Título: En torno a nuestros objetivos libertarios
Fecha: 1938
Temas: España 1936
Notas: Digitalización KCL.
Fuente: Recuperado el 19 de abril de 2013 desde kclibertaria.comyr.comNuestras ideas y nuestros hombres
El nivel del progreso social no está en el individuo, sino en las grandes masas
Los que ganan y los que pierden posiciones
Los partidos del gobierno pasan, el pueblo queda
Por la C.N.T. de España en el exilio, Toulouse.
No es trabajo inédito y de reciente colaboración el que presentamos hoy a nuestros amigos lectores. Hace siete años que nuestro querido y admirado compañero Diego A. de Santillán lo escribió, siendo publicado, con distinta ordenación de capítulos, en la revista «Timón de Barcelona». Pero, la universalidad de los temas tratados le da permanente actualidad y la sencillez clarividente con que están desarrollados le conserva toda su frescura y su fuerza persuasiva; por eso nos hemos considerado dichosos al disponer de tan selectas paginas y estamos satisfechos de poderlas brindar a la opinión en estos momentos.
En 1938, estábamos en la Península combatiendo aún por nuestra razón contra el fascismo internacional declarado o encubierto. Esa trágica circunstancia obligaba a los fuertes, a los animosos, a los que prefieren abordar las situaciones difíciles de cara, despreciando la práctica del avestruz, a ser sinceros. Santillán, como de costumbre, lo fue. Sus manifestaciones rebosan sinceridad y son una advertencia solemne digna de ser tomada en consideración.
Estos articulas no corresponden a la serie de los publicados inmediatamente después de los «sucesos de mayo»[1], influenciados, sobre todo en la forma, por la santa y justa indignación que aquel atentado de lesa humanidad y sus consecuencias le habían producido. Fueron hechos un año después, cuando el tiempo, las tareas que obligatoriamente debía atender y las preocupaciones inherentes a la guerra que, por encima de todo, sosteníamos, habían hecho desvanecer la exaltación del 37 y le permitían enjuiciar con más frialdad la situación. Les escribió, pues, con toda serenidad y objetividad; valorando extraordinariamente sus juicios las circunstancias en que se hicieron públicos.
En plena guerra civil, aunque ya pudiera predecirse su fin desastroso ─tantos errores y maldad se acumularon y tantos adversarios salieron del exterior─, se consideró obligado a hablar, a hablar claro como lo hacen los hombres, y habló. Extraordinariamente exhortándonos: para que estuvieran todos a la altura de las circunstancias, para ampliar, más aún, la aportación popular al esfuerzo común de guerra, para acrecentar las fuerzas de resistencia e intentar cambiar la fase de los acontecimientos bélicos en favor de nuestra causa. Porque él sabia y sabe, que sólo siendo lo que decimos ser y, sobre todo, siéndolo íntegramente, seremos verdaderamente útiles en la cruzada por la libertad y la justicia social.
En estos artículos, Santillán insiste machaconamente sobre ideas matrices que no pueden descuidarse sin graves riesgos de extravíos. La historia contemporánea, nos ofrece múltiples ejemplos de descarrío, voluntario e inconsciente, en la persona de los descuidados u olvidadizos que dejaron de tener esas ideas como Norte de su actuación.
Nos recuerda que la fuerza revolucionaria que tuvimos se debió tanto a la pureza de nuestros ideales, que reivindica plenamente con fuerza y razón, como a la calidad de nuestros hombres: lodos iguales por la solidaridad y por la confianza, todos compañeros; y que el compañerismo se resquebrajo, produciéndose la disociación, al establecer categorías creadoras de diferencia entre los «iguales» de ayer.
Hace un canto a la madurez revolucionaria del pueblo, de la gran masa anónima que integra principalmente el pueblo ibérico, que se sintió frenado por las élites ─triste paradoja─ en sus realizaciones sociales de primera hora: Magníficos ensayos, incluso en sus defectos, que estuvo obligado a improvisar para organizar la producción y la distribución. Extender los servicios públicos y cuando fue menester, en los primeros momentos, para combatir el levantamiento faccioso, evitando con su coraje e ingenio la parálisis total a que nos abocó el derrumbe vertical de las instituciones y servicios gubernamentales.
Pone de relieve los verdaderos problemas y los auténticos valores, para que no triunfen, aprovechándose de la confusión reinante, los zafios oportunistas y las virtudes de «doublé». Y señala cual debe ser la verdadera lucha contra el fascismo, para por la destrucción de las causas que la motivan, hacer imposible su existencia.
Da su merecido a los que explotaron incesantemente el señuelo: «ganamos posiciones», demostrando que las auténticas, las únicas posiciones ganadas de las que podemos enorgullecernos, son las que procuran ventajas sustanciales al pueblo, no las que sólo sirven para llenar la andorga de unos cuantos ambiciosos.
Fustiga discreta, pero firmemente, a los que se olvidaron del pueblo «por un plato de lentejas ministeriales», para llegar a la conclusión de que nuestro puesto no esta en el aparato gubernativo clásico.
En magistral y documentada critica del Estado, justifica plenamente nuestra perseverancia en la sana postura antiestatista.
Nos exhorta a volver a nuestro punto de partida: con el pueblo, entre el pueblo, en el pueblo; a reafirmar los postulados que nos dan razón de ser como Movimiento organizado, a «defender sobre todas las cosas la idea y la práctica de la libertad».
