sigue siendo el punto de referencia ideológico para amplias capas de la población amenazadas por el desmoronamiento. Y justamente por la desesperanza en la que se fundamente, la práctica que se deriva de la misma es cualquier cosa menos emancipadora.

La transformación ideológica del «trabajo escaso» en el primer derecho del ciudadano excluye, consecuentemente, a todos los no-ciudadanos. La lógica social de selección no es, por lo tanto, cuestionada, sino definida de otra manera: la lucha por la supervivencia individual será suavizada mediante criterios étnico-nacionalistas: «calandrias autóctonas sólo para los autóctonos», grita el espíritu del pueblo reencontrado de nuevo en comunidad gracias al amor perverso al trabajo. El populismo de derechas no le pone reparos a esta conclusión. Su crítica a la sociedad de la competencia sólo conduce a la limpieza étnica en las zonas en retroceso de la riqueza capitalista.

Frente a esto, el nacionalismo moderado de cuño socialdemócrata o verde quiere que los inmigrantes laborales de larga duración cuenten como los autóctonos e incluso darles la nacionalidad, si demuestran un buen comportamiento agradecido y garantizan su mansedumbre. Claro que así se puede legitimar popularmente tanto mejor la exclusión acentuada de refugiados del Sur y del Este, y realizarla tanto más silenciosamente; naturalmente, todo envuelto siempre en un torrente de palabras de humanidad y civismo. La caza humana de «ilegales» que se quieren hacer con puestos de trabajos nacionales, no debería dejar, en la medida de lo posible, feas manchas de sangre y fuego en suelo alemán. Para eso está la policía de fronteras, la policía nacional y los países parachoques del territorio Schengen, que lo solucionan todo según la ley y el derecho y tanto mejor si están lejos las cámaras de televisión.

La simulación estatal del trabajo ya es violenta y represiva de por sí. Está al servicio de la voluntad incondicional de mantener con todos los medios disponibles el dominio del ídolo trabajo aun después de su muerte. Este fanatismo burocrático-laboral no permite a los excluidos, a los parados y a los carentes de oportunidades, y a los que se niegan a trabajar por buenos motivos, disfrutar de un poco de tranquilidad ni siquiera en los resquicios restantes, ya de por sí lamentablemente estrechos, del Estado social en descomposición. Trabajadores sociales y mediadores de empleo les arrastrarán bajo las lámparas de interrogatorio estatales, y se verán obligados a humillarse públicamente ante el trono del cadáver reinante.

Si ante los tribunales suele valer el principio de «inocente mientras no se demuestre lo contrario», en este caso el peso de las pruebas se invierte. Si en el futuro no quieren vivir del aire y del amor al prójimo, los excluidos tendrán que aceptar cualquier trabajo sucio y de esclavos y cualquiera de las «medidas de ocupación», por muy absurda que parezca, para demostrar su disposición incondicional a trabajar. Da igual si la tarea que han de realizar sólo tiene un sentido remoto o si representa una absurdidad absoluta. Lo importante es que sigan en movimiento permanente para que no olviden cuál es la ley que rige sus vidas.

Antes los hombres trabajaban para ganar dinero. Hoy en día el Estado no repara en gastos para que miles de personas simulen el trabajo desaparecido en peregrinos «talleres de entrenamiento» y «empresas ocupacionales», a fin de mantenerse en forma para «puestos de trabajo» normales que no van a conseguir nunca. Cada vez se inventan «medidas» nuevas y más estúpidas solamente para hacer ver que la calandria social, que gira vacía, puede seguir funcionando eternamente. Cuanto menos sentido tiene la obligación de trabajar, tanto más brutalmente se machaca a la gente con que tiene que ganarse el pan con el sudor de su frente.

Desde este punto de vista, el «nuevo laborismo» y sus imitadores en el mundo entero han demostrado ser del todo compatibles con el modelo neoliberal de la selección social. Mediante la simulación de «ocupación» y ese querer aparentar un futuro positivo de la sociedad del trabajo se crea la legitimación moral para enfrentarse con mayor dureza a los parados y a los que se niegan a trabajar. Al mismo tiempo, el trabajo forzoso estatal, las subvenciones a los sueldos y los llamados «trabajos voluntarios no remunerados» rebajan cada vez más los costes laborales. De esa forma, se favorece un sector creciente de sueldos bajos y trabajo de miseria.

La llamada política laboral activa, según el modelo «new labour», ni siquiera preserva a los enfermos crónicos y las madres solteras con niños pequeños. Quien reciba ayuda del Estado no se librará de las asfixiantes garras de la burocracia hasta llegar al nicho con su nombre estampado. El único sentido de esta persistencia impertinente es desanimar al máximo de gente posible de realizar reclamaciones al Estado, y enseñar a los excluidos instrumentos de tortura tan repugnantes que hagan aceptable, en comparación, cualquier trabajo miserable.

Oficialmente, el Estado paternalista empuña el látigo sólo por amor y siempre con la intención de educar con rigor a sus hijos considerados «mandrosos», en nombre de un futuro mejor para ellos. En realidad, todas las medidas pedagógicas tienen única y exclusivamente el fin de sacar a los clientes a palos de su casa. ¿Qué otro significado podría tener obligar a los parados a trabajar en la recogida de espárragos? El objetivo es que desbanquen allí a los trabajadores polacos, que sólo se conforman con el salario de miseria porque al cambio les supone una retribución aceptable en casa. Pero a los trabajadores forzados ni se les ayuda ni se les abren nuevas «perspectivas laborales» con estas medidas. Y también para los dueños de los campos de espárragos resultan sólo una fuente de problemas los desganados doctores y trabajadores especializados con los que son agraciados. Pero si después de una jornada de trabajo de doce horas en la tierra madre alemana, a alguien se le ocurre, de pura desesperación, que igual no estaría tan mal la idea de abrir un puesto de perritos calientes, la «ayuda a la flexibilización» habrá demostrado el efecto neobritánico deseado.

4. Agudización y desmentido de la religión del trabajo

«El trabajo, por muy mammónico y vil que sea, está siempre en relación con la naturaleza. Ya el deseo de desempeñar un trabajo conduce cada vez más a la verdad y a las leyes y prescripciones de la naturaleza, las cuales son verdad».
Thomas Carlyle, Trabajar y no desesperarse, 1843

El nuevo fanatismo del trabajo, con el que la sociedad reacciona a la muerte de su ídolo, es la continuación lógica y el capítulo final de una larga historia. Desde los días de la Reforma, todas las fuerzas pilares de la modernización occidental han predicado la santidad del trabajo. Sobre todo en los últimos 150 años, todas las teorías sociales y corrientes políticas han estado prácticamente poseídas por la idea del trabajo. Socialistas y conservadores, demócratas y fascistas se han combatido a muerte; pero a pesar de toda esta hostilidad mortal, han adorado siempre al ídolo trabajo. «Apartad a los holgazanes», dice el texto de «La Internacional» [en su versión alemana, N. del T.]; «el trabajo libera» resonaba atrozmente desde el portón de entrada de Auschwitz. Fueron las democracias plurales de posguerra las que apostarían de verdad a fondo por la dictadura perpetua del trabajo. Incluso la constitución de la católica Baviera adoctrina a los ciudadanos en un sentido completamente pegado a la tradición de Lutero. «El trabajo es la fuente del bienestar del pueblo y está bajo la especial protección del Estado». A finales del siglo XX prácticamente se han evaporado todos los antagonismos ideológicos. Sólo ha quedado el dogma común, inmisericorde, del trabajo como destino natural del ser humano.

Hoy en día la realidad misma de la sociedad del trabajo desmiente ese dogma. Los sacerdotes de la religión del trabajo siempre han predicado que el hombre, según su supuesta naturaleza, es un animal laborans. No se hace hombre hasta que, cual Prometeo, somete la materia natural a su voluntad y se realiza en sus productos. Este mito del conquistador del mundo y del demiurgo, con una misión que cumplir, siempre ha sido una burla al carácter del proceso moderno del trabajo, pero pretendía haber poseído un sustrato real en tiempos de los capitalistas-inventores de la talla de Siemens o Edison y sus plantillas de trabajadores especializados. Entretanto, este gesto se ha vuelto completamente absurdo.

Quien hoy en día se pregunte todavía por el contenido, el sentido y el fin de su trabajo, o se vuelve loco o en factor perturbador del funcionamiento autofinalista de la máquina social. El homo faber antes orgulloso de su trabajo que, a su manera torpe, se tomaba aún en serio lo que hacía, se ha quedado tan anticuado como una máquina de escribir mecánica. El molino tiene que seguir girando a cualquier precio, y con eso basta. Para la búsqueda de sentido están los departamentos de publicidad y ejércitos enteros de animadores y psicólogos de empresa, asesores de imagen y camellos. Pero cuando se parlotea continuamente de motivación y creatividad lo único seguro es que no queda nada de ninguna de las dos, a no ser como autoengaño. Por eso la capacidad de autosugestionarse, de venderse a sí mismo y la simulación de competencia figuran hoy en día entre las virtudes más importantes de directivos y especialistas, estrellas de los media y contables, maestros y vigilantes de aparcamientos.

Con la crisis de la sociedad del trabajo también ha quedado completamente en ridículo la afirmación de que el trabajo es una necesidad eterna, impuesta a los hombres por la naturaleza. Desde hace siglos se predica que hay que rendir culto al ídolo trabajo, aunque sólo sea porque las necesidades no se pueden satisfacer por sí mismas sin el esforzado quehacer humano. Y que la meta de todo el montaje del trabajo sería satisfacer las necesidades. Si esto fuera verdad, la crítica del trabajo tendría tan poco sentido como la crítica de la fuerza de la gravitación. ¿Pero cómo una «ley natural» de verdad iba a poder entrar en crisis o, incluso, desaparecer? A los portavoces del campo social trabajo —desde los locos del rendimiento neoliberales, devoradores de caviar, hasta los sindicalistas de barrigón cervecero— la pseudonaturaleza del trabajo les hace enfrentarse a dificultades argumentativas. ¿O cómo quieren, si no, explicar que tres cuartas partes de la humanidad se hundan en la necesidad y la miseria sólo porque el sistema de la sociedad del trabajo ya no necesita su trabajo?

No es ya la maldición del Antiguo Testamento —«comerás el fruto del sudor de tu frente»— la que pesa sobre los excluidos, sino una nueva perdición, esta sí inexorable: «no comerás, porque tu sudor no es necesario y es invendible». ¿Y se supone que esto es una ley natural? No es más que un principio social irracional, que se presenta como imperativo natural porque, durante siglos, ha destruido o ha sometido todas las demás formas de relación social, poniéndose a sí mismo como absoluto. Es la «ley natural» de una sociedad que se tiene por sumamente «racional», pero que en verdad sólo sigue la racionalidad finalista de su ídolo trabajo, a cuyas «exigencias circunstanciales» está dispuesta a sacrificar sus últimos restos de humanidad.

5. El trabajo es un principio social coercitivo

«De ahí que el obrero se sienta en su casa fuera del trabajo y en el trabajo fuera de sí. Está en casa cuando no trabaja, y cuando trabaja no está en casa. Su trabajo, por lo tanto, no es voluntario, sino obligado, trabajo forzado. No es, por lo tanto, la satisfacción de una necesidad, sino sólo un medio para satisfacer necesidades fuera de éste. Su carácter ajeno lo pone de relieve el hecho de que, tan pronto deja de existir alguna coacción física o de cualquier otro tipo, se huye del trabajo como de la peste».
Karl Marx, Manuscritos económico-filosóficos, 1844

El trabajo no significa de ninguna manera que las personas transformen la naturaleza o se relacionen entre sí por su actividad. Mientras haya gente, se construirán casas, se producirán alimentos, vestidos y otras muchas cosas, se criará a los niños, se escribirán libros, se discutirá, se cultivarán huertos, se compondrá música y muchas más cosas por el estilo. Esto es algo banal y obvio. Lo que no es obvio es que la actividad humana por excelencia, el puro «empleo de fuerza de trabajo», sin importar su contenido, de forma totalmente independiente de las necesidades y de la voluntad de los implicados, sea elevado a un principio abstracto que domina las relaciones sociales.

En las antiguas sociedades agrarias había todo tipo de formas de dominio y de relaciones de dependencia personal, pero ninguna dictadura de la abstracción trabajo. Las actividades de transformación de la naturaleza y de las relaciones sociales no tenían, desde luego, un carácter autodeterminado, pero tampoco estaban subordinadas a la «venta de fuerza de trabajo», sino que más bien estaban imbricadas en complejos sistemas de reglas de prescripciones religiosas, de tradiciones sociales y culturales de obligaciones recíprocas. Cada actividad tenía su momento y su lugar especial; no había una forma de actividad general-abstracta.

Fue el sistema productor de mercancías, con su fin absoluto de la transformación incesante de energía humana en dinero, el que hizo surgir por primera vez una esfera «separada» del resto de relaciones, que hacía abstracción de cualquier contenido, el llamado trabajo: la esfera de la actividad no independiente, incondicional, sin relación con nada y robotizada, ajena al contexto social restante y obediente a una racionalidad final «empresarial» abstracta más allá de las necesidades. En esa esfera separada de la vida, el tiempo deja de ser tiempo vivo y vivido. Se convierte en una mera materia prima que debe aprovecharse óptimamente: «el tiempo es dinero». Cada segundo cuenta, cada ida al lavabo es motivo de enfado, cada cruce de palabras con los compañeros, un crimen contra el fin de producción independizado. Allá donde se trabaje, sólo se puede hacer uso de energía abstracta. La vida tiene lugar en otro sitio, o en ninguno, porque el ritmo del trabajo se adueña de todo. A los niños se les adiestra para el tiempo, para que después sean «laboralmente aptos». Las vacaciones sólo sirven para reproducir la «fuerza de trabajo». E incluso cuando comemos, salimos por las noches o amamos suena el reloj de fondo.

