Título: Humanismo y anarquismo
Fecha: 1936
Temas: anarquismo clasismo humanismo
Notas: Publicado en L’Adunata dei refrattari, Nueva York, 22 y 29 de agosto de 1936. Traducción de Josep Torrell.
Fuente: Copiado de Camillo Berneri, Humanismo y anarquismo, Los libros de la catarata, Madrid, 1998El movimiento Giustizia e Libertà ha puesto en circulación una palabra que no es nueva ni insólita entre los cultos, pero que ha suscitado sonrisas de desprecio y sugerido ironías fáciles entre los jefecillos de la emigración antifascista. Esta palabra, Humanismo, se entiende en un sentido más amplio que el significado que se le atribuye generalmente de regreso filosófico y literario a la Antigüedad. Humanismo es una palabra que resume el espíritu del Renacimiento y significa, además y sobre todo, el culto al hombre entendido como base de toda concepción estética, ética y sociológica. El humanismo se define, sustancialmente, por la célebre fórmula de Terencio: Homo sum, humani nihil a me alienum puto, es decir, “soy hombre, y pienso que nada humano me es ajeno”. Sólo será humanista quien vea en cada hombre el hombre. El industrial codicioso que en el obrero sólo ve un obrero, el economista que en el productor sólo ve al productor, el político que en el ciudadano sólo ve al elector, son tipos humanos que están lejos de una concepción humanista de la vida social. Igualmente lejos de esta concepción están los revolucionarios que en el plano de clase reproducen las generalizaciones arbitrarias que en el campo nacionalista se denominan xenofobia.
El revolucionario humanista es consciente de la función evolutiva del proletariado, está con el proletariado porque es una clase oprimida, explotada y envilecida, pero no cae en la ingenuidad populista de atribuir al proletariado todas las virtudes y a la burguesía todos los vicios, e incluye a la misma burguesía en su sueño de emancipación humana. Piotr Kropotkin decía: “Trabajando para abolir la división entre amos y esclavos, trabajamos en favor de la felicidad de unos y otros, de la felicidad de la humanidad”. La emancipación social arranca al niño pobre de la calle y arranca al niño acomodado de su vida de florecilla silvestre, arranca al joven proletario del embrutecimiento de un trabajo excesivo y arranca al señorito de la molicie ociosa y del aburrimiento corruptor, arranca a la mujer del pueblo del envejecimiento precoz y de la fecundidad conejuna y arranca a la dama de las fantasías obsesivas que tienen su vivero en el ocio y desembocan en el adulterio o en el suicidio. Cada clase tiene su propia patología porque cada ambiente social tiene sus propios gérmenes corruptores. Víctima de la falta de atenciones maternas es el paria precozmente caído en la delincuencia, y víctima del hipócrita servilismo y de las comodidades excesivas es el hijo de papá que cree que todo le está permitido: desde la seducción de la modista hasta el cheque falso. El ladronzuelo y el empresario en bancarrota, la prostituta y la señora estrangulada por el danseur mondain son sólo aspectos de un único mal, son sólo varias disonancias de una única falta de armonía social. ¡Que la multitud proletaria grite “¡a muerte!” contra el burgués homicida, y que lo apruebe y la incite L’Humanité! Pero, ¡nosotros no! Nosotros no, nunca. Deterministas y humanistas defenderemos a la multitud de los huelguistas que quieren linchar al patrón, al esquirol, al gendarme; la defenderemos en nombre de los dolores que ha sufrido, de las humillaciones que ha padecido, de la legitimidad de sus derechos conculcados, del significado moral que encierra esa cólera, de la advertencia social que ese episodio aprisiona; pero si ese mismo burgués mata, dominado por la obsesión de los celos, trastornado por un impulso de desprecio, no seremos nosotros quienes nos ensañemos con él sólo porque ha nacido y crecido en un palacio en vez de en una casucha. Explicaremos cuán corruptora es la vida burguesa, denunciaremos el peso deformante de los prejuicios propios de la burguesía, procesaremos, en definitiva, a la burguesía y no al burgués individual. La filosofía de la página de sucesos, en la que exceden los periodistas de los periódicos democráticos, está insuficientemente desarrollada en la prensa de vanguardia precisamente porque no se quiere salir de la estrechez de miras clasista que consiste en encarnizarse con el burgués, el militar, el cura, etcétera, olvidando al hombre. ¡Qué educativa sería una filosofía social de la página de sucesos!
