Título: El pensamiento de Kropotkin: ciencia, ética y anarquía
Fecha: 1978
Temas: Historia Piotr Kropotkin
Notas: Digitalización KCL. Ediciones Zero-Zyx. Colección de bolsillo «Biblioteca: promoción del pueblo», nº 25. Madrid, 1978.
Fuente: Recuperado el 15 de abril de 2013 desde kclibertaria.comyr.comFundamentos biológicos e históricos de la moral
La ética de la expansión vital como ética del socialismo
La génesis histórica del Estado
Esencia y funciones del Estado moderno
Aun cuando muy pocos pensadores socialistas hayan influido tanto como Kropotkin en el movimiento obrero español y latinoamericano de fines del pasado siglo y comienzos del presente, puede decirse que no existe hoy en español ningún libro que exponga el conjunto de sus ideas filosóficas y socio-económicas. Kropotkin, estudiado por Unamuno y Baroja, traducido por Azorín, leído con fervor por Florencio Sánchez y por el joven lugones, es en nuestros días estrepitosamente ignorado por los universitarios e intelectuales de habla castellana.
Inclusive los revolucionarios, que se apresuran a enrolar sus fusiles bajo la bandera de alguna potencia «socialista» sólo han oído hablar de él, a través de los inefables manuales, como de un utopista patriarca y remoto.
En tales hechos puede hallarse la razón de ser este libro, que pretende ubicar la personalidad del gran libertario ruso en su medio histórico, resumir y exponer los aspectos más significativos de su pensamiento y, finalmente, analizando y criticando en su propio contexto.
Cuando se concibe al socialismo como una aspiración moral y como un ideal ético, resulta imposible dejar de pensar, ante todo, en Kropotkin y en su obra. Y, sin embargo, casi paradójicamente, esta obra es la obra de un hombre que confía ante todo en la ciencia y en sus métodos y al cual difícilmente se podría adscribir a una forma cualquiera del idealismo filosófico.
El mismo se declara materialista y ateo, y sus concepciones filosóficas y sociales sólo pueden comprenderse en un ambiente impregnado de cientificismo y de naturalismo, como el de la segunda mitad del siglo XIX.
Pero en Kropotkin, como en otros muchos pensadores socialistas y anarquistas del siglo pasado o de comienzos del presente, materialismo y cientificismo son, principalmente, formas de reaccionar no sólo contra la religión, estrechamente vinculada en la mayoría de los casos de la explotación y la servidumbre humana, sino también contra una filosofía idealista puesta al servicio de las clases dominantes y del Estado absolutista.
Es interesante observar, en todo caso, que lo que Dilthey denomina «idealismo de la libertad» coincide en sus consecuencia, ya que no en sus premisas, con muchas posiciones del socialismo de esta época. En ella, por lo demás, se producen intentos como el de J. Jaurés, que pretende conciliar a Marx con Kant.En el caso de Kropotkin podrían señalarse, inclusive, diversas analogías con su cristiano compatriota y contemporáneo Tolstoi.
Lo más característico del pensamiento kropotkiniano no es, en efecto, el comunismo anti-estatal o anárquico (ideal del cual, por otra parte, tampoco se halla muy lejos Tolstoi), sino la ética del apoyo mutuo, que puede interpretarse como una versión naturalista del amor fraterno tolstoiano, aunque Kropotkin prefiera hablar de «instinto de sociabilidad» antes que de amor o simpatía. En todo caso, el entusiasmo ético y el mesianismo ideológico «que recuerda la fe de las primeras comunidades cristiana» en los anarquistas, según expresión de Helenio Saña (El anarquismo de Proudhon a Cohn-Bendit, Madrid, 1970, pág. 191), pueden atribuirse a Kropotkin mejor quizás que a ningún otro de los pensadores de esa tendencia.
Ambos aspectos del ideario de Kropotkin, ética del apoyo mutuo y comunismo anárquico, se vinculan, de todas maneras, como antecedentes y consecuente.
Para poder captar su sentido histórico se hace necesario tener en cuenta la vida y época del mismo kropotkin.
Una autobiografía admirable, no sólo por su calor y su color, sino, sobre todo, por se la menos egocéntrica de cuantas conoce la literatura europea, obre en la que, decía Brandes «se encuentra la Rusiaoficial y la vida de las masas que bajo ella vegetan», pueden servirnos de guía.
En el barrio Moscovita de Stáraia Koniúshennaia (esto es, de las «Viejas caballerizas», situado a espaldas del Kremlin (cerca de la actual plaza Kropotkinskaia), barrio donde, a comienzos del siglo XIX, se había refugiado la antigua nobleza de la ciudad, desplazada por «los hombres de todas las procedencias» que, desde Pedro I, se encumbraron en el gobierno y la administración, nació el 9 de diciembre de 1842, el príncipe Piotr Alexevich Kropotkin. Huérfano de madre desde los tres años, encontró en los siervos de la familia, que amaban a la bondadosa princesa muerta, otros tantos padres y madres.
«Ignoró qué destino hubiera sido el nuestro, ─dice el propio Kropotkin en sus Memorias de un revolucionario─ de no haber hallado entre los siervos dedicados a los trabajos domésticos esa atmósfera de cariño que necesitan los niños a su alrededor».[1] He aquí, sin duda, una de las claves psicológicas de la vida y obra del gran revolucionario: la idea del amor y de la bondad se vincula en su mente, desde la más tierna infancia, con la imagen de los siervos, y en general, de las clases oprimidas.
En páginas conmovedoras relata la triste vida de los siervos, aun entre amos relativamente benignos, como su propio padre. Se los humillaba, se los insultaba, se los azotaba por cualquiera motivo, se los enviaba a servir de carne cañón en el ejército o en la marina, se los casaba contra su voluntad. «No se reconocía, ni aun se sospechaba, que los siervos tuvieran sentimientos humanos; y cuando Turguenev publicó su pequeña historia Mumu, y Grigorovich comenzó a dar luz a sus novelas sentimentales, con las que hacía llorar a sus lectores sobre la desventura de los siervos, para mucha gente aquello fue una inesperada revelación».[2]
En agosto de 1857, próximo ya a los quince años, ingresó Kropotkin en el cuerpo de pajes de la corte imperial de San Petersburgo. Su permanencia allí, hermosamente narrada en la parte segunda de la autobiografía, determinó el definitivo cauce de sus inclinaciones intelectuales (hacia la geografía y las ciencia de la tierra) y de su ideología (el socialismo anti-estatal).
Para formar un revolucionario difícilmente podía haberse encontrado mejor escuela que el ejército y la corte; sobre todo, tratándose de un adolescente cuya niñez había transcurrido, como vimos, un contacto con la servidumbre.
Al acabar, a mediado de 1862, sus estudios en el cuerpo del pajes, la mayor aspiración del joven príncipe consistía en poder inscribirse en la universidad. Pero ante la imposibilidad de hacerlo sin romper con su padre, pidió que lo destinaran a Siberia, a donde lo atraían tanto su interés por la geografía y los paisajes exóticos como la posibilidad de realizar una serie de reformas sociales.[3]
Antes de cumplir veinte años viajó, pues, al remoto Amur. En Siberia permaneció cinco años, durante los cuales el contacto con la naturaleza casi virgen y con hombres de las más variadas condiciones, maduró en él al científico y al revolucionario. «Me vi puesto en contacto con hombres de todas las condiciones, los mejores y los peores; aquellos que se encontraban en la cúspide de la sociedad y los que vegetaban en el fondo; esto es, los vagabundos y los llamados criminales empedernidos. Tuve sobradas ocasiones para observar los hábitos y costumbres de los campesinos en su labor diaria, y aún más, para apreciar lo poco que la administración oficial podía hacer en su favor, aun cuando se hallará animada de las mejores intenciones. Finalmente, mis largos viajes, durante los cuales recorrí más de85.000 kilómetros en carros, en vapores, en botes, y principalmente a caballo, fueron de un efecto maravilloso en el mejoramiento de mi salud. Enseñándome al mismo tiempo a lo poco que se limitan realmente las necesidades del hombre, desde el momento que sale del círculo encantado de una civilización convencional. Con algunas libras de pan y unas onzas de té en una bolsa de cuero, una tetera y una hacha colgada de la silla, bajo ésta una manta para extenderla ante el fuego sobre una cama de ramitas de pinabete, recientemente cortadas, se disfrutara de una admirable independencia, aun en medio de las montañas desconocidas, densamente cubiertas de bosque o coronadas por la nieve».[4]
De sus largos y accidentados viajes por el territorio siberiano y de sus diversas tareas civiles y militares extrajo la convicción de la absoluta imposibilidad de hacer algo verdaderamente útil para la masa del pueblo por medio de la máquina administrativa. Tal ilusión la perdió definitivamente; pero, en cambio, comenzó a comprender «no sólo al hombre y su carácter, sino el móvil interno de la vida de las sociedades humanas».[5] Se convenció de que el trabajo anónimo de la masa, del cual raras veces hablan los historiadores, es factor fundamental en el desarrollo de toda sociedad. Consecuentemente, se dio cuenta de la inutilidad del mando y del castigo, para lograr los fines colectivos. «Habiendo sido criado en el seno de una familia propietaria de siervos, entré en la vida activa, como todos los jóvenes de mi tiempo, con un gran convencimiento de lo necesario que es mandar, ordenar, reprender, castigar y demás; pero cuando, en la primavera de la vida, tuve a mi cargo empresas de importancia y tratos con los hombres, y cuando cada error hubiera podido tener en el acto graves y serias consecuencias, empecé a apreciar la diferencia que existe entre servirse del principio de mando y la disciplina o valerse del mutuo acuerdo. El primero es de gran efecto en un desfile militar; pero carece de valor allí donde se trata de la vida real, y sólo se puede obtener el éxito por el esfuerzo supremo de muchas voluntades convergentes a un mismo fin. Aun cuando no formulé entonces mis observaciones en términos análogos a los usados por los partidos militares, puedo decir ahora que perdí en siberia toda la fe que antes pudiera haber tenido en la disciplina del Estado, preparándose así el terreno para convertirme en anarquista».[6] Hacia aquella época el desterrado poeta M. L. Mikhailov lo puso en contacto por primera vez con las ideas de Proudhon (Cfr. G. Woodcock — I. Avakumovic, The anarchist prince ─London -1950 — págs. 57-58).
Cuando tenía veinticinco años resolvió dejar el servicio militar. A comienzos de 1867 se puso en marcha hacia la capital del Imperio. En el otoño comenzó a estudiar matemáticas en la Universidad, con lo cual realizó una vieja aspiración. Y preparo una Memoria, acompañada por un mapa, acerca de las montañas de Asia, que la Sociedad geográfica publicó en 1873.
Por otra parte, en esta época se interesó mucho en la exploración científica del ártico. Llegó a sugerir la existencia de una región desconocida cerca de Nueva Zemlia, sobre la base de un estudio de las corrientes marinas.
Una expedición austriaca, dirigida por Payer y Weyprecht, siguiendo las indicaciones de Kropotkin, descubrió, dos años más tarde, un archipiélago, que bautizó con el nombre de «Tierra de Francisco José» (en honor al emperador de Austria).
Un autor soviético contemporáneo, Anisimov, movido por sin duda por sentimientos patrióticos, dice que aquella región polar debería llamarse «Kropotkin», aunque, si atendemos a las ideas del propio Kropotkin al respecto, como bien anotan Woodcock y Avakumovic (op. Cit. Págs. 83-84), habrá que reconocer que inventos y descubrimientos se deben, más que a los individuos, a la atmósfera intelectual de la época.
En 1871 fue enviado por la Sociedad Geogr afía a Finlandia y Suecia, con el objeto de explorar los depósitos glaciares. En el informe que presentó al regresar sostenía que una capa de hielo, a veces de mil metros de espesor, había cubierto a Europa hasta el sur de Rusia, durante el período glaciar. Se le ofreció el cargo de Secretario de la misma corporación científica, pero no lo aceptó, decidido ya a dedicar su vida a la acción revolucionaria. Ningún goce humano ─reconoce Kropotkin─ es superior al de la investigación y la creación científica. Pero ¿es lícito ese goce ─se pregunta─ cuando la mayoría de los hombres no sólo viven en la más completa ignorancia sino que deben luchar duramente por su sustento diario?: «Pero ¿qué derecho tenía yo a estos goces de un orden elevado, cuando todo lo que me rodeaba no era más que miseria y lucha por un triste bocado de pan, cuando por poco que fuese lo que yo gastase para vivir en aquel mundo de agradables emociones, había por necesidad de quitarlo de la boca misma de los que cultivan el trigo y no tienen suficiente pan para sus hijos? De la boca de alguien ha de tomarse forzosamente, puesto que la agregada producción de la humanidad permanece aún tan limitada».[7]
Hacer posible para todo el goce del saber y de la cultura, lograr que la ciencia sea patrimonio de todos los hombres y no de una ínfima minoría de privilegiados es la tarea que Kropotkin se impone, mientras medita a solas, entre los promontorios y los lagos de Finlandia. Y para ello, no ve otro camino más que el de la lucha social. «Todas esas frases sonoras sobre el progreso de la humanidad, mientras que, al mismo tiempo, los encargados de realizarlo permanecen alejados de aquellos quines pretenden mejorar, son meros sofismas, forjados por imaginaciones deseosas de librarse de una irritante contradicción», dice:[8]
«La ciencia podía hacerse en Rusia, pero la conciencia no», comenta C. Díaz (Tres biografías: Proudhon, Bakunin, Kropotkin — Madrid — 1973).
En la primavera de 1872 emprendió Kropotkin su primer viaje a Europa Occidental. En suiza entró en contacto con grupos de estudiantes rusos y se enteró con ávida curiosidad de la vida de la Asociación Internacional de Trabajadores. La fe ardiente, el espíritu de sacrificio y el deseo de aprender de los obreros lo entusiasman, pero el oportunismo de los jefes pequeño-burgueses y las tendencias para él autoritarias y centralistas de hombres como Marx y Engels empiezan a decepcionarlo muy pronto. De Zurich pasó a Neuchatel donde conoció a Guillaume y a los bakuninista de la federación del Jura. En ellos encontró, definitivamente, los camaradas que habían de acompañarlo en sus largos años de lucha revolucionaria. «Los aspectos teóricos del anarquismo, según empezaban a expresarse en la federación del Jura, particularmente por bakunin; las críticas del socialismo de Estado ─el temor del despotismo económico, más peligroso todavía que el meramente político─ que oí formular allí, y el carácter revolucionario de la agitación, dejan honda huella en mi mente. Pero las relaciones de igualdad que en contre en las montañas jurasianas, la independencia de pensamiento y de expresión que vi desarrollarse entre los trabajadores y su limitado amor a la causa, llamaron con más fuerza aún a mis sentimientos, y cuando dejé la montaña, después de haber pasado una semana con los relojeros, mis ideas sobre el socialismo se habían definido: era un anarquista, escribe en Memorias de un revolucionario»[9]
Después de un corte viaje a Bélgica para conocer las actividades del movimiento socialista en aquel país, retornó a su tierra, con el pesar de no haber podido ver a Bakunin (tal vez porque éste, como sugiere Woodcock, no se mostró muy interesado en encontrarse con el joven príncipe).
Al regresar a Rusia, llevó consigo un cargamento de libro y periódicos socialistas, literatura proscrita que introdujo a través de la frontera, con la ayuda de honrados contrabandistas judíos.[10] (Los anarquistas, como nota Unamuno, siempre se han llevado bien con quines se dedican al contrabando).
Durante dos años, como miembro del círculo Chaikovski (un típico narodnik), tomo parte activa en la propaganda socialista y revolucionaria.[11] Detenido en 1874 y encerrado en la fortaleza de San Pedro y San Pablo, donde había estado antes de Bakunin, Chernichevski, Dostoievski y Pisarev, permaneció allí durante dos años, hasta que, con la ayuda de un grupo de amigos y compañeros, logró huir espectacularmente. Atravesó Suecia y embarcó en Cristianía (hoy Oslo) hacia Inglaterra.[12]
Tratando de eludir a los espías del gobierno zarista, vivió durante un tiempo en Edimburgo. De allí pasó a Londres donde, con el seudónimo de Lavashov, empezó a escribir para la revista Nature y para el periódico Times. Pero pronto volvió a Suiza, atraído por la posibilidad de colaborar con el movimiento obrero. Ingreso en la Federación del Jura, que formaba parte de la Internacional y se instalo en la localidad de La Chaux-de-Fonds.
En ese momento la lucha ideológica dentro de la Internacional iba llegando a su apogeo: por un lado la «democracia socialista» (es decir, el marxismo y los grupos afines a él); por el otro, los federalistas (esto es, los bakuninistas, los proudhonianos y, en general, los anti-autoritarios). Kropotkin interpreto así la situación: «La división entre las dos ramas del movimiento socialista se hizo aparente inmediatamente después de la guerra franco-alemana. La asociación, según tengo ya manifestado, había creado una especie de gobierno, bajo la forma de un consejo general con residencia en Londres; y siendo los inspiradores de éste dos alemanes, Engels y Marx, el fue la piedra angular del nuevo partido; en tanto que las federaciones latinas seguían los consejos de Bakunin y sus amigos y se dejaban guiar por ellos. El conflicto entre los partidarios de Marx y los de Bakunin no tenían un carácter personal; era el resultado inevitable del antagonismo entre los principios federales y los centralizadores, el municipio libre y la paternal tutela del Estado la acción espontánea de las masas y el mejoramiento de las condiciones capitalistas existentes por medio de la legislación; conflicto entre el espíritu latino y el «Geist» alemán que, después de la derrota de Francia en el campo de batalla, reclama la supremacía en el terreno de la ciencia, en el de la política y también en el del socialismo, calificando de «científica» su concepción de estas ideas y de «utópica» la de todos los demás».[13]
Según Kropotkin, en 1872, durante el congreso celebrado por la Internacional en la Haya, Marx, apoyándose en el consejo que el mismo había organizado en Londres, y en una amañada mayoría (donde no había casi más que alemanes y algunos ingleses), se las arreglo para hacer expulsar a Bakunin y a Guillaume, representantes de la auténtica mayoría obrera, puesto que detrás de ellos se alineaban españoles, italianos, suizos, belgas y gran parte de los franceses y holandeses. Con esto no logró cosa sino la liquidación de la internacional, ya que el nuevo consejo general que se instituyó en Nueva Cork tuvo el carácter de un organismo fantasma.
En Suiza entro Kropotkin en contacto con las principales figuras locales del movimiento anarquista, como James Guillaume, editor del Bulletin de la Fédéretion Jurasienne, así como con varios refugiados dela Comuna de París, entre los cuales el más notable era, sin duda, Eliseo Reclús, «tipo del verdadero puritano en sus costumbres, y del filósofo enciclopedista francés del siglo XVIII por su entendimiento; hombre capaz de inspirar a los demás, pero no dispuestos a gobernarlos ni a dirigirlos».[14] Con el movimiento obrero suizo y, por consiguiente, con el propio Kropotkin, colaboraron por entonces también dos italianos, Cafiero y Malatesta. Del primero dice «era un idealista del tipo más puro y elevado, que había consagrado su considerable fortuna a la causa, sin preocuparse después de cómo podría vivir en el porvenir».[15] Del segundo se expresa de esta manera: «era un estudiante de medicina que había abandonado su carrera y también su fortuna por dedicarse a la revolución; lleno de ardor e inteligencia, verdadero idealista que en toda su vida ─y ya se aproxima a los 50─ no ha pensado jamás si tendrá un pedazo de pan para la cena y una cama donde pasar la noche».[16]
Este período fue uno de los más activos de la vida revolucionaria de Kropotkin: participó en mítines y asambleas, distribuyó propaganda, predicó el anarquismo en las reuniones convocadas por los partidos políticos, visitó las diversas secciones de la Federación, colaboró con el taller cooperativo, tomó parte en manifestaciones de protesta. Pero, sobre todo, se ocupó en desarrollar entre los trabajadores las ideas del socialismo anárquico. He aquí cómo avizora, por entonces, la meta de los esfuerzos del movimiento obrero y el futuro más o menos próximo de la humanidad: «Veíamos que una nueva forma de la sociedad empezaba a germinar en las naciones civilizadas, la cual debía reemplazar a la antigua; una sociedad de iguales, donde nadie se verá obligado a vender sus brazos y su inteligencia a aquellos que quieren emplearlos cuando y como mejor les convenga, sino que todos podrán aplicar sus conocimientos y aptitudes a la producción, en un organismo de tal modo constituido, que al mismo tiempo que combine los comunes esfuerzos, a fin de procurar la mayor suma posible de bienestar para todos, deje a cada uno la mayor libertad imaginable, con objeto de que puede manifestarse sin obstáculos toda iniciativa individual. Esa sociedad se compondrá de una multitud de asociaciones federadas para todo aquello que reclaman esta forma de agrupación: federaciones de oficios para la producción general, agrícola, industrial, intelectual, artística; municipios encargados de organizar el consumo, proporcionando alojamiento, alumbrado, alimentos, servicios sanitarios etc.; federaciones de los municipios entre sí, y de éstos con las organizaciones del oficio, y, finalmente, grupos más extensos, abarcando una o varias regiones, compuestos de individuos encargados de colaborar en la satisfacción de aquellas necesidades económicas, intelectuales, artísticas y morales que no se hallan limitadas a un país determinado. Todo esto se combinará directamente por medio del concierto libre, del mismo modo que las compañías de ferrocarriles o las centrales de correos de diferentes naciones cooperan actualmente, sin tener un gobierno encargado de su dirección, y esto sucede a pesar de estar guiadas las primeras por móviles puramente egoístas, y pertenecer las segundas a diferentes y aun antagónicos Estados, o como los meteorólogos, los clubs alpinos, las estaciones de botes salvavidas en la Gran Bretaña, los ciclistas, los maestros y otros, se combinan para toda clase de trabajo en común, ya se trate de empresas intelectuales o simplemente de recreo y placer. Habrá libertad completa para el desenvolvimiento de nuevas formas de producción, inventos y organización, y la iniciativa individual será estimulada, haciéndose lo contrario con la tendencia hacia la uniformidad y centralización. Además esta sociedad no estará cristalizada en ciertas e invariables formas, sino que modificará continuamente su aspecto, porque será un organismo vivo y sujeto a la evolución, no sintiéndose la necesidad de tener gobierno, porque el libre acuerdo y la federación lo reemplazarán en todas aquellas funciones que el Estado considera suyas al presente, y porque también, habiéndose reducido las causas del conflicto, los que aún se vean surgir pueden someterse fácilmente al arbitraje[17]».
En el otoño de 1877 asistió Kropotkin al congreso socialista internacional en Gante, Bélgica, y, junto con otros ocho anarquistas, consiguió frustrar el plan de los socialdemócratas alemanes, que pretendían establecer un comité central para todo el movimiento obrero europeo, reconstruyendo así, bajo otro nombre, el viejo Consejo General de la Internacional. La policía belga estuvo apunto de apresarlo (para entregarlo probablemente al gobierno ruso), pero con ayuda de camaradas y amigos logró escapar otra vez a Inglaterra.[18] Después de una breve temporada en Londres, dedicado a estudiar, en el Museo Británico, la historia de la Revolución Francesa (más tarde publicaría una gran obra sobre el tema), pasó a París donde, por primera vez desde el trágico fin de la Comuna, empezaban a soplar vientos más propicios a la causa obrera y revolucionaria. Con el italiano Costa y con el grupo de Guesde (el cual todavía no era enteramente marxista), inició la labor de reorganización del movimiento socialista. Pero en abril de 1878 Costa fue detenido por la policía y Kropotkin debió escapar nuevamente a Suiza.[19]
Una serie de atentados contra las cabezas coronadas de Europa hicieron por entonces que el gobierno suizo, acusado de dar asilo a numerosos refugiados socialistas y anarquistas, iniciaran contra éstos una política de persecución indirecta. Muchos de los principales militantes de la Federación del Jura se vieron obligados a emigrar o a retirarse del movimiento. Kropotkin quedó a cargo, entonces, del periódico de la Federación, y en febrero de 1879 inició la publicación de un quincenario titulado Le Revolté, que había de acoger algunos de sus más significativos trabajos. Este periódico (que más tarde pasó a París con el nombre de Temps nouveaux) siguió publicándose hasta 1917. Como los dueños de la imprenta, presionados por el gobierno («Para los trabajadores y sus periódicos la libertad de imprenta, escrita en la constitución, tiene más cortapisas de lo que parece»), se negaran a seguir imprimiéndolo, Kropotkin y sus compañeros adquirieron sus propias máquinas.[20] De ellas salieron además numerosos folletos populares escritos por el propio Kropotkin, vendidos por millares a diez y cinco céntimos, traducidos a varias lenguas y recogidos en parte por Eliseo Reclús, bajo el títuloPalabras de un rebelde.[21] En 1904 Benito Mussolini vertió esta obra al italiano.
Con excepción de las referencias a la madre y al hermano, pocas son las noticias que acerca de su vida privada y familiar de Kropotkin en Memorias de un revolucionario. Al revés, una y otra vez más, de lo que sucede en tantas autobiografías, hay allí no sólo una rara modestia sino también un pudor socialista, que le impide sacar a pública consideración las vicisitudes de su domesticidad. (Paul Goodman,Kropotkin at this moment -«Anarchy»- 98-1969 -pág. 128, prefiere interpretar esto como «reticencia sexual extraordinaria»). La verdad es, sin embargo, que tales vicisitudes fueron bien pocas. La vida afectiva de Kropotkin presenta muy escasas alternativas. Como a Marx, y a diferencia de Bakunin, se le puede considerar, desde este punto de vista, un individuo enteramente normal. Sabemos, aunque él mismo no lo diga en sus Memoria, que el 8 de octubre de 1818[22], se casó con Sofía Ananiev, joven ucraniana, de origen judío, que estudiaba biología en Berna. Sofía, que había nacido en Kiev, en 1856, era también una rebelde. Indignada por la inicua explotación de los trabajadores en los yacimientos acuíferos que su padre dirigía en Tomsk (Siberia), huyó a los diecisiete años del hogar. No podía tolerar ser mantenida con el sudor y la sangre de los obreros.
Sus ideas y su interés por las ciencias naturales establecieron entre la joven judía y el descendiente de Rurik un lazo mucha más fuerte que el de la sangre, la raza, la religión o la clase social. Una inalterable armonía y un efecto recíproco, tan profundo como sereno, los unió hasta el fin, a través de circunstancias más impares, huyendo de espías y polizontes, en el destierro, en la agitación social, en la relativa paz de Inglaterra, en las prisiones de Francia, en el triste crepúsculo de la Rusia soviética.
Después de la muerte de Pedro, Sofía vivió casi veinte años, consagrada a perpetuar la memoria de su compañero.
En 1880 se traslado Kropotkin a Clarens, donde prosiguió su labor de propaganda y colaboró al mismo tiempo con Reclús en el tomo de su gran geografía referente a la Rusia asiática. Aquí escribió su famoso llamamiento A los jóvenes y trazó los lineamientos de toda su futura producción literaria.[23]
La muerte del Zar Alejandro II a manos de un terrorista[24] hizo que el gobierno ruso exigiera del de Suiza la expulsión de los refugiados políticos, a los cuales consideraba autores o inspiradores del atentado. Kropotkin se instaló entonces, por un tiempo, en Thonon, pequeña población francesa sobre el mismo lago de Ginebra, y desde allí pasó, a fines de 1881, otra vez a Londres.[25] Durante un año se dedico a la propaganda entre los obreros de la capital inglesa. En el otoño de 1882 volvió a Francia. Se instaló nuevamente en el fronterizo pueblo de Thonon, donde lo asediaba un enjambre de espías rusos, y siguió publicando Le Revolté y escribiendo para la Enciclopedia Británica y para la Newcastle Chronicle[26]. Sometido a juicio por participación en un supuesto atentado terrorista, fue condenado en Lyon y encerrado en la cárcel de esta ciudad hasta mediados de marzo de 1883 en que, junto con otros veintiún presos sociales, se lo trasladó a la prisión central de Clairaux (que en el pasado había sido la abadía de San Bernardo, el enemigo y perseguidor de Abelardo, y que había alojado a Blanqui durante los últimos años de su vida carcelaria).[27]
La prisión de Kropotkin conmovió a los hombres más representativos de la intelectualidad inglesa y francesa: el biólogo Alfred Russel Wallace, el poeta Swinburne y muchos otros colaboradores de laEnciclopedia Británica firmaron un documento en que se solicitaba su libertad; Renan y la academia de Ciencias de París pusieron sus respectivas bibliotecas a disposición del sabio revolucionario encarcelado.[28] (En cambio T. H. Huxley se rehusó a suscribir aquel documento; y, a pesar de lo que el propio Kropotkin afirma, tampoco figuraba en él la firma de H. Specer) (Cfr. Woodcock-Avakumovic, op. cit. pág. 194).
En enero de 1886, las continuas peticiones y campañas de prensa lograron por fin la excarcelación de Kropotkin, al mismo tiempo que la de Luisa Michel, condenada por haber distribuido entre los hambrientos algunos panes tomados de una panadería.[29]
Junto con su mujer, que se había dado por cárcel voluntaria la aldea vecina al penal, se dirigió a París, donde vivió algunas semanas en casa del antropólogo fourierista Elías Reclús, hermano del geógrafo Eliseo, encargado, durante la Comuna, de la Biblioteca Nacional y del Museo de Louvre, autor de Los Primitivos de Australia y de una historia de las religiones, que Kropotkin considera como «la mejor obra sobre esta materia que jamás ha aparecido».
De París viajó a Londres, donde se reunió con sus viejos amigos Stepniak y Chaikovski. Hacia el fin del verano de aquel año recibió la triste nueva del suicidio de su hermano Alejandro, en la terrible soledad de su destierro siberiano. Pero, como por comprensión, la siguiente primavera le trajo la alegría de ver nacer a su hija, a la que puso el nombre del hermano muerto.[30]
Junto con Merlino, Charlotte M. Wilson y algunos otros compañeros, fundó el grupo Freedom, al cual se unieron en seguida Cherkesof, T. Pearson, S. Mainwaring y, luego, T. Cantwell y T. H. Keell. «El grupo comenzó en octubre de 1886 la publicación del periódico mensual Freedom que apareció durante más de cuarenta años y fue uno de los mejores órganos del movimiento anarquista. El periódico publicó con el curso de los años una cantidad de excelentes artículos originales de Kropotkin, Merlino, Cherkesof, Turner, Nettlau y otros muchos compañeros conocidos. Además de los densos resúmenes de la redacción sobre los acontecimientos cotidianos importantes y de serie crítica bibliográfica de toda la literatura socialista contemporánea, publica Freedom también regularmente informes sobre el movimiento anarquista internacional, redactados por Nettlau o Kropotkin mismo», escribe R. Rocker en su obra auto-biográfica En la borrasca.
En marzo de 1887, reunió Kropotkin diversos artículos que había escrito sobre su experiencia carcelaria, en un libro titulo In Russian and French Prisions, el cual desapareció inmediatamente del mercado, gracias a los agentes zaristas que compraron y destruyeron toda la edición (Cfr. Woocock – Avakumovic, op. Cit. Pág. 198).
Al mismo tiempo continuaba sus ensayos «científicos» (según el mismo lo llama) sobre el anarquismo, lo cuales aparecieron más tarde reunidos en un volumen bajo el título de La Conquista del Pan. Así como en los anteriores trabajos, que Eliseo Reclús publicaría con el título de Palabras de un rebelde, desarrollaba la parte crítica del anarco-comunismo, aquí expone el aspecto constructivo. Al reaccionar contra la mayoría de los teóricos socialistas, según los cuales la producción de la época bastaba para asegurar el bienestar de todos y el mal estaba sólo en la distribución, Kropotkin (a quien se le reprocha por lo común un excesivo optimismo) hace notar que en la sociedad capitalista «la producción misma había seguido una sendo errónea, siendo completamente inadecuada, hasta respecto a las más apremiantes necesidades de la vida». Convencido de que la «propiedad privada y la producción con fines de especulación impiden directamente satisfacer las necesidades de la población, aunque éstas sean en el momento dado bien modestas», pero advirtiendo al mismo tiempo «que en todo país civilizado, la producción, tanto agrícola como industrial, se debería y fácilmente se podía aumentar extraordinariamente con objeto de asegurar el reinado de la abundancia para todos», se propone examinar los recursos de una agricultura moderna y de una educación que proporcione a todos los hombres por igual la posibilidad de realizar, junto a una labor manual agradable, un trabajo intelectual. Surgió así una serie de artículos publicados primero en Nineteenth Century y reunidos luego en un tomo bajo el título de Campos, fábricas y talleres.
En enérgica reacción contra el Darwinismo social, dominante entonces en Inglaterra, que Huxley, en su artículo La lucha por la existencia: un programa (publicado también en Nineteenth Century) había esgrimido hábilmente para atacar los ideales del socialismo, Kropotkin escribió para la misma revista una serie de artículos en los que, a partir de una conferencia del geólogo ruso Kessler, intentaba demostrar que el apoyo mutuo es una ley de la naturaleza, igual que la lucha mutua, y que aquél es todavía más importante que ésta en la evolución de las especies.
Alentado por el director de Nineteenth Century, James Knowles, y por el sabio H. W. Bates, autor de Un naturalista en el río amazonas, reunió una gran copia de materiales de donde se originó otra serie de artículos, luego reunidos en volumen con el título de El Apoyo Mutuo, un factor de evolución. La polémica contra lo que él juzga mala interpretación de la fórmula darviniana de la «lucha por la existencia» («No hay infamia alguna en la sociedad civilizada o en las relaciones de los blancos con las llamadas razas inferiores, o en las del fuerte con el débil, que no pueda encontrar su excusa en ella»), lo impulsa a la formulación de una ética del apoyo mutuo que, como veremos, juzga necesario fundar en la biología (El apoyo mutuo, Ética, Justicia y Moralidad, etc.).
Por otra parte, como la investigación del papel de la ayuda mutua pasa de las sociedades animales a las humanas, e implica el estudio de las instituciones primitivas, medievales y modernas, el autor es conducido naturalmente al examen del papel que representa el Estado en Europa durante los últimos tres siglos. (El Estado — Su rol histórico; el Estado Moderno).[31]
Durante su larga permanencia en Inglaterra, Kropotkin participó también muy activamente en la vida del movimiento socialista y anarquista. Tomó parte en numerosos «meetings» y manifestaciones. Asistió a reuniones para conmemorar la Comuna de París o los mártires de Chicago. Intervino, aunque sin desempeñar un papel muy importante, en la huelga del sábado sangriento de 1887 y en la gran huelga de 1889 (Cf. Nicolás Walter, Kropotkin and his memoirs — «Anarchy» — 109 — pág. 86). «Sin ser verdaderamente un orador, sabía agradar y convencer, y era tanto mejor acogido cuanto que sus oyentes no ignoraban que él era un sabio, amigo, por ejemplo, del biólogo Patrick Geddes, del ilustre explorador polar Nansen y de Bernard Shaw», dice Georges Blond (La grande armée du drapeau noir — París — 1972 pág. 86).
Por otra parte, como antes de 1890 su actividad disminuyó un tanto. Escribía aún algún artículo para Freedom, pero no participó mucho en la agitación social. En 1896 habló en un «meeting» realizado para protestar contra la exclusión de los anarquistas de la segunda internacional. En 1912 se movilizó para defender a Malatesta, amenazado de deportación y, antes, en 1907, intervino para lograr la libertad de Lenin, detenido por la policía.
Durante este período llevó una vida tranquila, «de casi burguesa responsabilidad, con su mujer e hija ─y a veces una sirvienta─ en una serie de casas suburbanas (en Harrow, Acton, Bromley, Highgate, y luego Brighton Kemp Town)» (N. Walter, Ibíd.).
«Por primera vez desde su niñez gozaba de una existencia más o menos estable y, aunque nunca se preocupó mucho por la comodidad material, es indudable que apreciaba la relativa tranquilidad de una vida familiar retirada, dedicada en bien balanceadas proporciones al estudio y al trabajo manual. A esto debe añadirse el hecho de que Inglaterra era su último refugio y no estaba ansioso por desempeñar innecesariamente un papel que pudiera crearle conflictos con la autoridades» (Woodcock — Avakumovic, op. cit. Pág. 219).
En ningún momento, sin embargo, contradijo sus convicciones. En cierta ocasión, durante un banquete que le ofrecía la Real Sociedad de Geografía, se negó a brindar por la salud del rey; se rehusó a ingresar a ella bajo el patronato real, y no quiso considerar siquiera la sugestión de ser nombrado profesor de geografía en Cambridge. Jamás aceptó ningún trato con los gobiernos de Rusia y de Francia (Cf. N. Walter, op. cit. Págs. 87-88.).
La última década del siglo produjo un singular florecimiento del ideario comunista en Inglaterra, pero también el europeo y en América: «Toda Europa está pasando ahora por una fase bien oscura del desarrollo del espíritu militar», escribía el propio Kropotkin al finalizar, en 1899, sus Memorias. Y agregaba: «Esto fue inevitable consecuencia de la victoria obtenida por el imperio militar alemán, con sus sistemas de servicios general obligatorio, sobre Francia, en 1871, habían sido ya desde entonces prevista y anunciado por muchos, y de un modo particularmente expresivo por Bakunin. Pero la contracorriente se hace actualmente sentir en la vida moderna. Las ideas comunistas, despojadas de su forma monástica, han penetrado en Europa y en América de un modo extraordinario durante los últimos veintisiete años en que he tomado parte activa en el movimiento socialista y he podido observar su desarrollo».[32]
Durante este período dedicó buena parte de su esfuerzo al movimiento internacional: escribió asiduamente para Le Revolté y para Temps Nouveaux, se interesó por el movimiento anarquista ruso e hizo cuanto estuvo en sus manos por los revolucionarios refugiados en Inglaterra. Por otra parte además de colaborar regularmente con tres periódicos anarquistas y ocasionalmente con otras publicaciones de diverso tipo (tales como The Speaker, The Forum, The Atlantic Monthly, The North American, Review, tec.), dio una serie de conferencias sobre los más diversos temas (desde los problemas de las prisiones hasta la organización industrial) en Londres y varias ciudades inglesas y escocesas. Durante el año de 1899, por ejemplo, habló en Londres, Glasglow, Aberdeen, Dundee, Edimburgo y la zona de Manchester. Y el año siguiente, en Darlington, Leicester, Plymouth, Bristol, Manchester, Walsall y otras ciudades. (Cf. Woodcock — Avakumovic, op. cit págs. 219-220).
En tales conferencias demostraba siempre gran información y fino juicio, «y cuando abordaba algún tópico insólito, como La Poesía de la naturaleza, que desarrolló en Londres en 1892, demostraba una amplia erudición literaria, al ilustrar un tema casi panteísta mediante el estudio de los poetas griegos y de Byron, Shelley, Goethe y Whitman» (Woodcock — Avakumovic, op. cit págs. 220).
Durante el año 1890, un grupo de anarquistas judíos de Nueva York, cuyo vocero era Alejandro Berkman, resolvió invitar a Kropotkin, a quien consideraba su maestro, para que viajase a Norteamérica. Pero éste se rehusó por considerar que no podía distraerse en gastos de viaje los escasos recursos económicos del movimiento obrero.
Sin embargo, cuando al año siguiente, un agente de conferencias le ofreció una gira por los Estados Unidos aceptó gustoso, pues sentía vivó interés por conocer las formas de vida y la organización social del nuevo mundo. Antes de partir, en una reunión de despedida que los anarquistas londinenses le ofrecieron en el Athenaeum Hall, de Tottenhamm Court roas, Kropotkin expresó: «América es precisamente el país que demuestra cómo todas las garantías escritas de libertad en el mundo no constituyen una protección contra la tiranía y la opresión de la peor especie». (Woodcock — Avakumovic, op. cit págs. 268-269).
Estas palabras provocaron probablemente la cancelación de la gira por parte del agente yanqui. El hecho es que tampoco en 1891 pudo kropotkin viajar a América del Norte.
Cinco años más tarde, en 1896, las autoridades francesas, por medio del «solidarista» Leon Bourgeois, y presionadas, sin duda, por los aliados zaristas, frustraron un viaje a París, donde Kropotkin debía hablar, invitado por Grave, en un mitin multitudinario (Cf. Woodcock — Avakumovic, op. cit págs. 271-272).
En 1897, en cambio, pudo realizar finalmente su viaje a Norteamérica. Invitado por su amigo James Mavor, profesor de economía en la universidad de Toronto, presentó dos ponencias en la reunión anual dela British Association, que tuvo lugar en dicha ciudad canadiense.
Desde allí viajó hacia el oeste, y en transcurso de este viaje realizó numerosas observaciones tanto de carácter geográfico como sociológico, que consignó en sus artículos para The Nineteenth Century. De un modo particular se interesó en la vida y costumbres de los menonitas, cuya prosperidad agraria atribuyó fundamentalmente a sus tendencias comunistas. Esta secta disidente, originaria de Holanda (ya en el siglo XVII había tenido buenas relaciones con el excomulgado filósofo Baruch de Spinoza), después de haber habitado las estepas rusas, se había trasladado a Canadá (y más tarde al Chaco paraguayo), en busca de la libertad necesaria para desarrollar una vida fundada en el cristianismo, entendido como anti-estatismo pacifista y comunitario.
De Canadá pasó liego Kropotkin a los Estados Unidos, donde tuvo ocasión de visitar Chicago, Nueva York, Filadelfia, Washington, y Boston.
En esta última ciudad habló sobre la ayuda mutua en el Lowell Institute; en Filadelfia presentó a un auditorio de más de dos mil personas, reunidas en el Oddfellows’Hall, una interpretación sociológica de la historia universal; en Nueva York disertó sobre la literatura rusa en el Chickening Hall de la Quinta Avenida, y luego, ante un vasto auditorio, en el Cooper Union, sobre las ideas fundamentales del anarquismo. En Nueva York tuvo también ocasión de conocer al agitador alemán Johannes Most, ex socialdemócrata dedicado luego de lleno a la causa del colectivismo anárquico, que terminó coincidiendo casi en todo con las ideas anarco-comunistas del propio Kropotkin, y el anarco-individualismo de Benjamín Tucker, representante de una corriente libertaria autóctona, fundada presuntamente en Thoreaucon el cual no pudo llegar, según parece, a ningún acuerdo ideológico. De hecho ─y Kropotkin lo vio siempre muy bien─ las ideas económicas de Tucker conducían, a breve o largo plazo, al liberalismo burgués y al sistema capitalista. (Cf. Woodcock — Avakumovic, op. cit págs. 277-281).
El instituto Lowel de Boston volvió a invitar a Kropotkin en m1901, para dar una serie de conferencias sobre la literatura rusa, las cuales aparecieron ampliadas en forma de libro en 1905 (traducidas al italiano por E. Lo Gatto en 1921). Durante esta segunda visita a Boston habló también en la universidad de Harvard, en el Welley Collage e inclusive en el salón de actos de una iglesia liberal. Sobre literatura rusa y sobre anarquismo disertó asimismo en el Chikening Hall, en la «Liga para la educación política» y en el Cooper Union de Nueva York. En el Hull Hause de Chicago habló para la Arts and Crafts Society; en la universidad de Illinois trató sobre «El desarrollo moderno del socialismo», y en la Madison sobre «Turguenev y Tolstoi». Interesado en los métodos de cultivo de trigo, aprovechó su viaje a Ohio para recoger numerosos datos al respecto, que luego utilizaría en su obra Campos, fábricas y talleres. Su amigo, el profesor Mavor, lo esperaba en Buffalo, para pasar dos días con él, antes de que volviera a Inglaterra. Poco después de su partida, un obrero polaco, sedicente anarquista, dio muerte al presidente McKinley, lo cual provocó una violenta represión y frustró toda posibilidad de un tercer viaje de Kropotkin a los Estados Unidos (Cf. Woodcock — Avakumovic, op. cit págs. 284-287).
Por otra parte, durante los años subsiguientes fueron muchos los viajes que se frustraron para él, entre ellos el que debió realizar en mayo de 1904 a Suiza, para asistir al congreso internacional de Filosofía. En cambio, en junio del mismo año no pudo visitar a su gran amigo Reclús, que se hallaba ya muy enfermo. Dos meses más tarde se encontró también con Guillaume y Brupbacher en Etables, Bretaña, y luego continuó con el primero a París, donde fue huésped, al parecer, del pintor Camilla Pisarro, y departió largamente con Grave.
Como las autoridades no pusieron desde entonces trabas a su ingreso, Kropotkin volvió varias veces a Francia. Estuvo en Bretaña en el verano de 1906, en París en enero de 1907 y, de nuevo, en el verano del mismo año junto con su mujer. Sin embargo, no asistió al Congreso Anarquista Internacional, celebrado en Ámsterdam, la más grande reunión de este tipo habida hasta entonces. Tal vez se lo impidió su salud, tal vez su deseo de no enfrentarse con la mayoría de los delegados en la cuestión del militarismo y de la guerra, pues para entonces sustentaba ya Kropotkin la tesis francófila y anti-germánica que había de llevarlo a apoyar a los aliados durante la primera guerra mundial.
En el verano de 1908 hizo un viaje a Ascona, en la ribera del lago Maggiore, por motivos de salud; en octubre estuvo otra vez en París; y para diciembre se hallaba en Locarno. Recién en mayo de 1909 retornó a Inglaterra. El verano siguiente pasó, escribiendo para The Nineteenth Century, en Rapallo; y desde fines de 1912 estuvo nuevamente en Locarno, hasta junio del año siguiente. Por entonces eran ya tan frecuentes como dolorosas las discusiones del viejo luchador con sus camaradas acerca de la guerra. Mientras Benito Mussolini traducía La Gran revolución, y admiraba a Kropotkin por su valentía antimilitarista y anti-nacionalista, el mismo Kropotkin chocaba con Grave, Dumartheray, Bertoni y Malatesta, que rechazaban su relativo apoyo a la causa nacional de Francia.
Durante el invierno de 1913-1914 pasó aún seis meses en Bordighera, sobre la costa marítima septentrional de Italia, donde recibió la visita de la señora Lavrov, de Grave y de Max Nettlau (Cf. Woodcock — Avakumovic, op. cit. Pág. 293-303).
En aquellos días, pese a todas las dificultades internas del movimiento socialista y a las divisiones que separaban entre sí a los anarquistas mismos, vivían aún un clima de optimismo revolucionario y estaba casi inmerso en la expectativa del milenio.
He aquí cómo en las postrimerías del siglo XIX veía Kropotkin el presente y el futuro del socialismo: «No hay época en la historia ─si se exceptúa tal vez el período de insurrección en los siglos XI y XII, que dieron por resultado el movimiento de los municipios medioevales─ durante la cual un cambio de la mismo índole, y tan profundo, se haya hecho sentir en las concepciones corrientes de la sociedad, y ahora, a los cincuenta y siete años de edad, estoy más profundamente convencido que antes, si es posible, de que una combinación cualquiera de circunstancias accidentales puede hacer estallar en Europa una revolución que se extienda como la del 48 y sea mucho más importante, no el sentido de mera lucha entre partidos diferentes, sino en el de una profunda y rápida reconstrucción social, y tengo el convencimiento de que, que cualquiera que se el carácter que semejante movimiento pueda tomar en diferentes países, en todas partes se manifestará un conocimiento más profundo de los cambios que se necesitan de lo que jamás se ha dado a conocer durante los seis siglos últimos, en tanto que la resistencia que el movimiento encuentre en las clases privilegiadas apenas tendrá el carácter de obtusa obstinación que hizo tan violentas las revoluciones de los tiempos pasados. La obtención de este gran resultado justifica bien los esfuerzos que tantos millares de seres de ambos sexos, y en todas las naciones y clases, han hecho en los últimos treinta años».[33]
Menos de dos décadas después Kropotkin (como tantos otros socialistas y «hombres de buenas voluntad» en todo el mundo) creyó ver realizadas tales esperanzas de regeneración y construcción humanas en la revolución rusa. No tardó en sufrir, como veremos, una profunda decepción. Esto no obstante, su optimismo, que trascendía las circunstancias históricas y las coyunturas sociales e ideológicas, no quedó aniquilado, ni habría desaparecido aun de haber vivido él en nuestros días. Formaba parte de su personalidad y se fundaba probablemente en las experiencias de su infancia y de su adolescencia, en su contacto con los siervos y con el pueblo trabajador, al que había vivido como esencialmente bueno y justo. «Kropotkin ─dice Rudolf Rocker─ era una naturaleza combativa por esencia, distante de todo escepticismo». Y, pocas líneas más adelante, explica: «El escepticismo era para él un adormecimiento de la conciencia, un cansancio de las cualidades morales a las que debe la humanidad todo ascenso en su historia».
Cuando el mismo Rocker lo visitó, en agosto o septiembre de 1896, Kropotkin estaba ya preocupado por el peligro de una guerra europea, preparada por las ambiciones imperialistas de Alemania y por la carrera armamentista que tales ambiciones desencadenaba en las otras potencias. Al estallar, dieciocho años más tarde, la primera guerra mundial, tomó partido, inesperadamente para la mayoría de sus compañeros y amigos, por los aliados.
En 1916, junto con un grupo pequeño muy cualificado de intelectuales y militantes anarquistas, entre los cuales estaban Cornelissen, Malato, Cherkesof y Jean Grave, firmó una proclama a favor de Francia, que es, sin duda, más que nada, una exhortación y un grito de alerta contra el militarismo prusiano: el manifiesto de los 16.
Esto provoco la airada reacción de la mayoría anarquista y también de los socialistas internacionales y de los bolcheviques. Refutaron la posición kropotkiniana, en nombre del tradicional anti-belicismo libertario, que ve en toda guerra entre Estados una lucha por los intereses de las clases gobernantes, Domela Nieuwenhuis, Sebastián Faure, Rudolf Rocker, Emma Goldman, Alejandro Berkman, Emilio Armand, Luís Bertoni y enrique Malatesta. Por otra parte, Lenin, Trotski, Stalin y los más importantes dirigentes del bolcheviquismo no escatimaron sus ataques contra la toma de posición kropotkiniana. Aleksandr Ge, un anarquista ruso que llegó a ser alto funcionario de la cheka, y miembro del Comité Ejecutivo Central de los soviets, publicó una Leerte ouverte à P. Kropotkine, donde fustigaba con vigor dicha posición. Y es indudable que, puestos a considerar las cosas desde el ángulo de la escrita coherencia ideológica, esta actitud del ya anciano príncipe parece carecer de justificación. Baste recordar lo que él mismo escribiera tres décadas antes en Le Revolté de Ginebra, en un artículo titulado precisamente La Guerra: «No están luchando (los Estados) por un supremacía militar sino por una supremacía económica; el derecho de imponer sus manufacturas, sus derechos arancelarios, sobre sus vecinos; el derecho de desarrollar los recursos de los pueblos atrasados en industrias, el privilegio de construir ferrocarriles a través de aquellos países que no los tienen, y bajo este pretexto lograr la demanda para sus mercados; el derecho, en una palabra, de robarle aquí y allí, al vecino, un puesto que estimule el comercio y una provincia que les absorba el exceso de producción. Cuando luchamos, hoy en día, lo hacemos para asegurar a nuestros reyes industriales un bono de treinta por ciento, para fortalecer a los «varones» de las finanzas en su control de mercado del dinero, y para conservar elevado el porcentaje de interés para los accionistas de minas y ferrocarriles. Si fuéramos concientes, deberíamos reemplazar el león de nuestras banderas por el becerro de oro, sus emblemas por sacos de monedas, y el nombre de nuestros regimientos, copiados originalmente de la realeza, por los títulos de los reyes de la industria y de la finanza: Rothschild III, Baring X, etc. Así conoceríamos, por lo menos, para quiénes nos matamos» (Cit. Por V. García, en Ruta N. º 21, segunda época).
Sin embargo, si dejando de lado la tarea de absolver y condenar, tratamos simplemente de comprender, pronto advertimos que, para Kropotkin la primera guerra mundial tuvo ─como lo tendrá más tarde para la casi totalidad de los socialistas, comunistas y anarquistas la segunda─ el carácter de una cruzada contra el militarismo, el imperialismo y la prepotencia. Es verdad que no eran en 1914 tan claros como en 1939 los rasgos de la abominación totalitaria, y que entre el Kaiser y Hitler mediaba aún la diferencia que hay entre un ladrón de guanto blanco y un salteador de caminos, pero la aguda percepción que Kropotkin había desarrollado para captar ala autocracia y el culto a la fuerza por la fuerza misma, lo obligaban a oponerse activamente a todos los avances del prusianismo. Cabe, por esto, preguntarse si, en caso, más que error, no hubo profecía.
Parece conveniente transcribir, a este propósito, algunos pasajes de dos cartas, hasta hace poco inéditas, que Kropotkin dirigió al químico costarricense Elías Jiménez Rojas, al comienzo de la primera guerra mundial (Traducción e introducción por Alain Vieillard — Baron – Revista de filosofía de la Universidad de Costa Rica — Vol. II Núm. 7 — 1960).
En la primera del 30 de octubre de 1914, leemos: «Admiro a los belgas que han peleado heroicamente, y entre los cuales un alzamiento general fue parado solamente por el exterminio de aldeas enteras y la devastación completa del país: destrucción entera de ciudades, y cosechas llevadas a Alemania o destruidas por el fuego. Los alemanes, que habían preparado meticulosamente esta guerra, invadido los países que debían conquistar con decenas de miles de soplones (no lo disimula) en todas las capas de la sociedad (ellos sirven actualmente como guías experimentados para las tropas), previsto todo (todo el genio de las nación orientado hacia esa guerra), son tremendamente fuertes. Toda Bélgica y la parte invadida de Francia están cubiertas ahora por fortalezas o campos atrincherados (como...), levantados durante esos 2 meses; esto necesitará 2 años o más para reconquistarlo. Lo mismo la mitad occidental de Polonia... Ustedes comprenden que, en semejantes circunstancias, se necesitaríantodos los esfuerzos para impedir que el imperialismo militar estrangule Europa» (Ibíd. págs. 294-295).
En la segunda, de un modo aún más explicito y contundente, dice: «Pienso que es deber de todo el que tiene a pecho el progreso general, y sobre todo el ideal que fue inscrito por los proletarios en la bandera de la Internacional, hacer cuanto éste en su poder, según las capacidades de cada uno, para repeler la invasión de los alemanes en Europa occidental». Y poco más adelante, añade: «Desde 1871, Alemania paso a ser casi un amenaza para todo el progreso de Europa. Todas las naciones se vieron obligadas a mantener bajo las armas inmensos ejércitos y agotarse en armamentos. Peor aún. El absolutismo en Rusia y la reacción general en Europa, tenía su apoyo más fuerte en la estructura reaccionaria del imperio alemán. (Los «Negros» en Rusia lo confiesan abiertamente en los periódicos). Bakunin y tantos otros tenían razón de escribir en 1871 que si la influencia francesa desapareciese de Europa, Europa sería detenida en su evolución por medio siglo. Esto es lo que ocurrió. Y ahora, si la invasión alemana no es rechazada por un esfuerzo común de las naciones, incluso las de América, Europa recaería en una (reacción aún) más profunda, por medio siglo (o más)» (Ibíd. Págs. 295-296.). El juicio de Kropotkin sobre los métodos del ejército invasor alemán parece implicar una premonición de la barbarie, ciertamente mucho más sangrienta y generalizada, de las tropas nazis durante la segunda guerra mundial: «Lo que podemos esperar de Alemania, lo hemos aprendido, el corazón sangrante, al ver las atrocidades cometidas por la soldadesca alemana, bajo las ordenes de sus jefes superiores, “para sembrar”, (dicen) “el terror en el seno del pueblo belga” y quitarles (así) el valor de defender (con una guerra popular) sus campos y ciudades, invadidos sin ninguna apariencia de pretexto, exclusivamente porque Alemania quería conquistar Bélgica, con el fin de poder atacar más cómodamente a Francia e Inglaterra. Esta orgía de la Soldadesca (alemana) había que preverla, después de lo que (ya) habíamos visto de ella en 1870. (Desde entonces, había producido ya el sistema de fusilar a todos los habitantes, en el momento en que uno solo de éstos había disparado para defender su casa, su hermana o su madre. Me temo que en América y en España se ignoren todas estas atrocidades. Los que vivimos aquí, en medio de los refugiados belgas, y tenemos amigos, testigos oculares de lo que sucede en Bélgica, estamos horrorizados de los que pasa)» (Ibíd. Pág. 296).
Cuando en febrero de 1917 cayo la dinastía Romanoff y con ella el régimen zarista, Kropotkin, viajo ya, pero siempre entusiasta y deseoso de estar allí donde mejor se podía servir a la causa revolucionaria, se dirigió sin perdida de tiempo a la tierra natal, de la que tantos años atrás había huido. La guerra aún continuaba, pero ello no fue obstáculo que le impidiese llegar a Rusia, así como en otra época, guardias y murallas no lo fueron para que de ella escapase. Allí se puso en contacto no sólo con los grupos anarquistas, sino también con los social-revolucionarios y aun con los demócratas liberales (cadetes), buscando un entendimiento para lograr la instauración de una república democrática. Este era su juicio, un primer paso indispensable para una ulterior organización socialista y federal. Kerenski le ofreció una cartera en su ministerio, cosa que naturalmente rehusó.
En agosto de 1917 habló en la Conferencia de todos los partidos, reunida en Moscú. Su intervención constituyó un llamado a la proclamación de la república. Abogó asimismo por la renovación de la ofensiva contra Alemania (Cf. Walter, op. cit. Pág. 91).
Muchos anarquistas, pese al respeto que les inspiraba la trayectoria revolucionaria de Kropotkin, se apartaron de él, disgustados por esta actitud moderada en la política interna, y sobre todo, por su actitud frente a la guerra. Otros en cambio, seguían considerándose sus discípulos.
A poco de la revolución de octubre, los bolcheviques en el poder comenzaron a hacer difícil la actividad de los anarquistas rusos. Sin ser directamente molestado, Kropotkin se vio obligado a dejar Moscú por Dimitrov, pueblo situado a poca distancia de esta ciudad.
Emma Goldman refiere en su biografía (Living my life — New York — 1934 — págs. 769-770 , que aun cuando se había dicho que Kropotkin vivía muy bien, sus raciones, provistas por la cooperativa de Dimitrov, pronto dejaron de llegarle, cuando esta asociación, como tantas otras semejantes, fue liquidada y la mayoría de sus miembros arrestados en la prisión moscovita de Butirky. Sofía, la mujer de Kropotkin, explicó a Emma Goldman que lograba subsistir gracias aun pequeño huerto y a la ayuda que a veces les venía de los compañeros de Ucrania y especialmente de Makhno. Cuando el gobierno bolchevique le ofreció 250.000 rublos en concepto de derecho de autor (en 1918 se editaron en ruso La gran revolución y Memorias de un revolucionario), Kropotkin los rechazó.
La misma Emma Goldman cuenta que, al hablarle Shasha (Alejandro Berkman) de las contradicciones del régimen revolucionario, y de la entrevista que él y Emma habían tenido con Lenin, replicó que todos los desastres y desviaciones no eran sino consecuencias del marxismo y de sus teorías, consecuencias que él, como todos los anarquistas, había previsto y denunciado de antemano.
Nadie, sin embargo, ─dice─ había calculado las proporciones de la amenaza de los dogmas marxistas: «Los bolcheviques estaban envenenados por ellos y su dictadura sobrepasa la autocracia de la inquisición».
Cuando poco antes de su muerte recibe la visita del anarquista Vilkens, le dice con amargura: «Los comunistas con sus métodos, en lugar de poner al pueblo en vía del comunismo, acabarán por hacer odioso hasta ese nombre».
Boris Yelenski, en su obra inédita In the Social Store, dedica el capítulo XII a recordar su visita a Kropotkin (Cfr. «reconstruir» — Buenos Aires — 85 -1973). Narra allí que, habiendo llevado para el anciano príncipe dos cajas de alimentos que le enviaba Makhno, sabedor de la difícil situación que se vivía en Dimitrov, aquél no quiso recibirlos sin antes cerciorarse de que no provenía del gobierno bolchevique: «pues yo no acepto nada de ellos» Rechazó inclusive, como recuerda Rocker, la «ración académica», que le había asignado Lunarscharski, a la cual tenía derecho como hombre de ciencia.
Desde su retiro escribió Kropotkin, según nos informa Valentina Tvardovskaya, «muchas cartas a los altos organismo de la autoridad soviética; unas veinte dirigidas personalmente a Lenin». (P. Avrich, Una nueva biografía soviética de Kropotkin. «Reconstruir» — 97 — 1975). Una de esas cartas a Lenin, fechada en Dimitrov el 4 de marzo de 1920, contiene estos párrafos que revelan el pensamiento de Kropotkin sobre el curso de la revolución soviética: «Viviendo en el centro de Moscú, no puede conocer usted la situación verdadera del país. Tendría que encontrarse en provincias, en estrecho contacto con las gentes, participando de sus anhelos, sus trabajos y sus calamidades; con los hambrientos ─adultos y menores─, soportando los inconvenientes sin fin que se presenta incluso para proveerse de una miserable lámpara de petróleo... aunque la dictadura de un partido constituyera un medio útil para combatir el régimen capitalista ─de lo que dudo bastante─, esa misma dictadura es completamente nociva en la creación de un orden socialista. Necesariamente, el trabajo tiene que hacerse a base de las fuerzas locales, y eso, hasta ahora, ni ocurre ni se estimula por ningún lado. En su lugar, se encuentran a cada paso individualidades que no han conocido nunca la vida real, y cometen los mayores errores, ocasionando la muerte de millares de personas y arruinando regiones enteras. Sin la participación de las fuerzas locales, sin la labor constructiva de abajo a arriba, ejecutada por los obreros y todos los ciudadanos, la edificación de una nueva vida es imposible. Una obra semejante podría ser acometida por los soviets, por los consejos locales. Pero Rusia, hay que decirlo, no es ya una república soviética sino de nombre, La influencia y el poder de los hombres del partido, que son frecuentemente advenedizos en el comunismo ─los devotos de la idea están, sobre todo, situados en el centro─, han aniquilado la influencia verdadera y la fuerza de aquellas instituciones prometedoras: los soviets. Ya no hay soviets, repito, sino comités del partido que hacen y deshacen en Rusia. Y su organización adolece de todos los males del funcionarismo. Para salir del desorden actual. Rusia tiene que volver al espíritu creador de las fuerzas locales, que, se lo aseguro, son las únicas capaces de desarrollar los factores de una vida nueva. Y cuando antes se comprenda, mejor será. Las gentes se dispondrán a aceptar más fácilmente las nuevas formas de organización social. Pero si la situación actual se prolonga, la misma palabra “socialismo” se convertirá en una maldición, como ha ocurrido en Francia con la idea de igualdad durante los cuarenta años que siguieron al gobierno de los jacobinos».
A comienzos de 1921, ─dice Paul Avrich (Los anarquistas rusos — Madrid — 1967 — pág. 230 sgs)- Lenin, alarmado por el renacimiento de las tendencias sindicalistas en el seno de su propio partido, comienza a tomar medidas para reprimirlas, y entre tales medidas se encuentra la supresión de ciertas obras de Bakunin y Kropotkin. Este último, «símbolo viviente de las ideas libertarias» y «centro de una gran corriente de simpatía y admiración en toda Rusia», había llegado a la convicción, tal como lo expresa Emma Goldman en 1920, de que sólo el sindicalismo podía dotar de una sólida base a la destruida economía soviética. Irritado por el autoritarismo y la violencia frecuentemente inútil del gobierno bolchevique, se opone primero a la disolución de la Asamblea Constituyente; después al terrorismo policíaco de la Cheka, y, en todo momento, a la dictadura del partido, que no es sino una reiteración del «intento jacobino de Babeuf». Esto no obstante, en carta abierta dirigida a los obreros europeos, les pide que presionen sobre sus gobiernos para que cese el bloqueo a Rusia y la intervención extranjera en la Guerra Civil, no porque el simpatice con el gobierno bolchevique o apoye el nuevo régimen dictatorial, sino precisamente porque «la intervención armada del exterior refuerza inevitablemente las tendencias dictatoriales del gobierno y paraliza los esfuerzos de los rusos que quieren colaborar con la restauración de la vida de su país, con independencia del gobierno».
En aquellos días contrajo Kropotkin una neumonía. Asistido por su mujer, Sofía, y por su viejo amigo, el doctor Atabekian, no resistió, sin embargo, el embate de la enfermedad, y el 8 de febrero dejó de existir.
Lenin, que pese a las diferencias ideológicas y a las graves críticas sufridas de parte del viejo príncipe revolucionario, sentía por el admiración, envió ─dice Rocker en sus «Memorias»─ los mejores médicos a Dimitrov, exigió que se le tuviera al tanto día por día del estado del enfermo ordenó que dichos informes se publicaran en la prensa. Sofía creyó siempre que Lenin ignoraba las presiones ejercidas por la Cheka contra Kropotkin.
El mismo Lenin propuso construirle un panteón estatal. Pero la familia y los amigos se opusieron a ello, como sin duda lo hubiera hecho el propio Kropotkin. Un comité de compañeros anarco-comunistas, «momentáneamente unidos por la muerte de su gran maestro», como dice Avrich, se hizo cargo de las exequias, A varios anarquistas presos, como Arón Barón, se les permitió salir de sus cárceles para participar en los funerales. «Desafiando el duro frío del invierno de Moscú, veinte mil personas marcharon hasta el monasterio de Novodévichii, el cementerio de los antepasados de Kropotkin. Los manifestantes llevaba pancartas y banderas negras en las que podían leerse peticiones de liberación de todos los anarquistas presos e inscripciones como “Donde hay autoridad no hay libertad” y “la emancipación de los trabajadores ha de ser obra de los trabajadores mismos”, mientras un coro cantaba “Memoria eterna”. Cuando la procesión pasó por delante de la prisión Butirky, los presos golpearon los barrotes de las ventanas y entonaron un himno anarquista a la muerte. Emma Goldman pronunció un discurso, y los trabajadores y los estudiantes llenaron su tumba de flores». (Avrich, pág. 232).
El gobierno ruso resolvió entregar a la viuda y a los compañeros de Kropotkin la casa en que este había nacido, en el barrio de las Viejas Caballerizas, de Moscú, a fin de organizar en ella un museo, con las obras, papeles, cartas y objetos que pertenecieron al extinto príncipe anarquista. El doctor Atabekian, Lebedev, Solonovich y otros amigos de Kropotkin, con la ayuda y el aliento de trabajadores e intelectuales de todo el mundo, mantuvieron la obra casi dos décadas. En 1938 poco después de la muerte de Sofía, la mujer de Kropotkin, el museo fue clausurado por orden de Stalin.
Cualquiera que sea el juicio que las ideas filosóficas y socio-políticas de Kropotkin hayan podido merecer en socialistas y no-socialistas, en anarquistas y no-anarquistas, muy pocos hombres hubo que, habiéndole conocido directa o indirectamente, hayan podido sustraerse a un sentimiento de admiración frente a la grandeza moral de su espíritu.
«El que ha conocido la acción intelectual de un hombre verdaderamente grande y ha abarcado plenamente la importancia de su obra, abriga a menudo el deseo de verle de cerca. Ocurre en ello con frecuencia que la realización de ese anhelo natural no corresponde siempre a las ilusiones internas; tal vez porque desde el comienzo fueron demasiado altas. No ocurría lo mismo con Kropotkin. El que tuvo la dicha de tener estrecha amistad con él, no ha sido decepcionado nunca. Cuanto mejor se le conocía, tanto más profunda era la impresión que se recibía de él. Entre el autor de El apoyo mutuo y el hombre kropotkin no ha habido ninguna distancia. Lo mismo que pensaba y sentía, así ha obrado en todas las fases de su larga y rica vida. Conocerle y quererle era una misma cosa. Era la armonía interna de toda su naturaleza la que irradiaba tal calor, tan hondo humanismo, que permanecía siempre él mismo y nuca dejaba surgir la menor duda sobre su honradez de su pensamiento. Kropotkin era un hombre de una pieza; en él no había nada de dudoso». Así se expresa Rudolf Rocker, un anarco-comunista.
Eduard Bernstein, ideólogo del reformismo marxista, dice, a su vez, que un libro tan excelente como El Apoyo mutuo, sólo puede ser escrito por un hombre que poseyese una necesidad de libertad tan arraigada y una conciencia ética como Kropotkin.
Oscar Wilde, poeta y esteta, escribe en su de profundis: «A las vidas humanas más perfectas que ha tenido ocasión de observar, pertenecen las de Verlaine y el príncipe Kropotkin».
El crítico e historiador de la literatura George Brandes lo juzga así: «Es un revolucionario sin énfasis. Se ríe de los juramentos y de las ceremonias por las cuales se asocian los conspiradores en dramas y operetas. Este hombre es la sencillez encarnada. Como carácter mantiene la comparación con los grandes combatientes de la libertad de todos los países. Ninguno fue más desinteresado que él, ninguno amó a la humanidad más que él».
Stepniak (Kravtschinski), un militante y escritor anarquista que lo conoció muy de cerca y mantuvo con él una prolongada amistad, dice en su libro La Russie souterraine (París — 1885): «Kropotkin es un hombre extremadamente sincero y franco. Dice siempre la pura verdad, sin rodeos ni consideraciones al amor propio de los que hablan con él. Este es el rasgo más saliente y simpático de su carácter. Se puede fiar absolutamente en sus palabras».
Bernard Shaw, autor de La imposibilidad del Anarquismo, socialista fabiano y crítico sagaz, escribe: «Kropotkin era una persona amable al punto de la santidad; con su gran barba rojiza y agradable expresión bien podría haber sido un pastor de la Montaña de las Delicias».
Romain Rolland, comparándolo con Tolstoi, dice de Kropotkin: «Simple, naturalmente, había realizado en su propia vida el ideal de pureza moral, de serena abnegación. De perfecto amor a la humanidad, que el atormentado genio de Tolstoi deseó toda su vida y que sólo realizó en su arte (si se exceptúan algunas felices y raros momentos, con fugas vigorosas y fallidas)». (Para todos estos juicios de personas contemporáneas sobre la personalidad de Kropotkin, véase Woodcock-Avakumovic, op. cit. passim).
Además de sus trabajos de geología y geografía, The Desiccation of Asia (1904), The Orography of Asia (1904) y otros que antes mencionamos, dejó Kropotkin dos importantes obras histórico-críticas:Russian Literatura (1905) y The Great French Revolution (1909). En la primera, formada por una serie de conferencias dictadas en Boston, en el Lowel Institute, durante el mes de marzo de 1901, analiza la presencia de la realidad social junto a los ideales de la literatura de su país natal. En la segunda se propone hacer «la historia popular de la revolución», ya que si bien su historia parlamentaria, «sus guerras, su política y su diplomacia han sido estudiadas y expuestas en todos sus detalles», en cambio «la acción del pueblo de los campos y de la ciudad no se han estudiado ni referido jamás en conjunto». Pero el grupo más numeroso de los escritos de Kropotkin (libros folletos, artículos, conferencias, cartas, etc.), es el dedicado a la exposición, fundamentación y defensa del anarquismo como movimiento social y como filosofía política. Entre ellos puede mencionarse, Aux jeunes gens, La Commune, Le gouvernement revolutionnaire, La Commune de Paris (1880), L’esprit de la révolte (1881), La loi et l’autorité (1881),L’exportation (1886), L’anarchie dans l’evolution socialista. The scientific basis of anarchy (1887), La conquête du pain (1888), Les Prisons (1894), L’anarchie, sa philosophie, son ideal (1896), The State, its part in history (1898), Fields, Factories and Workshops (1899), Socialism and Politics, Modern Science and anarchy (1903) etc. Estas obras fueron pronto traducidas a diversas lenguas y algunas de ellas, como Les Temps nouuveaux, fue ilustrada con un dibujo de Pisarro, titulado «Le Laboreur» (Cfr. B. Nicolson, Camile Pisarro’s anarchism — «Anarchy» — 91 — 1968 — pág. 272).
Como formando un grupo aparte, aunque en estrecha vinculación lógica con las del grupo anterior, debe citarse todavía aquellas obras que tratan de filosofía moral y de los fundamentos biológicos e históricos del anarquismo: La morale anarchiste (1890), Encore la morale (1891), Mutual aid, a factor of evolución (1902), Ethics, Origin and development (1924).
Para comprender adecuadamente el pensamiento de Kropotkin resulta necesario comenzar por el estudio de las obras de este último grupo. En particular, conviene considerar primero El apoyo mutuo, donde el autor desarrollo su filosofía de la naturaleza y de la historia y donde puede hallarse las bases más profundas de sus teorías sociales y económicas y la «última ratio» de su interpretación de la época que le tocó vivir.
La teoría evolucionista expuesta por Darwin en El origen de las especies, cuyos presupuestos se encuentran en Malthus, sostiene que la serie evolutiva de los seres vivientes constituye una cadena genealógica en la cual diversas variedades, más o menos similares, proceden de un antecesor común. De ellas, algunas perecen y otras sobreviven y se perpetúan en sus descendientes. Estas últimas son las que presentan variaciones adecuadas al medio. Se produce así la aparición de nuevas especies y géneros de un modo mecánico, por la simple supervivencia del mejor dotado. Dentro de cada especie se libra, pues, una lucha en la cual necesariamente triunfa y pervive el más fuerte o el mejor dotado. Spencer no deja de aplicar tales ideas al hombre y llega a la conclusión de que la lucha por la vida y la supervivencia del más apto son no sólo el, medio por el cual la naturaleza se diversifica y evoluciona sino también el único camino por el que el género humano progresa. El darwinismo, extendido de tal manera a la historia y a las ciencias sociales, se constituye en el mejor sustentáculo teórico del Laissez-faire y en la base del más crudo individualismo.
T. H. Huxley, seguidor de Darwin, publica en la revista The Nineteenth Century, en febrero de 1888, un artículo titulado The Strugle for existence: A programme.
Kropotkin ve en ese trabajo, en particular, una exageración unilateral del darwinismo y de sus puntos de vista sobra la lucha por la vida. En consecuencia, se propone refutar sus tesis y publica, a partir de 1890, en la misma revista en que Huxley había dado a luz su ensayo, una serie de artículos, que más tarde reúne, ampliándolos, en un volumen: El apoyo mutuo — un factor de evolución. El propósito fundamental de la obra es demostrar que, junto a la lucha y la competencia, cuya existencia de ninguna manera pretende negar, se da, entre los animales de una misma especie, la cooperación y la ayuda mutua, y que éste constituye un factor más importante todavía que el otro en la evolución de las especies animales y, sobre todo, en el progreso de la humanidad. (Cfr. cap. I).