Con las variaciones de detalles propias de la diferencia de tiempo y lugar, tenemos ante nosotros fundamentalmente, los mismos problemas que entonces; por eso consideramos de actualidad las advertencias y recomendaciones de Santillán. Advertencias y recomendaciones que, aunque el vertiginoso desarrollo de los acontecimientos adversos las hiciera inoperantes entonces, no han de ser estériles si las retenemos y meditamos en este presente tumultuoso, recordándolas en el futuro inmediato.
Hay que combatir al fascismo, librar a la humanidad de ese flagelo, volver al comino del progreso, más o menos lento, pero al progreso. No debiera ser esa posición exclusivamente nuestra, debiera ser la de todos los que se precian de liberales, de elementos progresivos, de portavoces de un avance hacia formas sociales, económicas y morales mas perfectos. Podamos disentir sobre métodos, pero todos juntos, cada cual con sus fuerzas y según sus posibilidades, constituiríamos un bloque invencible ante las manifestaciones de la reacción de la retrogradación. Matar la libertad, encadenar la libre expresión y manifestación de la voluntad del pueblo que trabaja, es cooperar al triunfo del fascismo. Y se puede obrar en ese sentido desde el campo mismo fascista y desde los atalayas del antifascismo. No hace falta ser profetas para adelantar esa perspectiva.
Sabemos lo que es el fascismo por haberlo visto en los hechos en otros países y luego en la propia España; sabemos como destruye la cultura, como mata el pensamiento, como aniquila la iniciativa libre de los hombres, como pesa sobre los pueblos en forma de nuevos impuestos y tributos para sostener sus ejércitos pretorianos, sus milicias de asesinos o sueldo, su burocracia inmenso; sabemos como conduce al desmoronamiento moral, a la corrupción, a la decadencia física, a la muerte de todo lo humano. El pensamiento de todos es sustituido por el absolutismo de algunos oligarcas, la iniciativa general por el dictado inapelable de una camarilla omnipotente, lo asociación libre por lo organización impuesta y la disciplina de cadáver; el oro de ley por los oropeles externos.
Solemos decir que el fascismo es un retorno al medioevalismo; lo decimos porque no tenemos una realidad histórica posada a que referirlo, y la Edad Media de la teocracia y del absolutismo tiene algo de la esencia fascista. Pero el fascismo moderno, por el hecho de disponer de un control mayor sobre los pueblos y sobre todas sus manifestaciones, infinitamente más fatal. Quiere poner en evidencia hasta qué grado pueden llegar la bestialidad y la irracionalidad humanas.
En una palabra, aunque España tuvo la Inquisición, aunque ha vivido bajo la férula de aquellos postulados prefascistas de pasados siglos, conocerá con el fascismo horrores más refinados y desastres que no ha visto jamás en su larga existencia como nación o como conglomeración de naciones. Lo que nos llega de la tragedia de la España subyugada por las tropas rebeldes aliadas de los ejércitos invasores, no puede menos de estremecernos, no sólo en tanto que individuos, sino en tanto que vanguardia de un mundo mas justo y humano. Hay que ponerlo todo en el platillo de la balanza para evitar esa muerte ignominiosa de España; jugar absolutamente todas las cartas para no repetir la horrible experiencia de la pobre Italia, de Alemania, de Austria, del Japón.
Ahora bien: frente al fascismo no es solución el llamado antifascismo. La única solución eficaz y promisora es una transformación económica y social que lo haga imposible, que seque sus fuentes perennes, que estirpe sus raíces del cuerpo maltrecho de la humanidad.
Hay que oponer al fascismo, doctrina del odio, del absolutismo político y económico, de la psicosis nacionalista, la ética del amor, del buen acuerdo, de la solidaridad nacional e internacional de todos los grupos humanos. Hay que destruir esas veleidades de la imaginación suelta de las tiranías, con una estructura nueva de la convivencia social, con una nueva organización del trabajo y del disfrute, estructura y organización obligadas en el grado actual del desarrollo del sistema capitalista que, en manos de sus gestores, no puede dar ya más que un acrecentamiento de miseria, de ruina y de desesperanza.
El pueblo español, con esa intuición insuperable que le distingue, puso a partir del 19 de julio de 1936, los jalones del verdadero, del único baluarte contra el fascismo, con sus creaciones económicas y políticas espontáneas. Atacar y destruir esas creaciones en nombre de lo que sea, significa tanto como pasarse con armas y bagajes al enemigo.
En una palabra, no hay más que un programa legítimamente antifascista: la transformación económica y social del régimen de la propiedad privada y del monopolismo político sobre el cimiento de la justicia, la socialización de la riqueza, la supresión del parasitismo, la integración en el proceso del trabajo útil de cuantos, por el hecho de vivir, han de ser forzosamente consumidores.
Con una reorganización social justiciera, de modo que el trabajo sea un derecho y un deber para todos, el fascismo carecerá de base, el campo de acción, de razón de ser. Sin esa reorganización el fascismo triunfará directa o indirectamente, lo mismo por obra de los aliados de la invasión como por obra de los que, no comprendiendo o no queriendo comprender esta verdad, enarbolan lo bandera del antifascismo.