He aquí a un cura arrestado por delitos sexuales. El anticlericalismo grosero se arroja sobre el cura. La casuística judicial y los libros sobre mitomanía impondrían la justicia de la cautela. ¿Es culpable? Pues claro que lo es, puesto que este escándalo es utilísimo para la laicidad de la escuela, para echar a las congregaciones religiosas, para el... libre pensamiento. Masones, socialistas, comunistas se arrojan contra el infame, contra el clericucho sátiro, contra el cura cerdo, como los antisemitas se arrojaron durante siglos contra los judíos acusados de rituales infanticidas: sin una prueba, sin un indicio serio, con el frenesí de querer golpear con fuerza al enemigo. Y los anarquistas generalmente corean. Por el contrario, nos correspondería, admitida la culpabilidad del cura, explicar sus causas: del celibato a la homosexualidad latente, cuando no manifiesta, del seminario. Y habría que ir más allá, logrando explicar el determinismo hormonal de la conducta sexual, determinismo hoy evidente para cualquiera que no sea un completo ignorante en biología.
La crónica de sucesos debería convertirse, iluminada por la crítica social, elaborada por el determinismo científico, en uno de los principales argumentos de la prensa de vanguardia.
He aquí un suceso: en una calle de Varsovia una muchacha se desmaya después de una hemorragia pulmonar. Un agente de policía la socorre, llama a un taxi y ordena al conductor que conduzca a la enferma al hospital. El conductor se niega, a causa de la sangre que mancharía su coche. La multitud que se congrega se solidariza con el conductor. El policía está desolado y exclamando “El mundo es demasiado malo” se pega un tiro en la cabeza. Llega otro policía. Al ponerle al corriente de lo que ha sucedido también él se pega un tiro en la cabeza.
Un policía es socialmente un perro guardián, pero puede ser un hombre mejor que un taxista, tal vez sindicado. Malatesta, perseguido por los policías de medio mundo durante casi toda su vida, no sólo lo sabía, sino que lo decía y lo escribía. En un mitin público se volvió hacia los carabineros de servicio para decirles unas palabras humanas. Paolo Valera se lo reprochó. Malatesta respondió al ataque, en Volontà de Ancona, y escribió entre otras cosas: “En todo hombre hay siempre algo humano que en circunstancias favorables puede ser evocado útilmente para vencer los instintos y la educación brutales. Todo hombre, por degradado que esté, incluso un feroz asesino o un vil instrumento de la policía, tiene siempre alguien al que ama, algo que le conmueve. Todo hombre tiene su cuerda sensible: el problema es descubrirla y hacerla vibrar”.
En un artículo en Umanità Nova (14 de marzo de 1922), sin dejar de afirmar que la obra general de los carabineros no es menos dañina que la de los delincuentes, Malatesta escribía: “Los carabineros y los guardias reales son, las más de las veces, unos pobres desgraciados víctimas de las circunstancias, más dignos de piedad que de odio y de desprecio, y es probable que personalmente sean mejores los peores de los fascistas”.
Algunos compañeros que no conocieron personalmente a Malatesta, o que incluso habiéndole tratado no captaron su personalidad moral, creen que hacía ciertas distinciones por oportunidad política. Esto es un desconocimiento del humanismo malatestiano. Hombre que odiaba el orden estatal burgués, revolucionario no sólo de pensamiento sino también de acción, Malatesta no habría dudado en hacer saltar, de haberlo considerado necesario y haber podido hacerlo, todos los cuarteles de carabineros y todas las comisarías de Italia. Pero sabía que entre los carabineros y entre los guardias reales había pobres diablos empujados por la necesidad, carentes de educación política, pero no peores de ánimo que la media de los hombres. En el tribunal de Milán, después de la lectura de la sentencia que le absolvía, Malatesta se retiraba entre los carabineros, cuando uno de ellos se le acercó conmovido y diciéndole: “¿Me permite que le abrace?”, le echó los brazos al cuello. ¿Qué hombre rechazaría semejante gesto viendo tan sólo el uniforme y la función y no el corazón turbado y abierto, aunque sólo fuera por un momento, a un ideal de libertad y justicia?