En la esfera del trabajo no cuenta lo que se hace, sino que el hacer se haga como tal, puesto que el trabajo es un fin absoluto en la medida en que es portador de la explotación del capital-dinero: la multiplicación infinita del dinero por mor de sí mismo. El trabajo es la forma de actividad de este fin absoluto absurdo. Sólo por eso, no por causas objetivas, todos los productos se producen como mercancías. Porque sólo así representan la abstracción dinero, cuyo contenido es la abstracción trabajo. En esto consiste el mecanismo de la calandria social independizada, en la que está presa la humanidad.

Y por eso mismo, el contenido de la producción es tan indiferente como el uso de las cosas producidas y como sus consecuencias sociales y naturales. Que se construyen casas o se fabrican minas antipersona, que se impriman libros o se cosechen tomates transgénicos, si por eso la gente se pone enferma o sólo se estropea un poco el sabor, todo eso no tiene transcendencia mientras, de la manera que sea, la mercancía se convierta en dinero y el dinero en nuevo trabajo. Que la mercancía exija un uso concreto y que éste sea destructivo le es completamente indiferente a la racionalidad empresarial, ya que para ésta un producto sólo es el resultado de trabajo pasado, de «trabajo muerto».

La acumulación de «trabajo muerto» como capital, representado con la forma dinero, es el único sentido que conoce el sistema moderno productor de mercancías. ¿«Trabajo muerto»? ¡Una locura metafísica! Sí, pero una metafísica convertida en realidad al alcance de la mano, una locura cosificada que tiene cogida por el cuello a esta sociedad. Las personas no se relacionan como seres sociales conscientes en el eterno comprar y vender, sino que ejecutan como autómatas sociales el fin absoluto que les ha venido impuesto.

6. Trabajo y capital son las dos caras de una misma moneda

«El trabajo reúne cada vez más buena conciencia de su parte: la inclinación por la alegría ya se llama “necesidad de descansar” y empieza a avergonzarse de sí misma. “Cada uno es responsable de su propia salud”, se dice cuando se nos sorprende en una excursión campestre. Pronto se podría llegar al punto en el que uno no pueda ceder a la inclinación por una vida contemplativa (es decir, irse de paseo con pensamientos y amigos) sin despreciarse a sí mismo y sin remordimientos de conciencia».
Friedrich Nietzsche, El ocio y la ociosidad, 1882

La izquierda política siempre ha rendido honores al trabajo con especial celo. No sólo ha elevado el trabajo a esencia del ser humano, sino que también lo ha mistificado así a supuesto principio opuesto al capital. El escándalo no era para ella el trabajo, sino meramente su explotación por el capital. Por eso el programa de todos los «partidos de trabajadores» era la «liberación del trabajo» y no «liberarse del trabajo». La oposición social entre capital y trabajo, sin embargo, no es más que una mera oposición de intereses distintos (con poderes ciertamente también distintos) dentro del fin absoluto capitalista. La lucha de clases fue la forma de poner en juego esos intereses contrapuestos en el campo social común del sistema productor de mercancías. Pertenecía a la dinámica interna de explotación del capital. Da igual que la lucha se tuviera que centrar en los sueldos, derechos, condiciones laborales o puestos de trabajo: su ciega condición previa siguió siendo siempre la calandria dominante con sus principios irracionales.

Desde la perspectiva del trabajo, el contenido cualitativo de la producción cuenta tan poco como desde la perspectiva del capital. Lo que interesa es únicamente la posibilidad de vender óptimamente la fuerza de trabajo. No se persigue la determinación común del sentido y fin del propio quehacer. Si alguna vez se tuvo la esperanza de que tal determinación autónoma de la producción se podía hacer real en las formas del sistema de producción de mercancías, la «mano de obra» se ha quitado ya hace tiempo tal ilusión de la cabeza. De lo único de lo que se trata ya es de «puestos de trabajo», de «ocupación»; los propios conceptos demuestran ya el carácter de fin en sí mismo de todo el montaje y la falta de poder de decisión para los partícipes.

Qué, para qué y con qué consecuencias se produce le importa tan poco al vendedor de la mercancía fuerza de trabajo, en última instancia, como al comprador. Los obreros de las centrales atómicas y de las fábricas químicas cuando más airadamente protestan es cuando se habla de desactivar sus bombas de relojería. Y los «empleados» de Volkswagen, Ford o Toyota son los más fanáticos partidarios de los programas de suicidio automovilístico. Y no meramente porque se tengan que vender obligatoriamente para que se les «permita» vivir, sino porque se identifican ciertamente con esta existencia estúpida. Para sociólogos, sindicalistas, sacerdotes y otros teólogos profesionales de la «cuestión social», todo esto sirve de demostración del valor ético-moral del trabajo. El trabajo forma la personalidad, dicen. Tienen razón. La personalidad de zombis de la producción de mercancías que no son capaces ya de imaginarse una vida fuera de su «calandria» tan amada, para la que se preparan cada día.

Sin embargo, la clase obrera como clase obrera ha sido en tan poca medida la contradicción antagonista y el sujeto de la emancipación humana como, por otro lado, los capitalistas y directivos han dirigido la sociedad por la maldad de una voluntad subjetiva de explotación. Ninguna casta dominante de la historia ha llevado una vida tan esclava y deplorable como los acosados directivos de Microsoft, Daimler-Chrysler o Sony. Cualquier noble medieval los hubiese menospreciado profundamente. Porque mientras éste se podía entregar al ocio y dilapidar más o menos orgiásticamente su fortuna, las élites de la sociedad del trabajo no se pueden permitir ni una pausa. Fuera de la calandria, tampoco ellos saben qué hacer con sus vidas aparte de comportarse como niños; el ocio, el amor al conocimiento y el placer de los sentidos les son a ellos tan ajenos como a su material humano. Sólo son siervos asimismo del ídolo trabajo, meras élites funcionales del fin absoluto irracional de la sociedad.

El ídolo dominante sabe imponer su voluntad sin sujeto sobre la «coacción sorda» de la competencia, ante la que también los poderosos se tienen que arrodillar, justamente aunque estén dirigiendo cientos de fábricas y moviendo sumas millonarias por todo el planeta. Y si no lo hacen, se les quita de en medio con tan pocos miramientos como a la «mano de obra» sobrante. Pero es justamente su propia falta de poder de decisión la que convierte a los funcionarios del capital en inmensamente peligrosos, no su voluntad subjetiva de explotación. Ellos son los que menos pueden permitirse preguntarse por el fin y las consecuencias de su hacer infatigable; no se pueden permitir sentimientos ni consideraciones. Por eso le llaman realismo cuando desertizan el mundo, afean las ciudades y hacen que la gente empobrezca en medio de la riqueza.

7. El trabajo es dominio patriarcal

«La humanidad se ha tenido que hacer cosas espantosas antes de conseguir crear el sí mismo, el carácter idéntico, instrumental, masculino del ser humano, y algo de eso se repite todavía en cada infancia».
Max Horkheimer y Theodor W. Adorno, Dialéctica de la Ilustración

Aunque la lógica del trabajo y su transformación forzada en materia dinero puedan presionar en esa dirección, no todos los ámbitos sociales y las actividades necesarias se dejan apresar en esa esfera del tiempo abstracto. Por eso, junto con la esfera «independizada» del trabajo, surgió, en cierto modo como su otra cara, también la esfera privada del hogar, de la familia y de la intimidad.

En ese ámbito, definido como «femenino», se quedan las actividades múltiples y cambiantes de la vida cotidiana que no se pueden transformar en dinero o sólo en casos excepcionales: desde limpiar y cocinar, pasando por la educación de los hijos y el cuidado de los mayores, hasta el «trabajo del amor» del ama de casa de tipo ideal, que mima a su hombre agotado por el trabajo y le sirve de «reserva afectiva». Es por eso que la esfera de la intimidad, como la otra cara del trabajo, es declarada baluarte de la «verdadera vida» por la ideología burguesa de la familia, aunque en realidad la mayoría de las veces no sea más que un infierno íntimo. El asunto es que no se trata de una esfera de vida mejor y verdadera, sino más bien de una forma igual de estúpida y limitada de la existencia, a la que se ha adjudicado un designio distinto. Esta esfera también es producto del trabajo, aunque separado de éste, pero sólo existente con relación a éste. Sin el espacio social separado de la actividad «femenina» nunca hubiese podido funcionar la sociedad del trabajo. Este lugar es su silenciosa condición previa y, al mismo tiempo, su resultado específico.

Esto también vale para los estereotipos sexuales que experimentaron su generalización con el desarrollo del sistema de producción de mercancías. No es casual que se convirtiera en un estereotipo extendido la imagen de la mujer de comportamiento natural e instintivo, irracional y llevada por sus emociones de manera paralela a la del hombre trabajador, creador de cultura, racional y con dominio sobre sí mismo. Y tampoco es casualidad que la autopreparación del hombre blanco para las exigencias del trabajo y de la administración estatal de recursos humanos se viese acompañada durante siglos de una brutal «caza de brujas». También la apropiación científica del mundo que comenzó al mismo tiempo estuvo contaminada en sus raíces por el fin absoluto de la sociedad del trabajo y sus prescripciones para cada género. De esta forma, el hombre blanco, para poder funcionar sin dificultades, expulsó de sí todos los sentimientos y necesidades emocionales que en el reino del trabajo sólo resultan factores molestos.

En el siglo XX, sobre todo en las democracias fordistas de posguerra, las mujeres fueron integradas progresivamente en el sistema laboral. Sin embargo, el resultado sólo ha sido una conciencia femenina esquizofrénica. Pues, por un lado, la entrada de las mujeres en la esfera del trabajo no podía traer una liberación, sino la misma disposición respecto al ídolo trabajo que los hombres. Y por otro lado, la estructura de la «separación» continuó existiendo y, con ella, también la esfera de las actividades definidas como «femeninas» fuera del trabajo oficial. Las mujeres fueron sometidas, de esta manera, a una doble carga y, a la vez, a imperativos sociales completamente contrapuestos. En la esfera del trabajo siguen ocupando hasta el presente, en su mayoría, puestos de trabajo peor pagados y subalternos.

Una lucha, conforme con el sistema, por cuotas y oportunidades de carrera para mujeres no cambiará nada de esto. La lamentable visión burguesa de la «compatibilidad de profesión y familia» deja intacta la separación de esferas del sistema de producción de mercancías y, en consecuencia, la estructura del «desdoblamiento». Para la mayoría de las mujeres esa perspectiva es invivible; para una minoría de «mejores sueldos» se convierte en una posición pérfida de ganadora en el apartheid social, al poder delegar las tareas domésticas y el cuidado de los niños a empleadas («obviamente» mujeres) mal pagadas.

La sagrada esfera burguesa de la llamada vida privada y de la familia, en realidad, se ve cada vez más mermada y degradada en la totalidad de la sociedad, porque la usurpación de la sociedad del trabajo exige la totalidad de la persona, entrega completa, movilidad y disponibilidad temporal total. El patriarcado no es abolido, se vuelve más salvaje en la crisis no reconocida de la sociedad del trabajo. En la misma medida en que se derrumba el sistema de producción de mercancías, se hace responsable a las mujeres de la supervivencia en todos los ámbitos, mientras que el mundo «masculino» sigue manteniendo de manera simulada las categorías de la sociedad del trabajo.

8. El trabajo es la actividad de los incapacitados

La identidad entre trabajo y ausencia de poder decisorio se puede demostrar no sólo fáctica, sino también conceptualmente. Hace unos pocos siglos las personas eran conscientes de la relación entre trabajo e imposición social. En casi todas las lenguas europeas el concepto «trabajo» se refiere originalmente sólo a la actividad de la gente sin poder decisorio, de los dependientes, los siervos y los esclavos. En el ámbito lingüístico germánico se refería al trabajo ímprobo de un niño huérfano y, por eso, caído en la servidumbre. En latín «laborare» significa tanto como «sufrir una pesada carga» y se refiere, en síntesis, a los padecimientos y vejaciones de los esclavos. Las palabras románicas «travail», «trabajo», etc., se derivan del latín «tripalium», una especie de yugo que se empleaba para la tortura y castigo de esclavos u otras personas privadas de libertad. En la expresión «el yugo del trabajo» aún resuena ese origen.

«Trabajo», por lo tanto, no es ni en su origen etimológico un sinónimo de actividad humana autónoma, sino que se remite a un triste destino social. Es la actividad de los que han perdido su libertad. La expansión del trabajo a todos los miembros de la sociedad no es, en consecuencia, más que la generalización de la dependencia servil; y la adoración moderna del trabajo, no es más que la elevación casi religiosa de esta situación.

Estas circunstancias se pudieron ocultar con éxito y se pudo interiorizar este despropósito social porque la generalización del trabajo se vio acompañada de su «cosificación», a través del sistema moderno de producción de mercancías: la mayoría de las personas ya no están bajo el látigo de un solo señor. La dependencia social se ha convertido en un conjunto de relaciones abstractas del sistema y, por lo tanto, se ha hecho total. Se nota en todas partes y, precisamente por eso, apenas si se puede concebir. Donde todos son siervos, son todos al mismo tiempo señores, en tanto que cada uno es su propio tratante de esclavos y vigilante. Y todos obedecen al ídolo invisible del sistema, al «gran hermano» de la explotación del capital que los ha enviado bajo el «tripalium».

9. La historia de la imposición sangrienta del trabajo

«El bárbaro es perezoso y se diferencia del hombre culto en que se recrea en su propia abulia, puesto que la educación práctica consiste justamente en el hábito y en la necesidad de ocupación».
Georg W. F. Hegel, Fundamentos de filosofía del derecho, 1821

«En el fondo, ahora se siente [...] que semejante trabajo es la mejor policía, que mantiene a todo el mundo a raya y que sabe cómo evitar con firmeza el desarrollo de la razón, la concupiscencia y el deseo de independencia. Puesto que emplea una cantidad enorme de energía nerviosa, la cual sustrae a las actividades de meditar, ensimismarse, soñar, preocuparse, amar, odiar».
Friedrich Nietzsche, Los aduladores del trabajo, 1881

La historia de la Modernidad es la historia de la imposición del trabajo, que ha dejado tras de sí una inmensa huella de destrucción y horror en todo el planeta; puesto que no siempre ha estado tan interiorizada como en el presente la exigencia de empeñar la mayor parte de la energía vital en un fin absoluto ajeno. Han hecho falta varios siglos de violencia pura en grandes cantidades para que la gente, literalmente bajo tortura, acepte ponerse al servicio incondicional del ídolo trabajo.