El fascismo es lo muerte de lo libertad y lo libertad no es prejuicio pequeño burgués (Lenin), ni un cadáver putrefacto (Mussolini), es la vida misma. Por defender esa libertad hemos sacrificado ya centenares de millares de hermanos nuestros. Y lo sacrificaremos todo, pero sólo por la libertad, un tesoro que no se aprecia en su inmensa significación más que cuando se pierde.
Somos doblemente ricos, de una riqueza que no tiene equivalencia en España: por nuestras ideas y por nuestros hombres. Las unas no pueden disociarse de los otros. Nuestros hombres son fruto de nuestras ideas y de la generosidad, el sacrificio, el espíritu solidario que hemos cultivado siempre como moral de lucha y de convivencia social.
Hemos atraído, sin duda alguna, la parte más sana, mas despierta y más apta de la España que trabaja. Y si en ciertos ambientes, en que las ambiciones y comodidades particulares priman sobre los intereses generales, no hemos tenido el eco que tuvieron otros partidos y organizaciones, no por eso dejamos de afirmar que bajo nuestra gloriosa bandera se han agrupado, han luchado y han vivido generaciones enteras de la parte más abnegada, noble y combativa de la España moderna.
Estamos orgullosos de esas falanges de hombres y mujeres, unos más o menos conocidos, otros anónimos, pero todos dignos. No queremos menospreciar a nadie, rebajar la categoría de ningún sector; pero el movimiento libertario español no tiene igual equivalencia en ninguna otra fuerza organizada. Ha sido el ariete más consistente y consecuente del progreso político y social y ha sido la única fuerza de oposición indomable contra todo conservatismo antiprogresivo y contra toda tiranía. En cualquier otro sector encontraréis vacilaciones, soluciones de continuidad, ablandamientos. Nuestro movimiento ha permanecido en su puesto desde hace casi tres cuartos de siglo en la misma posición, con la misma bandera en alto, en defensa de los intereses y de las aspiraciones de los desheredados.
Se debe esta tenacidad histórica tanto a la calidad de los hombres como a la fuerza moral de las ideas. Tampoco hay que olvidar como explicación de nuestra resistencia, la contextura interna de nuestras organizaciones, la formación de personalidades conscientes en todas partes, la repugnancia nata a todo gregarismo irresponsable. Cada uno de nuestros hombres tenía derecho y tenía el deber de opinar y de contribuir con su juicio y con su experiencia a las decisiones del conjunto. Nunca hemos tenido jefes con atribuciones para pensar y obrar por cuenta propia y en nombre de los demás. Hemos velado todos por la causa común y todos le hemos dado nuestro apoyo. No habíamos creado nunca categorías, éramos todos iguales, e igualmente sufríamos los zarpazos de lo reacción. Lo confraternidad revolucionaria y libertaria se sellaba a menudo en cárceles y presidios. No reconocíamos privilegios. Con la ética que afirmaba los mismos derechos y los mismos deberes para todos, hemos mantenido la pureza de nuestras ideas y la pureza de nuestros hombres, inabordables a todo lo que fuese soborno. Nos llamaban sectarios los que giraban como veletas según el viento de lo hora. En nuestro fuero interno nos dábamos cuenta que de sectarios no teníamos nada y que la fidelidad a nuestro línea de conducta revolucionaria era fruto del estudio permanente y del examen continuo de la realidad que nos circundaba.
Lo palabra «compañero» suponía para nosotros mucho mas que la palabra «hermano». La solidaridad, la comprensión, el apoyo mutuo, la unidad de pensamiento y de acción han creado, a través de los años, el clima fraterno y de lucha, el ambiente moral, la camaradería, la confianza de donde salieron los combatientes de julio que asombraron al mundo por su bravura y por su sentido de humanidad.
Se puede improvisar un adepto, un afiliado a un partido, pero un «compañero», un hombre de los nuestros, supone una larga preparación de años y años. No creemos en las conversiones repentinas, como no creemos en los sabios improvisados. Pueden suscitar nuestros hechos y nuestra posición más o menos vastas simpatías, pero un simpatizante con nosotros no es todavía un compañero. Este surge con el tiempo, con el estudio de nuestras ideas, con el conocimiento de nuestras luchas, con lo integración moral en lo línea revolucionaria nuestro. No es un proceso cinematográfico. Supone algo más que la posesión de un carnet de afiliación.
Estamos habituados a tratar de igual a igual a todos los compañeros. Y hemos dicho que son algo más que hermanos. Nos alegran sus alegrías, nos perturban sus dolores. Y cuando perdemos, uno de ellos nos parece como si perdiésemos una parte de nosotros mismos. Porque el compañerismo ha hecho de todos nosotros un conjunto solidario, cuya disociación seria la muerte. Y la disociación es posible de muchas maneras, una de ellas la que establece categorías y privilegios. Con privilegios y categorías no puede haber un conjunto solidario, y fraterno. El compañerismo supone igualdad en los derechos y en los deberes.
Llego el 19 de julio. Se presentaba en perspectiva una dura jornada de sacrificios supremos. Se podía tener más fe o menos fe en el triunfo, pero había la obligación moral de aportar cada cual su grano de arena. Y los compañeros estuvieron todos en su puesto. Somos avaros de la vida de los propios camaradas, pero cuando es preciso jugar esa vida, se juega. ¡Como el 19 de julio! ¿Ha surgido alguna voz que pusiese reparos o ese sacrificio?