Para ello, comienza analizando la ayuda mutua entre los animales, particularmente entre los que habitan regiones todavía no demasiado pobladas por el hombre. Sus observaciones sobre la fauna de la Siberia Oriental le revelan que hay allí muchas adaptaciones para la lucha común contra las condiciones climáticas, pero muy poca lucha entre los individuos de una misma especie y de un mismo grupo o sociedad. Comprueba, en cambio, numerosos casos de ayuda mutua, especialmente entre aves y rumiantes, en la época de la migración. Y aun en aquellas zonas en que la vida animal es más abundante, rara vez se dan casos de verdadera lucha entre los individuos de una misma especie de animales superiores. «Lo primero que nos sorprende cuando comenzamos a estudiar la lucha por la existencia, tanto en el sentido directo como en el figurado de la expresión, en las regiones aún escasamente habitadas por el hombre, es la abundancia de casos de ayuda mutua practicada por los animales, no sólo con el fin de educar a su descendencia, como está reconocido por la mayoría de los evolucionistas, sino también para la seguridad del individuo y para proveerse de alimento necesario».[34]
Examina la conducta de los escarabajos sepultureros (Necrophorus), de los cangrejos de las Molucas (limulus), de los insectos sociales (termitas, hormigas y abejas), (según los conocidos trabajos de Romanes, Buchner, Lubbock, Blanchard y Fabre[35] y luego, pasando a los animales superiores, la de diversas aves, como el águila de cola blanca (Haliaetos albicilla), el grifo social (Otogips auricularis), el milano egipcio (Pernocterus Stercorarius), el halcón rojo cernícalo (Tinunculus cenchris), la becasa (Tringa alpina), el pelícano, el gorrión, la gallina marina (buphagus), el frailecico (Venellus oristatus), el aguzanieve (Motacella alba), el tucán, la grulla y el papagayo, como ejemplos de mutua.[36]
Las migraciones de las aves y las asociaciones que forman para la crianza, así como las agrupaciones juveniles entre varias especies, con fines recreativos, revelan, según Kropotkin, de un modo particularmente claro, la general y constante asistencia recíproca que las aves se prestan entre sí.[37]
Entre los mamíferos, lo que más llama la atención ─dice─ es la gran superioridad numérica de las especies sociales sobre aquellas pocas, de carnívoros, cuyos miembros viven aislados. «Las asociaciones y la ayuda mutua son regla de la vida de los mamíferos. La costumbre de la vida social se encuentra hasta en los carnívoros, y en toda esta vasta clase de animales solamente podemos nombrar una familia de felinos (leones, tigres, leopardos, etc.), cuyos miembros realmente prefieren la vida solitaria a la vida social, y solamente se encuentran, por lo menos ahora, en pequeños grupos».[38]
Ejemplos numerosos de sociabilidad en la asociación para la caza halla en la familia canina (perros, lobos, chacales, zorros), y formas más desarrolladas de ayuda mutua entre los roedores, ungulados y rumiantes. Y no dejo de recordar el común afecto y los sentimientos de simpatía que reinan entre los elefantes, así como el reciproco apoyo que se brindan los jabalíes, hipopótamos, rinocerontes, focas, morsas y cetáceos.[39] Pero es sobre todo entre los monos, cuyo estudio considera particularmente interesante «porque representa la transmisión de las sociedades de los hombres primitivos», donde halla la más alta expresión de sociabilidad y del apoyo mutuo. «Apenas es necesario recordar que estos mamíferos que ocupan la cima del mundo animal, y son lo más próximos al hombre por su constitución y por su inteligencia, se destacan por su extraordinario sociabilidad. Naturalmente, en tan vasta división del mundo animal, que incluye centenares de especies, encontramos inevitablemente la mayor diversidad de caracteres y costumbres. Pero, tomando todo esto en consideración, es necesario reconocer que la sociabilidad, la acción común, la protección mutua y el elevado desarrollo de los sentimientos que son consecuencia necesaria de la vida social, son los rasgos distintivos de casi toda la vasta división de los monos».[40]
Así, pues, puede concluirse ─dice Kropotkin─ que en todos los niveles del mundo animal hay una vida social y que, según la idea de Spencer, brillantemente desarrollada por Perrier en su Colonias Animales, aparecen ya en el mismo comienzo del desarrollo del mundo animal, «colonia» o sociedades estrechamente ligadas; y que, a medida que ascendemos en la escala zoológica, tales sociedades se van haciendo cada vez más concientes, pierden su carácter meramente fisiológico, dejan de fundarse en el instinto y acaban por ser racionales.[41]
Lejos de poder asentir, entonces, a la idea de Huxley, el cual, parafraseando a Rousseau, afirma que quien por vez primera sustituyó la guerra mutua por el mutuo acuerdo creó la sociedad, Kropotkin sostiene que ésta no fue creada por nadie sino que, por el contrario, existió antes que cualquier hombre, o, en otras palabras que la sociedad precedió al individuo humano. El hombre, en efecto, no es hombre sino por su sociabilidad, y no pudo llegar a ser evolutivamente lo que es sino gracias a la poderosa tendencia de la especia a la convivencia y el mutuo apoyo permanentes.[42]
Por eso, en otro trabajo, La ciencia moderna y el anarquismo, se queja de los prejuicios derivados del darwinismo en este campo: «Hasta un darviniano tan sabio como Huxley no tenía idea alguna de que la sociedad, lejos de haber sido creada por el hombre, existía entre los animales mucho antes de que el hombre apareciera sobre la tierra; tal es la fuerza de un prejuicio corriente».
Kropotkin, como puede verse, no se adhiere de ningún modo a la tesis, tan corriente entre los pensadores liberales y demócratas, del pacto social. Y no solamente rechaza la versión hobbesiana del contractualismo, que supone un originario «estatus naturae» (homo homini lupus), sino también la rousseauniana, con su idílica visión del buen salvaje.
Para él, el hombre no existe si no coexiste; la sociedad es el hombre, y el hombre es la sociedad. De ahí sus duros ataques al individualismo, aun en sus manifestaciones anárquicas o semi-anárquicas. Un pensador eminentemente comunitario como él no podía sentir mayores simpatías por Nietzsche y sus discípulos, como no las sentía por los darvinistas sociales. Escribiendo a Max Nettlau (en carta publicada recién en 1964 en la International Review of Social History) sobre los jóvenes individualistas que en su época rondaban al anarquismo, dice:
«Esta juventud es hoy, nitzschiana porque, como vd. También lo advierte, el nietzchianismo es uno de los individualismos espúreos. Es el individualismo burgués, que sólo puede existir bajo la condición de oprimir a las masas y ─adviértanlo bien─ del lacayismo, del servilismo hacia la tradición, de la obliteración de la individualidad dentro del propio opresor, como en el seno de la masa oprimida. La “hermosa bestia rubia” es, en el fondo, una esclava ─esclava del rey, del sacerdote, de la ley, de la tradición─ un número sin individualidad del rebaño explorador... Han encontrado divertido lo pintoresco de Rovachol, de Vaillant, de Pauwels, pero se han incorporado de nuevo a su vegetar desde el momento en que se han dado cuenta de que se les pedía que probaran mediante sacrificios su sed de libertad. No les pide que lleven a cabo actos de rebelión individual: los epicúreos no lo hacen. Pero inclusive para defender la causa de los oprimidos (vea el último llamado de Grave), para los pequeños cuidados de la propaganda cotidiana, ¿Dónde están? ¡Será necesario recurrir nuevamente a los trabajadores! ¿Conoce vd., un movimiento, una toma de armas, más improductivo en hombres para el movimiento subsecuente? ¿Por qué? Porque el individualismo estrechamente egoísta, tal como se le conoce como desde Mandeville (Fábulas de las abajas) hasta Nietzsche y los jóvenes anarquistas franceses, no puede inspirar a nadie. No contiene nada grande, arrollador. Iré inclusive más lejos, y eso me parece de la más alta importancia (una filosofía para ser arrolladora): lo que se ha llamado hasta hoy «individualismo», no ha sido otra cosa que un egoísmo tonto que lleva al empequeñecimiento del individuo. Tonto porque no era individualismo de ninguna clase. No conducía a lo que se había asignado como fidelidad: el desarrollo completo, amplio, lo más perfecto alcanzable, de la individualidad... El individualismo que, creo, será el ideal de la próxima filosofía, no buscará su expresión en la aprobación de más que la parte justa de cada uno del patrimonio común de la producción (el único que haya comprendido la burguesía); no estará involucrado en la creación por el mundo de una muchedumbre de esclavos al servicio de la nación elegida (individualismus o pro sibi Darwinianum, o, más bien, Huxleianum). Tampoco estará en el individualismo sensual y “la liberación del bien y del mal”, como nos han predicado algunos anarquistas franceses, reflejo mezquino de nuestros padres “los estetas”, “los admiradores de los bello”, los poetas byronianos y donjuanescos, que también los predicaban... sino en una especie de individualismus o personalismus o pro sibi communisticum, que creo ver venir y que trataría de definir mejor, si pudiera disponer del tiempo necesario» (Cit. por V. García — Ruta — 1º nov. 1974).
Este alegato contra Nietzsche y contra Huxley se hace extensivo, en La ciencia moderna y el Anarquismo, a Stirner, Como no podía menos suceder: «Es fácil comprender como esta clase de individualismo (el de Stirner), que tiene por objeto el “pleno desenvolvimiento”, no de todos los miembros de la sociedad, sino únicamente de los que se consideran dotados de las mejores aptitudes, sin cuidarse del derecho de todos a ese mismo desarrollo integral, es simplemente la vuelta disimulada a la actual educación del monopolio de unos pocos. Significa sencillamente “el derecho a su completo desarrollo” para las minorías privilegiadas. Pero como semejantes monopolios no pueden sostenerse de otro modo que bajo protección de una legislación monopolistas y de la coacción organizada del Estado, las demandas de ese singular individualismo concluyen necesariamente por retornar a la idea del Estado y a la misma coacción que tan fieramente combate. Su posición es la misma que la de Spencer y de todos los economistas de la llamada escuela de Manchester, que empieza también por una severa crítica al Estado y concluye por reconocerlo totalmente, a fin de mantener los monopolios de la propiedad, cuyo celoso y fuerte guardador es necesariamente el propio Estado» (Cfr. V. García, Ibíd.) Bien ha dicho J. Hewetson (Mutual aid and Social Evolution — Anarchy — 55 — pág. 257) que «La interpretación que Huxley da del mecanismo de la evolución como continua lucha recíproca fue pronto aprovechada por los filósofos del capitalismo».
Es interesante notar cómo Kropotkin realiza de antemano en estas líneas la crítica del individualismo anti-comunista, al mostrar de qué modo éste conduce (dialécticamente, podría decirse) al totalitarismo. Muchos liberales de nuestros días recorren, a ciegas o a sabiendas, tal camino, y nuestra América presencia hoy el espectáculo de muchos críticos del totalitarismo soviético que se adhieren con fervor al «liberalismo» de Pinochet.
Pero, volviendo ahora a EL apoyo mutuo, conviene recordar también que Kropotkin, pese a su polémica contra Huxley, no deja de advertir que en ciertos pasajes de su obra Darwin parece modificar o, por lo menos, matizar bastante, su concepto del «struggle for life». En efecto, al principio de su libro sobre el origen de las especies, éste insiste en que la lucha por la existencia debe extenderse no en un sentido estrecho y riguroso sino más bien en sentido amplio y metafórico, lo cual incluye la mutua dependencia de los seres vivientes y también la posibilidad de dejar en descendencia, y luego, en El origen del hombre, escribe «varias páginas bellas y rigurosas para explicar el verdadero y amplio sentido de esta lucha», mostrando cómo en muchas sociedades animales desaparece la lucha por la existencia entre los individuos que las integran para dejar lugar a la cooperación, mediante la cual se desarrollan las capacidades morales e intelectuales y se asegura la vida y la propagación de la especie. Y sin negar la ley de la supervivencia del más apto, explica así que por «el más apto» se debe entender en tales casos no «el más fuerte», «el más hábil» o «el más astuto» sino el que mejor sabe convivir y cooperar.[43]
Kropotkin comienza su obra reconociendo que la «concepción de la lucha por la existencia como condición del desarrollo progresivo, introducida en la ciencia por Darwin y Wallace, nos permitió abarcar, en una generalización, una vastísima masa de fenómenos»[44], pero poco más adelante, añade que «numerosos continuadores de Darwin restringieron la concepción de la lucha por la existencia hasta los límites, más estrechos».[45] Estos continuadores, entre los cuales el más importante es Huxley, que, como dice Ashley Montagu, «Jamás replicó públicamente ni acusó tener conocimiento de la existencia» de los trabajos publicados por Kropotkin en The Ninetheen Century, «empezaron a representar el mundo de los animales como un mundo de luchas ininterrumpidas entre seres enteramente hambrientos y ávidos de la sangre de sus hermanos». Más aún: «llenaron la literatura moderna con el grito de ¡Ay de los vencidos!, y presentaron este grito como la última palabra de la biología. Elevaron la lucha “sin cuartel” a la altura de un principio, de una ley para la biología, a la cual el hombre debe subordinarse».
J. Hewertson, en el artículo citado (pág. 258), recuerda que Marx en su Crítica de la Economía política (1859) consideró como una oportuna coincidencia que El origen de las especies hubiera aparecido el mismo año que su libro, y dijo que «Darwin pudo no saberlo, pero él pertenece a la Revolución Social». Esto no fue obstáculo para que, simultáneamente, los filósofos del capitalismo liberal y los economistas de la escuela de Manchester lo aclamaran como soporte de sus doctrinas, ya que, según ellos, la ilimitada libre competencia de todos contra todos constituía el mejor método para asegurar el progreso y la prosperidad económica, y era precisamente esta competencia incesante lo que encontraban en Darwin.
Aun sin estar de acuerdo con Marx en la concepción de la lucha de clases como motor universal de la historia, Kropotkin coincide parcialmente con él en el intento de aprovechar el darwinismo para la revolución, y por eso impugna sobre todo la interpretación liberal-capitalista que deriva, sin duda, del modo de ver de Huxley
Al atacar a Huxley, Kropotkin ataca también implícitamente a Malthus, punto de partida del darwinismo y antípoda de su compatriota Godwin. Malthus, en efecto, en su Primer ensayo sobre la población del planeta, pretende haber descubierto una ley según la cual la población del planeta crece en progresión geométrica al mismo tiempo que los alimentos sólo aumentan en progresión aritmética. Fácilmente se puede prever de hambre y la miseria para un futuro próximo, si no se toman medidas para impedir que las clases populares se reproduzcan. Su propuesta es clara: puesto que los pobres son la mayoría y son los que más se reproducen, es preciso impedir que sigan haciéndolo. En vez de organizaciones filantrópicas y leyes sociales, que no hacen sino prolongar la miseria y fomentar la avalancha demográfica, hay que dejar simplemente que los pobres incapaces de conseguir alimento perezcan y, en cualquier caso, impedir que tengan descendencia. De un modo semejante a Marx, que acusa a Malthus de reducir las relaciones históricas a una relación abstracta y numérica, y a Engels, que no sólo desvincula la teoría general de la evolución del «struggle for life» sino que se muestra inclusive enemigo de aquellos materialistas que, como Vogt, Buchner y Moleschott, defienden puntos de vista neomalthusianos, Kropotkin, admirador de Godwin, es un anti-malthusiano convencido y tenaz, que no sólo rechaza las consecuencias y las pretendidas «soluciones» de Malthus sino también sus premisas.
Conviene insistir, sin embargo, en el de que no es un rousseauniano que sólo ve paz e idílica armonía en la naturaleza, sino un hombre de ciencia y un pensador que, en nombre precisamente de la ciencia, pretende salvar el error que comporta una interpretación unilateral de los hechos biológicos. «El error de Rousseau consiste en que perdió de vista por completo la lucha sostenida con picos y garras, y Huxley es culpable del error de carácter opuesto; pero ni el optimismo de Rousseau ni el pesimismo de Huxley pueden ser aceptados como una interpretación desapasionada y científica de la naturaleza».[46]
Contra lo que dijeron y todavía dicen algunos biólogos y genetistas, Kropotkin, como bien señala Ashley Montagu, no cree que la ayuda mutua, cuya existencia trata de mostrar en todos los niveles de la vida humana, contradiga la teoría de la selección natural. «Una y otra vez ─dice el mencionado biólogo─ llama la atención sobre el hecho que existe competencia en la lucha por la vida (expresión que crítica acertadamente con razones sin duda aceptables para la mayor parte de los darvinistas modernos), una y otra vez destaca la importancia de la teoría de la selección natural, que señala como la más significativa del siglo XIX. Lo que encuentra inaceptable y contradictorio es el extremismo representado por Huxley en su struggle for existence Manifiesto, y así lo demuestra al calificarlo de “atroz” en susMemorias».
En resumen: de sus estudios de la vida animal infiere Kropotkin que, aun cuando se puede probar una lucha entre diferentes especies y hasta entre diferentes grupos de la misma especie reinan la armonía y el apoyo mutuo, y que precisamente las especies en que se evita la lucha interna y se desarrolla una mayor simpatía y cooperación entre los individuos son las que tienen más posibilidades de sobrevivir y de lograr un amplio desarrollo.
El apoyo mutuo resulta así, para él, no en un mero desidaratum ético ni una excepción a la regla del «struggle for life» sino un factor de evolución junto a la lucha y a la competencia. Ahora bien, el hombre no puede ser una excepción dentro del mundo animal, tanto menos cuanto que es un ser indefenso, que sólo en la ayuda mutua encuentra un medio para sobrevivir. «Para toda inteligencia identificada con la idea de la unidad de la naturaleza, tal suposición parecerá completamente inadmisible. Y, sin embargo, a pesar de su inverosimilitud y su falta de lógica, ha encontrado siempre partidarios. Siempre hubo escritores que han mirado a la humanidad como pesimistas. Conocían al hombre, más o menos superficialmente, según su propia experiencia personal limitada; en la historia se limitaban al conocimiento de lo que nos contaban los cronistas, que siempre han prestado atención principalmente a las guerras, a las crueldades, a la opresión; y estos pesimistas llegaron a la conclusión de que la humanidad no constituye otra cosa que una sociedad de seres débilmente unidos y siempre dispuestos a pelearse entre sí, y que sólo la intervención de alguna autoridad impide el estallido de una contiende general», escribe.[47]
En el siglo XII Hobbes (a quien por otra parte reconoce el mérito de haber sido, después de bacón, el primero que buscó el origen de las ideas morales fuera de la religión). Desarrolló la teoría de que la lucha continúa y sin cuartel de todos contra todos constituye el estado natural de la humanidad, de manera que los hombres primitivos vivieron en una eterna guerra interna hasta que el principio de la convivencia pacífica les fue impuesto por los sabios y héroes fundadores. Esta teoría de Hobbes, aceptada por muchos darvinistas, como Huxley, se basa, sin embargo, según Kropotkin, en un supuesto que la moderna ciencia etnológica (invoca a Bachofen, Morgan y Taylor, entre otros) desmiente, a saber, en la idea de que los hombres primitivos vivían agrupados sólo en familia nómadas y solitarias, que eran además, como sucede en el caso de muchos carnívoros, limitadas y temporales. Pero la familia no aparece, a la luz de la etnología, como una forma primitiva de organización sino, por el contrario, como un producto tardío de la evolución humana.
Por lo que sabemos, el hombre vivió desde sus orígenes en grupos semejantes a los rebaños formados por los mamíferos superiores. Ya Darwin comprendió que los monos solitarios (gorilas, orangután) no pudieron haber originados seres antropoides y se inclinaba a suponer que el hombre desciende de alguna especie de monos más débiles, pero necesariamente sociales, como los chimpancés.[48]
Respecto al hombre prehistórico aduce Kropotkin una serie de hechos para probar que, ya en el período glacial o postglacial, vivía en sociedad. Las cavernas de los valles del Dordogne (Francia) ─dice, por ejemplo─ sirvieron de refugio al hombre paleolítico, y las viviendas que en ellas encontramos están dispuestas muchas veces en pisos, de modo que más se parecen a los nidos de las golondrinas que a las madrigueras de las bestias de presa; en ellas los instrumentos de sílice son innumerables. Las construcciones lacustres de Suiza revelan que los hombres neolíticos vivían y trabajaban en común y probablemente en paz.[49]
Pero, si pasamos a la observación directa de las tribus primitivas que, teniendo el mismo nivel de los pueblos prehistóricos, existen todavía, estas pruebas pueden multiplicarse.
Kropotkin, utilizando los estudios etnográficos y los relatos de viajeros y misioneros de su época, estudia así los hábitos sociales y normas éticas que rigen la vida de algunos de los pueblos menos desarrollados entre los hoy existentes: bosquimanos, hotentones, australianos, papúes, esquimales, aleutas. Y en todos ellos pone de relieve la mutua ayuda entre los miembros del clan y de la tribu, el elevado espíritu comunitario, el desinterés y la falta de egoísmo, la ternura hacia la prole, la lealtad y la fidelidad a la palabra empeñada. Aun sin desconocer hechos como el infanticidio, le antropofagia o el precio puesto a la sangre, trata de ubicarlos en sus justos limites y de asignarles su verdadero significado mediante el estudio de su génesis social.
Destaca particularmente el constante sacrificio que cada individuo se impone en aras del clan y de la tribu, el escaso o nulo sentido de la propiedad privada y el carácter, más pacífico de lo que generalmente se admite, de estos pueblos. Y, en ocasiones, hasta la carencia de autoridad y de gobierno.[50]
Tratando de establecer un justo medio entre las opuestas interpretaciones de la vida salvaje que se dieron entre los escritores europeos del siglo XVIII y los del XIX, aunque mostrándose un tanto más inclinado a los primeros que a los segundos dice: «En el siglo XVIII estaba en boga idealizar a los “salvajes” y la “vida en estado natural”. Ahora los hombres de ciencia han caído en el extremo opuesto, en especial desde que algunos de ellos, pretendiendo demostrar el origen animal del hombre, pero no conociendo la sociabilidad de los animales, comenzaron a acusar a los salvajes de todas las inclinaciones “bestiales” posibles e imaginables. Es evidente, sin embargo, que tal exageración es más anticientífica que la idealización de Rousseau. El hombre científico no puede ser considerado como ideal de virtud ni como ideal de “salvajismo”. Pero tiene una cualidad elaborada y fortificada por las mismas condiciones de su dura lucha por la existencia: identifica su propia existencia con la vida de su tribu; y, sin esta cualidad, la humanidad nunca hubiera alcanzado el nivel en que se encuentra ahora».[51]
«La visión que tiene Huxley del hombre primitivo, empeñado en una perpetua vendetta entre individuos y tribus, igual que la hipótesis de Freud de la horda primitiva centrada en torno al padre, ha sido demostrada completamente falsa por los antropólogos. Desde los tiempos de Lewis Morgan hasta el presente, los estudiosos del hombre primitivo han encontrado en todas partes una tendencia a vivir no en grupos familiares sino en conjuntos tribales en los cuales la ley como tal es desconocida, y es reemplazada por un complejo sistema de costumbres que asegurar la cooperación y la ayuda mutua. No existe evidencia alguna de que el hombre primitivo fuera otra caso más que una especie social y, sin duda, los restos de las culturas primitivas proporcionan abundantes indicaciones de esta originaria sociabilidad y cooperatividad» (Woodcock — Avakumovic, op. cit. págs. 335-336).
Si pasamos del período primitivo al estudio de los pueblos llamados «bárbaros», encontramos, sin embargo, que la guerra entre clanes, tribus y naciones parece constituir el modo de vida habitual entre ellos. Esto confirma, a primera vista, la convicción de los filósofos pesimistas, para los cuales los instintos bélicos y predatorios del hombre, que constituyen la esencia de su naturaleza, sólo pueden ser reprimidos parcialmente por una mano dura y por una poderosa autoridad.
Pero en todo este sombrío panorama de la época bárbara interviene decisivamente, según Kropotkin, la predilección de los historiadores y los cronistas por la parte dramática de la vida humana, y la tendencia general de los hombres a poner en relieve los accidentes trágicos y a pasar por alto la multitud de los hechos positivos que constituyen la cotidianidad. «Los poemas épicos, las inscripciones de los documentos históricos, tienen el mismo carácter; tratan de las perturbaciones de la paz y no de la paz misma».[52]
Hace falta, pues, integrar en la historia la otra cara de la humanidad y comenzar a tener en cuenta los numerosos hechos que revelan las tendencias pacíficas del hombre hacia la cooperación y el mutuo apoyo. «Probablemente no esté lejana la época en que se habrá de escribir nuevamente toda la historia humana, en un nuevo sentido, tomando en cuenta ambas corriente de la vida humana ya citadas y apreciando el papel que cada una de ellas ha desempeñado en el desarrollo de la humanidad».[53]
Si por una parte lagunas tribus bárbaras evolucionaron hacia una desintegración del clan en diversas familias, cada una de las cuales intentaba acaparar la riqueza y poder, por otra, hubo asimismo muchas tribus (precisamente las que lograron sobrevivir mejor) que, antes la fragmentación en familias, elaboraron una nueva estructura social, la comuna aldeana, en la cual se elaboró el concepto del territorio común y de la tierra adquirida y defendida en común, concepto que sustituyó al tradicional del ascendiente común. «La tierra se identificaba con los habitantes. En lugar de las uniones anteriores por la sangre crecieron las uniones territoriales, y esta nueva estructura evidentemente ofrecía muchas ventajas en determinadas condiciones. Reconocía la independencia de la familia y hasta aumentaba esta independencia, puesto que la comuna aldeana renunciaba a todo derecho a inmiscuirse en lo que ocurría dentro de la familia misma; daba también una libertad considerablemente mayor a la iniciativa personal; no era en principio hostil a la unión de personas de origen distinto, y además mantenía la cohesión necesaria en los actos y en los pensamientos de los miembros de la comunidad; y finalmente, era lo bastante fuerte para oponerse a las tendencias de dominio de la minoría, compuesta de hechiceros, sacerdotes y guerreros profesionales o distinguidos, que pretendía adueñarse del poder».[54]
La comuna aldeana se convirtió así en la célula de toda organización futura y, lejos de ser, como algunos creyeron, un producto de la servidumbre, se formó antes que ésta. No existe en realidad, ningún pueblo que no haya pasado en una época dada por la comuna aldeana, la cual sobrevive, en algunos lugares, hasta el presente.
Ella no era únicamente una sociedad para asegurar a cada miembro el disfrute de la tierra común sino también una asociación para el cultivo en común de la tierra, para el apoyo mutuo en todas sus formas, para la defensa de la agresión externa y para el desarrollo intelectual y moral. Cada decisión militar, jurídica, económica o pedagógica era tomada por todos en la asamblea tribal.[55]
Kropotkin pone de relieve, entre otras cosas, la relativa lenidad del derecho penal de los bárbaros frente a la crueldad del derecho romano y bizantino, la elevación de sus normas morales, la magnitud de las obras públicas que realizaron, su tendencia a ampliar paulatinamente el círculo del parentesco, del clan a la tribu, de la tribu a la federación tribal. Las guerras eran ineludibles, pero no hay que pasar por alto los esfuerzos que los bárbaros hicieron por conjurarlas o prevenirlas. «En realidad, ─dice─ el hombre, a despecho de las suposiciones corrientes, es un ser antiguerrero que, cuando los bárbaros se asentaron finalmente en sus lugares, perdieron rápidamente el hábito de la guerra».[56]
Aplicando otra vez el método usado antes para estudiar las instituciones de los salvajes. Kropotkin recurre para comprender las de los bárbaros (la distinción entre «salvajes» y «bárbaros» la toma de Morgan), «a las instituciones de las numerosas tribus que aún viven bajo una organización social que casi es idéntica a la organización de la vida de nuestros antepasados, los bárbaros».[57] Examinan así el modo de vida que se desarrolla en las comunas aldeanas de los mongoles buritianos, como típico de la transmisión de la ganadería a la agricultura; el de la kabilas, propio de los pueblos que son ya más propiamente agrícolas; el de los caucasianos, donde puede estudiarse el origen de la comuna aldeana no tribal sino compuesta por la unión voluntaria de familias diferentes y también el origen del feudalismo; el de diversas tribus africanas que se sitúan en todos los grados de desarrollo social, empezando por la comuna aldeana y acabando por las monarquías bárbaras; el de los pueblos indígenas de ambas americas, desde los tupíes del Brasil, dedicados al cultivo de madioca y organizados en clanes, que habitan en «casa largas», hasta los arani, que cultivan sus campos en común, y los ucagas que viven en un régimen de comunismo primitivo; el de los malayos, entre los cuales el feudalismo no logró desarraigar la comuna aldeana (negaria); el de los indonesios que en Sumatra conservan, a pesar de la penetración del derecho islámico, la familia indivisa (suka) y la comuna aldeana (kohta).[58]
Propia de la comuna aldeana de los pueblos bárbaros es una serie de costumbres que contribuyen a la protección mutua y a la conjunción de las guerras tribales. Y en términos generales ─concluye Kropotkin─ puede afirmarse que «cuanto más completa se ha conservado la posesión comunal, tanto mejores y más suaves con las costumbres».[59]
En todas partes, cuando la organización tribal se disolvió por el desmembramiento de los clanes y la aparición de la familia, surgió la comuna aldeana, basada en la idea de la tierra en común. Gracias a ella los pueblos bárbaros no se desintegraron en familias dispersas y lograron sobrevivir. «bajo la nueva organización se desarrollaron nuevas formas de cultivo de la tierra; la agricultura alcanzó un nivel que la mayoría de la población del globo terrestre no ha sobrepasado hasta los tiempos presentes; la producción artesana doméstica logró una elevada perfección. La naturaleza salvaje fue vencida; se practicaron cominos a través de los bosques y pantanos, y el desierto se pobló de aldeas, brotadas como enjambres de las comunes maternas. Los mercados, las ciudades fortificadas, las iglesias, crecieron entre los bosques desiertos y las llanuras. Poco a poco empezaron a elaborarse las concepciones de uniones más amplias, extendidas a tribus enteras y a grupos de tribus, diferentes por su origen. Las viejas concepciones de la justicia, que se reducían simplemente a la venganza, de modo lento sufrieron una transformación profunda, y el deber de reparar el perjuicio producido ocupó el lugar de la idea de venganza. El derecho común, que hasta ahora sigue siendo ley de la vida cotidiana para las dos terceras partes de la humanidad, si no más, se elaboró poco a poco bajo esta organización lo mismo que un sistema de costumbres que tendían que prevenir la opresión de las masas por la minoría, cuyas fuerzas crecían a medida que aumentaba la posibilidad de acumulación de riqueza. Tal era la nueva forma en que se encauzó la tendencia de las masas al apoyo mutuo».[60]
Durante los primeros siglos de la Edad Media, las tribus bárbaras habían caído bajo la égida de mil reyezuelos y parecían destinadas a constituir una serie de Estados despóticos, a la manera de las monarquías que al presente existen en África. Sin embargo, tomaron un rumbo enteramente opuesto. Después de haber fortificado sus aldeas hasta convertirlas en burgos y ciudades, se encaminaron a la misma dirección que las ciudades de la antigua Grecia. «Con unanimidad que nos parece ahora casi incomprensible, y que durante mucho tiempo realmente no ha sido observada por los historiadores, las poblaciones urbanas, hasta los burgos más pequeños, comenzaron a sacudir el yugo de los señores temporales y espirituales. La villa fortificada se rebeló contra el castillo del señor feudal: primeramente sacudió su autoridad, luego ataco el castillo, y finalmente lo destruyó. El movimiento se extendió de una ciudad a otra, y en breve tiempo participaron de él todas las ciudades europeas».[61]
Para Kropotkin, la ciudad libre medieval, que no proviene directamente del «municipium» romano, como cree Savigny, sino más bien de la comuna aldea de los bárbaros, constituye la expresión quizás más acabada de la libre convivencia y del espíritu del apoyo mutuo.
«En cada ciudad pequeña, en cualquier parte donde los hombres encontraban o pensaban encontrar cierta protección tras las murallas de la ciudad, ingresaban en las “conjuraciones” (co-jurations), “hermandades”, “amistades” (amicia), unidos por un sentimiento común, e iban atrevidamente al encuentro de la nueva vida de ayuda mutua y libertad. Y lograron realizar sus aspiraciones tanto que en trescientos o cuatrocientos años cambió por completo el aspecto mismo de Europa. Cubrieron el país de ciudades, en las que elevaron edificios hermosos y suntuosos que eran expresión del genio de las uniones libres de hombres libres, edificios cuya belleza y expresividad aún no hemos superado. Dejaron en herencia a las generaciones siguientes, artes y oficios completamente nuevos, y toda nuestra educación moderna con todos los éxitos que ha obtenido y todos los que se esperan en lo futuro, constituyen solamente un desarrollo ulterior de esta herencia. Y cuando ahora tratamos de determinar qué fuerzas produjeron estos grandes resultados, los encontramos no en el genio de los héroes individuales ni en la poderosa organización de los grandes Estados, ni en el talento político de sus gobernantes, sino en la misma corriente de ayuda mutua y apoyo mutuo cuya obra hemos visto en la comuna aldeana, y que se animó y renovó en la Edad Media mediante un nuevo género de uniones, las guindas, inspiradas por el mismo espíritu, pero que se había encauzado ya en una nueva forma».[62]
La época que los historiadores suelen denominar “el siglo de Hierro”, esto es, el siglo X, constituye precisamente para kropotkin, junto con el siglo XI, el período de la historia que «sirve de mejor confirmación de las fuerzas creadoras del pueblo», porque en tal período las aldeas fortificadas y los burgos mercantiles empezaron a librarse del yugo feudal y a elaborar paulatinamente su futura organización de ciudades libres. Este proceso de liberación avanzó mediante una larga serie de acciones en las que se revelaban la fidelidad a la empresa común de una multitud de héroes desconocidos, salidos de las masas populares.[63]
El movimiento de la «paz de Dios» (tregua Dei) fue promovido por estas mismas masas ─opina Kropotkin (apoyándose en historiadores como Vitalis)─ con el objeto de limitar las interminables guerras surgidas entre los nobles por venganzas de sangre, y nació justamente en las ciudades libres, donde los obispos y los ciudadanos procuran extender a los nobles la paz que ellos había conquistado para sí en el ámbito urbano.[64]
Aun el Renacimiento del siglo XII, con el arte deslumbrante de sus catedrales y su movimiento filosófico, que no sin razón Kropotkin (siguiendo a N. Kostomarof, pero de acuerdo también con muchos notables medievalistas) denomina «racionalista», se inicia cunado la mayor parte de las ciudades no eran sino aglomeraciones de pequeñas comunas aldeanas, rodeadas por una muralla que se convirtieron entonces en comunas independientes.[65]
Pero estos incipientes centros de libertad y comunalismo que eran las ciudades libres, debido a la creciente división del trabajo y al incremento del comercio exterior, se vieron obligados a unirse entre sí en las «guildas».
Sesenta años de estudios históricos ─anota Kropotkin─ han llevado a la idea de la universalidad de las «guildas» (J. M. Lambert, Two Thousand Years of Guiad Life — Hull — 1891); extendidas en Rusia (Drúzhetva, minne, artiél), en Servia y Turquía (snaf), en Georgia (amkari), etc., hoy se ha determinado su relación con los antiguos «collegia romana» y con las uniones, más antiguos todavía, de Grecia y de la India.
Entre los navegantes que emprendía un viaje en una nave, entre los artesanos (albañiles, carpinteros, picapedreros, etc.), que trabajan en la construcción de una catedral, etc., se formaban hermandades (guilda, artiél, etc.), a pesar de que cada uno de los miembros pertenecía también a una ciudad y aun gremio o corporación.[66]
Los miembros de una guilda se consideraban hermanos. Si uno de ellos perdía su casa por un incendio o su barco por un naufragio; su padecía cualquier necesidad o penuria en un viaje, todos los demás miembros debían acudir en su ayuda; si enfermaba de gravedad, dos miembros debían asistirle de continuo; si moría, debían acompañarlo a la iglesia y, de ser necesario, hacerse cargo de sus hijos. Todos eran iguales. Juraban olvidar los conflictos tribales anteriores y acordaban no dejar nunca que las riñas surgidas entre ellos pasaran a ser enemistades familiares y dieran lugar a la venganza de la sangre. Todos apoyaban a cada uno en los conflictos judiciales y en los pleitos con personas ajenas. La guilda prolongada así al antiguo clan. Era, en todo caso, mucho más que una mera asociación para la comida en común o para la celebración de una fiesta religiosa, como algunos historiadores pretendieron.[67] «Respondía a una necesidad hondamente arraigada en la naturaleza humana; reunía en sí todos aquellos atributos de que posteriormente se apropió el Estado por medio de su burocracia y su policía, y aún mucho más. La guilda era una asociación para el apoyo mutuo “de hecho y de consejo”, en todas las circunstancias y en todas las contingencias de la vida; y era una organización para el afianzamiento de la justicia, diferenciándose del gobierno, sin embargo, en que en materia de juicio introducía un elemento humano, fraternal, en lugar del elemento formal, que era el rasgo esencial característico de la intromisión del Estado. Hasta cuando el hermano de la guilda aparecía ante el tribunal de la misma, era juzgado por personas que lo conocían bien, estaban a su lado en el trabajo común, y juntos cumplían toda clase de deberes fraternales; respondía ante hombres que eran sus iguales y sus hermanos verdaderos, y no ante teóricos de la ley o defensores de ciertos intereses ajenos».[68]
Las guildas satisfacen, por una parte, las necesidades sociales y cooperativas del hombre, y, por otra, respetaban la libertad individual. Esto hizo que pronto se extendieran y fortalecieran. La única dificultad consistía en encontrar el modo de que las federaciones de guildas no colidiasen con las federaciones de comunas aldeanas sino que se unieron a éstas formando un complejo armónico.
Esto se logró en la ciudad libre, la cual fue en realidad producto de una doble federación: de comunes aldeanas y de guildas.[69] No sin razón un defensor del antiguo orden como Guilbert de Nogent, decía, refiriéndose a la comuna como juramente de ayuda mutua (mutui adjutoris conjueratio), que era «una palabra nueva y detestable», pues «gracias a ella, los siervos (capite sensi) se liberan de toda servidumbre; gracias a ella, se liberan del pago de las contribuciones que generalmente pagaban los siervos».[70]
Las comunas liberadas de los señores feudales tenían su propia administración; no eran partes «autómatas» de un Estado, sino más bien Estado independientes, regidos, en la mayoría de los casos, por una asamblea popular (forum.) Muchas veces, sin embargo, el poder político pasaba a algunas familias de nobles o comerciantes o era usurpado por ellas, como sucedía, por ejemplo, en Italia y en Europa Central. Pero aun en estos casos se conservaba los principios fundamentales que habían originado la comuna, la vida interna de la ciudad y el carácter democrático de las relaciones sociales cambiaban muy poco. Esta contradicción se explica por el hecho de que la ciudad medieval no era un Estado centralizado y, más aún, durante los primeros siglos de su historia casi no merecía el nombre de Estado en lo referente a su organización interna. Cada grupo conservaba su soberanía.[71]
En realidad, se puede decir que era por su propia naturaleza una doble federación; de jefes de familia, unidos en ligas territoriales (calle, parroquia, etc.), y de individuos, unidos en guildas, según sus profesiones. Por la primera, la ciudad derivaba de la comuna aldeana; por la segunda, aparecía como producto del crecimiento provocado luego por nuevas condiciones.[72] La finalidad precipua de esta sociedad «sui generis» que era la ciudad medieval consistía en asegurar la libertad, la independencia administrativa y la paz, sobre la base del trabajo común de las guindad artesanas. No era en modo alguno una mera asociación destinada a salvaguardar ciertas libertades políticas sino más bien una tentativa de organización social a partir del principio de la ayuda mutua para el consumo, la producción y, en general, para la vida en común, sin sujeción a ninguna superestructura propiamente estatal sino, por el contrario, dejando la máxima libertad al genio creador de cada grupo, en el terreno de las artes, los oficios, la ciencia, el comercio y la organización política.[73]
En tal organización, cada oficio hacía una cuestión de amor propio del ofrecer mercancías de buena calidad y consideraba que las fallas técnicas o las adulteraciones de las mismas afectaban a toda la comuna, al socavar la confianza pública. «De tal modo, la producción era un deber social y estaba puesta bajo el control de todas la amitas ─de toda la hermandad─, debido a lo cual el trabajo manual, mientras existieron las ciudades libres, no podía descender a la posición inferior a la cual, a menudo, llega ahora».[74]
En general, las asociaciones gremiales y las guildas presentaban una estructura bastante más igualitaria de lo que a primera vista podría parecer. En efecto, sin bien la diferencia entre maestro y aprendiz o entre maestro y medio oficial se dio desde el inicio de las ciudades libres, al comienzo dicha diferencia lo era sólo de esa edad y pericia técnica, no de autoridad y riqueza; únicamente hacia el fin de la Edad Media, cuando el poder real había destruido ya las guindad y las ciudades libres, fue posible llegar a maestro de un gremio por herencia o en virtud de la riqueza adquirida.[75]
En los primeros tiempos no existía un régimen de salariado propiamente tal dentro de las ciudades libres y los artesanos no alquilaban su trabajo a patronos particulares sino que trabajaban para la guilda y para la ciudad. Pero inclusive cuando, en la baja Edad Media, empezaron a trabajar para un patrón individual, el salario que percibía era muy superior al que se pagaba a los obreros industriales en el siglo XIX. Basándose en Thorold Rogers (Six centurias of wages; The economical interpretation of history), para Inglaterra, y en Schöberg y Falke (Geschichtliche Statistik), para Europa continental, Kropotkin brinda significativos datos sobre el monto de los salarios en la época. Esto lo mueve a exclamar: «Realmente cuanto más estudiamos las ciudades medioevales, tanto más nos convencemos que nunca el trabajo ha sido tan bien pagado y ha gozado del respeto general como en la época en que la vida de las ciudades libres se hallaban en un punto máximo de desarrollo. Más aún. No sólo muchas aspiraciones de nuestros radicales modernos habían sido realizados ya en la Edad Media, sino que hasta mucho de los que ahora se considera utópico se aceptaba entonces como algo completamente natural».[76]
Para los hombres de la Edad Media (cita una ordenanza de Kuttenberg), el trabajo no sólo era digno de respeto y de buena retribución sino que además debía ser agradables para quien lo realizaba. Esta idea era la que hacía injustificables el ocio y la pereza.
Por otra parte, las comunas libres y las guildas habían sabido limitar, con cabal sentido de las fuerzas humanas, la jornada de trabajo. Fernando I estableció, siguiendo por lo demás una vieja tradición, que la jornada del minero no podía pasar de ocho horas y que el sábado valía por media jornada.
En Inglaterra, anota, siguiendo a Rogers, no se trabajan más de 48 horas semanales en el siglo XV. El semiferiado del sábado, que muchos creen una conquista moderna, era en realidad una institución medieval. Algunos críticos consideran, sin duda, ingenuos o, al menos, exagerados, los juicios de Kropotkin sobre la comuna y el trabajo en el medioevo (Cfr. Álvarez Junco, Introducción a panfletos revolucionarios de Kropotkin — Madrid — 1977 — pág. 26), pero no se puede negar que se basan en fuentes históricas serias y, por lo general, dignas de fe.
Otro fenómeno corriente durante la Edad Media eran los congresos de trabajadores. Encontramos así que, en ciertas regiones de Alemania, los artesanos de un determinado oficio que habitaban en diferentes ciudades, se reunían por lo general cada año, a fin de trata problemas propios del gremio.[77]
Después de muchos años de dura lucha por conservar su libertad, las ciudades libres sucumbieron y fueron sometidas al poder real: apareció el Estado centralizado propio de la Edad Moderna y resurgió el derecho Romano. «Durante dos o tres siglos, los jurisconsultos y el clero comenzaron a enseñar desde el púlpito, desde la cátedra universitaria y en los tribunales, que la salvación de los hombres se encuentra en un Estado fuertemente centralizado, sometido al poder semidivino de uno o de pocos; que un hombre puede y debe ser el salvador de la sociedad, y en nombre de la salvación pública puede realizar cualquier acto de violencia; quemar a los hombres en las hogueras, matarlos con muerte lenta en medio de torturas indescriptibles, sumir provincias enteras en la miseria abyecta».[78]
De esta manera, el concepto de la sociedad se transformo radicalmente al iniciarse la época moderna. Pero no por eso desapareció de las masas populares la corriente de la ayuda mutua: aún después de la derrota de las ciudades libres siguió influyendo. Y pronto, con la prédica comunista y libertaria de algunos reformadores (se refiere, en particular, a las huitas y los anabptistas), surgió nuevamente con poderoso empuje.[79]
Es verdad que la Época moderna, que se inicia con la absorción de todas las funciones sociales por parte del Estado, al promover el desarrollo de un estrecho individualismo («a medida que los deberes del ciudadano hacia el Estado se multiplican, los ciudadanos evidentemente se liberan de los deberes hacia otro»), parece esencialmente ajena a la tendencia hacia el apoyo mutuo, ya que en ella se impone por doquier «la afirmación de que cada uno puede y debe procurarse su propia felicidad, sin prestar atención alguna a las necesidades ajenas».[80] Por eso, parecería intento vano el buscar instituciones de apoyo mutuo en ese período. Y, sin embargo, aún hoy, a pesar de la acción deletérea del Estado y del poder, ─sostiene Kropotkin─ «en cuanto empezamos a examinar cómo viven millones de seres humanos y estudiamos sus relaciones cotidianas, nos asombra, ante todo, el papel enorme que desempeñan en la vida humana, aún en la época actual, los principios de ayuda y apoyo mutuo».[81]
Y ello no podría dejar de ser así, ─agrega─ porque si tales principios dejaran de actuarse, no sólo se interrumpiría en seguida cualquier ulterior progreso moral de la Humanidad, sino que ni siquiera está podría sobrevivir más allá de una generación.
En primer término ─hacer notar─ la comuna aldeana continúa existiendo en gran medida, pese a los esfuerzos hechos por el Estado y por los gobiernos centrales (republicanos o monárquicos) para terminar con ella.[82] Al examinar en detalla tal pervivencia a través de diferentes regiones de Europa, intenta demostrar, contra lo que sostiene los economistas burgueses y aun muchos socialistas, que la comuna aldeana en ninguna parte se extinguió voluntariamente y que sus instituciones «responder tan bien a las necesidades y concepciones de los que cultivan la tierra que, a pesar de todo, Europa, hasta en la época presente, está aún cubierta de supervivencias vivas de las comunas aldeas, y en la vida aldeana abundan aún hoy hábitos y costumbres cuyo origen se remonta al período comunal».[83]
Por otra parte, después de la destrucción de las guildas, surgieron y siguen desarrollándose en las ciudades las uniones obreras, que continúan su espíritu moral y cumplen dentro de la sociedad moderna una función análoga a la de aquéllas en el Medioevo.[84]
En Inglaterra, ya durante el siglo XVIII las uniones obreras comenzaron a constituirse y reconstituirse constantemente. Ni las duras leyes anti-gremiales de 1797-1799 lograron detener su surgimiento y desarrollo. Aprovechando el menor descuido de la vigilancia, los obreros se ligaban entre sí y constituían por doquiera uniones gremiales, bajo la apariencia de sociedades de amigos, clubes de entierro o hermandades secretas. La derogación de la ley que prohibía las uniones (Combinations Laws), en 1825, hizo que en todas las ramas de la producción surgieran asociaciones gremiales y federaciones a nivel nacional, de tal modo que el gran promotor del socialismo inglés de la época R. Owen, logró reunir en pocos meses dentro de la «Gran Unión Consolidada Nacional» no menos de medio millón de afiliados. En 1830 las persecuciones volvieron a arreciar y, tras una serie de condenas feroces, aquella Unión Nacional fue disuelta y el proyecto acariciado por Owen de una «Unión Internacional» debió ser archivado. Y, sin embargo, pese a la increíble saña anti-obrera del gobierno y de los patronos industriales, las uniones volvieron a renacer ya desde 1841, sin cesar hasta el presente, y después de un siglo de lucha, conquistaron el derecho de formar parte de las uniones. Al comenzar el siglo XX ─anota Kropotkin, que ha seguido en esto sobre todo los trabajos Sydney y Beatrice Webb─ pertenecían a dichas uniones obreras (trade unions) no menos de un millón y medio de trabajadores, es decir, casi la cuarta parte de los que tenía ocupación fija.[85] En cuanto a los demás países industrializados, el gremialismo obrero fue perseguido como conjuración durante casi todo el siglo XIX: en Francia sólo se permitió la formación de sindicatos con más de diecinueve miembros en 1884. Pero, a pesar de todo, los sindicatos se han extendido por todas partes, aunque a menudo han debido de tomar la forma de sociedades secretas. Y conste que el pertenecer a un sindicato no es cosa fácil, advierte Kropotkin, que ha participado ya en innumerables conflictos gremiales. Ello exige al obrero sacrificios importantes en tiempo, dinero y trabajo, implica el riesgo de la cesantía y del hambre y por, añadidura, el peligro de las persecuciones policiales y judiciales. «Además, el unionista tiene que recordar continuamente la posibilidad de huelga, y la huelga ─cuando se ha agotado el limitado crédito quedan el panadero y el prestamista, la entrega del fondo de huelga no alcanza para alimentar a la familia─ trae consigo el hambre de los niños. Para los hombres que viven en estrecho contacto con los obreros, una huelga prolongada constituye uno de los espectáculos que más oprimen el corazón; pero esto fácilmente puede imaginarse que significa aun ahora en las partes no muy ricas de la Europa Continental.Continuamente, aun en la época presente, la huelga termina con la ruina completa y la emigración forzosa de casi toda la población de la localidad en cuestión; y el fusilamiento de los huelguistas por la menos causa, y hasta sin causa alguna, aun ahora constituye el fenómeno más corriente en la mayoría de los Estados europeos».[86]
Pese a todo esto, cada año se producen miles de huelgas, entre las cuales no son las menos importantes las llamadas «huelgas solidarias», en defensa de los compañeros despedidos o de los derechos sindicales. La prensa reaccionaria suele hablar en tales ocasiones de «intimidación»; quienes comparten la vida y los ideales de los huelguistas ─bien se ve que Kropotkin habla aquí de sus personales experiencias─ quedan siempre admirados de la solidaridad y de la ayuda mutua que reina entre ellos.[87]
La abnegación, el espíritu de sacrificio, el heroísmo, en suma, son, por otra parte, rasgos muy frecuentes en todas las manifestaciones del movimiento obrero organizado en todo el mundo. «He visto ─testimonia nuestro príncipe anarquista con conmovido acento─ cómo familias que vivían sin saber si tendrían un trozo de pan al día siguiente, boicoteando el esposo en todas partes, en su pequeña ciudad, por su participación en un diario, y la esposa manteniendo a la familias con su trabajo de aguja, prolongaban semejante situación meses y años hasta que, por último, la familia agotada se retiraba, sin una palabra de reproche, diciendo a los nuevos compañeros: “continúen, nosotros ya no tenemos fuerza para resistir”. He visto hombres que morían de tisis y lo sabían y, sin embargo, comían bajo la llovizna helada y la nieve para organizar mítines y ellos hablaban en los mítines hasta pocas semanas antes de su muerte, y por último, al ir al hospital, nos decían: “Bueno, amigos, mi canción ha terminado: los médicos me han decidido que me quedan sólo pocas semanas de vida. Digan a los camaradas que me harán feliz si alguno viene a visitarme”. Conozco hechos que serían considerados “una idealizado” de mi parte, si los refiriera a mis lectores; y hasta los nombres mismos de estos hombres apenas son conocidos más allá del círculo estrecho de sus amigos, y serán pronto olvidados cuando éstos también dejen de existir».[88]
Con el tono emotivo de quien se enfrenta a una grandeza moral tanto más admirable cuanto más anónima, concluye: «En suma, no se qué admirar más: si la ilimitada abnegación de estos pocos o la suma total de las pequeñas manifestaciones de abnegación de las masas conmovidas por el movimiento. La venta de cada decena de números de un diario obrero, cada mitin, cada centenar de votos ganados a favor de los socialistas en elecciones son el resultado de una masa tal de energía y sacrificios de que los que están fuera del movimiento no tienen ni siquiera la menor idea. Todo el progreso realizado por nosotros en el pasado es el resultado del trabajo de unos hombres de una abnegación semejante».[89]
La corriente de la ayuda mutua no se circunscribe, en el seno de la sociedad moderna, sin embargo, el movimiento obrero y socialista propiamente dicho. Kropotkin se ocupa, por eso, luego del cooperativismo y de sus variantes: las sociedades de amigos (friendly societies), las uniones de bromistas (odd-fellows), las sociedades de socorros mutuos para sufragar la asistencia médica, el sepelio o la adquisición de ropa, y otras asociaciones por el estilo, sin olvidar, por cierto, las sociedades de salvamento, o de las que trata largamente, los clubes de distracción, o esparcimiento, de investigaciones científicas, con finalidades pedagógicas y deportivas, los clubes alpinos, la unión para la protección de la caza (jadschutzverein) y la Sociedad Ornitológica Internacional, las millones de asociaciones artísticas y literarias.[90] «Todas estas asociaciones, sociedades, hermandades, uniones, institutos, etc., que se pueden contar por decenas de miles en Europa solamente, y cada una de las cuales representa una masa enorme de trabajo voluntario, desinteresado, impago o retribuido muy probablemente ─se pregunta al fin Kropotkin─ ¿no son todas ellas manifestaciones, en forma infinitamente variadas, de aquella necesidad, eternamente viva en la humanidad, de ayuda y apoyo mutuo?».[91]
Aunque desde los comienzos de la Época Moderna se haya tratado de impedir el apoyo mutuo de los hombres hasta en el campo artístico, literario o educativo, de manera que las asociaciones sólo eran posibles bajo la égida del Estado o de la iglesia o como sociedades secretas, hoy ─dice─ quebrante ya la oposición estatal, éstas surgen por doquier, cubren todas las ramas de la actividad humana y su expansión contribuyo a la superación de las barreras internacionales erigidas por los Estados.
Tratando de fundamentar en la teoría de la evolución una idea que encontramos ya en Mencio (aunque sin mencionarlo y tal vez sin conocerlo), dice Kropotkin: «Tal es la esencia de la psicología human. Mientras los hombres no se han embriagado con la lucha hasta la locura, no pueden oír pedidos de ayuda sin responderlos. Al principio se habla de cierto heroísmo personales y tras del héroe sienten todos que deben seguir su ejemplo. Los artificios de la mente no pueden oponerse al sentimiento de ayuda mutua, pues este sentimiento ha sido educado durante muchos miles de años por la vida social humana y por centenares de miles de años de vida prehumana en las sociedades animales».[92] (Cfr. R. Altamira, El apoyo mutuo — «Solidaridad» — Montevideo — 1912 — en V. Muñoz, Antología ácrata española — Barcelona — 1974 — págs. 12-18).
Al resumir toda su vasta investigación biológica e histórica, llega así a las siguientes conclusiones:
Entre los animales, la mayoría de las especies vive en sociedad. La ayuda mutua es para ellos la mejor arma en la lucha por la existencia (tomando esta expresión darviniana en su sentido, amplio, como la lucha contra las condiciones adversas), de tal modo que precisamente aquellas especies en las que la lucha entre los individuos ha sido reducida al mínimo y la ayuda mutua llevada al máximo son las que más alto desarrollo mental alcanzan y las que más probabilidades tienen de sobrevivir.
Los hombres, ya en la aurora del Paleolítico, vivían agrupados en clanes y tribus. Los salvajes de nuestros días, que en cierta medida prolongan las costumbres e instituciones de aquella remota edad, practican por lo general una especie de comunismo primitivo, donde el fruto de la labor de cada uno es de todos y donde el trabajo de todo.
Los pueblos llamados «bárbaros» desarrollaron la comuna aldeana. Una nueva serie de usos, costumbres e instituciones, que a veces perduraron hasta nuestros días, surgió en consecuencia de la posesión común de la tierra, testimoniando la fuerza del apoyo mutuo en estos pueblos.
Durante la Edad Media, nuevas necesidades exigieron la creación de las ciudades libres, que estaban tejidas con una doble trama: la de las comunas (unidades territoriales) y de las guindad (unidades laborales). Artes, oficios, ciencias florecieron allí sobre la base de la libertad y de la ayuda mutua.
En la Edad Moderna, la aparición de los Estados nacionales, formados según el modelo de la Roma imperial, acabó violentamente con las instituciones medievales del apoyo mutuo, sometiendo toda la vida de los hombres a la autoridad del Estado. Este, sin embargo, fracasó en su propósito de ser el único principio aglutinante. De nuevo, la universal tendencia de los hombres a la ayuda mutua y su necesidad de unirse directamente entre sí hicieron florecer una ínfima variedad de sociedades que tiene a cubrir todas las formas de la vida y de la actividad humana.
Cuando se considera la obra de Kropotkin en su totalidad no se puede menos de admirar el ingente esfuerzo teórico que supone en él la búsqueda de fundamente filosóficos para su doctrina social y para su acción revolucionaria. Este esfuerzo teórico no se encamina, como en Marx o en Bakunin, por los caminos de la filosofía germánica. Nada tiene que ver con Hegel ni con Kant, y ni siquiera toma muy en serie a la izquierda hegeliana y a Feuerbach.
La formación de Kropotkin en disciplinas científico-naturales, como la geología y la geografía física, y el clima de cerrada reacción anti-hegeliana y anti-metafísica, propio de los ambientes intelectuales que frecuenta en Rusia y en Europa Occidental, explican su posición filosófica, que llega a veces a ser veneración acrítica de la ciencia y absolutización ingenua de sus resultados, siempre provisorios y parciales.
La carencia de toda actitud dialéctica hace que la búsqueda de un fundamente para la ética y la filosofía social se concrete en un esfuerzo por establecer una perfecta continuidad entre el hombre como portador de los valores morales y la naturaleza animal, y, en términos generales, entre biología e historia. En este proceso, si bien es cierto que la historia se «naturaliza», también es verdad que, hasta cierto punto, la naturaleza se «humaniza».
Kropotkin no concibe, sin embargo, la posibilidad de que, dentro de una fundamental unidad cósmica pueda establecerse una contradicción entre la naturaleza biológica y la naturaleza social o entre vida y espíritu. La unidad naturaleza-hombre es entendida por él como continuidad plena de desarrollo en el sentido evolucionista darviniano del término, es decir, en un sentido estrictamente mecanicista, según el cual se excluye por principio la aparición de toda verdadera «novedad» en el seno de lo real.
Todo el proyecto teórico de Kropotkin se reduce por eso a combatir una determinada interpretación del darwinismo y de la doctrina de la «struggle for life», cuyo fruto es el llamado «darwinismo social».
Por una parte, puede decirse que Kropotkin es más «darvinista» que Darwin, en cuanto éste no pretendió nunca proponer una teoría omniexplicativa de la naturaleza (Cfr. H. Becker — H. E. Barnes, Social Thought from Lore to Sciencie - New York — vol. 2 — pág. 701). En Darwin, como dicen A. M. Bonanno y V. Di Maria «cada proposición es considerada desde todos los puntos de vista y formulada siempre con una notable reserva dubitativa». (Prefazione a la Ética de Kropotkin — Catania — 1969 — pág. 9).
El cientificismo y el materialismo mecanicista que constituyen el fondo del pensamiento de Kropotkin lo llevan a oponerse al puro evolucionismo positivista de Spencer (con el concepto de «lo incognoscible» y su admisión del «ignoramus et ignorabimus»), y lo inclinan en cambio al dogmatismo de Haeckel, para el cual, «evolución es, de ahora en adelante, la palabra mágica con la que podemos aclarar o al menos tratar de aclarar todos los misterios que nos rodean (cit. por Bonanno y Di María)».
Tal alineación hacia las posiciones del autor de la Naturliche schönpfungsgeschichte y tal rechazo del agnosticismo presente en los First Principles, por una parte lo separan radicalmente de toda contaminación teológica y metafísica, pero por otra lo hacen incurrir en una nueva (e inconciente) metafísica naturalista.
Esto no obstante, en su lectura de Darwin, logró Kropotkin una visión más aguda y comprensiva que Spencer. En efecto, mientras para éste el factor único de la evolución es la «struggle for life», Kropotkin encuentra y demuestra que Darwin, junto al principio de lucha, admite igualmente el de la ayuda mutua como determinante de la supervivencia. Mientras en El origen de las especies dice que «de la guerra de la naturaleza, de la carestía y de la muerte deriva directamente el objeto más elevado que se puede concebir, a saber, la producción de los animales superiores», en El origen del hombre declara que estaría orgulloso de descender de aquel monito «heroico» que expuso su vida para salvar la de su guardián o de aquel viejo babuino que, bajando de un monte, arrebato a un joven individuo de su especie de las garras de una jauría.
Aunque Darwin no llega a determinar el valor relativo de estos principios, el de lucha y el de cooperación o ayuda, como factores de evolución, resulta claro que los considera a ambos como tales factores.
Huxley, en cambio, lo mismo que Spencer, insiste en la «struggle for life» como principio único y universal, y a través de su célebre Manifiesto, como antes dijimos, sostenía que dicho principio es causa única de la supervivencia del más apto (survival of the fittest). La influencia de Malthus, ciertamente presente en el pensamiento del mismo Darwin, se hace dominante en Huxley.
Ahora bien, es precisamente el maltusianismo con su escuela de pesimismo biológico y económico-social, lo que Kropotkin, como antes Marx y casi todos los socialistas no podías aceptar.
Como evolucionista darviniano no deja de acoger el principio de la lucha, pero se esfuerza en interpretarlo en un sentido muy amplio, sosteniendo que 1. º) la lucha no se da tanto dentro de cada especie como entre una especie y otra, 2. º) la lucha de cada especie es, sobre, todo, contre el medio físico y el ambiente hostil.
En todo caso, la cooperación y la ayuda mutua constituyen un principio aún más general que la lucha. Tal principio se da ante todo dentro de cada especie, pero con frecuencia se extiende a otras, más o menos afines o remotas. Para Kropotkin son precisamente las especies que han desarrollado en alto grado la cooperación y el apoyo recíproco entre los individuos que las integran las que mejores se adaptan, las que más posibilidades tienen de sobrevivir e, inclusive, las que desarrollan una mayor inteligencia.
Tales afirmaciones, que, como vimos, se esfuerza en demostrar con gran acopio de datos zoológicos y antropológicos, no han sido confirmadas absolutamente y en todos sus aspectos por la investigación científica posterior, pero recientes estudios de ecólogos, etólogos y antropólogos parecer apoyarla, con algunas limitaciones y reservas, en contra de la opuesta posición huxleyana.
T. Dobzhansky, profesor de zoología en la Universidad de Culumbia, en su libro Las bases biológicas de la libertad humana (Buenos Aires — 1957 — pág. 58), resume así la cuestión: «Kropotkin, como biólogo aficionado que era, fue poco crítico para algunas de las pruebas que citó para apoyar sus opiniones, encontrando, por lo tanto, poca acogida entre los biólogos. Sin embargo otros autores, especialmente Alee y Ashley Montagu en los últimos años, han revisado y modernizado los conceptos de Kropotkin. Esta nueva versión es más bien compatible que contradictoria con la moderna teoría de la selección natural. En efecto, la afirmación de que “la naturaleza es roja en el diente y en la garra”, según la cual cada individuo tiene solamente la alternativa de “comer o ser comido” es tan infundada como el concepto sentimentalista de que todo es dulzura y luz en la no corrompida naturaleza. Un individuo tan resentido que siempre pelea con todo el mundo, o vive solo o aislado, evidentemente no es el fenómeno más frecuente dentro de una especie. El trabajo de los ecólogos modernos cada día otorga mayor importancia a las comunidades de individuos de la misma especie y a las asociaciones de individuos de diferentes especies, como unidades naturales. Si la especie ha de sobrevivir, es, en verdad, necesaria algunas cooperaciones, especialmente entre los animales».
Sin mencionar trabajos como los de C. H. Waddington (Sciencie and ethics — London — 1942, etc.), K. Lorenz u otros, nos limitaremos a citar una obra reciente del etólogo Ireñäus Eibl — Eibesfeldt (Amor y Odio — Historia de las pautas elementales del comportamiento — México — 1974 — pág. 8), en la cual, sin coincidir de un modo absoluto en las ideas de El apoyo mutuo, sostiene el autor que, con respecto al altruismo o a la agresividad, Kropotkin estaba más cerca de la verdad que sus adversarios: «Expongo en este libro la tesis de que el comportamiento agresivo y el altruista están programados de antemano por las adaptaciones filogenéticas, y que eso hace que haya normas trazadas de antemano para nuestro comportamiento ético. Los impulsos agresivos del hombre están según mi opinión compensados por inclinaciones no menos afincadas a la sociabilidad y a la ayuda mutua. No es la educación la que nos programa buenos, sino que lo somos por una predisposición constitucional. Si logramos probar esto, se derrumbara la tesis citada al principio, según la cual el bien es sencillamente una superestructura cultural secundaria. Añadiremos que la tendencia a la cooperación y la ayuda mutua es tan innata como muchas de las pautas concretas del comportamiento del contacto amistoso».
Aunque no se puede dejar de reconocer que Kropotkin va mucho más allá de lo que las cautas conclusiones de la ciencia actual permiten avanzar; aunque es cierto que muchos de sus argumentos biológicos resultan hoy inadmisibles; aunque inclusive sus interpretaciones históricas han sido objeto de serios reparos (Max Nettlau, por ejemplo, señala una idealización excesiva en la visión Kropotkiniana de la comuna medieval), es lícito pensar que, si realizáramos un balance general, la interpretación del darwinismo defendida por Kropotkin aparecería ante la ciencia hodierna como más aceptable (o, si se quiere, menos rechazable) que la de Huxley y sus seguidores.
Los hechos no han confirmado, por cierto, las teorías de Malthus, al menos en lo que tenían de más específico, es decir, en sus formulaciones matemáticas, y en lo que tenían de más pesimistas, es decir, en sus predicciones catastróficas para nuestro siglo. Por otra parte, como bien señala A. Lipschutz (Seis años filosóficos marxistas — 1959 — 1968 — Santiago ─, pág. 109). «Malthus ha desvalorizado grandemente su obra también por el obstinado deseo de adaptar su concepto de los intereses de los beati possidentes y a la conservación del status quo. Es así como de condiciones sociales pasajeras, Malthus llega a derivar lo que él llamará leyes inevitables de la naturaleza, las que según él rigen y regirán para siempre destinos de la humanidad». La verdadera grandeza de Darwin consiste, como dice Donald J. Mac Rae (citado por el mismo Lipschutz), «en el hecho de haber podido servirse él de una tesis sociológica tan dudosa como la de Malthus, aprovechándola con tanto éxito en las ciencias biológicas».
La aplicación a la ética y a las ciencias sociales de las teorías de Malthus, que Beakes caracterizó como «don de Dios para los conservadores y la gente aterrada que temía al avance de Inglaterra de las ideas y conductas revolucionarias francesas» (a godsend to the conservative and frightenes people who feared the spread in England of French revolutionary ideas and behaviour), dio lugar a un evolucionismo altamente pesimista y, al mismo tiempo, extremadamente reaccionario, cuyas consecuencias fueron, por una parte, el librempresismo a ultranza, y, por otras, el militarismo y la teoría del conflicto. Huxley, contra quien directamente escribe kropotkin, como hemos visto, representa el primero; Ratzanhofer, al segundo. El liberalismo manchesteriano (esto es, el liberalismo en el peor sentido de la palabra) y el nacional-socialismo se vinculan en la práctica con ambos pensadores respectivamente y con ambas posibilidades del darwinismo social. ¿No se justificaría el libro de Kropotkin aun cuando más no fuera por haber combatido denodadamente esta clase de darwinismo?
Durante los últimos meses de su vida, en su retiro aldeano de Dimitrov, Kropotkin se empeño en la elaboración de una gran obra de filosofía moral. Convencido, sin duda, desde siempre, pero particularmente urgido por los acontecimientos revolucionarios que lo rodeaban, quiso demostrar aquí que el socialismo constituye, por encima de todo y ante nada, la culminación de la moralidad humana.
La obra quedó inconclusa. De ella conservamos sólo (aparte de algunos fragmentos y apuntes) el tomo primero, en el cual, después de establecer la necesidad de elaborar las bases de la moral sobre los resultados de las ciencias naturales, resume el contenido de El apoyo mutuo y propone una nueva ética que, fundándose en la biología evolucionista, muestre cómo es precisamente la ayuda reciproca la fuente de los sentimientos morales. La mayor parte del primer tomo, sin embargo dedica a la historia y evolución de las ideas morales, a partir de los pueblos primitivos hasta la filosofía del siglo XIX, pasando por Grecia (sofistas, Sócrates, Platón, Aristóteles, Epicuro, los estoicos), el nacimiento del cristianismo, la Edad Media, el renacimiento (Giordano Bruno, Galileo, Bacon, Grocio), los siglos XVII y XVIII (Hobbes, Spinoza, Locke, Clarke, Shaftesbuty, Hutcheson, Leibniz, Mantaigne, Charron, Descartes, Gassendi, Bayle, La Rochefocauld, La Metrrie, Helvetius, Holbach, los enciclopedistas, Morelly, Mably, Montesquieu, Voltaire, Rousseau, Turgot, Condorcet, Hume, Smith) y el siglo XIX, con la corriente del idealismo alemán (Kant, Fitche, Schelling, Hegel, Schleiermacher), la tendencia positivista y materialista (Bentham, Stuart Mill, Comte, Littré, Feuerbach), el voluntarismo (Schopenhauer), el espiritualismo y el eclecticismo (Cousin, Joufreoy), el socialismo (Fourier, Saint-Simón, Owen, Proudhon) y el evolucionismo (Darwin, Huxley y Spencer). El panorama histórico-crítico acaba con un examen de la obra de Guyau. Esto es, del intento de construir una moral sin obligación ni sanción, partiendo de la idea de la moralidad como plenitud de vida y ansia de aventura y riesgo. Con este intento se identifica Kropotkin en gran medida, aunque difiere de la perspectiva individualista de Guyau y acaba aceptando la necesidad de concebir la ética desde el punto de vista social. De tal manera, para él, la síntesis más alta del pensamiento moral será la que asegure los valores de la solidaridad y la justicia (socialismo) junto al goce de la libertad (anarquismo).
Al tratar de los griegos hace notar Kropotkin que, si bien en la Ilíada se documenta una concepción del mundo y de la moral igual a la de todos los pueblos primitivos (los astros y los fenómenos naturales son movidos por un poderoso ser antropomórfico y la violación de las normas morales es castigada por los dioses, cada uno de los cuales encarna una fuerza de la naturaleza), aquéllos, a diferencia de otros pueblos que se detuvieron en este etapa, produjeron, pocos siglos después de la Ilíada una de «pensadores capaces de fundar las nociones morales no ya sobre el puro temor a los dioses sino sobre la comprensión humana de la propia naturaleza, sobre el respeto de sí mismos, sobre el sentimiento de dignidad, sobre el conocimiento de alguna finalidad superior, intelectual y moral».[93]
Entre estos pensadores reconoce Kropotkin dos escuelas: la de aquellos que explican el Universo y, en consecuencia, también el elemento moral en el hombre, de un modo natural (naturalistas y científicos), y la de quienes de quienes interpretan el mundo sensible como producto de fuerzas sobrenaturales, como encarnación de realidades extra-sensible, que sólo se pueden alcanzar por reflexiones abstractas y no por comprobaciones realizadas en el mundo exterior (metafísicos).
No deja de reconocer el talento de los filósofos metafísicos (de Grecia hasta la época moderna): ellos no se contentaron con describir astros, los fenómenos meteorológicos, las plantas y los animales, sino que trataron de comprender la naturaleza como un todo universal y entendieron enseguida (esto constituye su mérito principal) que, cualquiera que sea el modo con que entendemos los hechos naturales, no es posible ver en ellos la voluntad arbitraria de un Creador, ya que ni el capricho de los dioses ni la ciega casualidad pueden explicarlos. De tal manera, se consideraron obligados a admitir que cualquier fenómeno natural es una manifestación necesaria de las propiedades insitas en el Todo, una consecuencia lógica e inevitable de las cualidades fundamentales de la naturaleza y de su evolución anterior o, en otras palabras, que está sujeto a leyes que el hombre descubre poco a poco.
Los filósofos metafísicos llegaron así muchas veces a preanunciar los descubrimientos de la ciencia, expresándolos en forma poética. Al mismo tiempo, gracias a ellos, la misma religión se espiritualiza; el antropomorfismo divino es sustituido por fuerzas y elementos (número, armonía, fuego) que originan el mundo; aparece la idea de un único Ser que gobierna al Universo entero y surgen las primeras tentativas de expresar nociones de «justicia» y de «verdad universal».[94]
Entre los filósofos metafísicos ubica Kropotkin a Platón; entre los naturalistas a Epicuro; entre los que tienen una posición intermedia a Aristóteles. Al primero le reconoce el mérito de haber puesto en claro, contra los sofistas, que el bien y la justicia existen en la naturaleza misma y que nada se manifiesta en el mundo que no haya tenido su origen en la vida del Todo; pero le reprocha, por una parte, el haber recurrido a las ideas, es decir, a algo superior a la realidad sensible, y, por otra, su ideal de una república clasista, basada en la subordinación de los productores a los sabios, en la esclavitud y en el pena de muerte.[95]
En Epicuro elogia no tanto el haber reconocido al placer como principio y fin de la vida en todos los seres animados, sino, sobre todo, el haber sabido determinar, contra los sofistas y los hedonistas que lo precedieron, las diferencias entre los diferentes placeres, «proponiendo al hombre una vida feliz en su totalidad, y no la satisfacción de caprichos o pasiones de momento».[96] De este modo, el filósofo que comienza afirmando que la moral no es, en conjunto, sino un egoísmo razonado, arriba a una doctrina que no cede en nada ante las de Sócrates y los estoicos. Particularmente importante es, por otro lado, su intento de liberar por todos los modos posibles a los hombres del temor a los dioses, al Destino y la muerte, así como su lucha contra el pesimismo de Hegesías, análogo, según Kropotkin, al de Schopenhauer.[97] Pero, a pesar de que toda la filosofía epicúrea tiende a la emancipación moral e intelectual de la humanidad no deja nuestro autor de señalar en ella una grave laguna: no se propone una finalidad moral elevada ni postula sacrificio alguno en aras del bien común. En resumen: «La conclusión que podemos sacar de la doctrina epicúrea es que lo que llamamos deber y virtud se identifica con el interés de cada uno. La virtud es el medio más seguro para alcanzar la felicidad; y si el hombre tiene dudas sobre su modo de obrar, la solución es seguir la virtud. Pero esta virtud no comprende el más leve esbozo del concepto de igualdad entre los hombres. La esclavitud no contrariaba a Epicuro. El, personalmente, trataba bien a sus esclavos, pero no les reconocía ningún derecho; la idea de la igualdad no parece que la haya razonado. Muchos siglos todavía debían pasar antes de que los pensadores estudiosos de los problemas morales se decidieran a proclamar como principio de moral la igualdad de todos los seres humanos».[98]
A Aristóteles le enrostra también el hecho de no haber sido capaz de proclamar que la justicia exige la igualdad, el haberse contentado con una justicia comercial, el haber justificado la esclavitud. Y aunque Kropotkin admira en el estagirita la afirmación de la razón humana, que lo hace buscar la explicación de las acciones no en la idea o en la inteligencia suprema sino en la vida real de los hombres y en su búsqueda de lo útil y de la felicidad; aunque nota con complacencia que en su filosofía no hay lugar para la fe y para la inmortalidad personal y que todo su esfuerzo especulativo tiende a vincular lo sensible con lo ideal y a hacernos comprender nuestra vida a través de la comprensión de la naturaleza, lo considera como un filósofo «grande pero poco profundo».[99]
Los estoicos, que constituyen para Kropotkin la cuarta escuela de la filosofía y de la ética antiguas, tampoco buscaron el origen de las nociones y aspiraciones morales en una fuerza sobrenatural sino que afirmaron la existencia de reglas inmanentes a la naturaleza, de modo que las que suelen llamar «leyes morales» no eran para ellos otra cosa sino las mismas leyes que rigen el funcionamiento del Universo. Aunque se expresan en términos todavía metafísicos, es claro que, según ellos, nuestras ideas morales son manifestaciones de las fuerzas de la naturaleza.