Al principio no estuvo la supuesta propagación «favorecedora de la prosperidad» de las relaciones de mercado, sino el hambre insaciable de dinero de los aparatos de Estado absolutistas para financiar las primeras máquinas militares de la Modernidad. Sólo por el interés de estos aparatos, que por primera vez en la historia conseguían inmovilizar burocráticamente a toda la sociedad, se aceleró el desarrollo del capital comercial y financiero de las ciudades más allá de las relaciones comerciales tradicionales. Fue así como el dinero se convirtió, por primera vez, en un asunto social central; y la abstracción trabajo, en un requisito social central sin consideración de necesidades.

La mayoría de las personas no fueron voluntariamente a la producción para mercados anónimos y, con ello, a una economía del dinero generalizada, sino porque el hambre absolutista de dinero había monetarizado los impuestos y los había elevado exorbitantemente. No tenían que ganar dinero «para sí mismas», sino para el militarizado Estado de armas de fuego premoderno, para su logística y su burocracia. Es de este modo y no de otro como nació el absurdo fin absoluto de la explotación del capital y, con ésta, el trabajo,

Pronto dejaron de ser suficientes los impuestos y las contribuciones monetarias. Los burócratas absolutistas y los administradores capitalista-financieros se dispusieron a organizar forzosamente a la gente como material de una máquina social de transformación del trabajo en dinero. Se destruyeron las formas tradicionales de vida y existencia de la población; no porque esta población hubiese intentado «continuar su progreso» libre y autónomamente, sino porque era necesaria como material humano de la máquina de explotación que se había puesto en marcha. Se sacó a la gente de sus campos con la violencia de las armas, a fin de hacer sitio para la cría de ovejas para las manufacturas de lana. Se abolieron todos los derechos tales como la caza libre, la pesca y la recogida de leña en los bosques. Y cuando las masas empobrecidas deambulaban pidiendo limosna y robando por los campos, entonces se las encerraba en casas de trabajo y manufacturas, para maltratarlas con máquinas de trabajo torturadoras y para inculcarles a la fuerza la conciencia de esclavos de animales de trabajo sumisos.

Pero tampoco esta transformación a empellones de sus súbditos en el material del ídolo trabajo, productor de dinero, fue ni mucho menos suficiente para los monstruosos Estados absolutistas. Extendieron sus pretensiones también a otros continentes. A la colonización interna de Europa le siguió otra externa, primero en las dos Américas y en partes de África. Aquí los agentes de imposición del trabajo perdieron definitivamente todas sus inhibiciones. Se lanzaron con campañas de saqueo, destrucción y exterminio, hasta entonces nunca vistas, sobre los mundos «redescubiertos»; las víctimas de allí ni siquiera tenían el valor de seres humanos. Las potencias europeas, devoradoras de hombres, de la emergente sociedad del trabajo se atrevían a definir las culturas extranjeras subyugadas como «salvajes» y... antropófagas.

De esa forma, se dotaban de legitimidad para eliminarlas o esclavizarlas a millones. La esclavitud literal en las plantaciones y explotaciones de materias primas coloniales, que superó en sus dimensiones incluso a la esclavitud de la Antigüedad, es uno de los crímenes fundacionales del sistema de producción de mercancías. Por primera vez, se puso en práctica a lo grande el «exterminio por el trabajo». Éste fue el segundo pilar de la sociedad del trabajo. El hombre blanco, que ya era portador del estigma de la autodisciplina, podía desfogar su odio reprimido a sí mismo y su complejo de inferioridad con los «salvajes». Al igual que «la mujer», no eran para él más que medio seres, entre animales y hombres, próximos a la naturaleza y primitivos. Inmanuel Kant conjeturaba con agudeza que los papiones podrían hablar si se lo propusieran, pero que no lo hacían porque tenían miedo de que entonces se les mandase a trabajar.

Ese razonamiento grotesco hace recaer una luz traidora sobre la Ilustración. El ethos del trabajo de la Modernidad, que hacía referencia en su versión protestante originaria a la gracia de Dios —y desde la Ilustración, a la ley natural— fue enmascarada como «misión civilizadora». En este sentido, cultura es la subordinación voluntaria al trabajo; y el trabajo es masculino, blanco y «occidental». Lo contrario, la naturaleza no-humana, informe y sin cultura es femenina, de color y «exótica»; y, por lo tanto, se ha de someter a la coacción. En pocas palabras, el «universalismo» de la sociedad del trabajo es, ya en sus raíces, profundamente racista. La abstracción universal trabajo sólo se puede definir a sí mismo distanciándose de todo lo que no es absorbido por él.

Los pacíficos comerciantes de las antiguas rutas comerciales no fueron los antecesores de la burguesía moderna, que, en definitiva, fue la heredera del absolutismo. Fueron más bien los condotieros de las bandas de mercenarios de principios de la Modernidad, los alcaides de las casas de trabajo y de las penitenciarías, los recaudadores de impuestos, los tratantes de esclavos y otros usureros los que prepararon la tierra madre para el «espíritu empresarial» moderno. Las revoluciones burguesas de los siglos XVIII y XIX no tuvieron nada que ver con la emancipación social; sólo reubicaron las relaciones de poder dentro del sistema de coerción surgido, liberaron las instituciones de la sociedad del trabajo de los caducos intereses dinásticos e impulsaron su cosificación y despersonalización. Fue la gloriosa Revolución Francesa la que anunció con un pathos especial el deber de trabajar y la que introdujo nuevos correccionales de trabajo con una «Ley para la erradicación de la mendicidad».

Esto era justo lo contrario de lo que perseguían los movimientos sociales rebeldes que ardían en los márgenes de las revoluciones burguesas, sin consumirse en ellas. Mucho antes ya se habían dado formas autónomas de resistencia y de rechazo que no significan nada para la historia oficial de la sociedad del trabajo y de la modernización. Los productores de las antiguas sociedades agrarias, que nunca aceptaron tampoco sin roces las relaciones de dominio feudales, no se querían resignar, con mucho más motivo, a que se hiciese de ellos la «clase obrera» de un sistema de relaciones ajeno a ellos. Desde las guerras campesinas de los siglos XV y XVI hasta las revueltas de los movimientos luego denunciados como «los destructores de máquinas», en Inglaterra, y el levantamiento de los obreros textiles de Silesia, en 1844, sólo se sigue una única cadena de amargas luchas de resistencia contra el trabajo. La imposición de la sociedad del trabajo y una guerra civil, abierta a veces y latente otras, han ido durante siglos unidas.

Las antiguas sociedades agrarias eran cualquier cosa menos paradisíacas. Pero la imposición espantosa de la sociedad del trabajo que irrumpía en escena era vivida por la mayoría como un empeoramiento y «tiempo de desesperación». De hecho, pese a la estrechez de la situación, la gente tenía algo que perder. Lo que en la falsa conciencia del mundo moderno se presenta como tinieblas y plagas de una Edad Media ficticia eran, en realidad, los horrores de su propia historia. En las culturas precapitalistas y no capitalistas, tanto dentro como fuera de Europa, el tiempo diario y anual de actividad productiva era muy inferior incluso al actual de los «empleados» modernos de fábricas y oficinas. Y esta producción no era ni mucho menos tan condensada como en la sociedad del trabajo, sino que estaba impregnada por una marcada cultura del ocio y de una relativa «lentitud». Dejando de lado las catástrofes naturales, las necesidades materiales primarias estaban mucho mejor cubiertas para la mayoría que en largos periodos de la historia de la modernización; y, en cualquier caso, mejor que en los suburbios espantosos del mundo en crisis actual. Tampoco el poder se podía hacer tan presente hasta el último rincón como en la sociedad del trabajo completamente burocratizada.

Por eso, la resistencia contra el trabajo sólo se pudo quebrar militarmente. Hasta el presente, los ideólogos de la sociedad del trabajo siguen fingiendo que la cultura de producción premoderna no «se desarrolló» porque se ahogó en su propia sangre. Los actuales demócratas declarados del trabajo prefieren achacar todos esos horrores a las «circunstancias predemocráticas» de un pasado con el que no tendrían ya nada que ver. No quieren reconocer que la prehistoria terrorista de la Modernidad desvela traicioneramente la esencia también de la actual sociedad del trabajo. La administración burocrática del trabajo y el registro estatal de personas en las democracias industriales nunca pudo ocultar sus orígenes absolutistas y coloniales. En la forma de la cosificación hacia un contexto sistémico impersonal, la administración represiva de la gente en nombre del ídolo trabajo incluso ha crecido y ha penetrado en todos los ámbitos de la vida.

Justo ahora, en plena agonía del trabajo, se vuelve a sentir, como en los comienzos de la sociedad del trabajo, la garra asfixiante de la burocracia. La administración del trabajo se desvela como el sistema coercitivo que siempre ha sido, al organizar el apartheid social e intentar conjurar, en vano, la crisis mediante esclavismo estatal democrático. De manera similar, también regresa el espíritu maligno del colonialismo mediante la administración económica impuesta en los países de la periferia, arruinados, uno tras otro, por el Fondo Monetario Internacional. Tras la muerte de su ídolo, la sociedad del trabajo vuelve a recurrir, en todos los sentidos, a los métodos de sus crímenes fundacionales, los cuales, sin embargo, no podrán salvarla.

10. El movimiento obrero fue un movimiento por el trabajo

«El trabajo tiene que empuñar el cetro, siervo debe ser sólo el que va ocioso, el trabajo debe regir el mundo, porque solo él es el fundamento del mundo».
Friedrich Stampfer, En honor al trabajo, 1903

El movimiento obrero clásico, que vivió su auge mucho después del ocaso de las antiguas revueltas sociales, ya no luchaba contra los abusos del trabajo, sino que desarrolló una sobreidentificación con lo aparentemente inevitable. Lo que perseguía era sólo ya «derechos» y mejoras dentro de la sociedad del trabajo, cuyas imposiciones hacía tiempo que había interiorizado ampliamente. En vez de criticar radicalmente la transformación de energía humana en dinero como fin absoluto irracional, aceptó el «punto de vista del trabajo» y concibió la explotación económica como un orden de cosas positivo y neutral.

Así, el movimiento obrero hacía suyo a su manera la herencia del absolutismo, el protestantismo y la ilustración burguesa. De la desgracia del trabajo se pasó al falso orgullo de trabajar, que redefinió como «derecho humano» la domesticación propia en material humano del ídolo moderno. En cierta forma, los parias domesticados del trabajo le dieron la vuelta ideológicamente a la tortilla y desarrollaron un celo misionario, que les llevó a reclamar, por un lado, el «derecho al trabajo para todos» y, por otro, a exigir el «deber de trabajar para todos». La burguesía no fue combatida en tanto que portadora funcional de la sociedad del trabajo, sino que, por el contrario, fue insultada en nombre del trabajo por parasitaria. Todos los miembros de la sociedad, sin excepciones, tenían que ser reclutados a la fuerza para «los ejércitos del trabajo».

El movimiento obrero se convirtió así, él mismo, en pionero de la sociedad capitalista del trabajo. Fue él quien impuso los últimos escalones de la cosificación, en el proceso de desarrollo del trabajo, contra los torpes portadores funcionales burgueses del siglo XIX y principios del XX; de manera muy similar a como la burguesía se había convertido en heredera del absolutismo un siglo antes. Esto fue sólo posible porque los partidos obreros y los sindicatos, en el curso de su idolatración del trabajo, fueron tomando una actitud positiva respecto al aparato estatal y las instituciones de la administración represiva del trabajo, las cuales no querían abolir, sino ocupar ellos mismos, en una especie de «marcha a través de las instituciones». De esta manera hacían suya, lo mismo que antes la burguesía, la tradición burocrática de gestión sociolaboral de las personas iniciada con el absolutismo.

La ideología de la generalización social del trabajo exigía, no obstante, también una situación política nueva. En lugar de la división constante con «derechos» políticos distintos (por ejemplo, el derecho de voto según el grupo impositivo), en la sociedad del trabajo a medio imponer tuvo que irrumpir la igualdad democrática general del «Estado del trabajo» consumado. Y las desigualdades en el funcionamiento de la máquina de explotación, en tanto que ésta determinaba la totalidad de la vida social, tuvieron que compensarse «social-estatalmente». El movimiento obrero también proporcionó el paradigma para esto. Bajo el nombre de «socialdemocracia», se convirtió en el «movimiento civil» más grande de la historia, que no podía ser otra cosa que una trampa puesta a sí mismo. Porque en la democracia todo es negociable menos las imposiciones de la sociedad del trabajo, que se presuponen de manera más bien axiomática. Lo único que se puede discutir son las modalidades y maneras de aplicar dichas imposiciones. No queda más que la elección entre Ariel o Dixan, entre la peste y el cólera, entre ser un fresco o un tonto, entre Kohl y Schröder.

La democracia de la sociedad del trabajo es el sistema de dominio más pérfido de la historia: un sistema de autoopresión. Por eso, esta democracia no organiza nunca la determinación libre de los miembros de la sociedad sobre los recursos comunes, sino sólo la forma legal de las mónadas trabajadoras, separadas unas de otras, que tienen que dejarse la piel en el mercado compitiendo entre sí.

Democracia es lo contrario de libertad. Y así, las personas trabajadoras democráticas acaban por degenerar, necesariamente, en administradores y administrados, en empresarios y empleados, en élites funcionales y material humano. Los partidos políticos, y principalmente los partidos obreros, reflejan fielmente esta situación en su propia estructura. Dirigentes y dirigidos, gente prominente y gente de a pie, líderes y simpatizantes son muestra de una situación que nada tiene que ver con un debate o una toma de decisiones abierta. Es un constituyente integral de esta lógica del sistema que las propias élites no puedan más que ser funcionarios heterónomos del ídolo trabajo y de sus resoluciones ciegas.