Viene luego la guerra. Fuimos los primeros en ocupar el puesto correspondiente en el campo de batalla. ¿Hubo alguien que vacilase en dar su sangre y su vida por la causa del pueblo español? Estábamos en nuestra línea y en ella teníamos que triunfar, para el bienestar y la libertad de todos, o morir.
Hemos salido a la calle el 19 de julio y luego a la guerra por la emancipación económica, por la libertad política y la igualdad social del pueblo español, sacrificando las mejores generaciones de los nuestros, al servicio de la libertad y de la justicia.
Pero no solamente hemos de estar orgullosos de la calidad de nuestros hombres y por consiguiente preocuparnos por los resultados de su sacrificio continuo, primero en las jornadas revolucionarias y después en la guerra. Estamos también orgullosos de nuestras ideas, que han sido denigradas y combatidas por toda suerte de adversarios, pero que no fueron alcanzadas nunca con un argumento de peso susceptible de debilitar su solidez Expresaban nuestras ideas la más perfecta doctrina de liberación económica, social y espiritual. Las experiencias hechas no nos ofrecen motivos para cercenarlas o postergarlas. El por el camino que nosotros señalamos por el que únicamente pueden lograrse y consolidarse los objetivos populares que hicieron eclosión en el terreno de los hechos desde el 19 de julio de 1936. Y ese camino excluye toda dictadura, todo totalitarismo y deja a la voluntad popular libertad sin traba para manifestarse en su soberanía. La voluntad popular es nuestra ley suprema, cuando acierta como cuando yerra. Pero para que sea efectivamente tal, tiene que ser libre, desarrollarse libremente, manifestarse en libertad.
Marchamos quizá excesivamente sobre el mismo tema. Pero cuando se recibe la impresión de que los órganos representativos de nuestro movimiento, que no habían sido hasta aquí otra cosa que órganos de relación, no se inspiran siempre ni suficientemente en las ideas que constituyen nuestra personalidad política, social, revolucionaria, y cuando creemos percibir a través de mil síntomas diarios que no se administra debidamente el sacrificio de nuestros compañeros, nos sentimos con el derecho y el deber de recordar a los que eventualmente lo hayan olvidado quienes somos y lo que queremos. Y lo hacemos con el doble interés de servir a los fines del propio movimiento y de favorecer la continuación de la guerra con perspectivas de victoria.
Al revés de lo que ha ocurrido en todos los movimientos sociales y revolucionarios de la historia, en España hemos comprobado un fenómeno de difícil entendimiento. Las minorías de vanguardia, mejor preparadas, de más prestigio, de inteligencia más despierta, no son las que han ido a la cabeza de la transformación económica y social, sino que más bien fueron la rémora, el freno, el obstáculo a esa transformación.
Las grandes masas iniciaron, sin esperar órdenes de nadie, la plasmación de lo que llevaban dentro, y dentro llevaban la intuición y la pasión de un nuevo orden de cosas, de un nuevo régimen de relaciones económicas y sociales.
Con todos los defectos de las creaciones espontáneas, improvisadas, el pueblo español marcó desde 1936 el rumbo a seguir. Y cualquiera que sea el desenlace de la guerra, lo hecho por ese pueblo no puede borrarse de la memoria y quedara en el recuerdo de las nuevas generaciones como palanca poderosa de acción y como timón seguro.
Las minorías de vanguardia, en el transcurso de los dos agitados y azarosos años que llevamos de guerra al fascismo, dan la impresión de haber tenido miedo a la propia audacia y han retrocedido con gusto a viejas posiciones que las grandes masas habían superado a través de sus creaciones revolucionarios. ¿Miedo a la libertad? ¿Temor a lo desconocido? ¿Ignorancia? ¿Conformidad con los caminos trillados, aunque sean los más antirrevolucionarios y antiproletarios? Que los historiadores futuros desentrañen ese misterio, que en todo caso puede tener estas explicaciones:
Las minorías de vanguardia no estaban a la altura de su misión ni llevaban en su pensamiento y en sus pasiones lo que proclamaban sus palabras.
Las grandes masas estaban más preparadas que sus supuestos mentores y guías para la construcción revolucionaria.
De otra manera, cuesta trabajo entender la facilidad con que los que parecían marchar delante se acomodaron a lo que combatían la víspera como si fuese el enemigo público número 1.
En todas las revoluciones, las minorías avanzadas procuran llegar lo me allá posible en el terreno de las realizaciones, de lo destrucción del viejo régimen, de la destrucción de las nuevas formas de vida. En la Revolución española esas minorías han hecho posible no el avance social, sino el retroceso. Porque hay un largo trecho de camino desandado desde los primeros meses de las jornadas de julio. Y ese comino desandado no se hizo por la iniciativa del pueblo, sino de las minorías revolucionarias que parecían más avanzadas. ¡O esas minorías no eran revolucionarias más que por fuerza, pour la galerie, o el pueblo era más revolucionario que esas minorías!
Nos había enseñado lo historia que en el conglomerado social hay una gran masa inerte, sin voluntad propia, que se ve arrastrada tanto hacia la derecha como hacia la izquierda, según predominan las fuerzas minoritarias de progreso o las de reacción. Los acontecimientos españoles nos hacen rectificar esa vieja concepción; en España hablo una gran masa que quería la revolución, y unas minorías llamadas dirigentes, entre las cuales está también la nuestra, que no solo no han estimulado, articulado, hecho posible la materialización de ese objetivo, sino que le han cortado las alas por todos los medios. El hecho revolucionario español no ha sido cosa de organización o de partido, ha sido algo eminentemente popular, del gran número. El retroceso ha sido cosa de las minorías sociales llamadas progresivas.