Malatesta fue siempre profundamente humano, incluso para con los policías que lo vigilaban. Una noche fría y lluviosa, en Ancona, sabía que un agente estaba en la puerta, empapándose y con los dientes castañeteando para cumplir con su deber. Acostarse complacido de saber que el sabueso lo estaba pasando mal habría sido natural, pero no para Malatesta, que salió a la puerta e invitó al agente para que entrara, se calentara un poco y bebiera un poco de café.
Pasaron los años, muchos años. Una mañana, en la plaza de la Signoria, en Florencia, Malatesta recibió un “buenos días, señor Enrico” por parte de un viejo guardia municipal. Dotado de una memoria férrea tanto para las fisonomías como para los nombres, Malatesta quedó estupefacto al no reconocer a aquel tipo. Le preguntó quién era y el otro le respondió: “Han pasado tantos años. Se acuerda de aquella noche que yo estaba ante su puerta...”. Era aquel agente que conservaba en su corazón el recuerdo de aquella amabilidad como se conserva entre las páginas de un libro la flor cogida un día soleado por la alegría de vivir. Malatesta, al contar aquel encuentro, tenía una sonrisa de dulce complacencia, esa misma sonrisa con la que Gori rechazaba la insistente oferta de llevarle la maleta, cargada de planchas de proyección, por parte de los policías que, en el curso de sus tournées de conferencias, le esperaban en la estación.
El policía sinceramente amable es el lobo de Gubbio que ofrece la pata. Es el bello milagro de la Idea que niega la utilidad y la dignidad de la función social del policía y del carabinero, pero que habla al hombre que hay en ellos. Una tarde dulce, aún dolido por las palizas que me dieron los gendarmes luxemburgueses, le explicaba a un joven gendarme qué quieren los anarquistas. Me escuchó con interés y, después de haber reflexionado, suspiró: “Es una buena idea. ¡Pero harán falta al menos cincuenta años para conseguirla!”. Es preciso tener los ojos azules de un niño y una sonrisa dulcísima como la que él tenía para ver elevarse la blanca ciudad bajo un sol que resplandecerá tan rápido. ¡Cincuenta años! Y le parecían muchos, mientras que a ciertos anarquistas los milenios les parecen un cálculo optimista. Yo le estuve agradecido de haber compensado la brutalidad de aquellos colegas suyos que se habían ensañado conmigo, esposado, y que con aquella fragante paz de los campos y bajo aquella violácea ternura del cielo, pudiese creer más que nunca en el hombre, y, al creer en el hombre, creer también en la Anarquía, cuya posibilidad histórica deriva de encontrarnos entre hombres que, sin tener nuestras teorías en su cabeza, están próximos a nosotros con el corazón y son desde hoy ciudadanos posibles de la ciudad del mañana.
Exiliada en Londres, a Louise Michel le gustaba ver la benévola obra de persuasión de un policeman que intentaba hacer volver a su casa a un borracho, como le gustaba sentirse en familia en los ambientes aristocráticos ingleses, en los que tenía “la impresión de la honradez humana persistente no obstante los malditos estorbos”, como le gustaba, en el museo Tussaud, detenerse ante la efigie en cera de la reina Victoria por la serena bondad que emanaba de ella. Cuando Kropotkin, en sus maravillosas memorias, habla de la familia imperial, lo hace como un hombre que ha conocido la influencia de la educación principesca y la vida en la corte y sabe que aquella influencia es tan determinante como la de la choza o la hostería. Afable y pródigo hacia los mendigos londinenses, Kropotkin es indulgente con los príncipes porque su inteligente bondad comprende a unos y otros, piadosa con el paria y justa con el poderoso, víctimas en el espíritu. ¿Quién habría sospechado al republicano y al ateo en el archiduque Rodolfo de Ausburgo? ¿Podía Liccheni imaginar que la emperatriz Elisabeth profetizaba la caída de todos los tronos y no era más que una madame Bovary que amaba a Heine, ayudaba a escondidas a Wagner y estaba sofocada en la corte por el peso de la etiqueta que le impedía incluso abrir ella sola una ventana, pasear en el parque de Lainz, acariciar a los niños de los