Sin embargo, Kropotkin comparte la crítica que contra los estoicos hacen quienes dicen que ellos no llevaron su propio raciocinio hasta la edificación de una teoría moral sobre bases naturales y, siguiendo a Jodl en su Historia de la ética, sostiene que buscaban por un camino erróneo la moral en la naturaleza y la naturaleza en la moral. Pero lo que sorprende es la afirmación de que, debido a esta inevitable laguna, originada en el estado de la ciencia de la época, Epicteto admite la necesidad de una «revelación» divina para conocer el bien, y Marco Aurelio a aceptar los dioses oficiales y a perseguir en su defensa forzosamente a los cristianos. También resulta extraña la interpretación de la filosofía estoica como básicamente indecisa o dividida entre el naturalismo y la intervención de la Razón Suprema, como si esta última fuera algo ajeno a la Naturaleza. No deja de reconocer en verdad, con Eucken (Labensanschaungen grosser Denker), que la preocupación fundamental del estoicismo fue la de proporcionar a la moral una base científica y elevarla a una gran altura e independencia, en relación con la teoría del Universo como un Todo único. Tampoco ignora que los estoicos no permanecieron indiferentes a la vida social sino que intervinieron en ella por principio, desarrollando la propia personalidad moral en la acción cívica y política. Pero resulta un tanto raro que no haya sabido acentuar más la decisiva contribución de estos filósofos al igualitarismo, a la crítica de la esclavitud y de la guerra, etc.[100]
Más extraño aún resulta el hecho de que Kropotkin no se ocupe aquí de los cínicos, cuando el cinismo, como bien dice D. Ferraro (Anarchism in Greek phylosophy — «Anarqchy» — 45 — p. 332) «sugiere una posición muy similar a los que consideramos anarquismo clásico en la forma enunciada por Bakunin y Kropotkin».
El cristianismo como el budismo, es, para Kropotkin, una religión que se caracteriza por los siguientes rasgos: 1.º) surge entre pueblos agotados por las guerras y los tributos, insultados en sus mejores sentimientos, oprimidos por crueles tiranías, 2.º) es una religión de las clases bajas, y sus apósteles y primeros seguidores son hombres pobres y de humilde condición, 3.º) se produce ante el temor de las invasiones bárbaras y la expectativa del fin del mundo, 4.º) en lugar de dioses crueles y vengativos, ante quienes los hombres debían someterse, propone un hombre-dios ideal.
«En el cristianismo, ─escribe─ el amor del divino predicador por los hombres, por todos los hombres sin distinción de raza y de rango social, por los de las clases inferiores sobre todo, llega hasta el acto de la abnegación más sublime: morir en la cruz para salvar a la humanidad de las fuerzas del Mal».[101]
Otro rasgo fundamental del cristianismo es, para Kropotkin, el haber dado como hilo conductor al hombre no su felicidad individual sino la felicidad colectiva, es decir, un ideal social, por el que cada uno deber ser capaz de sacrificar la propia vida. Su ideal no es ya la serenidad del sabio griego o las proezas bélicas y civiles de los héroes de Grecia o Roma, sino la vida de un predicador que se muestra dispuesto a afrontar la muerte por defender una fe que implica justicia para todos, reconocimiento de la igualdad entre los hombres, amor para todos, extraños y allegados, y, en fin, perdón de las ofensas, es decir, renuncia a la venganza vigente entonces por doquier.
Por desgracia, estos principios básicos del cristianismo ─opina nuestro autor─ pronto se volvieron olvidados o desfigurados. Más rápidamente de lo que podría pensarse, los seguidores de Cristo olvidaron la doctrina de la igualdad universal de los hombres y el precepto del perdón de las injurias; el cristianismo se vio contaminado por el oportunismo que tomó la forma de teoría del «justo medio»; un puñado de hombres que se decían depositarios de los misterios y encargados de los ritos se constituyeron en guardianes de la pureza de la doctrina cristiana y comenzaron a luchar contra las que suponían falsa interpretaciones (herejías). Se formo la iglesia jerárquica, cuyo gobierno no careció desde entonces de los vicios inherentes a todo gobierno. Y pronto comenzaron las defecciones. La frase «Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios», palabras ─dice Kropotkin─ que los propietarios gustan citar, pudo haber sido agregada como una concesión insignificante (hechas en tiempos de persecución violenta), considerando que no contradecía la esencia de la doctrina cristiana, especialmente si se tiene en cuenta que ésta predicaba la renuncia a los bienes de este mundo. Por otra parte, la influencia de ciertas religiones orientales introdujo pronto en el cristianismo la idea de dos principios coeternos y equipolentes, que luchan perpetuamente entre sí: el Bien y el Mal. De esta manera, se aclimató la idea del diablo, que intenta apoderarse del alma humana, idea que utiliza el clero para exterminar con increíble ferocidad a todos cuantos se atreven a criticarlo.[102] «La iglesia ─escribe nuestro autor- repudia, por tanto, resueltamente en la práctica la bondad y el perdón predicado por el fundador del cristianismo, sentimientos que diferencian a la religión cristiana de todas las otras religiones, con excepción del budismo. Su crueldad en las persecuciones de sus adversarios no ha conocido límites».[103]
Alejándose cada vez más de las enseñanzas de Cristo, sus discípulos llegaron a concertar una estrecha alianza entre la Iglesia y el Estado. De este modo, la originaria doctrina cristiana comenzó a aparecer por sí mismas peligrosa a los ojos de los príncipes de la Iglesia, hasta el punto de que los católicos no pueden leer el evangelio sino en latín, lengua que la mayoría desconoce, y los rusos en eslavo antiguo, lengua poco comprensible para el pueblo. Pero el hecho más grave consistió en que, al convertirse el cristianismo en religión oficial, olvido lo que lo distinguía de las religiones precedentes, no tuvo en cuenta para nada el perdón de las ofensas y práctico la venganza como los peores despotismos orientales, al mismo tiempo que los clérigos y obispos se transformaban en propietarios de siervos, como los aristócratas, y adquirían el poder de juzgar, en cuyo ejercicio se mostraban tan vengativos y ávidos como los señores laicos. Cuando, en fin, al terminar la Edad Media, se formaron los nuevos Estados y se centralizó el poder, la Iglesia favoreció en todas partes esta centralización y puso al servició de los soberanos absolutos, Luís XI, Felipe II o Iván el terrible, toda su influencia y su riqueza. Por otro lado, castigó con una crueldad oriental cualquier intento de resistir a su poder, para lo cual creó Occidente la «Santa» inquisición.[104]
Kropotkin muestra especial interés en hacer notar que mucho antes del cristianismo, no solamente en las religiones sino también en los usos y costumbres de las tribus primitivas tuvo vigencia y, más aún, sirvió de base a todas las sociedades durante millares de años, la siguiente regla: «no hagas a tu semejante (entendiendo por tal “al hombre de tu tribu”) lo que no quieres que se te haga a ti». Se puede decir, inclusive, que la claridad, frecuentemente presentada como rasgo distintivo del cristianismo frente a las religiones paganas, era bastante común entre los pueblos pre-cristianos. En lo que el cristianismo (igual que el budismo) innovó fue en el precepto del perdón de las injurias. En esto Kropotkin muestra la influencia de Tolstoi, aunque sin mencionarlo. Antes del cristianismo, la moral tribal exigía siempre la venganza de todas las ofensas y prejuicios, ya fuera ésta individual o colectiva. La doctrina de Cristo rechaza tanto la venganza directa como el procedimiento judicial, y pide al ofendido que renuncie a todo tipo de vindicta y perdone a quien lo ha ofendido no una sino cuantas veces fuere necesario. En esto reside, según el príncipe anarquista, «la verdadera grandeza del cristianismo».[105]
Pero los cristianos olvidan bien pronto este precepto. Ya en los apóstoles ─dice, citando a Pedro (I Epístola III, 9) y a Pablo (Epístola a los romanos II, 1)─ aparece en forma atenuada, y en seguida se lo sustituye por el tímido consejo «diferir la venganza», de tal manera que la vindicta legal, aun bajo sus formas más violentas, se convirtió en la esencia misma de lo que en los Estados cristianos y en la misma iglesia se denomina «justicia».
El otro principio específico del cristianismo, el de la igualdad universal, según el cual todos los hombres, libres y esclavos, son iguales, hijos de Dios y hermanos entre sí, fue igualmente preterido en breve tiempo. Frente al pasaje evangélico (Marcos X, 44), en el que Cristo enseña: «Quienquiera que entre vosotros desee ser el primero, sea el esclavo de todos», ya los apóstoles afirman que la obediencia es virtud fundamental, que los esclavos deben servir con fidelidad a sus amos y el súbdito escuchar con temor y temblor la voz del gobernante, ya que todo poder viene de dios.
Para Kropotkin, cuando San Pablo enseña a los esclavos a obedecer a sus patronos «como a Cristo» (Epístola a los Efesios VI, 5), comete un verdadero sacrilegio.[106] El resultado de todo eso fue que la esclavitud y una sumisión servil al poder, apuntaladas ambas por la Iglesia, perduraron aún once siglos, hasta la revolución de las aldeas y de las ciudades libres en los siglos XI y XII. San Juan Crisóstomo, San Gregorio Magno y otros padres de la Iglesia aprueban la institución de la esclavitud; San Agustín la considera fruto del pecado; Santo Tomás, a quien Kropotkin considera como «filósofo relativamente liberal» ve en ella una «ley divina», y algo semejante sucede con la mayoría de los pensadores medievales, que tácita o explícitamente se sometían a los criterios de la Iglesia. Con las cruzadas comenzó el movimiento de liberación de los siervos; recién en el siglo XVIII, los librepensadores levantaron su voz contra le esclavitud, pero fue la Revolución y no la iglesia quien verdaderamente liberó a los esclavos y a los siervos. Baste recordar que en la primera mitad del siglo XIX florecía aún la trata de negros sin que la iglesia la condenase explícitamente y que recién 1861 se decretó la abolición de la servidumbre en Rusia y en 1864 la de la esclavitud en los Estados Unidos.
Coincidiendo en esto con Marx, aunque sin mencionarlo aquí, Kropotkin llega a la conclusión de que el cristianismo no bastó superar la codicia de los propietarios y tratantes de esclavos y que «la esclavitud se mantuvo hasta que el aumento de la productividad, provocado por las máquinas, permitió en enriquecimiento más, veloz con el trabajo asalariado en lugar del trabajo de los esclavos y de los siervos».[107]
Repudiados por los cristianos los dos principios fundamentales del cristianismo, debían pasar quince siglos para que algunos pensadores, que habían roto por cierto con la religión, reivindicaran al menos uno de ellos, el de la igualdad universal, como base y fundamento de la sociedad civil. Con lo cual parecería significar Kropotkin que en nuestra época sólo pueden considerase verdaderos cristianos los ateos o, por lo menos, algunos de entre éstos.[108]
Las invasiones bárbaras y la profunda decadencia de todas las instituciones del Imperio generalizan un sentimiento pesimista. Se tiene la certeza del triunfo de mal sobre la tierra y la gente se refugia en la esperanza de una vida de ultratumba donde el sufrimiento y la injusticia serán definitivamente vencidos. El cristianismo se impone por esa vía a todos los espíritus. Sin embargo, no opera ningún cambio profundo en la organización social. Acepta la esclavitud y todos los horrores de la autocracia; sus sacerdotes se convierten en el mejor apoyo del emperador, no toca para nada las desigualdades económicas y la opresión política, al par que el nivel intelectual del pueblo va bajando de continuo. En espera del fin del mundo, el cristianismo se muestra incapaz de producir ninguna forma de vida social.
La influencia de las religiones de Egipto y Asia menor (ya señalada por Draper en sus Conflictos entre la ciencia y la religión), a la cual hay que añadir ─subraya Kropotkin─ la del budismo, estuvo a punto de fragmentar en múltiples escuelas el cristianismo. Para evitarlo se constituyó una iglesia jerárquica, con un sacerdocio dedicado a velar por la ortodoxia y la pureza de la doctrina. Muy pronto comenzaron así las persecuciones de herejes, en lo cual llegó la Iglesia a los límites extremos de la crueldad. Para cumplir tal tarea, se vio obligada a requerir el apoyo de los gobernantes laicos, los cuales exigieron, en cambio, el apoyo de la religión a su dominio tiránico sobre el pueblo.[109] Así poco a poco, se relegó al olvido el espíritu cristiano de humildad y «un movimiento nacido como protesta contra las vejaciones del poder se transformó en instrumento del último», de tal modo que «la bendición de la iglesia no sólo perdonaba los crímenes de los gobernantes sino que también presentaba estos crímenes como actos realizados en cumplimiento de ordenes divinas».[110]
Pero con las cruzadas, el régimen feudal, que había impuesto la servidumbre en toda Europa, comenzó a desmoronarse, como consecuencia de una serie de insurrecciones agrarias y urbanas. El contacto con las civilizaciones orientales y los viajes de soldados y mercaderes desarrollaron el espíritu de libertad; artes y oficios incrementaron sus progresos y, a partir del siglo X, los pueblos sacudieron el poder de sus señores eclesiásticos y laicos.
Los habitantes de las ciudades, después de triunfantes revueltas, obligaron a los señores a concederles «cartas» de libertad; se rehusaron a acatar la autoridad de los tribunales del señor o del obispo y eligieron sus propios jueces; crearon sus propios cuerpos armados para defenderse y escogieron jefes para dirigiros; contrajeron alianzas con otras ciudades y formaron federaciones de comunas libres; en muchos casos llegaron hasta liberar a los siervos de las comarcas rurales circundantes. Al mismo tiempo, en dichas ciudades (que se levantaban desde Escocia hasta Bohemia y desde España hasta Rusia) florecían de nuevo las ciencias, las artes y el pensamiento libre, como explica ampliamente en El apoyo mutuo, que analizamos en el capítulo anterior.
Estas formas de vida urbana y el despertar de la población campesina originaron un nuevo modo de entender el cristianismo y dieron lugar a grandes movimientos populares que, al mismo tiempo, se dirigían contra la iglesia Jerárquica y reivindicaban las libertades contra la opresión de los señores feudales. Ejemplos de tales movimientos son el de los albigenses en el sur de Francia, durante los siglos XI y XII; el de los lolardos en Inglaterra, durante el siglo XIV; el de los husitas en Bohemia, durante el mismo siglo, etc., Más que Engels y los historiadores marxistas, destaca Kropotkin la importancia de esos movimientos heréticos y populares del Medioevo en la historia del socialismo: «Todos estos movimientos ─escribe─ no sólo querían liberar al cristianismo de las heces que lo recubrían como consecuencia de los errores del poder temporal del clero, sino que pretendían también modificar todo el orden social en el sentido de la igualdad y del comunismo».[111]
A Kropotkin (y a pocos discípulos suyos, como Rudolf Rocker, con su gran obra Nacionalismo y cultura) les corresponde, en todo caso, el mérito de haber señalado en la Edad Media, junto al lado tenebroso, representado por feudalismo y la servidumbre, una faceta tan luminosa por lo menos como la que representan las libres ciudades de la Grecia Clásica: la de las guildas, comunas y federaciones de ciudades libres. Mientras los historiadores y marxistas insisten casi exclusivamente en el primer aspecto, los primeros para acentuar el contraste entre el oscurantismo medieval y las luces del renacimiento y el siglo XVIII, los segundos para confirmar el esquema dialéctico en el cual la esclavitud le debe seguir la servidumbre, la que, a su vez, debe preceder al proletariado, un anarquista como Kropotkin se complace en desvelar la gran libertad, el afán creador y la alegría vital del medioevo, frente a la rigidez, el sometimiento y la rutina burocrática del Estado, surgido o resurgido, con el Derecho Romano, en los albores de la Edad Moderna. Filósofos como Abelardo, que, «retomando el raciocinio de los pensadores griegos, se atreve a afirmar que el hombre lleva en sí mismo los fundamentos de las ideas morales»; como Roger Bacon, que «intenta eliminar las fuerzas en general y de las nociones morales en particular», y aun como Tomás de Aquino, que «tratará de fundir la enseñanza de la iglesia cristiana con una parte de la doctrina de Aristóteles», representan, para Kropotkin, el comienzo del Renacimiento y una vuelta a la época más gloriosa del pensamiento humano.[112]
Más adelante, Copérnico y Kleper revolucionan la astronomía; Giordano Bruno es quemado por adherirse a la visión heliocéntrica copernicana; F. Bacon y Galileo fundan el método inductivo. Todo esto tuvo, según Kropotkin, repercusiones en la ética: F. Bacon, algunos años antes de la revolución inglesa, realiza una tímida tentativa de separar el problema de la esencia y el origen de las ideas morales del entorno teológico y llega a decir que la falta de fe religiosa no destruye necesariamente la moral, que un no creyente puede ser honesto ciudadano y que, por el contrario, una religión basada en la superstición puede perjudicar a la moral. Por otra parte, Bacon hace una observación que, para Kropotkin, tiene gran importancia: el instinto social puede ser en los animales más fuerte y constante que el de conservación. Después, en el siglo XVII, Grocio desarrolla con mayor detalle la misma idea y no duda en reconocer que los orígenes del derecho y de las nociones morales están en la naturaleza y en la razón que la rige, entendiendo por «naturaleza» la naturaleza humana, la cual es capaz siempre de discernir una acción buena de una mala (en cuanto existe en ella el instinto de sociabilidad que mueve al hombre a vivir junto con sus semejantes).[113]
Durante el siglo XVII y la primera mitad del XVIII se manifiesta una doble tendencia en el campo de la ética: la mayor parte de los pensadores atribuye todavía un origen sobrenatural o, al menos, suprahumano a las ideas morales, mientras algunos sostienen decididamente la tesis de que tales ideas nacieron y se desarrollaron de una manera natural, y tuvieron su origen en el sentimiento social propio del hombre y de la mayoría de los animales.[114]
En Hobbes rechaza Kropotkin la teoría de la naturaleza esencialmente egoísta y agresiva del hombre y del origen de la sociedad como consecuencia del predominio de los más fuertes. Tales ideas ─dice─ podían ser sostenidas en la época de Hobbes por el total desconocimiento de la vida de los pueblos primitivos.[115] No se puede entender como las defiende Huxley hoy y otros autores. A éstos cree necesario recordarles que «la aparición de la sociedad precedió a la aparición del hombre sobre la tierra».[116] Por otra parte, reconoce como mérito de la filosofía hobbesiana «el hecho de haber roto definitivamente con la religión y la metafísica en sus disecciones sobre la moral».[117]
Este mérito lo encuentra igualmente en la ética de Spinoza, en quien alaba independientemente con respecto a la mística cristiana y el desarrollo de una concepción naturalista del mundo, al mismo tiempo que la instauración de una doctrina racionalmente fundada y penetrada por un hondo sentido moral. Al contrario de Hobbes, ─dice─ Spinoza no pretende buscar los fundamentos de la moral en la coacción del Estado sino que demuestra cómo, al margen de todo temor al gobernante terreno o celestial, el hombre llega de un modo necesario a tratar a los demás hombres moralmente y arriba a la felicidad por este camino, porque éstas son precisamente «las exigencias de su entendimiento, que razona libremente y con justicia».[118]
Kropotkin considera que «la ética de Spinoza es absolutamente científica», que «no conoce finezas metafísicas o inspiraciones de lo alto» y que en ella «los juicios son rigurosamente deducidos del conocimiento de la naturaleza en general y de la del hombre en particular».[119] Sin embargo, ve en ella una limitación importante: la Reforma y la revolución inglesa, ya cumplidas en época de Spinoza, no se habían limitado a atacar las instituciones eclesiásticas y la teología sino que habían tenido también un carácter social y habían constituido movimiento populares tendientes a afirmar la igualdad entre los hombres: todo esto permanece fuera del pensamiento spinozano.[120]
En Locke encuentra Kropotkin positiva la crítica de las ideas innatas, pero no sin hacer notar que, si él «hubiese conocido las leyes hereditarias como las conocemos hoy nosotros, o bien, si las hubiese simplemente imaginado, no habría negado probablemente que en un ser social, como el hombre y otros animales gregarios, se hubiese de hecho desarrollado, por medio de la transmisión hereditaria de una generación a otra, no sólo la tendencia a la vida social, sino también la aspiración hacia la igualdad y la justicia».[121]
Y su, por una parte, Locke ─añade Kropotkin─ libera a la moral de la tiranía de la iglesia, por lo cual ejerce gran influencia sobre la filosofía negativa del siglo XVIII (Kant, los enciclopedistas), por otra, al colocarla bajo la triple tutela de la ley divina, la ley civil y la ley de la opinión, no rompe enteramente con la moral de la Iglesia, fundada sobre la promesa de una futura vida bienaventurada.[122]
Shaftesbury, quien «hace derivar las ideas morales de los instintos sociales, controlados por la razón», y considera que de esta manera se han desarrollado las nociones de igualdad y de derecho, presenta también los elementos de esa valoración utilitaria de los placeres que encontramos más tarde en Stuart Mill y los utilitaristas, y es el primero que ─anota Kropotkin─ refutando el «homo homini lupus» de Hobbes, insiste en la existencia de la ayuda mutua entre los animales.[123]
Leibniz, aunque no logra conciliar el panteísmo filosófico con la fe religiosa ni la ética fundada en el estudio de los caracteres fundamentales de la naturaleza humana con la moral cristiana, contribuye, para Kropotkin, al progreso de la filosofía moral al acentuar la importancia del instinto de sociabilidad propio de todos los hombres y el papel de la educación de la voluntad en la información del ideal de la moral de cada uno de ellos.[124]
Montaigne, cuya labor coadyuva mucho, según Kropotkin, a liberar la ética de los viejos dogmas escolásticos, es, para este, uno de los maestros más grandes librepensadores del siglo XVIII y muestra «en su verdadera luz la hipocresía religiosa detrás de la que se esconden los epicúreos egoístas, de los cuales él mismo formaba parte».[125]
Un escepticismo más profundo que el de Montaigne profesa el teólogo Charron, quien señala las numerosas semejanzas que existen entre las religiones cristiana y pagana y lo poco que la moral necesita de la religión.[126]
En Descartes destaca Kropotkin la tentativa de explicar el desarrollo del universo como un fenómeno físico particular, que puede someterse a la investigación matemática. Resulta un tanto extraña, sin embargo, la afirmación de que «el Dios de descartes, como más tarde el de Spinoza, es el conjunto del Universo, la naturaleza misma».[127]
Gassendi, que renueva el epicureismo, y Bayle, que considera las proposiciones básicas de la moral como una ley eterna de origen no divino sino natural, representan, para nuestro autor, dos pasos adelante en la formación de una ética científica.[128] Y más que Bayle todavía, contribuye, según él, a preparar un clima apto para una moral independiente de la religión. La Rochefoucauld, al cual le enrostra, sin embargo, su pesimismo respecto a la naturaleza humana.[129]
Alaba Kropotkin sin restricciones los intentos de los materialistas Lamettrie, Helvetius y D’Holbach por constituir una moral naturalista, ajena a todo fundamento religioso y a todo presupuesto metafísico. No deja de sorprender un poco, sin embargo, que atribuya a Condillac «las mismas concepciones materialistas» de Lamettrie. Igualmente ve en los enciclopedistas (Diderot, D’Àlambert) y en los escritores afines a ellos (Raynal, Beccaria), cuyo «propósito era emancipar al espíritu humano a través del saber» y que «fueron hostiles al gobierno y a todas las ideas tradicionales sobre las cuales se apoya el antiguo régimen», una clara contribución al adelanto de la ética.[130] (Horowitz, en su libro Los anarquistas considera hoy a Diderot como uno de ellos).
Con Morelly y Mably se llega a la utopía comunista; con Quesday, a una crítica científica de la sociedad[131]; con Montesquieu, que aplica el método inductivo de Bacon al estudio de la evolución de las instituciones, a una crítica del poder absoluto de las reyes. Voltaire, cuya doctrina ética es demasiado superficial, tiene, para Kropotkin, el mérito de haber sido hostil a todas las exageraciones ascéticas y metafísicas y de haber contribuido a reforzar el sentimiento de humanidad, reclamando valientemente la supresión de la tortura, de la pena de muerte y de la inquisición.[132] A Rousseau le elogia sobre todo por haber defendido, junto con la tesis de la bondad natural del hombre, la idea de la igualdad de derechos como punto de partida para toda la organización racional de la sociedad.[133] Señala a Turgot y Condorcet como autores de la teoría general del progreso humano.[134] En cambio, el juicio que formula sobre la ética de Hume resulta más matizado: Hume no desarrolla una teoría nueva y completa de la moral, aunque examina de manera municiona y a veces brillante las motivaciones de la acción humana; atribuye poca importancia a la religión y también al egoísmo y la utilidad en la génesis del obrar moral, pero, mientras por una parte prepara el camino a una explicación naturalista del elemento moral en el hombre, por otra preanuncia igualmente la explicación no racionalista de Kant.[135]
Adam Smith, continuador de Hume, es para Kropotkin mucho más meritorio por su obra de filósofo moral que por sus trabajos de economía política. «Su estudio de los sentimientos morales constituye un notable paso adelante en cuanto llega a dar a la moral una explicación puramente natural, haciéndola derivar de la naturaleza humana y no de una inspiración de lo alto». Por otra parte, al que la simpatía, sentimiento propio del hombre como ser social, desempeña la moral sobre bases diferentes del mero cálculo utilitarista.[136]
Después de la Revolución francesa ─sostiene Kropotkin─ el temor que la misma produjo y la confusión que la abolición de los derechos feudales causó, hicieron que muchos pensadores buscaran otra vez los fundamentos de la vida moral en principios sobrenaturales más o menos disfrazados.[137] La ética de Kant, fundada en el análisis del pensamiento abstracto y no en el estudio concreto de la naturaleza humana, tiene, sin duda, un carácter elevado, pero, al sustituir las nociones de utilidad y simpatía por el sentimiento del deber, no aclara en absoluto el problema más importante que se presenta a toda ética, es decir, el de origen de dicho sentimiento del deber. Según Kropotkin, esta ética «es útil sobre todo para aquellos que, dudando del carácter obligatorio de las prescripciones de la Iglesia y del Evangelio, no se deciden a elegir el punto de vista de las ciencias naturales».[138] Kant introduce, sin duda, en la moral un concepto más riguroso que el aceptado, hasta cierto punto al menos, por la filosofía del siglo XVIII, pero no aporta realmente nada al desarrollo ulterior de la ética y al conocimiento de sus fundamentos.[139]
Aun cuando la actitud de Kropotkin respecto a Kant resulta coherente con los presupuestos naturalistas que el propio Kropotkin adopta, la misma parece a veces extremada, como, por ejemplo cuando niega toda originalidad al imperativo categórico. Por otra parte, si bien puede considerarse correcto el reproche que hace al filósofo de Königsberg por no haber llegado a reconocer la igualdad social del pueblo y de las clases altas después de haber advertido precisamente que en el seno del pueblo, más que entre la élite, se suele hallar el sentimiento del deber y de la fidelidad, Kropotkin no señala suficientemente la influencia de la filosofía kantiana en el pensamiento liberal (y aun socialista).
En Fichte advierte algunas ideas muy racionales (casi podría haber dicho: «libertarias»): los fines de la moral son el triunfo de la razón para la libertad del hombre y la desaparición en éste de toda pasividad; la conciencia no nunca debe obedecer a una autoridad, pues quien obra por tal obediencia realiza una acción positivamente mala. Alaba también Kropotkin las ideas fichteanas de que en la base de los juicios morales se halla una propiedad innata de la razón humana y de que para ser moral no necesita el hombre ninguna inspiración religiosa ni ningún temor al más allá; pero censura, a la vez, la conclusión de que ninguna filosofía puede superar a la «la revelación divina», sin tener muy en cuenta qué quiere decir para Fichte tal expresión.[140]
Asombra mucho a todo quien conoce las ideas federalistas y casi libertarias de Krause, el hecho de que Kropotkin sólo mencione a éste para enrostrarle la identificación de filosofía y teología.[141]
En Schelling advierte por lo menos que el teísmo (el de una de sus etapas, ya que la filosofía de la identidad deriva, sin duda, de Spinoza, aunque Kropotkin no lo diga aquí), no es un teísmo cristiano sino más bien naturalista, que mereció los ataques del clero y suscitó elevadas ideas entre los jóvenes de la época (entre los cuales estaba Bakunin).[142]
A Hegel le reconoce el mérito de haber introducido en el pensamiento alemán (a semejanza de los filósofos franceses de fines del siglo XVIII) la idea de evolución, aunque ella haya asumido la forma de la tríada dialéctica, que evidentemente considera arbitraria. Pero condena en él, como no podía ser menos de ser, el hecho de que absorba enteramente al individuo en el Estado, el cual gobierna a través de una aristocracia intelectual y se transforma en una institución humanamente divina.[143]
Schleiermacher, en fin, construye, según Kropotkin una filosofía de base teológica que no agrega casi nada a lo dicho por otros filósofos alemanes anteriores.[144]
Pero, aparte de la filosofía alemana, aparecen durante el siglo XIX tres nuevas corrientes en la ética: el positivismo, el evolucionismo y el socialismo.[145] Estas corrientes fueron preanunciadas por algunos pensadores ingleses, como Mackintosh, partidario de la revolución francesa, para quien los fenómenos morales corresponde a una clase especial de sentimiento innatos, propios de la naturaleza humana, que no deben nada a la razón; como Godwin, quien expone ideas que luego se llamarán anarquistas; como Stewart, que critica por igual el utilitarismo y la teoría de los sentimientos; como Bentham, sobre todo, autor de una aritmética moral, que, a pesar de haber llegado a conclusiones a veces cuasi-socialistas y cuasi-anarquistas, no tiene, según Kropotkin, el valor de llevar sus propias ideas hasta las últimas consecuencias.[146] Algo más tarde, Stuart Mill, para quien la moral es el resultado de la acción recíproca entre la organización psíquica del individuo y la sociedad, ejerce una influencia considerable y positiva sobre sus contemporáneos, pero no tiene en cuenta casi el principio de justicia.[147]
Fuera de Inglaterra, examina Kropotkin todavía el pensamiento de Schopenhauer, que caracteriza en conjunto como «una filosofía de la muerte», incapaz de crear una corriente sana y activa en el seno de la sociedad[148]; el de Cousin, que identifica con el espiritualismo tradicional; y el de Jouffroy, donde alaba el papel concebido a la abnegación y la generosidad en la moral, aunque lamenta que este papel no sea protagónico.[149]
El entusiasmo que Kropotkin demuestra por el positivismo resulta comprensible si se considera su propia maduración intelectual, realizada en reacción contra la teología tradicional y contra la metafísica alemana. Para él, la «filosofía positiva quiso reunir en un todo orgánico los resultados de todas las conquistas del pensamiento científico, elevando al hombre a un conocimiento claro y preciso de la armonía de este todo». Y, más todavía, «lo que, en Spinoza y Goethe tomaba la forma de iluminación del genio, cuando estos hablaban de la vida, de la naturaleza y del hombre, se transforma con la nueva filosofía en una generalización intelectual necesaria».[150]
Comte, en particular, concibió la ética como una lógica consecuencia de la evolución social de la humanidad, la interpreto como fuerza capaz de poner al hombre por encima de los intereses cotidianos y la fundamentó en el estudio de los antecedentes de la humanidad, desde los instintos gregarios de los animales y la simple sociabilidad hasta sus más altas manifestaciones.
Lo único que parece reprochable son las concesiones hechas en sus últimos años (ya por efecto de la fatiga intelectual, ya por influencia de Clotilde de Vaux) a la religión. Pero no llega a adivinar del todo, como lo hizo sin duda Marx, el carácter eminentemente burgués y el aspecto reaccionario del positivismo, del que tantas pruebas tenemos en la historia cultural e ideológica de América Latina.
Al considerad a Feuerbach como un filósofo positivista, Kropotkin demuestra tener un concepto excesivamente amplio del positivismo. Por otra parte, como no podía menos de suceder, reconoce el alto valor en sus intentos de antropologizar la religión. Y considera que «El fin fundamental de toda la filosofía de Feuerbach es el de establecer la adecuada relación entre la filosofía y la religión».[151] Muy acertada le parece, en particular, la tesis del filósofo alemán según la cual los ideales y preceptos religiosos no son sino expresión de los ideales de la humanidad, elegidos como guías para todos los individuos en sus relaciones mutuas, porque de otra manera ninguna religión habría logrado la fuerza que de hecho tiene.
Para ubicar históricamente el nacimiento del socialismo, Kropotkin resume los progresos del pensamiento ético de los siglos anteriores hasta llegar a la Revolución Francesa, en la cual se establece la igualdad civil y política de todos los ciudadanos, mientras una parte de los revolucionarios luchan por lograr también la igualdad «de hecho», esto es, la igualdad económica. «Así, muchos pensadores de fines del siglo XVIII y comienzos del XIX ─escribe a continuación─ comenzaron a ver en la justicia el elemento moral básico para el hombre, y si esta idea no llegó a ser una verdad reconocida por todos, el motivo puede atribuirse a dos causas: una interna y otra externa o histórica. Existe en el hombre, junto con la noción de justicia y la aspiración hacia ella, un deseo de dominar a los otros, de ejercitar sobre ellos la propia autoridad: en el curso de la historia de la humanidad, desde los tiempos más remotos, se puede observar la lucha entre estas dos aspiraciones: la aspiración a la justicia, esto es, a la igualdad, y la aspiración al dominio del individuo sobre sus vecinos o sobre las masas. Esta la lucha existe también en el interior de las sociedades humanas primitivas. Los “viejos”, fuertes en su experiencia, temiendo las consecuencias que podrían seguirse para el clan de los cambios traídos a su régimen, o habiendo atravesado momentos difíciles, en que temían estos cambios, se oponen a ellos con toda su autoridad, con el propósito de mantener costumbres fijas, sobre las que se basan las primeras instituciones de poder. Poco a poco a ellos se unen los magos, los chamanes, los brujos, a fin de constituir sociedades secretas para mantener la obediencia y la sumisión de los otros miembros del clan y salvaguardar las tradiciones, el modo de vivir consagrado por el tiempo. Al principio, estas sociedades contribuyen indudablemente a mantener la igualdad, al impedir que algunos se enriquezcan o dominen en el seno del clan. Pero ellas son las primeras en oponerse cuando se trata de erigir como principio común la igualdad de la vida social. Ahora bien, estos hechos que encontramos entre los salvajes primitivos y, en general, en los pueblos que han podido conservar la organización de los clanes, caracterizan toda la historia de la humanidad hasta nuestros días. Los magos de oriente, los sacerdotes de Egipto, de Grecia y de Roma, fueron los primeros que emprendieron la investigación de los fenómenos de la naturaleza; más tarde, los reyes y los tiranos orientales, los emperadores y los senadores romanos, los príncipes de la iglesia europea occidental, los jefes militares, los jueces, etc., idearon todos los medios para impedir que las ideas de igualdad se desarrollaran en el seno de la sociedad hasta el punto de pasar de la teoría a la práctica y de conducir así a los hombres a no reconocer el derecho de estos jefes a la desigualdad y al poder. Se comprende a que grado debió llegar la influencia ejercida por esta parte de la sociedad, la más organizada y culta, sostenida por la superstición y por la religión, y a qué grado debió llegar la demora en la proclamación de la igualdad como base fundamental de la vida social. Se comprende también cuán difícil fue abolir una desigualdad históricamente establecida bajo la forma de esclavitud, de servidumbre, de castas, de “tablas hieráticas”, etc., tanto más cuanto que esta desigualdad era sancionada por la iglesia y hasta por la ciencia. La filosofía del siglo XVIII y el movimiento popular de Francia, que encontraron su expresión en la Revolución, fueron poderosas tentativas de sacudir la tiranía secular y de echar las bases de un nuevo orden social, inspirado en la igualdad. Fue sólo sesenta años después del comienzo de la Gran Revolución, es decir, en 1848, que un movimiento popular inscribió en su bandera la igualdad, pero fue, después de algunos meses, ahogado en sangre. Después de estas tentativas revolucionarias, sólo hacia el fin del período 1850-1960 se produjeron grandes transformaciones en el dominio de las ciencias naturales, que impulsaron la constitución de una nueva teoría, la teoría de la evolución. Ya hacia 1830-1840 la filosofía positiva, Comte y los fundadores del socialismo, Saint-Simón y Fourier (y sobre todos sus discípulos) en Francia y Owen en Inglaterra, trataron de aplicar la teoría de la evolución gradual del mundo vegetal y animal, expresada por Buffon y Lamarck y, en parte, por los mismo enciclopedistas, a la vida social de los hombres. En la segunda mitad del siglo XIX el estudio de la evolución de las instituciones sociales en el hombre permitió, por vez primera, comprender toda la importancia del nacimiento, en el seno de la humanidad, de esta noción fundamental de toda la vida social: la igualdad».[152]
De esta manera Kropotkin explica el surgimiento del socialismo por una confluencia de las milenarias luchas del hombre por establecer una sociedad justa (esto es, basada en la igualdad), con el desarrollo de las ciencias naturales que, al producir una teoría de la evolución de la vida hicieron posible que el hombre comprendiera su propio pasado y tomara conciencia del supremo valor que había impulsado sus luchas a través del tiempo. Marx, en cuya formación intelectual tuvo un papel más importante la filosofía alemana que las ciencias naturales, en lugar de remitirse a Lamarck y Buffon, se queda con la dialéctica hegeliana.
Hume, Smith y, sobre todo, Helvecio estuvieron ya cerca ─dice Kropotkin─ de reconocer que la justicia y, por consiguiente, la igualdad, es el fundamento de toda moralidad. La revolución francesa ─prosigue─ en la «declaración de los derechos del hombre», acentúo todavía más esta idea; pero, a fines de siglo XVIII y comienzos del XIX y el mismo Condorcet «llegaron a comprender cómo por “justicia” e “igualdad” no se debe entender sólo la igualdad política y civil, sino sobre todo la igualdad económica». Con el comunismo de Babeuf tales ideas entran en la Revolución. Kropotkin quiere mostrar así el entronque histórico del socialismo naciente con la Revolución francesa, que estudia detalladamente en su obra histórica. La gran Revolución[153] (Véase más adelante, el cap. VIII).
En el período post-revolucionario de las ideas de justicia e igualdad económica se manifestaron ─continúa─ de un modo expreso en lo que se denominó ya «socialismo», cuyos fundadores fueron Saint-Simón, Fourier y Owen; a los cuales les siguieron otros muchos pensadores como Leroux, Blanc, Cabet, Considerant y Proudhon en Francia; Marx y Engels en Alemania; Bakunin y Chernichevski en Rusia.
Pero, ya desde el principio, mientras algunos, como Saint-Simón, sostenían que la justicia sólo puede establecer con ayuda del gobierno, otros, como Fourier y, en parte, Owen, juzgaban que la misma se puede realizar sin intervención del Estado.
De esta manera se inician, dentro del campo socialista, dos tendencias: una autoritaria, que llevará a la socialdemocracia y al marxismo; otra libertaria, que conducirá al proudhonismo, al bakuninismo y al comunismo anárquico del propio Kropotkin.[154]
Entre los pensadores socialistas, quien más profundizó en la cuestión de la justicia como fundamento de la moral fue Proudhon. Kropotkin quiere señalar la importancia de éste, que generalmente pasa inadvertida, en la historia de la ética. Tal importancia se cifra en el hecho de que Proudhon, recogiendo y depurando la noción de igualdad y de justicia, legada por la gran Revolución, demuestra que dicha noción siempre estuvo en la base de toda sociedad y, por consiguiente, de toda moral. Desechando, pues, toda tentativa de dar a la ética una fundamentación religiosa, Proudhon proclama la justicia concreta, esto es, la igualdad, no sólo de derechos políticos y civiles sino también de derechos económicos, como base de la misma. Para él, el sentimiento de dignidad es el verdadero contenido de justicia, y el derecho consiste en el poder de exigir a los demás el respeto de la propia dignidad humana, lo cual conlleva el deber de respetar en los demás tal dignidad. De esta manera, aun cuando Proudhon considera imposible amar a todos los demás y a exigir a todos que nos amen, cree que debemos, en cambio, respetarlos y exigir que nos respeten. El meollo de su ética es, por tanto, la idea de la igualdad del hombre y del respeto que a ésta le es debido.[155]
A pesar del alto aprecio que la filosofía moral de Proudhon le merece, Kropotkin no deja de reprocharle la confusión entre los dos sentidos de la palabra «justicia» (justicia como igualdad, en sentido matemático, y justicia como práctica y acción de hacerse justicia). También le crítica, y no sin razón, su actitud frente a la mujer. Pero, en conjunto, considera que «la obra de Proudhon es uno de los pocos estudios (se refiere al tratado De la justice dans la Revolucion et dan l’Eglise) en los cuales la justicia ocupa el puesto que efectivamente le corresponde según las intuiciones de muchos pensadores anteriores, que no desarrollan, sin embargo, tan a fondo el problema».[156]
Después de examinar las ideas morales de los pensadores socialistas, llega, finalmente Kropotkin al punto crucial de su exposición, es decir, a la ética evolucionista, a la cual adhiere en parte, pero contra la cual polemiza en parte fuertemente.
De todos los representantes de la ética evolucionista se limita a estudiar solamente los tres que considera más importante: Spencer, Huxley y Guyau.
Para Darwin, hay en el hombre una tendencia moral, no adquirida por cada individuo, cuyo origen debe buscarse en los sentimientos de sociabilidad que son instintivos en todos los animales gregarios. Tales sentimientos hacen que los animales sientan placer en estar junto a sus congéneres, experimenten por éstos cierta simpatía y les presten algún servicio, aunque semejante simpatía no signifique aún camaradería o reciprocidad de asistencia. Cuando el hombre no escucha la voz de la simpatía social y se deja llevar por otros sentimientos, como el odio, después de una breve satisfacción, experimente malestar y remordimiento. Al plantear en su interior un conflicto entre el odio y el sentimiento de simpatía al cual la razón le exige obedecer, nace la conciencia del deber. Más tarde, al desarrollarse la vida social, surge, como poderoso apoyo del sentimiento moral, la opinión pública, que indica la necesidad de obrar por el bien común.[157]
Tale son, según kropotkin, las grandes líneas de la ética de Darwin; pero es preciso tener en cuenta ─añade─ que éste afirma también, como antes Bacon, que el instinto de conservación común es más amplio que el de conservación individual, lo cual ilumina vivamente la época primitiva de la sociedad humana.
Sin embargo, la mayoría de los darvinistas no prestaron atención a esta última tesis, y lejos de pensar ─advierte Kropotkin─ que Darwin explicara el origen de la moralidad mediante el predominio de la simpatía social sobre el egoísmo personal, creyeron que había hablado de una lucha implacable por la existencia como fundamento de cualquier vida social entre los hombres.[158]
Estos seguidores de Darwin, entre los que sobresale Huxley ─dice─ suponen que el darwinismo no es otra cosa más que la lucha por la existencia de todos contra todos. Toda la doctrina ética de Kropotkin se desarrolla, en realidad, en abierta polémica contra semejantes evolucionistas, precisamente porque pretende basarse en las ciencias naturales y en el evolucionismo y porque no desea en modo alguno renegar de las teorías biológicas de Darwin, que considera como la última palabra de la investigación científica.
«Este brillante evolucionista, que tanto ha hecho para sostener la teoría darviniana de la evolución gradual de las formas orgánicas sobre la tierra y para difundir ampliamente tal teoría ─escribe─, refiriéndose a Huxley –se ha mostrado absolutamente incapaz de seguir al maestro en dominio de la ética».[159]
Contra un artículo del mismo Huxley titulado Struggle for life: a program, había escrito, como vimos en el capítulo anterior, su gran obra El apoyo mutuo. Más tarde, Huxley, poco antes de su muerte, en 1893, sintetizó su filosofía moral en una conferencia titulada Evolución y ética. El mismo Huxley atribuía gran importancia gran importancia a esta conferencia; «la prensa la acogió como una especie de manifiesto de los agnósticos» (según las palabras del propio Kropotkin), y el público en general llegó a considerarla como la última palabra de la ciencia en materia de moral y de filosofía. Ahora bien, ello se debió ─anota sagazmente el pensador anarquista─ no sólo al hecho de que uno de los jefes del movimiento científico resumiera allí sus ideas, después de haber luchado durante toda su vida en pro del evolucionismo biológico, sino también, y sobre todo, al hecho de que allí se encuentran expresadas las concepciones de la moral vigentes entras las clases altas, que constituyen la verdadera religión de dichas clases.
Según Huxley, el proceso cósmico y el proceso moral son entre sí totalmente contrarios: el primero está basado en la violencia, en la crueldad, en el dominio del más fuerte y en la opresión del más débil, implica dolor y sufrimiento para todas las especies y sólo nos enseña el mal absoluto; el segundo, que surge inexplicablemente en el seno del primero, después de un incalculable número de millares de años, radica en la supervivencia no de los aptos sino de los que son moralmente mejores.
Ahora bien, ─objeta Kropotkin, situándose siempre dentro de los supuestos esenciales del evolucionismo─ ¿dónde están las raíces de este proceso? El mismo no ha podido surgir de la observación de la naturaleza, por lo que se ha dicho; no puede haber sido heredado de los tiempos anteriores, porque en las especies animales no existía ni siquiera el germen de un proceso ético. Luego, ha debido nacer de algo exterior a la naturaleza, esto es, de una iluminación divina. Tiene, por tanto, un origen sobrenatural. No por nada, algún autor cristiano, ha celebrado el retorno de Huxley ─anota Kropotkin─ al seno de la iglesia.[160]
Para un verdadero evolucionista. ─sostiene─ «las ideas morales del hombre no son sino la continuación de los hábitos morales de la ayuda mutua, tan ampliamente difundidos entre los animales sociales que se les puede aplicar el nombre de ley natural, por lo cual nuestras leyes morales, en la medida en que ellas son fruto de nuestra inteligencia, no son sino una consecuencia de lo que el hombre ha visto en la naturaleza, mientras, en la medida en que son fruto del hábito y del instinto, constituyen el desarrollo ulterior de los instintos y hábitos propios de los animales sociales. O bien las ideas morales son surgidas desde arriba y entonces todo estudio ético se reduce a la interpretación de la voluntad divina. Esta es la conclusión que fatalmente se debe sacar de esta conferencia».[161]
Cuando Huxley la publicó en forma de volumen, ─anota Kropotkin, siempre escrupulosamente fuel a la verdad─ reconoció en una nota que el proceso ético forma parte del proceso cósmico (con lo cual negó todo lo que antes había sostenido sobre la oposición entre ambos procesos). Ello se debió ─conjetura─ a la influencia de su amigo, el profesor Romanes, que trabaja por entonces en una obra sobre la moral de los animales.
De cualquier manera, la objeción de Kropotkin, aun sin salirnos para nada de los límites del naturalismo y de la biología, pierde su fuerza después de De Vries, con la teoría de las mutaciones. En efecto, el proceso ético podría haber surgido como una mutación en los genes de cierta especie animal, como algo repentino, inusitado y nuevo, sin dejar por eso de ser un fenómeno natural, y de integrar el proceso cósmico.
Spencer, que ya antes de Darwin, había expuesto, en su Estática Social, una concepción evolucionista, aunque todavía no del todo desarrollada, concibe la ética ─con toda razón Kropotkin─ como una parte de la filosofía de la naturaleza. Después de haber examinado sucesivamente el origen del sistema solar y las bases de la biología, de la psicología y de la sociología, se ocupa de las bases de la ética, es decir, de las relaciones que, entre los seres vivos, tienen carácter obligatorio, pero sólo hacia el final trata de la moral en los animales: hasta entonces había fijado únicamente su atención en el «struggle for life» y en la lucha de cada individuo (animal o humano) contra todos los demás para lograr los medios de subsistencia.[162]
Casi hubiera podido juzgar Kropotkin a Spencer como a Huxley, si no hubiera sido por estos tardíos escritos de 1890, publicados, según el propio Kropotkin advierte, «cuando la mayor parte de la Ética había sido ya llevada a cabo».[163]
No oculta nuestro pensador anarquista, por otra parte, su simpatía por la obrita que Spencer titulada El individuo contra el Estado, pero lleva, al parecer, demasiado lejos la asimilación de Godwin, pasando por alto el hecho de que no hay en Spencer ni trazas del comunismo defendido por aquél, al menos en la primera edición de su obra.[164]
Acepta Kropotkin como un esfuerzo meritorio el propósito de Spencer de establecer reglas de la conducta moral sobre una base científica, precisamente en un momento en que el poder de la religión se debilita y las doctrinas morales ya no pueden apoyarse en ella, y también la idea de que la ética, después de repudiar todo ascetismo monacal, para no tomarse endeble, debe repudiar cualquier estrecho egoísmo. Le reprocha, en cambio, el no haber concedido mayor importancia a los fenómenos de ayuda mutua, que se dan en toda clase de animales. Pero le elogia el haber definido «lo bueno» como aquello que cumple con su fin y, en el caso del hombre; aquello que sirve a la conservación de la vida y al acrecentamiento de la vitalidad, es decir, como «un modo de obrar que contribuye a la plenitud y a la variedad de nuestra vida y de la de los demás, que llena la vida de alegría, tornándola más rica en su contenido, más bella e intensa».[165]
De esta manera ─opina Kropotkin─ explica Spencer el origen y la evolución de las ideas morales no por abstractas entidades metafísicas o preceptos religiosos, no por cálculo de los placeres o del provecho personal (como los utilitaristas), sino como producto necesario de la evolución social, lo mismo que el desarrollo de la inteligencia, el arte, del saber o del sentimiento estético. Pero, ─pregunta a renglón seguido─ si es indudable que las ideas morales se vienen formando desde los tiempos más remotos de la humanidad y aun entre los animales, ¿por qué ha tomado la evolución un determinado camino y no el opuesto? ¿Por qué optó por la lucha de todos contra todos? «Una ética evolucionista ─dice─ por qué en este caso la evolución contribuyó a la conservación y la supervivencia de la especie, mientras la ineptitud para desarrollar estas cualidades sociales habría tenido infalible como resultado una incapacidad de resistencia en la lucha contra el ambiente, sea entre los animales sea en las sociedades humanas».[166] Spencer reconoce que el hombre se ha desarrollado gracias al placer que le produce ciertos actos cumplidos en pro del bien del común; más aún, sostiene que cualquiera que sea el criterio que se adopte para juzgar los actos humanos, la virtud y la perfección moral produce siempre, de alguna forma, en algún sujeto y en un determinado momento, un placer o un goce (happiness). Pero, una ética basada en el evolucionismo ─objeta Kropotkin─ no puede aceptar estas ideas incondicionalmente, en la medida en que está obligada a admitir que la moral surge de una acumulación accidental de hábitos útiles a la especie en su lucha por la vida. «¿Por qué, pregunta la filosofía evolucionista, son los hábitos altruistas y no los egoístas los que procuran al hombre mayor satisfacción? ¿La posibilidad que comprobamos en todas partes de la naturaleza y la ayuda mutua que se desarrolla en la vida social, no son armas tan universalmente difundidas como para contrarrestar la violencia y la afirmación personal y egoísta? ¿El sentimiento social y la necesidad de la ayuda mutua, hacia las que nuestras nociones morales se han debido dirigir necesariamente, no son, por eso, un carácter fundamental de la naturaleza humana, del mismo modo que la necesidad de alimentarse?».[167] Pero Spencer ─comprueba Kropotkin─ no da ninguna respuesta a estos problemas; sólo en una época tardía (y en limitada medida) se interesó por ellos, de manera que tampoco él pudo poner fin a la polémica entre la ética naturalista y evolucionista y la ética intuitiva.[168]
Con la obra de Marie-Jean Guyau culmina, para Kropotkin, la ética evolucionista y la ética moderna toda.
Guyau en su obra Esbozo de una moral sin obligación ni sanción, que Nietzsche utilizó ampliamente, según ha demostrado el padrastro de aquel, Fouillé, en su libro Nietszche y el inmoralismo, parte de la idea de la vida, entendida en su más amplio sentido. La vida es, para él, crecimiento, impulso, creación continua. Ahora bien, la ética constituye la búsqueda, por parte del hombre, de los medios por los cuales logra alcanzar aquellos fines que la naturaleza le propone, esto es, el desarrollo y acrecentamiento de la vida. La moral puede prescindir, pues, perfectamente de toda coacción u obligación propiamente dicha y, en especial, de toda sanción trascendente, sobrenatural o social, puesto que se desarrolla gracias a la necesidad misma que el hombre experimenta de vivir una vida plena e intensa. En efecto, es propio del ser humano el no sentirse conforme con una vida ordinaria y común y el querer extender y profundizar su vida, multiplicar sus impresiones y diversificar sus sensaciones. Al experimentarse capaz de todo esto, se siente impulsado a realizarlo, sin necesidad de órdenes ni imperativos. El deber no es así, para Guyau, sino la conciencia de un poder interno, superior por naturaleza a todos los demás poderes, de tal modo que sentirse capaz de hacer grandes cosas equivalente a adquirir conciencia de lo que se debe hacer. Como sentimos que hay en nosotros más fuerza necesaria para conservar nuestra propia vida tendemos a gastarla en los otros, y de tal sobreabundancia nace lo que se denomina corrientemente «compasión»: tenemos conciencia de poseer más amor y lágrimas de las que podemos emplear en nosotros mismos, y por eso las entregamos a los demás sin preocuparnos por las consecuencias, del mismo modo que la planta necesariamente florece, aun cuando al florecimiento deba seguirle pronto la muerte.
En la vida, dice Guyau, hay dos aspectos contrarios correlativos, la asimilación y la nutrición por una parte, la producción y la fecundación por otra; y cuando más se adquiere, más es necesario dar. «Vida significa fecundidad y, recíprocamente, fecundidad significa vida hasta alcanzar los límites, una existencia verdadera. Hay una cierta generosidad inseparable de la existencia, sin la cual se muere y se seca interiormente. Es preciso florecer; la moral, el desinterés es la flor de la vida humana», escribe Guyau, citado por Kropotkin.
Un intento como éste, de edificar una moral ajena no sólo a todo vínculo con lo sobrenatural sino también liberada de la misma idea de obligación y de sanción, no podía dejar de despertar las más vivas simpatías en un pensador esencialmente anti-autoritario como Kropotkin. Nada escapa, sin embargo, a su espíritu crítico, el escaso desarrollo que alcanzan en Guyau las ideas de sociabilidad y de justicia. Aunque comprendió ─dice─ la imposibilidad de edificar la moral sobre la base del egoísmo, como lo habían hecho Epicuro y los utilitaristas ingleses; aunque se dio cuenta de que la mera armonía interior no es suficiente y de que existe también el instinto de sociabilidad, no le concedió a este instinto la importancia debida, como había hecho ya Bacon y Darwin, y no justipreció el papel que en las decisiones morales desempeña la idea de justicia, esto es, de igualdad entre los seres humanos.[169]
Por otra parte, Kropotkin no advierte que la noción de «vida», tal como la formula Guyau, si bien surge en un contexto positivista y naturalista, está preñada de implicaciones metafísicas, según se ve en el uso que de ella hará en seguida Nietzsche. Tal noción parece suponer, en cualquier caso, un cierto finalismo en la naturaleza, aunque se trate sólo de un finalismo inmanente, y ello resulta obviamente incompatible con el darwinismo, que el propio Kropotkin profesa. Guyau construye, de hecho ─y no son pocos los críticos que lo han hecho notar─ uno de los inmediatos predecesores de Bergson.
Como intento de esbozar una historia de la ética el trabajo de Kropotkin se caracteriza por la unidad de su desarrollo, que se logra evidentemente sobra la base de un núcleo doctrinal establecido con firmeza y claridad.
No puede negarse, sin embargo, que desde un punto de vista académico adolece de serios defectos y presenta no pocas limitaciones.
No parece que el autor haya frecuentado directamente los textos que juzga y crítica. Los errores de las interpretaciones, los juicios unilaterales o arbitrarios, las omisiones inexplicables abundan. Hay simplificaciones inadmisibles en una obra historiográfica con pretensiones científicas, que en parte son debidas a una óptica estrechamente cientificista y al desprecio por cualquier forma de dialéctica.
El núcleo doctrinal, que constituye la estructura teórica de la obra, puede decirse que está constituida por la siguiente tesis:
1º Anti-teologismo. Aunque ni en esta obra ni en ninguna otra de Kropotkin hallamos los ataques violentos contra la idea de Dios y contra la religión que caracteriza el anti-teísmo de Bakunin, es claro que una de las principales variables del progreso de la ética es, para él, la anulación de todo factor religioso en la explicación del origen y el contenido de la moralidad. Una teoría ética será tanto más científica y una práctica ética tanto más elevada cuanto más completamente logren prescindir de todo resabio sobrenatural;
2º Anti-Metafísica. A diferencia de Bakunin, que antes de arribar al materialismo pasa por diversas etapas que corresponder a los diversos momentos de desarrollo del idealismo alemán (Kant, Fichte, Hegel), Kropotkin se instala desde el comienzo de su actividad intelectual en un cientificismo anti-metafísico estricto, que le hace considerar toda especulación filosófica al margen de las ciencias experimentales como mero residuo (más o menos laicizado) de la teología;
3º Hedonismo como punto de partida. Si el hombre es un ser natural, el bien moral debe coincidir para él con aquello que satisfacen su naturaleza (su condición biológica), lo cual equivale, en términos generales, al placer;
4º Anti-egoísmo. Pero el placer sólo equivale al bien moral y a la felicidad cuando se lo considera en relación con la sociedad dentro de la cual cada individuo vive, de tal manera que cualquier placer exclusivamente individual queda superado por el que proporciona la práctica de la solidaridad y de la ayuda mutua;
5º Justicia como valor supremo. La justicia, considerada como absoluta igualdad, constituye el más alto valor y, por consiguiente, la máxima virtud. De ahí que la culminación de la ética coincida necesariamente con el socialismo anárquico;
6º Anti-estatismo. El Estado, lejos de ser creador u órgano de la moralidad, es, para Kropotkin, fuente de toda injusticia, y por tanto, de toda inmoralidad. La existencia de gobernantes y gobernados dentro de una sociedad constituye la forma más radical de negar la igualdad y la libertad, y, en consecuencia, la justicia.
7º Anti-individualismo. La forma más elevada de la moral no tiende a producir un súper-hombre, destinado a sojuzgar a la humanidad o a aislarse de ella, sino un tipo de hombre enteramente entregado a los demás, que se realiza en la lucha por la justicia y por la libertad de todos.
Aunque la Ética de Kropotkin quedó incompleta, pues él sólo llegó a escribir la parte histórica que acabamos de examinar, de este mismo panorama histórico así como de El apoyo mutuo y de otros varios escritos menores, pero particularmente de La moral anarquista, es posible extraer un esquema preciso de su filosofía moral.
La ética de Kropotkin es, ante todo, una ética naturalista, en cuanto rechaza todo tipo de fundamentación religiosa y no reconoce ninguna clase de influencia sobrenatural en el origen de las ideas y los sentimientos morales. El progreso de la ética a través de la historia se mide, ante todo, para nuestro autor, como vimos, por su capacidad de desligarse de la religión. En nuestra época ella no puede concebirse ─piensa─ sino como una disciplina articulada inmediatamente con la sociología y la biología, esto es, como una rama de las ciencias naturales. De un modo muy especial es en la zoología donde se enraíza la ética kropotkiniana, con su característica tesis del apoyo mutuo entre las especies animales como precedente natural y necesario de la moralidad humana.
Análogamente rechaza Kropotkin cualquier intento de fundamentación de la moral en entidades abstractas y se opone a la ética metafísica, reduciéndola casi a la moral religiosa, que encuentra su razón de ser en una relevancia sobrenatural. Kant y Fichte no se diferencian, para él, mucho de San Agustín y Santo Tomás.
De los anteriores planteos resulta fácil inferir que su ética, además de ser naturalista, es rigurosamente evolucionista. Pretende enmarcarse, en efecto, dentro del transformismo mecanicista de Darwin, al que considera como la última palabra de la biología y la clave de toda ciencia del hombre. Más aún, quiere remitirse a ciertas ideas del mismo Darwin quien, al revés de lo que hicieron luego sus seguidores y, particularmente, Huxley, había señalado el apoyo mutuo entre los miembros de cada especie como factor fundamental en la conservación y desarrollo de la misma. Junto a la lucha y el antagonismo de las especies por lograr su supervivencia hay que reconocer, como elemento no menos importante de la evolución, la ayuda mutua y la solidaridad. «La lucha por la vida» debe ser entendida, pues, en un sentido amplio y metafórico, teniendo en cuenta además que se trata, en gran medida, de una lucha contra las circunstancias y el ambiente.
En la natural e instintiva inclinación de los animales sociales a ayudar a los miembros de la propia especia (y, a veces, aun a los de otras); en la tendencia de dichos animales a convivir permanentemente; en el gusto que sienten en estar juntos, más allá de toda necesidad biológicamente inmediata, deben buscarse, según Kropotkin, las raíces de las ideas y los sentimientos morales de las humanidad. Como la inmensidad mayoría de los anarquistas rechaza, en consecuencia, la idea del pecado original (Bob Breen, The ethics of anarchism — «Anarqhy» — 16 — pág. 162).
La ética de Kropotkin acoge, en primer término, el hedonismo y el utilitarismo del siglo XIX. Lo que mueve al hombre a obrar bien o mal no es el ángel o el demonio de las representaciones religiosas tradicionales ni lo que «cierta jerga escolástica, honrada con el nombre de filosofía», denomina «las pasiones» y la «la conciencia», sino el deseo de hallar placer o de satisfacer una necesidad de su naturaleza. Tanto el hombre que quita a un niño un pedazo de pan como el que comparte su mendrugo con el hambriento; tanto el asesino que degüella a toda una familia como el idealista que sacrifica su vida por la liberación de los oprimidos, no buscan, en el fondo, sino un placer o una satisfacción.
«Buscar el placer, evitar el dolor, es el hecho general (otros dirían ley) del mundo orgánico, es la esencia misma de la vida. Sin ese deseo de hallar lo agradable, aun la vida fuera imposible. El organismo se desorganizaría, acabaría la vida», escribe en La moral anarquista. Y, a continuación, añade: «Así, cualquiera sea la acción del hombre, cualquiera sea su línea de conducta, obra siempre para obedecer a una necesidad de su naturaleza. El acto más repugnante, como el acto indiferente o el más simpático, son igualmente dictados por una necesidad individual. Obrando de un modo u otro, el individuo hizo lo que hizo porque al hacerlo sentía placer, porque de esa manera evitaba o creía evitar el dolor». Y agrega: «He ahí un hecho perfectamente claro: he ahí la esencia de lo que se denomina la teoría del egoísmo».[170]
El hedonismo, como se ve, encuentra, a su vez, su fundamento en el egoísmo. De tal modo cree Kropotkin destruir «el prejuicio de todos los prejuicios», ya que, para él, «toda la filosofía materialista, en sus relaciones con el hombre están en esta conclusión».[171] ¿Se podrá inferir de aquí que todos los actos humanos son moralmente indiferentes, puesto que todos, tanto los que se consideran comúnmente heroicos como los que se tienen por criminales, responden a una necesidad de la naturaleza? Esta conclusión «amoralistas», que a fines del siglo pasado extraían sin duda muchos jóvenes anarquistas, tal vez bajo la influencia de Nietzsche o de Stirner, tal vez por la mera fuerza de la lógica hedonista, que los retrotraía a Mandeville y a la Fábula de las abejas o, cuando menos, a los nihilistas rusos de las década de los sesenta, es rechazada decididamente por Kropotkin. Deducir que todos los actos humanos son indiferentes y que no existen el bien ni el mal equivaldría, para él, a admitir que no hay en la naturaleza ni buen ni mal olor, que lo mismo da para el olfato el perfume de la rosa y la pestilencia del assa foetida, porque tanto la uno como la otra son producto de la vibración de las moléculas. En el fondo, el amoralismo y el indiferentismo moral son, para nuestro pensador, una consecuencia de la vieja moral teológica, que considera un acto como bueno si procede de una inspiración sobrenatural y como indiferente si no tiene semejante origen; que cree únicamente dignas de ser tenidas por morales a las conductas capaces de merecer recompensa o castigo. «El cura está siempre en su puesto, con su diablo y su ángel, y todo el barniz materialista no los puede ocultar. Y, lo que es aún pero, el juez, con su distribución de latigazos para unos y sus recompensas cívicas para otros, también está en su puesto. Y ni los principios de la anarquía bastan para arrancar de raíz la idea de castigo y recompensa».[172] (Cfr. Woodcock — Avakumovic, op. cit. págs. 280-282).
A todos ellos, teólogos y amoralistas, les responde: «¿El assa foetida huele mal, la serpiente me muerde, el embustero me engaña? ¿La planta, el reptil y el hombre, los tres, obedecen a una necesidad dela Naturaleza? Pues bien, yo obedezco a una exigencia de mi naturaleza odiando a la planta que huele mal, al animal que mata con su veneno y al hombre, aún más venenoso que el animal. Y obraré en consecuencia, sin dirigirme para esto ni al diablo, a quien, por otra parte, no conozco, ni al juez, a quien detesto más aún que a la serpiente. Yo, y todos los que comparten mis antipatías, obedecen a una necesidad de la Naturaleza. Y veremos cuál de los dos tiene de su parte la razón y, por consiguiente, la fuerza».[173] Respuesta que tiene el acento del anarquismo, pero que es, al mismo tiempo, digna de Spinoza.
Para distinguir el bien del mal no se necesita ─repite sin cesar Kropotkin─ ni una inspiración divina ni la intervención del imperativo místico o metafísico de la conciencia. Ya los animales sociales, al igual que el hombre, saben hacerlo. Y si se reflexiona un instante, se advertirá que lo bueno, tanto para una animal como para un filósofo, es lo útil; y lo malo, lo perjudicial. O, en otras palabras, bueno es, para todos, lo que causa placer; malo, lo que produce dolor.
Pero ─y en esto se aparta ya Kropotkin de los puros hedonistas─ «placer» tiene para él un sentido mucho más amplio que la mera satisfacción física. Los placeres más altos y codiciables son indudablemente, según su estimación, los placeres intelectuales y morales: la ciencia, la lucha por la justicia y la libertad.[174]
Por otra parte, el mero hedonismo y el mero utilitarismo quedan superados en Kropotkin por el hecho de que el sujeto del placer y del dolor que debe tenerse en cuenta es, para él, no el individuo, como decía Epicuro, Bentham y Mill, sino la sociedad.[175]
«La idea del bien y del mal no tiene, pues, nada que ver con la religión a la conciencia misteriosa; es una necesidad natural de las razas animales. Y cuando los fundadores de las religiones, los filósofos y los moralistas, nos hablan de entidades divinas o metafísicas, todo lo que hacen es repetir lo que la hormiga y el gorrión practican en sus pequeñas sociedades: ¿Esto es útil a la sociedad? Pues es bueno. ¿Es perjudicial? Pues es malo».[176]
Un problema se plantea, sin embargo, aquí, y Kropotkin no deja de enfrentarlo: ¿Qué debe entenderse por sociedad? ¿Cuáles son sus límites? Los límites de la sociedad, esto es, de los congéneres hacia los cuales un ser viviente se siente obligado, ─responde─ varían según las especies. Para las hormigas se reducen al hormiguero y casi lo mismo puede decirse de los hombres primitivos. El hombre civilizado, al comprender las relaciones íntimas que lo vinculan al último de los papúas, ensancha esos confines y extiende su solidaridad a toda la especie humana y a los animales.[177] El hombre civilizado se caracterizaría así por su capacidad de identificación con los demás, ya que sin identificación es imposible concebir la ayuda mutua, como bien dice Dachine Rainer (identity, love and mutual aid- «Anarchy» — 20 — págs. 297-298).
Otro problema conexo que Kropotkin plantea y responde es el de la universalidad e inmutabilidad del concepto del bien. ¿Cuándo se dice «bueno» o «malo», el contenido de tales nociones es el mismo para todos los pueblos y para todas las épocas? No, ciertamente ─contesta-. Dicho contenido no tiene nada de inmutable. Varía de acuerdo con la inteligencia y con el saber adquirido. El primitivo encontraba bueno comerse a sus pobres ancianos cuando éstos comenzaban a ser una carga para la sociedad. Hoy tal conducta se consideraría criminal, pero los medios de subsistencia no son ya los de la Edad de Piedra. Sin embargo, aun cuando la apreciación de lo que es útil o perjudicial a la raza cambie, en el fondo queda inmutable. Este fondo se reduce al siguiente imperativo o, por mejor decir, al siguiente consejo fundado en una larga experiencia de la vida de los animales y del hombre: «haz a los otros lo que quieras que te hagan, en igualdad de circunstancia[178]».
Si nos preguntamos, pues, por el origen de la idea del bien y de mal que existe indudablemente en el hombre, cualquiera sea su desarrollo intelectual, encontramos ─dice Kropotkin─ varias respuestas erróneas o, al menos, incompletas: 1. º) La de los pensadores religiosos, para quines Dios inspira o infunde tal idea en las mentes humanas. Esta explicación es fruto, según él, del terror y de la ignorancia del hombre primitivo; 2. º) La de Hobbes y otros, para los cuales la ley desarrolla en los hombres el sentimiento del bien y del mal. Pero la ley ─responde enseguida Kropotkin─ no ha hecho otra cosa sino utilizar los sentimientos sociales del hombre para imponerle preceptos útiles a la minoría de los explotadores; 3. º) La de los utilitaristas, según los cuales la idea del bien y del mal equivale simplemente a la noción de lo útil o provecho para cada individuo. Aunque algo hay de verdadero en esta explicación ─dice Kropotkin─ quines la sustentan olvidan los sentimientos de solidaridad hacia el grupo y hacia la especie, cuya existencia es innegable.[179]
Mucho más cerca de la verdad se halla, según nuestro autor, Adán Smith, que encuentra el origen de la noción de bien en el sentido de simpatía. Pero ni siquiera él logra una explicación plenamente satisfactoria, ya que no comprende que dicho sentimiento de simpatía existe tanto en los animales como en el hombre.[180] «En toda sociedad animal, la solidaridad es una ley de la Naturaleza, infinitamente más importante que la lucha por la existencia, cuya virtud nos cantan los burgueses sus refranes, a fin de embrutecernos lo más completamente posible», escribe en La moral anarquista[181]. Y en el primer capítulo de la Ética dice: «El apoyo mutuo es el hecho dominante de la naturaleza, ofrece a las especies que lo practican ventajas tales que la relación de las fuerzas se halla totalmente cambiada en perjuicio de los animales de presa. El apoyo mutuo constituye la mejor arma en la gran lucha por la existencia, que los animales sostienen constantemente contra el clima, las inundaciones, los temporales, las tempestades, el hielo, etc., lucha que exige de continuo nuevas adaptaciones a las condiciones siempre nuevas de la vida... Siendo necesarias a la conservación, a la prosperidad y al desarrollo de cada especie, la práctica del apoyo mutuo se ha convertido en lo que Darwin hubo de definir como “un instante permanente” (a pemanent instinct), constantemente ejercitado por todos los animales sociales, incluso, naturalmente, por el hombre... Pero eso no es todo: este instinto, una vez surgido, será el origen de los sentimientos de benevolencia y la inserción parcial del individuo en el grupo; se convertirá en el punto de partida de todos los sentimientos superiores. Y sobre esta base se desarrollarán los sentimientos más elevados de justicia, de equidad, de igualdad y, en fin, lo que hemos convenido en llamar abnegación».[182]
El sentimiento de solidaridad, experimentado a través de millones de generaciones, se convierte en algo hereditario, se torna instinto permanente; este instinto hace posible el desarrollo y perfeccionamiento de las especies y la aparición y progreso de la humanidad. «Y cuando se estudia más de cerca el desarrollo o la evolución del mundo animal, ─dice en La moral anarquista- se descubre (con el zoólogo Kessler y el economista Chezuychevsky) que este principio, traducido por medio de una sola palabra, solidaridad, tuvo en el desarrollo del reino animal, una parte infinitamente mayor que todas las adaptaciones que pudieran resultar de una lucha entre individuos por la adquisición de ventajas personales».[183]
La solidaridad, práctica que encontramos en todas las especies animales, resulta todavía más sorprendente entres los monos antropoides. Con el hombre se da otro paso adelante en tal camino, y esto es lo que le permite subsistir (siendo como es un animal débil y enfermizo) y desarrollar su inteligencia. «Cuando se estudian las sociedades de seres primitivos, que hasta la fecha quedaron al nivel de la Edadde piedra, en sus pequeñas comunidades se ve cómo la solidaridad era practicada en el más alto grado por todos los miembros de la comunidad. He aquí por qué ese sentimiento y esa práctica de la solidaridad no cesan nunca, no aun en las épocas anteriores de la historia. Aun cuando circunstancias temporales de dominación, de servilismo, de explotación, hacen desconocer este principio, queda siempre en el pensamiento de la mayoría, que hace contra las malas instituciones una revolución. Y esto se comprende fácilmente: sin ello, la sociedad perecería. Para la inmensa mayoría de los animales y de los hombres subsiste ese pensamiento. Y debe subsistir, en el estado de costumbre adquirida, de principio presente siempre en el espíritu, aun cuando con frecuencia se lo desconozca en las acciones. Y toda la evolución del reino animal habla en nosotros. Y es larga, muy larga: cuenta centenares de millones de años. Aun cuando quisiéramos desembarazarnos de ella, no nos sería posible conseguirlo. Más fácil le fuera al hombre acostumbrarse a caminar en cuatro patas que desembarazarse del sentimiento, que es anterior, en la evolución animal, a la postura recta del ser humano. El sentido moral es en nosotros una facultad natural, lo mismo que el del olfato y del tacto», dice también en La moral anarquista.[184]
La perduración multimilenaria y el acrecentamiento de la práctica del apoyo mutuo es lo que le permite precisamente a Kropotkin, afirmado en su básico optimismo, sostener la tesis de un verdadero progreso en la humanidad, aun cuando tal progreso no sea continuo ni constituya una cadena ininterrumpida. «El hecho mismo de que los movimientos de regresión que se producen periódicamente en los diversos pueblos sean considerados por la parte más culta de la población como fenómenos pasajeros, posiblemente evitables en el futuro, demuestra que el criterio ético se ha ubicado en un más alto nivel. A medida que en la sociedad civilizada aumentan los medios para satisfacer necesidades del conjunto de la población, abriéndose así el camino para una mejor comprensión de la justicia para todos, las exigencias éticas se tornan siempre por necesidad más elevadas. Así, situándose en el punto de vista de una ética científica y realista, el hombre puede no sólo creer en el progreso moral, sino también fundar esta creencia sobre bases científicas, a pesar de todas las elecciones de pesimismo que recibe. La creencia en el progreso, que al principio no era más que una simple hipótesis, se encuentra ahora plenamente confirmada por el conocimiento; por otra parte, es preciso no olvidar que la hipótesis precede siempre al descubrimiento científico». Dice en la Ética[185].