¡Cuanto tendrá que aprender el mundo de nuestra trágica experiencia! Y quizá en el juicio de la historia no salgamos del todo bien parados y se nos coloque al nivel de los que, después de la Gran Guerra de 1914-1918, pusieron su prestigio, su ascendiente sobre las grandes masas para que estas soportaran resignadas el yugo de la esclavitud y el peso de su miseria.
Cuando el clamor del descontento se hace demasiado intenso, se nos suele responder que no hay razones para preocuparnos por el porvenir, que estamos ganando posiciones, y se nos mencionan un par de comisarios nuevos, algunos funcionarios o delegados en dependencias gubernativas, etc. ¿Cuántos empleados públicos teníamos antes de 1936, cuántos agentes de policía, cuántos capitanes y comandantes y tenientes coroneles, y cuántos tenemos hoy? Evidentemente hay un progreso. Y es con esa argumentación, que ni siquiera es demagógica, como se intenta replicar a nuestras objeciones.
Sólo el hecho de que tales argumentos puedan ser posibles en nuestros labios implica una rotunda negación u olvido de nuestra personalidad. Nosotros no ganamos posiciones por tener cien, quinientos o mil miembros de nuestra organización repartidos por las dependencias del Estado. No ganamos posiciones porque esos quinientos o mil funcionarios nuevos no pueden en modo alguno influir en la orientación política y general de las cosas, y porque serán siempre una gota de agua frente a 120.000 miembros de la F. A. I. y a dos millones de miembros de la C. N. T. Nuestra fuerza no nos la dan esos funcionarios, sino nuestra condición de miembros de un lugar de trabajo, de una función económica, y, en este momento, nuestra condición de soldados de primera fila. Hay partidos exclusivamente de gobierno que viven de la colaboración de sus adeptos en las oficinas públicas. Fuera del gobierno carecen de existencia, se desinflan, se desmoronan. Para ellos, ganar posiciones es acrecentar el número de las sinecuras para sus afiliados. Pueden medir su fuerza, su influencia, su vigor por el número de funcionarios públicos que han logrado. Para nosotros, aunque en lugar de quinientos o mil funcionarios, tuviéramos diez mil o veinte mil, la conquista de posiciones no se mediría nunca desde ese punto de vista, sino por las conquistas populares efectivas. No olvidamos que somos hijos del pueblo, que estamos ligados a su suerte y que, separados de esa base, somos algo así como el pez fuera del agua. Nos agitaremos un poco por la vitalidad adquirida, pero al no alimentarla en el ambiente que nos corresponde, acabaremos por sucumbir, sin los elementos indispensables.
A nuestro movimiento no le favorece la ubicación de sus hombres en los Ministerios y en las mil y una comisiones gubernativas; a lo sumo, bien orientados los funcionarios y con la suficiente conciencia de su papel, podríamos admitir que tampoco nos perjudica, pero lo que no podemos pasar en silencio es que la agregación de algunos funcionarios con carnet de nuestras organizaciones a la masa de funcionarios gubernativos equivalga a ganar posiciones, progresar como organización, como movimiento y como fuerza que ha de aportar soluciones, las mejores soluciones, las más desinteresadas.
Y si la ubicación de unos cuantos hombres en las oficinas públicas significa que hemos de restar energías, voluntades, capacidades a nuestra misión en los lugares de trabajo, lejos de ganar posiciones con ello, lejos de beneficiarnos, perdemos posiciones y nos perjudicamos, taponando las fuentes de nuestra vitalidad.
Para algunos partidos que se han aferrado al Estado como o la única tabla salvadora, su caída política equivale a su derrumbamiento. Para nosotros la pérdida de esos cien, de esos quinientos o mil funcionarios no representa absolutamente nada, porque nuestro centro de gravedad, nuestra razón de ser no nos los dan esos puestos públicos, sino los millones de obreros, empleados y técnicos que piensan, trabajan y luchan por una España mejor.
No, no ganamos posiciones así. Para afirmar semejante cosa, es preciso medir la situación con el único cartabón auténtico del progreso: la situación del pueblo, el grado de libertad y de justicia que disfruta, las instituciones populares que garantizan y aseguran esa justicia y esa libertad. Si desde ese punto de vista, fundamental para nosotros, hay posiciones ganadas, esas serán las únicas que importan. Pero no nos atreveríamos a decir que, considerado el pueblo, los trabajadores y los campesinos, haya motivos para grandes satisfacciones.
Muchos funcionarios parasitarios tenia lo Monarquía; vino la Republica a agregar la clientela de los partidos republicanos a ese parasitismo; los acontecimientos de julio del 36 nos permitieron meter también nuestra baza y acrecentar el número de los que viven del presupuesto. ¿A eso se quiere calificar de conquista de posiciones? Con la mitad de reverencia, nos habría ofrecido la Monarquía algunos millares de sinecuras. Para ese simple resultado no hacia falta la República de 1931 ni la revolución de 1936.
En una palabra: el bienestar y la comodidad de unos cuantos compañeros no puede esgrimirse como medida de nuestra conquista de posiciones. La piedra de toque de todo avance progresivo, de toda verdadera conquista está en la solución de los problemas del pueblo. Todo lo demás es falsedad o hipocresía.