pueblerinos y campesinos, dar una vuelta por las calles de Viena, ir de compras como solía hacer en Múnich, moza y libre? Paria Luccheni, esclava la emperatriz, como iba a ser esclavo su hijo Rodolfo hasta que con el suicidio se liberara del peso de una vida protocolaria demasiado angosta para su amplio espíritu. Incluso los emperadores y el rey, que desde la cuna al trono y de éste a la tumba están rodeados de adulaciones y de genuflexiones, por lo tanto, conducidos a considerarse deidades, presentan, —salvo los locos, criminales y haraganes—, un lado apreciable y simpático. Francisco José, convulsivo, presuntuoso, violento, terco, árido y duro tenía muy desarrollado el sentido del deber, que para él consistía en ejercer en serio como emperador. Enfermo de pulmonía fue a la estación a esperar la llegada de un archiduque ruso porque era época en la que existía cierta tensión en las relaciones entre Viena y Petrogrado, y temía que su ausencia fuese mal interpretada. Viejo y enfermo, siguió hasta su muerte, a pesar del insomnio y las fiebres altísimas, levantándose a las cinco de la mañana para sentarse en su mesa de trabajo y permanecer ahí todo el día a pesar de los consejos y los ruegos de sus familiares. La tarde de su último día, su ayudante de campo, al ver que no lograba ya levantar la mano derecha y acercarla a la pluma, le obligó a acostarse. El vejestorio protestaba: “Tengo mucho que hacer, todavía he de trabajar”. Y expiró en la noche.
En una sociedad bien organizada, en vez de ser un káiser ahorcador habría sido un empleado modelo. En una sociedad como la que queremos nosotros, Maximiliano de Austria en vez de ir a conquistar México habría sido explorador, porque tenía la estofa del viajero poeta y no la del sojuzgador de los pueblos.
Nunca conseguiré ver a la humanidad en el casillero romántico-demagógico de la propaganda vulgarmente subversiva que tiene en Italia una de sus más típicas expresiones en las caricaturas de Scalarini. Todos los oficiales escalarinescos eran unos petimetres con monóculo, con bigotes y hocico de hiena. Todos los burgueses escalarinescos eran porcinos con uñas tigrescas y sobrecargados de oros y diamantes. El demagogo de la caricatura ha cambiado de dueño, como casi todos los demagogos de la oratoria mitinera. Los Podrecca y los Notari de la pornografía anticlerical acabaron ejerciendo de meapilas; los que plantaban la bandera en el estercolero y la escupían acabaron como imperialistas; los que se comían vivos a los carabineros (de palabra, se entiende), acabaron como prefectos de policía. Y, sin embargo, aún hay en el púlpito subversivo algunos fanfarrones que intelectual y moralmente no valen más que los tránsfugas.
A mis diecisiete años, el general Morra di Lavriano, el del estado de sitio en Sicilia, me parecía una bestia feroz. Al hablar o escribir sobre él no habría vacilado en parangonarle a Gallifet, que fue en realidad un criminal. Ahora no podría hacerlo, porque me vendría a la mente un recuerdo: el de una lápida que él hizo poner en un pozo que fue la tumba de una pareja suicida. Se trataba de campesinos aún mozos, que se suicidaron por un amor contrariado. El general hizo tapiar el pozo, quiso que se plantaran sauces y un rosal y dictó la inscripción, que era una pequeña obra maestra de síntesis y de poesía. El general de los tribunales-cartuchera me sorprendía, como me habían sorprendido algunos famosos inquisidores capaces de besar al leproso, tiernos con los huérfanos, los prisioneros o el pueblo. ¡Cuánto puede sobre el hombre la superstición religiosa o política! ¡Y qué fácil es confundir la ferocidad y la fe absoluta y decidida, el hábito de la violencia y las circunstancias del momento con el corazón!
Si soy optimista es porque no creo en la bestia humana. Creo que en todas las almas, incluso en la más tenebrosa, hay un poco de calor escondido. Y creo también que en todos los círculos sociales hay algunas cualidades específicas, por lo que el progreso humano será el resultado de la fusión de las clases al igual que el universalismo será el resultado de la fusión de los pueblos y de las razas.