Como muy tarde desde los nazis, todos los partidos son partidos de trabajadores y, al mismo tiempo, del capital. En las «sociedades en vías de desarrollo» del Este y del Sur, el movimiento obrero mutó en el partido terrorista de Estado de la modernización aún por hacer; en Occidente, en un sistema de «partidos populares» con programas intercambiables y figuras mediáticas representativas. La lucha de clases se ha acabado porque se ha acabado la sociedad del trabajo. Las clases se muestran como categorías sociales funcionales de un sistema fetichista común, en la misma medida en que este sistema se extingue. Cuando la socialdemocracia, los verdes y los ex comunistas se hacen un hueco en la administración de la crisis y diseñan programas represivos especialmente mezquinos, entonces demuestran sólo que son los herederos legítimos de un movimiento obrero que nunca ha querido otra cosa que trabajo a cualquier precio.

11. La crisis del trabajo

«El principio moral fundamental es el derecho de los hombres al trabajo [...] Según mi parecer, no hay nada más abominable que una vida ociosa. Ninguno de nosotros tiene derecho a algo semejante. En la civilización no hay sitio para gente ociosa».
Henry Ford

«El capital es él mismo la contradicción en proceso [en tanto] que tiende a reducir el tiempo de trabajo a un mínimo, mientras que, por otro lado, pone el tiempo de trabajo como única medida y fuente de riqueza [...] Por una parte, en consecuencia, llama a la vida a todos los poderes de la ciencia y la naturaleza, así como de la combinación social y la circulación social, a fin de hacer la creación de riqueza (relativamente) independiente del tiempo de trabajo que haya exigido. Por otra parte, quiere medir esas enormes fuerzas sociales, así creadas, según el tiempo de trabajo y encauzarlas en los límites que se requieren para mantener como valor el valor ya conseguido».
Karl Marx, Contribución a la crítica de la economía política, 1857-58

Después de la Segunda Guerra Mundial, por un breve momento histórico, pudo parecer como si la sociedad del trabajo en las industrias fordistas se hubiese consolidado como un sistema de «prosperidad eterna», en el que lo insoportable del fin absoluto coercitivo se pudiese aliviar de manera permanente con el consumo de masas y el Estado social. Aparte de que semejante idea fue siempre una fantasía democrática de parias, que sólo se refería a una pequeña minoría de la población mundial, también iba a quedar desacreditada en los centros. Con la tercera revolución industrial de la microelectrónica, la sociedad del trabajo tropieza con su límite histórico absoluto.

Era de prever que se llegaría antes o después a ese límite. Porque el sistema de producción de mercancías adolece desde su nacimiento de una contradicción incurable. Por un lado, vive de chupar energía humana en cantidades masivas mediante la dilapidación de mano de obra en su maquinaria, cuanta más mejor. Por otro lado, la ley de la competitividad empresarial impone un crecimiento constante de la productividad, en la que la fuerza de trabajo humana se sustituye con capital en forma de conocimientos científicos.

Esta autocontradicción ya había sido la causa profunda de todas las crisis anteriores, entre ellas la atroz crisis económica mundial de 1929-33. Estas crisis, sin embargo, siempre se pudieron superar con mecanismos de compensación: cada vez que se alcanzaba una cima de productividad, después de un cierto tiempo de incubación y gracias a la expansión de los mercados a más estratos de compradores, se volvía a engullir, en términos absolutos, otra vez más trabajo del que antes se había eliminado por motivos de racionalización. El empleo de mano de obra por producto se reducía, pero en términos absolutos se producían más productos en una cantidad que permitía sobrecompensar esta reducción. Mientras que la innovación de productos superó a la innovación de procesos, se pudo traducir la autocontradicción del sistema en un movimiento de expansión.

El ejemplo más característico es el del coche: mediante las cadenas de montaje y otras técnicas de racionalización «científica» del trabajo (aplicadas por primera vez en la fábrica de coches de Henry Ford en Detroit) se reduce el tiempo de trabajo por coche al mínimo. A la vez el trabajo se densifica prodigiosamente, de forma que el material humano es mucho más esquilmado en el mismo lapso de tiempo.

De esta manera, se satisfacía en un grado mayor el hambre insaciable de energía humana del ídolo trabajo, pese a la producción en cadena racionalizada de la segunda revolución industrial del fordismo. Al mismo tiempo, el coche es el ejemplo central del carácter destructivo de los modos de producción y consumo altamente desarrollados de la sociedad del trabajo. En interés de la producción masiva de coches y del transporte individual masivo, se cubre de asfalto y se afea la naturaleza, se contamina el medio ambiente y, con indiferencia, se toma por normal que en las carreteras del mundo, un año sí y otro también, haga estragos una tercera guerra mundial no declarada, con millones de muertos y lisiados.

Con la tercera revolución industrial de la microelectrónica se desvanece el anterior mecanismo de compensación mediante expansión. Aunque mediante la microelectrónica también se abaratan, por supuesto, muchos productos y se crean otros nuevos (sobre todo en el ámbito de la comunicación); por primera vez, el ritmo de innovación de procesos supera el ritmo de innovación de productos. Por primera vez, se elimina más trabajo por motivos de racionalización del que se puede reabsorber con la expansión de los mercados. Como consecuencia lógica de la racionalización, la robótica electrónica sustituye la energía humana y las nuevas tecnologías de comunicación hacen el trabajo innecesario. Se arruinan sectores y ámbitos enteros de la construcción, la producción, el marketing, el almacenamiento, la distribución e incluso de la gestión. Por primera vez, el ídolo trabajo se somete involuntariamente a sí mismo a una estricta dieta permanente. Y con ella pone las bases de su propia muerte.

Dado que la sociedad democrática del trabajo consiste en un autofinalista sistema madurado y autorregenerativo de consumo de mano de obra, dentro de sus formas no es posible introducir un cambio hacia la reducción generalizada del tiempo de trabajo. La racionalidad de la economía de empresa exige que, por un lado, masas cada vez más numerosas se queden «sin trabajo» de manera permanente y, de esta forma, se vean apartadas de la reproducción de su vida inmanente al sistema; mientras que, por otro, el número cada vez más reducido de «empleados» se vea sometido a unas exigencias de trabajo y de rendimiento tanto mayores. En medio de la riqueza reaparecen la pobreza y el hambre incluso en los propios centros capitalistas; una gran cantidad de medios de producción y campos de cultivo intactos permanecen en desuso; una gran cantidad de pisos y edificios públicos permanecen vacíos, mientras que la mendicidad aumenta sin parar.

El capitalismo se está convirtiendo en un espectáculo global para minorías. Empujado por la necesidad, el feneciente ídolo trabajo se está autofagocitando. En busca de alimento laboral restante, el capital hace saltar por los aires las fronteras de la economía nacional y se globaliza en una competencia de suplantación nómada. Regiones enteras se ven apartadas por las corrientes globales de capitales y mercancías. Con una ola sin precedentes históricos de fusiones y «compras no amistosas», las multinacionales se están armando para la última batalla de la economía de empresa. Los Estados y naciones desorganizados implosionan; los pueblos arrastrados a la locura por la lucha por la supervivencia, se lanzan a guerras de bandidaje entre ellos.

12. El final de la política

La crisis del trabajo arrastra consigo necesariamente la crisis del Estado y, en consecuencia, de la política. En principio, el Estado moderno tiene que agradecerle su carrera al hecho de que el sistema de producción de mercancías necesite una instancia superior que garantice el marco de la competencia, los fundamentos legales y requisitos generales de explotación, además de los aparatos represivos, por si se da el caso de que el material humano, contraviniendo el sistema, se insubordinase. En su forma más desarrollada de democracia de masas, en el siglo XX el Estado ha tenido que hacerse cargo, de forma creciente, de tareas socioeconómicas. Entre éstas figuran no sólo la red social, sino también los sistemas educativo y sanitario, las redes de transporte y comunicación, infraestructuras de toda clase que se han vuelto indispensables para el funcionamiento de la sociedad industrial desarrollada del trabajo, pero que no se pueden organizar a su vez como proceso de explotación económica empresarial. Porque estas infraestructuras tienen que estar disponibles para toda la sociedad de manera constante y espacialmente exhaustiva y, en consecuencia, no pueden regirse por coyunturas de oferta y demanda del mercado.

Dado que, sin embargo, el Estado no es una unidad autónoma de explotación y, por lo tanto, no puede convertir por sí mismo el trabajo en dinero, se ve obligado a sacar dinero del proceso de explotación real para financiar sus tareas. Si se agota la explotación, entonces se agotan también las finanzas del Estado. El supuesto soberano social se muestra completamente heterónomo frente a la economía ciega y fetichista de la sociedad del trabajo. Puede promulgar todas las leyes que quiera; cuando las fuerzas productivas crecen por encima del sistema del trabajo, el derecho positivo del Estado se ve abocado a un vacío que sólo puede remitirse siempre a sujetos del trabajo.

Un paro de grandes dimensiones en crecimiento constante hace que se agoten los ingresos estatales procedentes de los impuestos sobre los ingresos por trabajo. Las redes sociales se rompen en el momento en que se llega a una masa crítica de «personas excedentes», a las que sólo se puede seguir alimentando, en sentido capitalista, con la redistribución de otras fuentes de ingresos. Con el rápido proceso de concentración del capital durante la crisis, que sobrepasa las fronteras económicas nacionales, también desaparecen los ingresos estatales por impuestos sobre las ganancias de las empresas. Las multinacionales obligan a los Estados que compiten por las inversiones a recurrir al dumping impositivo, al dumping social y al dumping ecológico.

Es exactamente esta evolución la que hace mutar al Estado democrático en un mero administrador de la crisis. Cuanto más se acerca el estado de emergencia financiera, más se reduce a su núcleo represivo. Las infraestructuras se hacen depender de las necesidades del capital transnacional. Como pasaba antes en los territorios coloniales, la logística social se restringe cada vez más a unos pocos centros económicos, mientras que el resto se hunde en la miseria. Se privatiza todo lo que se puede privatizar, aun cuando así se excluya a cada vez más gente de las prestaciones de aprovisionamiento más elementales. Cuando la explotación del capital se concentra en cada vez menor cantidad de islas del mercado mundial, deja de ser importante cubrir de manera exhaustiva las necesidades de aprovisionamiento de la población.

Mientras que no afecte a ámbitos directamente relevantes de la economía, da igual si los trenes funcionan y las cartas llegan. La educación se vuelve privilegio de los vencedores de la globalización. La cultura espiritual, artística y teórica se hace depender de las fluctuaciones del mercado y se extingue. El sistema sanitario se hace infinanciable y degenera en un sistema de clases. De una forma velada y oculta, primero, y después abiertamente, entra en vigor la ley de la eutanasia social: puesto que eres pobre y «sobras», te tienes que morir antes.

A pesar de que todos los conocimientos, capacidades y medios de la medicina, la educación, la cultura y la infraestructura general están a disposición en gran abundancia, éstos se mantienen bajo llave, se desmovilizan y se desguazan, conforme a la irracional ley de la sociedad del trabajo objetivada en «reservas de financiación»; y lo mismo pasa con los medios de producción industriales y agrarios que ya no se pueden presentar como «rentables». Aparte de la simulación represiva del trabajo mediante formas de trabajo forzado y mal pagado, y del desmontaje de todas las prestaciones sociales, el Estado democrático, transformado en sistema de apartheid, no tiene nada más que ofrecer a sus ex ciudadanos trabajadores. En un estadio posterior termina por caer la propia administración del Estado. Los aparatos del Estado degeneran en una cleptocracia corrupta, el ejército en bandas armadas mafiosas y la policía en salteadores de caminos.

Ninguna política del mundo puede frenar o revertir esta evolución. Puesto que la política, por su esencia, es un accionar respecto al Estado que, bajo las condiciones de la desestatalización, se queda sin objeto. La fórmula democrática de la izquierda de «configuración política» de las circunstancias se desacredita cada día más. Aparte de represión permanente, desmontaje de la civilización y disposición a auxiliar a la «economía del terror», no hay nada más que «configurar». Dado que el fin en sí mismo de la sociedad del trabajo es un presupuesto axiomático de la democracia política, no puede haber ninguna regulación político-democrática para la crisis del trabajo. El final del trabajo supone el final de la política.

13. La simulación casino-capitalista de la sociedad del trabajo

«Una vez que el trabajo en su forma inmediata ha dejado de ser la gran fuente de riqueza, el tiempo de trabajo deja de ser y tiene que dejar de ser su medida y, en consecuencia, el valor de cambio [la medida] del valor de uso. [...] De esta manera, se desmorona la producción fundamentada en el valor de cambio y el proceso material inmediato de producción se desprende por sí mismo de la forma de la insuficiencia y la contrariedad».
Karl Marx, Contribución a la crítica de la economía política, 1857-58

La conciencia social dominante se autoengaña sistemáticamente acerca del verdadero estado de la sociedad del trabajo. Las regiones desmoronadas son excomulgadas ideológicamente; las estadísticas del mercado de trabajo, falseadas descaradamente; las formas de empobrecimiento, mediáticamente ocultadas y simuladas. La simulación es desde luego la característica central del capitalismo de crisis. Lo mismo ocurre con la propia economía. Si como mínimo en los países occidentales principales sigue pareciendo posible, hasta el presente, que el capital pueda acumular también sin trabajo y que la forma pura del dinero, sin substancia alguna, pueda seguir garantizando la explotación del valor, esta apariencia se debe a un proceso de simulación de los mercados finanacieros. A modo de reflejo de la simulación del trabajo mediante medidas coercitivas de la administración democrática del trabajo, se ha ido formando una simulación de la explotación del capital mediante el desacoplamiento especulativo del sistema de crédito y de los mercados de acciones respecto a la economía real.