No confundamos lo transitorio, lo circunstancial, con lo eterno. Nacen se aprovechan y mueren los partidos políticos después de un reinado más o menos breve. Su multiplicidad y su paso por el poder no ha demostrado hasta aquí más que una cosa: que las diferencias de bandera o de programa se funden, como en un crisol, en una sola aspiración: conquistar el poder cuando están en la oposición, disfrutarlo cuando lo tienen y sacar del trabajo ajeno el máximo de provecho para los detentadores de ese poder y para sus amigos y parientes. En los tres cuartos de siglo que llevamos de existencia colectiva como movimiento organizado, hemos visto una caravana interminable de partidos de gobierno. Todos han obrado, en líneas generales, de la misma manera, con los mismos métodos, y han desaparecido de igual modo, en el desprestigio, sumidos en las pretensiones despóticas, distanciados del pueblo al que halagaron para conquistar sus favores. Quedamos nosotros en pié, porque hemos formado parte integrante del pueblo y hemos sintetizado sus aspiraciones. Pasaron innumerables partidos de gobierno, ha quedado el pueblo, con sus problemas de siempre, y nosotros hemos subsistido porque no nos hemos separado de ese pueblo ni de sus problemas. ¿Lo haremos ahora, por haber probado, más arrastrados por las circunstancias que por propio impulso interior, lo bien que se está en los puestos de mando y de privilegio?
A que no sea así tiende nuestro esfuerzo, exclusivamente a ello.
No reconocemos más soberanía que la del pueblo ni otra voluntad suprema que la suya, ni una causa superior a la que sus reivindicaciones básicas nos presentan.
¿Cuales son esas reivindicaciones, cuales los problemas planteados, pero no resueltos, del pueblo español?
Para la España que trabaja, que produce y que piensa no hay ninguna ventaja, en el cambio de los timoneles del aparato estatal, ni en el aumento exorbitante de la burocracia gubernativa. Sus problemas son diversos:
Lo trabajadores y los campesinos han de ser dueños únicos de los instrumentos de trabajo y de la tierra que cultivan, suprimiendo las rentas, los intereses y los beneficios parasitarios. La afirmación de los derechos del capitalismo a vivir del fruto del trabajo ajeno equivale a un robo directo de los derechos y de los frutos del esfuerzo de los productores. No queremos decir en qué medida los trabajadores que han sostenido la economía española cuando el capitalista fascioso abandonó su gestión, ven con disgusto como se les arranca, con el beneplácito de sus propias organizaciones las conquistas logradas, y como se les destruyen los órganos auténticos de la producción que han improvisado y elaborado de una manera admirable, con cariño, con desvelos, con entusiasmo, con fe.
Los privilegios políticos, económicos y sociales de toda especie, están en contradicción flagrante con los intereses de la España del trabajo. No se pueden armonizar como no se armonizan ni se funden el agua y el fuego. Ahora bien, el menos observador y el menos inteligente ve a diario como resurgen con más vigor y apetencia que antes privilegiados de toda naturaleza, y por sobre todos una masa burocrática que absorbe los mejores recursos y que pone en peligro la guerra y el porvenir del país con su solo peso parasitario.
Desde el punto de vista de la libertad social, aun dejando a un lado las restricciones impuestas por la guerra, y que el pueblo español soporta con una resignación única, todo nos dice que estamos retrocediendo a periodos apenas conocidos en el, pasado, y a cuyo solo recuerdo nos hemos levantado el 19 de julio. Y retrocedemos sin causa alguna que lo justifique, perjudicando con ello la guerra misma a la que damos todo lo que tenemos y podemos.
Y como la anhelada libertad se nos está volviendo en las manos dictadura y como de toda dictadura no hay más víctima segura y eterna que el pueblo que trabaja, aún cuando se diga que se esgrime contra tal o cual enemigo fantasma, tampoco la base sólida de la justicia se vislumbra por ningún lado. Si se afirman los derechos del capitalismo privado, se rompen los mejores puntales de la justicia social. Y todo lo demás nos viene por añadidura. Donde no reina la justicia no hay libertad y falta también el pan. La experiencia histórica con el capitalismo no puede ser olvidado, ni siquiera en holocausto a la guerra que hemos puesto por encima de todo, menos por encima de la verdad, de la libertad y de la justicia.
Las razones de nuestra oposición irreconciliable al estatismo son de orden económico y de naturaleza moral, intelectual. La experiencia cotidiana y las enseñanzas históricas hablan en nuestro favor un lenguaje incontrovertible. El Estado subsiste, no porque tenga razón para existir, no porque haya persuadido a sus víctimas a que lo toleren y lo sostengan, sino porque tiene la fuerza, y mientras tenga más fuerza que sus adversarios, seguirá primando en la vida social y realizando su obra aplastadora de la cultura y sofocamiento de la vida intelectual y social.
Resumamos las razones económicas de nuestro antiestatismo:
El Estado es un organismo parasitario demasiado caro. No realiza ningún servicio que no pudiera realizarse directamente por los interesados con infinitamente menos desgaste y sobre todo con mucha mas eficacia. Doce mil millones de dólares se gastan en los Estados Unidos anualmente para la persecución del delito. Había en España antes de la guerra 55.000 hombres sustraídos al trabajo productivo, y consagrados a la función denominada de orden público. Y en Estados Unidos no se impiden por eso las manifestaciones habituales de la llamada delincuencia ni en España, las potencias del orden público han podido jamás garantizar ese supuesto orden.