Geoffroy Saint-Hilaire decía: “¡Qué curioso! Cuando el señor Cuvier y yo paseábamos por la galería de los monos, él veía mil monos, pero yo sólo veía uno”.
Cuando se ve el militar, el cura, el burgués, etc., no se ve al hombre, que es infinitamente variopinto en todas las categorías sociales, tan variopinto que constituye categorías que son humanas y no de clase o de círculo.
El anarquismo ha sido elaborado teóricamente por pensadores de origen social diferente. Bakunin, Kropotkin, Cafiero, Cherkesov, Tarrida del Mármol, fueron proscritos de la aristocracia, Malatesta, Fabbri, Galleani, Landauer, Mühsam fueron proscritos de la burguesía; otros teóricos, desde Proudhon a Rocker, surgieron del proletariado.
A pesar de esta variedad de orígenes sociales, el anarquismo se ha afianzado clara y constantemente en todos los países como corriente socialista y como movimiento proletario. Pero el humanismo se ha afianzado en el anarquismo como la preocupación individualista de garantizar el desarrollo de la personalidad y como inclusión, en el sueño de la emancipación social, de todas las clases, de todos los círculos, es decir, de toda la humanidad. Todos los hombres tienen necesidad de ser redimidos de los otros y de sí mismos. El proletariado ha sido, es y será más que nunca el autor histórico de esta emancipación universal. Pero lo será aún más si no se deja extraviar por la demagogia que le adora pero desconfía de él, que le llama Dios para tratarlo como una oveja, que le coloca en la cabeza coronas de cartón-piedra y le halaga pérfidamente para conservar o conquistar un dominio sobre él.
Dictadura del proletariado: fórmula tan equívoca como el pueblo soberano. La voz del proletariado no es vox Dei ni ladrido de perro, sino voz de hombres, multicorde y discordante como toda voz de la colectividad humana.
El genio popular no es ni un demiurgo ni un caos, sino un gran río que se desborda y aquí destruye y allá fertiliza, y tiende a regresar demasiado pronto a su antiguo cauce.
La revolución no es una oligarquía de estatuas solemnes en una plaza fangosa, sino la épica belleza de heroísmos colectivos, mareas bajas de vileza colectiva, rebabas feroces de delitos de la multitud, construcciones de un orden nuevo en las que las elites tienen la escuadra y el compás y las multitudes aportan los materiales, los brazos y la experiencia artesana.
Ninguna dictadura ni del cerebro sobre los callos, ni de los callos sobre el cerebro, porque cada hombre tiene un cerebro y el pensamiento no está en los callos. El que golpea con el pico contra el privilegio es el hombre de la revolución. El que participa en la solución de los problemas de la producción y del intercambio con seguridad y destreza, con madurada experiencia y con honrado estado de ánimo, es el hombre de la revolución. El que expresa con claridad su pensamiento sin buscar aplausos y sin temer la cólera es el hombre de la revolución.
El enemigo del pueblo es el politicastro, el charlatán que exalta al proletariado para convertirse en su mosca cojonera, que exalta los callos ajenos para evitar los propios, que denuncia como contrarrevolucionario a todo aquel que no esté dispuesto a seguir la corriente popular en sus errores y en los desarrollos tácticos del jacobinismo.
Dictadura del proletariado es concepto y fórmula de imperialismo clasista, equívoca y absurda. El proletariado debe desaparecer, no gobernar. El proletariado es proletariado porque desde la cuna a la tumba está bajo el peso de la pertenencia a la clase más pobre, menos instruida, menos susceptible de emancipación individual, menos influyente en la vida política, más expuesta a la vejez y a la muerte precoz, etc. Redimido de estas injusticias sociales, el proletariado cesa de ser una clase en sí, porque todas las demás clases han sido despojadas de sus privilegios. ¿Qué queda al desaparecer las clases? Persisten las categorías humanas: inteligentes y estúpidos, cultos y semicultos, sanos y enfermos, honrados y deshonestos, buenos y malos, etcétera.
El problema social dejará de ser un problema de clase para convertirse en un problema humano. Entonces la libertad estará en marcha y la justicia se habrá concretado ya en sus principales categorías. La revolución social, clasista en su génesis, es humanista en sus procesos evolutivos. El que no entiende esta verdad es un idiota. El que la niega es un aspirante a dictador.