Es verdad ─reconoce─ que la ley y la religión se han aprovechado del principio moral en beneficio del gobernante y del sacerdote. Pero negarlo simplemente por ese hecho sería tan poco lógico como asegurar que uno no se lavará nunca, porque el Corán ordena abluciones diarias, o que uno comerá en adelante carne de cerdo con triquina precisamente porque Moisés prohibió comer cerdo a los judíos. De esta manera se opone Kropotkin a las conclusiones falsamente radicales y radicalmente falsas de quienes, dentro o fuera del campo anarquista, pretendían rechazar toda moralidad, fundándose en las vinculaciones históricas de los diferentes códigos y sistemas morales con la teología y la Iglesia por una parte y con la ley y el Estado por la otra.[186]
En verdad, ningún teórico del anarquismo se vio quizás tan obligado como Kropotkin a luchar contra el amoralismo de sedicentes anarquistas.
En su artículo titulado Más sobre la moral (En mcore la morale) aparecido en la Révolte, de París, en diciembre de 18914, responde precisamente a quines, por medio del mismo periódico, defendía el robo y proclamaban, en general, la caducidad de los principios éticos de la sociedad burguesa.
Si fuéramos un partido de la reacción, dice a los jóvenes anarquistas influidos por Stirner y, tal vez, por Nietzche, sería lógico que tratáramos de mandar y dominar a los demás, que quisiéramos adular y mentir para vivir bien, que intentáramos robar. En ese caso, obraríamos como magos y sacerdotes, reyes, militares y magistrados que, a través de la historia, han considerado los principios morales como inútiles y necesarios para la masa pero obsoletos para ellos mismos.
«Magos, brujos y sacerdotes, reyes, soldados y magistrados han predicado esta filosofía. Todos los partidos burgueses y jacobinos ─hasta los socialistas estatistas de nuestros días─ la han practicado y propagado. La han erigido en sistema de moral. Y aquí aun nuestro programa estaría pronto hecho, si fuésemos un partido de la reacción».[187] Pero no somos (los anarquistas, se entiende) un partido de la reacción, sino todo lo contrario, la vanguardia de la Revolución ─sostiene Kropotkin─ y como a tales nos corresponde proclamar los principios de la Revolución no sólo en libros y discursos sino también en nuestra vida diaria. Para ello, ante todo, es preciso que nos liberemos de la pueril teoría de que el robo puede destruir la propiedad privada. El robo se ha practicado desde la época de los faraones y no por eso la propiedad ha dejado de gozar de buena salud. Al contrario, quien roba reconoce implícitamente el principio de la propiedad y lo consolidad.[188] Los pueblos primitivos, que no conocen la propiedad, no conocen tampoco el robo; en ellos quien tiene hambre va a sentarse por derecho propio en la mesa del que come. Sólo cuando el pobre deja de reconocer tal derecho, el rico declara que no le debe nada a nadie. «Se constituye así la propiedad, ─dice Kropotkin glosando y completando la celebre sentencia de Proudhon─ porque la propiedad es el robo y el robo es la propiedad».[189]
Por otra parte ─arguye─ no es verdad, como dicen los jóvenes amoralistas, que todo el mundo viva del robo y de la explotación. Para que haya ladrones y explotadores debe haber también robados y explotados. Robados y explotados son los millones de campesinos, de labradores, de obreros, ladrones y explotadores, los patronos, los banqueros, los políticos. Ahora bien ─prosigue Kropotkin, expresando la misma idea que Sócrates en las Gorgias de Platón─ siempre es preferible ser robado antes que ladrón, ser explotado que explotador. Somos ─dice─ el partido de la revolución, y precisamente por que lo somos no podemos perpetuar el robo, el engaño, la mentira y la estafa, que constituyen la esencia de esta sociedad que deseamos suprimir[190]: «No se puede abolir el Estado buscando meterse en sus filas. No se hace tambalear a la religión yendo a misa, cuando entre compañeros se alaba uno de haberle gastado una broma pesada al cura al hablar con él del buen dios. Lo mismo que no se puede abolir la propiedad practicando el robo, que es la apropiación, no se puede abolir a la sociedad basada en la mentira y la hipocresía, erigiendo como virtudes revolucionarias la mentira y la hipocresía».[191]
Aun cuando el nihilismo ruso de la década del 60 influyó mucho en la formación ideológica del joven Kropotkin y, particularmente en la configuración de su actitud crítica frente a las instituciones del Imperio, la siguiente fase del movimiento radical ruso, en el que campeaban, junto a la teoría cuasi-blanquista y cuasi-bolchevique de la minoría revolucionaria de Kachev, el amoralismo violento y destructor de Nechaev (el autor del Catecismo revolucionario, falsamente atribuido a Bakunin), no produjo en él sino una aversión (Cfr. Woodcock-Avakumovic, op. cit. pág. 102).
En cuanto a Stirner, Kropotkin siente por él tan poca simpatía como la que le demuestran Marx y Engels en la ideología alemana.
Es verdad que Kropotkin se considera «individualista», pero este término, que significa, para él, «partidario de la máxima expansión y perfeccionamiento de cada hombre singular», de ninguna manera se opone a «socialista» o «comunista». Por el contrario, el individualismo así comprendido supone necesariamente el comunismo como la forma más alta del espíritu de ayuda mutua, ya que sólo mediante este espíritu puede el individuo lograr la máxima potenciación de su individualidad.
Ya vimos (en el cap. I) cómo, durante su viaje a Estados Unidos, no logró acuerdo alguno con el anarco-individualista Tucker, cuyas ideas no eran, en todo caso, tan absolutamente opuestas a la solidaridad social como las de Stirner. Este, en su célebre obra Der Einzige und sein Eigenium, proclama, en efecto, que el yo es un ser que de tal manera se ama a sí mismo que no le queda sitio para amar a nadie más. El yo es un absoluto y como tal exige un amor absoluto y excluyente; es todo y todo le está permitido; es «causa sui» y, por consiguiente, no está sujeto a ninguna norma ni subordinado a ningún valor; lo bueno y lo malo no tienen para él sentido alguno «Stirner, pues, no conserva nada de comunitario: “Fraternidad, solidaridad”, etc., no son más que retórica huera» (Carlos Díaz, Las teorías anarquistas, Madrid, 1976, pág. 180). Para Kropotkin, en cambio, el individuo sólo logra su perfección y su felicidad a través de la cooperación, dando y recibiendo de los demás individuos, identificándose inclusive con la sociedad hasta olvidarse de sí mismo.
Es claro que dista mucho de ser un «moralista», en el sentido burgués de la palabra. «Lejos de nosotros ─dice─ el rigorismo de los hacedores de la moral».[192] Pero es demasiado lógico como para no advertir las contradicciones en que caen quienes pretenden acabar con el robo, robando, y con la mentira, mintiendo.
En las últimas décadas del pasado siglo y en las primeras del nuestro hubo en Europa bandas de «expropiadores» que, en nombre de la causa proletaria y de la anarquía, desvalijaban mansiones y asaltaban bancos. Hace pocos años, Thomas ha publicado sendos libros sobre Jacob y La bande o Bonnot.
Marius Jacob fue quien, con su vida y hazañas, inspiró al novelista Maurice Leblanc su personaje Arsenio Lupin. Este carece, sin embargo, de las motivaciones ideológicas de aquella banda de desvalijadores que llevó a cabo una serie de asaltos espectaculares y de sonados robos no sólo, en Francia sino también en Italia, España y Suiza. Personalmente, Jacob confesará ciento seis operaciones de este tipo, consideradas por él como actos de «expropiación individual». Del producto de sus robos Jacob donaba a la caja de la organización y a los órganos periodísticos de propaganda anarquista el diez por ciento. Hay que hacer constar, sin embargo, en su honor, que jamás apeló a la violencia. «Hábil y sarcástico, recusó a sus jueces, proclamando perentoriamente el derecho de robar cuando los que producen todo no tienen nada y los que no producen nada lo tienen todo» (F. Boussinot, Piccola enciclopedia dell’ anarchica, Roma, 1970, pág. 83).
Contra este tipo de anarquistas-ladrones se pronunció enérgicamente Jean Grave. Contra este tipo de anarquistas y contra otros, sin duda peores, que confundían totalmente «expropiación» con «apropiación», se dirige Kropotkin aunque no sin añadir: «Felizmente, en todos los tiempos, en todas las revoluciones del pasado, existieron hombres que odiaban los sofismas al igual que la sociedad basada en dichos sofismas. Para abolirla, éstos no predicaron la realeza o el papado, haciéndose sus servidores: antes que pactar se dejaron quemar en las hogueras. Odiando una sociedad de iniquidades, se rebelaron contra ella, en todas sus manifestaciones; primero individual y luego colectivamente. No buscaron ejemplos en sus padres esclavos; no doblegaron sus cabezas; abrieron rutas nuevas. Y, sin pretender que podían luchar contra la sociedad, cada uno en todos los lugares y cada día, lucharon contra cuanto pudieron, mientras sus fuerzas no flaqueaban y mientras no caían en la lucha. Muchos fueron aterrados, pero ninguna declaró vencido. Estos no tuvieron necesidad de buscar excusas por no haberlo podido hacer todo de una vez. Nadie pensó en reprochárselo. Sus vidas de abnegación y rebeldía hablaban bastante alto por ellos. Hagamos como ellos, y no tendremos más discusiones sobre el robo y las debilidades humanas. Tendremos la acción revolucionaria».[193]
El principio moral según el cual debemos tratar a los demás como queremos ser tratados por ellos equivale, para Kropotkin, en el plano social, al principio de la anarquía, ya que no es sino el principio mismo de la igualdad: «No queremos ser gobernados. Pero, a la vez, ¿no declaramos con esto que tampoco queremos gobernar? No queremos ser engañados, queremos que se nos diga siempre la verdad. Pero, a la vez, ¿no declaramos con esto que tampoco queremos engañar a nadie, que nos comprometemos a decir siempre la verdad, nada más que la verdad, sólo la verdad, toda la verdad? No queremos que se nos roben los productos de nuestro trabajo. Pero a la vez, ¿no declaramos con esto que respetamos el producto del trabajo de los demás?», dice en La moral anarquista.[194]
Esta correspondencia o paralelismo entre moral y política o, por mejor decir, entre moral y acción social, es una de las características esenciales del pensamiento ético de Kropotkin. Para él, la ética se constituye natural y necesariamente en la lucha del hombre por lograr una sociedad igualitaria y libre; el anarquismo es el fruto más alto de la evolución moral de la humanidad, iniciada antes que la humanidad misma existiera. «Declarándonos anarquistas ─prosigue─ proclamamos de antemano que renunciamos a tratar a los demás cual no quisiéramos ser tratados por ellos; que no toleraremos la desigualdad, la cual permitiría que algunos de nosotros empleáremos la fuerza, la astucia o la habilidad de una manera que a nosotros mismos nos degradara. Pero la igualdad en todo ─sinónimo de equidad─ es la anarquía; ¡al diablo el oso blanco (se refiere a una expresión de los kirghises) que se apropia el derecho de abusar de la sencillez de los otros para engañarlos! No lo necesitamos, y lo suprimiremos, si necesario se hace».[195]
No se trata, como se ve, de no resistencia al mal, en sentido tolstoiano, sino más bien de estricta reciprocidad, ya que, para Kropotkin, igualdad se traduce por reciprocidad en las relaciones humanas, y la igualdad es equivalente a la justicia, la cual es la base de toda moral. Por eso, no es suficiente luchar contra las instituciones que encarnan la desigualdad y la injusticia; también es necesario combatir contra el modo de sentir y de obrar que hace posible la existencia de tales instituciones: «Y no sólo declaramos la guerra a la trinidad abstracta de Ley, Religión y Autoridad. Haciéndonos anarquistas, declaramos la guerra a toda esa ola de engaño, de farsa, de explotación, de depravación, de vicio, de desigualdad, en una palabra, que inundarán todos nuestros corazones. Declaramos la guerra a su modo de obrar, a su manera de pensar. El gobernado, el explotado, el engañado, la prostituida, y así sucesivamente, hieren ante todo nuestros sentimientos de igualdad. En nombre de la igualdad no queremos ni prostitutas, ni explotados, ni engañados, ni gobernados».[196]
Pero, si esto es así, ─Kropotkin prevé la objeción─ ¿cómo podremos usar la fuerza contra quien invade nuestra tierra, contra quien nos explota, contra el tirano o la víbora venenosa? La podremos usar precisamente porque exigimos que los demás la usen contra nosotros, si alguna vez invadimos un país extraño, si explotamos o tiranizamos a otros.
Cuando la Perovskaia y sus compañeros asesinaron al zar, la humanidad entera les reconoció tal derecho, no porque pensara que aquél era un acto útil, sino porque sabía bien que por nada del mundo ellos hubieran consentido, a su vez, en ser tiranos. Es claro que, con este criterio, Kropotkin hubiera negado a todos los guerrilleros de nuestros días el derecho de la violencia, en la medida en que todos ellos luchan por conquistar el poder y no por suprimirlo. «La humanidad nunca rehúsa el derecho a emplear la fuerza a los que lo conquistaron, ─dice─ ya se use la misma en las barricadas o en un sombrío callejón. Más que alto acto produzca una impresión profunda en los espíritus, es necesario conquistar ese derecho. Sin eso, el acto, inútil o no, sería un simple hecho brutal, sin importancia para el progreso de las ideas. No se vería en él sino un uso indebido de la fuerza, una simple sustitución de explotador por explotador».[197]
Un elemento que Kropotkin no desdeña en su explicación de la génesis de la moral es el inconsciente. No se pueden asegurar que haya en esto una directa influencia de Freud y del psicoanálisis, pero lo cierto es que nuestro autor considera la vida inconciente «infinitivamente más vasta» que la conciencia y, además, «desconocida en otro tiempo».[198]
De cualquier manera, nuestro modo de obrar se convierte en «costumbre», es decir, en conducta motivada, por lo general, en esa vida inconciente. Y quien haya adquirido más «costumbres morales» será sin duda superior a quien obra por temor a los sufrimientos del infierno o por deseo de las alegrías del cielo.
«Tratar a los demás como quisiera uno ser tratado pasa en el hombre y en los animales sociables al estado de costumbre, aun cuando, por lo general, el hombre no se pregunte nunca qué debe hacer en tal o cual circunstancias excepcionales, ante un caso complejo o bajo el impulso de una pasión ardiente, experimenta vacilación, y las diversas partes del cerebro (órgano muy complejo y cuyas partes funcionan con cierta independencia) entran en lucha». En el noventa y nueve por ciento de los casos ─agrega─ no obramos moralmente porque decidimos aplicar en nuestras relaciones con los demás el principio de igualdad, sino por simple costumbre.[199]
La ética de Kropotkin es, como la Guyau, una ética sin obligación ni sanción. Al hablar de moral, pretende «exponer» no «imponer». La sanción terrena de la ley o ultraterrena de la religión son, para él, no sólo inútiles sino también contraproducentes.
Por una parte, el sentimiento y la práctica del apoyo mutuo están presentes en el hombre desde sus ancestros prehumanos y no hay temor tan fuerte como una conducta instintiva. Por otra, la educación, a medida que vaya extendiéndose, hará que la inmensa mayoría de los hombres obre teniendo como meta la utilidad social. ¿Para qué se necesitaría, pues, una sanción? La fuerza de la ayuda recíproca, que es un factor de la evolución, apuntala la moral desde el pasado; la fuerza de la educación, capaz de disparar prejuicios y falsos cálculos, la corrobora en el futuro.[200]
La moral pertenece así más al reino del ser que al del deber ser; es un hecho más que un valor, una realidad antes que una aspiración.
De cualquier manera, si «moralizar» significa algo, no puede querer decir sino «instruir» o «ilustrar». La posición de Kropotkin coincide, una vez más, con la de Sócrates. Pero asume, inmediatamente, toda la tradición del Iluminismo y del socialismo utópico al respecto. Kropotkin es, en esto como en otras muchas cosas, un hijo del siglo de las luces, aunque a diferencia de algunos iluministas, como Helvetius, no crea que la educación sea omnipotente y considere la herencia biológica como el fundamento de la moralidad humana.
Es preciso, sin embargo, insistir en el hecho de que, para él, educar no significa jamás transmitir órdenes, inculcar preceptos o imponer determinada conducta: «cuando vemos que un joven dobla la espalda, y se le oprimen así el pecho y los pulmones, le aconsejamos que se enderece y se mantenga en posición natural. Le aconsejamos que aspire aire con toda la fuerza de sus pulmones, que los ensanche, porque en tales prácticas está mejor la protección contra la tisis. Pero a la vez le enseñamos la fisiología, a fin de que conozca las funciones de los pulmones y elija por sí mismo la posición que considere mejor. No tenemos derecho sino a dar un consejo. Y esto, añadiendo después de darlo: Síguelo si te parece bueno».[201]
La sociedad no tiene derecho a castigar los actos antisociales; pero eso no significa que los hombres debamos renunciar, en una especie de indiferentismo moral absoluto, a amar lo que consideramos bueno y a odiar lo que creemos malo. Esto resulta suficiente para mantener y desarrollar los sentimientos morales en cualquier sociedad animal o humana y, por consiguiente, para mantener y desarrollar la vida misma de la sociedad. «Sólo una cosa pedimos: que se elimine cuanto en la presente sociedad impida el libre desarrollo de aquellos dos sentimientos (esto es, del amor a lo bueno y del odio a lo malo), todo lo que falsea nuestro juicio: el Estado, la iglesia, la explotación; el juez, el sacerdote, el gobierno, el explotador», escribe.[202] A medida que todos los obstáculos desaparezcan, a medida que vaya surgiendo una sociedad en la cual el servilismo y la hipocresía carezcan de sentido, es decir, a medida que se realice el ideal de una sociedad igualitaria, sin clases y sin gobierno, no sólo los principios morales perderán de hecho su carácter obligatorio para ser considerados como simples relaciones naturales entre individuos libres e iguales, sino que una nueva y más elevada moral aparecerá en la sociedad.
Puede decirse que la ética de Kropotkin se basa, según hemos visto, en el principio de la igualdad. Pero es claro también que para nuestro pensador dicho principio no sólo se opone a la exigencia de la libertad sino que, por el contrario, la implica y la supone. Desde este punto de vista, Kropotkin no sólo contradice a Hobbes sino también, en cierto sentido por lo menos, a Rousseau y a Marx. En La moral anarquista dice: «El principio igualitario resume las enseñanzas de los moralistas. Pero contiene también algo más, y ese algo es el respeto individual. Proclamando nuestra moral igualitaria y anarquista, negamos a apropiarnos el derecho que los moralistas pretendiendo siempre ejercer: el de mutilar al individuo en nombre de cierto ideal que ellos creen bueno. A nadie reconocemos ese derecho, que no queremos para nosotros».[203] E, invocando a Ibsen, a quien considera un anarquista que ignora que lo es, prosigue con esta vigorosa afirmación de los derechos del individuo: «reconoce la libertad del individuo; queremos plenitud de su existencia, el libre desarrollo de todas sus facultades. No es nuestro deseo imponerle nada... Renunciamos a mutilar al individuo en nombre de no importa que ideal: todo lo que nos reservamos es el expresar francamente nuestras simpatías y antipatías por lo que encontramos bueno o malo. ¿Fulano engaña a sus amigos? ¿Es voluntad suya, es propio de su carácter? Perfectamente, ¡Pues voluntad nuestra, cosa propia del carácter nuestro, es despreciar al embustero! Y pues que tal es nuestro carácter, seamos francos. No nos precitemos hacia él para estrecharle contra nuestro chaleco y darle afectuosamente la mano, cual hoy se hace. A su pasión activa opongamos la nuestra, tan activa y tan vigorosa como aquélla. Esto es cuanto tenemos el derecho y el deber de hacer mantener en la sociedad el principio igualitario, o sea, el principio de igualada puesto en práctica».[204]
Es estas ideas reconoce explícitamente Kropotkin la influencia de Fourier, al cual considera en diversas ocasiones como un verdadero precursor del comunismo anárquico. En efecto, por debajo de todas las concepciones éticas kropotkinianas corre la idea fourierista de que las pasiones humanos sólo son, en conjunto, peligrosas cuando explotan dentro de una sociedad opresora y oprimida.
Pero la influencia de Fourier, aunque Kropotkin no lo advierta de un modo expreso, no se limita a esto: va más allá, hasta alcanzar a Guyau, cuyo Esbozo de una moral sin obligación ni sanción, aun sin saberlo su autor, está escrito según un auténtico espíritu fourierista. (En nuestros días, Fourier ha sido el principal mentor de Marcase, cosa que éste no ha dejado reconocer).
Ahora bien, inspirándose precisamente en Guyau, «anarquista sin saberlo», encuentra Kropotkin un principio que, en lugar de estar implicado en el principio de igualdad, como el de la libertad individual, lo desborda y lo supera.
Este principio podría denominarse «el principio del exceso de vida».
El principio de igualdad, que equivale al de justicia, es el principio necesario de toda moralidad, pero no es su principio suficiente. En efecto, escribe Kropotkin en la obra que venimos glosando, «si las sociedades no conociesen más que este principio de igualdad; si cada cual, ateniéndose a un principio de equidad especial, se guardase en cada momento de dar a los otros algo más de lo que todos reciben, la sociedad caminaría hacia su fin». Y hasta la justicia dejaría de ser justa, si no buscáramos más que la estricta justicia: «Hasta el principio de igualdad desaparecería de nuestras relaciones, porque para mantenerlo se necesita que una cosa mayor, más bella, más rigurosa que la simple equidad, se produzca constantemente en la vida».[205]
En el hombre, lo mismo que en los animales, hay una superabundancia de energía, una fuerza que se esparce y se desborda. Ahora bien, dice Kropotkin citando y haciendo suyas las palabras de Guyau, la percepción de tal fuerza origina el sentimiento del deber, ya que «sentir interiormente lo que se es capaz de hacer, es saber lo que se tiene el deber de ejecutar», de tal modo que «el deber no es otra cosa más que una superabundancia de vida que pide ejecutarse» y «tener un fin es a la vez sentimiento de un poder».[206]
El deber se reduce al poder y el poder se percibe como deber. La exigencia absoluta del deber, el imperativo categórico de Kant, aparece así, para Kropotkin y Guyau, como una exigencia y un imperativo intrínseco de la vida misma, la cual no puede conservarse sino expandiéndose y propagándose.
Toda la educación moral de la humanidad, si la despojamos «de la hipocresías del ascetismo oriental», se reduce, por tanto, a una sola norma, la cual en realidad ni siquiera puede considerarse como una norma sino más bien como un deseo: «¡se fuerte!».[207]
«Lo que la humanidad admira en el hombre verdaderamente moral es la exhuberancia de su vida, que lo impulsa a dar su inteligencia, su sentimiento, sus actos, sin pedir nada en cambio de ello. El hombre fuerte de pensamiento y el hombre rebosante de vida intelectual tratan, naturalmente, de esparcirse. Pensar, sin comunicar su pensamiento a los demás, no tendría ningún atractivo. El hombre pobre de ideas es el único que, habiendo encontrado una con gran trabajo, la oculta cuidadosamente para ponerle, andando el tiempo, la etiqueta de su nombre. El hombre fuerte de inteligencia, se desborda de pensamiento; los siembra a manos llenas. Sufre si no puede comunicarlos; siémbralos por doquiera, porque eso constituye su vida. Lo propio sucede en cuanto al sentimiento», dice en La moral anarquista.Y añade, citando otra vez una frase de Guyau, que, según él, resume toda la cuestión de la moralidad: «No tenemos suficiente con nosotros mismos; más lágrimas que las que necesitamos para nuestros propios sufrimientos, más alegrías que las que pueda haber en nuestras existencia».[208]
Esta ética del exceso vital de Guyau, que toma en Nietszche la forma de ética del superhombre y de la voluntad de poder, se convierte inmediatamente en Kropotkin en ética de la acción social. La misma no puede concebirse sin un ideal. En efecto, ─dice en la obra que comentamos─ «lo vida no es vigorosa, fecunda, rica en sensaciones, sino a condición de responder a la sensación del ideal». Y añade: «obra contra esta sensación y sentirás su vida descomponerse: dejará de ser vida, perderá su vigor. Falta con frecuencia a nuestro ideal y concluirás por realizar su voluntad, su fuerza de acción. Pronto os sentiréis sin aquel vigor, sin aquella espontaneidad de decisión de otro tiempo. Serás un ser quebrantado».[209]
Ahora bien, este «ideal» que se presenta como condición de la intensidad y riqueza de la vida, no puede ser para Kropotkin otro que el del comunismo anárquico, esto es, la lucha ininterrumpida y continua, junto a los oprimidos, por edificar una sociedad plenamente justa y, al mismo tiempo, plenamente libre.
En una moral como la de Kropotkin y como la de Guyau, la oposición, clásica en la ética del siglo XIX, entre egoísmo y altruismo aparece claramente superada.
El bien del yo, lo que resulta útil a nuestra vida individual, lo que nos produce inclusive el más intenso placer, se encuentra precisamente en el expandirse y verterse en los otros, en el ser para los demás, en el hacer de nuestro yo un «todos». Para Kropotkin, los moralistas que partieron de la oposición entre egoísmo y altruismo plantearon mal el problema. Si tal oposición constituyera una realidad básica, si la felicidad de cada hombre fuera verdaderamente contraria a la de la sociedad, ésta no podría haber llegado a existir. Lo mismo puede decirse de todas las especies de animales sociales, que nunca habrían llegado a su actual estado de desarrollo: «Si las hormigas no experimentaran un placer intenso trabajando para el bienestar del hormiguero no existiría y la hormiga no sería lo que es hoy: el ser más desarrollado entre los insectos, un insecto cuyo cerebro, apenas perceptible, es casi tan poderoso como el cerebro ordinario del hombre. Si los pájaros no hallaran un placer intenso en sus migraciones, en los cuidados que prestan a la educación de sus hijos, en la acción común para la defensa de sus sociedades contra las aves de rapiña, el pájaro no habría llegado al desarrollo a que ha llegado. El tipo de pájaro habría degenerado, en vez de progresar. Y cuando el pensar prevé un tiempo en el que la dicha de la especie, olvida una cosa: que si las dos hubieran sido idénticas, ni aun la evolución del reino animal hubiera podido esperarse».[210]
Toda la argumentación de los anarquistas individualistas, como Stirner o, como más recientemente, Armand, carece de sentido desde este punto de vista (Cfr. Donald Rooum. The ethics of egoism — «Anarchy» — 21 — pág. 377).
La oposición entre egoísmo y altruismo queda superada, así, no ya de un modo abstracto y puramente racional, sino concretamente, a través de los datos de la biología.
¿Quiere decir esto que el egoísmo, como sentimiento y como actitud, no existe en la sociedad humana? Lo que existe ─responde Kropotkin─ y siempre existió, tanto en la sociedad humana como en la animal, es la falta de inteligencia y la imbecilidad: un gran número de individuos nunca llegan a comprender que su felicidad como tales individuos se identifica con la de su especie y que, siendo la felicidad igual a una vida intensa, no puede lograrla sino mediante una mayor identificación con todos sus semejantes.
¿Quiere decir esto que, contrariamente a lo que sostienen los filósofos utilitaristas, no hay en el hombre una serie de compromisos entre egoísmo y altruismo? Lo que hay en las actuales condiciones ─vuelve a contestar─ es que, por más que alguien quiera vivir de acuerdo a principios de justicia e igualdad, éstos se encuentran menoscabados a cada instante por la sociedad en que vivimos: por moderna que sea nuestra comida y nuestra casa, siempre hay millones que carecen de casa y pasan hambre; por poco que nos libremos a los goces del arte y del intelecto, seguimos siendo millonarios en comparación con aquella multitud a la que el trabajo manual embrutece y priva de todo placer espiritual.[211]
En resumen, podríamos caracterizar la ética de Kropotkin diciendo que es una ética de la positividad, es decir, una ética sin sanción y, por consiguiente, sin prohibiciones absolutas, donde lo importante es hacer y no abstenerse, donde lo que cuenta es la realización y acrecentamiento de la vida y no su moldeamiento conforme a normas o modelos preestablecidos. Podríamos decir que en ella, la máxima expansión de la vida individual no se comprende sino a través de la vida social, y que en cada individuo «ser yo mismo» equivale a «ser para la sociedad», de tal modo que ni el placer se contrapone al ideal ni el egoísmo al altruismo.
La ética de Kropotkin es una ética naturalista, no sólo en el sentido de que rehúsa radicalmente cualquier instancia teológica sino también en cuanto «naturalismo» se opone a «historicismo».
Desde este último punto de vista se presenta como fundada necesariamente en la biología y en aquellas ciencias del hombre que, nacidas al calor del positivismo decimonónico, son concebidas como una continuación de la biología y aun de la física (sociología, antropología, etcétera).
Las ideas y valores morales no pueden basarse sino en la vida de las especies que precedieron al hombre. La absoluta continuidad hombre-naturaleza tiende a proveer una nota de absolutismo o de no-relativismo a su moral.
La ética más que una disciplina filosófica, pasa a ser así una ciencia del hombre, la cual es, a su vez, ciencia de la naturaleza. La filosofía misma queda reducida, en su contenido específico, a una metodología de la ciencia (que, en última instancia, es siempre ciencia natural).
Al negar toda intrínseca relación entre filosofía e historia, elimina también Kropotkin el problema mismo de la praxis, problema que se plantea el pensamiento marxista. Más aún, detrás de su cientificismo evolucionista no es difícil descubrir un materialismo mecanicista, que comporta un estricto determinismo físico-biológico. Las dificultades que esto implica para la ética y, sobre todo, para una ética del socialismo y de la acción revolucionaria saltan a la vista. Ya Malatesta, crítico agudo del pensar kropotkiniano, desde una perspectiva que evidentemente no es marxista, ve en ello una flagrante contradicción (Pedro Kropotkin. Recuerdo y críticas de un viejo amigo, «Estudios sociales», 15 de abril de 1931).
Después de reconocer que «Pedro Kropotkin es, sin duda, una de las personas que más han contribuido ─quizás más que Bakunin y Eliseo Reclus mismo─ a la elaboración y difusión de las ideas anarquistas», por lo cual merece la admiración y el reconocimiento de todos los revolucionarios, escribe: «Kropotkin era partidario de la filosofía materialista que predominaba entre los científicos en la segunda mitad del siglo XIX, la filosofía de hombres como Moleschott, Buchner, Vogt, etcétera, y por consiguiente su concepción del Universo era rigurosamente mecanicista. Según su sistema, la voluntad ─potencia creadora cuya naturaleza y origen no podemos comprender, como por lo demás no comprendemos la naturaleza y el origen de la “materia” y de todos los otros “principios primeros”─ la voluntad, digo, que contribuye poco o mucho a determinar la conducta de los individuos y de la sociedad, no existe, no es más que una ilusión. Todo lo que fue, es y será, desde el curso de los astros hasta el nacimiento y la decadencia de una civilización, desde el perfume de una rosa hasta la sonrisa de una madre, desde un terremoto hasta el pensamiento de Newton, desde la crueldad de un tirano hasta la bondad de un santo, todo debía, debe y deberá suceder por una secuencia fatal de naturaleza mecánica, que no deja ninguna posibilidad de variación. La ilusión de la voluntada no sería a su vez más que un hecho mecánico. Naturalmente, lógicamente, si la voluntad no tiene ningún poder, si todo es necesario y no puede ser de otra manera, las ideas de libertad, justicia, responsabilidad, no poseen ningún significado, no corresponden a nada real. Según la lógica, sólo se podría contemplar lo que ocurre en el mundo con indiferencia, placer o dolor, según la propia sensibilidad, pero sin esperanzas ni posibilidad de cambiar nada. Kropotkin, por lo tanto, que era muy severo con el fatalismo de los marxistas, caía luego en el fatalismo de los mecanicistas, que es mucho más paralizante».
En respuesta a una insoslayable exigencia lógica, Kropotkin se planteó desde el principio la necesidad de fundamentar su acción social en una ética, y ésta, a su vez, en una visión general del mundo. Pero tal visión del mundo no podía ser, para él, hombre de ciencia inmerso en un clima de fuerte reacción contra la teología tradicional y contra el idealismo germánico, sino la que proporcionaba el por entonces pujante evolucionismo darvinista, detrás del cual es posible vislumbrar en seguida el materialismo mecanicista y reducionista. Pero he aquí que la acción social revolucionaria y la misma ética que inmediatamente la funda, chocan con dicha cosmovisión, en cuanto esta priva de sentido a la ética como ciencia normativa y a la revolución como concreción de ideales y como modificación radical de la realidad social por parte de los portadores de dichos ideales.
El determinismo mecanicista excluye por una parte toda ingerencia sobrenatural en la concepción del mundo y de la sociedad, pero por otra, reduce al hombre a una cosa entre las cosas. Ahora bien, una cosa puede tener comportamiento pero no ética, puede provocar cambios en la realidad, pero no cambios revolucionarios, guiados por valores tales como la justicia y la libertad.
La contradicción en que incurre Kropotkin implica también una posición abierta entre los principios o bases de la ética y las consecuencias concretas de la misma.
Como ya hemos señalado al comienzo de este libro, él (y otros pensadores socialistas de su época), niegan, como materialistas y mecanicistas, las premisas del idealismo filosófico, pero coinciden con él en los resultados. Y lo que es más importante todavía: viven en sus actos, durante todos y cada uno de los momentos de su existencia, la libertad como autoafirmación, los valores como objeto de la libre acción moral. Como bien dice Malatesta, «la filosofía no podía matar a la potente voluntad que existía en Kropotkin». Porque, si bien estaba demasiado convencido de sus ideas como para renunciar a ellas, «también era demasiado apasionado, sentía un deseo demasiado intenso de libertad y de justicia, como para dejarse frenar por la dificultad de una contradicción lógica y renunciar a la lucha».
La conquista del pan, uno de los libros más representativos del pensamiento anarco-comunista de su época, fue también uno de los más leídos entre los trabajadores españoles e hispanoamericanos a principios de nuestro siglo. «En carta del editor F. Sempere a Don Miguel de Unamuno (9 de marzo de 1909) se da cuenta detallada de las ediciones de esa obra, especificando el número de ejemplares y la venta en España y en América. En total, cincuenta y ocho mil ejemplares», anota Carlos Díaz. Sin contar ─añade─ las varias ediciones hechas antes en Barcelona. Y sin contar ─podría agregarse todavía─ las dadas a la luz en Argentina. Téngase en cuenta que por entonces se habían vendida, en la Península Ibérica, solamente veintiséis mil ejemplares de El Capital de Marx.
Por otra parte, La conquista del pan fue traducida pronto a casi todos los idiomas europeos: al italiano en 1894, al portugués, en 1895, al alemán en 1896, etc. E. Zola dijo de ella que era «un verdadero poema».
La tesis sustentada por Kropotkin en esta obra se reduce a lo siguiente: Todos los bienes que dispone hoy la sociedad son producto del trabajo mancomunado y solidario de los hombres de ayer y de hoy. Todos los bienes, por tanto, pertenecen por igual a todos, desde el momento en que resulta imposible discriminar la parte que en su producción ha tenido cada uno.
Pocos hombres producen hoy lo necesario para la vida de muchos miles, gracias al auxilio de la técnica. Somos en realidad, más ricos de lo que creemos. ¿Por qué existe, entonces, la miseria? Porque todo lo necesario para la producción ha sido acaparado por unos pocos individuos. Pero la riqueza es siempre el fruto de la labor colectiva, de la humanidad laborista, que se extiende en el espacio y en el tiempo: «Cada hectárea de suelo que labramos en Europa ha sido regada con el sudor de muchas razas; cada camino tiene una historia de servidumbre personal, de trabajo sobrehumano, de sufrimientos del pueblo. Cada legua de vía férrea, cada metro de túnel, han recibido su porción de sangre humana».[212] Sin los millones de anónimos trabajadores del pasado y del presente, la civilización no habría surgido ni se podría conservar. Y cuando se habla de trabajo, debe tenerse presente que éste, para ser fecundo implica siempre la íntima colaboración de mano y cerebro, de fuerza e inteligencia: «ciencia e industria, saber y aplicación, descubrimiento y realización de la práctica que conduce a nuevas invenciones, trabajo cerebral y trabajo manual, idea y labor de brazos; todo se enlaza. Cada descubrimiento, cada progreso, cada aumento de la riqueza de la humanidad tiene su origen en el conjunto del trabajo manual y cerebral pasado y presente». Pero, si esto es así, si todo lo que tenemos es fruto del esfuerzo multitudinario y, hasta se diría multisecular, «con qué derechos puede nadie apropiarse la menor partícula de ese inmenso todo y decir; esto es mío y no suyo».[213] El suelo, las minas, las máquinas, los medios de transporte, cuya explotación supone la labor diaria de millones, son propiedad de unos pocos. El agricultor, el minero, el obrero industrial deben ceder al propietario y al capitalista la mitad del producto de su trabajo. La educación misma es privilegio de ínfimas minorías. Pero el mantenimiento de tal orden social exige una vasta maquinaria represiva. Con esto se suspende el desarrollo de los sentimientos sociales, desaparece la rectitud, la simpatía, el apoyo mutuo, el respeto a sí mismo, y la sociedad empieza a degenerar. «El simple hecho del acaparamiento extiende así sus consecuencias al conjunto de la vida social. So pena de perecer, las sociedades humanas se ven obligadas a volver a los principios fundamentales: siendo obra colectiva de la humanidad los medios de producción, vuelven al poder de la colectividad humana. La apropiación personal de ellos no es justa ni útil. Todo es de todos, puesto que todos han trabajado en la medida de sus fuerzas y es posible determinar la parte que pudiera corresponder a cada uno en la actual producción de la riqueza».[214] (Cfr. Woodcock — Avakumovic, op. cit. págs. 314-315).
Kropotkin no acepta ya la fórmula de Blanc, «el derecho al trabajo», que considera ambigua. En su lugar proclama «el derecho al bienestar de todos». Pero debe advertirse igualmente que, por lo que antes vimos, tampoco acepta la teoría marxista de la plus-valía en su sentido riguroso, ya que, para él, el trabajo manual no puede separarse del intelectual (y viceversa) en la génesis de la riqueza y en la formación del capital. Para Kropotkin el trabajo es el producto de todos los bienes económicos, pero se trata del trabajo solidario, que une a obreros y técnicos, a sabios y campesinos, a padres e hijos, a pueblos y pueblos. El capital se forma ciertamente por el despojo del trabajo ajeno, como Marx sostiene, pero del trabajo único e irrescindible, que es a la vez del Orebro y de la mano, de la ciudad y del capo, del obrero y del artesano. Como Proudhon, y también como dice el joven Marx, Kropotkin cree que la producción material y la espiritual se interpenetran en el esfuerzo total de la sociedad y de sus participantes (Cfr. Gurvitch, Proudhon — Madrid — 1974 — pág. 33).
El bienestar para todos es una meta posible, según Kropotkin, si se tiene en cuenta que, contra lo que sostiene Malthus y la ciencia burguesa la riqueza de las naciones crece con más rapidez que su población, y esto en circunstancias particularmente desfavorables, ya que cada vez es menor el número de los productores directos y el mayor el de los parásitos y cada vez son mayores las riquezas que consciente o inconscientemente se dilapidan.[215]
«No: el bienestar para todos no es un sueño. Podía serlo cuando a duras penas lograba el hombre recolectar ocho o diez hectolitros de trigo por hectárea o construir por su propia mano los instrumentos mecánicos necesarios para la agricultura y la industria. Ya no es un sueño desde que el hombre ha inventado el motor que, con un poco de hierro y algunos kilos de carbón, le da la fuerza de un caballo dócil, manejable, capaz de poner en movimiento la máquina más complicada. Más, para que el bienestar llegue a ser una realidad, es preciso que el inmenso capital deje de ser considerado como una propiedad privada, de la que el acaparador disponga a su antojo. Es menester que el rico instrumento de la producción sea propiedad común, a fin de que el espíritu colectivo saque de él los mayores beneficios para todos. Se necesita la expropiación».[216]
El optimismo de que Kropotkin parece hacer gala al afirmar que la riqueza crece con mayor rapidez que la población no es sino el resultado de las estadísticas de algunos países europeos, como Inglaterra y Francia, en el siglo XIX. Que grandes cantidades de bienes se dilapidan, que buena parte del producto social se invierte en armamentos, son hechos tan ciertos hoy como ayer. Que el capital, lejos de concentrase, parece difundirse, contra lo que Marx creía, también sigue siendo una tendencia verificable, en términos generales. Lo que de las ideas kropotkinianas parece desmentir la historia reciente es, sin embargo, la relación entre crecimiento de la población y crecimiento de la riqueza. Es claro que la población aumenta hoy más rápidamente que la producción de alimentos y de otros bienes básicos. Sin embargo, cabría aún preguntar, en apoyo de Kropotkin, si esto último no se deberá principalmente al hecho de que intereses antisociales, que siguen dominando el capital y la tecnología, desvían el enorme potencial productivo de la humanidad, aplicándolo a fines particulares y mezquinos. ¿No seguirá siendo cierto que, dados los medios técnicos actuales y aun sin necesidad de drásticas medidas de control demográfico, se pueden producir más bienes de los que la humanidad necesita estrictamente para vivir? Téngase en cuenta sólo que los presupuestos militares son hoy proporcionalmente mayores en épocas de Kropotkin.
Éste, al proponer la expropiación como medio, no deja de verla como un problema. Ciertamente, expropiar no quiere decir hacer ricos a los pobres de ayer y pobres a los ricos de hoy. Pero tampoco quiere decir necesariamente la toma de posesión de todos los bienes por parte de los presuntos representantes de la clase obrera. Significa esencialmente «devolución a la comunidad de todo lo que sirve para conseguir el bienestar» Sin embargo, un grave problema se plantea en torno a los modos de lograr tal devolución. Kropotkin empieza por desechar el reformismo y la vía legislativa. La revolución se presenta para él como el único camino, ya que la mera educación y la ilustración, contra lo que esperaban los utopistas, no bastan para transformar radicalmente la sociedad. Durante los últimos cincuenta años se ha verificado una cierta revolución en los espíritus; pero ésta ha sido coartada por las clases poseedoras. Para que produzca sus frutos, es necesario que el pueblo aparte, por medio de la fuerza, los obstáculos, y que los cambios se realicen con violencia, por medio de la revolución.
¿Dónde y cómo se realizará tal revolución? Esto constituye, en el fondo, una incógnita, aunque todos reconocen que ella es inminente. Kropotkin no deja, por eso, de arriesgar una conjetura. Una vez caídos los gobiernos, los cuales, ante la revolución popular, «se eclipsa con sorprendente rapidez», puede suceder lo que sucedió cuando la Comuna de París: «desapareció el gobierno. El ejército ya no obedece a sus jefes, vacilante por la oleada del levantamiento popular. Cruzándose de brazos, la tropa deja hacer o, con la culata en alto, se une a los insurrectos. La policía, con brazos caídos, no sabe si debe pegar o si gritar: “Viva la Comuna” Y los agentes del orden público se meten en sus casas “a esperar el nuevo gobierno”. Los orondos burgueses lían la maleta y se ponen a buen recaudo. Sólo queda el pueblo. He aquí cómo se anuncia una revolución».[217]
Y he aquí cómo se desarrolla y se lleva a cabo: «Se proclama la Comuna en varias grandes ciudades. Miles de hombres están en las calles y acuden por la noche a los clubes improvisados, preguntándose: «qué vamos hacer», y discutiendo con ardor los negocios públicos. Todo el mundo se interesa en ellos; los indiferentes a la víspera son quizá los más celosos. Por todas partes, mucha buena voluntad, un vivo deseo de asegurar la victoria. Se producen las grandes abnegaciones. El pueblo no desea más que marchar adelante».[218]
Surgen en seguida en la mente del lector estas preguntas: ¿Qué pasara con los antiguos gobernantes, con los burgueses y con todos aquellos que detentaron antes el poder político y económico, oprimiendo y explotando al pueblo? ¿Habrá penas para los crímenes de los de arriba? ¿Habrá venganza?
Kropotkin, que ni gusta de exacerbar la violencia revolucionaria, pero que tampoco deja de comprender sus motivaciones, contesta: «De seguro que habrá venganzas satisfechas. Pero eso será un accidente de la lucha y no la revolución».
Los políticos de izquierda pretenderán asumir entonces el poder vacante. Discuten, conciertan alianzas como representantes de diversas sectas y partidos, lanzan decretos que nadie cumple. Mientras tanto, la producción se detiene; el trabajador no percibe siquiera el mísero salario de antes; los alimentos suben de precio. El pueblo, con candidez heroica, se dispone de sufrir de hambre, en espera de que los nuevos dirigentes solucionen de una vez sus problemas. Pero como el tiempo pasa y los de arriba se ocupan de cualquier cosa menos de las urgentes necesidades de la mayoría; «el pueblo sufre y pregunta: ¿Qué hacer para salir del atolladero?», Y está es la respuesta que Kropotkin le da: «reconocer y proclamar que cada cual tiene, ante todo, el derecho, y que la sociedad debe repartir entre todo el mundo, sin excepción, los medios de existencia de que dispone. Obrar de suerte de que, desde el primer día de la revolución, sepa el trabajador que una nueva era se abre ante él; que en lo sucesivo nadie se verá obligado a dormir debajo de los puentes, junto a los palacios, a permanecer ayuno mientras haya alimentos, a tiritar de frío cerca de los comercios de pieles. Sea todo de todos, tanto en realidad como en principio, y prodúzcase al fin en la historia una revolución que piense en las necesidades del pueblo antes de leer la cartilla de sus deberes».[219] Mediante la acción directa, es decir, mediante la toma de posesión efectiva de todo lo necesario para la vida del pueblo, y no mediante leyes o decretos, será posible realizar esto: «Tomar posesión, en nombre del pueblo sublevado, de los graneros de trigo, de los almacenes atestados de ropas, de las casas habitables. No derrochar nada, organizarse en seguida para llenar los vacíos, hacer frente a todas las necesidades, satisfacerlas todas; producir, no ya para dar beneficios, sea a quien fuere sino para hacer que viva y se desarrolle la Sociedad».[220] En otras palabras: expropiación por y para el pueblo; producción para el bienestar universal y no para el lucro privado o estatal. Kropotkin rechaza por ambiguas, según vimos, fórmulas como el «derecho al trabajo», que enunciara Blanc: «Tengamos el valor de reconocer que el bienestar debe realizarse a toda costa». Y, al mismo tiempo ─añade─ dejemos en claro que, cuando los trabajadores reivindican este derecho, proclaman también su derecho a decidir por sí mismos en qué consiste para ellos el bienestar, cuáles son los medios de lograrlo y qué es lo ha de desecharse como inútil.
Contraponiendo abiertamente sus fórmulas revolucionarias al reformismo de Blanc y de los radicales, Kropotkin dice: «el derecho al bienestar es la posibilidad de vivir como seres humanos y de criar los hijos para hacerlos miembros iguales de una sociedad superior a la nuestra; al paso que el derecho al trabajo es el derecho de continuar siendo siempre un esclavo asalariado, un hombre de labor, gobernado y explotado por los burgueses del mañana. El derecho al bienestar es la revolución social: el derecho al trabajo es, a lo sumo, un presidio industrial».[221]
Ahora bien para Kropotkin, el rechazo de la propiedad privada, cuando es verdaderamente tal, trae consigo el comunismo anarquista. En otras épocas, el grupo familiar podría considerarse exclusivo creador de las riquezas que consumía. Pero eso ni siquiera era verdad entonces, porque el cultivo de los campos suponía ya caminos y puentes construidos por otros hombres, pantanos por otros desecados, etc.
Hoy, mucho más que ayer, tal pretensión resulta falsa, puesto que en el estado actual de la producción todo se entrelaza con todo y se apoya en todo. Si una industria cualquiera, como la textil o la metalúrgica, ha alcanzado un prodigioso desarrollo, ello se debe al desarrollo paralelo de otras mil industrias, a la multiplicación de los ferrocarriles y de los barcos de vapor, a la habilidad y a cierto nivel cultural de la clase obrera, a labores llevadas a cabo en todas partes del mundo: «Los italianos que morían del cólera cavando el canal de Suez o de anemia en el túnel de San Gotardo, y los americanos segados por las granadas en la guerra abolicionista de la esclavitud, han contribuido al desarrollo de la industria algodonera en Francia y en Inglaterra, no menos que las jóvenes que se vuelven cloróticas en las manufacturas de Manchester o de Ruan, o el ingeniero autor de alguna mejora en la maquinaria de tejer».[222]
Cualquier bien económico, cualquier producto, viene a ser, así, fruto de la colaboración indirecta de todos los hombres. ¿Con qué derecho se atribuirá, pues, un individuo su exclusiva propiedad?
Hasta tal punto rechaza Kropotkin la idea de la propiedad privada que inclusive el colectivismo de Bakunin y el mutualismo de Proudhon le parecen formas de individualismo mitigado.
El colectivismo, esto es, el sistema económico que consiste en retribuir a cada trabajador de acuerdo con su trabajo y, más concretamente, de acuerdo con el número de horas aportadas a la producción, no solamente no constituye para él un ideal que ni siquiera lo considera como una etapa hacia la meta. Aun suponiendo, con los economistas clásicos, Smith y Ricardo (seguidos en esto por Marx), que el valor de cambio de las mercancías se mida en la sociedad moderna por la cantidad de trabajo necesario para producirlas, Kropotkin reputa irrealizable el colectivismo y cualquier forma del salariado en una sociedad que tenga los medios de producción como un bien común. Desde este punto de vista, se opone también a los teóricos marxistas que consideran el colectivismo y el salario proporcional (al igual trabajo, al igual salario) como un primer paso necesario en la construcción del comunismo: estamos persuadidos de que el individualismo mitigado del sistema colectivista ni podría existir junto con el comunismo parcial de la posesión por todos del suelo y de los instrumentos del trabajo. Una nueva forma de producción requiere una nueva forma de retribución. Una forma nueva de producción no podría mantener la antigua forma de consumo, como podría amoldarse a las formas antiguas de organización política. El salariado está vinculado, para él «ex radice» a la propiedad privada de la tierra y de los medios de producción y es inseparable del capitalismo: «Era la condición necesaria para el desarrollo de la producción capitalista; morirá con ella, aunque se trate de disfrazarla bajo la forma de “bonos de trabajo”. La posesión común de los instrumentos de trabajo traerá consigo necesariamente el goce en común de los frutos de la labor común».[223]
En un artículo titulado precisamente El asalariado, Kropotkin ataca a este propósito a los colectivistas y los marxistas (social-demócratas). Después de haber proclamado la abolición de la propiedad privada y de haber exigido la posesión común de los instrumentos de trabajo ─dice─ ¿cómo es posible seguir defendiendo en una u otra forma la conservación del salario? Pero la idea de los bonos de trabajo supone el régimen del salario y se reduce más o menos a esto: «Todo el mundo trabaja, sea en el campo, sea en las fábricas, en las escuelas, en los hospitales etc. El día de trabajo es regulado por el Estado, al que pertenece la tierra, las fábricas, las vías de comunicación y todo lo demás. Después de una jornada de faena, cada obrero recibe un bono de trabajo, que lleva, supongamos, estas palabras: ocho horas de trabajo. Con este bono puede procurarse, en los almacenes del Estado o en las diversas corporaciones, toda clase de mercancías. El bono es divisible de manera que se pueda comprar una hora de trabajo carne, diez minutos de cerillas, media hora de tabaco. En lugar de decir “Veinte céntimos de jabón”, se dirá después de la Revolución colectivista: “cinco minutos de jabón”[224]». Pero en seguida empiezan los problemas. La mayor parte de los colectivistas, ─prosigue Kropotkin─ siguiendo una distinción establecida por los economistas burgueses y por Marx, sostienen que el trabajo especial o profesional ha de ser pagado mejor que el trabajo simple, de tal modo que una hora de trabajo médico equivalga a dos o tres horas de trabajo de un enfermero o de un destripaperros. Según los colectivistas Groenlund, a quien Kropotkin cita, «el trabajo profesional o especial será un múltiplo del trabajo simple, porque aquel género de trabajo pide un aprendizaje más o menos largo».[225] Otros colectivistas, como los marxistas franceses, en cambio, admiten la igualdad de salario, y algunos, inclusive, propician la retribución en conjunto, esto es, el salario global pagado a una comunidad de trabajadores (a una fábrica, por ejemplo).
Ahora bien, esta organización colectivista, cuyos principios son: A) propiedad colectiva de los medios de producción, B) remuneración a cada uno según el producto de su trabajo, teniendo como medida el tiempo empleado en realizarlo, resulta, para Kropotkin, simplemente irrealizable, porque ambos principios se contradicen entre sí: «Una sociedad no puede organizarse sobre dos principios completamente opuestos, sobre dos principios que a cada paso se contradicen. Y la nación o la comunidad que se procurara semejante organización, se vería obligada, bien a volver a la propiedad privada o bien a transformarse inmediatamente en sociedad comunista».[226]
En efecto, los colectivistas, según Kropotkin, comienzan proclamando un principio revolucionario: la abolición de la propiedad privada de los medios de producción, pero son incapaces de sacar las consecuencias de este principio en la vida cotidiana y olvidan que aquella abolición debe encaminar necesariamente a la sociedad por sendas totalmente inéditas y generar modos absolutamente nuevos de relación inter-humana. Dicen a los trabajadores primero: Todo es de ustedes y todo es de todos. Y en seguida añaden: Pero es necesario que cada uno de ustedes sepa con exactitud qué le corresponde de ese todo, y, por eso, deben contar minuciosamente sus horas y minutos de trabajo, a fin de que el tiempo de sus compañeros no valga más que el suyo.[227]
Establecer una distinción entre profesional y trabajo simple, de modo que la hora de trabajo del arquitecto valga el doble que la del albañil, y, aun dentro de este último oficio, hacer que la hora del oficial valga el doble que la del peón, según pretenden los colectivistas, equivale, para Kropotkin, a conservar, bajo el manto de la revolución social, las desigualdades de la sociedad burguesa: «Es trazar de antemano una línea separadora entre el trabajador y los que pretenden gobernarlo. Es siempre dividir la sociedad en dos clases completamente distintas: la aristocracia del saber, por encima de la plebe de las manos callosas; la una sentenciada a servir a la otra; la una trabajando para la otra, que en su vida ociosa no piensa sino en aprender a dominar a su nodriza, la clase proletaria. Es más que esto; es tomar uno de los rasgos distintivos de la sociedad burguesa y darle la sanción de la revolución social. Es erigir en principio un abuso que hoy se condena en la vieja sociedad que desaparece».[228]
Para defender este punto de vista, el único que considera enteramente compatible con el comunismo, Kropotkin se ve obligado a atacar la teoría marxista del valor, fundada en la de Ricardo.
Para Marx y los economistas burgueses a los cuales éste sigue, la escala de salarios se funda en el hecho de que la fuerza de trabajo del ingeniero le cuesta a la sociedad más que la del cavador, esto es, en el hecho de que los gastos necesarios para lograr un ingeniero son muchos mayores que los que se precisan para tener un cavador. Tal explicación se basa en la teoría del valor, según la cual los bienes se cambian de acuerdo con la cantidad de trabajo socialmente necesaria para producirlos.
Pero en todo esto hay, según nuestro autor, un sofisma o, en todo caso, un grave equívoco.
Si el ingeniero, el hombre de ciencia y el médico reciben mejores retribuciones que el obrero, ello no se debe ciertamente a los gastos de producción del trabajo de los mismos. La causa de tal hecho debe buscarse más bien en un sistema educativo que sólo permite el acceso a la enseñanza universitaria a una pequeña minoría de privilegiados.
Para Kropotkin, el ingeniero, el científico y el médico explotan un capital (su título profesional) del mismo modo que el burgués explota una fábrica y el aristócrata un título nobiliario: «El grado universitario ha reemplazado el acta de nacimiento del noble del antiguo régimen».[229]
Por su parte, el patrono se basa en este sencillo cálculo: el ingeniero me economiza cien mil francos al año; le pagaré veinte mil; el capataz (hábil en exprimir a los obreros) me economiza diez mil; le ofreceré dos o tres mil. Soltar mil ante la probabilidad de ganar diez mil: ésta es la esencia del sistema capitalista.
«No se nos hable, pues, de gastos de producción de la fuerza de trabajo; no se nos diga que un estudiante que pasó alegremente su juventud de universidad en universidad tiene derecho a un salario diez veces mayor que el hijo del minero, sepultado en la mina desde la edad de once años. Tanto valdría decir que un comerciante que pasara veinte años de “aprendizaje” en una casa de comercio tiene derecho a ganar cien francos diarios y a no pagar sino cinco a cada uno de sus trabajadores».[230]
Se comprende, al leer estas líneas, que los burócratas soviéticos, cuyo salario monta a veces quince y veinte veces el del obrero industrial, no sientan gran simpatía por Kropotkin. Se comprende también que los economistas, continuadores de Ricardo y de Marx, tampoco demuestren entusiasmo cuando Kropotkin, hombre de ciencia, pero, ante todo, hombre de humanidad, dice que los gastos de producción de la fuerza de trabajo no se pueden calcular y que tal vez un buen obrero cueste a la sociedad más que un artesano, si se tiene en cuenta, por ejemplo, la cantidad de hijos de obreros muertos por anemia y por defunciones prematuras.
Con un criterio que es, en el fondo, más científico que el de Ricardo y Marx, considera Kropotkin la desigualdad de los salarios como resultado de la interacción de diversos factores que se reducen, sin embargo, al carácter alienante tanto del Capital como del Estado: «Para nosotros, la escala actual de salarios es un producto complejo de los impuestos, de la tutela gubernamental, del acaparamiento capitalista; del Estado y del Capital, en una palabra. Y porque lo sabemos, decimos que todas las teorías de los economistas acerca de la escala de salarios fueron seguramente inventadas para justificar las injusticias existentes».[231]
Marx y Engels reconocen, sin duda, que en la etapa final de la construcción del socialismo, esto es, en la sociedad comunista, el principio que regirá la distribución del trabajo y de los productos del trabajo será: De cada uno según su capacidad, a cada uno según sus necesidades. Pero, al mismo tiempo, consideran indispensable una etapa en la cual la retribución del trabajo sea proporcional al costo social del mismo: De cada uno según su capacidad, a cada uno según sus obras.
En cualquier caso, dicen los marxistas y otros colectivistas, la escala colectivista de salarios será siempre un progreso hacia la igualdad.
Pero, para Kropotkin, éste sería «un progreso a reembolso», ya que equivaldría a lo que hicieron aquellos revolucionarios franceses que el 4 de agosto de 1789 proclamaron retóricamente la abolición de los derechos feudales y el 8 del mismo mes impusieron a los aldeanos un rescate elevadísimo para liberarse del poder de sus señores. Los privilegios de la educación no son menos injustos que los del nacimiento. Es imposible erigir a aquéllos en base de una sociedad igualitaria: «Una sociedad que se apoderara de toda la riqueza social y que proclamara en alta voz que todos tienen derecho a esta riqueza ─cualquiera que fuera la parte que antes tomaran en su creación─ se vería obligada a abandonar toda idea del salariado, ya en moneda, ya en bonos de trabajo».[232]
Proudhon, al forjar su célebre apotema: «La propiedad es un robo», que tanto atemorizó a los propietarios y tanto escandalizó a los burgueses, no pretendía en modo alguno propiciar la propiedad común. En realidad, condenaba a la propiedad como derecho absoluto sobre los medios de producción, no la posesión de los mismos, es decir, el efectivo control de la tierra y de los instrumentos de trabajo por parte del trabajador; rechazaba la propiedad como ius utendi et abutendi (tal como es definida por el derecho romano), pero no la posesión ni tampoco el derecho absoluto sobre los productos del propio trabajo.
El mismo Bakunin, a quien esto seguía Kropotkin al principio (Cfr. G. Woodcock, Anarchism, 1971, pág. 182), defendió la propiedad colectiva de la tierra y de los instrumentos de trabajo, pero no el comunismo integral.
Los primeros en proponer un comunismo anarquista fueron J. Dejacque en su utopía L’Humanisphère (1858-1861) y F. Dumartheray en un folleto titulado Aux travalleurs manuels partisans de l’action politique (1876) (Cfr. G. Woodcock, Avakumovic, op. cit. pág. 317).
Kropotkin, sin embargo, es quien desarrolla, fundamenta y expone orgánicamente la doctrina del comunismo anarquista, que a partir de la década del 80 se torna mayoritaria en los círculos libertarios de Suiza e Italia y luego en la CNT-FAI de España y en la FORA de Argentina (Cfr. K. Peirats, La CNT en la revolución española, París, 1971, pág. 28; M. Buenacasa, El Movimiento obrero español, Barcelona, 1928, pág. 105; D. Abad de Santillán, La FORA, Buenos Aires, 1971, pág. 142).
Una de las fuentes de tal doctrina la encuentra, según él mismo parece sugerir, en el falansterismo de Fourier. No cabe duda de que también conoció los escritos de Dumartheray, quien colaboró con él enLe Revolté. Pero es muy probable que Dumartheray y después el propio Kropotkin hayan recibido su principal inspiración, en lo que respecta al anarco-comunismo, del sabio geógrafo Eliseo Reclus, el cual parece haberse inspirado, a su vez, en Fourier. En cuanto a L’Humanisphère de Dejacque recién fue reimpreso por Jean Grave en 1899. Lo que no se comprende es por qué G. Brennan (El laberinto español, París, 1962, pág. 128) afirma que el comunismo era originalmente una teoría italiana de la que se apropió Kropotkin. Según opina Woodcock (Anarchism, pág. 189), el Congreso del Jura, en 1880, fue de hecho la primera ocasión que éste tuvo de exponer el comunismo anárquico, y con el seudónimo de Levashov presentó allí una ponencia titulada La idea anarquista desde el punto de vista de su realización práctica, publicada luego en Le Revolté, que comenzó a ser así el órgano de la doctrina anarco-comunista. Aunque en tal ponencia no se menciona explícitamente el método comunista de distribución, queda claro, por el contexto, que Kropotkin considera ya al comunismo como el efecto inmediato de la colectivización de los instrumentos de trabajo.
De todas maneras, en el ya mencionado artículo La Comuna de París, aparecido el 20 de marzo de 1880 en Le Revolté, Kropotkin escribe: «Respecto a la riqueza social, se ha buscado establecer una distinción y se ha llegado inclusive a dividir el partido socialista debido a ello. La escuela que hoy se llama colectivista, substituyendo al colectivismo de la vieja Internacional (que no era más que comunismo antiautoritario) una especie de colectivismo doctrinario, ha buscado establecer una distinción entre el capital que sirve a la producción y la riqueza que sirve para hacer frente a las necesidades de la vida. La máquina, la fábrica, las materias primas, las vías de comunicación y la tierra de un lado; las habitaciones, los productos manufacturados, los vestidos, los alimentos del otro. Unos pasando a ser propiedad colectiva; los otros destinados, según sus doctos representantes de esta escuela, a permanecer propiedad individual».
Se trata, en otros términos, de la distinción establecida por Marx y otros socialistas de la época entre medios de producción y bienes de consumo.
Pero el sentido común del pueblo ─prosigue Kropotkin─ ha rechazado en seguida esta distinción como impracticable y falaz: «Viciosa en la teoría, cae, a su vez, frente a la práctica de la vida. Los trabajadores han comprendido que la casa que nos abriga, el carbón y el gas que quemamos, el alimento que quema la máquina humana para mantener la vida, el vestido con el cual el hombre se cubre para preservar su existencia, el libro que lee para instruirse, inclusive la diversión que se procura, son otras tantas partes integrantes de su existencia, tan necesarias para el éxito de la producción y para el desarrollo progresivo de la humanidad, como lo son las máquinas, las manufacturas, las materias primas y los demás agentes de la producción. Han comprendido que mantener la propiedad individual para estas riquezas sería mantener la desigualdad, la opresión, la explotación, paralizar por anticipado los resultados de la expropiación parcial. Pasando por encima de caballos de Frisia puestos en mitad del camino por el colectivismo de los teóricos, van directos hacia la forma más simple y más práctica del comunismo antiautoritario».
Kropotkin cree, por otra parte, que la oposición aquí señalada entre comunismo y colectivismo no plantea una diferencia entre su pensamiento y el de Bakunin. En Modern science and anarchy, publicado en 1903, dice que «en cuanto a la concepción económica, Bakunin fue un comunista de corazón, pero, de acuerdo con sus camaradas federalistas de la Internacional y como concesión al antagonismo que hacia el comunismo en general inspiraba en Francia el comunismo autoritario, se decía anarquista colectivista».
Todo nos inclina a pensar, sin embargo, que en esto Kropotkin se deja llevar por el deseo de tener detrás de sus proyectos comunistas la gran figura revolucionaria de Bakunin y no se funda en hechos o pruebas objetivas.
En efecto, en su obra Federalismo, socialismo y antiteologismo, éste explica así su concepción del socialismo: «Lo que pedimos es la nueva proclamación de este gran principio de la Revolución francesa: que cada hombre debe tener los medios materiales y morales para desarrollar toda su humanidad, principio que, según nosotros, debe traducirse en el siguiente problema: Organizar la sociedad de tal manera que cada individuo, hombre o mujer, que llega a la vida, encuentre tan adecuadamente como sea posible medios iguales para el desarrollo de sus diferentes facultades y para su utilización en su respectivo trabajo; organizar una sociedad que, haciendo para todo individuo, sea quien sea, imposible la explotación de otro cualquiera, permita cada uno participar en la riqueza social ─la cual nunca es producida en realidad sino por el trabajo─ solamente en la medida en que él haya contribuido a producirla mediante su propio trabajo».
La última frase expresa muy claramente la posición colectivista de Bakunin, el cual, de acuerdo en esto con Proudhon, y a diferencia de Kropotkin y de los anarco-comunistas, no cree, como bien señala Woodcock, en la máxima: «De cada uno según sus posibilidades, a cada uno según sus necesidades», sino es una fórmula totalmente diferente: «De cada uno según sus posibilidades, a cada uno según sus actos». Para Bakunin ─añade el citado autor─ aún tiene vigencia el bíblico mandato: «Ganarás el pan con el sudor de tu rostro», que el optimismo de Kropotkin y de Malatesta desea suprimir. En una nota de la versión castellana de Modern science and anarchy, ahora, no sin razón, Mella: «Me llama la atención extraordinariamente lo que Kropotkin afirma. En ninguno de los trabajos de Bakunin que he leído y he traducido encontré nunca palabras o conceptos que me permitieran juzgarlo como comunista, y supongo que otro tanto les habrá ocurrido a los demás lectores españoles. Ignoro si habrá alguna obra del revolucionario ruso que autorice a considerarlo como comunista. Es de todos modos singular que se proclamara colectivista en el sentido que dice Kropotkin ─y es el exacto─ no siéndolo. Me parece que hombres como Bakunin no se doblan a compromisos de índole mental en materia tan importante» (cit. por V. García, op. cit.).
Para Kropotkin el comunismo, esto es, la integral propiedad en común de todos los bienes de producción y de consumo, no es sólo una meta ideal sino también la forma de organización socio-económica hacia la cual marchan de hecho todas las sociedades modernas. «Sostenemos no sólo que es deseable el comunismo, sino que hasta las actuales sociedades, fundadas en el individualismo, se ven obligadas de continuo a caminar hacia el comunismo», dice en La conquista del pan.[233]
El individualismo moderno se explica, según él, por el deseo del hombre de ponerse en salvo de la prepotencia del capital y del Estado. Supone quien lo profesa que el dinero puede proporcionarle todo lo que necesita, y se dedica a acumular, pero la historia lo obliga a confesar que, en definitiva, sin la ayuda de los demás es totalmente impotente, por más oro que posea. Mas, junto a esta corriente individualista, se da, según Kropotkin, otra, que tiende a conservar ciertos aspectos del comunismo parcial de la antigüedad y del medioevo (especialmente en el municipio rural) y que, más todavía, tiende a crear nuevas organizaciones fundadas en el principio comunista de «a cada uno según sus necesidades». Instituciones tales como las bibliotecas y los museos públicos, las escuelas gratuitas, los comedores infantiles, y aún los parques, los jardines, las calles empedradas y alumbradas, los puentes, los caminos y el agua corriente, puestos a disposición de todo el mundo son, para él, signos de la progresiva tendencia de la sociedad moderna hacia el comunismo, en cuanto denotan la tendencia a no medir el consumo y a dejarlo librado a la necesidad de cada uno.[234]
Ahora bien, esta tendencia se acentúa a medida que las necesidades más urgentes de los hombres quedan satisfechas y las fuerzas productoras se multiplican. Cuando los medios de producción se devuelvan a quienes los utilizan, es decir, a la sociedad; cuando el trabajo sea universal y rindo mucho más de lo necesario para todos, aquella tendencia se convertirá en el principio mismo de la vida social.
«Por esos indicios somos del parecer que, cuando la revolución haya quebrantado la fuerza que mantiene el sistema actual, nuestra primera obligación será realizar inmediatamente el comunismo»[235], dice.
Pero tal comunismo ─advierte en seguida─ no es el de los fourieristas (que, en verdad, difícilmente se llamaría hoy así), ni tampoco el de los marxistas, fundado en el autoritarismo, «sino en el comunismo anarquista, el comunismo sin gobierno, el de los hombres libres». En este comunismo sintetiza Kropotkin, las dos máximas aspiraciones de la humanidad y las dos metas supremas de la historia universal:la libertad económica (liberación de la dependencia material y de la esclavitud del trabajo) y la libertad política (liberación de toda forma de autoridad y de gobierno).
La anarquía, como el comunismo, traduce, a su juicio, una clara tendencia de la historia. Cada vez que las circunstancias lo permitieron ─dice─ las sociedades sacudieron el yugo gubernamental y esbozaron un sistema de convivencia basado en la libertad individual. Más aún, los períodos que siguieron al derrocamiento de los gobiernos mediante rebeliones parciales o totales fueron siempre época de gran progreso económico e intelectual. Ejemplos de ello son los municipios medievales, el levantamiento de los campesinos durante la Reforma, los establecimientos de los no-conformistas en América del Norte.
En el presente todas las naciones civilizadas presencian un progresivo movimiento hacia la limitación de las funciones del gobierno y hacia la expansión de las libertades del individuo. (Recuérdese que Kropotkin escribió esto en 1888, época de oro del liberalismo europeo). Y esta evolución espera sólo la revolución que remueva definitivamente las miras del pasado, obstáculos a la construcción de una sociedad regenerada.[236]
Después del fracaso de la democracia representativa, con su pretensión de lograr un gobierno «que obligue al individuo a la obediencia, sin cesar de obedecer aquél también a la sociedad»[237] (ideal roussoniano, que a Kropotkin le parece verdaderamente utópico), la humanidad tiende hoy a liberarse de toda clase de gobierno y a establecer una organización social fundada en el libre acuerdo de los grupos y de los individuos: «La independencia de cada mínima unidad territorial es ya una necesidad apremiante; el común acuerdo reemplaza a la ley, y, pasando por encima de las fronteras, regula los intereses particulares con la mira puesta en su fin general».[238]
Todo cuanto en el pasado se consideraba función ineludible del gobierno, tiende a serle sustraído por la acción de los individuos y grupos de individuos: «Estudiando los progresos hechos en este sentido, nos vemos llevados a afirmar que la humanidad tiende a reducir a cero la acción de los gobiernos, esto es, a abolir el Estado, ese personificación de la injusticia, de la opresión y del monopolio».[239]
Bien consciente se muestra, por cierto, Kropotkin de las objeciones que esta idea de una sociedad sin Estado puede suscitar no sólo entre el vulgo sino también entre los sabios.
Hemos sido secularmente educados en el culto del Estado-providencia; ─dice─ hemos mamado desde niños el prejuicio de la inevitabilidad del mando y del gobierno; las leyes, la política, la escuela, todos nos incitan a consideran como absolutamente necesaria a la vida de la sociedad humana la existencia del Estado. Se han ideado inclusive vastos sistemas filosóficos para conservar este prejuicio. Toda la literatura jurídica y sociológica nos ha habituado a pensar que el gobierno y el Estado son el centro principal de la Sociedad y que, sin ellos, ninguna convivencia humana resulta posible. La prensa repite incansablemente la misma cantinela, consagrando largas columnas a la integras de los políticos y a las discusiones parlamentarias, sin advertir apenas la inmensa vida cotidiana de la nación, sin tener en cuenta casi la ingente número de seres humanos que nacen, viven y mueren, que producen y consumen, que sufren y gozan, que piensan y crean, al margen de los caudillos y políticos, con absoluta prescindencia de los gobernantes y del Estado.[240]
En la realidad, el papel de éstos es ínfimo. Balzac ─recuerda Kropotkin─ hacía ya notar que millones de campesinos pasan toda su vida sin tener relación alguna con el Estado, aparte de los onerosos impuestos que sen obligados a oblarle. De hecho, todos los días se conciertan millones de contratos sin intervención alguna del Estado, y lo más importante entre ellos, es decir, los del comercio y la Bolsa, se realizan de tal modo que ni siquiera se podría acudir al gobierno si una de las partes no cumpliera lo pactado. El intercambio comercial sería, en efecto, enteramente imposible, si no existiera la mutua confianza. El hábito de cumplir con lo estipulado y el deseo de mantener el propio prestigio ante la comunidad mercantil y de no perder el crédito bastan para conservar la honradez de las partes. Y, si esto es así ─dice Kropotkin─ en una sociedad dominada por el afán de lucro y de beneficio individual, ¿qué no sucederá en una sociedad donde la apropiación del producto del trabajo ajeno ya no sea lícita ni posible?
Por otra parte, en nuestra época ─señala─ se puede notar un continuo auge de empresas debidas a la iniciativa privada y un extraordinario desarrollo de toda clase de asociaciones libres.[241] «Estas organizaciones libres y variadas hasta lo infinito son un producto tan natural, crecen con tanta rapidez y se agrupan con tanta facilidad, son un resultado tan necesario del continuo crecimiento de las necesidades del hombre civilizado, reemplazan con tantas ventajas a la ingerencia gubernamental, que debemos reconocer en ellas un factor cada vez más importante en la vida de las sociedades. Si no se extienden aún al conjunto de las manifestaciones de la vida, es porque encuentran un obstáculo insuperable en la miseria del trabajador, en las castas de la sociedad actual, en la apropiación privada del capital colectivo, en el Estado. Abolir esos obstáculos, y las verán cubrir el inmenso dominio de la actividad de los hombres civilizados».[242] Ejemplos de estas organizaciones libres son, para Kropotkin, la unión postal internacional, las uniones ferroviarias, las sociedades científicas, gestadas y desarrolladas el margen del Estado, según ya dijimos (Cfr. cap. II).