El aprovechamiento del trabajo presente se ve sustituido por el recurso al uso del trabajo futuro, que no va a tener lugar nunca. Se trata, en cierto modo, de una acumulación de capital en un «futuro condicional» ficticio. El capital dinero, que ya no se puede reinvertir con rentabilidad en la economía real y que, por esa razón, ya no puede absorber trabajo, tiene que desviarse de manera creciente hacia los mercados financieros.

Ni siquiera el empuje fordista de explotación en los tiempos del «milagro económico», después de la Segunda Guerra Mundial, fue un empuje autosustentador pleno. Sobrepasando ampliamente sus ingresos por impuestos, el Estado tomó créditos en una medida desconocida hasta entonces, porque de otra manera no se podían financiar las condiciones básicas de la sociedad del trabajo. El Estado hipotecó, por lo tanto, sus ingresos futuros reales. De esta forma, surgía, por un lado, una posibilidad de inversión capitalista-financiera para el capital dinero «excedente», que se prestaba al Estado a cambio de intereses. Éste cubría los intereses mediante créditos nuevos y volvía a poner inmediatamente en circulación el dinero prestado en el ciclo económico. De este modo, financiaba, por otro lado, los gastos sociales y las inversiones en infraestructuras y creaba así una demanda artificial, en sentido capitalista, porque no era cubierta con ninguna clase de empleo de trabajo productivo. El boom fordista fue alargado, de esta manera, más allá de su alcance verdadero, al ponerse la sociedad del trabajo a chupar de su propio futuro.

Este momento simulativo ya del proceso de explotación todavía aparentemente intacto, llegó a sus límites junto con el endeudamiento del Estado. Las «crisis de la deuda» estatales no permitieron una nueva expansión por tales caminos ni en el Tercer Mundo ni en los centros. Éste fue el fundamento objetivo para la cruzada victoriosa de la desregulación neoliberal, que, según la ideología, se debía ver acompañada de una bajada drástica de la cuota estatal en el producto social. En realidad, la desregulación y la reducción de las tareas del Estado se compensan con los costes de la crisis, aunque sea en forma de gastos estatales en represión y simulación. En muchos Estados la cuota estatal incluso aumenta de este modo.

Pero, debido al endeudamiento del Estado, ya no se puede seguir simulando la continuación de la acumulación de capital. Por eso, desde los años ochenta, la creación adicional de capital ficticio se trasladaba a los mercados de acciones. Hace tiempo que lo importante allí no son los dividendos, la parte de ganancias de la producción real, sino sólo las ganancias de cotización, el aumento especulativo de los valores de los títulos de propiedad hasta magnitudes astronómicas. La relación entre economía real y movimientos especulativos de los mercados financieros se ha invertido. El aumento especulativo de la cotización ya no se anticipa a la expansión económica real, sino que, por el contrario, simula el alza de una creación ficticia de valor, una acumulación real que ya no existe.

El ídolo trabajo está clínicamente muerto, pero se le mantiene con respiración artificial gracias a la expansión aparentemente independiente de los mercados financieros. Las empresas industriales tienen ganancias que ya no provienen de la producción, convertida hace tiempo en negocio deficitario, ni de la venta de bienes reales, sino de la participación de un departamento financiero «astuto» en la especulación de acciones y divisas. Los presupuestos públicos registran ingresos que ya no provienen de impuestos o de créditos solicitados, sino de la cómplice participación diligente de la Administración de Hacienda en el mercado de apuestas. Y las economías privadas, cuyos ingresos reales sustentados en sueldos y retribuciones se reducen drásticamente, se siguen permitiendo un alto nivel de consumo gracias a que hipotecan las ganancias de las acciones. Surge, así, una nueva forma de demanda artificial, que trae consigo, por otro lado, una producción real e ingresos estatales reales de impuestos «sin suelo bajo los pies».

De esta manera, el proceso especulativo aplaza la crisis económica mundial. Sin embargo, dado que el aumento ficticio del valor de los títulos de propiedad sólo puede ser el anticipo de un uso futuro de trabajo real (en una cantidad proporcionalmente astronómica), que nunca más va a llegar, el fraude objetivado tiene que explotar después de un cierto tiempo de incubación. El derrumbamiento de los «mercados emergentes» en Asia, Latinoamérica y Europa del este ha sido sólo una primicia. El colapso de los mercados financieros de los centros capitalistas de los EEUU, la UE y Japón es sólo una cuestión de tiempo.

Este estado de cosas se percibe de una forma completamente desfigurada por la conciencia-fetiche de la sociedad del trabajo y también, precisamente, por los «críticos del capitalismo» de izquierdas y de derechas. Cautivados por el fantasma del trabajo, ennoblecido a una condición de existencia sobrehistórica y positiva, confunden sistemáticamente causa y efecto. La postergación provisional de la crisis mediante la expansión especulativa de los mercados financieros parece entonces justamente, al contrario, la supuesta causa de la crisis. Los «especuladores malos», eso se dice con más o menos pánico, quieren destrozar toda la hermosa sociedad del trabajo, porque se juegan, por pasárselo bien, todo el «buen dinero», del que «hay suficiente», en vez de invertir, de manera aplicada y respetable, en maravillosos «puestos de trabajo», con los que se pueda seguir dando «pleno empleo» a una humanidad de parias locos por trabajar.

Sencillamente no les entra en las cabezas que no es la especulación, ni mucho menos, la que ha paralizado las inversiones reales, sino que éstas han dejado de ser rentables desde la tercera revolución industrial y que los movimientos especulativos son sólo su síntoma. El dinero, que circula allí aparentemente en cantidades inagotables, hace tiempo que dejó de ser «bueno», en sentido capitalista, para pasar a ser sólo «aire caliente» con el que se siguió hinchando la burbuja especulativa. Todo intento de pinchar esa burbuja con cualquier clase de proyectos impositivos (la «tasa Tobin», etc.), para traer el capital dinero de nuevo a los molinos supuestamente «correctos» y reales de la sociedad del trabajo, sólo podrá terminar con el estallido tanto más rápido de la burbuja.

En vez de comprender que todos nosotros nos estamos volviendo inevitablemente no-rentables y que, en consecuencia, lo que hay que atacar, en tanto que obsoleto, es el criterio de la rentabilidad, junto con sus fundamentos de la sociedad del trabajo, se prefiere demonizar a «los especuladores»; tanto ultraderechistas como autónomos, probos funcionarios sindicales y nostálgicos keynesianos, teólogos sociales y tertulianos insignes y, en general, todos los apóstoles del «trabajo honrado» cultivan unánimemente esta imagen barata del enemigo. Sólo unos pocos son conscientes de que sólo hay un pequeño paso entre esto y la revitalización de la locura antisemita. Conjurar el capital real, de sangre nacional, «creador», contra el capital dinero, «judío»-internacional, «acaparador», amenaza con ser la última palabra de la izquierda-del-puesto-de-trabajo espiritualmente desamparada. Ya es, en cualquier caso, la última palabra de la de por sí racista, antisemita y antiamericana derecha-del-puesto-de-trabajo.

14. El trabajo no puede ser redefinido

«Los servicios sencillos, relativos a personas, pueden aumentar tanto el bienestar material como el inmaterial. Así puede crecer la sensación de bienestar de los clientes, si los prestadores de servicios se ocupan del trabajo propio más pesado. Y a la vez, aumenta la sensación de bienestar de los prestadores de servicios, al aumentar la autoestima gracias a esta actividad. Llevar a cabo un servicio sencillo, relativo a personas, es mejor para la psique que estar en paro».
Informe de la Comisión sobre Cuestiones de Futuro de los Estados Libres de Baviera y Sajonia, 1997

«Sujétate con fuerza al conocimiento que se acredita al trabajar, porque la naturaleza misma lo confirma y le da su sí. Ciertamente, no tienes más conocimiento que el adquirido trabajando; todo lo demás no es más que una hipótesis del saber».
Thomas Carlyle, Trabajar y no desesperarse, 1843

Después de siglos de adiestramiento, el hombre moderno ya no se puede imaginar, sin más, una vida más allá del trabajo. En tanto que principio imperial, el trabajo domina no sólo la esfera de la economía en sentido estricto, sino que también impregna toda la existencia social hasta los poros de la cotidianidad y la vida privada. El «tiempo libre», ya en su sentido literal un concepto carcelario, hace mucho que sirve para la «puesta a punto» de mercancías a fin de velar por el recambio necesario.

Pero incluso más allá del deber interiorizado del consumo de mercancías como fin absoluto, las sombras del trabajo se alzan también fuera de la oficina y la fábrica sobre el individuo moderno. Tan pronto como se levanta del sillón ante la televisión y se vuelve activo, todo hacer se transforma inmediatamente en un hacer análogo al trabajo. Los que hacen footing sustituyen el reloj de control por el cronómetro, en los relucientes gimnasios la calandria experimenta su renacimiento postmoderno, y los veraneantes se chupan un montón de kilómetros en sus coches como si tuviesen que alcanzar el kilometraje anual de un conductor de camiones de largas distancias. Incluso echar un polvo se ajusta a las normativas DIN de la sexología y a criterios de competencia de las fanfarronadas de las tertulias televisivas.

Si el rey Midas vivió como una maldición que todo lo que tocaba se convirtiese en oro, su compañero de fatigas moderno acaba de sobrepasar ya esa etapa. El hombre del trabajo ya no se da cuenta ni de que al asimilar todo al patrón trabajo, todo hacer pierde su calidad sensual particular y se vuelve indiferente. Al contrario: sólo por medio de esta asimilación a la indiferencia del mundo de las mercancías le puede proporcionar sentido, justificación y significado social a una actividad. Con un sentimiento como el de la pena, por ejemplo, el sujeto del trabajo no es capaz de hacer nada; la transformación de la pena en «trabajo de la pena» hace, no obstante, de ese cuerpo emocional extraño una dimensión conocida sobre la que uno puede intercambiar impresiones con sus semejantes. Hasta el sueño se convierte en el «trabajo onírico», la discusión con alguien amado, en «trabajo de pareja», y el trato con niños, en «trabajo educativo». Siempre que el hombre moderno quiere insistir en la seriedad de su quehacer ya tiene presta la palabra «trabajo» en los labios.

El imperialismo del trabajo, en consecuencia, también se deja sentir en el uso común del lenguaje. No sólo estamos acostumbrados a usar inflacionariamente la palabra «trabajo», sino también a dos ámbitos de significado muy diferentes. Hace tiempo que «trabajo» ya no se refiere solamente (como correspondería) a la forma de actividad capitalista del molino-fin absoluto, sino que este concepto se ha convertido en sinónimo de todo esfuerzo dirigido a un fin y ha borrado así sus huellas.

Esta imprecisión conceptual prepara el terreno para una crítica de la sociedad del trabajo tan poco clara como habitual, que opera exactamente al revés, o sea, a partir de una interpretación positiva del imperialismo del trabajo. A la sociedad del trabajo se le reprocha, justamente, que aún no domine la vida lo suficiente con su forma de actividad porque, al parecer, hace un uso «demasiado estrecho» del concepto de trabajo, al excomulgar moralistamente del mismo el «trabajo propio» o la «autoayuda no remunerada» (trabajo doméstico, ayuda comunitaria, etc.), y considerar trabajo «verdadero» sólo el trabajo retribuido según criterios de mercado. Una valoración nueva y una ampliación del concepto de trabajo debería acabar con esta fijación unilateral y con las jerarquizaciones que se siguen de ésta.

Este planteamiento, por lo tanto, no se propone la emancipación de las imposiciones dominantes, sino exclusivamente una reparación semántica. La enorme crisis de la sociedad del trabajo se ha de superar, consiguiendo que la conciencia social eleve «verdaderamente» a la aristocracia del trabajo, junto con la esfera de producción capitalista, a las formas de actividad hasta ahora inferiores. Pero la inferioridad de tales actividades no es meramente el resultado de un determinado punto de vista ideológico, sino que es consustancial a la estructura fundamental del sistema de producción de mercancías y no se supera con simpáticas redefiniciones morales.

En una sociedad dominada por la producción de mercancías como fin absoluto, sólo se puede considerar riqueza verdadera lo que se puede representar en forma monetarizada. El concepto de trabajo así determinado se refleja imperialmente en todas las demás esferas, pero sólo negativamente, al hacerlas distinguibles en tanto que dependientes de él. Las esferas ajenas a la producción de mercancías se quedan, por lo tanto, necesariamente en la sombra de la esfera capitalista de producción, porque no entran en la lógica abstracta de ahorro de tiempo propia de la economía de empresa; a pesar de que y justamente porque son tan necesarias para la vida como el campo de actividades separado, definido como «femenino», de la economía privada, de la dedicación personal, etc.

Una ampliación moral del concepto de trabajo, en vez de su crítica radical, no sólo encubre el imperialismo social real de la economía de producción de mercancías, sino que además se encuadra excelentemente en las estrategias autoritarias de administración estatal de la crisis. La exigencia, elevada desde los años setenta, de «reconocer» socialmente como trabajo plenamente válido también las «tareas domésticas» y las actividades en el «sector terciario», especulaba en un principio con aportaciones estatales en forma de transferencias financieras. No obstante, el Estado en crisis le da la vuelta a la tortilla y moviliza el ímpetu moral de esta exigencia, en el sentido del temido «principio de subsidiaridad», en contra de sus esperanzas materiales.

El canto de los del «voluntariado» y del «trabajo comunitario» no trata del permiso para hurgar en las arcas estatales, de por sí bastante vacías, sino que se usa como coartada para la retirada social del Estado, para los programas en curso de trabajo forzoso y para el mezquino intento de hacer recaer el peso de la crisis sobre las mujeres. Las instituciones sociales oficiales abandonan sus obligaciones sociales con el llamamiento, tan amistoso como gratuito, dirigido a «todos nosotros» para combatir, en el futuro, la miseria propia y ajena con la iniciativa privada propia y para no volver a hacer reclamaciones materiales. De este modo, una acrobacia de definiciones con el concepto de trabajo aún santificado, mal entendida como programa de emancipación, abre todas las puertas al intento del Estado de llevar a cabo la abolición del trabajo asalariado como supresión del salario, manteniendo el trabajo, en la tierra quemada de la economía de mercado. Así se demuestra involuntariamente que la emancipación social hoy en día no puede tener como contenido la revalorización del trabajo, sino sólo su desvalorización consciente.