De órgano de defensa de las posiciones de las clases ricas que era el Estado moderno se ha convertido en fin de sí mismo, en amo supremo de las vidas y haciendas, en el centro de todo. Así se ha crecido su burocracia, su policía, su militarismo. Todo ello cuesta cada dio más, y la humanidad sucumbe en las privaciones y en las penurias para mantener al Estado. La tajada más sabrosa y mejor del banquete de la vida se la devora el estatismo, los privilegiados económicos consumen el resto. Para la sociedad laboriosa no quedan más que las migajas. Y todo para dejar en pié un organismo innecesario, cuyas funciones puede desempeñar la sociedad directamente, por sus órganos propios, directos, sin recargo sensible sobre los productores. El Estado es demasiado caro y profundamente estéril y esterilizador. No llena ningún cometido social indispensable. Su esencia es burocrática, militar y policial. Lo demás aunque el Estado haya puesto la mano sobre ello, no es fundamental en el estatismo. Por ejemplo los ferrocarril, correo y telégrafos, instrucción pública, etc. ¿Es que el Estado hace alguna falta para que marchen los trenes, para que sea distribuida la correspondencia, para que existan las escuelas, para que crezca lo semilla de trigo en los campos?
Al absorber el organismo cada día más grande del Estado la parte mayor y mejor del producto del trabajo socialmente útil, su existencia es un atentado permanente a la vida humana, una limitación del derecho a vivir y a desarrollarse inherente en todos los seres humanos.
Pero en el orden cultural el Estado es el caballo de Atila: lo deseca todo a su paso. Su centralismo es incompatible con el pensamiento, porque lo quiere ver sometido todo a sus cánones, a sus directivas, a sus intereses; y el pensamiento, si no es libre, no es nada o es una caricatura de pensamiento. La obra creadora de la inteligencia requiere libertad, y esa muere en el estatismo.
La historia mundial nos revela, como han demostrado tontas veces Kropotkin y Rocker, Proudhon y Pi y Morgoll, que los períodos de mayor centralización política han sido los periodos mas infecundos en verdaderos valores morales e intelectuales.
Allí donde hubo vida local independiente, donde la personalidad individual y colectiva pudo desplegar sus olas con relativa holgura, en libertad y en solidaridad, ha surgido una cultura superior han florecido las artes y las ciencias, han prosperado la industria y la agricultura. Donde el Estado central, en cambio, ha ejercido férreamente su imperio, ha podido ser transitoriamente una gran potencia militar, conquistadora, agresiva hacia el interior y el exterior, pero ha sofocado las fuentes más fecundas de la vida del espíritu.
Tanto si queremos vivir del producto de nuestro trabajo, como si queremos contribuir con nuestro óbolo al caudal cultural de lo humanidad, hemos de hacerlo solo a condición de apartarnos del Estado y de evitar que el Estado ponga su garra devastadora sobre nuestra obra.
Por todo ello tenemos el derecho innegable a exhortar o todos los que quieren vivir de su trabajo, a todos los que quieren profundizar los arcanos de la ciencia y resolver los problemas de la técnica; a todos los que, con el esfuerzo muscular o con lo dedicación mental quieren ser útiles a la sociedad en que viven y desarrollar todas sus posibilidades de ser, a unir su esfuerzo a nuestro esfuerzo para crear las condiciones económicas y sociales de un nuevo Renacimiento. En nombre del derecho a la vida y en nombre de la cultura, pisoteados por el carro del estatismo centralista, dominador, sofocador.
No es en nombre de nuestras doctrinas de progreso infinito, no es desde el cerco de un partido, de un movimiento como invitamos a los que trabajan y a los que piensan a secundarnos en la obra salvadora de la extirpación del cáncer del estatismo; aún cuando tuviésemos ese derecho, por la superioridad de nuestra causa, no pedimos ayuda en nombre de nuestra bandera de progreso, sino en nombre de la humanidad, del derecho a la vida y a la cultura para todos, en nombre de la reconquista de condiciones previas para un futuro, desenvolvimiento.
En esa dirección, la defensa encarnizada de las nuevas creaciones económicas y sociales del pueblo español es un, primer jalón en la ruta de salvación.
Como síntesis de todo cuanto hemos venido diciendo y con lo cual ponemos punto final a nuestras observaciones criticas que solo tienden a incitar a los propios compañeros a volver a su puesto, a enarbolar la propia bandera, a reafirmar nuestros postulados, a defender sobre todas las cosas la idea y la practica de la libertad, diremos que nuestro camino y nuestra ciudadela inexpugnable deben ser el pueblo que sufre, que trabaja y que quiere.
No hay piedra de toque más segura cuando nos extraviamos en la ruta. La fusión con el pueblo, el frente único con el pueblo, hasta en sus extravíos efímeros, hasta en sus errores eventuales, es lo que nos ha distinguido siempre de todas las fuerzas políticas y sociales. Los partidos pasan, las filosofías de moda pasan, los gobiernos pasan, y el pueblo queda, con sus problemas, con sus inquietudes, con sus aspiraciones. Quedando o su lado, en su ambiente, junto a sus dolores y a sus esperanzas, quedamos en el lugar que nos corresponde.