«Cuando grupos diseminados por el mundo quieren llegar hoy a organizarse para un fin cualquiera, no nombran un parlamente internacional de diputados para todo y a quienes se les diga: “Vótenos leyes, las obedeceremos”. Cuando no se pueden entender directamente o por correspondencia, envían delegados que conozcan la cuestión especial que va a tratarse, y les dicen: “Procuren ponerse de acuerdo acerca de tal asunto: y vuelvan luego, no con una ley en el bolsillo, sino con una proposición de acuerdo, que aceptaremos o no aceptaremos”. Así es como obran las grandes compañías industriales, las sociedades científicas, las asociaciones de todas clases que hay en gran número en Europa y en los Estados Unidos. Y así deberá obrar la sociedad libertada».[243]
Kropotkin, no menos que Bakunin, rechaza la democracia representativa y el parlamentarismo. No les concede siquiera un papel de transición en la vía hacia la sociedad comunista, como suelen hacer los marxistas de su época. La expropiación, medio indispensable, sería imposible bajo el principio de representación parlamentaria. En lugar de la democracia representativa, propone simplemente la acracia que, como forma política, corresponde a la propiedad común (o, mejor, a la no-propiedad), del mismo modo que aquélla corresponde al capitalismo, y la monarquía absoluta a la servidumbre: «una sociedad fundada en la servidumbre podía conformarse con la monarquía absoluta; una sociedad basada en el salario y en la explotación de las masas por los detentadores del capital se acomoda con el parlamentarismo. Pero una sociedad libre, que vuelva a entrar en posesión de la herencia común, tendrá que buscar en el libre agrupamiento y en la libre federación de los grupos una organización nueva, que convenga a la nueva fase económica de la historia».[244] Esta nueva organización es la anarquía.
No sin razón dice Bertrand Russell que, si deseamos entender el anarquismo, debemos recurrir a Kropotkin, que expresa sus puntos de vista «con extraordinaria persuasividad y encanto» (Cfr. Vivian Harper, Bertrand Russell and the anarchists ─ «Anarchy» -109 ─ pág. 69).
En un artículo titulado precisamente Anarquismo, que escribe en 1905 para La Enciclopedia Británica (segunda edición), ofrece la siguiente definición del mismo: «Nombre que se le da a un principio o a una teoría de la vida y de la conducta según los cuales la sociedad es concebida sin gobierno (del griego “an” y “arche”: sin autoridad)».[245]
El anarquismo constituye, por consiguiente, para él, ante todo una teoría antropológica y moral («teoría de la vida y de la conducta») que se proyecta en una teoría de la sociedad.
Lo característico de tal sociedad, desde un punto de vista positivo, es que en ella la armonía, indispensable a toda vida social, se obtiene no mediante la sumisión a una instancia superior, personal (el gobierno) o impersonal (loa ley), sino por una serie de contratos bilaterales o multilaterales entre partes iguales, esto es, por acuerdos libres entre los diversos componentes del cuerpo social, entre los múltiples y variados grupos, ya de carácter local ya de índole profesional, que surgen espontáneamente según las necesidades de la producción y del consumo hasta el punto de poder satisfacer la ínfima variedad de las necesidades humanas en una sociedad civilizada. Esta vasta red de grupos, espontáneamente constituidos y libremente federados, sustituirán paulatinamente al Estado en todas sus funciones: «representarían una red cerrada, compuesta de una infinita variedad de grupos y de federaciones de todas las medidas y grados, locales, regionales, nacionales e internacionales ─temporarios o más o menos permanentes─ para todos los fines posibles: producción, consumo e intercambios, organizaciones sanitarias, educación, protección mutua, defensa del territorio, etc.; y, por otro lado, para satisfacer el número siempre creciente de necesidades científicas, artísticas, literarias y sociales».[246]
Esta concepción eminentemente «federal» de la sociedad que va, sin duda, mucho más allá que cualquiera de los «federalistas» republicanos, surge, para decirlo con palabras de A. Tilgher (un filósofo dell’anarchismo ─ «Il Tempo», Roma, 2 de julio de 1921, citado por Berneri), «como una reacción radical y violenta frente a la profunda transformación sufrida en el curso del siglo XIX por la institución estatal». Ante un estado que ha incorporado a sí, en la impersonalidad aparente del constitucionalismo, todo el antiguo poder de los monarcas y de los señores feudales, afianzándolo gracias a la ficción de la representación popular, multiplicándolo a través de los recursos de la ciencia y de la técnica, potenciándolo merced a las expectativas cada vez más grandes depositadas en él por los individuos y los grupos humanos, Kropotkin, como ya antes Proudhon y Bakunin, ve en el federalismo, esto es, en la máximo descentralización del poder, la única posibilidad de una sociedad íntegramente humana.
Por otra parte, sería grave error de interpretación creer que la libre federación de los grupos que Kropotkin propone y propicia es concebida por éste como una estructura estática. Por el contrario ─según el mismo dice─ allí «la armonía sería la resultante del ajuste y del reajuste, siempre modificados, del equilibrio entre multitud de fuerzas y de influencias, y este ajuste sería más fácil de obtener, ya que ninguna de dichas fuerzas gozaría de una protección especial por parte del Estado».[247] Sólo en una sociedad semejante podría desarrollar el hombre plenamente sus facultades morales e intelectuales y se vería libre de la coacción del capital y del Estado, del temor al castigo terrestre o sobrenatural, de la servidumbre respecto a entidades individuales o metafísicas. Lograría así su cabal individualización, cosa que resulta imposible tanto en una sociedad organizada sobre las bases del individualismo liberal como dentro de cualquier socialismo de Estado o presunto Estado popular (Volkstaat).
Según Camilo Berneri (Pietro Kropotkine federalista - Napoli, 1949), el federalismo de nuestro pensador encuentra un fundamento primero en las experiencias vividas durante su juventud y especialmente en sus actividades siberianas, que le mostraron hasta el cansancio la incuria y la inutilidad del centralismo burocrático; se desarrolla luego con la crítica al parlamentarismo, en el cual se ve el triunfo de la incompetencia y de la improvisación; y culmina con sus estudios históricos, que tienden a revelarle en la disolución del centralizado imperio romano y en nacimiento de las libres comunas medievales, así como en las comunas surgidas con la Revolución Francesa, el modelo más adecuado de la sociedad del porvenir. «La época de las Comunas y la de la Revolución francesa fueron, como para Salvemini, los dos campos históricos en los que encontró Kropotkin confirmaciones a sus propias ideas federalistas y elementos de desarrollo de su concepción libertaria de la vida y de la política», escribe Berneri. Y acertadamente añade: «Pero en él permanecía vivo el recuerdo de las observaciones sobre el mir ruso y sobre el libre acuerdo de las poblaciones primitivas, y es precisamente este recuerdo el que lo llevó a un federalismo integral».
Los anarquistas, que según dice el propio Kropotkin en el antes citado artículo (anarquismo), «constituyen el ala izquierda» del socialismo, no sólo se oponen a la propiedad privada de la tierra, al sistema capitalista de producción, orientada hacia el lucro, y al régimen del salariado, sino que también hacen notar que el Estado fue y es el instrumento principal de la monopolización de la tierra y de la apropiación (por parte de los capitalistas) del exceso de producción acumulado (plusvalía): «así, al mismo tiempo que combaten el monopolio de la tierra y el capitalismo, los anarquistas combaten con misma energía al Estado, porque es el soporte principal de este sistema; no está o aquella forma de Estado, sino la noción misma de Estado, en bloque, ya sea monarquía o inclusive una república gobernada por medio del referéndum».[248] El Estado es siempre, por su propia esencia, Estado de clase; destinado por naturaleza a favorecer a una minoría en perjuicio de una mayoría. En este punto es donde se revela con mayor claridad quizás la distancia que media entre el comunismo anárquico de Kropotkin y el marxismo. Para nuestro autor, hablar de un Estado obrero o de un Estado de las clases oprimidas es un contrasentido. Las clases oprimidas, al apoderarse del poder estatal, se transforman, para él, ipso facto, en clases opresoras. Por otra parte, entregar al Estado (como pretenden los marxistas y, en general, los socialistas autoritarios) tierras, minas, bancos, ferrocarriles, seguros, industrias principales, etc., además de las funciones que tradicionalmente se le atribuyen, significarían crear un nuevo y más potente instrumento de tiranía. Esto no sería otra cosa sino un capitalismo de Estado, en nada mejor y en muchos sentidos peor que el capitalismo privado. El poder pasaría, en tal caso, del capitalista al burócrata. Por el contrario, el verdadero progreso está en la descentralización (tanto en la dimensión territorial como en la funcional), en el desarrollo de la iniciativa de grupos e individuos, en la federación libre de los mismos, en una organización que vaya de abajo hacía arriba y de la periferia al centro, en lugar de la actual organización jerárquica, que se estructura desde arriba hacia abajo y desde el centro hacia la periferia.[249]
Cuando el 10 de junio de 1920 Margaret Bondfield y un grupo de delegados del partido Laborista inglés lo visito en su retiro de Dimitrov, Kropotkin les entrega una «carta a los trabajadores del mundo», en la cual, a la vez hace, como dice Berneri, «una crítica serena pero intransigente al bolchevismo como dictadura de partido y como gobierno centralizado», expresa sus ideas acerca del problema de las nacionalidades que forman parte del ex-imperio ruso. Las naciones occidentales no deben basar sus futuras relaciones con Rusia en el supuesto de la supremacía de la nación rusa sobre las diversas nacionalidades que configuraban el dominio de los zares. El imperio ha muerto para siempre, y el porvenir de las diferencias provincias que lo integraban está en una vasta federación. Pero, como bien anota ya el citado Berneri, el federalismo de Kropotkin va más allá de este programa de autonomía etnográfica, y prevé para un futuro próximo la configuración de cada una de las regiones federales como una libre federación de comunas rurales y de ciudades libres. Y lo mismo cree entrever para la Europa occidental.
Mientras tanto, la revolución rusa, que se esfuerza por seguir adelante a partir de la noción de «igualdad de hecho» (esto es, de la igualdad económica), ve frustrados sus propósitos por el centralismo y la dictadura bolchevique, que nos hace sino continuar el camino del jacobinismo proletario, emprendido por Babeuf: «Debo confesar francamente que, a mi modo de ver, esta tentativa de edificar una república comunista sobre las bases estatales fuertemente centralizadas, bajo la ley de hierro de la dictadura de un partido, está resultando un fiasco formidable, Rusia nos enseña cómo no se debe imponer el comunismo, aunque sea a una población cansada del antiguo régimen e impotente para oponer una resistencia activa al experimento de los nuevos gobernantes» (citado por Berneri).
Kropotkin reprocha a Lenin y a los bolcheviques el uso indiscriminado de la violencia. «No se puede hacer la revolución con guantes blancos», contesta Lenin. ¿Significa esto que Kropotkin adopta una posición de la no-violencia, como Tolstoi, o que hecha de menos una legalidad democrática en el proceso de cambio, como los mencheviques? Ni lo uno ni lo otro. Por temperamento y por convicción Kropotkin siente disgusto ante la violencia. De ninguna manera se lo puede considerar un teórico del terrorismo. Ni siquiera puede decirse que se muestre entusiasta ante la romántica pasión de Bakunin por la destrucción como «pasión creativa» (Cfr. La reacción en Alemania). Pero tampoco coincide con el iluminismo de Godwin, quien confía en cambiar las bases de la sociedad, discutiendo y racionando, ni con el mutualismo de Proudhon, quien espera conseguir una sociedad sin Estado y sin clases, mediante la mera multiplicación de las cooperativas y los bancos de crédito gratuito. Kropotkin considera la violencia como algo no deseable, pero, a diferencia de Tolstoi, se niega a hacer de ello un principio absoluto. Si bien estima inaceptable su uso ciego e indiscriminado, si bien cree que siempre que sea posible se deben utilizar medios pacíficos y que tan pronto como las circunstancias lo permitan la revolución debe deponer toda actitud de fuerza, no deja de considerar también que cierta clase de no-violencia de ultranza pueda llegar a ser sumamente violento para los oprimidos. Por eso, aunque con disgusto, no puede menos de aceptar la violencia, en la medida en que ella es elemento ineludible en todas las revoluciones y en la medida en que sólo la revolución ─y no el legalismo burgués de los mencheviques─ puede dar a luz a una sociedad sin clases y sin Estado.
Los marxistas han considerado siempre el comunismo anárquico de Kropotkin como una forma de utopía. El mismo Lenin lo manifestó a sí, en sus cartas, a Kropotkin. Quien quiere los fines quiere los medios ─dice─ y sin la toma del poder por parte de la clase obrera resulta evidentemente imposible acabar con el sistema capitalista. La toma del poder, a su vez, implica la adopción de medidas de fuerza, y su conservación efectiva, el establecimiento de una dictadura. ¿Cómo, de otra manera, podrá defenderse la revolución contra sus enemigos externos e internos? ¿Cómo podrá salvar, consolidar y extender el socialismo hasta elevarlo al nivel del comunismo sino apoderándose de todos los resortes del Estado y utilizándolos contra quienes se oponen al cambio radical? Los bolcheviques han seguido ese camino. Conquistaron el poder y lo conservaron. Hoy sin embargo, a sesenta años de la revolución de octubre, Kropotkin podría preguntarles: Y bien ¿para qué? ¿Han conseguido realmente construir una sociedad comunista? ¿Se puede decir siquiera que la Unión Soviética se haya establecido un régimen socialista que hacia aquella meta tiende? El Estado ciertamente se ha fortalecido; la dictadura ha sobrepasado en cuanto a todas las formas de concentración del poder hasta ahora conocidas, pero ¿ha servido eso para algo? ¿Podemos creer honestamente que el actual régimen soviético es un régimen socialista? ¿No se trata más bien de un capitalismo de Estado, en nada mejor, y en muchos aspectos peor que el capitalismo privado? Y si la utopía de una doctrina o de un programa se mide por la inadecuación de principios entre medios y fines ¿no será el comunismo estatista y autoritario más utópico que el anti-autoritario y anárquico que defendía Kropotkin? Al valerse del Estado y al tomar el poder los bolcheviques se han metido, sin duda, en el escenario de la historia, pero en él han representado un papel totalmente diverso del que había asignado; ha hecho muchas cosas, y creen por eso no ser utópico, pero han hecho precisamente lo contrario de lo que se proponían hacer, y son por eso más utópicos que nadie.
Kropotkin, como lo hizo en 1920, volvería a recordarles hoy, con mayo énfasis, si cabe, que todo Estado, aun cuando se auto-titule y considere un Estado obrero, termina por regenerar una clase dominante, y por reconstruir así en otra forma de la sociedad de clase, introduciendo por la ventana lo que se había arrojado por la puerta. ¿Puede acaso el Estado prescindir de la burocracia? ¿Puede en las actuales circunstancias suprimir el ejército, que por su misma naturaleza, y no por una mera eventualidad histórica, tiene siempre una jerárquica y feudal? La dialéctica, manejada ad usum Delphini, nos permitirá esperar un cambio súbito y total en el futuro. Siempre es posible, en todo caso, hacer un acto de fe en el más allá. Pero si nos atenemos a la experiencia, hoy sólo podemos decir que la vía estatal y dictatorial, tal como en Rusia se ha transitado, o conduce al socialismo ni al comunismo.
Esto no significa que se nos oculten las objeciones que la doctrina puede suscitar. El federalismo o comunalismo parece una magnífica alternativa libertaria frente al llamado «centralismo democrático». Sin embargo, el proyecto de grupos locales (industriales o agrícolas), dueños de los medios de producción ¿no implicaría una forma de particularismo? Más aún, ¿no existiría el peligro de que surgieran grupos ricos y grupos pobres y que éstos pasaran a depender económicamente (y, a la larga, políticamente) de aquéllos? En definitiva, ¿no se reproduciría, bajo la forma de la propiedad comunal, una cierta propiedad privada de grupo, ciertamente incompatible con el postulado comunista?
Kropotkin salva, en principio, estas objeciones mediante la idea de federación, concebida como grupo de grupos o comunas de comunas. Pero resulta difícil suponer que tal federación universal se realice en un breve lapso, y mientras no se realice, el peligro del particularismo y de la restitución de la propiedad privada seguirá subsistiendo. Las lagunas en el proyecto Kropotkiano son en todo caso, numerosas, ¿Cómo concebir, por ejemplo, una comuna o grupo de comunas anarco-comunistas, rodeadas por Estados capitalistas o «socialistas» (capitalistas de Estado), sin que las mismas se vean obligadas a asumir, por la mera fuerza del entorno, algunas funciones típicamente estatales?
Es claro que este problema no se planteaba para Kropotkin desde el momento en que él suponía que: «La próxima revolución tendría un carácter de generalidad que la distinguiría de todas las precedentes. No será sólo un país el que se lanzará a la lucha, sino todos los de Europa. Si en otro tiempo era posible una revolución local, en nuestros días, con los brazos de solidaridad que se han establecido en Europa y dado el equilibrio inestable de todos los Estados, una revolución local es imposible, si dura, algún tiempo».[250] Pero esta previsión de Kropotkin también ha sido desmentida por la historia.
Aun cuando de lo que dijimos hasta aquí pueda inferirse, a grandes rasgos, la idea que Kropotkin tiene del Estado, parece necesario, sin embargo explicar con más detalle su pensamiento sobre el tema, dada la capital importancia que el mismo reviste dentro de su filosofía social. A ello dedicaremos los dos capítulos siguientes.
Como anarquistas, Kropotkin considera al Estado la más alta y peligrosa concentración del poder dentro de la sociedad y el enemigo principal de las clases oprimidas; como evolucionistas, no puede sustraerse a la necesidad de ubicarlo genéticamente en la historia y de dar razón de su existencia. Pero lo segundo en definitiva, contribuye a corroborar lo primero y, como siempre, en Kropotkin la ciencia y la teoría se ponen al servicio de la práctica revolucionaria.
La identificación de la sociedad con el Estado, que atribuye a «la escuela alemana», es el primer error que quiere disipar.
Tal identificación, que podría haber retrotraído hasta Hobbes y aún hasta Critias y Trasímaco, supone no sólo un punto de vista eminentemente estático sino también una visión histórica extremadamente limitada.
Considerar a la sociedad global como equivale al Estado es más o menos lo mismo que hacían en el siglo XVIII los defensores del Antiguo Régimen, cuando identificaban al Estado con la monarquía.
«El Estado no es más que una de las formas revestidas por la Sociedad en el curso de la Historia», dice en una conferencia titulada precisamente El Estado, Su rol histórico,[251] publicada en 1899 y escrita en 1897, como ampliación del prólogo puesto en 1892 al folleto de Bakunin sobre La Comuna y la noción de Estado (Cfr. Zoccoli, L’anarchia, IV, I, cit. por E. González Blanco).
Pero tampoco quiere Kropotkin identificar al Estado con el gobierno. Ambas nociones son para él de orden diferente. El Estado significa mucho más que la existencia de un poder colocado por encima de la sociedad: quiere decir «una concentración territorial y una concentración de muchas funciones de la vida de las sociedades entre manos de algunos y hasta de todos».[252] En otras palabras, Kropotkin considera al Estado como el poder quintaesenciado y elevado a su máxima potencia.
Esta idea es importante para comprender los juicios favorables y hasta entusiastas que vierte acerca de las ciudades griegas o de las comunas medievales. No faltaba en ellas toda forma de poder, pero ciertamente éste se hallaba diluido y minimizado por el funcionamiento de la Asamblea Popular, por la existencia de una red de vínculos horizontales de una parte, y por la ausencia de una unidad territorial y la concertación de lazos federativos de la otra.
El prototipo del Estado es, para Kropotkin, el Imperio Romano con su ordenamiento centralizador: «Todo afluía hacia Roma: la vida económica, la vida militar, las relaciones judiciales, las riquezas, la educación, hasta la religión. De Roma venían las leyes, los magistrados, las legiones para defender el territorio, los gobernadores, los dioses. Toda la vida del Imperio remontaba al Senado, más tarde al César, el omnipotente, el omnisciente, el dios del Imperio. Cada provincia, cada distrito, tenía su Capitolio en miniatura, su pequeña proporción de soberano romano, para dirigir toda su vida. Una sola ley, la ley impuesta por Roma, reinaba en el Imperio, y este Imperio no representaba de ningún modo una confederación de ciudadanos; era un rebaño de súbditos».[253]
En realidad, desde el comienzo de la historia los hombres han debido optar, según nuestro pensador, entre dos concepciones de la sociedad: la imperialista o romana y la federalista o libertaria (Cf. W. O. Reichert, Anarchism, freedom and power, «Anarchy», 111, pág. 132).
Pero para dilucidar la naturaleza y evolución del Estado, Kropotkin cree necesario abordar previamente el gran problema del origen de la sociedad humana.
Aun reconociendo que en manos de los enciclopedistas y de Rousseau la teoría del contrato social constituyó un arma poderosa contra la monarquía de derecho divino, no duda en rechazar absolutamente toda forma de contractualismo. Para él, la idea de que los hombres vivieron al principio aislados o constituyendo pequeños núcleos familiares que se hallaban en perpetua guerra unos contra otros, hasta que, advirtiendo los inconvenientes de esa lucha sin fin, resolvieron reunirse bajo el poder de un gobernante, surge de la mera ignorancia de los filósofos del siglo XVIII respecto a los orígenes del hombre.
Kropotkin, que tanto debe al pensamiento de los enciclopedistas y que tan alta estima demuestra por las ideas madres del iluminismo, según puede verse en su obra histórica sobre La Gran Revolución, se encuentra aquí de acuerdo con Aristóteles, al considerar al hombre como «un animal social» y a la sociedad humana como una realidad primaria y natural y no como una mera asociación derivada de una libre voluntad contractual.
El problema había sido ya debatido entre los griegos. Los cínicos (que, por otra parte, asumieron posiciones casi «kropotkinianas») explicaban el origen de la sociedad mediante un pacto o contrato original. Pero ya antes de Sócrates, los sofistas, partiendo de una básica oposición conceptual entre «physis» y «nomos», habían explicado la génesis de todas las instituciones como resultado de un convenio (nomos) original entre los hombres, previamente independientes y aislados. Y ya entre ellos tal explicación contractualista había tenido derivaciones antitéticas: Algunos (Hipias, Antifón, Alcidamas, etc.) llegaron a considerar (como después los cínicos) el gobierno, las leyes, las diferentas de clase, etc., cual meros productos convencionales surgidos en oposición a la naturaleza (Phycis); otros (Trasímaco, Critias, Calicles, etc.), entendieron que lo contrario a la naturaleza eran precisamente la democracia y los derechos populares, ya que aquélla ordenaba sin ningún género de escrúpulos el sojuzgamiento de la mayoría de los débiles por parte de los pocos hombres fuertes, dotados para el mando.
En la filosofía moderna esta ambivalencia del contractualismo se manifiesta particularmente en las filosofías sociales de Rousseau y de Hobbes y, más todavía, en las diversas interpretaciones de que el mismo Rousseau ha sido objeto.
Pero en la filosofía china del período clásico, la interpretación optimista de la naturaleza humana por parte de Mencio estaba vinculada a la idea del hombre como animal originalmente social, mientras el pesimismo de Hsün-Tse se basaba en la idea del pacto o contrato social no menos que el optimismo relativo de Mo-Tse.
La realidad es ─dice Kropotkin, reiterando lo que extensa y detalladamente trató de demostrar en El apoyo mutuo─ que no sólo el hombre sino también los animales, con muy pocas excepciones, vivieron siempre en sociedad. En la lucha por la vida subsistieron las especies más sociables y el desarrollo intelectual se efectuó en razón directa de la sociabilidad. Frente a todos los contractualistas, de izquierda y de derecha, proclama: «El hombre no ha creado la sociedad. La sociedad es anterior al hombre».[254]
Y por sociedad no debe entenderse la familia, sino el clan y la tribu, que la antropología nos revela como el punto de partida de la humanidad. En el seno de la tribu no existía la propiedad privada, y aun los objetos de cada individuo tenía para su uso particular no eran transmitidos en herencia sino destruidos junto con el cadáver del mismo individuo. Por otra parte, todo pertenecía a la comunidad tribal. «Toda la tribu efectuaba la caza o la contribución voluntaria en común, y aplacada su hambre, se entregaba con pasión a sus danzas dramatizadas».[255] Aún hoy, hace notar Kropotkin, hay tribus que viven en un estadio muy cercano a esta primitiva forma de sociabilidad, arrojadas a las regiones extremas de los continentes. (Piensa, sin duda, en los esquimales, los bosquimanos, los fueguinos, los tasmanios, etc.).
Estos primitivos, lejos de ser pueblos sanguinarios y feroces, como Hobbes y muchos fantasiosos historiadores se complacieron en imaginar, sentían verdadero horror por la sangre. Por eso el homicidio en el seño de la tribu es algo completamente desconocido entre los esquimales. Y si bien al encontrarse tribus de origen, color y lengua diferentes, se producían con frecuencia conflictos armados, aun tales conflictos estaban sometidos a ciertas reglas en las que Kropotkin, siguiendo a Maine, Post y Nys, ve los gérmenes de un derecho internacional: no se podía asaltar un pueblo, por ejemplo, sin avisar previamente a sus moradores. Bien puede decirse, pues, que durante este período primitivo, elaboró la humanidad toda una serie de instituciones y todo un código de moralidad tribal.[256]
Por otra parte, aunque en esta época la sociedad conocía ya directores o guías, como el hechicero que se decía capaz de provocar la lluvia o el experto en las tradiciones y cantos de la tribu, y aun cuanto éstos procuraban transmitir sus pretendidos o reales saberes a un grupo limitado de individuos, tales directores o guías no lo eran nunca perpetua y permanentemente, sino sólo de un modo temporal. Eran, en realidad, guías «ad hoc», para una tarea y una ocasión determinada. «El valiente, el arrojado y, sobre todo, el prudente, se convertían de este modo en directores temporales en los conflictos con las tribus vecinas o durante las migraciones. Pero la alianza entre el portador de la “ley”, el jefe militar y el hechicero, no existía, y no puede suponerse el Estado en estas tribus, como no se supone en una sociedad de abejas y hormigas o entre los patagones y esquimales contemporáneos nuestros».[257]
Las investigaciones de los antropólogos posteriores a la época de Kropotkin parecen confirmar, en general, sus puntos de vista, sobre los dirigentes en la sociedad primitiva. Así, para no dar sino un ejemplo, Margaret Mead (Sexo y temperamento en las sociedades primitivas ─ Barcelona ─ 1973 ─ págs. 54-55) escribe, refiriéndose a los arapesh: «Cuando el trabajo es una amigable colaboración y las luchas guerreras cuentan con una organización tan insignificante, los únicos dirigentes que la comunidad necesita son para ceremonias de gran envergadura. Sin dirigentes, sin otras recompensas que el placer diario de un poco de comida y algunos cantos con compañeros, esta sociedad podría vivir muy tranquilamente, pero no tendría oportunidad de celebrar ceremonias. Y el problema de la dirección social los arapech lo conciben no como la necesidad de limitar la agresividad y refrenar el afán de posesión, sino como la necesidad de forzar a algunos de los hombres más capaces y dotados para que, en contra de su voluntad, tomen sobre sí la responsabilidad de organizar algunas ceremonias realmente entusiasmadotas que tendrán lugar ocasionalmente, es decir, cada tres o cuatro años o incluso a intervalos más largos. Se da por descontado que nadie quiere ser el jefe, el “hombre importante”. Los “hombres importante tienen que planificar, iniciar intercambio, tiene que farolear, fanfarronear y vocear, tienen que alardear de lo que han hecho y de lo que harán en el futuro. Los arapech consideran todo esto como comportamiento antipático, difícil, como la clase de comportamiento en la que ningún hombre normal caería, si pudiese evitarlo. Es un papel que la sociedad impone a unos pocos hombres en ciertas ocasiones admitidas de antemano”».
Las tribus que, a comienzos de nuestra era, invadieron Europa desde el norte y el este, empujándose y mezclándose a la vez entre sí, acababan de salir de esta fase multimilenaria, y a través de aquel vasto movimiento en que tantos cambios étnico-culturales se produjeron, perdieron la conciencia de su común origen. Al romperse así los viejos lazos que mantenían unida a la tribu, esta se vio en la necesidad de encontrar otros nuevos, y de hecho los encontró en la posesión común de una determinada extensión de tierra a la cual acabó por arraigarse. Los dioses ancestrales y el culto de los antepasados fueron sustituidos por los dioses locales y por la veneración de los genios del lugar.
Surgió así la comuna, que subsiste todavía en gran parte de Europa oriental, en Asía y África. En ella el cultivo de la tierra se hacía, y aun se hace, en común, aunque el consumo se realizaba ya por familias. Ella era, por otra parte, autocéfala y soberana; la costumbre hacía las veces de ley y la asamblea constituía la única corte de justicia.[258]
Todas aquellas instituciones que en el derecho actual ofrecen garantías al individuo provienen, por encima del derecho romano, de este derecho consuetudinario de los bárbaros.
Como la comuna respondía a la mayor parte pero no a todas las necesidades del ser social, surgieron dentro y fuera de ellas numerosas asociaciones de ayuda mutua (guildas), que se confederaron, paralelamente a las comunas mismas.[259]
Pero cuando las tribus se asentaron y establecieron en el territorio del imperio romano, constituyendo comunidades de agricultores y pastores, la mayoría de los hombres, dedicados íntegramente a sus faenas, comenzaron a delegar la defensa de sus tierras y de sus personas en ciertos individuos, que podían considerar como guerreros profesionales, rodeados de una pequeña banda de aventureros o bandoleros. Estos defensores empiezan a acumular riqueza, regalan un caballo y armas a quienes quieren seguirlos y echan así las bases de un poder militar.[260]
Para Kropotkin, la historiografía, empeñada en hacer remontar a Roma todas las instituciones, ha ignorado o pasado por alto la revolución comunalista del siglo XII, y aquellos autores que, como Agustín Thierry y Sismondi, llegaron a comprender el espíritu de la época, carecieron de continuadores. En términos generales, el predominio del derecho romano, con se centralismo y su consagración de la familia patriarcal y de la propiedad privada, representa, para nuestro pensador, la negación de toda forma de vida social comunitaria y verdaderamente humana. De hecho, para él, romanos y bizantinos son mucho más bárbaros que los llamados «bárbaros», entre los cuales se dios, y a veces en alto grado, una organización social basada en la ayuda mutua, en el consenso comunitario, en el trabajo común y en la común propiedad de la tierra. Simona Weil, por análogas razones, considerará a los romanos como un pueblo «sin religión».
Como ya vimos al estudiar El apoyo mutuo, el municipio o la ciudad medieval tiene origen, por una parte, en una asociación de comunas rurales y, por otra, en una red de guildas y confraternidades. Y así como estas guindad y confraternidades. Y así como estas guindad trascienden la ciudad misma ya se unen con otras regiones e internacionalmente, las propias ciudades libres forman vastas confederaciones o, si así puede decirse comunas de comunas.[261]
Tal proceso de federaciones y confederaciones se da a veces como un desarrollo natural de la vida de las antiguas comunas rurales, pero a veces supone una verdadera revolución que se lleva a cabo contra el señor feudal, obispado o reyezuelo. Los habitantes de un burgo se «conjuraban», obligándose a dejar en suspenso las reyertas personales y a no recurrir más a otros jueces que no fueran los síndicos por ellos mismos designaos. Se redactaba la «carta» (o constitución comunal) y los señores feudales no tenían otro remedio que aceptarla o luchar con las armas contra el pueblo todo. El movimiento se extendió en un siglo a todos los ámbitos de Europa y es sorprendente ─hace notar Kropotkin─ la similitud de las cartas y de la organización interna de las ciudades libres en las más diversas y apartadas regiones, desde Escocia a Polonia, desde España a Rusia, desde Italia a Noruega: «organismo henchidos de savia, estas comunas se diferenciaban evidentemente en su evolución. La posición geográfica, el carácter del comercio exterior, la resistencia del exterior que había que vencer, etc., daban a cada comuna su historia. Pero para todas el principio era siempre el mismo. Pskow en Rusia y Brugge en Holanda, un burgo escoses de trescientos habitantes y la rica Venencia con sus islas, un burgo del norte de Francia y de Polonia o de la bella Florencia, representaban la misma «amitas»; la misma amistad de las comunas del pueblo y de las guildas asociadas; su constitución, en sus rasgos generales, es siempre la misma».[262]
Esta unanimidad, que surge de una unidad de espíritu en la libertad, es, para Kropotkin, lo contrario de la unanimidad impuesta desde arriba, por el acatamiento de la autoridad y de la ley. Refiriéndose de un modo directo a los juristas y a los filósofos de su tiempo, pero también indirectamente a los socialistas autoritarios y, en especial, a los marxistas, exclama: «¡Qué lección más elocuente para los romanitas y los hegelianos, que no conocen otro medio que la servidumbre ante la ley para obtener la homogeneidad en las instituciones!».[263]
Kropotkin que es, sin duda, hijo y admirador del iluminismo, tiene, sin embargo, una visión del medioevo opuesta en parte a los enciclopedistas. Sin ignorar la realidad del feudalismo y de la servidumbre, encuentra en las ciudades libres, constituidas como federaciones de barrios y de gremios, y confederadas libremente con otras ciudades próximas o remotas, la forma de organización no-estatal desarrollada en gran escala que más se aproxima al ideal del comunismo anárquico. El federalismo, que organiza y vincula las uniones de productores (guildas) de abajo hacia arriba, que propicia toda clase de convenios y pactos internacionales (como los consejos de aprendices del siglo XV), que promueve la autodefensa (o, a lo sumo, alquila un «defensor» militar), que utiliza el arbitraje (buscando con frecuencia los árbitros de la ciudad) y lo sustituye al juicio, sabe desarrollar también una libre y variada serie de instituciones económicas originales: el comercio interno en manos de las guindad (y no de los artesanos individualmente), la fijación de los precios por mutuo acuerdo, el comercio externo (al menos, al principio) en manos de la ciudad y no de los mercaderes, el abastecimiento de los productos de primera necesidad por parte de la ciudad misma, el descanso de un día y medio por semana.[264]
Kropotkin no duda, por so, en afirmar «que jamás la humanidad conoció, ni antes ni después, un período de bienestar relativo tan bien asegurado a todos como lo fue en las ciudades medievales». Y, comparado aquella sociedad artesanal y federativa, con la nuestra, industrial y centralizadora, dice: «la miseria, la incertidumbre y el exceso de trabajo de que actualmente nos quejamos, eran absolutamente desconocidos en aquellas poblaciones».[265]
Más aun: «en aquellas ciudades, el amparo de las libertades conquistadas, bajo el impulso del espíritu, de la libre inteligencia y de la libre iniciativa, se desarrolló toda una nueva civilización y alcanzó un grado tal de bienestar como no se ha visto otro semejante en la historia hasta el presente».[266]
Remitiéndose a los trabajos de Rogers y de una serie de historiadores sociales alemanes, pone de relieve Kropotkin, en primer lugar, el hecho de que el trabajo del artesano y aun el del simple jornalero estaban entonces remunerados mejor que el de los mejores obreros de nuestra época.[267]
Con William Morris, el poeta y artesano inglés, autor News from nowhere, a quien unen vínculos de amistad, Kropotkin contrapone la creatividad del artesano medieval, la belleza y la perfección de sus obras, el gozo estético que producen tanto en el productor como el consumidor, a la mecanización alienante, a la prisa y la precipitación que rigen el trabajo de los modernos obreros industriales.
«Que se examinen, por último, los donativos a las iglesias y a las casa públicas de la parroquia, de la guilda o de la ciudad, sean obras de arte, como esculturas, metales forjados o fundidos, objetos decorativos, o sean en dinero, y se comprenderá el grado de bienestar que realizaron estas ciudades; se concebirá fácilmente el espíritu de investigación y de inventiva que en ellas reinaba, el soplo de libertad que inspiraba sus obras, el sentimiento de solidaridad fraternal que se establecía en aquellos gremios, donde los hombres de un mismo oficio estaban unidos, no solamente por el lazo comercial o técnico del oficio, sino por lazos de sociabilidad y de fraternidad».[268]
Toda nuestra industria, todos los grandes descubrimientos de la ciencia moderna, toda nuestra civilización, en fin, tiene sus raíces en aquella prodigiosa época que presenció el florecimiento de las ciudades libres: «Jamás, excepción hecha en aquel otro periodo glorioso, siempre de ciudades libres, de la Grecia antigua, la humanidad había dado un paso semejante en el camino del progreso. Jamás, en dos o tres siglos, el hombre sufrió una modificación tan profunda ni extendió tanto su poder sobre las fuerzas de la naturaleza».[269]
En tres siglos las artes llegaron a un grado de perfección que hoy en vano tratamos de igualar. Baste recordar la obra de Rafael, de Miguel Ángel y de Leonardo de Vinci, la poesía de Dante, las catedrales de Lyon, de Reims y de Colonia, los tesoros que encerraban Florencia y Venecia, los municipios de Bremen y Praga, las torres de Nutermberg y de Pisa. Y en el campo de la técnica, el compás y el cronómetro, la imprenta y la pólvora, los descubrimientos marítimos y las leyes de la caída de los cuerpos, los rudimentos de la química y los inicios de la metodología científica de Roger Bacon.
Kropotkin no ignora, por cierto, los conflictos y las luchas internas que tuvieron lugar en las ciudades libres medievales, ni quiere pasarlas por alto. Pero, siguiendo a Leo y Botta, historiadores del medioevo italiano, y también a Sismondi, Ferrari, Pino, Capón y otros, interpreta tales luchas como una garantía de la libertad, como un esfuerzo de renovación y de progreso.
La lucha y el conflicto, cuando se desarrollan libremente entre fuerzas iguales, sin que un poder exterior, como el Estado, arroje su peso en la balanza a favor de una de ellas, resulta enriquecedores y son, en todo caso, preferibles a una paz impuesta, en que se sacrifica las individuales y los pequeños organismo para uniformarlos en gran cuerpo carente de vida[270]: «En la comuna, la lucha era por la conquista y el mantenimiento de las libertades del individuo, por el principio federativo, por el derecho a unirse y de agitarse; mientras que las guerras de los Estados tenían por objeto anular estas libertades, someter al individuo, aniquilar la libre iniciativa, unir a los hombres en una misma servidumbre ante el rey, el juez, el sacerdote y el Estado. Aquí radica la diferencia. Hay las luchas y los conflictos que matan y hay luchas y los conflictos que empujan a la humanidad por la senda progresiva».[271]
Pero en el siglo XVI los bárbaros modernos ─los verdaderos bárbaros─ comenzaron a destruir la civilización del medioevo: «Sujetaron al individuo, quitándole todas sus libertades; le pidieron olvidar las uniones que antes basaba en la libre iniciativa y en la libra inteligencia, y su objeto fue nivelar la entera sociedad en una misma sumisión ante el dueño. Quedaron destruido todos los lazos entre los hombres al declarar que únicamente el Estado y la iglesia debían formar, de allí en adelante, el alzo de unión entre los individuos; que solamente la Iglesia y el Estado tenían la misión de velar por los intereses industriales, comerciales, jurídicos, artísticos y pasionales, para resolver los cuales los hombres del siglo XII tenían la costumbre de unirse directamente».[272]
Pero, puede preguntarse ─y Kropotkin mismo se hace la pregunta─ ¿quiénes fueron estos bárbaros modernos?: «Fue el Estado: la triple alianza, finalmente constituida, del jefe militar, el juez romano y el sacerdote; los tres formando una asociación para obtener el dominio, unidos los tres en un mismo poderío, que iba a mandar en nombre de los intereses de la sociedad para aplastar a esta misma sociedad».[273] La causa de este verdadero desastre que es, para Kropotkin, el inicio del Estado moderno y la formación de las nacionalidades baja la égida del poder central cada vez más absoluto, debe buscarse, según él, en la incapacidad de las ciudades libres por liberar a los campesinos del yugo feudal, así como el fin de las ciudades libres de Grecia tiene su origen más hondo en la persistencia de la esclavitud. Solamente es libre ─supone Kropotkin─ el que vive entre hombre libres, y, por otra parte, el que es libre tiende a expandir la libertad: Liber Liberat.
Verdad es que las ciudades medievales libraron encarnizadas y heroicas luchas contra los señores feudales para aniquilar su poder y llevar así, como consecuencia, la libertad a los siervos y a la población rural. Pero no lo lograron nunca enteramente y acabaron por firmar la paz, olvidándose de estos últimos. Esta parcial capitulación les fue fatal. Al aceptar, aunque fuera con condiciones, al señor feudal, firmaron su propia sentencia de muerte como comunas libres.[274]
Aquél ensangrentó las calles con sus luchas familiares e inauguró el derecho del más fuerte en el ámbito urbano; corrompió la vida ciudadana con su lujo y sus intrigas. Más tarde, logró inclusive que los campesinos lo ayudaran en su lucha contra las ciudades libres y los utilizó como soldados en su empresa de reconstruir el Estado y de centralizar en provecho propio el disperso y multiforme poder. En el campo, dentro de las murallas de un castillo fortificado, rodeado de chozas y de aldeas, se situó el hogar de la nueva realeza.[275]
En realidad, los futuros reyes no era en el siglo XII sino jefes de pequeñas partidas de vagabundos y bandoleros, dice Kropotkin, basándose en los estudios del secretario de Comte, Agustín Thierry. Pero, poco a poco, fueron imponiéndose los más hábiles y astutos. Usando la fuerza y el dinero, con frecuencia también el veneno y la cuchilla, se engrandecieron a costa de los demás. La iglesia, siempre admiradora del poder y de la fuerza, les prestó su apoyo.[276]
Llegamos así al siglo XVI. El siglo que Landauer señalará como el de la aristocratización de la poesía es, para Kropotkin, el siglo del derecho romano y canónico. En él, no sólo se establece ya una diferencia entre las «viejas familias» (que había hecho la revolución en el siglo XII) y los que más tarde fueron a establecerse en la ciudad, entre los oficios antiguos y los nuevos, entre el «popolo grasso» y el «popolo basso», sino que cambian las mismas ideas de los ciudadanos.[277]
El europeo del siglo XII, «esencialmente federalista», «de libre iniciativa, de libre inteligencia, de uniones queridas y libremente consentidas», que «veía en si mismo el punto de partida de toda sociedad» y «no buscaba remedios en la autoridad» ni «pedía un salvador en la sociedad», se convierte, en el siglo XVI, «bajo la influencia de la iglesia, siempre enamorada de la autoridad, celosa siempre de imponer su dominio sobre las almas, y especialmente sobre los brazos de los fieles», es un amantes de la autoridad. Ante cualquier conflicto que estalla en la ciudad, busca la salvación en la fuerza y llama a un «dictador». Bajo la doble influencia del legista romano y del canonista, mueren el impulso federalista y el espíritu de libertad, para dejar sitio al centralismo autoritario y el espíritu de disciplina.[278]
Esto no sucedió, sin embargo la resistencia y sin lucha por parte del pueblo al que se pretendía sojuzgar. Kropotkin considera los movimientos religiosos heréticos, tales como el hussismo en Bohemia y el anabaptismo en Alemania (precedidos por otros movimientos populares que desde el siglo XVI se dieron en Francia e Inglaterra), cual un gigantesco esfuerzo de resistencia ante el feudalismo, ante el Estado y ante la iglesia. Anabaptista y hussitas reivindicaban, según él, tanto la libertad individual como el comunismo. Coincidiendo parcialmente con Engels, ve en las guerras campesinas alemanas del siglo XVI no sólo un profundo conflicto de clases sino también la presencia de una ideología comunista.[279] Según Kropotkin, el movimiento anabaptista «comenzó siendo anarquista comunista, predicando y puesto en práctica en algunas comarcas, y si hacemos caso omiso de las fórmulas religiosas, que fueron un tributo pagado a la época, se encuentra en ese movimiento la esencia misma de la corriente de ideas que nosotros representamos en este momento: negación de todas las leyes del Estado o divinas; la conciencia de cada individuo debiendo ser única ley; la comuna, dueña absoluta de sus destinos, recuperando de los señores todas las tierras y negando todo tributo personal o en dinero al Estado; en fin, el comunismo y la igualdad puestos en práctica».[280]
Este movimiento tuvo su origen en las ciudades libres, como último heroico clamor del espíritu comunitario y federalista, pero se extendió pronto al campo. Los campesinos se negaban a obedecer a sus señores, se apoderaban de las tierras que cultivaban, expulsaban al sacerdote y al juez y se constituían en comunas libres. Sólo la hoguera y la cuchilla, que acabaron en pocos años con más de cien mil campesinos, pudieron poner fin al movimiento. De esta sangrienta represión fueron responsables tanto los príncipes seculares como la iglesia (y la luterana más todavía que la católica).[281]
Desde aquel momento el Estado se consolidó. Legisladores, sacerdotes y soldados, en solidaria alianza, sostuvieron los tronos y continuaron su obra de aniquilamiento de los pueblos.
Kropotkin insurge contra la historiografía liberal y universitaria, que presenta la formación del Estado moderno como una obra del espíritu, el cual unifica lo disperso y concilia los contrarios existentes en la sociedad medieval.[282]
De la capacidad de las ciudades libres para confederarse son buenos ejemplos, para él, la unión lombarda, que comprendía a las ciudades de la Italia septentrional, y tenía su caja o tesoro feudal en Génova o en Venecia, amén de otras varias ubicadas en todas las regiones de Europa, como la unión toscana o la renana, que vinculaba no menos de sesenta ciudades, y la uniones de Westfalia, de Bohemia, de Servia, de Polonia, de Escandinavia, de Rusia, de los países bálticos y, sobre todo, la unión de los viejos cantones de Suiza.
Pero el Estado no puede tolerar esta libre asociación de las ciudades en su seno. El mero hecho de que se plantee la posibilidad de una confederación de comunas vinculadas por un pacto libremente concentrado de cooperación dentro del Estado suscita el horror y la ira de los juristas, formados en la disciplina del derecho Romano. Sólo el Estado y su hermana la iglesia pueden atribuirse el derecho de vincular a los hombres desde arriba y conforme a sus propias concepciones y finalidades jerarquizantes: «por consiguiente, el Estado debe, forzosamente, aniquilar las ciudades basadas en la unión directa entre ciudadanos. Al principio federativo debe sustituirlo el principio de sumisión, de disciplina. En sus subsistencia. Sin este principio deja de ser el Estado».[283]
Toda la historia del siglo XVI está dominada, para Kropotkin, por la lucha entre el Estado, naciente y ascendente, y las ciudades libres, de vida declinante. El resultado es conocido y signa a su vez, toda la historia posterior de Europa hasta nuestros días: «Las ciudades se ven cercadas, tomadas por asalto, saqueadas, y sus habitantes diezmados o expulsados».[284]
La verdad histórica acerca de este proceso de centralización que comporta el surgimiento del Estado moderno y lo que se ha llamado formación de las nacionalidades es, según nuestro pensador, diametralmente opuesta a la versión que brinda la mayoría de los historiadores. He aquí el balance que Kropotkin presenta: «En el siglo XV Europa estaba cubierta de ricas ciudades cuyos artesanos, constructores, tejedores y cinceladores producían maravillas artísticas, cuyas universidades sentaban los cimientos de la ciencia, cuyas caravanas recorrían los continentes y cuyos buques surcaban mares y ríos. De todo esto, ¿qué es lo que quedó dos siglos más tarde? Ciudades que habían albergado cincuenta y hasta cien mil habitantes y que habían poseído, como Florencia, más escuelas y hospitales comunales con más camas que las que poseen actualmente las ciudades mejor dotadas en este particular, estaban convertidas en barriadas nauseabundas. El Estado y la iglesia se habían apoderado de sus riquezas y sus habitantes habían sido diezmadas o deportados. Muera la industria bajo la municiona tutela de los empleados del Estado. Muerto el comercio. Los mismos caminos vecinales, que antes unían las ciudades, estaban absolutamente impracticables en el siglo XVII. El Estado es la guerra. Y las guerras asolando Europa, acaban por arruinar las ciudades que el Estado no pudo arruinar directamente».[285]
En cuanto a los pueblos como tales, las consecuencias no fueron menos nefastas para ellos. A la pérdida de las libertades le siguió la injusticia social y la miseria: «Y los pueblos ¿ganaron el menos algo con esta concentración estatista? No, ciertamente, nada ganaron. Leer lo que no dicen los historiadores sobre la vida de los campesinos en Escocia, en Toscana, en Alemania, durante el siglo XVI, y comparen las descripciones de entonces con las de la miseria en Inglaterra en los comienzos de 1468; Francia, bajo el reinado de Luís XIV, «el rey sol»; en Alemania; en Italia, en todas partes, después de cien años de dominio estatista. La miseria en todas partes. Todos los historiadores están unánimes en reconocerla, en señalarla. Allí donde fue abolida la servidumbre se reconstituyó nuevamente bajo mil formas diversas y nuevas; y allí donde aún no había sido totalmente destruida, se moderaba bajo la égida del Estado en una institución feroz, conteniendo todos los caracteres de la esclavitud antigua o pero aún. ¿Acaso podía salir otra cosa de la miseria estatista, cuando su primera preocupación fue anular la comuna del pueblo y después la ciudad; destruir todos los lazos que existían entre los campesinos; poner sus tierras al saqueo de los ricos, y someterlo, individualmente, al funcionario, al sacerdote, al señor?».[286]
El Estado naciente robó a las guildas; centralizó en sus manos el comercio interregional y lo arruino, al mismo tiempo que sometía al comercio interior; confió la producción a una banda de estériles funcionarios y burócratas, acabando así con artes y oficios. Se apoderó de los resortes de la administración municipal y de las milicias locales; por medio de los impuestos aplastó a los pobres en provecho de los ricos.
Y algo semejante hizo en el campo, donde destruyó la comuna rural, entregándola al saqueo. Pese al odioso embuste de los historiadores «estatólatras», que afirman que la comuna constituía una forma anticuada de posesión de la tierra que impedía el progreso de la agricultura, numerosos documentos demuestran (basta consultar a Dalloz en lo referente a Francia) que el Estado privó a la comuna de su autonomía jurídica y de su capacidad legislativa y que, después, confisco sus tierras o protegió a los ricos señores que quisieron apoderarse de ellas.[287]
El despojo de las comunas por parte de los señores y de los reyes, iniciando en el siglo XVI, se generalizó es intensificó en el siglo XVII. Luís XIV (el prototipo del monarca absoluto, el que sin ambages confesó: «el Estado soy yo»), acabó confiscando en provecho propio todas las rentas comunales.
En el siglo XVIII, por lo menos la mitad de las tierras de las comunas pasaron a manos del clero y de la nobleza. Casi en vísperas de la revolución, Turgot abolió las asambleas comunales, por considerarles «demasiado tumultuosas». En lugar de éstas, se instituyeron asambleas elegidas por burgueses y campesinos ricos. Después de la revolución, tal política continúo, y la Constitución de 1789 confirmó las disposiciones anti-comunales de la monarquía: los burgueses sustituyen a los aristócratas en la tarea de robar a las comunas, en nombre del Estado unitario y del progreso. Una sublevación tras otra (jacquerie) se hizo necesaria para que la Convención devolviera, o, por mejor decir, reconociera el hecho consumado de la devolución de las tierras a los campesinos que las había vuelto a ocupar como propias. Pero, por otra parte, la Convención, obrando de acuerdo con el espíritu burgués de la mayoría de los miembros, borró con una mano lo que había escrito con la otra. Al decretar que las tierras recuperadas fueran repartidas por partes iguales entre los «ciudadanos activos». Por un lado, instituía el reparto en lugar de la propiedad comunal, afirmando el principio burgués de la propiedad privada; por otro, este mismo reparto se hacía no entre los «ciudadanos pasivos» (o sea, entre los proletarios) sino entre los «activos» (esto es, entre los propietarios).[288]
Los sucesivos regímenes que tuvo Francia vieron en las tierras comunales una fuente de recompensas para sus partidarios y, tras una serie de marchas y contramarchas parciales, se llegó a la época de Napoleón III, quien dictó las últimas leyes para obligar a los campesinos a repartir el resto de los bosques y prados comunales. Esto es ─concluye Kropotkin con justa ironía─ lo que algunos individuos, que pretenden hablar un lenguaje científico han denominado la muerte natural de la posesión comunal por obra de las leyes económicas, como si llamaran «muerte natural» a la matanza de cien mil soldados en un campo de batalla.[289]
Y lo que sucedió en Francia, sucedió igualmente en Bélgica, en Inglaterra, en Austria, en Alemania, en todas las partes, menos en los países eslavos. La apropiación de las tierras por parte de personas privadas se consumó en todas partes en los cincuenta primeros años del siglo XIX.
Por otra parte, mientras el Estado Perpetuaba tal despojo, no podía admitir la pervivencia de la comuna como órgano de la vida local: «Admitir que los ciudadanos constituyan entre sí una federación que se apropie algunas de las funciones del Estado, hubiera sido, en principio, una contradicción. El Estado pide a sus súbditos la sumisión directa, personal, sin intermediarios; quiere la igualdad en la servidumbre, no puede admitir «el Estado dentro del Estado».[290]
La tan exaltada igualdad que el Estado habría aportado al destruir las instituciones medievales, no es, para Kropotkin, sino la igualdad de la sumisión, la igualdad ante el arbitrio absoluto de un poder central.
Este, al cortar todos los lazos que vinculaban a los hombres entre sí, imponiendo el derecho romano (que es, más bien, bizantino) sobre el derecho consuetudinario, produjo una serie de situaciones falsas, desconoció una milenaria realidad socio-económica y, como consecuencia de ello, creó una absurda burocracia. Y lo mismo que sucedió con las comunas rurales sucedió con las guildas. Basándose en los estudios de Thorold Rogers, entre otros, documenta Kropotkin el proceso de Inglaterra: «poco a poco el Estado mete mano a todas las guildas y hermandades. Les estrecha el cerco, llega a eliminar sus conjuraciones, sus síndicos, que reemplaza por sus funcionarios, sus tribunales, sus festines; y, al comienzo del siglo XVI, bajo Enrique VIII, el Estado confisca, sin otra forma de procedimiento, todo lo que poseen las guildas. El heredero del gran rey protestante remata su obra».[291]
Esta muerte de las guindas tiene tan poco de natural como la de las comunas, pese a todo la vana palabrería de historiadores y economistas «científicos».
El Estado, con toda la virulencia de su edad juvenil, no podía tolerar que la corporación de oficio tuviera su propio tribunal, su propia milicia, su propio banco. Hubiera sido, también aquí, consentir la existencia de «un Estado dentro de otro Estado». Y eso es lo que, por su propia naturaleza, menos puede consentir o tolerar. Nada debe interponerse entre él, que es la hipóstasis sacra del poder, y los súbditos.
La consecuencia de tal usurpación centralizadora fue una profunda decadencia de la industria, de las artes y de los oficios.[292]
Y lo más doloroso ─dice Kropotkin─ es que la educación estatista ha hecho que hasta quienes se llaman socialistas y revolucionarios vean en este proceso un progreso hacia la igualdad y la modernidad: «La filosofía libertaria está ahogada por la pseudo filosofía romano-católica del Estado. Las historia está viciada desde su primera página, donde ella miente hablándonos de los reyes merovingios o carlovingios, hasta su última página donde se glorifica el jacobinismo y se desconoce al pueblo en su labor creadora de las instituciones».[293] En esto, podemos añadir nosotros, concuerdan los viejos reaccionarios (merovingios y carlovingios) con los marxistas-leninistas (jacobinos).
Todos los recursos de nuestra cultura (de nuestra civilización, prefiere decir Kropotkin) son violentamente puestos al servicio de este ideal centralizador y autoritario: «Las ciencias naturales son desnaturalizadas para ponerlas al servicio del doble ídolo, Iglesia-Estado. La psicología del individuo, y todavía más la de las sociedades, son falsificadas en cada una de sus aserciones para justificar la triple alianza, del soldado, del sacerdote y del juez. La moral, en fin, después de haber predicado durante siglos la obediencia a la iglesia o al libro, no se emancipa sino para predicar la servidumbre al Estado».[294]
Que nada se interponga entre tú y yo, dice el Estado a su súbdito; con nadie tienes vínculos u obligaciones directas sino conmigo. Olvida a tu compañero y a tu vecino y enorgullécete de servirme: «Y la glorificación del Estado y la disciplina, en la que están empeñados la Universidad y la iglesia, la prensa y los partidos políticos, se prepara tan bien que los mismos revolucionarios no osan mirar de frente a ese fetiche. El radical moderno es centralizador, estatistas, jacobino “a outrance”. Y el socialista marca con él el paso, como el florentino de fines del siglo XV, que no hacía más que invocar la dictadura del Estado para salvarlo de las arremetidas de los patricios. El socialismo no sabe sino invocar siempre los mismo dioses: la dictadura del Estado, para liberarlo del régimen económico creado por el Estado».[295]
En un artículo titulado La descomposición del Estado, que forma parte de Palabras de un rebelde, dice: «Cuando después de la caída de las instituciones en la Edad Media, los Estados nacientes hacían su aparición en Europa, y se afirmaban y engrandecían por la conquista, por la astucia y el asesinato, sus funciones se reducían a un pequeño círculo de los negocios humanos. Hoy el Estado ha llegado a inmiscuirse en todas las manifestaciones de nuestra vida; desde la cuna hasta la tumba nos tritura con su peso. Unas veces el Estado central, otras el de la provincia, otras el municipio; un poder nos persigue a cada paso, se nos aparece al volver de cada esquina, y nos vigila, nos impone, nos esclaviza. Legisla sobre todos nuestros actos, y amontona tal cúmulo de leyes que confunden al más listo de los abogados. Crea cada día nuevos engranajes que adapta torpemente a la vieja guimbarda recompensa, llegando a construir una máquina tan complicada, bastarda y obstructiva, que subleva a los mismos encargados de hacerla funcionar».
En los últimos años de su vida, Kropotkin tuvo la tiste satisfacción de comprobar en Rusia hasta qué punto habían sido acertadas estas últimas frases.
El Estado, como los órganos de los seres vivientes, se desarrolló gracias a la función que tuvo que desempeñar, dice kropotkin con su criterio biológico y de evolucionista, y no podemos esperar que se preste a una función opuesta a aquella por cual se desarrolló. Ahora bien, tal función, por todo lo que se acaba de decir, consiste en impedir la unión directa entre los hombres, en dificultar las iniciativas personales o locales, en aniquilar las libertades e impedir su resurrección, en someter el pueblo a una minoría. No cabe, pues, otra alternativa más que la suprimirlo.
Las ilusiones del marqués de Poxa que, en una obra de Schiller, quería utilizar el absolutismo como instrumento de liberación, o del abate Pedro, que en Roma, de Zola, pretendía hacer a la iglesia una palanca del socialismo (ilusiones que, de vivir en nuestros días, Kropotkin hubiera visto multiplicadas), deben desecharse definitivamente.[296]
No es que el Estado función mal porque esté en manos de capitalistas o burgueses, como dice y dijeron siempre los seguidores de Marx, sino que es lo que es por su propia génesis y por su misma naturaleza histórica. Quienes sostienen lo contrario «o bien no tiene ni siquiera una idea vaga acerca del verdadero rol histórico del Estado, o bien conciben la revolución social bajo una forma tan insignificante y anodina, que ésta no tendría ya nada de común con las aspiraciones socialistas».[297]
¿Cómo reconstruir totalmente esta sociedad basada en un individualismo de almacenero, cómo hacer por completo todas las relaciones entre individuos y grupos humanos, cómo promover una forma enteramente nueva de convivencia en gremios y aldeas, ciudades y regiones ─se pregunta─ dentro de las represivas y anti-igualitarias estructuras del Estado? «Se quiere que el Estado, cuya razón de ser hemos visto en el aplastamiento del individuo, en el menosprecio de las iniciativas, en el triunfo de una idea que debe forzosamente ser la de la mediocridad, se convierta en una palanca para realizar esa transformación... Se quiere gobernar la renovación de una sociedad a fuerza de decretos y de mayorías electorales... ¡Qué inocencia!».[298]
Los marxistas acusan con frecuencia de ingenuidad utópica la pretensión anarquista de construir una sociedad sin clases al margen del Estado: Kropotkin, les enrostra, a su vez, devolviéndoles la moneda al reverso, su inocencia y su falta de realismo al querer edificar precisamente una sociedad socialista utilizando las viejas estructuras, jerárquicas y represivas por naturaleza, del Estado.[299]
Sobre la ingenuidad anarquista nadie puede formular, a este respecto, un juicio definitivo, porque del hecho de que hasta ahora no se haya dado ninguna sociedad cabal y permanentemente anárquica no es lícito inferir nada todavía. Sobre la inocencia marxista y la falta de realismo de los «realistas» partidarios del «centralismo democrático» no es difícil expedirse, teniendo en cuenta los resultados logrados al cabo de sesenta años por el bolcheviquismo en la unión soviética.
Resumiendo su posición frente al problema de la revolución social y el Estado, escribe Kropotkin: «A través de la historia de nuestra civilización, dos tendencia opuestas se han encontrado frente a frente: La tradición romana y la tradición popular; la tradición imperial y la tradición federalista; la tradición autoritarias y la tradición libertaria. Y de nuevo, en vísperas de la revolución social, esas dos tendencias se han puesto de frente. Entre esas dos corrientes siempre agitadas, siempre en lucha en la humanidad, la corriente popular y la corriente de las minorías sedientas de dominación política y religiosa, nuestra elección está hecha. Recogemos lo que impelió a los hombres en el siglo XII a organizarse sobre las bases de la libre iniciativa del individuo, de la libre federación de intereses y dejamos a los demás aferrarse a la tradición imperial romana».[300]
Kropotkin no cree en una evolución histórica única y continua. Pero en cada cultura y en cada sociedad (Egipto, Asiria, Persia, Grecia, Roma, Europa, etc.), reconoce los mismos momentos de un único proceso. De la tribu se pasa, en todas partes, a la comuna aldeana; de ésta a la ciudad libre; de ésta, en fin, al Estado, que trae consigo la muerte de la civilización y acaba siempre en un completo naufragio. A partir de aquí se reinicia el proceso. Pero, como tampoco admite una concepción cíclica de la historia, sino que, en cuanto evolucionista y socialista, cree en el progreso, supone que, tras diversas tentativas, se arribará a la revolución social, cuyo «objeto negativo», como decía Bakunin, es el «derrocamiento del Estado y del monopolio financiero actual», y cuya meta es, para Kropotkin, la definitiva instauración de una sociedad sin clases y sin gobierno central.[301]
En el capítulo anterior estudiamos la génesis histórica del Estado, en el pensamiento de Kropotkin. En el presente analizaremos los caracteres principales que, según éste, presente el Estado moderno. Nos basaremos para ello principalmente en un estudio que lleva este nombre, del cual se puede decir, como dijo M. Barrés de todos los panfletos de Kropotkin, que nace «de una bella lógica y de una fuerte generosidad».
Toda la historia europea, desde el siglo XII, constituye una continua lucha por liberara a los campesinos y a los artesanos del yugo del trabajo obligatorio, impuesto por la ley en beneficio de éste o aquel patrón: «reconocer al hombre el derecho de disponer de sí mismo y trabajar en lo que quiera y cuando quiera, sin que nadie tenga el derecho de imponérselo, es decir, manumitir al campesino y al artesano, tal fue el objeto fundamental de todas las revoluciones populares: del gran levantamiento de las comunas en el decimosegundo siglo, las guerras de campesinos en el siglo XV y XVI en Bohemia, en Alemania y en los Países Bajos, las revoluciones de los años 1381 y 1684 en Inglaterra, y la Gran Revolución de Francia».[302]
Esta libertad sólo ha sido muy parcialmente conquistada. Hoy, el trabajo no es legalmente obligatorio para nadie, no hay ya en Europa esclavos y servios que se ven constreñidos a matarse para un amo y, en teoría, cada uno es libre para trabajar cuando quiere y durante el tiempo que quiere. Pero, en la práctica, como cotidianamente lo demuestran los socialistas de todas las corrientes, tal libertad es, en gran medida, ilusoria. Los trabajadores se ven obligados, de hecho, por el hambre a enajenar su libertad. En forma de venta, de alquiler y de interés en general, obreros y campesinos siguen entregando a sus amos capitalistas los mismos tres días de labor semanal que se imponían a los antiguos siervos y a veces todavía más. Si calculáramos lo que los diferentes patrones (capitalistas, intermediarios, rentistas, Estado) sustraen del salario del trabajador moderno, quedaríamos asombrados de la exigüidad de lo que a éste le queda para pagar, a su vez, a los otros trabajadores que producen sus alimentos, sus vestidos, sus muebles, etc.
Bajo este régimen, que es a menudo más cruel e implacable que el antiguo, el proletario conserva, sin embargo, un sentimiento de libertad individual, en el cual, por más limitado que sea, se cifra todo el progreso conquistado y se fundan todas las esperanzas del futuro: «el hombre más miserable y en los momentos de más negra miseria no cambiaria su lecho de piedra bajo las arcadas de un puente por un plato de sopa diario, si con ello se pretendiera encadenarlo a la esclavitud. Este sentimiento, este principio de libertad individual es tan grato al hombre moderno que continuamente vemos poblaciones enteras de trabajadores aceptar meses de miseria y luchar contra las bayonetas por el solo hecho de mantener los derechos adquiridos. En efecto, las huelgas y las revueltas populares más obstinadas se originan hoy día por cuestiones de libertad o derechos adquiridos, más que por cuestiones de salarios».[303]
Si el derecho que tiene todo hombre a trabajar cuando quiera, cuanto quiera y en lo que quiera es el principio de la sociedad moderna, lo que a esta sociedad se le ha de reprochar, sobre todo, es el haber tergiversado dicho principio, haciendo ilusorio aquel derecho: «El reproche más grande que dirigimos a la sociedad moderna no es por el hecho de haber equivocada la ruta al proclamar que cada una trabajará en lo que quiera, sino por hacer creado tales condiciones de propiedad que no permiten al obrero trabajar mientras quiera y en lo que quiera. Llamamos madrastra a esta sociedad porque, después de haber creado el principio de libertad individual, ha situado a los obreros del campo y de la industria, Porque reduce al obrero a un estado de servidumbre disimulada, al estado del hombre que la miseria obliga a trabajar para enriquecer a sus amor y para perpetuar en sí mismo un estado de inferioridad al forjar sus propias cadenas».[304]
En definitiva: lo que Kropotkin considera positivo en la sociedad moderna es el principio de libertad; lo que considera negativo y condenable no es otra cosa más que la anulación práctica de dicho principio. En otras palabras, lo malo del liberalismo es que no llega a ser absolutamente liberal. Su pecado es la inconsecuencia, que aquí puede llamarse igualmente hipocresía y fraude criminal.
De tales conclusiones no le resulta difícil extraer una norma y un programa de acción para el trabajador y el revolucionario: «rechazará todas las formas de servidumbre disminuida y trabajará para que dicha libertad ni sea solamente una fórmula, Buscará las causas que impiden al obrero ser dueño verdadero de su capacidad y de sus brazos y trabajará para abolir sus trabas, ─por la fuerza, si es necesario─ obteniéndose al mismo tiempo de crear otras que, aun cuando le procurasen un acrecimiento de bienestar, conduzcan de nuevo al individuo a la pérdida de su libertad».[305]
Es claro que la lucha contra el liberalismo de la sociedad capitalista, que es una ideología de la pseudos-libertad, no puede comportar, para Kropotkin, la aceptación de un socialismo autoritario, que no sería sino una ideología de la pseudos-igualdad.
En el siglo XIX se produjeron ─continúa Kropotkin─ dos movimientos o procesos de signo contrario. El primero, que triunfó sobre todo en la primera mitad del siglo, tendía a liberar al obrero y al campesino de toda servidumbre personal; el segundo, que tuvo su auge en la segunda mitad, trató por todos los medios de poner a los ciudadanos al servicio del Estado. Mientras, por una parte, se manumitan los siervos en Europa oriental y se liquidaban en Occidente las últimas formas del trabajo servil, por la otra, en nombre del bien público se constreñía a los trabajadores a cumplir determinadas tareas (en los ferrocarriles o los llamados servicios públicos), se imponía el servicio militar obligatorio y, a través de la obligatoriedad de la enseñanza, se inculcaba a todos, desde la niñez, la idea de los sagrados derechos del Estado.[306]
Como el carácter más sobresaliente del siglo XIX (recordemos que Kropotkin escribe esto en los primeros años del XX) debe señalarse, pues, la liberación del individuo frente al individuo y el fin del trabajo obligatorio, junto al sometimiento del individuo frente al Estado y el inicio de la servidumbre impersonal. Por otra parte, hay que advertir que, para Kropotkin, la servidumbre impersonal (y más o menos aceptada) del individuo con respecto al Estado implica una nueva servidumbre personal frente a los gobernantes y los representantes de la ley y también frente a los nuevos amos capitalistas, en cuyo provecho funciona evidentemente la impersonal (pero muy personal) maquinaria del Estado.[307]
El instrumento por excelencia de que éste se vale, en nuestra época, para sojuzgar al individuo es el impuesto. Por medio del impuesto se crean los poderes del Estado y se consolida la fuerza del gobierno, pero también, por medio del impuesto el Estado enriquece a los ricos y empobrece a los pobres: «por medio de impuesto, la pandilla de gobernantes ─el Estado representa a la cuádruple alianza del rey, la iglesia, el juez y el señor militar─ no ha cesado de ensanchar la esfera de sus atribuciones, tratando al pueblo como a raza conquistada─ Y hoy, mediante este preciso instrumento que golpea sin que se sientan directamente los golpes, nos hemos convertido casi en tan vasallos como nuestros padres lo fueron antiguamente de sus señores amos».[308]
Marx ha elaborado una teoría de la plus-valía como base de la formación del capital. Kropotkin lamenta que ningún economista haya intentado determinar la cantidad de trabajo que el Estado se apropia y arrebata a los obreros urbanos y rurales: «Ningún economista ha tratado nunca de evaluar al número de días de trabajo que el obrero del campo y de las fábricas da cada año a este ídolo babilónico. Sería inútil hojear los tratados de economía política para llegar a una evaluación aproximada de la parte de trabajo que cada productor da al Estado. Una simple evaluación basada en el presupuesto del Estado, de la nación, de las provincias y las comunas ─que también contribuyen a los gastos del Estado─ no nos enseñaría nada, dado que habría que considerar no sólo lo que entre en las arcas del tesoro sino lo que el pago de cada franco o el entregado representa como gastos reales hechos por el contribuyente. Todo lo que nosotros podemos decir es que la cantidad de trabajo dada cada año por el productor al Estado es inmensa. Y que ella debe sobrepasar, para ciertas clases, los tres días de trabajo por semana que el siervo daba antes a su señor».[309] Muchos economistas liberales y también, sin duda, muchos socialistas moderados (los que podríamos llamar partidarios de un «socialismo fiscal») objetarían a esto que, mediante el sistema generalizado de los impuestos progresivos, el Estado saca del rico más que del pobre. Pero ¿de dónde sale, en definitiva, el tributo, por grande que sea, pagado por el capitalista o por el rentista? Evidentemente del trabajo del productor. El Estado, en este caso, no hace sino reclamar una parte del pingüe botín: «Siempre es el obrero el que paga. Y generalmente paga más que lo que el Estado le saca al rico».[310]
El Estado aumento en cinco francos el impuesto que el propietario paga por cada inquilino; el propietario aumenta en treinta francos el alquiler. Igual cosa sucede con el impuesto indirecto: «Aquí el trabajador paga como consumidor de bebidas, de azúcar, fósforos y petróleo. Allá es el mismo que, pagando su alquiler, entrega al Tesoro el impuesto que el Estado descuenta sobre el propietario de la casa. Y más aún: al comprar el pan, paga los impuestos sobre los bienes raíces, sobre la renta de la tierra, el alquiler y los impuestos a la panadería, etc. En fin, comprándose un traje, paga los derechos sobre el algodón importado o el monopolio creado por el proteccionismo. Comprando carbón o viajando en ferrocarril, paga el monopolio de las minas y de los ferrocarriles creados por el Estado en favor de los capitalistas poseedores de minas y de líneas férreas, siendo siempre él quien paga toda la retahíla de impuestos que el Estado, la provincia, y la comuna descuentan sobre la tierra y sus productos, la materia bruta, la manufacturada, la renta del patrón, el privilegio de la instrucción, es decir, todo cuanto la comuna, la provincia y el Estado ven llegar dentro de sus arcas por conductos diversos».[311]
Es claro, pues, que el obrero está obligado a dar al Estado moderno mucho más trabajo que el que el siervo daba, en el antiguo régimen, a su señor. Más todavía: «el impuesto da a los gobernantes el medio de hacer más intensa la explotación, de mantener al pueblo en la miseria y de crear legalmente ─sin hablar del robo o de los Panamás─ las inmensas fortunas que nunca el capital por sí solo hubiera podido acumular».[312]
El Estado, por medio del impuesto, enriquece a las clases privilegiadas y empobrecer totalmente a los trabajadores. Un ligero aumento en un impuesto a los pequeños agricultores es capaz, por ejemplo, de arruinar a millares de ellos, al mismo tiempo que beneficia enormemente a los industriales, a quienes provee de mano de obra barata: «Esta proletarización de los más débiles por parte del Estado, por los gobernantes, se hace continuamente, de año en año, sin provocar la gritería de nadie, a excepción de los arruinados, cuya protesta no llega nunca a oídos del gran público. Esto lo hemos visto en Rusia durante los últimos cuarenta años, y sobre todo en Rusia central, en donde el sueño de los grandes industriales, de crear un proletariado, hace realizado silenciosamente mediante el impuesto».[313]
Lo que difícilmente se atreve a hacer de un modo directo el gobernante o el legislador lo hace subrepticiamente el impuesto. La ruina y expropiación de los pequeños propietarios rurales, que en Inglaterra se inició durante el siglo XVII, y que Marx llamó ─recuerda Kropotkin─ «acumulación capitalista primitiva», prosigue hasta el presente, mediante el impuesto, cuya potencia fue señalada ya por Adam Smith (Cfr.The Nature and Causes of the Wealth of Nations, Works, Aalen, 1963, IV, págs. 255-394).
Los economistas insisten en hablar de las leyes inmanentes que hacen crecer al capital. Kropotkin, oponiéndose a ellos, hace notar que la fuerza del capital se paralizaría si no tuviera a su servicio al Estado, que por una parte, crea de conjunto nuevos monopolios, y por otra, arruina a los trabajadores al par que amasa grandes fortunas mediante el impuesto.