15. La crisis de la lucha de intereses

«Ha quedado demostrado que, como consecuencia de leyes inevitables de la naturaleza humana, algunos seres humanos se verán expuestos a la miseria. Éstas son las personas infelices que, en la gran lotería de la vida, han sacado un número no premiado».
Thomas Robert Malthus

Por mucho que se haya ocultado y tabuizado la crisis fundamental del trabajo, ésta deja su impronta en todos los conflictos sociales actuales. El paso de una sociedad de integración de masas a un orden de selección y apartheid no ha conducido, precisamente, a una nueva ronda de la lucha de clases entre capital y trabajo, sino a una crisis categorial de la propia lucha de intereses inmanente al sistema. Ya en la época de prosperidad, después de la Segunda Guerra Mundial, se había desvanecido el antiguo énfasis de la lucha de clases. Pero no, ciertamente, porque el sujeto revolucionario «en sí» hubiese sido «integrado» mediante maquinaciones manipuladoras y el soborno de un dudoso bienestar, sino porque, por el contrario, en el estadio de desarrollo fordista, se destapó la identidad lógica de capital y trabajo como categorías sociales funcionales de una forma fetiche común a la sociedad. El deseo inmanente del sistema de vender la mercancía fuerza de trabajo en las mejores condiciones posibles perdió todo momento transcendente.

Si hasta entrados los años setenta de lo que se trataba era de ir conquistando una participación de estratos lo más amplio posibles de la población en los venenosos frutos de la sociedad del trabajo; bajo las nuevas condiciones de crisis de la tercera revolución industrial incluso este impulso se ha apagado. Sólo mientras que la sociedad del trabajo se fue expandiendo fue posible dirigir, a gran escala, la lucha de intereses de sus categorías sociales funcionales. No obstante, en la misma medida en la que se hunde la base común, los intereses inmanentes del sistema tampoco se pueden aunar respecto al conjunto de la sociedad. Se pone en marcha un proceso de insolidaridad general. Los trabajadores asalariados desertan de los sindicatos; los directivos, de las organizaciones de empresarios. Cada uno para sí mismo y el dios-sistema capitalista contra todos: la tan cacareada individualización no es más que otro síntoma de crisis de la sociedad del trabajo.

Mientras que se puedan seguir agregando intereses, esto sucede sólo en una medida microeconómica. Puesto que, en la misma medida en que se ha ido convirtiendo en un verdadero privilegio —como insulto a la liberación social— el dejarse machacar la propia vida por la economía de empresa, degenera la representación de intereses de la mercancía fuerza de trabajo hacia una rígida política de lobby de segmentos sociales cada vez más pequeños. Quien acepta la lógica del trabajo, también tiene que aceptar ahora la lógica del apartheid. De lo único que se trata ya es de asegurarle a la clientela propia, estrictamente delimitada, que su pellejo se podrá seguir vendiendo a costa de todos los demás. Las plantillas y los comités de empresa hace tiempo que ya no tienen a su verdadero enemigo en la dirección de su empresa, sino en los asalariados de las empresas y «enclaves» en competencia, indiferentemente de que se encuentren en el siguiente pueblo o en el lejano Oriente. Y si se plantea la cuestión de a quién le va a tocar saltar por la borda, cuando llegue la próxima racionalización empresarial, también se convierten en enemigos el departamento vecino y el compañero de al lado.

La insolidaridad radical no afecta sólo al enfrentamiento empresarial y sindical. Dado que, justamente con la crisis de la sociedad del trabajo, todas las categorías funcionales se aferran con tanto más fanatismo a su lógica inherente de que todo bienestar humano sólo puede ser el producto residual de una explotación rentable, el principio de que «se salve mi casa y se queme la de los demás» se impone en todos los conflictos de intereses. Todos los lobbys conocen las reglas del juego y actúan ateniéndose a ellas. Todo territorio fronterizo que consiga otra clientela, está perdido para la propia. Todo corte en el otro extremo de la red social aumenta las posibilidades de ganar un nuevo aplazamiento de la condena. El pensionista se convierte en adversario natural de todos los contribuyentes; el enfermo, en enemigo de todos los asegurados; y el inmigrante, en objeto de odio de todos los autóctonos enloquecidos.

Se agota así irreversiblemente el intento osado de querer hacer uso de la lucha de intereses inmanente al sistema como resorte de emancipación social. Esto supone el final de la izquierda clásica. Un resurgimiento de la crítica radical al capitalismo presupone la ruptura categorial con el trabajo. Hasta que no se establezca una meta nueva de emancipación social más allá del trabajo y de las categorías fetiche que se derivan del mismo (valor, mercancía, dinero, Estado, forma jurídica, nación, democracia, etc.), no será posible un proceso de re-solidaridad de grado elevado y a escala del conjunto de la sociedad. Y sólo en este sentido se pueden re-aglutinar también las luchas de resistencia, inmanentes al sistema, contra la lógica de la lobbyzación y la individualización; pero ahora ya no en referencia positiva, sino estratégicamente negativa a las categorías dominantes.

Hasta ahora la izquierda ha estado esquivando la ruptura categorial con la sociedad del trabajo. Minimiza los imperativos del sistema a mera ideología; y la lógica de la crisis, a mero proyecto político de los «gobernantes». En el lugar de la ruptura categorial hace su aparición la nostalgia socialdemócrata y keynesiana. No se persigue una nueva generalidad concreta de formación social, más allá del trabajo abstracto y de la forma dinero, sino que la izquierda intenta aferrarse convulsivamente a la generalidad abstracta del interés inmanente al sistema. Pero estos intentos se quedan también en lo abstracto y ya no pueden integrar movimientos sociales de masas, porque se autoengañan por lo que se refiere a las circunstancias reales de la crisis.

Esto es de aplicación sobre todo al caso de la exigencia de un ingreso de subsistencia o renta mínima garantizada. En vez de relacionar luchas sociales concretas de resistencia contra ciertas medidas del régimen de apartheid con un programa general contra el trabajo, esta exigencia lo que pretende es producir una generalidad falsa de crítica social, que sigue siendo, a todas luces, abstracta, inmanente al sistema y desvalida. La competencia social de la crisis no se puede superar de esa forma. Se presupone, de forma ignorante, que la sociedad global del trabajo continuará funcionando eternamente, ¿pues de dónde se va a sacar el dinero para financiar esos ingresos básicos garantizados por el Estado, si no es de los procesos de explotación exitosos? El que se fundamente en «dividendos sociales» semejantes (el propio nombre ya es muy significativo) tiene que apostar, a la vez, secretamente, por una posición privilegiada de «su» país dentro de la competencia global. Porque sólo la victoria en la guerra mundial de los mercados permitiría, provisionalmente, alimentar en casa a algunos millones de comensales capitalistamente «sobrantes» —excluyendo a la gente sin pasaporte nacional, por supuesto—.

Los artesanos de la reforma de la exigencia de ingresos de subsistencia ignoran, a todas luces, la autoría capitalista de la forma dinero. Después de todo, lo único que les importa respecto al sujeto capitalista del trabajo y del consumo de mercancías es salvar a este último. En vez de cuestionar la forma de vida capitalista en sí, lo que se pretende es seguir enterrando el mundo —a pesar de la crisis del trabajo— bajo avalanchas de malolientes montoncitos de planchas rodantes, feas cajas de hormigón y mercancía-basura de bajo valor, para que la gente conserve la única libertad miserable que todavía se pueden imaginar: la libre elección ante las estanterías de los supermercados.

Sin embargo, también esta perspectiva triste y limitada es completamente ilusoria. Sus protagonistas de izquierdas y analfabetos teóricos han olvidado que el consumo capitalista de mercancías nunca sirve sencillamente a la satisfacción de necesidades, sino que sólo puede ser siempre una función del movimiento de explotación. Cuando ya no se puede vender la fuerza de trabajo, hasta las necesidades elementales vienen a ser lujos que hay que reducir al mínimo. Y es justo para eso para lo que va a servir de vehículo el programa del dinero de subsistencia, a saber, como instrumento de la reducción estatal de costes y como versión pobre de la transferencia social, que viene a ocupar el lugar de los seguros sociales en colapso. Es en este sentido en el que el padre del neoliberalismo, Milton Friedman, ideó la noción de renta básica, antes de que una izquierda desarmada la descubriese como supuesta tabla de salvación. Y es con este contenido con el que se va a hacer realidad, si llega el caso.

16. La abolición del trabajo

«El “trabajo” es, por su esencia, una actividad no libre, inhumana e insocial, condicionada por la propiedad privada y creadora de propiedad privada. La abolición de la propiedad privada no se hará realidad hasta que no sea concebida como abolición del “trabajo”».
Karl Marx, Sobre el libro de Friedrich List «El sistema nacional de economía política», 1845

La ruptura categorial con el trabajo no encuentra un campo social objetivamente determinado y acabado como la lucha de intereses limitada inmanentemente al sistema. Es una ruptura con la legitimidad objetiva falsa de una «segunda naturaleza»; o sea, que ella misma no es consumación casi automática, sino conciencia negadora: rechazo y rebelión sin el respaldo de alguna «ley de la historia». El punto de partida no puede ser un nuevo principio abstracto general, sino solamente el hastío ante la propia existencia como sujeto del trabajo y la competencia y la negación categórica a tener que seguir funcionando así a un nivel cada vez más miserable.

Pese a su predominio absoluto, el trabajo nunca ha conseguido acabar completamente con toda la aversión que provocan las imposiciones por el implantadas. Junto a todos los fundamentalismos regresivos y toda la locura competitiva de la selección social, también hay un potencial de protesta y resistencia. En el capitalismo hay una gran cantidad de malestar presente, pero éste se ve relegado a la clandestinidad sociopsíquica. No se acaba con él. Por eso le hace falta un nuevo espacio mental libre, para hacer pensable lo impensable. Hay que romper el monopolio de interpretación del mundo que tiene el campo del trabajo. A la crítica teórica del trabajo le toca desempeñar, en consecuencia, el papel de catalizador. Tiene el deber de atacar frontalmente las prohibiciones de pensamiento dominantes, y de expresar abierta y claramente lo que nadie se atreve a saber, pero muchos sospechan: que la sociedad del trabajo ha llegado a su fin definitivo. Y no hay la más mínima razón para lamentar su fallecimiento.

Sólo la crítica del trabajo formulada expresamente y el correspondiente debate teórico pueden crear esa nueva contrainformación, que es condición indispensable para que se constituya un movimiento social práctico contra el trabajo. Las disputas internas dentro del campo del trabajo se han agotado y se hacen cada vez más absurdas. Tanto más apremiante es redefinir las líneas sociales del conflicto, a lo largo de las cuales se puede formar una coalición contra el trabajo.

Lo que sí se puede es bosquejar en líneas generales qué metas se pueden plantear de cara a un mundo más allá del trabajo. El programa contra el trabajo no se alimenta de un canon de principios positivos, sino de la fuerza de la negación. Si la imposición del trabajo supuso la expropiación de la gente de las condiciones de su propia vida, entonces la negación de la sociedad del trabajo sólo puede consistir en que la gente se vuelva a apropiar de sus relaciones sociales a un nivel histórico más alto. Los enemigos del trabajo van a impulsar, por tanto, la constitución en todo el mundo de federaciones de individuos asociados libremente que le arrebaten los medios de producción y de existencia a la máquina vacía del trabajo y la explotación y los tomen en sus propias manos. Sólo en la lucha contra la monopolización de todos los recursos sociales y potenciales de riqueza por los poderes alienantes del mercado y del Estado es posible conquistar los espacios sociales de la emancipación.

Por lo que a esto se refiere, hay que atacar la propiedad privada de una manera nueva. Para la izquierda, hasta ahora, la propiedad privada no era la forma jurídica del sistema productor de mercancías, sino nada más que el subjetivo «poder de disposición» ominoso de los capitalistas sobre los recursos. Así pudo surgir la idea absurda de querer superar la propiedad privada sobre la base de la producción de mercancías. De ahí que, por lo general, pareciese que lo opuesto a la propiedad privada había de ser la propiedad del Estado («estatalización»). Sin embargo, el Estado no es otra cosa que la comunidad forzosa externa o la generalización abstracta de los productores de mercancías socialmente atomizados; y, por tanto, la propiedad del Estado, sólo una forma derivada de la propiedad privada, independientemente de que se le aplique el adjetivo «socialista» o no.

En la crisis de la sociedad del trabajo, tanto la propiedad privada como la propiedad estatal se vuelven obsoletas, porque ambas formas de propiedad presuponen en la misma medida el proceso de explotación. Justo por eso, los medios objetivos correspondientes quedan progresivamente en desuso y permanecen cerrados. Y los funcionarios estatales, empresariales y judiciales se cuidan celosamente de que eso siga así y de que los medios de producción se pudran antes que ser usados para otros fines. De ahí que la conquista de los medios de producción mediante asociaciones libres, contra la administración estatal y judicial impuesta, sólo pueda significar que esos medios de producción ya no se van a movilizar en forma de producción de mercancías para mercados anónimos.

En lugar de la producción de mercancías aparece la discusión directa, el acuerdo y la decisión común de los miembros de la sociedad sobre el uso adecuado de los recursos. Se genera una identidad socio-institucional de productores y consumidores, impensable bajo el dictado del fin absoluto capitalista. Las instituciones enajenadas del mercado y del Estado son sustituidas por un sistema escalonado de consejos, en los que las asociaciones libres —desde el barrio hasta un nivel mundial— determinan el flujo de los recursos según los puntos de vista de una razón sensual, social y ecológica.