Nuestro triunfo no puede ser el triunfo personal, de un bienestar particular, de uno sinecura para unos cuantos elegidos; nuestro triunfo es el triunfo del progreso, de la libertad, de lo justicia para todos. Y ese «para todos» quiere decir en especial para el pueblo laborioso, al cual hay que integrarse en lugar de distanciarse de él, en puestos de privilegio y en doctrinas de aristocracia.
Las únicas posiciones que podemos ganar y afianzar son los que gane y afiance el pueblo entero. Las demás nos perjudican mucho más que nos benefician en tanto que movimiento liberador y en tanto que idea de emancipación social.
No olvidemos nuestra misión. Para ocupar el puesto de un partido político más no hacía falta que nos hubiésemos agitado tanto y que hubiésemos sufrido tanto. No lo haremos mejor y distintamente a como lo hacen ya, sin nuestra cooperación, los demás partidos. Las posiciones que conquistamos por esa vía nos cierran el acceso a la fuente viva de toda verdad social, que es el pueblo, el proletariado, el campesinado. No se puede servir a dos amos al mismo tiempo. Estamos cansados de repetirlo y de confirmar su veracidad. ¡Con el pueblo o contra el pueblo!
Lo mismo que ayer y que hoy, mañana, siempre, tendremos equivocaciones, cometeremos errores, daremos pasos en falso. Nuestra condición de humanos y nuestra condición de activos, dispuestos en todo momento a ensayo, nos tendrán también al borde del error. Pero el ensayo y el error son lo piedra angular de todo progreso, en lo ciencia y en el terreno político y social. Hemos de ensayar y de equivocarnos para ir arrancando partículas de verdad a lo desconocido.
No es al error a lo que tenemos miedo. Entre el error, por un lado, y la pasividad, la indiferencia, la frialdad de muerte ante los problemas múltiples de la vida, por otro, preferimos equivocarnos, tantear en los tinieblas tropezar. Si caemos en el trayecto, lo hacemos en nuestra ley, buscando lo luz, el camino mejor para lo humanidad. Más funesto que el error es la persistencia en el error, la incapacidad para rectificar las equivocaciones.
Pero lo que nos importa decir como conclusión es que si no hay un criterio infalible de verdad, hay un medio para estar siempre de cara a la verdad: el pueblo. Sí estamos con él en las buenas y en las malas, en los aciertos y en los desaciertos, quizá no siempre nos hallemos satisfechos, pero jamás nos sentiremos fuera de nuestro camino. Con el pueblo, intérpretes de sus dolores y de sus aspiraciones, ejecutores de sus mandatos. Esa ha de ser nuestra posición invariable, la única segura, la única siempre digna.
Pero por lo mismo que a dos amos no se les puede servir al mismo tiempo, si estamos con el pueblo no podemos estar con el Estado, que es su enemigo. Y el pueblo, que tiene un instinto sano, que tiene lo intuición de la verdad, comienza a ver claro, a sentirse desalentado y sin esperanza cuando nos ve a nosotros, que habíamos ofrecido siempre nuestra vida en defensa de su causa, olvidarnos de él por un plato de lentejas ministeriales.
Casi todos vosotros, queridos camaradas, os habréis sentido atravesados por alguna exclamación popular espontánea, cuya veracidad no podéis poner en duda: «¡Cuando llegan arriba todos son iguales!».
Nosotros somos iguales a los que nos habían precedido en lo ocupación de altos cargos públicos de gobierno. El pueblo nos lo hecha en cara. Y tiene razón el pueblo. Por conservar esos puestos, desde los cuales no se pueden sembrar más que decretos, impuestos nuevos, obligaciones nuevas, nuevas cargas, tenemos que oponernos a las reivindicaciones populares. Y si mañana el pueblo, cansado de sufrir, saliese a la calle como ha salido tantas veces cuando nosotros estábamos junto a él, en medio de él, habremos de ser sus masacradores. Y para no vernos ante esa magnifica perspectiva, es preciso que pongamos todos los resortes orgánicos en juego para que todos soporten en silencio, supinamente, la injusticia, el hambre, el atropello.
¿Hasta cuando, camaradas? El sacrificio que hacemos de nuestra personalidad revolucionaria ¿puede tener otro resultado que el de matar en el pueblo, con razón sobrada, la confianza que había puesto en nosotros? ¡En el gobierno somos todos iguales! Y no podemos servir a dos amos. De ahí nuestra insistencia en pedir una decisión. ¡Con el pueblo o con el Estado! Hemos llegado a la conclusión de que al ponernos del lado del Estado, por consiguiente contra el pueblo, hacemos una traición irreparable a la revolución, lo que se entiende, pero también traicionamos a la guerra, porque le privamos del aporte activo del pueblo, única fuerza invencible si se le sabe poner en juego con todos sus recursos infinitos.
¡Por el porvenir de la revolución y por los destinos de la guerra, camaradas, todavía puede ser hora, con el pueblo siempre!
[1] Maniobra contrarrevolucionaria y homicida organizada de largo y meticulosamente por los agentes extranjeros de la más grosera de las dictaduras, llevada a cabo por siniestros personajillos ─alguno de los cuales tiene la vilantez de figurar en presuntos gobiernos catalanes formados en el exilio─ indígenas, secundados por neófitos fanáticos y por elementos turbios refugiados en las filas de los novísimos partidos de importación.