Entre capitalismo y Estado moderno establece así, Kropotkin una relación de causación recíproca: el capitalismo contribuye a la creación del Estado moderno, y éste, a su vez, contribuye al surgimiento y al desarrollo del capitalismo.[314]
Otra de las armas que el Estado utiliza en provecho de las clases privilegiadas y en detrimento de los trabajadores es la creación de monopolios.[315] Kropotkin estudia, en especial, basándose en las obras de H. Levy, Monopoly and Competition (Londres, 1911), G. Unwin, Industrial Organization (Oxford, 1904), H. Price, English Patents of Monopolies (Boston, 1906) y W. Cunningham, The Growth of English Industry, el origin y el desarrollo de los monopolios en Inglaterra, desde fines del siglo XVI (es decir, desde la formación del Estado nacional) hasta el siglo XIX, haciendo notar la relación entre monopolismo y colonialismo en la política del Estado inglés.[316]
Investiga después el carácter de los nuevos monopolios, surgidos al amparo de la ley, desde la primera mitad del siglo XIX, «nuevos monopolios ante los cuales los antiguos eran simples juegos de niños».[317]
La política imperialista (aun sin denominarla de este modo) y la explotación de los países de la periferia merecen también su atención: «Y que no se trate de justificar estos monopolios y estas concesiones, diciendo que de este modo pudo llegarse a ejecutar una cantidad de empresas útiles. Porque por cada millón de capital útilmente empleado en dichas empresas, los fundadores de las compañías hicieron figurar tres, cuatro, cinco y, algunas veces, hasta diez millones con los cuales se gravaban las deudas públicas. Y si no, acordémonos de Panamá, en donde se hundían los millones para poner a flote a las Compañías, y en donde sólo la décima parte del dinero entregado por los accionistas era destinado al trabajo de abrir el canal».[318] Y, citando la conocida obra de H. George, Progreso y Miseria, recuerda que éste es, en general el procedimiento de las grandes empresas de la época: «Allí, en donde realmente se ha gastado un dólar, se emiten obligaciones por dos, tres, cuatro, cinco y hasta diez dólares. Y sobre estas sumas ficticias se pagan los intereses y los dividendos». Pero recuerda también que esto no es sino un aspecto relativamente inocuo del arbitrario poder económico acumulado por las grandes compañías con la complicidad del Estado y del gobierno: «Cuando las grandes compañías llegan a formarse, su poder sobre el conjunto humano es tal, que sólo se le puede comparar con el de los bandidos que en los pasados tiempos eran dueños de las rutas e imponían un tributo sobre cada viajero, ya fuera peatón o jefe de caravana mercante. Y por cada multimillonario que surge con la ayuda del Estado, llueven muchísimos millones en sus ministerios».[319]
En realidad, todas las grandes fortunas de nuestra época, dice Kropotkin, «tienen su origen en los monopolios creados por el Estado». Y «si alguno hiciera un día el extracto de las riquezas que fueron acaparadas por los financieros y los manipuladores de negocios con ayuda de los privilegios y monopolios constituidos por el Estado, si alguien llegara a evaluar las riquezas que fueron así substraídas a la fortuna pública por todos los gobernantes ─parlamentarios, monárquicos y republicanos─ para darlas a los particulares, los trabajadores se sublevarían de indignación. Son cifras, sumas ignoradas, difícilmente concebibles para los que viven de su insignificante salario».[320]
El verdadero origen de los grandes capitales debe buscarse, pues, según Kropotkin, en la apropiación de las riquezas nacionales (y coloniales), lo cual comprende obviamente la apropiación de la fuerza de trabajo nacional (y colonial), por parte de la clase privilegiada, con la ayuda del Estado: «Cuando los economistas quieren hacernos creer que en el origen del capital se encuentran los pequeños ahorros de los patronos, acumulados sobre los beneficios de sus establecimientos industriales, o bien estos señores demuestran ser unos perfectos ignorantes o dicen a sabiendas lo que no es verdad. La rapiña, la apropiación, el pillaje con la ayuda del Estado, de las riquezas nacionales, he ahí la verdadera fuente de las fortunas inmensas acumuladas cada año por los señores y los burgueses».[321]Kropotkin, a diferencia de Marx, no considera el factor político-jurídico como subordinado al económico. El Estado no representa para él una mera superestructura que desaparecería al ser sustituida, gracias a la revolución, la estructura capitalista. Estado y Capital son, por el contrario, dos fuerzas interactuantes, que se condicionan, se crean y se alientan recíprocamente. Destruir el Capital sin destruir al mismo tiempo el Estado es tan ilusorio como lo contrario. Una revolución que pretendiera, pues, acabar con el régimen de la propiedad privada de la tierra y de los es más, valiéndose de él como principal instrumento de lucha contra el capitalismo y la burguesía, no tardaría en verse sorprendida por la presencia de una nueva clase dominante: «El Capital y el Estado son dos creaciones paralelas que serían imposibles la una sin la otra y que por esta razón deben ser siempre combatidas en conjunto, es decir, las dos a la vez».[322]
A decir verdad, el Estado nunca hubiera podido constituirse (ni en nuestra época ni en la Antigüedad) si no hubiera fomentado el desarrollo del capital inmueble y financiero, mediante la explotación de los pueblos pastores primero, de los agricultores después, y de los obreros industriales por último. Su espada protegió a quienes acaparaban la tierra o se procuraban ganancias con el pillaje y la explotación del trabajo ajeno. Obligó a quienes nada tenían a trabajar para quienes lo poseían todo y a través de tal tarea permanente se constituyó a sí mismo. Si es verdad, pues, que el capitalismo no hubiera llegado a ser lo que hoy es sin la colaboración asidua y ferviente del Estado, también lo que es éste no habría alcanzado la enorme fuerza que en nuestros días le permite controlar íntegramente la vida de cada individuo sin la ayuda del capital, que hizo posible la consolidación del poder real. Afirmar que el capitalismo data del siglo XV o XVI, como suelen hacer los autores marxistas y los economistas liberales, resulta para Kropotkin aceptable en la medida en que tal afirmación puede servir para subrayar la evolución paralela del capitalismo y del Estado. Pero en este caso ─convendría aclararse─ se trata del capitalismo «stricto sensu». En un sentido más amplio el capitalismo ha existido, para Kropotkin, donde quiera que hubo apropiación individual del suelo y desde el momento mismo en el que el comercio o trueque de los bienes salió de la esfera tribal y se estableció entre persona y persona.[323] La interdependencia del capitalismo y el Estado queda especialmente puesta en evidencia, según nuestro autor, en el colonialismo de su época. Lo que mueve principalmente a las potencias europeas a conquistar territorios en África y Asia es el deseo de proporcionar a los capitalistas mano de obra abundante y casi gratuita: «Y en estos países recientemente conquistados puede verse claramente cómo el Estado y el Capital se hallan íntimamente ligados, cómo uno produce al otro y cómo determinan ambos mutuamente su evolución paralela».[324]
En 1883, cuando Inglaterra, Alemania, Austria y Rumania se aliaron con Rusia, aprovechando el aislamiento de Francia y una guerra europea estuvo a punto de estallar, Kropotkin había revelado, en su célebre periódico Le Revolté, los verdaderos móviles de la rivalidad entre los Estados y de los conflictos bélicos. Se trataba de la rivalidad por la conquista de los mercados y por el reparto de las colonias. Motivos eminentemente económicos sustituyen hoy, en el mundo capitalista, las antiguas razones dinásticas, y el honor de los reyes se olvida en nombre de la integridad de la renta de Rothschild o de Schneider: «Todas las guerras habidas en Europa, desde hace ciento cincuenta años, fueron guerras hechas por intereses de comercio, por derechos de explotación».[325]
Con gran exactitud dentro de los límites de una exposición abreviada, hace Kropotkin la historia de los diversos imperialismos y de los conflictos que originaron. Muestra, por ejemplo, cómo el poderío naval inglés se constituyó hacia fines del siglo XVIII, después de aplastar a sus competidores, España y Holanda, y después de haber promovido contra Francia una serie de guerras terribles; cómo ésta, frustrada en sus proyectos colonialistas en Canadá y la India, pudo construir su imperio en África, sobre las espaldas de negros y árabes; cómo, en la segunda mitad del siglo XIX, Alemania, en ansiosa búsqueda de mercados para su creciente industria, declaró (1870) la guerra a Francia, que constituía su principal obstáculo, y levantó, a su vez, un imperio colonial; cómo, en fin, potencias cual Italia, Austria y Rusia, que entran en el camino de la industrialización, afirman ya su derecho colonialista en Asia y África.[326]
En realidad, todos los Estados, en la medida en que se industrializaban, se ven obligados por los empresarios y hasta por los mismos obreros a entrar en guerra para conquistar una pandilla. Más aún, en cada Estado hay al presente una pandilla, infinitamente más poderosa que los industriales, que lo impulsa de continuo hacia la guerra: son los representantes de las altas finanzas y de la banca. Prestan dinero al Estado y llegan a tomar en hipoteca las rentas de éste. De tal manera arruinaron a Egipto y lograron hacer de él una colonia inglesa, arruinaron a Turquía y la despojaron paulatinamente de sus provincias, arruinaron a Grecia y la empujaron a una guerra contra Turquía para apoderarse de una parte de sus rentas, explotaron a Japón durante sus guerras con China y Rusia, y hace ya mucho que ahogan a China y se reparten sus despojos. En cada Estado prestamista existe una organización integrada por banqueros, gobernantes y promotores de empresa, que Zola describe magistralmente en su novela L’Argent y cuyo fin es la mutua ayuda para la explotación de Estados enteros. Resulta ingenuo apelar hoy a cuestiones políticas u odios nacionales para explicar las guerras. En el fondo de todas ellas no hay sino razones de predominio económico, conjuraciones de los filibusteros de las finanzas, que explotan y utilizan, ciertamente en provecho y hasta los conflictos religiosos. Baste pensar en la conquista de Egipto y de Transvaal, en la anexión de Trípoli, en las matanzas de Manchuria, en el pillaje internacional de China, en las guerras del Japón: en todas partes está mezclada la banca. Y si hasta ahora (Kropotkin escribe en vísperas de la Primera Guerra Mundial) no ha estallado la guerra europea, es porque las altas finanzas no están todavía seguras del lado hacia el cual se inclinará la balanza de los millones en juego.[327] Nada le importan al banquero los cientos de miles de vidas humanas sacrificadas: lo que cuenta para él son las columnas de cifras. «¡Qué mundo más ignominioso podría develarse, ─exclama─ si alguno se tomará el trabajo de estudiar los entretelones de la alta finanza».[328] Pero la alta finanza es un producto del Estado; más aún, un atributo esencial del mismo. ¿Cómo es posible, entonces, ─se pregunta─ que muchos socialistas tengan la continua preocupación de no cercenar los poderes estatales, considerando que éstos se han de convertir en un instrumento de emancipación para las mases obreras?: «Que eso se afirme por necedad, por ignorancia o por bribonería es igualmente imperdonable en sujetos que se creen llamados a dispones de la suerte de las naciones».[329]
«El Estado, aceptado por los pueblos con la condición de ser defensor de los débiles contra los fuertes, se ha convertido hoy en fortaleza de los ricos contra los explotadores, del propietario contra el proletario», dice en Palabras de un rebelde. Por otra parte, con el directo apoyo de los Estado, se ha creado una industria bélica, cuyos intereses no cesan de conspiran en cada momento contra la paz de los pueblos.
Kropotkin alude a los explotadores que especulan con las guerras coloniales (los fabricantes ingleses que enviaron cañones y municiones a los boers, etc.) y también a los hechos acaecidos durante la reciente (1905) guerra ruso-japonesa, en la cual los ingleses aprovisionaban a los japoneses para que destruyeran el poderío naval insipiente de Rusia en el pacífico, mientras, por otro lado, vendían a alto precio grandes cantidades de carbón a Rusia, para que ésta pudiera enviar su flota de guerra a Oriente.[330] Pero añade que éstos no son sino acontecimientos aislados entre otros mil de la misma naturaleza que no llegamos a conocer porque los gobernantes y los burgueses son muy cuidadosos en guardar secretos. Sabemos, en realidad, que todos los Estado importantes han promovido la creación de grandes fábricas privadas de material bélico (desde cartuchos hasta a acorazados) y que han empleado grandes sumas para levantar y sostener sus propios talleres militares. Ahora bien, es evidente ─deduce─ Kropotkin que los capitalistas que han invertido su dinero en tales empresas tienen un interés directo en crear un clima bélico, en impulsar el armamentismo y en sembrar, si fuese indispensable, el pánico entre los pueblos. Esto es lo que efectivamente hacen, y cuando las expectativas bélicas disminuyen y los gobernantes (por lo demás accionistas de las grandes fábricas de armas, como Anzin, Krupp, Armstrong, etc.) se muestran remisos en agitar la fanfarria guerrera, se los obliga a ello con campañas chauvinistas promovidas por los periódicos. (Cfr. W. Manchester, The Arms of Krupp ─ London ─ 1969) La gran prensa, que Kropotkin califica directamente de «prostituta», prepara los ánimos para nuevas empresas bélicas, precipita los conflictos probables y obliga, por lo menos, a los gobiernos a duplicar o triplicar sus armamentos. Como ejemplo reciente, menciona lo sucedido en los diez años anteriores a la guerra con los boers, en los cuales la gran prensa y, sobre todo, su apéndice, la prensa ilustrada, prepararon sabiamente los espíritus, demostrando la necesidad del conflicto armado y despertaron el patriotismo del pueblo para la sangrienta aventura. Los usufructuarios de ese patriotismo, además de los fabricantes de armas, fueron los señores que intrigaban como Rhoden en África para apoderarse de los yacimientos auríferos de Transvaal y para obligar a los negros a trabajar en los mismos.[331] En términos generales, la prensa de nuestra civilización burguesa-estatal, lejos de ser expresión de la opinión pública, es manipuladora de la misma y responde a los interese de dos o tres grandes grupos financieros.
Kropotkin que, como vimos, durante la primera Guerra mundial, oponiéndose a la mayoría de los anarquistas y de los socialistas revolucionarios, tomó partido por los aliados contra los imperios centrales (como si no hubiera podido desprenderse de la vieja inquina eslava, y aun bakuninista, contra todo lo germánico), hace un análisis completo e implacable del fenómeno bélico y de sus consecuencias.
Pera señalar la magnitud de la matanza colectiva se refiere (recuérdese otra vez que escribe poco después de la guerra ruso-japonesa y poco antes de la guerra europea de 19140) a las batallas de Manchuria y al sitio de Port-Arthur. Las grandes batallas históricas, como Gravelotte, Potomack y Borodino, que duraron cada una tres días y arrojaron un saldo de cincuenta a ciento diez mil muertos y heridos por cada bando beligerante, fueron ─dice Kropotkin─ verdaderos juegos de niños comparadas con las guerras modernas: hoy las grandes batallas durante no tres sino siete (Liao-Yang) o diez días (Mukden) y las bajas llegan a ciento cincuenta mil por cada parte.[332]
He aquí cómo describe una de esas batallas: «Cuando el fuego de centenares de bocas de cañón se concentran en un cuadro de un kilómetro de lado, como se hace hoy, no quedan ni diez metros cuadrados de espacio sin recibir su correspondiente obús; ni una breña o un matorral que no hayan sido arrasados por los monstruos aullantes enviados de no se sabe dónde. La locura se apodera entonces de los soldados después de siete u ocho días de ese fuego terrible; y cuando las columnas de asalto ─después de ocho o diez asaltos rechazados, pero en los cuales ganaron cada vez algunos metros de terreno─ llegan al fin hasta las trincheras de los enemigos, iniciase entonces una lucha salvaje cuerpo a cuerpo. Después de haberse lanzado mutuamente granadas de mano y porciones de algodón de pólvora ─dos trozos de dicho algodón envueltos entre sí con hilo eran lanzados por los japoneses en forma de honda─ los soldados rusos y japoneses se revolcaban en el fondo de las trincheras de Port-Arthur como bestias feroces, estropeándose el cuerpo con la culata del fusil, con el cuchillo, cuando no se arrancaban la carne con los dientes».[333]
En una Europa que había vivido casi medio siglo de paz (desde la guerra franco-prusiana de 1870), Kropotkin tenía razón para decir que «los trabajadores occidentales no sospechan siquiera este horrible retorno a la más espantosa salvajada que representa la guerra moderna». Muy pronto lo aprendieron, sin embargo, en carne propia durante la Primera Guerra mundial y, luego, mucho más duramente todavía, durante la Segunda. Hoy, ante la perspectiva de un conflicto nuclear, ante la suicida carrera armamentista de grandes y pequeñas naciones, la guerra que Kropotkin describe y condena nos parece casi un juego de niños, pero ello no invalida por cierto sus análisis, que en gran parte siguen siendo actuales en nuestro mundo, más tecnificado y letal, pero también más estatal y más capitalista. El surgimiento de siempre nuevos y cada vez más feroces nacionalismo (que a veces van unidos a un presunto «socialismo nacional» o capitalismo de Estado) después de la Segunda Guerra Mundial no presagia, por cierto, un futuro de paz (Cfr. Glen St. J. Barclay, Nacionalismo del siglo XX ─ México ─ 1975 ─ pág. 99 sgs., 197 sgs.).
Pero la guerra ─continúa Kropotkin─ no significa sólo muerte y retorno a la barbarie; también presenta la destrucción en colosales proporciones del trabajo humano de decenas de años. Por otra parte, la necesidad de preparar material bélico y de acumular provisiones y pertrechos ocasiona en las industrias enormes trastornos económicos, que inciden particularmente sobre la clase obrera. Como reciente ejemplo, menciona lo que sucedía en Estados Unidos durante aquellos años de la inmediata pre-guerra: en previsión de un conflicto bélico entre los propios Estados Unidos y Japón se intensificó la extracción de mineral para fabricar acero, se amontonaron ingentes cantidades de trigo, carnes de conserva, pescado, legumbres, algodón, cueros, etc. Pero he aquí que de repente toda la producción se paralizó sin que nadie pudiera aducir una causa relacionada con las crisis anteriores. La verdadera causa era que la alta finanza se había convencido de que el Japón, arruinado por la guerra de Manchuria, no se atrevería a atacar a Estados Unidos, y ninguno de los Estados europeos se sentía tan seguro de la victoria como para entrar a la guerra. Inmediatamente se acabaron los créditos que alimentaban aquella superproducción. Fundiciones de acero, minas de cobre, altos hornos, astilleros, curtiembres, especuladores en artículos alimenticios, disminuyeron drásticamente sus operaciones, sus compras y sus demandas. Grandes fábricas y pequeños talleres cerraron sus puertas y millones de obreros quedaron en la calle, en la más espantosa miseria.[334] «¡Quién podrá contar nunca ─exclama Kropotkin─ los sufrimientos de millones de hombres, mujeres y niños, las vidas rotas que hubo durante la crisis en el instante mismo en que hacían fortunas inmensas en previsión de la carne despedazada y de las pilas de cadáveres humanos que debían amontonarse en las grandes batallas!». Y añade, a modo de conclusión: «He ahí lo que es la guerra; he ahí cómo el Estado enriquece a los ricos, mantiene a los pobres en la miseria y los vuelve años en año más esclavizados y a merced de los ricos».[335] De todo esto puede inferirse que toda la vida de nuestra sociedad civilizada depende, más que de los hechos del desarrollo económico en sí mismos, «de la manera cómo diversos medios privilegiados, más o menos favorecidos por los Estado, reaccionan sobre los hechos».[336] La que decide la política de los Estados modernos es, en el fondo, siempre la alta finanza; la aprobación o desaprobación de ésta hace y deshace ministerios en toda Europa y el argumento decisivo en cualquier determinación importante de orden interno o externo es la opinión del barón de Rothschild o del sindicato de los grandes banqueros de París, de Viena o de Londres. Resulta así que, si bien, por una parte, el estado de las fuerzas puestas en juego en un momento dado de la historia depende del desarrollo técnico y económico de las naciones, por otra, el uso que de dichas fuerzas se hace depende por completo de la mayor o menor servidumbre de las mismas con respecto a los gobiernos y a las formas estatales que las organizan: «Las fuerzas que habrían podido dar la armonía, el bienestar y el nuevo florecimiento de una civilización libertaria, si ellas hubieran tenido libre juego en la sociedad, una vez puestas dentro de los cuadros del Estado, es decir de una organización desarrollada especialmente para enriquecer a los ricos y para absorber todos los progresos en provecho de las clases privilegiadas, se convierten en un instrumento de presión, de privilegio y de guerras sin fin. Ellas aceleran el enriquecimiento de los privilegiados y aumentan la miseria y la servidumbre de los pobres».[337]
En términos generales puede decirse, pues, que para Kropotkin el fin constante y la misión esencial del Estado es someter la masa del pueblo a la minoría de los explotadores y otorgar a éstos, el derecho de explotación. Contra lo que afirman los juristas, jamás la legislación de los Estados se han propuesto asegurar a cada uno el producto de su trabajo, sino al revés, desposeer a la gran masa de los habitantes de una parte del producto de su trabajo en beneficio de un corto número de privilegiados. Mantener a las masas en un estado próximo a la miseria y entregarlas así al arbitrio de los poderosos: tal fue siempre la función del Estado, ya se trate de un Estado teocrático y oligárquico, ya de un Estado democrático. Mediante el impuesto, el monopolio y la guerra, el Estado, como hemos visto, asegura su propia existencia, al garantizar la explotación y la opresión de la mayoría laboriosa por parte de un núcleo de ociosos privilegiados: «en esta inveterada tendencia a enriquecer a ciertos grupos de ciudadanos a expensas del trabajo de la nación entera y de sus sacrificios reside la esencia misma de esta forma de organización política centralizada que lleva el nombre de Estado y que no tomó cuerpo en Europa entre las naciones que demolieron el Imperio Romano hasta después del período de las ciudades libres, es decir, en los siglos XVI y XVII».[338] Hay que advertir, ya que el propio Kropotkin lo hace, que al caracterizar así al Estado, se está refiriendo a los rasgos esenciales y, por tanto, permanentes del mismo, y no a los abusos de poder, es decir, a las arbitrariedades incesantes de los gobiernos contra sus súbditos o contra los pueblos conquistados, al latrocinio de los funcionarios, a las extorsiones ilegales cometidas por los agentes del poder, a los insultos y sufrimientos que prodigan a los gobernados, al odio que siembran y cultivan contra los extranjeros. A este respecto baste con recordar ─añade─ que poder y abuso de poder son inseparables. Pero, si nos limitamos a considerar la esencia misma del Estado, vemos que en el pasado no fue otra cosa más que un pacto de asistencia mutua entre el clérigo, el soldado y el señor para aprovecharse del trabajo de las masas; y en los tiempo modernos sólo ha cambiado por el hecho de que burgueses, comerciantes, industriales, prestamistas y funcionarios se acoplaron a la primitiva trinidad en la explotación del pueblo.[339]
En contradicción con cuanto afirman muchos historiadores liberales y aun socialistas, Kropotkin insiste en sostener que el Estado no despojó de sus tierras a los campesinos (desde fines del medioevo en adelante) para beneficiar a la nación sino para otorgarlas a los acaparadores y para poner, al mismo tiempo, un vasto proletario hambriento a disposición de los industriales y de los financieros. Después, cuando esas masas explotadas intentaron sacudir el yugo, los Estados «civilizados» emprendieron, en beneficio de sus clases privilegiadas (ya que sus propias masas trabajadoras no ganaban nada con ello) la conquista de territorios coloniales, y llegaron a constituirse «en amos y explotadores de vastas poblaciones, además de conservar el dominio sobre sus queridos compatriotas». Pero Kropotkin no se contenta con señalar el fenómeno del colonialismo como servicio del Estado moderno a sus propias clases dominantes. Advierte también que en la explotación de las masas coloniales intervienen y participan, sacando provecho. Más aún, condena y denuncia la actitud de los trabajadores europeos que, dejándose engañar por las promesas de fácil rapiña de sus amos, se hicieron cómplices de la burguesía y del Estado, al solicitar la protección aduanera contra la concurrencia de la producción extranjera y, sobre todo, al mostrarse prontos para precipitarse sobre sus vecinos, disputándoles su afán de lucro, en una empresa criminal a beneficio de sus compatriotas explotadores, en lugar de rebelarse contra ellos y contra su todopoderoso instrumento, el Estado.[340]
He aquí una de las causas de la impopularidad de Kropotkin en nuestros días: por una parte condena el imperialismo y el colonialismo; por otra, sin embargo, considera aberrante toda participación obrera en una política nacionalista. Capital y Estado contra clase trabajadora; estos son, para él, los verdaderos términos del ineludible conflicto. Cualquier intento de complicar la formula, mediante distinciones tales como las hay usuales entre países del centro y de la periferia, desarrollados y subdesarrollados, le parece una inconsecuencia y una traición. Cualquier intento de justificar el papel de la burguesía nacional y del ejército como factores revolucionarios le parece simplemente una aberración.
A la pregunta: «¿Puede el estado ser un instrumento de emancipación de los trabajadores?», responde con un «no» rotundo.
Cuando los marxistas proponen abolir primero las clases sociales para remitir después al Estado al museo de antigüedades; están invirtiendo el orden lógico e histórico de la acción. ¿Cómo puede hablarse ─pregunta─ de abolir las clases sin tocar la institución gracias a la cual las clases surgieron y se conservan como tales?[341]
Los marxistas proponen tomar el poder y hacerse cargo del Estado para realizar después, a través de éste, la revolución social. Kropotkin les pregunta: «El Estado, que fue elaborado en la historia de las civilizaciones para dar un carácter legal a la explotación de las masas por las clases privilegiadas ¿puede ser el instrumento de su liberación?».[342]
En lugar de trabajar para tomar el poder, hay que hacerlo inútil; en lugar de usar al Estado, hay que sustituirlo. ¿Acaso ─vuelve a pregunta─ «no se diseñan ya, en la evolución de las sociedades modernas, otras agrupaciones que el Estado, agrupaciones que pueden aportar a la sociedad la coordinación, la armonía en los esfuerzos individuales, y convertirse en el instrumento de emancipación de las masas, sin necesidad de recurrir a la sumisión de todos en aras de la jerarquía piramidal del Estado?[343]». Estas instituciones son, para él, las comunas, los sindicaros de industria y de oficio, las agrupaciones locales y distritales que precedieron la formación del Estado en las ciudades libres, las mil asociaciones que surgen en la sociedad moderna para satisfacer necesidades diversas. El principio federativo, que origina y lleva acabo tantas asociaciones en nuestros días, ofrece, según él, en todo caso, posibilidades mucho más prometedoras para la liberación humana que el principio centralistas, al cual obedece la mentalidad estatista del marxismo.
Es claro que tampoco esas ideas pueden resultar muy gratas a una sociedad como la nuestra, que revela a diario un desesperado culto al poder, y en la cual el poder, pese a todas las racionalizaciones, constituye un fin absoluto. La idea de disolver el Estado y de liquidar el gobierno les parecería absurda a los generales del Pentágono y a los inefables dictadores latinoamericanos, pero, significativamente, con ellos estarán de acuerdo casi todos los «revolucionarios» de nuestra América.
Cuando Kropotkin propone, por lo demás, sustituir el Estado por las comunas y las sociedades locales, no pretende expresar simplemente un ideal: fundamenta su propuesta en una serie de hechos históricos. Estos hechos, que la historia oficial y académica ignora o minimiza, revelan que toda verdadera revolución social implica la creación de nuevas formas de organización política. Así sucedió en la revolución de los siglos XI y XII, en la cual la abolición de la servidumbre y el advenimiento de una nueva clase social sólo se realizó a través del surgimiento de las ciudades libres, de las parroquias y de las guildas: «Los ciudadanos de las ciudades manumitidas procuraron, desde el primer día, crear, por medio de sus conjuraciones, es decir, por el juramento mutuo, nuevas instituciones dentro del perímetro de su ciudad. Fue la parroquia, reconocida como unidad independiente, soberana; a la calle, al distrito, a la sección ─federación de calles─ y por otro lado a la guilda, también independiente; a las artes organizadas y soberanas ─teniendo, por consecuencia cada una su justicia, su bandera y su familia─ y, en fin, al forum, a la asamblea popular, representante de la federación de las parroquias y de las guildas, a quines confiaron la organización de los diversos elementos de la ciudad. Toda una serie de instituciones, absolutamente contrarias al espíritu del Estado romano y del Estado teocrático de Oriente, fueron de este modo desarrolladas en el transcurso de los tres o cuatro siglos subsiguientes».[344]
Como consecuencia de las invasiones (mongólica, turca, etc.) y de la decadencia interna de las comunas (de cuyas causas hablamos en capítulo anterior) se estableció en Europa, durante los siglos XVI-XVIII, el Estado militar y monárquico. Al cabo de dos siglos, la burguesía mercantil e industrial llegó a comprender que con este régimen no podría nunca alcanzar su pleno desarrollo económico, técnico e intelectual. En Inglaterra en 1648 y en Francia en 1789 trató primero de anular la realeza y de transferir el poder de manos de los nobles y el clero a las del tercer Estado; más tarde, se dio cuenta de que era necesario demoler todo el antiguo régimen y cambiar enteramente las estructuras de la sociedad, y para ello no dudó en desencadenar las pasiones de los miserables contra la aristocracia y los sacerdotes, a fin de despojar a éstos de sus propiedades. Sin embargo, la burguesía de ninguna manera deseaba la destrucción del Estado y de las instituciones que habían de permitirle el acceso al poder. Se convirtió, sobre las espaldas del pueblo, en heredera de los privilegios y del poder de la nobleza y transformó el Estado absolutista en Estado constitucional. Solamente el pueblo (o sea parte del pueblo que Desmoulins consideraba como «más allá de Marat») pretendió la liberación completa sin opresión de nadie y, por eso, sólo el pueblo decidió la sustitución del Estado mismo por otra forma de organización diferente, que era la comuna. Puesto que la Asamblea Nacional, integrada en su mayoría por burgueses opuestos a todo cambio profundo y estructural, no podía ni quería llevar la revolución más adelante, fueron las comunas populares las que lo hicieron. En 1789 se llevó a cabo, como lo mostraron Michelet y Aulard (y el mismo Kropotkin, en su obra histórica La gran Revolución) una revolución municipal. Fueron las municipalidades o comunas las que abolieron de hecho los derechos feudales; fueron ellas las que proclamaron la confiscación de los bienes del clero y de la nobleza y efectuaron el traspaso revolucionario de las fortunas; fueron ellas, en fin, las que, al margen del Estado y de la Asamblea Nacional, organizaron la defensa del territorio contra las tropas extranjeras llamadas por la nobleza para sofocar la revolución.[345]
Esta acción directa del pueblo, a través de las comunas y de las elecciones, que tan bien ha sido estudiada en nuestros días por Guerin, promovió el enrolamiento voluntario, aseguró el aprovisionamiento de armas, de municiones, de alimentos y de vestidos para la tropa, ilustró a los soldados, revelándoles los progresos de la Revolución y las intrigas de la Contra-Revolución y, sobre todo, les inspiró el fuego sin el cual no se logra lo imposible ni se alcanza la victoria: «fueron las secciones y las comunas quines cumplieron toda esta inmensa labor. Los historiadores estatales pueden ignorarlo; pero el pueblo francés los recuerda perfectamente y es él quien nos la ha enseñado».
Si se admite, pues, la idea de que para poder acabar con las formas capitalistas de la producción y el consumo es preciso acabar con las formas políticas actuales, se verá en seguida, dice Kropotkin, cuan equivocados están aquellos socialistas que pretenden reforzar al Estado, y hacer de él un súper-capitalista, esperando prepara de ese manera el advenimiento del colectivismo: «Esperar que este mecanismo de opresión así reforzado se vuelva un instrumento de revolución ¿no es desconocer lo que la historia nos enseña sobre el espíritu rutinario de toda burocracia y sobre el poder de resistencia de las instituciones?».[346] Es interesante hacer notar que lo que Kropotkin reprocha a los partidarios del estatismo y concretamente a los socialistas científicos es el carácter utópico de su concepción del Estado. «Al referirnos a estas cuestiones no debemos hablar de un Estado imaginario en el cual un gobierno compuesto de ángeles, descendiendo del cielo para las necesidades de la discusión, será el enemigo de los poderes con los cuales se lo había armado. Construir utopías de esta clase es llevar a la revolución contra el escollo de los fracasos».[347]
Es cierto que Kropotkin se refiere en estas líneas al fortalecimiento del Estado burgués, pero es también indudable que la cosa no cambiaría para él si se tratara del Estado surgido de una revolución socialista. La utopía consiste, para él, en definitiva, en la idea misma del Estado socialista.
En efecto, todo Estado implica un gobierno central. Pero es inherente a todo gobierno de este tipo, es decir, a todo gobierno propiamente dicho, la necesidad de fortalecerse, de expandirse y de perpetuarse, cosa que no puede hacer sino a expensas de sus propios súbditos. Más aún, es esencial a todo Estado el crear clases privilegiadas en detrimento de la mayoría.
Hablar de un Estado socialista parece entonces, más que una utopía, una «contradictio in terminis» una desoladora falta de imaginación. Quines lo propician ─dice Kropotkin─ «ni siquiera se han tomado la pena de discutir ─como me lo pidieron un día a mí los cooperativistas ingleses─ si no habría medio de entregar los ferrocarriles directamente a las uniones del transporte, para manumitir a dicha empresa del yugo capitalista, en vez de crear el capitalismo-Estado, más peligroso aún que las compañías burguesas». No son capaces de entrever otro camino más que el capitalismo privado y el capitalismo estatal. En realidad, estos intelectuales estatólatras «no aprendieron otra cosa en la escuela que la fe en un Estado salvador, el Estado omnipotente».[348]
Desgraciadamente, esta mentalidad estatista se difunde hoy ─dice Kropotkin en vísperas de la guerra de 1914─ no sólo entre los burgueses sino también entre los obreros. Y lejos de limitar la explotación del trabajo, ésta se coloca bajo la permanente tutela de la ley; se convierte en una institución, como el Estado mismo, y pasa a formar parte de la Constitución. Se consagra así legalmente «el deber se ser explotado». «He ahí ─concluye─ hacia donde marchamos con esta idea del Estado capitalista».[349]
Kropotkin, que vivió en Rusia los primeros años del Estado soviético, pudo son duda verificar cómo sus previsiones se cumplían. Hoy no son pocos los marxistas (y entre ellos debemos contra a Fromm y a Mondolfo) que consideran el régimen soviético como un capitalismo de Estado. Más aún, entre los filósofos del grupo yugoeslavo «praxis» se ha sostenido la tesis (Cfr. Stojanovich, Crítica del socialismo de Estado) de que en la Rusia stalinista ni siquiera puede decirse que impera un «capitalismo de Estado», sino lo que más directamente se suele denominar un «estatismo», degeneración clasista y burocrática del socialismo de Estado (primera etapa, por lo demás necesaria, de la revolución). (Crf. H. Marcusa. Soviet Marxism ─ 1971 ─ págs. 86-100).
El Estado no es, pues, para Kropotkin, como enseña la ciencia universitaria, una administración organizada para establecer la armonía en la sociedad. Es, más bien, «una organización elaborada y perfeccionada lentamente en el transcurso de tres siglos para mantener los derechos adquiridos por ciertas clases, aprovechándose del trabajo de las masas laboriosas, para extender sus derechos y crear nuevos que traigan por consecuencia la enfeudación de los ciudadanos empobrecidos por la legislación, hecha a favor de determinados grupos llenos de favores por parte de la jerarquía gubernamental». Todo lo demás son vanas palabras que se repiten, porque el Estado mismo está interesado en ello o por inercia y pereza mental.[350]
Pero ya es tiempo ─añade─ de someter a crítica dichas palabras y de preguntarse de dónde viene esa pasión de los radicales del siglo XIX y de sus continuadores socialistas por el Estado omnipotente. Se trata, para Kropotkin, de un mito fabricado por los historiadores burgueses de la Revolución francesa (con excepción de Michelet). Según ese mito, que hay que poner ya en su sitio (junto a otros mitos eclesiásticos y estatales), al Club de los jacobinos se le atribuye toda la gloria de los grandes principios revolucionarios y de las terribles luchas contra la monarquía. Pero la verdad es ─y Kropotkin lo explica así en su gran obra histórica sobre la Revolución Francesa─ que el Club de los jacobinos ni fue el club del pueblo, sino el de la burguesía que llegó al poder y a la fortuna, aprovechándose de la Revolución. Nunca estuvo a la vanguardia de ésta, sino que se limitó a canalizar las olas amenazantes, haciéndolas entrar en los cuadros del Estado y amortiguando todos los elementos audaces que iban más allá de las miras de la burguesía. De él salieron los funcionarios que el gobierno necesitaba; él fue «el refugió de la burguesía llegada al poder, contra las tendencia igualitarias del pueblo»; él fue quien impidió al pueblo marchar por el camino del comunismo. Su ideal estaba bien definido: el del Estado omnipotente, que no podía tolerar en su seno ningún poder local ni profesional, ninguna voluntad sino la de los mismos jacobinos de la Convección. Esto trajo como necesaria consecuencia la dictadura del Comité de Seguridad; más tarde, la del Consulado y, finalmente, el Imperio. He aquí por qué combatieron los jacobinos las comunas y, sobre todo, la Comuna de París.[351]
«El estado soy yo» de Luís XIV ─dice Kropotkin─ no fue más que un juego de niños comparado con «Estado somos nosotros» de los jacobinos. Aquello fue la absorción de toda la vida nacional concentrada en una pirámide de funcionarios que sólo debía servir para enriquecer a una cierta clase de ciudadanos y mantener al mismo tiempo al resto, es decir, a la nación, salvo los privilegios, en la pobreza.[352]
¿Cómo se explica, entonces, el Jacobinismo de los socialistas estatales del siglo XIX? Se explica ─sostiene Kropotkin─ porque todos ellos (Blanc, Cabet, Lasalle, los marxistas) parten de Babeuf, el cual, como descendiente directo de los jacobinos, había llegado a la conclusión de que un solo individuo, un dictador, «con tal de que tuviera la fuerza de voluntad para salvar al mundo», podía implantar el comunismo. Esta es la idea, transmitida en las sociedades secretas del siglo XIX, que permitió a los socialistas trabajar hasta hoy por la creación de un Estado omnipotente. Tal creencia mesiánica persistió sordamente a todo lo largo del siglo y prueba de ello son la fe en el cesarismo de Napoleón III y la presencia de Lasalle, después de una conversación con Bismarck, en la introducción del socialismo en Alemania por obra de una dinastía real.
He aquí las contradicciones del socialismo estatal: «Si los representantes de una doctrina piden de una parte la manumisión del trabajo de la explotación burguesa, y si por otro lado trabajan para reforzar el Estado, que es el verdadero creador y defensor de la burguesía, es porque poseen evidentemente la fe de encontrar un día su Napoleón, su Bismarck o su Lord Beaconsfield, que utilizará la fuerza unificada del Estado para hacerla en sentido contrario de su misión, de todo su mecanismo y de todas sus tradiciones».[353]
En definitiva, el socialismo estatal desemboca siempre, para Kropotkin, en un mesianismo (que casi podría llamarse «bonapartismo») y en una servidumbre voluntaria que, al mismo tiempo que hace imposible toda verdadera igualación, obliga por principio a renuncia a toda verdadera individualización.
Resulta fácil comprender, como dice R. Tucker, «que un acontecimiento histórico como la Revolución francesa, que tuvo una influencia tan poderosa sobre la formación de la sociedad europea, tenía que producir en el celo investigador de Kropotkin la atracción más persistente».
«Desde su niñez, desde los días de su tutor M. Poulain, la revolución francesa fascinó la mente de Kropotkin» (Woodcock y Avakumovic, op. cit., pág. 339). Durante casi tres décadas se dedicó a estudiar los orígenes populares de la misma, las insurrecciones campesinas de 1789, las luchas contra los derechos feudales, etc., y poco después de llegar a Inglaterra, en 1886, concibió y planeó una extensa obra que había de titular La gran revolución francesa.
Las fuentes de la misma, según explica el propio autor, son los libros y folletos, muy numerosos por cierto, que sobre el tema se encuentran en el British Museum. El material manuscrito, inédito o cuasi inédito, de los Archivos Nacionales de Francia no pudo ser utilizado.
El punto de partida historiográfico parecen ser Michelet y los primeros historiadores de la Revolución, pero Kropotkin tiene también presentes las últimas investigaciones de la escuela histórica, representada por Aulard y la Sociedad de la Revolución francesa, y, sobre todo, la extensa obra de Luis Blanc. Tampoco deja de tener muy en cuenta la interpretación socialista que hace Jaurès de la Revolución.
Este libro que, como hacen notar Woodcock y Avakumovic (op. cit., pág. 306), es el único de Kropotkin que no apareció en su mayor parte en forma de ensayos o artículos periodísticos, fue publicado en francés e inglés en 1909. Gustav Landauer lo tradujo pronto al alemán; A. Jense, al sueco; Benito Mussolini, al italiano; y Anselmo Lorenzo, al español. El mismo se diferencia profundamente de las demás historias de la revolución francesa de la época: 1º) por dar a los hechos económicos y sociales más importancia que a los hechos políticos y militares, 2º) por poner de relieve el papel de las masas populares en la gestión y desarrollo de la revolución, frente a quienes consideran a la burguesía intelectual como único protagonista de la misma, y 3º) por señalar el carácter espontáneo o, a lo menos, no dirigido desde arriba, de la acción popular revolucionaria.
Por otra parte, la relación de las «res gestae» y la investigación de las causas próximas dan pie a generalizaciones filosófico-sociales, y la historia de la revolución social se eleva al plano de una teoría de la revolución. Se tiende a señalar el origen, la naturaleza, las causas, el curso o los fines de todos los cambios radicales y subitáneos de una determinada estructura socio-política.
Para que se produzca una verdadera revolución no basta un movimiento de ideas críticas y renovadoras ni tampoco una serie de motines populares: es preciso que la acción insurreccional coincida con el pensamiento revolucionario. Esto sucedió en la Inglaterra de 1648-1688 y en la Francia de 1789-1793.
Resulta, sin embargo, que de las dos corrientes que hicieron la Revolución francesa, «la del pensamiento es conocida, pero la otra, la acción popular, ni siquiera ha sido bosquejada».[354] Y Kropotkin se considera en la obligación, como descendiente espiritual de aquellos a quienes se llamó durante la Revolución «anarquistas», de estudiar dicha acción popular y de trazar su trayectoria esencial.
La burguesía ─apunta─ tenía ideas muy claras y un plan bien definido: aspiraba a la formación de un Estado centralizado, a la liquidación del poder feudal y de las autonomías locales, a una monarquía constitucional de estilo inglés, con un rey estrechamente vigilado por el Parlamento (donde estarían representados los propietarios), a la libertad de industria y de comercio, lo cual significaba «libertad entera de las transacciones para los patronos y estricta prohibición de coaliciones entre trabajadores».[355]
Por otra parte, Kropotkin se enfrenta al problema (ya planteado antes por varios historiadores, como Jaurès y Luis Blanc) de los elementos socialistas de la Revolución francesa. No sin razón señala que ideas tales como la propiedad común de la tierra y el comunismo encontraron ardientes defensores entre los enciclopedistas y los escritores populares de la época, como Mably, D’Argenson, etc. Pero al mismo tiempo no deja de recordar que la acción de las masas se expresaba por lo general en simples negociaciones, que «mientras en la burguesía las ideas de emancipación se traducían por un programa completo de organización política y económica, no se presentaban al pueblo más que bajo la forma de vagas aspiraciones las ideas de emancipación y de reorganización económicas, y frecuentemente no eran más que simples negaciones».[356] De este modo, mientras la burguesía se enriquecía con los bienes de los aristócratas y del clero, el pueblo veía fracasar todos los proyectos de ley agraria, y mientras aquélla constituía su Estado centralizado y parlamentario, a éste se le frustraban las aspiraciones comunales y federales.
Sin embargo, aunque el pueblo carecía de ideas claras respecto a lo que debía hacer, sabía muy bien lo que debía destruir. Sus negaciones eran, en todo caso, muy claras: «Ante todo, el odio del pobre contra la aristocracia ociosa, holgazana, perversa, que lo dominaba, cuando la miseria negra reinaba en los campos y en los sombríos callejones de las grandes ciudades. Después, el odio al clero, el cual pertenecía por sus simpatías más a la aristocracia que al pueblo al que debía la vida. El odio a todas las instituciones del antiguo régimen, que hacían la pobreza mucho más pesada, puesto que negaban al pobre los derechos humanos. El odio al régimen feudal y a sus censos, que reducía al labrador a un estado de servidumbre respecto del propietario territorial, cuando la servidumbre personal había sido abolida. Y, por último, la desesperación del campesino, cuando en aquellos años de escasez veía la tierra que permanecía inculta en poder del señor o sirviendo de recreo a los nobles cuando el hambre reinaba en las villas y en las aldeas».[357] Sin este odio y sin la consecuente prontitud del pueblo para marchar contra la monarquía y el feudalismo, jamás la burguesía hubiera podido derribar el antiguo régimen. Sin embargo, «a esa fuente siempre viva de la Revolución, al pueblo, siempre dispuesto a tomar las armas, los historiadores de la Revolución no han hecho todavía la justicia que le debe la historia de la civilización».[358]
Y ésta es precisamente una de las tareas principales que Kropotkin asigna a su obra historiográfica: revelar el papel protagónico del pueblo de París y de los campesinos pobres en todo lo que hubo de social y políticamente trascendente en la gesta revolucionaria.
Por una parte, después de haber señalado las terribles condiciones de vida del pueblo antes de la Revolución, subraya la importancia de los motines populares durante el reinado de Luis XVI, de la sublevación campesina en los primeros meses de 1789 y de los movimientos insurreccionales en París y en sus inmediaciones; por otra, hace notar la timidez, «la carencia de protestas serias, de afirmación del individuo; hasta el servilismo de la burguesía»[359], y, sobre todo, lo que considera el defecto capital de la representación nacional en los Estados generales, a saber, la ausencia del pueblo urbano y rural, la pretensión de la burguesía de hablar en nombre de las masas populares y, al mismo tiempo, su incapacidad para plantear los problemas fundamentales, tales como el de dar la tierra al campesino. Sólo la presión hizo que saliera algo positivo de la Asamblea del Tercer Estado: «Sin esa presión del pueblo sobre la Asamblea, es muy probable que los valerosos diputados del Tercer Estado, de quienes la historia conserva el recuerdo, jamás hubieran podido vencer las resistencias de los tímidos».[360] Contra la versión oficial sobre los preparativos del golpe de Estado del 14 de julio y la toma dela Bastilla, Kropotkin de propone decir «lo que ha de decirse sobre el verdadero carácter del pueblo en la insurrección», y «sobre las verdaderas relaciones entre los dos elementos del movimiento: el pueblo y la burguesía». En esos días, como en todo el decurso de la Revolución, hubo ─dice Kropotkin─ «dos corrientes separadas de origen diverso: el movimiento político de la burguesía y el movimiento popular». Las relaciones entre esas dos corrientes pueden explicar toda la evolución del proceso revolucionario, así como explican, en particular, los sucesos del 14 de julio: «Ambos se daban la mano en ciertos momentos, en las grandes jornadas de la Revolución, por una alianza temporal, y obteniendo las grandes victorias sobre el antiguo régimen. Pero la burguesía desconfiaba siempre de su aliado del día, el pueblo. Así se caracteriza lo ocurrido en julio de 1789. La alianza fue concluida sin buena voluntad por la burguesía, y por lo mismo ésta se apresuró desde el día 15 y aun durante el movimiento, a organizarse para sujetar al pueblo rebelde».[361]
La burguesía, en su lucha contra la realeza y la aristocracia feudal, se apoyó en el pueblo; más aún, lo utilizó, pero nunca dejó de desconfiar de él y, en el fondo, siempre prefirió una moderada monarquía, según el estilo del constitucionalismo inglés, antes que una verdadera democracia.[362] Frente a los campesinos, que ya en 1789 exigen la supresión de los derechos feudales, la burguesía adopta una actitud negativa. «Si había en la Asamblea cierto número de hombres que comprendían que el levantamiento de los campesinos representaba en aquel momento una fuerza revolucionaria, la masa de los burgueses en provincias no vio en ella más que un peligro contra lo que era preciso armarse. Lo que entonces se llamó “el gran miedo” sobrecogió, en efecto, a muchas ciudades en la región de las sublevaciones. En Troyes, por ejemplo, entraron unos campesinos armados de hoces y de garrotes dispuestos probablemente a saquear las casas de los logreros, y la burguesía ─«todo lo que hay de honrado en la burguesía” (Monitor I, 378)─ se armó contra los bandidos y los rechazó. El mismo hecho se produjo en muchas otras ciudades; el pánico se apoderó de los burgueses y se esperaba a los “bandidos”. Se había visto “seis mil” avanzando para saquear todo, y la burguesía se apoderaba de las armas existentes en el Hotel de Ville o en las armerías, y organizaba sus guardia nacional, temiendo mucho que los pobres de la ciudad, haciendo causa común con los “bandidos”, atacasen a los ricos».[363] Este aspecto de la lucha de clases entre la burguesía, dispuesta a enriquecerse con la compra de las tierra de la iglesia y de los aristócratas emigrados, y el pueblo de las ciudades y del campo, que Kropotkin, como antes Jaurés, hace resaltar de continuo, fue ignorado o preterido por los historiadores liberales, quienes poco o nada dicen, por ejemplo, de las milicias organizadas por la burguesía para exterminar a los campesinos rebeldes y de las draconianas medidas que los representantes burgueses votaron en la Asamblea contra los mismos.[364]
La Revolución francesa tuvo, para kropotkin, un alcance mucho más profundo y universal que la inglesa (1648-1657). Esta última se limitó a asegurar los derechos individuales en materia económica y religiosa. Aquélla, en cambio, no sólo proclamó la libertad sino que plantó «los primeros jalones de un régimen igualitario», desarrolló el espíritu republicano y llegó hasta «proclamar los grandes principios del comunismo agrario, que veremos surgir en 1793».[365]
La Revolución inglesa constituyó el poder político de la burguesía y le proporcionó a ésta una era de prosperidad mercantil e industrial, pero todo ello a condición de compartir poder y prosperidad con la nobleza. Esta era el modelo que tenía delante de su la alta burguesía francesa. Pero en Francia ─y ésta es una de las tesis historiográficas capitales en Kropotkin─ el movimiento revolucionario no se limitó a la postulación de la libertad religiosa o de la libertad industrial y comercial para el individuo o a la constitución de la autonomía municipal en manos de algunos burgueses, sino que «fue sobre todo un levantamiento de los campesinos: un movimiento del pueblo para entrar en posesión de la tierra y librarla de las obligaciones feudales que pesaban sobre ella; y aunque había en esto un poderoso elemento individualista ─el deseo de poseer la tierra individualmente─ había también el elemento comunista: el derecho de toda nación a la atierra, derecho que veremos proclamar altamente por los pobres en 1793».[366]
La contradicción profunda que, en el seno del movimiento revolucionario, existió en todo momento se cifra, para Kropotkin, en la interpretación del concepto igualdad. La burguesía entendía por «igualdad» la igualdad ante la ley, la igualdad jurídica. Pero ésta era una igualdad abstracta y formal, que no podía satisfacer al pueblo, el cual exigía la igualdad social y económica, una igualdad concreta, que incluyera la propiedad común de la tierra o, por lo menos, la nivelación de las fortunas.
Los representantes de la aristocracia, presionados por el pueblo, consistieron, en el seno de la Asamblea (4 de agosto), en la supresión de los derechos feudales. Pero esta medida, importantísima en sí misma, resultaba inmediatamente minimizada por los mismos nobles y por los burgueses, que en muchos casos tenían propiedades con títulos. Para los burgueses, no menos que para los aristócratas, «toda propiedad es sagrada» y, por eso, los derechos feudales deben ser rescatados por los vasallos.[367] De tal manera, se perpetúa de hecho la servidumbre, aun cuando en principio, jurídicamente, se la suprimía.[368] Cuando, pocos días después de la toma de la Bastilla, la Asamblea nacional se disponía a discutir una «Declaración de los Derecho del Hombre y del Ciudadano», se pretendió establecer «una previsión del porvenir que se aspiraba a conquistar; y bajo la forma solemne de una declaración de derechos, hecha por todo un pueblo, esta previsión tendría la significación de un juramento nacional[369]». El modelo que se tenía ante los ojos era la «Declaración de independencia» de los Estado Unidos, ya por entonces célebre como profesión de fe democrática. «Desgraciadamente se imitaron también sus defectos; es decir, como los constituyentes americanos reunidos en el Congreso de Filadelfia, la Asamblea Nacional separó de su declaración toda alusión a las relaciones económicas entre ciudadanos, y se limitó a afirmar la igualdad de todos ante la ley, el derecho de la nación a darse el gobierno que quiera y las libertades constitucionales del individuo, En cuanto a la propiedad, la Declaración se apresuraba a afirmar sus carácter “inviolable y sagrado”, y añadía que “nadie puede ser privado de ella, sino no es cuando la necesidad pública, legalmente comprobada, lo exige evidentemente, y bajo la condición de una justa y previa indemnización”. De ese modo se repudiaba abiertamente el derecho de los campesinos a la tierra de origen feudal».[370]
En la «Declaración de los Derechos del Hombre», la Asamblea consagró enfáticamente la igualdad civil y jurídica, esto es, la igualdad ante la ley, lo cual no es, por cierto, una conquista desdeñable, para Kropotkin. Sin embargo, al eludir por completo toda afirmación de la igualdad económica (es decir, de la igualdad de hecho), no sólo dejó truncada tal «declaración», sino que también tornó ridículamente ilusoria la misma igualdad jurídica consagrada.
La «Declaración» fue obra de una burguesía liberal que, al mismo tiempo que pretendía desterrar la arbitrariedad monárquico-feudal, estaba empeñada en defender, contra la masa de los campesinos y trabajadores urbanos, el carácter inviolable de la propiedad privada.[371]
Pocos días después de la toma de la Bastilla, el abate Siéyes, célebre portavoz del Tercer Estado, había propuesto dividir a todos los franceses en dos clases: los ciudadanos activos, es decir los propietarios, a quienes se confería el derecho a elegir y ser elegidos, o, en otras palabras, de gobernar, y los ciudadanos pasivos, esto es, los proletarios, que estaban privados de todos los derechos políticos.
«Cinco semanas después, la Asamblea aceptaba esta división como fundamental para la Constitución. La Declaración de los Derechos, cuyo primer principio era la igualdad de los derechos de todos los ciudadanos, apenas proclamada era vilmente violada».[372]
En términos generales, el esquema de la lucha de clases durante la Revolución francesa (aunque Kropotkin casi nunca utiliza explícitamente esta expresión) es el siguiente: Los aristócratas y el clero (aliado con aquéllos) eran dueños de la mayor parte de las tierras, sobre todo desde que, en el siglo XVII, se habían apoderado de las propiedades comunales. La monarquía absoluta aseguraba y defendía sus privilegios y era a la vez defendida por clérigos y nobles. Una nueva y pujante clase, la burguesía, pretende tener acceso a la propiedad del suelo y al poder político. Se declara entonces contraria al régimen tradicional, ataca las instituciones absolutistas, exige la constitución, proclama la libertad del individuo y la igualdad ante la ley. Apoyada en el pueblo de París y en los campesinos de muchas regiones, acaba con el antiguo régimen. Pero, una vez en el poder, se ve obligada por sus intereses a la lucha tanto contra los enemigos aristócratas y contra el clero refractario como contra los campesinos y los trabajadores de la ciudad. La lucha contra los segundos es, en realidad, más encarnizada que la librada contra los primeros. Los burgueses quieren la igualdad formal, el pueblo aspira a la igualdad real; los burgueses desean la libertad dentro de la ley, el pueblo quiere la libertad aun contra la ley; los burgueses consideran la propiedad privada como un derecho «sagrado», el pueblo no siente mayor respeto por ella y pretende, ya una retribución de la tierra, ya, entre sus más lucidos exponentes, la propiedad nacional o colectiva; la burguesía tiende a instaurar una república conservadora, o, mejor aún, una monarquía constitucional, el pueblo quiere la república popular o directamente socialista.
Hasta aquí la interpretación Kropotkiniana de la Gran Revolución coincide casi enteramente con la interpretación de los historiadores marxistas (salvó en la terminología). Esto explica, sin duda, al aprecio que Lenin y el gobierno bolchevique mostraron por el libro que comentamos, y su decisión de reimprimirlo en edición oficial.
Pero Kropotkin no era sólo comunista: era también libertario, y no podía dejar de mostrarse tal en su interpretación histórica de la revolución francesa.
La más auténtica fuerza revolucionaria no debe buscarse, según él, en los partidos y clubes. Ni siquiera los jacobinos dejaron tener sus vacilaciones y sus compromisos, como representantes que eran de la burguesía. Y, en general, no iban más allá de un igualitarismo formal ni postulaban otros cambios que los de carácter político. Demás esta decir que la Asamblea, dominada por los representantes de la burguesía acomodada del interior, fue durante todo el tiempo en que funcionó, una constante rémora a cualquier verdadero cambio revolucionario.
Inclusive «el mismo municipio, cuya elección se hacía únicamente por los ciudadanos activos, representaba a la burguesía con preferencia a la masa popular, y en las ciudades como Lyon y muchas otras, se convirtió en una centro para la reacción».[373] Los mismo pasaba, y aún más acentuadamente, con los consejos departamentales. La verdadera y auténtica fuerza revolucionario se hallaba, para Kropotkin, en las comunas, en las secciones y distritos que, en cuanto órganos de la vida municipal, se apropiaron de las tareas judiciales y asumieron diversas funciones económicas (como la alimentación del pueblo, la venta de los bienes nacionales y la asistencia pública).
La revolución se inició con una serie de levantamientos populares en los primeros meses de 1789. «Sin embargo, no basta para una revolución que haya levantamientos populares más o menos victoriosos; es preciso que quede después de esos levantamientos algo nuevo en las instituciones que permita a la nuevas formas de vida elaborarse y afirmarse. El pueblo francés parecía haber comprendido bien esta necesidad, y ese algo nuevo que introdujo en la vida de Francia desde sus primeros levantamientos fue la Comuna popular. La centralización gubernamental vino después; pero la revolución comenzó por crear la Comuna, y esta institución le dio, como veremos, una fuerza inmensa».[374] De esta manera Kropotkin vincula la fuerza revolucionaria con el movimiento más o menos espontáneo de la masa y con el federalismo. Un movimiento es, para él, tanto más radical cuanto más auténticamente federal, y tanto más hondamente revolucionario cuanto menos mediatizado por líderes y consignas que descienden de lo alto.
«En efecto, en los pueblos, la Comuna de los campesinos reclama la abolición de los derechos feudales y legalizaba la negativa al pago de esos derechos, despojaba a los señores de las tierras que antes fueron comunales, resistía a los nobles, luchaba contra los curas, protegía a los patriotas y después a los descamisados, y detenía a los emigrados que regresaban y hasta al rey escapado».[375]
Y lo que pasaba en la campiña sucedía análogamente en las ciudades y en París: «En las ciudades, la Comuna municipal reconstruía todo el aspecto de la vida, se arrogaba el derecho de nombrar los jueces, cambiaba por su propia iniciativa al plan de los impuestos, y después, a medida que la Revolución seguía su desarrollo, se convertía en el arma de los descamisados para luchar contra la monarquía, los conspiradores realistas y la invasión alemana. Más tarde aún, en el año 11, las Comunas se dedicaron a realizar la nivelación de las fortunas. Por último, en París, como es sabido, la Comuna destituyó al Rey, y después del 10 de agosto fue verdadero foco y la verdadera fuerza de la Revolución, y ésta no conservó su vigor sino mientras vivió la Comuna».[376]
El alma, es decir, el principio motor y vivificante de la revolución francesa debe buscarse así, para Kropotkin, en este órgano eminentemente local y federal que es la Comuna urbana o rural: «El alma de la gran revolución se constituyó, pues, por las Comunas, y sin esos focos esparcidos sobre todo el territorio, la Revolución no hubiera tenido jamás la fuerza necesaria para derrocar el antiguo régimen, rechazar la invasión alemana y producir la regeneración de Francia».[377]
La Comuna no era directamente un cuerpo representativo, producto de una elección más o menos popular: «La loca confianza en el gobierno representativo, que caracteriza a nuestra época, no existía durante la gran Revolución. La Comuna, formada por los movimientos populares, no se separa del pueblo por los movimientos populares, no se separaba del pueblo. Por intermedio de sus distritos, de sussecciones y de sus tribus, constituyendo otros tantos órganos de administración popular, permanecía siendo pueblo, y esto es lo que originó la potencia revolucionaria de esos organismos».[378]
La vida de los distritos y secciones de París, más conocida sin duda que la de las comunas interiores, le sirve de punto de partida para el estudio de la vida de la comuna revolucionaria en general.
Al comenzar la revolución ─dice─ el pueblo se organizó de una manera espontánea pero estable para la lucha, cuyos alcances con peculiar instinto presentía. «La ciudad de París había sido dividida para las elecciones en sesenta distritos que habían da nombrar los electores de segundo grado. Una vez nombrados, los distritos debían disolverse; pero continuaron viviendo y aplicaron su actividad a organizarse por sí mismos, por su propia iniciativa, como órganos permanentes de la administración municipal, apropiándose diversas funciones y atribuciones que antes pertenecían a la policía, a la judicatura o a diferentes ministerios del antiguo régimen».[379]
De tal modo, en vísperas del 14 de julio empezaron a distribuir armas entre el pueblo para defender París contra un ataque de Versalles. Después de aquella fecha, se convirtieron en verdaderos órganos de la administración municipal, organizándose cada uno de ellos a su manera, pero coordinando su acción a través de una oficina central de correspondencia.[380] Se realizó así un primer ensayo de Comuna constituida de abajo hacia arriba, mediante la federación de los organismos de distrito, y originada en la libre iniciativa del pueblo.[381] Como la Asamblea Nacional procedía con suma lentitud en la discusión de la Ley municipal, se hizo sospechosa a las secciones y distritos, empeñados, por encima de todo, en conservar su autonomía y en lograr una unión federativa.[382] «Se ve, pues ─concluye Kropotkin─ que los principios anarquistas que expresó Godwin algunos años después en Inglaterra, datan ya de 1789, y que tienen su origen, no en especulaciones teóricas, sino en los hechos de la gran revolución».[383]
Por otra parte, el principio federativo y la libre asociación empezó a extenderse al plano nacional. Las ciudades del interior se ponían en contacto con la Comuna parisiense para toda clase de asuntos, y se vinculaban al mismo tiempo entre sí, estableciendo lazos extra-parlamentarios. «Y esta acción directa, espontánea, dio a la Revolución una fuerza irresistible».[384]
Oponiéndose a la historiografía oficial, Kropotkin sigue los pasos de Michelet al señalar la potencia de la acción espontánea del pueblo frente a la anemia de la Asamblea, que se ha intentado hacer pasar como símbolo y representación de la unión nacional.[385] Muy bien dice diego Abad de Santillán: «La presión popular impuso a los legisladores aquellas medidas que distinguen a la Revolución francesa y marcan la amplitud de sus conquistas económicas y sociales. Frente a los historiadores a lo Plutarco, que no han visto más que los gestos grandiosos de los personajes de la Convención, Kropotkin puso de relieve la acción del pueblo, sus iniciativa directa, y sus ideas fueron confirmadas después por los trabajos fundamentales de A. Aulard, de Henri See y de muchos otros, hasta el punto que ya no se podrá hablar del gran cambio político-social de 1789-93 sin mencionar la participación activa, decisiva, sobresaliente del pueblo francés de los barrios obreros parisienses y de los campos. El principal actor del drama histórico había sido ignorado antes de Kropotkin por los historiadores profesionales».
Pero además Kropotkin sostiene: «Nos hemos dejado ganar de tal modo por las ideas de servidumbre hacia el Estado centralizado, que las mismas ideas de independencia comunal (“autonomía” sería decir demasiado poco), corrientes en 1789, nos parecen irregulares y extrañas».[386]
Una cuestión que hoy preocupa mucho, como es la delimitación de los poderes, parecía entonces a todo el mundo inútil y, más aún, atentatoria a la libertad. Anticipando las ideas de Proudhon («la comuna será todo o nada»), los hombres de la época pensaban que una Comuna es una sociedad de co-propietarios y de co-habitantes que tienen colectivamente los mismos derechos que un ciudadano (libertad, propiedad, seguridad, resistencia a la opresión) y que detenta, por lo tanto, todo el poder de disponer de sus bienes, de asegurar su administración, de proveer a la seguridad de los individuos, de organizar su policía y su fuerza militar, ejerciéndolo por sí misma, directamente en cuento es posible y lo menos posible por delegación.[387]
Las secciones de París, verdaderas comunas incipientes, se apoderaron de diversas funciones económicas importantes, como la alimentación y la venta de los bienes nacionales, y esto les concedió, a su vez, gran importancia en la discusión de los problemas políticos.[388]
«Convertidas en órganos importantes de la vida pública, las secciones trataron necesariamente de establecer un lazo federal entre sí, y en diversas ocasiones, en 1790 y en 1791, nombraron comisarios especiales con objeto de entenderse para la acción común, aparte del Consejo Municipal regular».[389]
Al declararse la guerra (abril de 1792), las secciones se atribuyeron otras muchas funciones, como el alistamiento, la selección de voluntarios, el equipamiento de los batallones que marchaban al frente, la comunicación administrativa y política con los mismos, etc., sin contar la continua vigilancia sobre los conspiradores realistas. «Cuando se examinaba hoy esa correspondencia de las secciones y esa vasta contabilidad, no puede menos de admirarse el espíritu de organización espontánea del pueblo de París y el entusiasmo de los hombres de buena voluntad que realizaban esas tareas después de terminado su trabajo diario. Por ese examen puede apreciarse la grandeza de la devoción más que religiosa suscitada en el pueblo francés por la Revolución. Po rque no ha de olvidarse que, su cada sección nombraba su comité militar y su comité civil, todos los asuntos importantes se trataban y resolvían en las asambleas generales nocturnas».[390]
Las secciones fueron ─según Kropotkin─ las verdaderas protagonistas de la toma de las Tullerías, del destronamiento del rey, del inicio de la revolución popular e igualitaria. Y el Municipio de París, aliado a la Montaña, resultó el motor principal en la proclamación de la República.[391]
Una vez destronado el rey e instaurada la Convención, ésta se debatió durante largos meses en la lucha por el poder. Los girondinos, que predominaban en su seno, no fueron capaces de hacer nada más que «perora», pero no dejaron de atacar violentamente a los que hacían algo y, en especial, al «triunvirato» de Danton, Marat y Robespierre, y al Municipio de París.[392]
Cuando las monarquías germanas, deseosas de aplastar el impulso revolucionario y de arrebatar a Francia provincias y colonias, reunieron su ejército sobre el Rhin y, guiadas por los nobles emigrados, se aprestaron a invadir el territorio francés, fue sobre todo el pueblo de París (movidos por las secciones y la Montaña) y el de los departamentos orientales quien mostró una más decidida voluntad de enfrentarles militarmente y un más ardiente entusiasmo guerrero.[393]
La Convención dejó pasar mucho tiempo antes de tratar el problema del rey y la familia real, encerrados en el Temple. Sólo ante la denuncia del cerrajero Gamain, que demostraba la traición de Luís XVI, el asunto fue debatido, y el monarca condenado y ejecutado.[394]
«Actualmente, ala vista de tantos documentos que demuestran la traición de Luís XVI, y que se ven en las fuerzas que se opusieron a pesar de todo a su castigo, se comprende cuán difícil fue a la Revolución condenar y ejecutar un rey. Todo lo que había respecto a preocupaciones, a servilismo abierto y latente en la sociedad, a miedo por las fortunas de los ricos y a desconfianza hacia el pueblo, todo se reunió para dificultar el proceso. La Gironda, fiel reflejo de esos temores, hizo todo para impedir, primeramente la celebración del proceso, después que llegara a la sentencia, luego que la sentencia fuera a muerte y por último la ejecución de la sentencia. París amenazó a la Convención con la insurrección para obligarla a pronunciar su fallo y a no diferir su ejecución».[395]
Con certero criterio revolucionario reconoce Kropotkin así el signo político de los partidos y grupos en juego, y justifica, al menos en lo esencial, el proceso y la muerte del rey.
Kropotkin, de cuya natural bondad ninguno de cuantos le conocieron pudo dudar; Kropotkin, que intentó explicar el socialismo como la culminación de la ética, no deja de mostrar su repugnancia frente a las palabras altisonantes y el barato sentimentalismo derrochado es este propósito por los historiadores realistas y burgueses.[396] «Si un general cualquiera resulta convicto de haber hecho lo que hizo Luís XVI para atraer la invasión extranjera y apoyarla, ¿qué historiador moderno, defensores todos de la “razón de Estado” hubiera vacilado un momento en pedir la muerte para aquel general?», se pregunta. Y concluye: «A qué, pues, tantos lamentos cuanto el traidor era general en jefe de todos los ejércitos».[397]
Situándose en los presupuestos de los mismos historiadores burgueses que repudian el juicio y la condena del rey, argumenta Kropotkin: «Según todas las tradiciones y todas las ficciones que sirven a nuestros historiadores y juristas para establecer los derechos del “Jefe del Estado”, la Convención era el soberano en aquel momento, y a ella sola le correspondía el derecho de juzgar al soberano que el pueblo había destronado, como a ella sola correspondía el derecho de legislación escapado de sus manos».[398]
En lo que toca al hecho mismo de la traición del rey y de su mujer, si se tienen en cuenta la correspondencia de María Antonieta y Fersen y las cartas de éste a diferentes personajes, «debemos reconocer que la convención juzgó bien, ─dice Kropotkin─ a pesar de no tener las pruebas tan evidentes que poseemos hoy». En efecto, en los últimos años había reunido tantos hechos (declaraciones de los realistas, actos del rey desde su huida a Verennes, etc.) que bien puede decirse que tenía la certidumbre moral de su traición.
Desde el punto de vista jurídico nada se puede reprochar a la Convención. «En cuanto a saber si la ejecución del rey causó más daño de lo que hubiera producido su presencia en los ejércitos alemanes o ingleses, sólo puede hacerse una observación: en tanto que el poder real era considerado por los poseedores y los curas (y lo es todavía) como el mejor medio de tener sujetos a los que quieren desposeer a los ricos y rebajar la potencia de los curas, el rey, muerto o vivo, preso o libre, decapitado o canonizado o caballero errantes detrás de otros reyes, sería siempre objeto de una leyenda triste, propagada por el clero y todos los interesados».[399] Lo mismo sucedió más tarde con el zar, depuesto por la Revolución rusa, y en nuestros días el público de países «democráticos», como Estados Unidos, se conmueve todavía ante libros o películas las que narran su triste destino y su conducta heroica ante las bárbaras hordas desatadas.
«Por el contrario, viendo a Luís XVI en el cadalso, la Revolución acabaría de matar un principio que los campesinos habían comenzado a matar en Varennes. El 21 de enero de 1973, la parte revolucionaria del pueblo francés comprendió perfectamente que el punto culminante de aquella fuerza que a través de los siglos había oprimido y explotado las masas había desaparecido al fin, y había comenzado la demolición de aquel poderoso organismo que estrujaba al pueblo; su arco estaba roto, y la revolución popular tomaba un nuevo impulso».[400]
Que esto fue así lo demuestra, para Kropotkin, el hecho de que, desde aquel momento, nunca pudo restablecerse en Francia una monarquía absoluta, y que aun las monarquías surgidas de las barricadas o de golpes de Estado no pudieron sobrevivir, según se vio en 1848 y 1870. «La superstición de la monarquía, muerta, es un beneficio obtenido», dice, aun sin admitir que la república sea un bien en sí misma
Los girondinos hicieron todo lo posible para evitar el juicio del rey por la Convención. Vencidos por los montañeses, Luís XVI compareció al fin ante sus jueces, y sus respuestas le enajenaron todas las simpatías que aún podía conservar allí. Citando a Michelet, señala Kropotkin el descaro con que el monarca mentía y supone que tan torpe malicia sólo puede explicarse «por el hecho de que toda traición de los reyes y toda la influencia de los jesuitas, a quien Luís XVI había estado sometido, le habían inspirado la idea de que La razón del Estado lo permitía todo a un rey».[401]
Las intrigas para salvar al indigno soberano, fomentadas por la burguesía rica, por los aristócratas emigrados y por el oro extranjero (las pesetas españolas, en particular), no evitaron finalmente la ejecución de la sentencia capital. «Con su muerte desaparecía uno de los principales obstáculos a toda regeneración social de la República».[402] Pero a partir de aquí prosigue con renovada violencia la lucha entre quienes quieren una república burguesa sin participación política del pueblo y, sobre todo, sin ningún tipo de igualdad económica (los girondinos) y quienes desean una nueva revolución que complete y perfecciones lo hasta allí logrado, traspasando el poder real a las masas populares e instaurando una cierta igualdad en las fortunas (montañeses).[403]
Impedir el desencadenamiento del pueblo, constituir un gobierno fuerte y hacer respetar las propiedades era, en aquel momento, lo esencial para los girondinos.[404] Por no haberlo comprendido así ─señala críticamente Kropotkin─ la mayoría de los historiadores se ha desviado al explicar la oposición entre Gironda y Montaña, y ha indicado causas secundarias como si fueran principales.
Los girondinos repudiaban la ley agraria (es decir, el derecho de todo ciudadano a la tierra, la limitación de la propiedad territorial), se negaban a reconocer la igualdad como principio de la legislación republicana y juraban el respeto de las propiedades. Los montañeses, en cambio, o por lo menos el grupo que dominó momentáneamente sobre la fracción moderada de Robespierre, esbozaban ya las bases de una sociedades socialistas, aunque esto ─advierte Kropotkin─ puedan desagradar «a aquellos contemporáneos nuestros que reclaman indebidamente la prioridad».[405] Proyectaban, en efecto, abolir todo rastro del feudalismo, nivelar las propiedades, arrasar con las grandes fortunas territoriales, distribuir entre todos la tierra, organizar la distribución de los productos de primera necesidad a precios justos, combatir a muerte a los ricos agiotistas, banqueros, usureros, comerciantes e industriales que proliferan ya en las ciudades. He aquí por qué los girondinos (apoyados por la burguesía rica, y aun por los nobles, el clero y los realistas en general) hicieron todos los esfuerzos posibles para detener el avance de la Revolución.[406]
Esta interpretación histórica de Kropotkin parece de gran importancia para nuestra época, en la que muchos socialistas y aun algunos anarquistas, justamente horrorizados por el rumbo que asumió, por ejemplo, la revolución rusa con el stalinismo, se muestran proclives a fáciles alianzas con los girondinos actuales, como si las inhumanas (y antisociales) cárceles de Castro justificaran la alianza con los «emigrés» de Miami (y con Pinochet).
De hecho, los girondinos, por boca de Brissot, no cesaban de clamar con ira inextinguible (que no extendían, por cierto, a los patricios enemigos de la república) contra los «anarquistas».
Estos, como aclara Kropotkin en seguida, aunque a veces podía marchar junto con algunos jacobinos, no constituía un partido dentro de la Convención; eran, más bien, «revolucionarios diseminados por toda la nación; hombres completamente dedicados a la Revolución, que comprendían su necesidad, que la amaban y por ella trabajaban».[407] Algunos se agrupaban en torno al Municipio, otros concurrían a los clubes de franciscanos o jacobinos, pero su lugar preferido de acción era la «sección» y la calle.[408] Trataban de obrar sobre la opinión del pueblo y no sobre «la opinión pública» de la burguesía: su arma era la insurrección y con ella amenazaban a los diputados y al poder ejecutivo. Estaba de acuerdo con la República y con la igualdad ante la ley, pero las creían enteramente insuficientes. Consideraban imposible servirse de la libertad política para lograr la libertad económica. Querían nada menos que la tierra para todos o, como decía entonces, «la ley agraria» y «nivelación de las fortunas». Los girondinos, por boca de Brissot, los acusaban de dividir la sociedad en dos clases: la de los descamisados y la de los propietarios, excitando a la una contra la otra, de abrumar a la Convención con peticiones para fijar un precio máximo a los granos; de predicar por doquier la necesidad de nivelar las fortunas.[409]
Lo que no podían perdonarles era, en definitiva, la exigencia constantemente mantenida de la igualdad de hecho, más allá de la igualdad de derecho[410].