El fin absoluto del trabajo y el «empleo» ya no determina la vida, sino la organización del uso sensato de posibilidades comunes, que no es comandada por una «mano invisible» automática, sino por una actuación social consciente. La riqueza producida es aprehendida directamente según las necesidades, y no según la «capacidad de compra». Junto con el trabajo, desaparece la generalización abstracta del dinero así como la del Estado. En lugar de las naciones separadas surge una sociedad mundial que ya no necesita fronteras, en la que todas las personas se pueden mover libremente y apelar al derecho universal de acogida en cualquier sitio de su elección.

La crítica del trabajo es una declaración de guerra al orden dominante y no una coexistencia pacífica en los resquicios de sus imposiciones. El lema de la emancipación social sólo puede ser: «¡Cojamos lo que necesitamos! ¡No nos arrastraremos por más tiempo de rodillas bajo el yugo de los mercados de trabajo y la administración democrática de la crisis!». La condición previa para esto es el control de las nuevas formas de organización social (de asociaciones libres, consejos) sobre las condiciones de reproducción de toda la sociedad. Tal pretensión diferencia fundamentalmente a los enemigos del trabajo de los políticos de los resquicios y las almas cándidas del socialismo de jardín de casa.

El dominio del trabajo divide al individuo humano. Separa el sujeto económico del ciudadano, el animal de trabajo de la persona en su tiempo libre, lo abstractamente público de lo abstractamente privado, la masculinidad producida de la feminidad producida; y enfrenta al uno individualizado con su propio contexto social, como un poder ajeno que lo domina. Los enemigos del trabajo persiguen la abolición de esta esquizofrenia mediante la apropiación concreta del contexto social por personas que actúan de manera consciente y autorreflexiva.

17. Un programa de abolición contra los amantes del trabajo

«Pero es el trabajo en sí mismo, no sólo bajo las condiciones actuales, sino en la medida en que su fin es el mero aumento de la riqueza, es el trabajo en sí mismo, digo yo, el que es dañino, contraproducente; esto se sigue, sin que lo sepa el economista nacional (Adam Smith), de sus propios desarrollos».
Karl Marx, Manuscritos económico-filosóficos, 1844

A los enemigos del trabajo se les reprochará que no son más que ilusos. La historia habría demostrado que una sociedad que no se base en los principios del trabajo, de la obligación de rendir, de la competencia de la economía de mercado y del interés individual no puede funcionar. ¿Acaso queréis afirmar, apologetas del estado de cosas dominante, que la producción de mercancías capitalista ha deparado realmente una vida aceptable, aunque sólo sea remotamente, para la mayoría de las personas? ¿Acaso llamáis «funcionar» al hecho de que sea precisamente el crecimiento brusco de las fuerzas productivas el que excluya a millones de seres humanos de la humanidad, teniendo que contentarse con sobrevivir en basureros? ¿Al hecho de que otros muchos millones sólo aguanten esta vida agitada bajo el dictado del trabajo, aislándose y quedándose solos, aturdiendo su espíritu sin placer alguno y enfermando física y psíquicamente? ¿Al hecho de que el mundo sea transformado en un desierto sólo para sacar más dinero del dinero? Pues bueno. Ésta es, de hecho, la manera en que vuestro grandioso sistema «funciona». ¡Pero nosotros nos negamos a realizar prestaciones semejantes!

Vuestra autosatisfacción se basa en vuestra ignorancia y en la debilidad de vuestra memoria. La única justificación que encontráis para vuestros crímenes presentes y futuros es la situación del mundo, que es consecuencia de vuestros crímenes pasados. Habéis olvidado y ocultado la masacre que ha sido necesaria para meter en la cabeza de la gente vuestra engañosa «ley natural» de que es verdaderamente una suerte estar «empleado», según determinaciones ajenas, y dejarse chupar la energía vital para el fin absoluto abstracto de vuestro ídolo sistema.

Para que la humanidad estuviese en condiciones de interiorizar el dominio del trabajo y del interés propio tuvieron que ser exterminadas todas las instituciones de la autoorganización y de la cooperación autodeterminada de las antiguas sociedades agrarias. Quizá sea cierto que se hizo un trabajo redondo. No somos unos optimistas exagerados. No podemos saber si lograremos la liberación de esta existencia condicionada. Queda abierto si el ocaso del trabajo traerá consigo la superación de la locura del trabajo o el final de la civilización.

Argüiréis que con la abolición de la propiedad privada y de la obligación de ganar dinero cesaría toda actividad y se extendería una pereza generalizada. ¿Acaso confesáis que todo vuestro sistema «natural» se basa en la pura imposición? ¿Y que por eso os asusta la pereza como pecado mortal contrario al espíritu del ídolo trabajo? Los adversarios del trabajo, sin embargo, no tienen nada en contra de la pereza. Una de sus metas principales es volver a recrear la cultura del ocio que un día conocieron todas las culturas y que fue destruida para una forma de producir sin descanso y ajena a todo sentido. Por eso, los adversarios del trabajo paralizarán primero, sin restitución alguna, todos los numerosos sectores productivos que sólo sirven para mantener, sin reparar en pérdidas, el fin absoluto absurdo del sistema de producción de mercancías.

No estamos hablando sólo de sectores laborales claramente peligrosos para todos como la industria automovilística, armamentista y nuclear, sino también de la producción de aquellas numerosas prótesis del sentido y estúpidos objetos de entretenimiento, con los que se pretende simular un sustituto para la vida desperdiciada de las personas de trabajo. También desaparecerá esa cantidad enorme de actividades que sólo existen porque las masas de productos tienen que hacerse pasar a la fuerza por el aro de la forma dinero y la mediación del mercado. ¿O acaso pensáis que los contables y tasadores, los especialistas en marketing y los vendedores, los representantes y los redactores de páginas publicitarias van a ser necesarios cuando las cosas se elaboren según la necesidad y cada uno tome lo que le haga falta? ¿Y para qué va a seguir habiendo funcionarios de Hacienda y policías, asistentes sociales y administradores de la pobreza, si ya no se va a tener que defender la propiedad privada ni administrar la miseria social y a nadie se le va a obligar a aceptar las imposiciones enajenadas del sistema?

Ya oímos los gritos de indignación: ¡tantos puestos de trabajo! Pues claro que sí. Calculad, con tranquilidad, cuánto tiempo de vida se roba diariamente la humanidad a sí misma sólo para acumular «trabajo muerto», administrar a la gente y mantener engrasado el sistema dominante. Cuánto tiempo podríamos pasar tomando el sol en vez de desollarnos por cosas sobre cuyo carácter grotesco, represivo y destructor ya se han escrito bibliotecas enteras. No tengáis miedo. De ninguna manera cesará toda actividad cuando desaparezcan las imposiciones del trabajo. Lo que sí es cierto es que toda actividad cambia su carácter, cuando ya no se ve encasillada en la esfera sin sentido y autofinalista de tiempos en cadena abstractos, sino que puede seguir su propia medida de tiempo individualmente variable y está integrada en contextos de vida personales; cuando son las propias personas las que determinan el transcurso también respecto a las grandes formas organizativas de producción, en vez de verse determinadas por el dictado de la explotación de la economía de empresa. ¿Por qué dejarse acosar por las exigencias insolentes de una competencia impuesta? Lo que hay que hacer es redescubrir la lentitud.

No desaparecerán, por supuesto, tampoco las actividades domésticas ni del cuidado de las personas que la sociedad del trabajo ha hecho invisibles, ha separado y definido como «femeninas». Se puede automatizar tan poco la preparación de la comida como el cambio de pañales a un bebé. Cuando se supere, junto al trabajo, la separación de las esferas sociales, estas actividades necesarias podrán aparecer a la luz de una organización social consciente más allá de las prescripciones de género. Perderán su carácter represivo en tanto que no supondrán la subordinación de unas personas a otras y serán realizadas, según las circunstancias y las necesidades, por igual tanto por hombres como por mujeres.

No decimos que, de esta manera, toda actividad se va a convertir en un placer. Unas más y otras menos. Por supuesto que siempre habrá cosas necesarias que hacer. ¿Pero a quién le va a asustar esto, siempre que no te consuma la vida? Y siempre habrá muchas más cosas que se podrán hacer por decisión libre. Ya que la actividad es una necesidad igual que el ocio. Ni siquiera el trabajo ha sido capaz de acabar del todo con esa necesidad, sino que la ha instrumentalizado para sí y la ha succionado hasta el agotamiento como un vampiro.

Los adversarios del trabajo no son ni fanáticos de un activismo ciego ni mucho menos de un no-hacer ciego. Tiene que conseguirse que ocio, tareas necesarias y actividades elegidas libremente guarden una proporción razonable entre sí, que se rija por las necesidades y las circunstancias vitales. Una vez sustraídas a las imposiciones objetivas capitalistas del trabajo, las modernas fuerzas de producción podrán incrementar enormemente el tiempo libre disponible para toda la gente. ¿Para qué pasar tanto tiempo en fábricas y oficinas, cuando autómatas de todas clases pueden hacer buena parte de esas actividades por nosotros? ¿Para qué hacer sudar a cientos de cuerpos humanos, cuando bastan unas pocas segadoras? ¿Para que malgastar ingenio en una rutina que también puede hacer un ordenador sin más?

En todo caso, para estos fines sólo se podrá aprovechar una parte mínima de la técnica en su forma capitalista. A la mayor parte de los agregados técnicos se le tendrá que dar una forma completamente nueva, puesto que fueron construidos según los criterios obtusos de la rentabilidad abstracta. Por otro lado, por esta misma razón, no se han llegado a desarrollar muchas posibilidades técnicas. Aunque la energía solar se puede obtener en cualquier rincón, la sociedad del trabajo trae al mundo centrales eléctricas centralizadas y peligrosas. Y aunque se conocen desde hace mucho tiempo métodos inocuos para la producción agraria, el cálculo pecuniario vierte miles de venenos en el agua, destruye los suelos y contamina el aire. Por razones puramente económicas, se le hacen dar tres vueltas al globo a materiales de construcción y alimentos, aunque la mayoría de las cosas se podrían producir fácilmente a nivel local sin grandes rutas de transporte. Una parte considerable de la técnica capitalista es tan absurda e innecesaria como el gasto de energía humana que conlleva.

Con todo esto no os estamos diciendo nada nuevo. Y, a pesar de todo, no vais a sacar consecuencias de lo que ya sabéis muy bien por vosotros mismos. Pues os negáis a tomar una decisión consciente sobre qué medios de producción, transporte y comunicación tiene sentido emplear y cuáles son perjudiciales o sencillamente innecesarios. Cuanto más agitadamente soltáis vuestra letanía de la libertad democrática, con tanta más obstinación rechazáis la libertad de decisión social más elemental, porque queréis seguir sirviendo al cadáver dominante del trabajo y sus pseudo-«leyes naturales».

18. La lucha contra el trabajo es antipolítica

«Nuestra vida es el asesinato por el trabajo. Hace 60 años que colgamos de la cuerda y pataleamos, pero nos vamos a soltar».
Georg Büchner, La muerte de Danton, 1835

La superación del trabajo es cualquier cosa menos una utopía nebulosa. La sociedad mundial no puede continuar en su forma actual otros 50 ó 100 años. Que los adversarios del trabajo se tengan que enfrentar a un ídolo trabajo ya clínicamente muerto no hace necesariamente su tarea más fácil. Puesto que cuanto más se agrava la crisis de la sociedad del trabajo y todos los intentos de poner remedio acaban fracasando, más crece el abismo entre el aislamiento de las mónadas sociales desvalidas y las exigencias de un movimiento de apropiación de la totalidad de la sociedad. El salvajismo creciente de las relaciones sociales en muchas partes del mundo muestra que la antigua conciencia del trabajo y la competencia prosigue a niveles cada vez más ínfimos. La «descivilización» a trompicones, a pesar de todos los impulsos de un malestar en el capitalismo, parece ser la forma más natural de transcurrir la crisis.

Justamente con unas perspectivas tan negativas, sería fatal posponer la crítica del trabajo como programa integral para el conjunto de la sociedad y limitarse a levantar una economía precaria de supervivencia sobre las ruinas de la sociedad del trabajo. La crítica del trabajo sólo tiene una oportunidad si se enfrenta a la corriente dessocializante, en vez de dejarse arrastrar por ella. Pero los estándares civilizatorios ya no se pueden defender con la política democrática, sino sólo contra ella.

El que aspire a la apropiación y transformación emancipadora del contexto social entero, difícilmente podrá ignorar la instancia que ha organizado hasta ahora sus condiciones básicas. Es imposible rebelarse contra la enajenación de las propias potencias sociales sin enfrentarse al Estado. Puesto que el Estado no sólo administra más o menos la mitad de la riqueza social, sino que también asegura la subordinación forzosa de todos los potenciales sociales bajo el mandamiento de la explotación. Tan claro es que los adversarios del trabajo no pueden ignorar el Estado y la política, como lo es que con ellos no hay ningún Estado ni política que hacer.

Si el final de trabajo es el final de la política, entonces un movimiento político por la abolición del trabajo sería una contradicción en sí mismo. Los adversarios del trabajo le dirigen reclamaciones al Estado, pero no constituyen un partido político ni lo van a constituir. La meta de la política sólo puede ser conquistar el aparato de Estado para continuar con la sociedad del trabajo. Los adversarios del trabajo, en consecuencia, no quieren ocupar los centros de mando del poder, sino dejarlos fuera de servicio. Su lucha no es política, sino antipolítica.

El Estado y la política de la Modernidad se encuentran inseparablemente entrelazados en el sistema coercitivo del trabajo, y es por eso que tienen que desaparecer los dos junto a éste. Las habladurías acerca de un renacimiento de la política son sólo el intento de reconducir la crítica del terror económico a una actuación que se pueda relacionar positivamente con el Estado. Pero autoorganización y autodeterminación son justamente lo contrario de Estado y política. La conquista de espacios socioeconómicos y culturales libres no se consumará tomando rodeos, sendas oficiales o desvíos políticos, sino mediante la constitución de una contrasociedad.