Los girondinos, en su trágica lucha contra los montañeses durante el año de 1793, agitaron con frecuencia la consigna del «federalismo», cosa que la mayoría de los historiadores ha puesto de relieve. Sin embargo, tal palabra ─advierte Kropotkin─ no era sino un grito de guerra para atacar al partido contrario y consistía sobre todo, como lo observó ya Luís Blanc, en su odio a París y en el intento de oponer la provincia reaccionaria a la capital revolucionaria.[411]
Kropotkin, teórico y propagandista del federalismo, no puede dejar de desenmascarar el carácter pseudo-federalista del partido burgués, aunque se muestre conciente también del centralismo dominante entre los montañeses. «Tan distantes se hallaban de la idea federal, que en todo lo que hicieron los girondinos se mostraron tan centralizadores y autoritarios montañeses».[412] Más aún, señala Kropotkin, si los girondinos apelaron a la provincia contra la capital, fue para arrojar contra los revolucionarios parisienses las fuerzas contrarrevolucionarias de la burguesía comercial de las grandes ciudades del interior y de los campesinos normandos y bretones. «Cuando venció la reacción y los girondinos volvieron al poder después del 9 termidor, se mostraron, como corresponde a un partido de orden, mucho más centralizadores que los montañeses».[413] Y, citando a M. Aulard, recuerda que antes del establecimiento de la República ningún girondino había expuesto tendencias federalistas, sino que, por el contrario, algunos, como Barbaroux, sostuvieron que un gobierno federativo, a causa de la lentitud de los procedimientos, no conviene a un pueblo grande (como Francia).
En nuestro siglo, los seguidores de Maurras, anacrónicamente monárquicos y absolutistas, precursores del fascismo, quintaesencia de la reacción europea, se proclamaron también «federalistas», y alguno de ellos tuvo la osadía de llamarse «proudhoniano», cuando, en verdad, su «federalismo» era, más que girondino, feudal: lo que les molestaba del centralismo no era la concentración del poder sino el carácter relativamente democrático del Estado republicano, su laicismo, sus libertades públicas, su leve tolerancia del socialismo y del movimiento obrero organizado, etc.
La caída de los girondinos, el 31 de mayo de 1793, es considerada con razón por Kropotkin, como «una de las grandes fechas de la Revolución», ya que en ese día el pueblo de París hizo «su último y supremo esfuerzo para imprimir a la Revolución un carácter verdaderamente popular».[414] Más aún, «en lo sucesivo ─llega a decir─ no habrá revolución sería posible sino no realiza su 31 de mayo».[415]
En efecto, después de excluir de su seno a los principales representantes de la Gironda, la Convención emprendió una vasta obra legislativa de signo claramente popular: estableció un empréstito forzoso a los ricos para subvenir los gastos de la guerra, fijó precios máximos a los artículos de primera necesidad, devolvió a las comunas rurales las tierras que los aristócratas usurpaban desde 1669, abolió definitivamente y sin indemnización alguna los derechos feudales, promulgó una serie de leyes sucesorias, destinadas a repartir e igualar las fortunas, promulgó, en fin, la constitución democrática de 1793.[416]
Para Kropotkin, el período que transcurre entre el 31 de mayo de 1793 y el 27 de julio de 1794 es, por eso, el más fecundo en realizaciones y el más importante de toda la Revolución. «Los grandes cambios en las relaciones entre los ciudadanos, cuyo programa bosquejó la Asamblea Constituyente en la noche del 4 de agosto de 1789, se realizaban al fin después de cuatro años de resistencia, por la Convención depurada, bajo las presiones de la revolución popular».[417] Y ─cosa que para Kropotkin resulta fundamental─ es el pueblo o, como entonces se decía, son los «descamisados», quines obligan ala Convención a legislar en este sentido y ejecutar inmediatamente las medidas tomadas por medio de las sociedades populares.
Con un acertado análisis de las causas y factores en juego, refiere asimismo nuestro historiador los intentos contrarrevolucionarios de realistas y de girondinos coaligados, en Bretaña, y el asesinato de Marat, por Carlota Corday d’Armont[418]; la insurrección de la Vendée, impulsada por el clero, por las bulas pontificias y por los ex-negreros de Nantes, no es menos que por los nobles emigrados y los comerciantes ingleses[419]; las vicisitudes de la guerra después de la traición de Dumouriez, y el rechazo de la invasión extranjera.[420]
Aguadamente descentraña Kropotkin el carácter conservador del proyecto de Constitución presentado por los girondinos (señalando, sobre todo, la intención de sustituir los municipios, que tomaban el partido de los campesinos y de los ciudadanos pobres, por unidades burocráticas, llamadas «directorios de cantón»), y, al mismo tiempo, pone de relieve el vago «socialismo» implícito en los discursos de Robespierre y algunos montañeses.[421]
Tampoco se le escapa que, después de la abolición de la monarquía y de los derechos feudales, la Revolución comenzó a detener su marcha. «La masa del pueblo quería ir más lejos; pero aquellos a quienes la revolución misma puso a la cabeza del movimiento no se atrevieron a dar in pasó más; no quisieron que la Revolución atacara las fortunas de la burguesía, como atacó las de la nobleza y el clero, y emplearon todo su ascendiente en detener, en contener y en destruir esa tendencia. Los más avanzados y los más Cisneros entre ellos, al acercarse al poder, respetaron a la burguesía, aunque la detestaban; pusieron sordina a las oposiciones igualitarias; se detuvieron ante la consideración de qué diría de ellos la burguesía inglesa; se convirtieron a su vez en hombres de Estado, y trabajaron para construir un gobierno fuerte, centralizado, cuyos organismos les obedecieran ciegamente. Y cuando lograron constituir ese poder sobre el cadáver de aquellos que juzgaron demasiado avanzados, aprendieron, al subir ellos mismos al cadalso, que matando al partido avanzado había matado a la Revolución».[422] Así, la burguesía revolucionaria dueña del poder, aniquiló a los que llamaba «los rabiosos» o «los anarquistas», para ser destruida a su vez destruida por la burguesía contrarrevolucionaria en las jornadas del termidor. A partir de aquel momento, preparada ya por los mismos jacobinos la centralización del poder, estuvo allanado el camino para el Directorio, y Bonaparte pudo proclamarse cónsul primeramente y emperador después.[423]
El establecimiento de un gobierno fuerte y centralizado, aun cuando reconozca como causa la necesidad de defender a la Revolución contra sus enemigos, acaba siempre devorando a la misma Revolución y a sus mejores partidarios, parece concluir Kropotkin años más tarde el curso bolchevique de la Revolución Rusa.
A diferencia de la historiografía oficial, nuestro autor concede gran importancia al movimiento comunista durante la Revolución francesa. Según él, filósofos del período de la Ilustración, tales como Rousseau, Helvecio, Mably, Diderot y otros habían presentado ya las desigualdades económicas y la acumulación de riquezas por parte de unos pocos como el mayor obstáculo para las libertades democráticas, y esas ideas salieron a relucir desde los primeros días de la Revolución. Así, Turgot, Sèyes y Condorcet sostuvieron que la mera igualdad jurídica y política nada significaba sin la igualdad de hecho, que es la igualdad económica[424] (Cfr. Morelly, Code de la Nature, ou le veritable esprit de ses lois, de tout temps négliglé au méconnu ─ París ─ «Classiques du peuple» ─ 1954; Mably, Doutes proposés aux philosophes économistes sur l’ordre natural et essentiel des sociétés ─ París ─ 1768, etc.).
Pero después de la toma de las Tullerías y de la ejecución del rey (febrero-marzo 1793), comenzó realmente la propaganda de las ideas que hoy llamaríamos «socialistas» (clases distintas con intereses opuestos, oposición entre cuestión social y cuestión política, lucha contra el «dejar hacer» de los economistas burgueses, etc.).[425] Incluso algunos girondinos (y entre ellos señala Kropotkin a Condorcet, filósofo del progreso) fueron ganados por estas ideas.[426] Pero más lejos llegaron ciertos montañeses, como Billaud-Varenne, quien atacó abiertamente la gran propiedad; formuló la regla: «Ningún ciudadano dispensado de ejercer una profesión; ningún ciudadano imposibilitado de ejercer un oficio», y criticó severamente la institución de la herencia[427], en lo cual fue seguido ─según Kropotkin─ por la Asociación internacional de los Trabajadores en su Congreso de Basilea, en 1869.
Pero los verdaderos corifeos del movimiento comunista y comunalista (términos que, para Kropotkin, no deberían separarse, pues no hay verdadero comunismo que no sea comunalista) han de buscarse no en el seno de la Convención ni tampoco en el club de los jacobinos, sino en las secciones y en el club de los franciscanos.
Al insistir en este hecho, pone de relieve el carácter popular y, hasta cierto punto, espontáneo de aquel socialismo gremial, y el origen no oficial y apolítico del movimiento igualitario y comunista de 1793 y 1794. Hasta hubo ─señala─ una tentativa de los «rabiosos» por organizarse libremente.[428]
En realidad, no se conocen lo suficiente los movimientos confusos que durante aquellos años agitaron al pueblo de parís y de las grandes ciudades ─reconoce Kropotkin─ y su importancia, ignorada al comienzo, recién fue entrevista por Michelet. El movimiento comunista, gestado en la calle y en las secciones, estuvo representado por Jacques Roux, Varlet, Dolivet, Chalier, Leclerc, L’Ange, Rosa Lacombre, Boissel, etc. Pero, junto a éste, o por debajo de éste, hubo otro movimiento subterráneo, que Krootkin ve con menos simpatía, no tanto por su carácter oculto y conspiratorio cuanto por su naturaleza elitista y autoritaria: el de las sociedades secretas comunistas, promovidas en 1974 por Buonarroti y Babeuf.
En general, Kropotkin parece contraponer, aunque no lo haga explícitamente, el comunismo de las secciones y el de las sociedades secretas, considerando al primero como predecesor del socialismo libertario y del anarquismo, y al segundo como predecesor del Blanquismo y del marxismo. Esta contraposición resulta aceptable si se consideran globalmente las ideas y los hechos, pero el juicio acerca de Babeuf y de los «iguales» merece ser matizado, ya que en ellos podemos descubrir también (igual que en Blanqui después) ciertos elementos libertarios, que a primera vista no se manifiestan.
Con evidente simpatía se refiere Kropotkin a hombres como Sylvain Meréchal (en quien «se halla una vaga aspiración hacia lo que llamamos actualmente el comunismo anárquico»), como Jacques Roux (ex-cura, sumamente pobre, que «predicaba el comunismo en los barrios obreros») como Chalier («todavía más amigo del pueblo que Marat, y adorado por sus discípulos»), como Boissel (autor de unCatecismo del génerohumano), como Dolivier, cura de Mauchamp (que escribió un notable Ensayo sobre la justicia primitiva, para servir de principio generador al único orden social que puede asegurar al hombre todos sus derechos y todos sus medios de felicidad), como L’Ange (a quien, de acuerdo con Michelet, considera como un verdadero precursor de Fourier).[429]
En cambio, opina que la idea de Babeuf de llegar al comunismo por medio de una conspiración desarrollada a partir de una sociedad secreta no tomó cuerpo sino en 1795, es decir, cuando la reacción termidoriana acabó con el impulso progresista de la Revolución, y «fue un producto del agotamiento, no un efecto de la savia ascendente de 1789 a1793».[430] Más aún, pese a que los historiadores suelen vincular a Babeuf con el primer movimiento comunista, Kropotkin no lo considera sino un oportunista del comunismo. «Sus concepciones, como los medios de acción que proponía, empequeñecían la idea. En aquella época se comprendía que un movimiento hacia el comunismo sería el único medio de asegurar las conquistas de la democracia, y Babeuf trataba, como muy bien dice uno de sus apologistas modernos, de deslizar el comunismo en la democracia. Cuando se había evidenciado que la democracia perdería sus conquistas si el pueblo no entraba en liza, Babeuf quería la democracia primeramente, para introducir poco a poco en ella el comunismo. En general, eran tan estrecha y ficticia su concepción del comunismo. Que creía llegar a él por la acción de algunos individuos que se apoderaran del gobierno por medio de una sociedad secreta; llegaba hasta poner su fe en un individuo que tuviera la firme voluntad de introducir el comunismo y de salvar el mundo. Ilusión funesta que continuó sostenida por ciertos socialistas durante el siglo XIX, y nos dio el cesarismo, la fe en Napoleón o en Disraeli, la fe en un salvador, que persiste hasta nuestros días».[431] Ilusión funesta ─podríamos añadir─ que generó en nuestros días y particularmente en nuestra América, el insólito fenómeno del líder carismático, fascista por formación y por convicción, pero llamado a realizar el «socialismo».
No sin razón concede Kropotkin especial atención al análisis de las ideas de la época sobre la socialización de la tierra, de las industrias, de las subsistencias y del comercio.
El pensamiento dominante del movimiento comunista de 1793 ─anota─ fue que la tierra es propiedad de la nación y que todos los ciudadanos tienen derecho a usar de ella y a proveer así a su subsistencia sin necesidad de vender a otro su trabajo. «La igualdad de hechos» se traducía «de hecho» en igual derecho de todos a la tierra[432], lo cual resulta fácilmente explicable en una sociedad casi enteramente agraria, donde la industria apenas comenzaba a constituirse, y donde el dueño de la tierra era asimismo dueño de quien la trabajaba. Algunos, frente a los monopolistas y acaparadores de tierras, exigían que se limitara la propiedad inmueble y que cada ciudadano tuviera derecho a recibir (o aun a comprar) una parte de los bienes nacionales. Otros, los verdaderos comunistas, pretendían que la tierra se declarara propiedad común y que a cada individuo se le concediera el derecho a usar una parcela, en cuanto la cultivara y hasta que la cultivara. Babeuf, «evitando quizás comprometerse demasiado» (Kropotkin no puede olvidar que lo ha llamado «oportunista»), quería que la nación o el municipio tuviera la posesión, no la propiedad de la tierra, la cual sería repartida igualitariamente entre los cultivadores.[433]
Otros, en cambio, fueron más radicales. Así, Souhair, quien combatió el reparto definitivo de las tierras, y exigió que el mismo, hecho por partes iguales entre todos, fuera sólo temporal y pudiera rehacerse en determinado momento. Tal propuesta obtuvo ─según Kropotkin─ el apoyo de millones de campesinos pobres.[434] De un modo semejante, el cura Dolivier, cuyas ideas resultan para nuestro historiador mucho más aceptables que las del conspirador Babeuf, establecía dos principios inmutables: 1º) la tierra es de todos en general y de nadie en particular; 2º) cada hombre tiene derecho exclusivo al fruto de su trabajo.[435]
También la socialización de las industrias tuvo sus defensores, sobre todo en la región lionesa: se pedía ante todo que el municipio fijara salarios tales que garantizaran la existencia de los obreros; y además la nacionalización de ciertas industrias (como la minería) y la toma por parte del municipio de las que habían sido abandonadas por patronos contrarrevolucionarios.[436]
Kropotkin subraya el hecho de que en París se pensara en convertir los jardines de los ricos en huertos comunales (idea propuesta por Chaumette, que preanuncia los proyectos agrarios del propio Kropotkin en La conquista del pan y en Campos, fábricas y talleres), pero igualmente significativo le parece que Cusset, comerciante elegido por Lyon como convencional, hablara ya de la nacionalización de las industrias y, sobre todo, que L’Ange, quien desde 1790 había hecho en dicha ciudad una activa propaganda comunista, desarrollara un proyecto de falansterio donde se practicarían al mismo tiempo la agricultura y la industria.[437]
El mismo L’Ange, según la interpretación kropotkiniana, concebía con exactitud la plus-valía, y llegó a proponer, a propósito de la crisis de subsistencias que atravesaba el país, un sistema de abono de los consumidores, a fin de adquirir en ventajosas condiciones toda la cosecha, y la institución a de almacenes comunes a los cuales llevarían los agricultores sus productos. De tal modo, propiciaba un sistema igualmente ajeno al monopolio individualista y al estatismo de la Revolución.[438] El problema más urgente para los comunistas de 1793 fue el de las subsistencias, el cual los llevó a enunciar lo que Kropotkin considera un gran principio: la socialización de los cambios y la municipalización del comercio.[439] La idea de que el comercio es una función social, y que debe, por tanto, ser socializado, como la tierra y la industria, iba a ser desarrollada más tarde ─precisa Kropotkin─ por Fourier, Owen, Proudhon y los comunistas de la cuarta década del siglo XIX. Pero lo más importante es, para él, advertir que hombres como Roux, Varlet, Dolivier, L’Ange y miles de agricultores y artesanos comprendían infinitamente mejor que los convencionales el problema de las subsistencias y sabían que de por sí la tasa sería letra muerta sin la socialización de la tierra, del comercio y de la industria.[440]
El sistema de venta de los bienes nacionales creó una nueva clase de grandes arrendadores, cuya actividad monopolista no supo detener la Convención sino por la guillotina, la cual ─dice Kropotkin─ no supo suplir, sin embargo, «la falta de una idea constructiva comunista».[441]
Los montañeses halagaron a los «rabiosos» y a los comunistas mientras necesitaron de ellos en su lucha contra los girondinos; pero, una vez eliminados estos últimos, se volvieron contra aquéllos y los aniquilaron a su vez. Aun los mejores entre los montañeses, como Hebert, estaban demasiado imbuidos de los prejuicios burgueses como para convertirse en defensores del «anarquismo», y hasta un hombre como Billaud-Varenne, que parecía comprender, mejor que los otros miembros de la Montaña, «la necesidad de profundos cambios en sentido comunista», pasó a formar parte del gobierno y, como otros miembros de su partido revolucionario-burgués, se propuso afianzar primero la república (es decir, las conquistas políticas), suponiendo que los cambios sociales vendrían más tarde. Esta estrategia, que seria luego propia de los partidos social-reformistas y, en gran medida, de los frentes populares, y de los partidos comunistas independientes de la URSS, condujo entonces, y en casi todas las ocasiones en que se practicó, a la pérdida de las mismas conquistas políticas. Buen ejemplo de ello es la actuación del partido comunista durante la guerra civil española.
«La Revolución, desde su principio, puso en juego demasiados intereses que luego impidieron desarrollarse al comunismo. Las ideas comunistas sobre la propiedad de la tierra suscitaron la oposición de los inmensos intereses de la burguesía que se dedicó a apropiarse los bienes del clero, puestos en venta bajo el nombre de bienes nacionales, para revender después una parte a los campesinos. Esos compradores, que al principio de la Revolución fueron los más firmes sostenedores del movimiento contra la monarquía, una vez propietarios y enriquecidos por la especulación, se convirtieron en encarnizados enemigos de los comunistas que reclamaban el derecho a la tierra para los campesinos pobres y los proletariados de las ciudades. Los legisladores de la Constituyente y de la Legislativavieron en esas ventas el medio de enriquecer la burguesía a expensas del clero y de la nobleza, olvidando completamente al pueblo».[442]
Hombres como Jacques Roux, que denunciaron constantemente el agiotaje y que consideraban a «la aristocracia mercantil más terrible que la nobiliaria», fueron perseguidos, expulsados de la Convencióny calumniados hasta después de su muerte. «Como el comunismo criticaba los resultados nulos de la Revolución para el pueblo, lo mismo que al gobierno republicano (como hacen los socialistas en nuestros días), demostrando que bajo la República el pueblo sufría más que bajo la monarquía, Robespierre no cesó de tratar a Roux, hasta después de muerto, de “innoble cura” vendido a los extranjeros y de “malvado” que “quiso suscitar perturbaciones funestas” para perjudicar la República».[443] Los jacobinos lo acusaron de haber sustraído un asignado al club de franciscanos y, abrumaba su absoluta integridad moral con las más odiosas calumnias, lo obligaron al fin a suicidarse.[444]
De hecho el antiguo régimen conservaba una enorme fuerza, aumentada ahora por el apoyo de los beneficiarios de la Revolución, y para quebrar dicha fuerza era necesaria una nueva revolución popular e igualitaria, que la mayoría de los revolucionarios de 1792-1793 no aceptaba. «La mayoría de la burguesía, antes revolucionaria, creía que la Revolución había ido demasiado lejos. ¿Impediría a “los anarquistas” “nivelar las fortunas”? ¿Daría a los campesinos tanto bienestar que se negarían a trabajar para los compradores de bienes nacionales? ¿Dónde se hallarían brazos para trabajar esas tierras? Porque si los compradores habían pagado millones al Tesoro por la posesión de esas tierras, era indudablemente para hacerlas producir; ¿y qué se haría con ellas si no hubiera proletarios desocupados en las poblaciones rurales?».[445] A los nuevos propietarios les interesaba poco la forma de gobierno: lo que querían era un gobierno fuerte que, por un lado, contuviera a los descamisados, y por otro, resistiera a las potencias extranjeras, que podrían obligarlos a devolver sus bienes al clero y la nobleza. Por eso, cuando se planteó un conflicto entre las secciones y el Comité de Salud Pública, no dudaron en apoyar al gobierno central. Mientras el Municipio perdía sus poderes, se avanzaba rápidamente hacia el Terror. Al limitar las asambleas de las secciones a dos por semana, la Convención promulgaba la ley de sospechosos, que permitía detener no sólo a los ex-nobles sino también a quienes se mostraran partidarios del federalismo o de la tiranía y a quienes no hubieran manifestado de continuo su entusiasmo por la revolución.[446] Kropotkin está especialmente interesado en subrayar la relación inversa que existe entre el florecimiento de las instituciones comunales y el terror. Por eso disiente aquí abiertamente de Luis Blanc y de los estatistas en general, que «se extasían ante esa medida de “formidable política”, cuando no significa más que la incapacidad de la Convención para marchar en la vía abierta por la Revolución».[447]
En la lucha de las fracciones políticas por apoderarse del poderoso instrumento que era el gobierno fuerte, quedaron triunfantes Robespierre y su partido del justo medio revolucionario. Apoyado a la vez por los jacobinos y por la derecha, aquél apareció como una fuerza capaz de dominar tanto a la Convención como a los Comités.
Aunque Kropotkin considera justificada la ejecución de María Antonieta, convicta de propiciar la invasión alemana, y cree que «no vale la pena de refutar las fábulas de sus modernos defensores, que quieren elevarla casi a la categoría de santa»[448]; aunque juzga inaceptable la conducta de los girondinos y no reprueba la condena y ejecución de los mismos después de la ley de Fouquier-Tinville; aunque comprende plenamente las razones que llevaron a la guillotina a Madame Roland, al ex-alcalde Baillo, al fuldense Barnave, a los girondinos Kersaint y Rabaut Saint-Etienne, y a Madame Dubarry, «de real memoria»[449], no por eso deja de ver en estos hechos el lamentable inicio del Terror.
Con entusiasmo refiere nuestro historiador los intentos realizados en medio de estas luchas por fundar la instrucción sobre bases igualitarias[450], así como la adopción del sistema métrico decimal que, según él, desarrolló el espíritu matemático, abrió nuevos horizontes al pensamiento y «preparó la grande y genial victoria de las ciencias en el siglo XIX, la afirmación de la unidad de las fuerzas físicas y de la unidad de la Naturaleza».[451]
La reforma del calendario, las medidas contra los curas refractarios y aun contra los juramentos, la prohibición del culto y del uso de vestimentas sacerdotales fuera de los templos, la secularización de los cementerios, y, en general, las medidas de descristianización adoptadas en 1793, fueron, según Kropotkin, consecuencias naturales y nada sorpresivas de los principios revolucionarios.[452]
No sin emoción narra el acto por el cual el obispo de París, seguido por once de sus vicarios, se despojó de sus títulos y atributos eclesiásticos, y expresó «en dignísimo lenguaje» que, habiendo adherido desde siempre «a los principios eternos de la igualdad, de la moral, bases necesarias de toda constitución republicana», obedecía a la voz del pueblo y renunciaba a ejercer «las funciones de ministro del culto católico», tras lo cual se despojó de su cruz y su anillo y se cubrió con un gorro frigio.[453] Pero más entusiasmo despierta todavía en Kropotkin la descripción de la renuncia de los curas de Bourges, según la refiere un folleto de la época, conservado en el British Museum: un grupo numeroso de sacerdotes seculares y regulares, y entre varios ex-canónigos y ex-vicarios metropolitanos, quemaron en público sus diplomas sacerdotales y depositaron ante el altar de la patria una medalla de plata que representaba «el último tirano a quien la ambición interesada del clero llamaba cristianismo», mientras la multitud daba gritos de muerte a la memoria de los curas y a la superstición cristiana, y aclamaba «la religión sublime de la Naturaleza».[454]
Contra lo que se han empeñado en sostener muchos historiadores, liberales o no, Kropotkin afirma que «el sentimiento anticatólico, en que se confundía una “religión de la naturaleza” con el entusiasmo patriótico, parece haber sido mucho más profundo que lo que hubiera podido suponerse sin haber consultado los documentos de la época».[455]
El hecho de que la Fiesta de la Libertad y de la Razón, celebrada en Nôtre Dame el 20 de brumario, y promovida por Cloots, Hebert y Chaumette, lejos de resultar, como debía esperarse, una ceremonia alegre y festiva, fuera, según palabras de Michelet, una «ceremonia casta, triste, seca, aburrida», lo explica Kropotkin, siguiendo al mismo Michelet, por el carácter ya decrépito de la Revolución, demasiado cansada para procrear.[456]
Pone de relieve asimismo que mientras la Convención se negaba a tratar la cuestión del suelo de los curas, el Municipio de París y las secciones practicaban una franca política de descristianización[457], y se esfuerza por mostrar cómo Robespierre, representante típico de la burguesía jacobina, se opuso a tal política, y propició, en cambio, la libertad de cultos y el culto deísta del Ser Supremo, concebido según el Vicario saboyano de Rousseau, y opuesto al culto de la Razón, aunque con frecuencia se lo haya confundido con éste.[458]
Al finalizar el año 1793 dos fuerzas rivales se oponían en el seno de la Revolución: por un lado, el Comité de Salud Pública y el de Seguridad general; por otro, el Municipio de París, cuya alma eran las secciones. La Convención despojó a éstas de su derecho a convocar asambleas generales tantas veces como desearan, y como consecuencia surgieron una serie de «sociedades populares» o «sociedades seccionarias», las cuales disgustaron profundamente a los jacobinos, convertidos ya en hombres de gobierno.[459] Las acusaban de ser refugio de contrarrevolucionarios disfrazados, insectos venenosos surgidos del cadáver de la monarquía, que perpetúan los conflictos del cuerpo político. Kropotkin no niega, en principio, que en dichas sociedades hubieran podido infiltrarse elementos reaccionarios, pero considera evidente que ellas se habrían depurado pronto de tales elementos y habrían proseguido la obra verdaderamente revolucionaria de las secciones, si la envidia de los jacobinos gobernantes y el temor a los avances populares y a la revolución dentro de la revolución (la «cuarta legislatura») no hubieran destruido. He aquí la clave de la disolución de las secciones y de la persecución de las «sociedades seccionarias» en las palabras del jacobino Jeanbon Saint-André, que Kropotkin cita: «Nuestros mayores enemigos no están fuera; están a nuestra vista; en medio de nosotros; quieren llevar más lejos que nosotros las medidas revolucionarias».[460]
Al establecer el gobierno revolucionario dominado por los jacobinos, se les quitó a las secciones el derecho, conquistado en 1789, de nombrar jueces de paz y hasta de designar los comités seccionarios de beneficencia. «El organismo popular de la Revolución quedó así esterilizado en su base fundamental».[461] Kropotkin ve en esto el triunfo del centralismo jacobino y burgués revolucionario. Más tarde, a través de Blanqui, este modo anti-popular de concebir la revolución, había de ser recogido y puesto en práctica por Lenin, contra cuya política centralizadora, verdaderamente hostil a los «soviets» y a los sindicatos revolucionarios, insurgió (como hemos visto en el capítulo I) Kropotkin en sus últimos días.
A la revolución rusa habría de aplicar lo que dice de la francesa, amenazada ya en 1793, por el terror y el centralismo jacobino: «Toda revolución que se detiene en la mitad de su camino inicia necesariamente su pérdida».[462] Daniel Guerin, corroborando la interpretación kropotkiniana, sostiene (Le lutte de classes sous la Première République, París, 1968, II, págs. 3-7) que la nueva fuerza que cobró el poder central en 1798 sólo en apariencia tenía el fin de oponerse a los intentos contrarrevolucionarios, pues de hecho lo que pretendía era aniquilar la democracia directa ejercitada en las secciones por el pueblo trabajador.
Inclusive heberistas como Anacharsis Cloots, y el propio Hebert, que alguna vez se había mostrado proclive a las ideas comunistas, pero que creía más importante apoderarse del gobierno que plantear la cuestión de la tierra o del trabajo organizado, cayeron víctimas del terror jacobino.[463] De la misma manera ─podría haber añadido, años después, Kropotkin─ que la oposición de izquierda dentro del partido bolchevique ruso.
A la caída de los hebertistas siguió la ejecución de Danton.[464]
Robespierre no fue, para Kropotkin, un dictador propiamente dicho, como se ha afirmado con frecuencia, pero reunió, sin embargo, un enorme poder en sus manos. Su influencia no puede explicarse sólo por la austeridad de su vida y la absoluta honradez de que dio muestras en una época en que tantos revolucionarios se dejaban tentar por los bienes nacionales y los despojos del clero y de la aristocracia. Hay que atribuirla sobre todo a su posición centrista, a su justo medio revolucionario, que lo ubica entre «moderados» y «exaltados», entre conservadores y comunistas, y al hecho de que la burguesía usara su prestigio ante el pueblo para contener a la vez al pueblo y a los reaccionarios. Lo cual no fue obstáculo para que, una vez pasado el peligro que para ella representaban la izquierda de los «rabiosos» y la derecha de los realistas, no lo liquidara a su vez en la guillotina.[465] «La burguesía comprendió que Robespierre, por el respeto que inspiraba al pueblo, por su moderación y por sus veleidades de poder, sería el más capaz de ayudar a la constitución de un gobierno, de poner fin al período revolucionario, y le dejó hacer como enemigo de los partidos avanzados; pero cuando aquél la hubo ayudado a derribar esos partidos, le derribó a su vez para entregar la Convención a la burguesía girondina e inaugurar la orgía reaccionaria de termidor».[466]
El mayor error que se suele cometer al juzgar a este personaje es, para Kropotkin, el considerarlo como un verdadero revolucionario, cuando en realidad no fue sino un hombre de gobierno. «Por lo mismo, toda su política, desde la caída del Ayuntamiento hasta el 9 termidor, resulta absolutamente infructuosa. En nada se opone a la catástrofe que se prepara y hace mucho por acelerarla. No detiene los puñales que se afilan en la sombra para herir la República; hace todo para que sus golpes sean mortales».[467]
Después de eliminar a sus enemigos de izquierda y de derecha, los Comités lograron concentrar el poder todavía más en sus manos.[468] Los jacobinos ejercieron en provincias una represión cada vez más cruel.[469] Robespierre reorganizó los tribunales revolucionarios e incluyó entre los delitos capitales el de esparcir noticias falsas y el de corromper la conciencia política. Con tal ley la contrarrevolución maduró en seis semanas.[470] El terror llegó a tales extremos que el pueblo trabajador de París se inclinaba ya en favor de las víctimas, teniendo en cuenta que la mayoría de los guillotinados eran gentes de baja condición social, ya que los ricos habían emigrado o se ocultaban cuidadosamente. Citando las investigaciones de Luis Blanc, dice Kropotkin que de 2750 guillotinados en esta época sólo 650 pertenecían a las clases acomodadas. Al fin ─dice─ «sucedió lo que es natural que suceda, aunque sea incomprensible para los hombres de Estado: el Terror había cesado de aterrorizar».[471] Apuntando certeramente a lo que casi podría considerarse una ley de psicología política, pone así de relieve el hecho de que el miedo, al alcanzar un determinado nivel, se cambia a su contrario, y provoca junto con la indiferencia por el peligro una reacción activa contra los detentadores del poder absoluto.
La revolución tuvo un curso ascendente hasta agosto o septiembre de 1793; luego, con el régimen jacobino, cuyo principal exponente fue Robespierre, entró en una fase de decadencia, que acabó con la instauración de un gobierno de orden, dispuesto a reducir al mínimo las conquistas revolucionarias. «Entonces pudo sondearse todo el mal resultante de que la Revolución se hubiera fundado, en materia económica, sobre el enriquecimiento personal», dice Kropotkin. Y añade, a modo de conclusión general: «Una revolución debe tender al bienestar de todos, de lo contrario será necesariamente sofocada por aquellos mismos a quienes haya enriquecido a expensas de la nación. Cada vez que una revolución hace un cambio de fortunas, no debería hacerlo a favor de los individuos, sino siempre a favor de las comunidades».[472] ¿Esta conclusión no podría aplicarse acaso también a la revolución rusa, donde una nueva clase de burócratas y tecnócratas detenta «de facto», aunque no «de iure» la propiedad de los principales recursos de la nación?
«He ahí precisamente por dónde pecó la Gran Revolución: las tierras que confiscaba a los curas y a los nobles, las dio a los particulares, en vez de dárselas a las ciudades, a las villas a las aldeas, puesto que antiguamente eran tierras del pueblo, tierras de que los particulares de otras épocas se había apoderado a favor del régimen feudal».
Al fin y al cabo, podría decirse, no se trataba sino de devolver a sus legítimos dueños, que eran las comunidades agrarias, las tierras de que la multisecular rapiña del báculo y la espada las habían despojado. Por eso, aclara: «No ha habido jamás tierras originariamente señoriales ni eclesiásticas. Con excepción de algunas comunidades frailunas, jamás señor ni sacerdote roturó por sí mismo una arpenta de tierra. El pueblo, el siervo, el villano es quien roturó cada metro cuadrado de terreno; es el que lo hizo accesible, habitables y productivo; es el que dio a la tierra su valor, y a él debía haber sido devuelta».[473] No a él, ciertamente, como individuo, sino a la comunidad de trabajo, fuera de la cual tampoco él hubiera podido labrarla y fecundarla. En cambio, el gobierno de la Revolución reconoció como ex-dueños a señores feudales y eclesiásticos, y transfirió la propiedad a los burgueses. La Revolución rusa, a su vez, podríamos añadir, reconoció como ex-dueños a los burgueses y la transfirió al Estado, el cual, de hecho, la dejó en manos de sus administradores, los burócratas y funcionarios del Partido gobernante.
Robespierre, apresado junto con Saint-Just y otros jacobinos en número de veintiuno, fue guillotinado con ellos, ante los insultos de los contrarrevolucionarios y el regocijo del gran mundo. «La reacción triunfaba. La Revolución había tocado a su fin».[474] Comenzaba el Terror blanco. «Los adversarios del Terror, los que hablaban siempre de clemencia, la querían solamente para sí y para los suyos, y se apresuraron ante todo a ejecutar a los partidarios de los montañeses vencidos».[475] En general, el Terror blanco resulta siempre más sanguinario e inhumano que el Terror rojo. Es verdad que ni Cuba ni Rusia son hoy ejemplos de respeto a los derechos humanos, y este hecho no debe ser silenciado. Sin embargo, ¿podemos imaginar siquiera lo que habrían hecho los generales blancos, si hubieran derrotado a Trotski y a Lenin? ¿Es posible calcular los ríos de sangre y de sevicia que desencadenarían en Cuba los «democráticos» exiliados de Miami? Baste pensar en Pinochet, que acabó con el «terror rojo» de allende (donde no hubo ni un solo muerto ni un solo torturado ni un solo preso político).
Cuando una contempla el fin de la Gran Revolución francesa bajo «el régimen desmoralizador de Directorio» y, después, bajo «el yugo militar de Bonaparte», puede preguntarse ─dice Kropotkin─ para qué sirve la Revolución. «Y esta pregunta se ha repetido ─añade con certera observación─ durante todo el curso del siglo XIX, explotándola a sus gusto los tímidos y los satisfechos como un argumento contra las revoluciones en general».[476] Pero sólo quienes ven en la Revolución un mero cambio de gobierno, e ignora toda su obra económica y educativa pueden formularla.
Muy lejos está Kropotkin de la filosofía pesimista de los ciclos históricos y, firme creyente en la evolución, no puede dejar de considerar la Gran Revolución, con todos sus defectos y vicios y hasta con su lamentable final bonapartista, como un enorme salto hacia adelante.
No sólo se trabajo más, se roturaron más campos, se extendió con la primera buena cosecha el bienestar a las dos terceras partes del país, sino que también por vez primera el campesino se sintió libre y digno; no sólo saciaba por primera vez su hambre multisecular sino que también se erguía y osaba hablar.[477] «Una nueva nación había nacido ─dice─ así como en este momento la vemos nacer en Rusia y en Turquía».[478]
Francia llevó los principios revolucionarios a toda Europa, se convirtió en el país rico por su alta productividad, y por la subdivisión de sus riquezas, y aun las guerras napoleónicas, en las que una mirada distraída no ve sino vano «amor a la gloria», tuvieron por objeto asegurar los frutos de la Revolución. «El antiguo régimen no fue ni será jamás restablecido».[479]
Más aún, el siglo transcurrido desde la Revolución ─añade─ puede caracterizarse por dos grandes conquistas: la abolición de la servidumbre y la del poder absoluto, que confirieron al individuo libertades inimaginadas y desarrollaron la burguesía y el capitalismo. Ambas conquistas derivan de la Revolución francesa.[480]
Con toda razón, desde su perspectiva de historiados social, Kropotkin reprocha a la mayoría de los historiadores, sumergidos en las cuestiones políticas, descuidar estos hechos trascendentes. «El campesino francés, ─dice─ al rebelarse hace cien años contra el señor que durante su sueño le mandaba batir los estanques para que las ranos no croaran, emancipó los campesinos de Europa; al quemar los palacios y los archivos en que constaba su sumisión y ejecutar los nobles que se negaba a reconocer sus derechos a la humanidad, dio durante aquellos cuatro años la voz de alarma a Europa, hoy completamente libre de la humillante institución de servidumbre».[481]
Por otra parte, también gracias a la obra de la Revolución de 1789-1793, «el poder real de derecho divino sólo se ejerce hoy en Rusia, ─dice─ pero también allí se agita en sus últimas convulsiones» y «casi toda Europa tiene en sus códigos la igualdad ante la ley y el gobierno representativo».[482]
Pero si bien la burguesía reina en Europa, la Gran Revolución nos ha legado también los principios que han de desplazarla, esto es, los principios comunistas. Kropotkin sabe bien que la burguesía fue la principal beneficiaria inmediata de la Revolución, pero se niega, a admitir que ésta haya sido en su contenido e ideales una revolución puramente burguesa. No sólo el fourierismo desciende de L’Ange y de Chalier, y las sociedades secretas de Babeuf y Bounaroti son el origen de las sociedades conspiratorias de Blanqui de donde por filiación directa nació la Internacional[483], sino que, según Kropotkin, el socialismo moderno no ha añadido nada a las ideas que circulaban en 1789-1794 entre el pueblo francés, a no ser su sistematización y generalización a partir del desarrollo del capitalismo industrial. Más aún, para Kropotkin, el comunismo popular de los primeros años de la República, por más escaso de fundamentación científica que anduviera, «veía más claro y analizaba más profundamente que el socialismo moderno».[484]
Cada revolución ha tenido un rasgo original: la inglesa y la francesa abolieron el absolutismo, pero mientras la primera se ocupó sobre todo de asegurar los derechos individuales y municipales, la segunda se fijó principalmente en la propiedad de la tierra y en la abolición del feudalismo, lanzando la idea de la nacionalización del suelo y de la socialización del comercio y de la industria.[485]
«¿Qué nación ─se pregunta nuestro autor─ tomará sobre sí la tarea terrible y gloriosa de la próxima Gran Revolución?». Se ha creído que será Rusia. No lo sabemos. «La positivo y cierto es que, sea cual sea la nación que entre hoy en la vía de los revolucionarios, heredera lo que nuestros abuelos hicieron en Francia. La sangre que derramaron, la derramaron por la humildad. Las penalidades que sufrieron, a la humanidad entera las dedicaron. Sus luchas, sus ideas, sus controversias constituyen el patrimonio de la humanidad. Todo ello ha producido sus frutos y producirá otros aún, más bellos y grandiosos, abriendo a la humanidad amplios horizontes con las palabras Libertad, Igualdad, Fraternidad, que brillaban como un faro hacia el cual nos dirigimos».[486]
La interpretación kropotkiniana de la Revolución francesa coincide, por una parte, con la interpretación socialista (Blanc, Jaurés, etc.), contra la interpretación liberal, y con una y otra contra la historiografía conservadora, ultramontana y reaccionaria. Por otra parte, sin embargo, se aparta de la versión socialista y se enfrenta a ella desde varios puntos de vista.
Se le puede caracterizar mediante las siguientes tesis fundamentales:
1º La verdadera fuerza revolucionaria no estuvo integrada por la burguesía sino por el pueblo (artesanos, campesinos).
2º El movimiento de 1789-1794 no constituyó en realidad una sino dos revoluciones diferentes: A) la burguesa (cuya meta era el establecimiento de la igualdad formal) y B) la popular (que se proponía conquistar la igualdad de derecho, esto es, la igualdad económica).
3º Desde los primeros momentos del estallido revolucionario se delineó en los sectores populares una fuerte tendencia hacia el comunismo. De hecho, todas las ideas esenciales del socialismo moderno fueron expuestas durante la Revolución francesa.
4º En la revolución desempeñaron un papel esenciadísimo los clubes y, sobre todo, los municipios y las secciones, es decir, los organismos de base. El espíritu revolucionario del pueblo se manifestó como un espíritu federalista, opuesto constantemente al centralismo burgués.
5º La espontaneidad revolucionaria del pueblo tuvo en los acontecimientos un peso mucho mayor que la acción legislativa o los planes del gobierno y de los partidos.
6º Los girondinos constituyeron el ala derecha de la burguesía revolucionaria, pero los jacobinos no pasaron nunca de ser demócratas burgueses, incapaces por lo general de ir más allá de la igualdad ante la ley y de comprender las aspiraciones del pueblo.
7º La revolución no cometió todos los excesos que los historiadores liberales y reaccionarios le atribuyen, pero no estuvo ciertamente libre de evitables violencias.
8º Las dos principales conquistas logradas en la Europa del siglo XIX: la abolición de la servidumbre y la supresión del absolutismo, son fruto de la Revolución francesa. Pese al bonapartismo y la restauración legitimista, nadie ni nada podrá borrar ya su impronta en la historia universal.
La historiografía marxista ha visto en general con simpatía la obra de Kropotkin sobre la Gran Revolución. El gobierno de Lenin decidió, como ya dijimos, reeditarla. Pero es interesante advertir que aquello en que los historiadores «soviéticos» más se alejan del príncipe Kropotkin es precisamente en el papel fundamental que éste atribuye a los «soviets» (es decir, a las comunas y secciones) en el desarrollo de la Revolución francesa.
En las últimas páginas de la obra dedicada a la Revolución francesa, esboza Kropotkin una interesante teoría histórico-filosófica de la revolución.[487]
Para él, como para su amigo y colaborador Reclus, ésta no excluye la evolución sino que, por el contrario, se encuentra unida a la misma. Hay momentos de la historia en que se hace necesario un cambio total y profundo. Hasta un cierto instante la reforma todavía es posible, pero cuando la sangre llega a correr en la calle, la revolución se impone, como sucedió el 14 de julio de 1789.
La revolución, una vez desencadenada, debe desarrollarse necesariamente hasta sus últimas consecuencias, o sea, hasta donde puede llegar, aunque sólo sea por un tiempo. Antes hubo, sin duda, una larga evolución. Si representamos a ésta como una recta que sube gradualmente, la revolución, que sobreviene de golpe, habrá de dibujarse como una línea que, a partir de un determinado punto de la anterior, asciende repentina y verticalmente. Asciende, claro está, hasta donde puede ascender en aquel momento histórico (en Inglaterra, por ejemplo, hasta la República puritana de Cromwell; en Francia hasta la República descamisada de 1793). Pero en el punto más alto no puede sostenerse. Cede, gracias a las fuerzas reaccionarias que se unen contra ella, y la línea desciende. Sin embargo, poco a poco comienza otra ves la línea a subir; y al restablecerse la paz (en Inglaterra en 1688; en Francia en 1815), se encuentra siempre a un nivel mucho más alto que antes de la Revolución. Se reinicia el lento proceso evolutivo; la línea que asciende otra vez, alcanzará una altura muy superior a la de antes de la tormenta.
«La historia de la Revolución francesa de Kropotkin pertenece a las obras clásicas sobre esta materia; es imprescindible como obra de consulta, como motivo de inspiración y como base para un nuevo criterio historiográfico», dice Diego Abad de Santillán en su trabajo Pedro Kropotkin, historiador de la Revolución francesa (prólogo de la edición argentina, Buenos Aires, 1976).
Los historiadores profesionales y, sobre todo, los historiadores oficiales en general no suelen reconocerlo así. Sin embargo, el mismo Santillán aduce el juicio de algunos de ellos.
F. Von Aster, (Die französische Revolution und die Entwicklung ihrer politischen Ideen) antepone la obra de Kropotkin otro estudio sobre el tema, en cuanto la misma constituye la primera verdadera historia de la acción popular en la Revolución de 1789. Henri See (Science et Philosophie de l’histoire) opina que el libro de Kropotkin sobre la Gran Revolución «abunda en visiones profundas, en ideas de una notable precisión». Y, resumiendo su juicio sobre la obra, dice: «Ha comprendido el sentido profundo de los acontecimientos revolucionarios; ha visto que los hechos políticos no hacen a menudo más que recubrir los hechos económicos y sociales mucho más significativos. Las luchas de los partidos y de los personajes políticos no aparecen en el primer plano; el gran actor es el pueblo. Ha puesto admirablemente en claro la idea de que el triunfo de la revolución, incluso de la revolución puramente burguesa, no ha sido posible más que gracias a las insurrecciones populares... Los historiadores profesionales, por eruditos que sean, leerán y meditarán con provecho la obra de este espíritu, que, en muchos aspectos, e incluso en un dominio que no era de su especialidad, se nos aparece como un iniciador».
Es claro que, desde un punto de vista científico, la obra de Kropotkin adolece de una documentación parcial, según señalamos al principio, al decir que sus fuentes se reducen al material del British Museumy no incluyen los archivos franceses. En tal sentido, como dice A. Bonanno (Introducción a la edición italiana, 1975), puede considerarse superada por investigaciones, como las de Lefébvre, Mathiez, Soboul y otros, que «han reparado no pocas inadvertencias de los historiadores de la generación precedente».
Sin embargo, conforme a lo que añade el mismo Bonanno, «esta nueva generación ─con la excepción de Guerin y de otros menos notorios─ ha impuesto una interpretación de estrecha observancia marxista, cuando no se ha llegado a una visión directamente stalinista, de incondicionada exaltación del jacobinismo».
Aun al reconocer el carácter burgués de los grupos jacobinos, estos historiadores no pueden olvidar el jacobinismo de Lenin y ven en la acción centralizadora y violenta de aquéllos una anticipación de la dictadura del proletariado. Minimizan la acción y el pensamiento de los grupos que Kropotkin denomina, siguiendo a autores de la época, «anarquistas», y coincidiendo con la historiografía reaccionaria, tratan de disminuir el alcance de la tentativas de democracia directa (Cfr. A. Soboul, La Révolution française), igual que los historiadores stalinistas y liberales de la guerra civil española desdeñan o pasan por alto los intentos de organización libertaria de la sociedad en Cataluña, Aragón, Andalucía, etc. (Cfr. Gastón Leval, Colectividades libertarias en España, Madrid, 1977; Agustín Souchy Bauer, Entre los campesinos de Aragón, El comunismo libertario en las comarcas liberadas, Barcelona, 1973; José Luis Gutiérrez Molina, Colectividades libertarias en Castilla, Madrid, 1977; F. Mintz, La autogestión en la España revolucionaria, Madrid, 1977).
En Campos, fábricas y talleres, obra que complementa a La conquista del pan, y de la cual dice Colin Ward que «es una de las grandes obras proféticas del siglo XIX, cuya hora está aún por llegar», crítica Kropotkin el ideal, proclamado por Adam Smith y la Economía política, de la división del trabajo (Cfr. Woodcock y Avakumovic, op. cit. págs. 321-322). A este ideal opone el de la descentralización de la producción industrial, lo cual significa para él la integración y totalización del trabajo. La división permanente de las funciones ha sido llevada en la sociedad moderna tan lejos que se ha logrado separar a los miembros de ésta en castas tan rígidas como las de la India: «Tenemos, primero, la división en productores y consumidores; después, la de productores que consumen poco, y consumidores que producen poco; y luego, entre los primeros, una serie de nuevas subdivisiones: el trabajador manual y el intelectual, profundamente separados, en perjuicio de ambos; el trabajador del campo y el de la fábrica; y entre la masa de los últimos, nuevas subdivisiones, tan minúsculas, que la idea moderna de un trabajador parece ser un hombre o mujer, y hasta una niña o un muchacho, sin el conocimiento de ningún oficio, sin la menor idea de la industria en que se emplea, no siendo capaz de hacer en el curso de su vida entera más que la misma infinitésima parte de una cosa: empujando una vagoneta de carbón en una mina, desde los trece a los sesenta, o haciendo el muelle de un cortaplumas o “la decimoctava de un alfiler”. Meros sirvientes de una máquina determinada, simples partes de carne y hueso de alguna maquinaria inmensa, no teniendo idea de cómo y por qué la máquina ejecuta sus ordenados movimientos».[488]
Difícilmente podría explicase mejor el carácter deshumanizante de la moderna industria y la alienación que la subdivisión del trabajo produce en el obrero con respecto a su trabajo mismo.
Frente al hombre-mecanismo, que la moderna producción crea y que la economía política propicia, levanta Kropotkin el ideal del artista creador, que experimenta en su trabajo un placer estético, del artesano medieval y hasta del viejo agricultor, que hallaba en su íntima relación con la naturaleza un consuelo a las penalidades de su vida diaria.
Más aún, no conformes con atomizar las funciones de los individuos, proclaman los economistas la necesidad de subdividir el trabajo de las naciones: Rusia y Hungría están destinadas a producir trigo, Inglaterra tejidos, carbón y ferretería, Bélgica géneros de lana, etc. Y hasta dentro de cada país, las diversas regiones deben especializar su producción. Esta es la base de las grandes fortunas, puesto que lo ha sido ya en el pasado.[489]
Tal deshumanización del trabajo, implica en la súper-especialización, deriva, según Kropotkin, de la mezquina concepción de la vida según la actual el fin único de la misma ha de ser el lucro, y de la obstinada idea de que todo lo que ayer fue ha de ser para siempre. Es cierto que la división del trabajo condujo a un gran incremento de la producción, pero es evidente que, a medida que el trabajo de cada individuo se torna más fácil, más simple y, por consiguiente, más monótono y mecánico, la necesidad que aquél siente de variar y de ejercitar las diferentes facultades de su espíritu se hace sentir con mayor fuerza. El trabajador se niega a ser reducido a la condición de máquina, desea un libre contacto con las cosas, siente la necesidad de crear y de poner algo de su ser en los objetos que produce, quiere ser parte conciente en el gran todo social y participar en los goces del arte y de la ciencia. Algo semejante sucede con las naciones, que se niegan a ser especializadas (Cfr. Woodcock ─ Avakumovic, op. cit. pág. 326).
La agricultora exige la industria, ésta sustenta a aquélla, de sus simbiosis surgen los más deseables resultados: «A medida que el conocimiento técnico se hace del dominio general; a medida que se convierte en internacional y no es posible tenerlo oculto por más tiempo, cada nación adquiere los medios de aplicar toda la variedad de sus energías a la variedad de empresa industriales y agrícolas».[490]
Así como la razón no distingue las arbitrarias fronteras que separan entre sí a los Estados, la economía tampoco admite límites nacionales, y la tendencia general consiste en que cada país reúna la mayor variedad posible de actividades productivas. Con las sociedades acontece lo mismo que con los individuos: una división temporal del trabajo es prenda de éxito en una determinada empresa; una divisiónpermanente o perpetua necesariamente tiene que ser superada, ya que cada individuo, y también cada país, tiene a ejercitar todas sus capacidades físicas e intelectuales para realizarse a sí mismo y satisfacer por sí mismo sus propias necesidades.
Kropotkin no pide la total supresión de la división del trabajo, cosa que sabe imposible en una sociedad moderna, pero, a la par que desea la conservación de los beneficios deparados por una división temporal del trabajo, reclama también los que corresponden a la integración del mismo: «La economía política ha insistido hasta ahora principalmente en la división. Nosotros proclamamos la integración y sostenemos que el ideal de la sociedad, el estado hacia el cual marcha ésta, es una sociedad de trabajo integral, una sociedad en la cual cada individuo sea un productor de trabajo manual e intelectual; en la que todo ser humano que no esté impedido sea un trabajador, y en la que todos trabajes lo mismo en el campo que en el taller industrial; donde cada reunión de individuos, bastante numerosa para disponer de cierta variedad de recursos naturales, ya nación o región, produzca y consuma la mayor parte de sus productos agrícolas e industriales».[491]
Semejante integración del trabajo y de la producción es imposible mientras permanezcan en manos privadas la tierra y los instrumentos de trabajo, mientras los capitalistas, con la protección del Estado, se apoderen del sobrante de la producción (la plus-valía, en términos de Marx). Pero, por otra parte, todo intento de socialización y todo esfuerzo por acabar con el actual sistema capitalista fracasará, si no se tiene presente la exigencia de la integración, la cual no ha sido, por cierto, demasiado señalada, según Kropotkin, por las diversas escuelas socialistas.[492]
La constante preocupación de éste por una realización integral del hombre, su concepción del socialismo como un estado de plenitud humana y de total despliegue de las posibilidades físicas y espirituales de individuos y comunidades es lo que hace posible considerar su pensamiento como la más cabal manifestación del humanismo socialista. . Lejos de considerar a la sociedad socialista como un paraíso de consumidores o como una dictadura de los trabajadores industriales, Kropotkin la piensa como una comunidad humana donde no se diferencien ya los productores de los consumidores ni los productores manuales de los intelectuales (así como tampoco los gobernantes de los gobernados).
«Cada nación ─sostiene─ debe ser su propio agricultor y manufacturero; cada individuo debe trabajar en el campo y en algún arte industrial; cada uno debe combinar el conocimiento científico con el práctico».[493]
«Al adelantar estos puntos de vista sobre la integración de la vida rural y la urbana, Kropotkin fue el precursor de todo un movimiento que se ha vuelto hoy mucho más consiente de sí mismo que hace cincuenta años y que abarca no sólo las teorías de hombres como Patrick Geddes y Lewis Munford, sino también los experimentos con las ciudades-jardines de Ebezer Howard y los esquemas de las ciudades satélites que constituyen el rasgo distintivo de los planes de reconstrucción de la post-guerra», escribían Woodcock y Avakumovic (op. cit. pág. 329) en el año 1950.
En efecto, Lewis Mumford en su obra La ciudad en la historia, dice: «Con casi medio siglo de anticipación respecto al pensamiento técnico y económico contemporáneo, él (Kropotkin) había intuido que la ductilidad y la adaptabilidad de las comunicaciones y de la energía eléctrica, unidas, unidas a las posibilidades de una agricultura intensiva y biodinámica, habían sentado las bases de una evolución urbana más descentralizada a desarrollarse por medio de pequeñas comunidades basadas en el contacto humano directo y provistas de las ventajas de las ciudades, además de las del campo.. Kropotkin se dio cuenta de que los nuevos medios de transporte y de comunicación, unidos a las posibilidades de transmitir la energía eléctrica a través de una red y no mediante una línea unidimensional, ponían a las pequeñas comunidades en el mismo plano que la súper-congestionada metrópoli en lo referente a disponibilidad de los enseres técnicos esenciales. De la misma manera las actividades rurales, en una época aislada y constreñidas a un nivel económico y cultural inferior al de las ciudades, podían ahora valerse de la inteligencia científica y de la organización colectiva que habían cesado de ser un monopolio urbano; y con esto había desaparecido también la neta división tradicional entre lo rural y lo urbano, entre trabajador del campo y trabajador de la industria. Kropotkin captó estas implicaciones antes de que fueran inventados el automóvil, la radio, el cine, la televisión y el teléfono como instrumentos de comunicación para todos, pero cada uno de estos inventos confirmó la exactitud de su diagnóstico, trayendo iguales ventajas a las metrópolis centrales y a las pequeñas comunidades, antes totalmente dependientes de las primeras. Tomando como base las pequeñas comunidades, comprendió la posibilidad de una vida local más responsable y más sensible, que dejase mayor campo de acción a aquellos aspectos humanos descuidados y frustrados de las organizaciones de masa».
Y así como en cada comunidad local debe diversificarse el trabajo, así en cada región o país debe unirse la agricultura con la industria.
El gran desarrollo económico británico, basado en el mecanismo (que hoy llamaríamos «imperialistas») de comprar materia prima barata para vender productos manufacturados caros, no pudo realizarse sino al doble precio de la explotación obrera en el interior y de la guerra por los mercados en el exterior.[494] (Véase cap. VII).
Pero cada país siente la imperiosa necesidad de autoabastecerse y tener como base de su producción el consumo interior.[495] Desde este punto de vista Kropotkin parece ser también, mucho más que Marx y Engels, un predecesor de las ideas de Mao Tse-Tung sobre la autosuficiencia, aunque pueda dudarse seriamente de que el líder chino haya leído alguna vez Campos, fábricas y talleres.
La exigencia actual de una educación técnica, dice Kropotkin, no significa en el fondo, sino la necesidad, cada vez más vivamente sentida, de unir el trabajo manual con el intelectual y de hacer desaparecer las barreras que separan al científico del ingeniero y a éste del mero operario.[496] De hecho, los grandes hombres de ciencia del pasado tampoco menospreciaron el trabajo manual: Galileo hizo sus propios telescopios, Newton se ejercitó en la construcción de ingeniosos aparatos, Leibniz se preocupó tanto por la fabricación de molinos de viento y de carros sin caballos como de especulaciones matemáticas y filosóficas, Linneo se convirtió en botánico ayudando a su padre en el cultivo del jardín. Hoy, la división del trabajo tiende a alejar al obrero de toda posibilidad de comprender lo que hace y, por consiguiente, de mejorar su obra y de inventar, de modo que ya no se pueden dar en fábricas y talleres un Watt o un Rennie, un Smeaton o un Stephenson. Los científicos, por su parte, desprecian el trabajo manual, hasta el punto de tornarse incapaces no ya de construir sino hasta de dibujar los instrumentos que precisan. Esto no sólo redunda en perjuicio de la ciencia y de la industria sino que también contribuye a la deshumanización del hombre en aquello que le es más propio: el trabajo.[497] Al denunciar los efectos alienantes del trabajo en la sociedad capitalista, Kropotkin no niega, por cierto, la necesidad de la especialización de los conocimiento, pero sostiene que ésta sólo debe venir después de la educación general, la cual ha de abarcar, al mismo tiempo, el saber científico y la destreza manual: «A la división de la sociedad en trabajadores intelectuales u manuales, nosotros oponemos la combinación de ambas clases de actividades; y en vez de “la educación técnica”, que impone el mantenimiento de la presente división entre las dos clases de trabajo referidos, proclamamos la educación integral o completa, lo que significa la desaparición de esa institución tan perniciosa».[498] Un hombre no fragmentario (o, como se diría hoy, des-alineado) supone una educación tanto del cerebro (homo sapiens) como de la mano (homo faber).
Desde este punto de vista Kropotkin no hace sino continuar, tal vez sin conocerlas directamente, las ideas expuestas por Joseph Dejacque en El Humanisferio, pero sobre todo las que defendiera con tanta originalidad como calor Fourier, al describir su falansterio. En todo caso, ideas muy semejantes a éstas se enuncian también en News from Nowhere del poeta socialistas inglés William Morris. Y, antes todavía, las defiende Bakunin en los artículos publicados en julio-agosto de 1869 en L’Egalitè.
Muchos economistas y sociólogos de nuestros días estarán prontos, sin duda, a considerar inactuales las ideas y programas expuestos por Kropotkin en La conquista del pan y Campos, fábricas y Talleres. Recordemos, sin embargo, con John Albery (Fields, factories and Workshops tomorrow ─ «Anarchy» ─ 41 ─ pág. 206), que B. Russell, después de habaer hecho notar que socialistas y anarquistas son productos de la vida industrial y que pocos de ellos tienen un conocimiento práctico sobra la producción de alimentos, se muestra dispuesto a hacer una excepción a favor de Kropotkin y dice: «sus dos libros, La conquista del pan y Campos, Fábricas y talleres, están llenos de información detallada y, aunque hacen grandes concesiones al optimismo, no creo que se pueda negar que revelan posibilidades que de otro modo pocos de nosotros habríamos imaginado».
El mismo Elbery recuerda que Herbert Read, al publicar, en 1942, su analogía de Kropotkin sostuvo que «sus deducciones y propuestas siguen tan válidas como en el día en fueron escritas», y que Paul Goodman escribió en 1948, en ocasión del 50 aniversario de Campos, fábricas y talleres: «Los caminos que Kropotkin sugirió sobre cómo los hombres pueden empezar a vivir mejor de una vez por todas, son todavía los caminos; los males que atacó son todavía en gran parte males, los errores populares sobre las relaciones entre la maquinaria y la planificación social. Recientemente, estudiando los hechos modernos y los modernos autores, escribí un librito (Comunistas) sobre un tema conexo. No hay en mi libro ninguna proposición importante que no se halle en Campos, fábricas y talleres, a veces con las mismas palabras».
Cuando la obra, que originariamente se publicó en la prensa anarquista como una serie de artículos (entre 1888 y 1890), apareció en 1899 en un volumen, el Times opinó que su autor «está dotado de un genuino talento científico, y ninguno puede decir que no lleve las propias observaciones bastante lejos, ya que parece haber estado en todas partes y haberlo leído todo».
En el Apéndice editorial, que Colin Ward añade a Campos, fábricas y talleres, al comentar la idea de la abolición de la división del trabajo de Kropotkin, dice, tal vez con razón, que lo más cercano a las aldeas industriales que aquél concibiera son hoy las comunas chinas, y cita un pasaje que J. K. Galbraith en que éste subraya su significado para el Tercer Mundo.
En realidad, añade más adelante (Postcriptum editorial 5), si se nos pidiera que ejemplificáramos hoy las ideas expresadas por Kropotkin acerca de una sociedad con agricultura intensiva e industria en pequeña escala, que dedicase su trabajo a satisfacer necesidades locales, sobre un modelo descentralizado de comunidades, donde la división del trabajo fuera sustituida por la integración de trabajo manual y trabajo intelectual, «deberíamos de admitir que existen sólo tres modelos contemporáneos, y cada uno de ellos tan lleno de contradicciones como para mover al lector a pasarlos por alto». Esos tres modelos son, para Ward, la ya mencionada comuna china, la economía de Tanzania, y el Kibutz de Israel. Los tres adolecen del común defecto de ser más o menos dependientes del aparato estatal. Pero los tres en alguna medida ilustran la originalidad y, al mismo tempo, la factibilidad del modelo ideal Kropotkianiano. De un modo más cabal todavía lo ilustraron las comunidades agrarias del Alto Aragón (1937), hasta que el feroz centralismo stalinista-franquista las destruyó.
Refiriéndose siempre a Campos, fábricas y talleres, dice el mismo Colin Ward: «Como libro para hoy con un mensaje para mañana, el significado de la obra de Kropotkin es claro. En los últimos diez años nos hemos dado cuenta siempre más de que hay una crisis del ambiente natural, una crisis de los recursos, del consumo y de la población. No es preciso que descienda a detalles, desde el momento en que se han escrito sobre el tema bibliotecas enteras, y los diarios, cada día, siguen dándonos prueba de ello. El hecho incontrovertible es que lo recursos del mundo son limitados, que las naciones ricas han venido consumiendo recursos no renovables a un ritmo que el planeta no puede mantener, que economías “adelantadas” están disfrutando recursos de la economía “atrasada”, como las materias primas baratas. La consecuencia es que no sólo los países pobres no podrán esperar alcanzar nunca los niveles de consumo garantizados en los países ricos, sino también que no pueden esperar seguir adelante como hoy».
Con espíritu Kropotkiniano, actuales y multidisciplinarios estudios como Blueprint for Survival («The Ecologist» ─ enero de 1972), surgieron (junto con otros muchos autores que inclusive se oponen a sus conclusiones, como Meter Self) que el orden de prioridades debe ser el siguiente:
Dar más peso a: | Dar menos pesos a: |
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1. Intrínseca satisfacción del trabajo | 1. Máximo consumo |
2. Productos duraderos | 2. Rápida sustitución |
3. Adiestramiento profesional | 3. Ritmos de trabajos |
4. Calidad del ambiente | 4. Aumento del producto nacional |
5. Comunidad equilibrada | 5. Movilidad física |
6. Descentralización del poder | 6. Economías de escalera (presuntas) |
(Kropotkin ─ Campi, Fabrriche, oficien ─ edizione ridotta ed aggiornata a cura di Colin Ward ─ Milano ─ 1974).
La diferencia con la propuesta de Kropotkin consiste no tanto en el anti-malthusianismo de éste, sino, sobre todo, en el hecho de que aquellos agudos críticos y científicos sociales siguen apelando, en los radicales cambios que propician, a la intervención del Estado y del gobierno central, mientras nuestro autor sostiene siempre, como en Palabras de un rebelde, que «es imposible realizar una revolución de esta clase por medio de la dictadura y del poder estatal».
Es verdad que todo tiende en el mundo actual a seguir línea de acción y a perseguir metas contrarias a las señaladas aquí por Kropotkin, tanto en las naciones industrializadas del mundo capitalista y en los países del así llamado mundo «socialista», como en los que constituyen el tercer mundo. En general, todos los gobiernos, sea cual fuera su signo ideológico, saben que sólo podrán conservar y acrecentar el poder que detentan, mediante la centralización. Su concepción de la riqueza los obliga a enfatizar la importancia de los triunfos de trabajo, en detrimento del adiestramiento profesional. Todos aspiran vehementemente a elevar el producto nacional bruto, olvidando por completo o relegando a un segundo término los problemas de la calidad del ambiente. A ninguno le interesa la idea de una comunidad equilibrada o sólo le interesa (China, Tanzania, Israel) de un modo occidental. En los países capitalistas (y, por reflejo, en los del Tercer Mundo y en muchos de los llamados «socialistas») el logro de un máximo de consumo se antepone absolutamente a la consecución de una satisfacción intrínseca en el trabajo realizado. La sociedad de consumidores predomina en casi todas partes sobre la comunidad de productores. En casi todas partes la producción de objetos de rápida sustitución es preferida a la creación de productos duraderos. Más aún, cualquier intento de contradecir estas tendencias es considerado como una regresión o como una «fuga» idealista hacia el pasado. Y en cierta medida es verdad que las ideas de Kropotkin son del pasado, en cuanto alcanzaron su máxima resonancia histórica hace tres cuartos de siglo, y también en cuanto desde ciertos puntos de vista representan un retorno analógico a forma de organización social que se dieron hace muchos siglos (ciudad griega, comuna medieval), pero, al mismo tiempo, es cierto que pertenecen al futuro, en cuanto cualquier real solución de los gravísimos problemas sociales, económicos, bio-ambientales, y éticos que hoy confronta la humanidad deberán necesariamente contar con ellas en lo esencial. El capitalismo y el socialismo de Estado representan hoy callejones sin salida.
Pero volvamos ahora al concepto que Kropotkin tenía del trabajo dentro de la sociedad capitalista.
En el año de 1880 publicó en Le Revolté un artículo titulado A los jóvenes, que nos permite comprender fácilmente su concepción del papel de los intelectuales en la sociedad burguesa, y al mismo tiempo, su modo de juzgar el trabajo intelectual.
Supongamos ─dice a los jóvenes─ que aspiran a ser médico, investigadores científicos, abogados, ingenieros, educadores o artistas.[499] En todos esos casos la sociedad en que vivimos los obligará a elegir entre la abjuración de nuestros ideales profesionales, con el consiguiente conformismo y la inevitable mediatización de su labor creadora, y la afirmación de tales ideales, con la consiguiente ruptura y la afirmación de tales ideales, con la consiguiente ruptura y rebeldía, y la necesidad identificación con el ideario socialista. En otras palabras: se debe escoger entre un buen trabajo intelectual (para lo cual es preciso ser socialista) y un mal trabajo (para lo cual basta con adaptarse a las pautas vigentes).
Tomemos el caso de un médico. Se lo llama para asistir a una enferma, que vive en un tugurio de los arrabales, en un cuarto sórdido, rodeada de niños enclenques y semidesnudos, cuyo marido, que ha trabajado durante toda su vida doce o trece horas diarias, está ahora desempleado: «¿Qué le prescribirá usted a la enferma, doctor ─pregunta Kropotkin a su joven lector─ usted que ha visto en seguida que la causa de su enfermedad es una anemia general una carencia de buena alimentación, una necesidad de aire fresco? ¿Un buen bistec por día? ¿Un poco de ejercicio en el campo? ¿Un dormitorio seco y bien ventilado? ¡Qué ironía! ¡Si ella hubiera podido conseguir esto, no habría aguardado su consejo!» Y añade a continuación: «si tiene usted buen corazón, palabra sincera y rostro honesto, la familia le dirá que la mujer que está dentro, del otro lado del tabique, que tose con una tos que desgarra el corazón, es una planchadora asombradamente pobre; que la lavandera que ocupa la planta baja no verá otra primavera; y que en la casa vecina las cosas están peor».[500]
Frente a este cuadro que alguien podría considerar hoy melodramáticamente sombrío, pero que para cualquier lector de Zola o de Dickens será apenas una fotografía, Kropotkin vuelve a preguntar al joven estudiante que aspira a convertirse en médico: «¿Qué le dirá a toda esta gente enferma? ¿Le recomendará dieta abundante, un cambio de clima, un trabajo menos agotador? Deseará sólo poder hacerlo, pero no se atreverá, y saldrá con el corazón enfermo y una maldición en los labios».[501]
Mientras tanto ─continúa─ un colega visita a una dama que padece de insomnio, la cual emplea toda su vida en vestirse. Hacer visitas, bailar y reñir con el esposo estúpido. El amigo prescribe un régimen de vida menos absurdo, una dieta con menos calorías, paseos al aire libre y hasta un poco de calistenia en el dormitorio: «La una se está muriendo porque nuca tuvo bastante comida o bastantes descanso en su vida; la otra languidece porque nunca ha sabido lo que es el trabajo desde que nació».
Ahora bien, ¿qué puede hacer un médico frente a tan absurda contradicción?, cabe preguntar. Y Kropotkin contesta a su joven lector: «Si usted es uno de esos individuos sin carácter que se adaptan a cualquier cosa, que ante los más sublevantes cuadros se consuela con un suave suspiro y un vaso de cerveza, entonces poco a poco se acostumbrará a esos contrastes, la naturaleza del bruto contribuye a ello y su única idea será la de alcanzar el rango de los gozadores y la de no encontrarse nunca entre los miserables. Pero si usted es un hombre, si cada uno de sus sentimientos se traduce en un acto de la voluntad, si la bestia no ha matado en usted el ser inteligente, entonces volverá usted un día a casa diciéndose a sí mismo: No, no está bien, esto no puede seguir. Curar enfermedades no basta, debemos prevenirlas. Un poco de buena vida y de desarrollo intelectual borraría de nuestra lista la mitad de los pacientes y de las enfermedades. ¡Al diablo con los remedios! Aire puro, buena alimentación, un trabajo menos embrutecedor, por ahí es por donde debemos empezar. De otro modo toda la profesión médica no es otra cosa más que embrollo y engaño».
Pero si alguien llega a esta conclusión, ha renunciado ya a su condición de burgués conformista y ha empezado a entender el socialismo: «Ese día entenderá usted el socialismo. Deseará conocerlo más profundamente, y si el altruismo no es una palabra carente de sentido para usted, si se esfuerza usted por aplicar a la cuestión social la rígida inducción del científico natural, se encontrará eventualmente en nuestras filas y trabajará, se encontrará eventualmente en nuestras filas y trabajará, como lo hacemos nosotros, por el advenimiento de la revolución».[502] (Recuérdese que, para Kropotkin, socialismo y anarquismo son teorías sociales fundadas en la ciencia de la naturaleza).
Una argumentación similar utiliza Kropotkin para dirigirse a quienes aspiran a otras profesiones o a otros tipos de trabajos intelectuales. Al que desea dedicarse a la investigación científica le dice: «Trataremos de entender primero qué es lo que usted busca al consagrase a la ciencia. ¿Es solamente el placer ─inmenso sin duda─ que nos proporciona el estudio de los misterios de la naturaleza y el uso de nuestras facultades mentales? En tal caso le pregunto a usted, ¿en que se diferencia el científico que se dedica a la ciencia para pasar agradablemente su vida del borracho que también busca sólo una gratificación inmediata y la halla en el vino? El científico ha escogido sin duda más sabiamente, puesto que ello le proporciona un placer más profundo y duradero. Pero eso es todo. El borracho y el científico tienen el mismo objetivo egoísta: el deleite personal».[503] (¿Podría haberse hallado una comparación más hiriente para el sabio burgués, encerrado en su torre de marfil?).
Los progresos de la ciencia, que Kropotkin será el último en menospreciar, no sirven en la presenta sociedad sino o a una minoría privilegiada. Las grandes masas humanas permanecen sumidas en la ignorancia y la superstición, y, por otra parte, los avances científicos no se aplican para nada a la solución de los múltiples problemas que las afectan (Véase Memorias de un revolucionario ─ Madrid ─ 1973 ─ págs. 201-205).
Un entusiasta de la investigación científica, como es Kropotkin, llega, por eso, a decir: «Al presente no necesitamos ya seguir acumulando verdades científicas y descubrimientos. Lo que ahora importa sobre todo es diseminar las verdades antes de adquiridas, aplicarlas en la vida diaria, hacerlas de propiedad común. Tenemos que hacer posible que toda la humanidad las asimile y las aplique, de manera que la ciencia, no siendo ya un lujo, se convierta en la base de la vida cotidiana. La justicia así lo exige».
Pero el ideal de la torre de marfil es desechado por Kropotkin no sólo en nombre de la justicia y de la sociedad sino también en nombre de la ciencia misma. En efecto, una investigación desvinculada del medio es estéril y carece de eco: «La ciencia sólo hace verdaderos progresos cuando sus verdades encuentran un ambiente apto para recibirlas». (Hasta cierto punto, Kropotkin se acerca aquí al concepto marxista de la investigación científica).