Libertad no significa ni dejarse machacar por el mercado ni administrar por el Estado, sino organizar según criterios propios las relaciones sociales sin intromisiones de aparatos enajenados. En ese sentido, los adversarios del trabajo lo que se proponen es encontrar nuevas formas de movilización social y de conquistar cabezas de puente para la reproducción de la vida más allá del trabajo. Lo que hay que hacer es combinar las formas de práctica contrasocial con el rechazo ofensivo del trabajo.

Por mucho que los poderes dominantes nos tachen de locos, porque nos arriesgamos a romper con su sistema irracional de imposiciones, nosotros no tenemos nada más que perder que la perspectiva de la catástrofe hacia la que nos conducen. ¡Tenemos un mundo más allá del trabajo que ganar!

¡Proletarios de todo el mundo, dejadlo ya!

Epílogo

Robert Kurz

La persona flexible

Un carácter social nuevo en la sociedad global de crisis

Hace ya mucho tiempo que ha dejado de ser un secreto que en el mundo occidental altamente industrializado, o incluso ya «postindustrial», soplan cada vez más vientos del llamado Tercer Mundo. No es que los países de la periferia capitalista se hayan acercado al nivel social de las democracias occidentales del bienestar, sino que, por el contrario, se extiende como un virus la depravación social en los antiguos centros capitalistas. Sin embargo, ya no es sólo que se estén desmontando los sistemas de protección social ni tampoco que aumente el paro estructural masivo, sino que, más bien, está creciendo un sector difuso entre el trabajo regular y el paro, sector que es un viejo conocido en los países del Tercer Mundo y que vegeta por debajo de la sociedad oficial —de minorías y de apartheid social, que participa en el mercado mundial— como «economía secundaria» de los excluidos y desarraigados. Caen bajo esta categoría los vendedores ambulantes de calle, los adolescentes que limpian parabrisas en los cruces, la prostitución infantil o desde los sistemas semilegales de reciclaje hasta los «habitantes de los basureros».

A escala más pequeña, estos fenómenos forman parte de las escenas callejeras diarias de Occidente y, de forma más patente, de los países anglosajones con su «clásico» liberalismo económico radical. Pero también se están desarrollando nuevas formas mixtas entre el trabajo regular y las relaciones de trabajo precario. Es necesario coger trabajos irregulares porque, desde hace veinte años (de forma especialmente drástica en los EEUU), los ingresos de los sueldos oficiales ya no son suficientes para financiar una forma de vida «normal» con piso, coche y seguro médico. Dos o tres puestos de trabajo por persona son normales. El obrero de una fábrica al acabar su jornada se va un momento a comer a casa para comenzar luego su servicio como vigilante nocturno en otro sitio. Sólo quedan unas pocas horas para dormir. El fin de semana trabaja, además, en un restaurante, no por un sueldo, sino sólo por las propinas. Cada vez cuesta más mantener la fachada de normalidad, aunque sea a costa de arruinarse la salud.

Otra forma nueva de biografías laborales inseguras consiste en que cada vez más personas tienen que trabajar por debajo de su cualificación. Están «sobrecualificados» para el trabajo que en realidad desempeñan: los mercados ya no necesitan de sus conocimientos. Desde principios de los ochenta, con el comienzo de la revolución microelectrónica y la crisis creciente de las finanzas del Estado, la formación académica dejó de ser garantía de una actividad laboral correspondiente. Se han recortado muchos puestos cualificados en el sector estatal por falta de posibilidades de financiación. Por otro lado, en el mercado libre la preparación profesional envejece cada vez más deprisa y, tras una breve «combustión continua», pierde su valor. El ciclo acelerado de las coyunturas, las innovaciones, los productos y las modas no abarca sólo los sectores técnicos, sino también la cultura, las ciencias sociales y el sector servicios de alto standing.

Durante este proceso social, se ha degradado a un sector creciente de la inteligencia académica. Han dejado de ser raros el «estudiante eterno», los que dejaban los estudios y cogían un curro en el sector servicios, ni la filóloga de treinta años en paro con un título de doctora que no le sirve de nada. En todo el mundo occidental, el taxista licenciado en Filosofía se convirtió en símbolo de una carrera social negativa. Se desarrolló un nuevo submundo que hace tiempo que se extiende más allá de la vieja bohemia. Historiadores licenciados trabajando en fábricas de galletas, profesoras de instituto lo intentan como niñeras, abogados sobrantes que comercializan objetos de arte indios. Mucha gente con formación intelectual se sigue moviendo pasados los treinta o cuarenta años en condiciones de vida casi estudiantiles o fluctúan en sus actividades entre trabajillos de repartidores, periodismo circunstancial e intentos artísticos no remunerados. La pregunta por la posición social y la profesión resulta cada vez más incómoda. Ya en 1985, dos autores jóvenes, Georg Heinzen y Uwe Koch, publicaron en Alemania De la inutilidad de convertirse en adulto. Su héroe refleja ese nuevo sentimiento vital de precariedad: «No soy padre, ni marido, ni miembro de un club automovilístico. No tengo cargos directivos ni autoridad, no dispongo de crédito en el banco. Me he formado en aquellos asuntos intelectuales que cada vez tienen menos aplicación. He sido excluido del ciclo de las ofertas...».

Si esa manera insegura de vivir podía parecer, quizás, algo exótico hace diez o quince años, ahora se ha convertido en un fenómeno de masas. El sociólogo alemán Ulrich Beck ha demostrado que «el sistema de empleo estandarizado ha empezado a deshacerse». El límite entre el trabajo y el paro se difumina. Las palabras clave del nuevo sistema de empleo, fraccionado e intrincado, son «flexibilización» y «subempleo plural». Ya hace tiempo que no es sólo la inteligencia académica venida a menos, sin cualificación y sobrante, la que se puede encontrar en esos medios equívocos de la flexibilidad. Antiguos cerrajeros, cocineros, delineantes, peluqueros, modistas o enfermeros se han convertido en subempleados multifunción sin oficio.

Todos hacen algo diferente a lo que en su día aprendieron o estudiaron. Calificaciones, profesiones, carreras, trayectorias vitales y estatus sociales delimitados y claros son parte del pasado. El subempleo es más que el mero paso constante de un trabajo asalariado al paro, situación normal entretanto para millones de personas en el mundo occidental. También es el cambio permanente entre cualificaciones, actividades y funciones casi arbitrarias; una suerte de viaje en montaña rusa a través de la división social del trabajo, que se transforma bajo la presión de los mercados a una velocidad cada vez mayor.

En los años ochenta todavía había esperanzas de poder dar un giro emancipador a la tendencia a la flexibilización de las relaciones, al no seguir la gente ya estandarizaciones rígidas, sino que —a pesar de la presión social— intentaban descubrir para sí posibilidades nuevas de organizarse la vida. El individuo flexible tenía que convertirse en el prototipo de ser humano que ya no se subordina incondicionalmente a las obligaciones del trabajo asalariado y del mercado, porque había conquistado una reserva de tiempo para actuar de manera independiente y autónoma y se podía imponer a sí mismo obligaciones voluntarias. Se hablaba de los llamados «pioneros del tiempo», que habían ganado para sí mismos «soberanía temporal», a fin de poner en marcha formas de vida al margen del ritmo maquinal capitalista del «trabajo» determinado por otros y el «tiempo libre» orientado al consumo de mercancías.

Tales ideas recuerdan a los primeros escritos de Karl Marx que preveían, para el futuro comunista, el final de la división del trabajo alienante con una famosa formulación ilustrativa: «La división del trabajo nos da el ejemplo de que, mientras exista la separación entre el interés particular y el general, la propia actividad del hombre se convierte para él en un poder extraño y enfrentado que lo subyuga. Una vez que se empieza a distribuir el trabajo, cada uno tiene un círculo determinado exclusivo de actividad, del que no puede a salir; mientras que en el comunismo la sociedad regula la producción general y me posibilita hacer una cosa un día y otra el siguiente, cazar por las mañanas, pescar por la tarde, ordeñar el ganado por la noche, ponerme a criticar después de comer, sin convertirme nunca en cazador, pescador, pastor o crítico...».

Justo 150 años después, la imagen romántica del joven Marx no tiene nada que ver con nuestra realidad flexible. No vivimos precisamente en una sociedad con aspiraciones comunistas, que se haya abierto a nuevos horizontes de emancipación social más allá del sucumbido capitalismo de Estado burocrático. Optimistas sociales de la flexibilización como Ulrich Beck o el filósofo social francés Andrè Gorz habían hecho unas cuentas muy rápidas, al querer desarrollar los potenciales de una nueva «soberanía del tiempo» individual en coexistencia pacífica con las formas de producción capitalista. Después de abandonar toda crítica fundamental al orden dominante, no quedaba ya ninguna posibilidad de ocupar emancipadoramente la tendencia social inmanente. Por eso, la lucha por la interpretación social de la flexibilización estaba sentenciada antes de empezar.

Las ideas esperanzadoras de una supuesta organización autónoma del tiempo de vida en los resquicios sociales se referían, de todas maneras, sólo a formas específicas de trabajo a media jornada que, según la teoría de Gorz, tendrían que ser subvencionadas por el Estado social para garantizar una «renta básica» segura en forma de dinero y, a la vez, posibilitar actividades voluntarias. Esta teoría bienintencionada, pero sin fundamento, ha sido desde el principio un insulto a la realidad de la gente que, bajo la presión del dumping social creciente, se ve obligada a coger dos o tres trabajos prácticamente de sol a sol. Dado que existe la «separación», constatada tanto por Marx como por otros, «entre el interés particular y el general» —es decir: la competencia ciega en mercados anónimos, que ya no es cuestionada por teóricos como Beck y Gorz—, no se puede emplear el potencial de la productividad creciente para una mayor «soberanía temporal» de la gente. En vez de esto, el capitalismo neoliberal desenfrenado ha impuesto dictatorialmente la flexibilización y ha hecho valer exclusivamente su filosofía económica de una bajada de costes a cualquier precio.

Los horarios de trabajo estandarizados se vuelven inciertos, pero no en beneficio de los trabajadores. Se extiende el «trabajo por encargo», según la demanda y con horarios irregulares. También se exige a los trabajadores una alta movilidad espacial, en contra de sus propios intereses vitales. Hace ya mucho que cientos de millones de personas se ven obligadas a la inmigración laboral entre países y continentes. Los latinos van en busca de trabajo a los EEUU; los asiáticos, a los emiratos del Golfo; gente del este y del sur de Europa, a Centroeuropa. En China y Brasil hay una enorme migración interior a las ciudades. Bajo el dictado de la globalización, se ha reforzado esa tendencia a la movilidad espacial de la mano de obra y ha llegado, entretanto, a los centros europeos. Las oficinas del paro alemanas, por ejemplo, pueden obligar a los parados a desplazarse cientos de kilómetros de su lugar de residencia y a «visitar» a sus familias sólo los fines de semana. También los directivos de las empresas tienen que cambiar cada vez más a menudo, en beneficio de sus carreras, la cuidad, país o continente de su actividad profesional. Las personas se convierten en vagabundas socialmente desarraigadas de los mercados.

La flexibilización supone también el cambio constante entre trabajo dependiente y «autónomo». Los límites entre trabajadores asalariados y empresarios se difuminan, pero también esto en detrimento de los afectados. En el curso de este outsourcing surgen cada vez más autónomos aparentes, es decir, pseudoempresarios sin organización empresarial propia, sin capital financiero propio, sin empleados y sin la famosa «libertad de empresa», porque dependen de un único contratante: la empresa para la que trabajaban antes, la mayoría de las veces, que de esa manera se ahorra la seguridad social y, en vez de por el horario del convenio, sólo paga trabajos concretos en cada caso, con «honorarios» muy por debajo del sueldo anterior.

Flexibilización significa, por lo general, desviación del riesgo sobre los empleados dependientes y delegación de la responsabilidad hacia abajo: más rendimiento y mas estrés por menos dinero. El vínculo empresarial se relaja y los llamados «colaboradores» se dividen en una plantilla central cada vez más reducida, a la que también se recortan o eliminan las prestaciones sociales de la empresa, y una plantilla satélite, precaria, creciente de «reserva», que se llaman, por ejemplo, «trabajadores freelance» o «trabajadores con cartera». Dentro de la plantilla central, los departamentos se dividen en «centros de ganancias» en competencia. La cultura empresarial de integración ha caducado. Con el ejemplo del consorcio multinacional IBM, el historiador social norteamericano Richard Sennet mostraba en 1998, en su libro El hombre flexible, esta lógica de la deslealtad: «Durante los años de los recortes y la reestructuración, IBM no transmitía ya ninguna confianza a los empleados que le quedaban. Se les comunicó que a partir de ese momento todo dependía de ellos mismos, que ya no eran los hijos de la gran empresa».

Los individuos flexibilizados capitalistamente no son personas conscientes ni universales, sino sólo gente universalmente explotada, insolidaria y solitaria. La nueva responsabilidad del riesgo no divierte, más bien da miedo, puesto que lo que está en juego permanentemente es la propia existencia. La desconfianza general gana terreno. En un clima de manía persecutoria y de acoso, surge una cultura empresarial paranoica. Las personas constantemente inseguras y sobrepresionadas pierden la motivación y se ponen enfermas. Y cada vez se las convierte en más superficiales, desconcentradas e incompetentes; porque una preparación verdadera necesita de un tiempo que el mercado ya no tiene. Cuanto más rápido cambian los requisitos, la competencia se vuelve más irreal y el aprendizaje se convierte en un mero consumo de saber que no deja tras de sí más que basura de datos. La calidad se queda por el camino. Si sé que todo lo que aprendo y por lo que me esfuerzo va a ser inservible al cabo de un rato, entonces la atención disminuye.

Trabajadores azuzados y dessocializados, que lo único que pueden hacer es engañar a sus directivos, a sus clientes y a sí mismos, se convierten en contraproductivos también empresarialmente hablando. Con la flexibilización total el capitalismo no resuelve su crisis, sino que se conduce ciertamente a sí mismo ad absurdum y demuestra que ya sólo es capaz de desatar energías autodestructivas.