Es necesario, pues, cambiar este estado de cosas en que el científico atesora para sí y pone al servicio de unos pocos los resultados de la ciencia, mientras casi todos los demás seres humanos viven igual que se vivía cinco o diez siglos atrás. Cuando se dé usted cuenta de esto, ─dice─ habrá perdido el gusto por la ciencia pura: «Se pondrá usted a trabajar para encontrar un camino que conduzca a esta transformación, y si aporta a tal búsqueda la objetividad que ha guiado sus investigaciones científicas, adoptará necesariamente la causa del socialismo; pondrá fin al razonamiento sofístico y se unirá a nosotros».[504]
Al que desea cursar derecho y seguir la profesión de abogado para luchar contra la injusticia le demuestra que deberá atenderse a las leyes vigentes y que, de acuerdo con está, se verá obligado a dar la razón al patrono que reclama la protección pública contra los obreros en huelga y tendrá que aceptar la justicia de una sentencia que condena a un hambriento por robar un trozo de carne. A éste le dice: «Si usted razona, en lugar de repetir lo que se le ha enseñado, si analiza la ley y la despoja de la nube de ficciones que se ha acumulado sobre ella para ocultar su origen, que es el derecho del más fuerte, y su subsistencia, que ha sido siempre la consagración por su sangrienta historia, cuando haya comprendido esto, su desprecio por la ley será sin duda profundo. Entenderá que, al seguir como esclavo de la ley escrita, se sitúa en oposición diaria a la ley de la conciencia y la negocia; y puesto que este conflicto no puede seguir indefinidamente, tendrá usted que silenciar su conciencia y transformarse en un bribón o romperá con la tradición y trabajará junto a nosotros por la abolición de toda injusticia, económica, social y política. Pero entonces será usted un socialista, será un revolucionario».[505]
Al que quiere ser ingeniero le demuestra que su esfuerzo técnico ha de servir para enriquecer a tres o cuatro capitalistas y pata enfermar o matar a miles de obreros[506]; al que desea se maestro le hace ver que cuanto enseñe a los niños en la escuela será neutralizado por lo que se les inculca en el seno de la familia.[507] Al que aspira a ser artista le revela que el sagrado fuego que inspiró a músicos, poetas y pintores en el pasado se ha extinguido en la sociedad burguesa y que el arte se reduce a la mediocridad fotográfica y al lugar común.[508]
El trabajo intelectual sólo tiene, pues, para Kropotkin, un sentido auténtico cuando se inserta en el contexto de la lucha revolucionaria y cuando se pone al servicio de las clases oprimidas.[509] No deja de surgir aquí (1880), de todas maneras, la importancia que pueden tener los intelectuales y especialmente los estudiantes y graduados universitarios en la revolución (Cfr. John Vane, Reflections on the revolution in France ─ «Anarchy» ─ 89 ─ 1968 ─ pág. 195).
Una de las más frecuentes objeciones que se suelen presentar a la idea de una sociedad sin Estado es la necesidad de reprimir el delito, lo cual parece función inexcusable del gobierno. A esta objeción responde Kropotkin en una conferencia pronunciada en 1890, que titula Las Prisiones, donde analiza las siguientes cuestiones: ¿Qué significa la palabra «culpable» y cuáles son las causas del crimen y del delito? ¿se consigue con las prisiones y con la pena de muerte el doble fin que la sociedad se propone alcanzar: impedir la repetición del acto antisocial y corregir al culpable? Y, por último, ¿puede considerarse justo el presidio?
Según Kropotkin tres series de causas contribuyen a generar los actos anti-sociales, denominados crímenes: 1) causas físicas (la geografía, el clima, etc.); 2) causas fisiológicas (una enfermedad o tara congénita del cerebro, del sistema nervioso, del hígado, etc.); 3) causas sociales.[510] Es verdad que ciertos factores físicos, como el calor y la humedad, aumentan los actos de violencia, según lo muestran las curvas de Ferri.[511] Es verdad también que como ha de demostrado Lobroso, la mayoría de los criminales presentan algún defecto en la organización de su cerebro. Sin embargo, difícilmente se deduciría de esto que las solas causas físicas y fisiológicas bastan para explicar la criminalidad.[512] Puede admitirse que todos los asesinos son idiotas o enfermos mentales y los idiotas sean asesinos: «¡En cuántas familias, en cuántos palacios, sin hablar de las casas de curación!, no encontramos idiotas que ofrecen los mismos rasgos de organización que Lombroso considera característicos de la “locura criminal!”».[513] Toda la diferencia entre éstos y los que fueron entregados al verdugo, no es sino la diferencia de las condiciones en que vivieron. Las enfermedades del cerebro pueden ciertamente favorecer el desarrollo de una inclinación al asesinato. Pero éste no es obligado. Todo dependerá de las circunstancias en que sea colocado el individuo que sufre una enfermedad cerebral.[514] La causa suficiente, la única causa propiamente dicha, de toda conducta antisocial, es entonces, la sociedad misma. El medio físico y la herencia biológica predisponen, pero tales predisposiciones no se materializan sino merced a las adecuadas circunstancias en que el sujeto vive y se desarrolla. Más aún, las mismas predisposiciones hereditarias que conducen al delito pueden muchas veces, en un medio social propicio, convertirse en fuentes de meritorias conductas. No se trata de ahogar las malas pasiones, como quería el cristianismo, sino de utilizarlas brindándoles, un campo fecundo de actividad, como pretendía Fourier.[515] Los espíritus más lúcidos de nuestro siglo ─concluye Kropotkin─ reconocen que es la sociedad entera la responsable de los crímenes que en su seno se cometen, porque así como tenemos parte en la gloría de nuestros genios y héroes, la tenemos también en la culpa de nuestros delincuentes.[516]
Vale la pena transcribir, pese a su extensión, los párrafos en que describe el medio, creado por la sociedad burguesa, donde se desarrollan los gérmenes de la mayoría de los crímenes y los delitos. «De año en año millares de niños creen en la suciedad moral y material de nuestras ciudades, entre una población desmoralizada por la vida al día, frente a podredumbres y holganza, junto a la injuria que inunda nuestras grandes poblaciones. No saben lo que es la casa paterna: su casa es hoy una covacha, la calle mañana. Entran en la vida sin conocer un empleo razonable de sus juveniles fuerzas. El hijo del salvaje aprende a cazar al lado de su padre; su hija aprende a mantener en orden la mísera cabaña. Nada de esto hay para el hijo del proletario, que vive en el arroyo. Por la mañana el padre y la madre salen de la covacha en busca de trabajo. El niño queda en la calle; no aprende ningún oficio, y si va a la escuela, en ella no le enseñan nada útil. No esta mal que los que habitan en buenas casas, en palacios, griten contra la embriaguez. Más yo les diría; Si sus hijos, señores, crecieran en las circunstancias que rodean al hijo del pobre, ¡cuántos de ellos no sabrían salir de la taberna! Cuando vemos crecer de este modo la población infantil de las grandes ciudades, solamente una cosa nos admira: que tan pocos de aquellos niños se hagan ladrones o asesinos. Lo que nos sorprende es la profundidad de los sentimientos sociales de la humanidad de nuestro siglo, la hombría de bien que reina en el callejón más asqueroso. Sin eso, el número de los que declaran la guerra a las instituciones sociales sería mucho mayor. Sin esa hombría de bien, sin esa aversión a la violencia, no quedaría piedra sobre piedra de los suntuosos palacios de nuestras ciudades. Y de otro lado de la escala, ¿qué ve el niño que crece en el arroyo? Un lujo inimaginable. Insensato, estúpido. Todo ─esos almacenes lujosos, ese literatura que no cesa de hablar de riqueza y de lujo, ese culto del dinero─, todo tiende a desarrollar la sed de riqueza, el amor al lujo vanidoso, la pasión de vivir a costa de los otros, de disfrutar el producto del trabajo de los demás. Cuando hay barrios enteros en los que cada casa le recuerda a uno que el hombre continúa siendo animal, aun cuando oculte su animalidad bajo cierto aspecto; cuando el lema es: ¡Enriquézcanse; aplasten cuanto encuentren a su paso, busquen dinero por todos los medios, excepto por el que conduce al tribunal!; cuando todos, del obrero artesano, oyen decir todos los días que elídela es hace trabajar a los demás y pasar la vida holgando; cuando el trabajo manual es despreciado, hasta el punto de que nuestras clases directores prefieren hacer gimnasia a tomar en la mano una sierra o una pala; cuando la mano callosa es considerada señal de inferioridad, y un traje de seda significa superioridad; cuando, por último, la literatura sólo sabe desarrollar el culto de la riqueza y predicar el desprecio al “utopista” y al soñador que las desdeña; cuando tantas causas trabajan para inculcarnos instintos malsanos, ¿quién es capaz de hablar de herencia? La sociedad misma fabrica a diario esos seres incapaces de llevar una vida honrada de trabajo, esos seres imbuidos de sentimientos antisociales. Y hasta los glorifica cuando sus crímenes se ven coronados con el éxito, enviándolos al cadalso o a presidio cuando lo
Aun reconociendo en Lombroso el mérito de haber señalado con claridad una serie de hechos capaces de contribuir a la comprensión del delito, Kropotkin rechaza su teoría del delincuente nato y, como los marxistas, considera que la conducta antisocial no se puede explicar, en definitiva, sino por causas sociales.[517] Una vez establecido esto, resulta natural que niegue también, en oposición a Lombroso (cuyas ideas se hallaban entonces en el apogeo de su prestigio científico), el derecho de la sociedad a tomar medidas contra quienes presentan defectos de organización o taras hereditarias, a eliminar a los individuos de cerebro enfermo o de brazos más largos que lo corriente.
Más aún, Kropotkin desconoce asimismo, y en esto va sin duda más allá que los marxistas y otros socialistas de la época, el derecho de la sociedad a encarcelar a los delincuentes.
En efecto, la pena sólo podría tener, para él, la doble finalidad de evitar delitos y de corregir al delincuente. En ningún memento reconoce, como la Escuela clásica, fundada por Carrara, el concepto de la tutela jurídica y la teoría retributiva, y descarta totalmente la idea de la poca como vindicta social.[518]
Ahora bien, de aquellas únicas dos posibles finalidades las prisiones no cumplen ninguna. En primer término, lejos de prevenir futuros delitos, la prisión los genera. Quien ha estado en la cárcel vuelve frecuentemente a ella. Según informes oficiales, la mitad de los reos juzgados por el Tribunal Supremo de Francia y las dos quintas partes de los sentenciados por la policía correccional son reincidentes. Si a éstos sumamos los que emigran, cambian su identidad o logran ocultarse después de haber cometido un nuevo delito, podría sospecharse que prácticamente todos los ex-convictos reinciden. Pero la cosa no para aquí. Todos los criminales convienen en que el acto por el cual un reo vuelve a la cárcel es siempre más grave que el que antes había llevado a cabo.[519]
Por otra parte, el número de hechos antisociales o delitos permanece más o menos estable, no aumento ni disminuye notablemente con la variación de las penas o el agravamiento de las sanciones. Y los cambios introducidos en el sistema penitenciario, tampoco disminuyen la reincidencia. Lo cual resulta lógico e inevitable, ─concluye Kropotkin─ si se considera que «la prisión mata en el hombre todas las cualidades que lo hace más propio para la vida en sociedad» y lo convierte «en un ser que, fatalmente, deberá volver a la cárcel, y que expirará en una de esas tumbas de piedra sobra las cuales se escribe:Casa de Corrección, y que los mismo carceleros llamas casa de corrupción».[520] Pero además, lejos de mejorar al delincuente, la prisión lo empeora. La ociosidad y el trabajo forzado hacen de él un ser rutinario, lo deshumanizan y degradan: «Mientras que toda la humanidad trabaja para vivir, el hombre que se ve obligado a hacer un trabajo que no le sirve para nade se siente fuera de la ley. Y si más adelante trata a la sociedad como desde fuera de la ley, no acusemos a nadie, sino a nosotros mismos».[521]
La privación de las relaciones con sus mujeres y parientes contribuyen asimismo en empeorar el carácter moral de los presos: «Así es que la mejor influencia a que el preso podía ser sometido, la única que podría traerla de fuera un rayo de luz, un elemento más dulce de vida, las relaciones con sus parientes, le es sistemáticamente arrebatada».[522]
La monotonía de la vida carcelaria atrofia los mejores elementos del organismo y de la psique en el prisionero. La energía física desaparece poco a poco y el recluso vive una vida de letargo, semejante a la de quienes deben invernar en regiones árticas. Disminuye asimismo la energía intelectual. El cerebro del recluso no tiene ya fuerza para una atención sostenida; su pensamiento se hace más lento y menos profundo, gracias a la falta de impresiones.[523]
En general, los delincuentes son individuos que carecen de una fuerte voluntad, que fueron incapaces de resistir las tentaciones o de dominar una pasión. Pero la cárcel, lejos de contribuir a un fortalecimiento de la voluntad, es el medio ideal para debilitar más todavía, precisamente porque el preso no tiene en ella ocasión de ejercitarla y de obrar libremente: «El hombre no puede elegir entre dos acciones; las escasísimas ocasiones que se le ofrecen de ejercer su voluntad, son excesivamente cortas: toda su vida fue regulada y ordenada de antemano; no tiene que hacer sino seguir la corriente, obedecer so pena de duros castigos. En tales condiciones, toda voluntad que pudiera tener antes de entrar en la cárcel, desaparece».[524]
En su juventud, ya había tendido Kropotkin ocasión de investigar la situación de las prisiones de Siberia, por encargo del general Kubel, y de comprobar hasta qué punto era exacta la descripción de Dostoievski en La casa de los muertos (Cfr. Woodcock y Avakumovic, op. cit. págs. 55-57).
Más tarde, su propia experiencia como prisionero en Clairvaux confirma con harta elocuencia, sus ideas acerca del efecto degradante de toda prisión. Sobre tal experiencia escribió en The Nineteenth Century. «Con éste y los anteriores ensayos sobre las prisiones rusas compiló durante los meses siguientes (a su salida de Clairvaux) un libro titulado En las prisiones rusas y francesas, en el cual no sólo da un relato muy objetivo de sus propias dilatadas experiencias de las cárceles, como investigador en Siberia y como prisionero en diversos establecimientos, sino que expresa también su convicción de que ninguna reforma puede eliminar el intrínseco perjuicio mental y espiritual del encarcelamiento y de que la única solución real es la abolición de las prisiones y una comprensión humana de los criminales» (Woodcock y Avakumovic, op. cit. pág. 197).
En el opúsculo El terror en Rusia, escrito más tarde para dar a conocer «cuál es el estado de la Rusia actual: cuál la represión que se emplea por parte de sus gobiernos, y el estado de corrupción y encanallamiento de sus autoridades y policías», reúne una gran cantidad de precisos y aterradores datos acerca del hacinamiento y la miseria de las prisiones, los suicidios que en ellas se producen, las ejecuciones capitales (y la «ley de fuga»), las torturas en sus múltiples formas, la participación oficial de la policía en la provocación y en los mismos delitos, la represión y la violencia gubernamental, en los últimos años del Imperio de los Zares. Complementa así con hechos más recientes lo expuesto en la obra antes mencionada (En las prisiones rusas y francesas).
Kropotkin no propone ningún sustituto para las prisiones, ni admite la idea, propiciada por muchos filántropos de su época, de convertirlas en casas de curación, confiadas a médicos y maestros: «La prisión pedagógica, la casa de salud, serían infinitamente peores que las cárceles y presidios de hoy». Para él, toda regeneración del delincuente debe basarse en el ejercicio de la libertad y de la solidaridad: «La fraternidad humana y la libertad son los únicos correctivos que hay que oponer a las enfermedades del organismo humano que conducen a lo que se llama crimen».[525]
De todas maneras, más que de corregir al delincuente, se trata de prevenir o, mejor dicho, de hacer imposible el delito.
Como ya lo había sugerido W. Morris en News from Nowhere, sostiene que una gran mayoría de los actos antisociales que se cometen al presente son delitos contra la propiedad. En una sociedad donde la propiedad privada no exista tales delitos carecerán de objeto y de sentido. En una sociedad donde todos reciban adecuada educación, donde no existan clases sociales ni gobierno y donde, por tanto, todos se sientan iguales y libres, la mayor parte de los delitos serán ahogados en germen.
Resumiendo, dice, pues, Kropotkin: «La prisión no impide que los actos antisociales se produzcan; por el contrario, aumenta su número. No mejora a los que van a parar a ella. Refórmesela tanto como se quiera, siempre será una privación de libertad, una medio ficticio como el convento, que torna al prisionero cada vez menos propio para la vida en sociedad. No consigue lo que se propone. Mancha a la sociedad. Debe desaparecer. Es un resto de barbarie, con mezcla de filantropismo jesuítico, y el primer deber de la Revolución será derribar las prisiones, esos monumentos de la hipocresía y de la vileza humana. En una sociedad de iguales, en un medio de hombres libres, todos los cuales hayan recibido una sana educación y se sostengan mutuamente en todas las circunstancias de su vida, los actos antisociales no podrán producirse. El gran número no tendrá razón de ser, y el resto será ahogado en germen. En cuanto a los individuos de inclinaciones perversas que la sociedad actual nos legue, deber nuestro será impedir que se desarrollen sus malos instintos. Y si no lo conseguimos, el correctivo, honrado y práctico, será siempre el trato fraternal, el sostén moral que encontrará de parte de todos, la libertad. Esto no es utopía, esto se hace ya individuos aislados, y esto se tornará práctica general. Y tales medios serán más poderosos que todos los códigos, que todo el actual sistema de castigos, esa fuente siempre fecunda en nuevos actos antisociales, en nuevos crímenes».[526]
Como bien lo expresa Avrich, en el artículo «Kropotkin», escrito para la última edición (1974) de la Enciclopedia Británica (pág. 538), «... Kropotkin... propugnaba una entera modificación del sistema penal. Decía que las cárceles eran “escuelas del crimen” que, en vez de reformar al delincuente, lo sujetaban a castigos embrutecedores y lo endurecían en sus instintos criminales. En el mundo futuro de los anarquistas, fundado en la ayuda mutua, la conducta antisocial no sería encarada mediante leyes o cárceles, sino por la comprensión humana y la presión moral de la comunidad». («Reconstruir», No. 99).
Tonny Gibson (Anarchism and crime, «Anarchy», 57, pág. 330), siguiendo las huellas de Kropotkin, ha señalado recientemente que una concepción racional de delito no es la que propicia la segregación de las conductas desviadas sino la tolerancia de las mismas: algunas de ellas, en efecto, pueden ser actualmente benéficas; otras a-sociales pero útiles, como una señal de peligro que indica los desajustes del proceso social. En todo caso, se trata de curar un sistema insano, antes que los efectos insanos que éste produce. En todo caso, para Kropotkin, ni el privar a un hombre de su libertad, reduciéndolo a prisión, está moralmente justificado, ni las prisiones sirven en absoluto para aquello que sus defensores creen que sirven (Cfr. P. Ford, Prisons, A Case for their abolition, «Anarchy», 87, 1968, pág. 136).
Aun cuando Kropotkin reconoce que el criminal de alguna manera debe ser «corregido» (y, en tal sentido, se vincula a una larga línea de pensadores que va desde Platón a los krausistas), no admite en absoluto la legitimidad del «ius puniendi». En esto se muestra de acuerdo con la mayoría de los anarquistas que, antes y después de él, se ocuparon del tema; pero también con otros autores que, sin ser en rigor anarquistas, cuestionan los fundamentos mismos del derecho penal.
Entre todos ellos, son notorios los casos de Hamon (De la definition du crime, «Archives de l’Anthropologie criminelle», 1893) y de Malato (Philosophie de l’anarchie, 1897).
El fundador de la «Freie Volksbühne» y autor de Die Religion der Freude (1898), Faustischer Monismus (1907) y Gemeinschaftsgeit und Persönlichkeit (1920), Bruno Wille, considera que el hombre, naturalmente bueno, sólo delinque por la presión que sobre él ejerce el medio social, y que, cuando efectivamente se da un crimen, no es la sociedad o el Estado quien debe castigarlo. Sin embargo, la sociedad debe dejar libre campo a la reacción de sus miembros, que en determinados casos, se sienten compelidos a castigar por sí mismos un delito (ley de Lynch).
También están esencialmente de acuerdo con Kropotkin, Emile Girardin (Droit de punir, París, 1871) y Luis Molinari (Il tramonto del Diritto penale, Mantua, 1904). El primero, después de desconocer a la sociedad el derecho de castigar, niega, como el mismo Kropotkin, la utilidad de la pena. El segundo llega a considerar el delito como una quimera.
Pero el más radical negador de la licitud del castigo y de la pena es León Tolstoi. En nombre de un cristianismo que quiere ser literalmente fiel al Evangelio, el gran novelista ruso predica la no resistencia al mal, y niega, en consecuencia, el derecho del Estado a juzgar o a castigar a nadie (La Sonata de Kreuzer. Resurrección, etc.). Las ideas por él puestas en boca de algunos personajes son luego doctrinariamente fundadas y desarrolladas por sus seguidores, como Clarence Darrow (Crime, its causes and treatement, 1907) y Alejandro Goldenweiser (Le crime comme peine, la peine comme crime, 1904).
Otro gran novelista, Anatole France, desde un punto de vista bastante diferente al de Tolstoi, como epicúreo y no como cristiano, utilizando la ironía piadosa y no la compasión evangélica, llega a parecidas conclusiones (Crainquebille. Las prisiones de Jerónimo Coignard, El lirio rojo. El jardín de Epicuro, etc.).
Las tesis de Kropotkin (o los de autores anarquistas que le precedieron) en torno al delito y a la pena tuvieron gran influencia en Dorado Montero y su «Derecho protector de los criminales» (Cfr. M. de Rivacoba y Rivacoba, El centenario del nacimiento de Dorado Montero, Santa Fe, 1962). (Para todo lo que antecede cfr. Luis Jiménez de Asúa, Tratado de Derecho pena, II, Buenos Aires, 1950, págs. 19-27).
No podemos acabar la exposición del pensamiento de Kropotkin sin referirnos a sus ideas sobre el arte y la literatura. Las mismas no se encuentran sistemáticamente expuestas en una obra sino más bien dispersas en diversos libros y folletos, algunos de los cuales hemos examinado ya.
Pintor y músico aficionado, poeta y narrador en su adolescencia, gran lector de versos y novelas, conocedor profundo de las literaturas rusa y europeo-occidental, Kropotkin aborda los problemas estéticos con una amplia experiencia personal y una cultivada sensibilidad.
A diferencia de Bakunin, que no confía en la capacidad del arte para cambiar las estructuras sociales ni en la fuerza revolucionaria de una literatura comprometida, Kropotkin, como veremos, cree en ello y exhorta al artista de su época a abrazar la causa socialista y los ideales de la revolución.
En el folleto A los jóvenes escribe: «Tú, en fin, joven artista, escultor, pintor, poeta, músico, ¿no has observado que el sagrado fuego que inspiró a tus predecesores está ausente en los hombres de hoy? ¿que el arte es lugar común y que la mediocridad reina? ¿Podría ser de otra manera? El gozo de volver a descubrir el mundo antiguo, de ser revigorizado por las fuentes de la naturaleza, que creó las obras de arte de Renacimiento, no existe ya para el arte de nuestros tiempos; el ideal revolucionario lo ha dejado frío hasta ahora y, al necesitar un ideal, piensa que lo ha encontrado en el realismo, cuando éste apenas fotografía en color la gota de rocío en la hoja de plata, imita los músculos de la pata de una vaca o describe minuciosamente en prosa y verso la sofocante mugre de un albañil o el tocador de una cortesana. Pero, si esto es así, dirás, ¿qué se ha de hacer? Si el sagrado fuego que pretendes tener ─contesto─ no es nada mejor que una mecha humeante, entonces seguirás adelante haciendo lo que has estado haciendo, y tu arte degenerará pronto en oficio de decorador de almacenes o de proveedor de libretos para operetas de tercera categoría y de cuentos para los aniversarios navideños; la mayor parte de ti corre ya cuesta abajo a todo vapor. Pero, si tu corazón late realmente al unísono con el de la humanidad, si como un verdadero poeta prestas oído a la vida, entonces, en medio de este mar de angustia cuya marea crece en torno a ti, en medio de esa gente que muere de hambre, de esos cuerpos amontonados de las minas y esos cadáveres mutilados yaciendo a montones en las barricadas, de esas procesiones de exiliados que marchan a enterrarse en las nueves de Siberia y en las playas de las islas tropicales, en medio de esta suprema batalla, de los gritos de dolor de los conquistados y las orgías de los vencedores, del heroísmo en conflicto con la cobardía, de la noble determinación enfrentándose al mal, tú no puedes permanecer neutral; ¡vendrás y tomarás el partido de los oprimidos, porque saber que lo bello y lo sublime ─como tú mismo─ está del lado de aquellos que luchan por la luz, por la humanidad, por la justicia!».[527]
El juicio que a Kropotkin le merece el arte burgués es bastante claro: se trata de un arte que ha degenerado en la misma medida que la sociedad donde se produce. En el presente, pues, sólo la revolución puede dar sentido y vida al arte. Si desde un punto de vista ético la apelación a poetas, músicos y pintores para que abracen la causa del socialismo no fuera suficiente, desde el mismo punto de vista estético el llamado resulta perentorio. Kropotkin entiende, pues, el arte de nuestro tiempo como un arte «comprometido».
Más aún, como dice André Reszler (La estética anarquista, México, 1974, pág. 56), «Kropotkin es probablemente el primer jefe revolucionario que plantea en términos “modernos” la cuestión del compromiso del artista. Y probablemente el único en comprender que si el compromiso ha de tener un sentido, debe estar fundado en la reciprocidad consciente de las aportaciones. Al militante, el artista aporta la garantía, la legitimación de la causa socialista. Al artista, la revolución le promete superar las dificultades para vivir y para crear».
Este compromiso no es, desde luego, con un partido, ni implica ninguna forma de «realismo socialista». Como se ve por el citado fragmento, el realismo fotográfico es, en todo caso, para Kropotkin, un modo típico del arte decadente de la burguesía. Aunque cita a Zola varias veces en apoyo de determinadas ideas propias, no siente ninguna simpatía por su novelística naturalista que reduce el realismo de Balzac a una «simple anatomía de la sociedad» (Palabras de un rebelde, citado por Reszler). Desea, en cambio, para el realismo una mayor elevación, y, sobre todo, una subordinación al ideal, es decir, a los valores éticos que, para él, encarna el socialismo. Esto explica el juicio altamente laudatorio que en su Russian Literature le merece la obra de Tolstoi.
En efecto, aunque Kropotkin no llega a sostener, como Bakunin, que el arte es superior a la ciencia, hereda de él el culto romántico de lo desconocido, la pasión dionisíaca por lo maravilloso y por lo fantástico revolucionario. El hombre actual ─piensa─ alienado y disminuido en su ser hombre, no es capaz de aprehender el futuro, pero puede arrancarle, al sublevarse, algunos pequeños fragmentos (Cfr. A. Reszler, op. cit. pág. 57). El arte es, para Kropotkin, un hacer, pero un hacer creativo, que sólo puede realizarse plenamente dentro de una comunidad de hombres libres, y no en una sociedad como la capitalista burguesa, signada por la explotación del trabajo y por la opresión estatal.
En este sentido, son para él ejemplos insuperables de creatividad los productos del arte y de la literatura de las libres ciudades griegas y de las fraternales comunas del Medioevo.
En lo que se refiere particularmente a la pintura, la arquitectura y la poesía medievales concuerda Kropotkin en parte con Ruskin y con los pre-rafaelistas, y en todo con William Morris. Baste tener en cuenta un pasaje, como éste, de El apoyo mutuo: «La nueva dirección tomada por la vida humana en la ciudad de la Edad Media tuvo enormes consecuencias en el desarrollo de toda la civilización. A comienzos del siglo XI, las ciudades de Europa constituían solamente pequeños grupos de miserables chozas, que se refugiaban alrededor de iglesias bajas y deformes, cuyos constructores apenas si sabían trazar un arco. Los oficios, que se reducían principalmente a la tejeduría y a la forja, se hallaban en estado embrionario; la ciencia encontraba refugio sólo en algunos monasterios. Pero trescientos cincuenta años más tarde el aspecto mismo de Europa cambio por completo. La tierra estaba ya sembrada de ricas ciudades, y estas ciudades se hallaban rodeadas por muros dilatados y espesos que se hallaban adornados por torres y puertas ostentosas, cada una de las cuales constituía una obra de arte. Catedrales concebidas en estilo grandioso y cubiertas por numerosos ornamentos decorativos elevaban a las nubes sus altos campanarios, y en su arquitectura se manifestaban tal audacia y tal pureza de forma vanamente nos esforzamos en alcanzar en la época presente».[528] Aunque no hubiera habido en la época de las ciudades libres otro arte que la arquitectura y otros monumentos que las catedrales, con ello sobraría para poder decir que dicha época «fue la del máximo florecimiento del intelecto humano durante todos los siglos del cristianismo hasta el fin del siglo XVIII».[529]
El entusiasmo y la admiración que aquel arte, surgido en el seno de comunidades libres y fraternales, provoca en él parece no tener parangón dentro del conjunto de sus valoraciones estéticas: «Y nuestro asombro aumenta a medida que observamos en detalle la arquitectura y los ornatos de cada una de las innúmeras iglesias, campanarios, puertas de las ciudades y casas consistoriales, diseminadas por toda Europa, empezando por Inglaterra, Holanda, Bélgica, Francia e Italia, y llegando, en el Este, hasta Bohemia y hasta las ciudades de la Galitzia polaca, ahora muertas. No solamente Italia ─madre del arte─ sino toda Europa estaba repleta de semejantes monumentos. Es extraordinariamente significativo, además, el hecho de que, de todas las artes, la arquitectura ─el arte social por excelencia─ alcanzara en esta época el más elevado desarrollo. Y realmente tal desarrollo de la arquitectura fue posible sólo como resultado de la sociabilidad altamente desarrollada en la vida de entonces. La arquitectura medieval alcanzó tal grandeza no sólo porque era el desarrollo natural de un oficio artístico, como insistió sobre esto justamente Ruskin; no solamente porque cada edificio y cada ornato arquitectónico fueron concebidos por hombres que conocían por la experiencia de sus propias manos cuáles efectos artísticos pueden producir la piedra, el hierro, el bronce o simplemente las vigas y el cemento mezclado con guijarros; no sólo porque cada monumento era el resultado de la experiencia colectiva reunida, acumulada en cada arte u oficio: la arquitectura medieval era grande porque era la expresión de una gran idea. Como el arte griego, surgió de la concepción de la fraternidad y unidad alentada por la ciudad. Poseía una audacia que pudo ser lograda sólo merced a la lucha atrevida de las ciudades contra sus opresores y vencedores; respiraba energía, porque toda la vida de la ciudad estaba impregnada de energía. La catedral o la casa consistorial de la ciudad encarnaba, simbolizaba, el organismo en el cual cada albañil y picapedrero eran constructores. El edificio medieval nunca consistía el designio de un individuo, para cuya realización trabajan miles de esclavos desempeñando un trabajo determinado por una idea ajena: toda la ciudad tomaba parte en su construcción. El alto campanario era parte de un gran edificio, en el que palpitaba la vida de la ciudad; no estaba colocado sobre una plataforma que no tenía sentido, como la torre Eiffel de París; no era una construcción falsa, de piedra, erigida con objeto de ocultar la fealdad de la armazón de hierro que le servía de base, como fue hecho recientemente en el Tower Bridge, Londres. Como la Acrópolis de Atenas, la catedral de la ciudad medieval tenía por objeto glorificar las grandezas de la ciudad victoriosa; encarnaba y espiritualizaba la unión de los oficios; era la expresión del sentido de cada ciudadano, que se enorgullecía de su ciudad puesto que era su propia creación. No raramente ocurría también que la ciudad, habiendo realizado con éxito la segunda revolución de los oficios menores, comenzara a construir una nueva catedral con objeto de expresar la unión nueva, más profunda y más amplia que había aparecido en su vida».[530]
Kropotkin pone de relieve la precariedad de los medios con que las grandes obras de la arquitectura medieval fueron realizadas y enfatizadas el hecho de que cada corporación ofrendara para el monumento común su parte de piedra, de genio y de trabajo. «Cada guilda ─dice─ expresaba en ese monumento sus opiniones políticas, refiriendo en la piedra o el bronce, la historia de la ciudad, glorificando los principios de Libertad, Igualdad y Fraternidad, ensalzando a los aliados de la ciudad y condenando al fuego eterno a sus enemigos». Más aún ─añade─, «cada guilda expresaba su amor al monumento común ornándolo ricamente con ventanas y vitrales, pinturas “con puertas de iglesias dignas de ser las puertas del cielo” ─según la expresión de Miguel Angel─ o con ornatos de piedra en todos los más pequeños rincones de la construcción».[531]
El arte más puro y elevado es así, para Kropotkin, creación colectiva, obra de fraternidad y de libertad, expresión de ideales comunes y de común amor. Por eso, no se da sino allí donde florecen las ciudades libres y las comunas, allí donde no hay servidumbre ni explotación del hombre por el hombre, allí donde el acuerdo y la ayuda mutua han hecho desaparecer el Estado. Trabajar por perfección y la sublimación del arte quiere decir entonces, necesariamente, trabajar por la revolución, que hará posible una sociedad sin clases y sin gobierno.
Cuando emprende el estudio de la literatura rusa no lo hace sólo porque encuentre en ella «una fuente abundante de pensamientos originales» y «una riqueza y una frescura que no se encuentran en igual medida en otras literaturas, más antiguas» o porque la considere «dotada de una seriedad y de una sencillez de expresión que la hacen particularmente agradable al espíritu cansado de los artificios literarios» sino también ─y sobre todo─ porque ella «tiene la característica de introducir en el dominio del arte ─en el poema, en la novela, en el drama─ casi todos los problemas sociales y políticos que en la Europa Occidental y en América, por lo menos en nuestra presente generación, son objeto de discusiones en las obras políticas del día y raramente en la literatura».[532]
La razón de esto último la encuentra Kropotkin en el hecho de que Rusia carezca de una vida política, lo cual significa que «los rusos jamás tuvieron oportunidad de tomar parte activa en la formación de las instituciones de su país». Por tal motivo, «los cerebros más privilegiados eligieron el poema, el cuento, la sátira o la crítica literaria como medios de expresar sus aspiraciones, sus conceptos de la vida nacional o sus ideales».[533]
A través de su estudio de la literatura rusa (la del siglo XIX, sobre todo), intenta, pues, analizar y dar a conocer «los ideales políticos, económicos y sociales del país, las aspiraciones de aquellas partes de la sociedad rusa llamadas a hacer historia».[534]
Ya al referirse a las crónicas de la medieval república de Pskov, advierte que están impregnadas de espíritu democrático y relatan las luchas entre ricos y pobres, entre blancos y negros.[535] Desde sus mismo orígenes halla presente, pues, en la literatura rusa, la lucha de clases.
Pero, junto a la lucha de clases, señala asimismo, al tratar de la literatura medieval, el proceso de centralización estatal que, partiendo de Moscú, tiende a absorber las diversas repúblicas y ciudades libres, en un esfuerzo análogo al que cumplen en Francia Luís XI. Tal proceso se revela en el cambio que experimentan los cantos populares: «La frescura y la energía juvenil de la primitiva poesía desaparecieron para siempre. La tristeza, la melancolía y la resignación se convirtieron en rasgos dominantes del folklore ruso. Los ataques constantes de los tártaros, que aprisionaban aldeas enteras arrastrándolas a las estepas de la Rusia meridional; las incursiones de los bascaros, quienes gravaban con enormes tributos y se conducían como conquistadores en un país vencido; las cargas que se imponían al pueblo en virtud del creciente Estado militarista; todo eso se reflejaba en las canciones populares, impregnándolas de una honda tristeza de la cual no se han librado desde entonces. Al propio tiempo los alegres cantos de la fiesta de la antigüedad y los poemas épicos de los bardos ambulantes fueron severamente prohibidos, y las personas que se atrevían a cantarlos eran brutalmente castigados por la Iglesia, que veía en ellos no sólo un recuerdo del pasado pagano, sino también, un posible paso hacia una alianza con los tártaros».[536]
No deja de mostrar Kropotkin su simpatía por los cismáticos del siglo XVII (en la medida en que éstos se oponían a las aspiraciones papales y a la tremenda ambición de poder del patriarca Nikón) y considera que las Memorias del sacerdote Avakum, deportado a Siberia y luego muerto en la hoguera en 1681, «por su sencillez, seriedad y carencia de toda clase de hechos sensacionales, siguen siendo el prototipo de las memorias rusas hasta hoy en día».[537]
En el siglo XVIII pone de relieve principalmente la obra científico-literaria de Lamonosov, las comedias de Von Visin, la labor progresista del masón Novicov y del escritor político Radischtchev.
El estudio del siglo XIX lo inicia con la Historia del Estado ruso de Karamzin, «obra maestra», escrita «en un estilo brillante», pero «reaccionaria por su espíritu»[538], y con los poemas del decembrista Rileiev alguno de los cuales «aunque sigue despertando en cada generación el mismo amor por la libertad y el mismo odio contra la opresión».[539]
Puschkin tiene, para Kropotkin, el extraordinario mérito de haber creado la lengua literaria rusa, liberando al mismo tiempo a la literatura de su país del estilo ampuloso y teatral que en ella imperaba. Exalta su fuerza de creación poética, su genial capacidad de describir los hechos de la vida cotidiana o los sentimientos del hombre corriente de manera tal que el lector vuelve a vivirlos en sí. Considera como indudable prueba de su genio poético su capacidad para reconstruir y dar vida a toda una época histórica con escasísimos materiales. «Por lo demás ─añade─ la fuerza de Puschkin estaba en su profundo realismo, ese realismo, en el buen sentido de la palabra, que el fue el primero en implantar en Rusia». Pero estaba también «en la amplia sensibilidad humanitaria de que están impregnadas sus mejores producciones, en su alegría de vivir y en su respeto por la mujer».[540] Por otra parte, a pesar de reconocer en el autor de Eugenio Onmiéguin «un estilo tan sereno y suave, con tal profusión de imágenes que no tiene simular en la literatura europea»[541], lo considera superficial en sus ideas, con perspectivas sociales limitadas, que sólo hacia el final de su vida parece ampliarse. «Pero precisamente en ese punto de la evolución de su genio ─dice─ su carrera tuvo un fin prematuro».[542] En síntesis: «la forma bella, la expresión feliz, el dominio incomparable de la versificación y del ritmo con sus rasgos característicos, pero no la belleza de las ideas. En la poesía, empero, buscamos generalmente la inspiración superior, las ideas sublimes que nos ayuden a ser más buenos».[543]
De esta manera, diferencia Kropotkin claramente dos aspectos de la obra poética: la forma y el fondo. La belleza de las ideas aparece como lo característicos del fondo y como elemento esencial de toda gran obra literaria. Ahora bien, esta belleza no es otra cosa más que su elevación moral. Pero lo moral o lo ético, por su parte, no debe ser entendido, según vimos, sino como una constante lucha por la libertad y por la justicia (considerada como igualdad). Ahora bien, no puede luchar por la libertad y por la igualdad quien desconoce la vida del pueblo y de las clases oprimidas. He aquí, en definitiva, la clave de los juicios literarios de Kropotkin que, como él mismo reconoce, se ubican en la línea de los grandes críticos rusos que le precedieron, como Bielinski, Chernischevski, Dobroliubov y Pisarev.[544]
En Lermontov, a quien considera en ciertos aspectos superior a Pushckin aprecia Kropotkin la musicalidad del verso, pero sobre todo el «humanismo», el cual se revela tanto en su rebeldía contra las crueldades de Iván el Terrible como una concepción del patriotismo, que no implica amor alguno hacia la Rusia oficial o hacia la fuerza militar del imperio y que no le impide demostrar una honda simpatía hacia los habitantes del Cáucaso, empelados en la heroica defensa de su propia libertad contra los invasores rusos.[545]
Gogol, cuya influencia considera Kropotkin colosal y perdurable, no es, para él, un pensador profundo, pero sí un gran artista. Su obra representa ciertamente un puro realismo, pero está impregnada «del deseo de crear algo bueno, y grande para la humanidad».[546] En especial, sus descripciones de la vida de los campesinos constituyen un alegato poderoso contra la institución de la servidumbre y resulta indudable que sus escritos introducen «en la literatura rusa el elemento social y la crítica social», precisamente porque están «basados en el análisis de las condiciones en que se encontraba entonces Rusia».[547]
Al tratar del realismo de Gogol no puede dejar, por otra parte, de confrontarlo con el naturalismo de Zola, que estaba en aquella época (1901) en su momento de mayor auge. Para él, «el realismo no puede limitarse al análisis de la sociedad», sino que debe ponerse al servicio de ideales, (los cuales han de ser ─se sobreentiende─ ideales sociales y en definitiva socialistas). Contraponiendo el realismo artístico de Gogol al naturalismo de Zola, sosteniendo así mismo que no se puede entender el realismo «como una nueva descripción de los aspectos más bajos de la vida, porque un escritor que limita sus observaciones a los aspectos más bajos de la vida no es, a nuestro juicio, un realista». Su visión deja de ser real a fuer de parcial, ya que «la degeneración no es el rasgo único ni dominante de la sociedad moderna, considerada como un todo».[548] Difícilmente hubiera podido imaginar Kropotkin, como se ve, la exaltación que algunos sedicentes «anarquistas» realizan hoy a las obras del Marqués de Sade. Turguenev y Tolstoi son, para nuestro autor «los dos novelistas más eminentes de Rusia y tal vez de su siglo».[549] Al primero cuyas principales obras analiza en detalle, le atribuye un elevado sentimiento de belleza y, al mismo tiempo, una capacidad poco común de análisis psicológico y social. Sus novelas no han de ser consideradas, según Kropotkin, como meras descripciones fortuitas de hombres y sucesos: «están íntimamente ligadas entre sí y reflejan la sucesión de los tipos intelectuales representativos de Rusia que han impreso su sello característico a las generaciones ulteriores».[550] El segundo constituye, para él, la cumbre del arte narrativo ruso y, por otra parte, el escritor que más profundamente ha conmovido con sus escritos morales la conciencia humana, desde Rousseau. La admiración que siente por los valores estéticos de Guerra y Paz, cada una de cuyas escenas constituye para él fuente indecible de goce[551], no es, sin embargo, mayor que la provocada por los escritos morales, de los últimos años, en los cuales, a través de sus críticas a la iglesia y al Estado y de si valorización positiva del trabajo, arriba Tolstoi a posiciones en buena parte coincidentes con el comunismo anárquico del propio Kropotkin. Materialista y ateo, éste, no deja de considerar con simpatía el intento del gran novelista por restituir el cristianismo a sus orígenes evangélicos y por presentarlo a sus contemporáneos como algo ajeno a todo elemento dogmático, despojando de toda creencia contraria a la razón, apto para ser abrazado por los hombres de todas las religiones e inclusive para los negadores de cualquier Dios personal. Pero, al mismo tiempo que coinciden con su condenación a la guerra (implícita ya en Guerra y Paz) y acoge el pacifismo tolstoiano, como una manifestación lógica de su anti-estatismo, advierte que la doctrina de la no resistencia al mal, literalmente interpretada, se convierte en firme apoyo de la opresión e implica, en definitiva, la colaboración (por simple omisión) con las fuerzas del mal.[552]
No escapa por cierto a la penetración crítica de Kropotkin que uno de los principales méritos literarios de Tolstoi consiste en su extraordinaria capacidad de dar vida, individual y concreta, a cada personaje, ni deja de hacer notar el hecho esencial de que su idiosincrasia artística es, en gran medida, el reflejo del hondo dualismo y del perpetuo conflicto que agitan su personalidad.
Pero el conjunto de su obra ─desde infancia hasta la Sonata a Kreutzer y desde sebastopol hasta Resurrección y los escritos religiosos─ constituye, sin duda, para Kropotkin, la más alta expresión ética y estética de la literatura rusa. Este juicio, que resulta tanto más lógico y previsible cuando más cerca están los ideales éticos y sociales de Tolstoi de los del propio Kropotkin, contrasta con la reticencia o con la abierta censura de los críticos del «realismo socialista» al «idealismo» o «misticismo» del gran idealista ruso.
Goncharov ocupa, para Kropotkin, «el primer lugar después de Turguenev y de Tolstoi» en la narrativa rusa del siglo XIX.[553]
Su Oblomov aporta la creación de un tipo muy característico e la Rusia decimonónica, que es, sin embargo, al mismo tiempo, un personaje tan universal como Hamlet o Don Quijote.
Dostoievski, en cambio, es considerado por Kropotkin como inferior a Tolstoi, Turguenev y Goncharov. Ni su irracionalismo, ni su odio a la cultura occidental, ni su predilección por los oscuros abismos del alma humana pueden despertar en él simpatía alguna. Juzgadas desde un punto de vista meramente estético sus obras no podrían merecer ─dice─ un juicio favorable: la forma literaria se halla en ellas con frecuencia por debajo de toda crítica; sus personajes hablan en forma negligente, se repiten y fácilmente se echan de ver que es el mismo novelista el que habla por ellos; el romanticismo es llevado a veces a sus extremos; la trama tiene un desarrollo anticuado; la construcción es desordenada; los acontecimientos se suceden de un modo no natural, y, en general, la narración se desenvuelve en un ambiente de manicomio.[554]
El racionalismo naturalista de Kropotkin, por una parte, y la transparente serenidad de su vida espiritual, por otra, le impiden, sin duda, ver en los personajes de Dostoievski nada que esté más allá de la sicopatología.
Si puede considerar como fundamentalmente bella la idea y la forma de Las casa de los muertos, juzga en cambio a Los hermanos Karamazov como la expresión más acabada de «los defectos interiores del espíritu y de la imaginación del autor».[555]
Esta obra, que manifiesta nebulosamente una oscura y reaccionaria filosofía, contiene, más que ninguna otra, una interminable colección «de los tipos más repugnantes de la humanidad: locos, simlocos, criminales en germen y en realidad en todas sus posibles graduaciones». Y poniendo de manifiesto el punto de vista propio del naturalismo y del biólogo, dice: «Un especialista ruso en enfermedades cerebrales y nerviosas ha encontrado representantes de todas las especies de estas enfermedades en las novelas de Dostoievski, y especialmente en Los Hermanos Karamasov, hallándose todo puesto en un marco que representa la más extraña mezcla de realismo y de romanticismo». Evidentemente, Kropotkin no entreveía la posibilidad de que precisamente la psico-patología se constituya en luz reveladora de los límites de la naturaleza humana. En el entusiasmo con que la crítica occidental acogió las obras de Dostoievski, cuando éstas fueron traducidas por vez primera al francés, al alemán y al inglés, ve «una gran parte de exageración histórica». Le duele, sobre todo, que Tolstoi y Turguenev fueran olvidados ante Dostoievski. Y, aunque reconoce que existe una gran fuerza en todo cuanto éste escribió, que su poder creador es comparable al de Hoffman, que su profunda simpatía por los humildes arrastra al lector más indiferente y ejerce una fuerte y benéfica impresión sobre los jóvenes, que sus análisis de las diversas enfermedades psíquicas son extraordinariamente exactos, considera que en definitiva sus cualidades literarias son inferiores a las de Tolstoi, Turguenev y Goncharov: «Páginas de intenso realismo están mezclados con los más fantásticos acontecimientos, sólo dignos de los más incorregibles románticos─ Escenas de conmovedor interés son interrumpidas para introducir páginas interminables de las más innaturales discusiones teóricas. Además tiene el autor tal prisa, que parece que no ha tenido ni tiene el autor tal prisa, que parece que no ha tenido ni siquiera tiempo de leer la novela antes de mandarla a la imprenta. Y, lo que es peor, cada uno de los héroes de Dostoievski, especialmente en las novelas del último período, padece de una enfermedad física o de una perversión moral. El resultado es que aun cuando algunas novelas de Dostoievski se leen con gran interés, jamás se ha intentado releerlas, como se releen las novelas de Tolstoi y de Turguenev, y aun de novelistas secundarios; y yo debo confesar que he experimentado recientemente la pena más grande de releer, por ejemplo, Los hermanos Karamazov y nunca he podido leer hasta el final una novela como El idiota».[556]
Cualquiera que sea el valor que queramos conceder a estos juicios críticos de Kropotkin, en ningún caso podríamos acusarlo de haber desconocido o pasado por alto el rasgo quizás más humano y simpático de la obra de Dostoievski: su amor por los oprimidos y por los humildes. A las líneas antes citadas, añade, como conclusión, las siguientes: «Sin embargo, se le puede perdonar todo a Dostoievski, porque cuando habla de los niños maltratados y abandonados de nuestras ciudades civilizadas, adquiere verdadera grandeza gracias a su inmenso amor a la humanidad, al hombre, aun en sus peores manifestaciones. Por su amor hacia esos borrachos, mendigos, ladrones, etc.; delante de quines pasamos sin dirigirles habitualmente ni siquiera una mirada de compasión; por su capacidad de descubrir lo que hay de humano y a menudo de grande en estas criaturas caídas tan bajo; por el amor que él sabe despertar en nosotros hasta por aquellos que jamás harán un esfuerzo para salir de la baja y terrible situación en que los ha arrojado la vida, por esta capacidad Dostoievski se ha conquistado seguramente un lugar especial en entre los escritos de la edad moderna y se le leerá, no por la perfección artística de sus escritos, sino por los buenos pensamientos que allí se encuentran esparcidos, por sus excelente descripciones de la miseria en las grandes ciudades, así como por la infinita simpatía que siente el lector por una criatura como Sonia».[557]
Al hablar de Nekrasov, sobre cuya estatura poética se discutió largamente en Rusia, toma Kropotkin explícita posición contra la crítica formalista y esteticista: «Cuando juzgamos a un poeta tenemos siempre en cuenta el tono general de sus obras, que amamos o que pasamos por alto; reducir la crítica literaria exclusivamente al análisis de la belleza de los versos del poeta o a la relación entre “la idea y la forma”, significaría disminuir inmensamente el valor de la crítica».[558]
Y es precisamente ─dice-en el contenido general de la poesía de Nekrasov donde reside su valor. Argüir, como hacen los «estetas puros», que dicha obra no es poética porque es «tendenciosa» constituye para Kropotkin un argumento evidentemente falso, ya que, según él, «todo gran poeta persigue una intención precisa en la mayor parte de sus poesías y la cuestión reside solamente en comprobar si ha hallado una bella forma para expresar su intención o no».[559]
Nekrasov ha hecho de la masa del pueblo ruso y de sus sufrimientos el tema principal de su poesía: «su amor por el pueblo pasa a través de sus obras como un hilo rojo; y a él permaneció fiel toda su vida».[560] Y si bien es cierto ─reconoce Kropotkin─ que cuando se lee su obra se nota que versificó con cierta dificultad y que aun sus mejores poemas contienen versos toscos, de desagradable sonido, no por eso deja de ser un gran poeta, ya que en todo lo que escribió «no se encuentra una sola imagen poética que no esté de acuerdo con la idea total de la poesía, o que disuene o no sea hermosa». Es, en todo caso, ─añade─ «uno de los poetas más populares de Rusia» y «sus obras son leídas no sólo por las clases cultas, sino también entre los más pobres aldeanos».[561]
En el capítulo dedicado al teatro, después de haberse referido a sus orígenes religiosos y populares en el Medioevo, a sus primeras manifestaciones modernas en los siglos XVII y XVIII (Sumarokov, Kniajninm Oserov, etc.), y a los inicios del romanticismo (Schajovski), se detiene particularmente en Griboiedov, cuya única comedia, La desgracia del ingeniero, ha hecho, según él, por la escena rusa lo que Puschkin por la poesía; y en Ostrovski, cuyas piezas reflejan especialmente la vida de las clases mercantiles.
Otro capítulo lo consagrara a los que denomina «novelistas del pueblo», entendiendo por tales «no aquellos que escriben para el pueblo, sino los que escriben sobre el pueblo: sobre los campesinos, los mineros, los obreros de las fábricas, las capas más bajas de la población de las ciudades, los vagabundos».[562] Este tipo de escritores, especialmente raro en occidente, tiene muchos representantes en Rusia. Ellos han abordado en sus obras todos los grandes problemas relacionados con la vida popular: «Los horrores de la servidumbre, y más tarde, la lucha entre el campesino y el creciente comercialismo, la influencia de la fábrica sobre la vida de la aldea, las grandes pesquerías cooperativas, la vida de los campesinos en ciertos monasterios, la vida en las profundidades de los bosques siberianos, la vida de los pobres de las ciudades y de los vagabundos; todo esto ha sido descrito por los novelistas del pueblo, y sus obras se leen con la misma satisfacción que las de los grandes escritores rusos».[563]
Entre ellos estudia, en particular, a Grigorovich (a quien compara con Harriet Beechet Stowe), a Marko Vovchok, a Danileski, a Kokorev, a Pisemski, a Potiejin. No paso por alto las pacientes y ricas investigaciones etnográficas realizadas por hombres como Pipin, Maximov, Afanasiev, Melnikov, Yeliznov, Prugavin, Zasodimski, Prijov, etc. Y se detiene en narradores como Pomialovski en sus relatos de escuelas clericales; Rieschotnikov, con sus anto-convencionales y abrumadoramente verídicas pinturas de la vida de las masas paupérrimas; Levitov, con sus descripciones de las estepas meridionales y de los bajos fondos de Moscú: Uspenski, con sus bocetos de la comunidad aldeana; Zlatovranstki, cuya obra es una réplica a la del anterior. Y sin dejar de mencionar a otros autores a la del anterior. Y sin dejar de mencionar a otros autores menores (como Naumov, Zasodimski, Karonin, Melschin, Elpatievski, Nefiodov), dedica, para acabar, un largo parágrafo a la obra de Máximo Gorki, en el cual ve el coronamiento de toda la novela del pueblo: «Gorki es un gran artista; es un poeta; pero es también hijo de esa serie de novelistas del pueblo que Rusia ha tenido en el último medio siglo, y ha utilizado su experiencia: ha logrado por fin aquella feliz combinación de realismo e idealismo a la que aspiraron durante tantos años los novelistas populares rusos».[564]
Lo más característico de sus relatos y, sin duda, uno de sus rasgos más encomiables es ─para Kropotkin─ el hecho de que en lugar de lamentar la dura suerte de sus personajes vibra allí «una fresca nota de energía y de coraje, absolutamente nueva en la literatura rusa».[565] En tal sentido Gorki aparece a sus ojos como un anti-Dostoievski. «El tipo favorito de Gorki ─anota con razón─ es el rebelde, el hombre en plena rebeldía con la sociedad, pero que al mismo tiempo es un hombre fuerte, potente; y como entre vagabundos, en medio de los cuales había vivido, observa a lo menos el embrión de ese tipo, tomó sus más interesantes héroes de esa capa de la sociedad».[566]
No deja de advertir finalmente Kropotkin que en aquella época (1904-1905), Gorki no había dicho aún su última palabra, pero añade ─acertadamente, sin duda─ que, desde el momento en que emigró de Rusia «su obra perdió la frescura y la inspiración de sus primeros cuentos cortos».[567]
En ese panorama de la literatura rusa no podía olvidar Kropotkin la literatura política y la crítica literaria, géneros de tan difícil gestación en Rusia, gracias a los ininterrumpidos rigores de la censura.
Después de haber caracterizado (tratando de superar toda simplicidad) las posiciones de occidentalistas y eslavófilos, se ocupa particularmente de la literatura política en el exterior.
De Herzen dice que era «un profundo pensador cuyas simpatías eran todas para la clase trabajadora, que conocía las formas de la evolución humana en toda su complejidad y que escribía en un estilo de incomparable belleza».[568] Ogarev, que «durante toda su vida permaneció fiel a los ideales de igualdad y libertad que había alcanzado en su juventud», produjo, según Kropotkin, poesías en las que «se percibe con frecuencia una nota de la resignación de Schiller y raramente un acento de rebeldía y de energía masculina».[569] A Bakunin lo considera como «el revolucionario típico que consignaba con su fuego revolucionario a todos los que se le acercaban» y, sobre todo, como «el anti-estatal, que él basó sobre los fundamentos de sus amplios conocimientos históricos y filosóficos».[570] Pero no por eso deja de valorar altamente ─y en esto se demuestra la amplitud de las miras y la generosidad intelectual de Kropotkin─ a un social-demócrata como Lavrow, a quien considera «un enciclopedista extraordinariamente docto»[571] y «siempre consecuente con sus ideales»[572], que «incitó a trabajar entre y para el pueblo, mostrando a la juventud culta su deuda para con el pueblo y su deber de pagar esta deuda, contraída con las clases pobres, a cuya costa había estudiado en las universidades».[573]
No deja de mencionar, también elogiosamente, la obra política del gran novelista Turguenev (sus proyectos constitucionales, sus artículos en La campana de Herzen, su libro Rusia y los rusos), la el profesor ucraniano Dragomanov, y, en especial, la de su amigo Stepniak (pseudónimo de S. Kravchinski) de cuyos esbozos La Rusia subterránea (que antes hemos citado) dice que «revelan su notable talento literario».[574]
Con simpatía y admiración recuerda la obra del gran crítico literario y social Chernischevski, señalando sobre todo el apoyo que prestó «con toda energía de su gran inteligencia, con sus amplios conocimientos y extraordinaria capacidad para el trabajo» a la causa de los siervos recién liberados.[575] En cambio, aun reconociendo en las sátiras de Saltikov, observaciones «a veces extremadamente profundas y justas», halla que las mismas se pierden con excesiva frecuencia en un diluvio de la palabras vanas, dichas con el fin de esconder a la censura su intención, pero que «disminuyen la eficacia de la sátira, debilitando todo su efecto».[576]
La especialísima importancia que la crítica literaria ha tendido en la vida social y política y en la formación de la juventud durante el siglo XIX en Rusia, deriva, para Kropotkin, de hecho de que ella no se ha limitado allí casi nunca a análisis puramente formales o meramente estéticos, sino que, a propósito de cada obra literaria, ha sabido plantear y analizar problemas humanos y sociales, vigentes en el país.
Partiendo de Bielinski (y, no sin olvidar, a los precursores Venevitinov, Nadehdin y Polevoi), analiza Kropotkin desde ese punto de vista, la obra de Maikov, Chernischevski, Dobroliubov, Pisarev, Mijailovski y otros críticos menores, para concluir en un examen del famoso folleto de Tolstoi ¿Qué es el arte?
Para Kropotkin, Tolstoi, que al comienzo de su carrera literaria había tenido ideas un tanto definidas sobre el arte y que en 1859 pronunció un discurso sobre la necesidad de no mezclar el arte con las minucias de la vida cotidiana, en ¿Qué es el arte? «Rompe completamente con la teoría del “arte por el arte” y se pone abiertamente de parte de aquellos de cuyas ideas al respecto hemos hablado en las páginas precedentes».[577] Estas ideas son compartidas, en todo lo esencial, por el mismo Kropotkin, el cual llega aun a justificar las más discutidas tesis del gran novelista, como la afirmación de que el valor de una obra de arte se mide por su comprensibilidad para el mayor número de personas.[578]
Tiempo vendrá ─anuncia Kropotkin─ en el que el artista, compenetrándose con las ideas de Tolstoi, se dirá: «Puedo escribir obras de arte profundamente filosóficas en el que se describa el drama interior de los refinados y cultos hombres de nuestra época; puedo escribir obras que contengan la más elevada poesía de la naturaleza; más, si soy capaz de escribir tales cosas, debo hacerlo de modo que todos comprendan, si es que soy un verdadero artista. De producir obras que, siendo igualmente profundas, pueden ser comprendidas por todos y que aun el más simple minero o campesino pueda gustar de mi obra».
Junto al realismo, entendido no como mera reproducción fotográfica de la naturaleza y de la sociedad (y menos como reproducción de aspectos patológicos), sino como comprensión de la realidad a la luz de un ideal ético y socio-político (aunque no de un programa de partido), aparece en Kropotkin, como en Tolstoi, la exigencia del arte para el pueblo (lo cual no implica, según él, renuncia alguna frente a las exigencias estéticas formales): «El arte puro y grande que, no obstante su profundidad y su vuelo sublime, penetre en la cabaña de cualquier campesino y pueda inspirar a cualquiera concepciones superiores de pensamientos y de vida, semejante arte es verdaderamente necesario. Y yo creo que es también posible».[579]
A diferencia de Bakunin, Kropotkin no sintió nunca la fascinación de la filosofía alemana. Podía considerar con simpatía los estudios kantianos de su hermano, pero el método trascendental y el análisis de las estructuras «a priori» del espíritu no revestían para él interés alguno. La especulación hegeliana se situaba absolutamente fuera de su horizonte intelectual, y durante toda su vida permaneció inmune a la dialéctica.
Las ciencias de la naturaleza ejercieron, en cambio, una poderosa atracción sobre su espíritu, ya desde los días de su primera juventud. En cuanto abandonó el servicio militar y pudo disponer libremente de su tiempo y de su persona se inscribió en la universidad para estudiar matemáticas, no porque a éste le importaran por sí mismas, sino porque las consideraba instrumento indispensable para el estudio de la realidad natural. La geografía física y la geología constituyeron pronto el principal foco de su atención. Durante los años de su permanencia en Siberia realizó, como vimos, investigaciones que constituyeron valiosos aportes a dichas disciplinas. En Siberia también por vez primera leyó también por vez primera una obra de Proudhon, poniéndose así en contacto con el pensamiento anarquista. Durante su viaje a Suiza se proclamará, más tarde, definitivamente ganado para la causa del socialismo anti-autoritario.
Ahora bien, el anarquismo y las ciencias naturales o, por mejor decir, una cosmovisión fundada en dichas ciencias, no podían permanecer aislados en una mente tan lógica y coherente como la de Kropotkin. Por una parte, toda válida concepción del mundo debe estar coronada para él por una concepción del hombre y de la sociedad y, más todavía, por un ideal y un programa de acción social. Por otra parte, una concepción de la sociedad de un ideal social no pueden sostenerse sin una sólida y coherente concepción del mundo como base.
Aunque el anarquismo no surge entre sabios ni se desarrolla en medios universitarios, según él mismo advierte explícitamente[580], no por eso deja de considerarlo como la coronación de la concepción científica del mundo y como el ideal social que de ella se deriva. El fundamento de la doctrina anarquista es, a su vez, dicha concepción, y de una manera concreta, el evolucionismo darviniano, que constituye la última palabra de la ciencia.
Todo el pensamiento de Kropotkin puede articularse en tres momentos: 1.º) la ciencia, o, por mejor decir, la cosmovisión derivada de las ciencias naturales, 2.º) la ética, basada en dicha concepción, y 3.º) el comunismo anárquico, que se presenta como una consecuencia de la ética y que, a través de ella, se funda también en los resultados de la ciencia.
Como ya hemos dicho, para Kropotkin no se puede afirmar que el anarquismo y el socialismo hayan nacido la investigación científica. Son, por el contrario, productos de la vida popular: «Del mismo modo que el socialismo, genéricamente hablando, y otras manifestaciones de carácter social, el anarquismo tiene su origen en el pueblo y únicamente conserva su vitalidad y su fuerza creadora en tanto persiste en su condición de movimiento popular».[581]
Sin embargo, es importante ─agrega enseguida─ «conocer la posición que ocupa en las distintas corrientes del pensamiento científico y filosófico de nuestros tiempos». O, en otras palabras, determinar cuáles son sus fundamentos, ya que, obviamente, no se le ocurre siquiera la posibilidad de considerarlo como un mero ideal subjetivo o como un puro programa pragmático.
Gran mérito es de los filósofos ingleses, escoceses y franceses del siglo XVIII el haber pretendido englobar el conocimiento humano en un sistema general, y explicar, basándose exclusivamente en los hechos observados, la totalidad de la naturaleza, desde la formación del universo y la estructura de la materia hasta el funcionamiento de la sociedad y la conducta humana: «Dando de lado a las teorías escolásticas y metafísicas de la Edad Media, tuvieron el valor de considerar a la Naturaleza entera ─el universo mundo, nuestro sistema solar, nuestro globo, el desenvolvimiento de las plantas, de los animales y de la sociedad humana sobre la superficie del mismo─ como una serie de hechos a estudiar de la misma manera que se estudian las ciencia naturales».[582] El método que usaron fue el deductivo-inductivo, que Kropotkin considera como el «método verdaderamente científico», aplicable tanto a los fenómenos de la naturaleza inorgánica u orgánica como a los hechos históricos, psicológicos y sociales. Empezaban por coleccionar datos; si generalizaban lo hacían siempre por medio de la inducción; si forjaban hipótesis las consideraban sólo como supuestos aptos para sustentar una explicación temporal y para facilitar la unificación de los hechos; en cualquier caso, tales supuestos no los aceptaban sino después de haberlos confirmado mediante una gran cantidad de hechos diferentes y de haberlos desarrollado de un modo teórico o deductivo, ni los consideraban nunca como leyes (es decir, como generalizaciones probadas) sino después de una cuidadosa verificación, que incluía la explicación de las causas de su constante exactitud.[583]
En realidad, en la segunda mitad del siglo XVIII ya está delineado esencialmente el espíritu y el método de la ciencia tal como Kropotkin la entiende y tal como pretende aplicarla al estudio de la sociedad y a la fundamentación del anarquismo. El rechazo de todo presupuesto sobrenatural y de toda especulación metafísica, la idea de la unidad de lo real y de la continuidad entre naturaleza y sociedad; y el método inductivo-deductivo son, en efecto, para él, los puntos de partida indispensables en toda tarea científica.
Cuando la reacción que dominó a Europa en las primeras décadas del siglo XIX intentó sofocar todo progreso científico, lo esencial estaba ya iniciado y, a veces, más que iniciado por los hombres del XVIII: «La teoría mecánica del calor, la indestructibilidad del movimiento (conservación de la energía); la variabilidad de las especies por influencia del medio; la psicología fisiológica; la interpretación antropológica de la historia, de la legislación y de las religiones; las leyes del desarrollo del pensamiento; en una palabra, toda la concepción mecánica y toda la filosofía sintética (una filosofía que abarca la generalidad de los fenómenos físicos, químicos, vitales y sociales como un todo), habían sido ya delineadas y en parte elaboradas en el siglo anterior».[584]
Sin embargo, cuando a medidos del siglo XIX las condiciones socio-políticas volvieron a ser propicias para la libre investigación, la ciencia y la filosofía científica cobraron un nuevo y maravilloso impulso: «La aparición en el corto espacio de cinco o seis años, 1856 a 1862, de los trabajos de Grove, Joule, Berthelot, Helmholtz, Mendeleef; Darwin, Claudio Bernard, Spencer, Maleschott y Vogt; de Lyell sobre el origen del hombre; de Bain, Mill y Bournouf; verdadera y súbita constelación de maravillosos trabajos, produjo una completa revolución en las concepciones fundamentales de la ciencia. Y la ciencia se aventuró por nuevos caminos... Lo que había sido, en general, simple conjetura en el siglo XVIII, se convirtió entonces en hechos probados por la balanza y el microscopio y verificados por observaciones y experimentos».[585]
La confianza de kropotkin en el futuro de la ciencia no es conmovida siquiera por el convencimiento de que la influencia estatal y capitalista pueden provocar en su evolución períodos de estancamiento similares al que se produjo en la primera parte del siglo XIX. En todo caso, ya en la ciencia actual hay resultados que deben considerarse definitivos: «Nosotros podemos ya leer el libro de la Naturaleza, que comprende el desenvolvimiento de la vida orgánica e inorgánica y también de la humanidad, sin recurrir a la idea de un creador o a una metafísica fuerza vital o, en fin, al alma imperecedera; y podemos hacerlo sin consultar la trilogía de Hegel ni ocultar nuestra ignorancia tras cualquiera símbolos metafísicos, bien ilustrados ya por el escritor acerca de una experiencia real. Los fenómenos mecánicos, más y más complicados a medida que pasamos del mundo físico a los hechos de la vida, batan a explicar la Naturaleza, y toda la existencia orgánica, intelectual y social en nuestro planeta».[586]
La ciencia a lugar así, para Kropotkin, a una concepción claramente mecanicista de la realidad total. El naturalismo (exclusión de cualquier instancia sobrenatural), el positivo (rechazo a cualquier especulación metafísica), el anti-dialectismo, desemboca en un bien definido materialismo mecanicista, donde la realidad, aun en sus formas complejas (la religión, el arte, el derecho, etc.), se reduce siempre, en última instancia, al movimiento local de la materia.
Hacia mediados del siglo XIX se imponía ya ─dice Kropotkin─ la elaboración de una filosofía que, desechando expresiones simbólicas (esto es, metafísicas) y superando todo antropomorfismo, recogiera los datos obtenidos por las diversas ciencias y los unificara en una vasta síntesis. Esta filosofía, elevándose poco a poco de lo simple a lo compuesto, debía establecer los principios fundamentales de la vida del universo y proporcionarnos la clave para comprender la totalidad de la Naturaleza, dotándonos al mismo tiempo de un instrumento apto para guiar nuevas investigaciones y para ayudarnos a descubrir nuevas leyes naturales.[587] Ya los enciclopedistas habían entrevisto esta necesidad, y también Turgot y Saint-Simon. Augusto Comte emprendió la tarea hacia la cuarta y quinta década del siglo XIX en suFilosofía positiva, y a éste último Herbert Spencer con su Filosofía sintética, ya en la segunda mitad de dicho siglo.[588]
A Comte le reconoce Kropotkin el mérito de haber introducido la ciencia de la vida (biología) y la ciencia de las sociedades humanes (sociología) en el ciclo que abarca su Filosofía positiva, pero le reprocha la deficiencia de sus análisis de las instituciones modernas y de la ética, y, sobre todo, el haber pretendido en su Política positiva completar su filosofía con una religión, así se tratara de una religión de la humanidad.
La razón de esta contradicción la encuentra Kropotkin en el deficiente desarrollo de la biología de su época. En efecto, habiéndose situado Comte en el mismo punto de vista que Darwin al tratar de explicar el sentido moral en el hombre, y habiendo escrito inclusive páginas admirables acerca de la extensión de la sociabilidad y del apoyo mutuo, no se atrevió, por falta de intrepidez y, sobre todo, porque la biología no podía proporcionarle aún los conocimiento necesarios, a sacar de ello todas las consecuencias, y de tal modo se vio obligado a recurrir a Dios, esto es, a la Humanidad (con mayúscula), para encontrar un último fundamento a la moral: «Nos ordenó postrarnos antes esta nueva divinidad y dirigirle nuestras oraciones a fin de desarrollar nuestros sentimientos».[589]
La filosofía sintética de Spencer, construida en un momento en que el desarrollo de la ciencia hacía posible delinear los rasgos esenciales de la historia de la especie humana y desechar la antropología metafísica no menos que la mitología bíblica, constituye para Kropotkin un gran avance, pero contiene todavía «en la parte de la sociología falacias tan inexplicables como las incorporadas a la filosofía positiva de Comte».[590]
En primer lugar ataca en Spencer su falta de consecuencia en la aplicación del método científico. Lo comprende de un modo admirable en el terreno de la física, de la biología y de la psicología, pero no es capaz de aplicarlo al estudio de la sociedad humana. Ello se debe quizás ─según Kropotkin─ al hecho de que Spencer planeó la parte sociológica de su sistema bajo la influencia del radicalismo inglés, cuando el estudio científico de las instituciones humanas daba recién sus primeros pasos, y antes de haber compuesto la parte referente a las ciencias naturales: «Pero sea de ello lo que quiera, ─añade─ el resultado fue que Spencer, como Comte, no acometió el estudio de las instituciones humanas como un naturalista, en vista de su propia finalidad, sin ideas preconcebidas tomadas a préstamo en otros órdenes de conocimientos ajenos a la ciencia».[591]
En segundo lugar, Kropotkin le reprocha a Spencer el haber adoptado para el estudio de la sociología un nuevo método, diferente al utilizado por él en el estudio de las ciencias naturales. Aquel método, que muy fácilmente conduce a erróneas conclusiones, es el de las semejanzas (método analógico). De hecho, mediante el mismo, logró justificar una serie de prejuicios. El resultado de su aplicación es que todavía no se haya logrado una filosofía sintética que ponga sobre idéntica base a las ciencias naturales y a las sociales.
En tercer lugar, considera Kropotkin agudamente que Spencer (y en general los ingleses) son incapaces de comprender las instituciones de otros pueblos y, sobre todo, de los primitivos. «Fue del todo incapaz ─dice─ de comprender el respeto de los salvajes por la tribu y sus reglas de conducta, o al héroe de la mitología escandinava que consideraba el Talión sangriento como un deber sagrado, o la ciudad medieval en su vida interna, que aún agitada por intestinas discordias, fue, no obstante, precisamente por esa razón, vida de sorprendente progreso». Y añade en seguida: «Las concepciones del Derecho y de la Ley que prevalecieron en esos estados de civilización, fueron enteramente extraños a Spencer: no supo ver en ellos más que salvajismo, barbarismo y crueldad».[592]
En cuarto lugar, Kropotkin acusa, por encima de todo, a Spencer, de haber entendido erróneamente (como Huxley) el sentido de la darviniana «lucha por la existencia», en cuanto se la representaba no sólo cual una contienda de las diversas especies sino también como una guerra continua de los individuos entre sí dentro de cada especie, cuando, en realidad, tal lucha no existe entre los animales y menos todavía entre los hombres primitivos.[593]
Ahora bien, de estos reparos que Kropotkin opone a los dos principales exponentes de la filosofía positivista, algunos parecen bastante endebles y difíciles de sostener; otros, en cambio, revelan que el pensamiento del propio Kropotkin no se contenta ya con el positivismo y exige una aplicación más estricta del método inductivo-deductivo, propio de las ciencias naturales. Es difícil suponer que si Comte hubiera conocido la teoría darviniana de la evolución, hubiera dejado de concebir su religión de la Humanidad, como Kropotkin cree. Sin embargo, es claro que la repugnancia que éste siente frente a un sistema de filosofía positiva que calumnia en una religión (así sea la de la Humanidad) proviene de una exigencia metodológica cuya aplicación rigurosa Comte, en su última época, había olvidado por completo.
Que Spencer se muestre incapaz de comprender las costumbres e instituciones de los pueblos primitivos constituye una limitación de su personalidad intelectual y emotiva (debida, sin duda, a factores histórico-culturales) más que una falla científico-metodológica. En cambio, la aplicación de la analogía al estudio de la sociedad viene a ser, sin duda, una trasgresión a la estricta observancia del que Kropotkin considera único método válido para todas las ciencias y la filosofía.
El modelo metodológico que tiene siempre ante sí es, más que la teorización de ningún filósofo, la obra misma de Darwin. «La obra de Darwin ─dice─ dio al propio tiempo una nueva clave y un nuevo método de investigación para mejor inteligencia de muchos otros fenómenos, método que se aplica a la vida de la materia física, a la vida de los organismos y a la vida y evolución de las sociedades».[594] Gracias a dicho método, no solamente la biología ha podido demostrar que todas las especies animales y vegetales derivan de unos cuantos organismos primitivos muy simples, y trazar, con Haeckel, el esquema del probable árbol genealógico de las diferentes especies y del hombre, sino también establecer una sólida base para la historia de las costumbres e instituciones humanas. «En nuestros días, la historia de las sociedades, instituciones y religiones humanas puede ser escrita ─dice─ bajo el punto de vista de la evolución adaptativa, sin necesidad de recurrir a las fórmulas metafísicas de Hegel, a las “ideas innatas”, a la revelación de lo alto o a las “substancias” de Kant».[595]
Es verdad ─reconoce─ que el método de la evolución había sido aplicado ya en cierta manera por los enciclopedistas al estudio de lenguas, instituciones y costumbres, pero sólo se lograron resultados verdaderamente científicos una vez que «los hombres de ciencia aprendieron a considerar los hechos de la historia del mismo modo que los naturalistas examinan el desenvolvimiento gradual de los órganos de una planta o los de una nueva especie».[596]
Inclusive las fórmulas metafísicas ─añade─ constituyeron en otra época un auxiliar para lograr ciertas generalizaciones aproximadas y estimularon el pensamiento con sus concepciones poéticas de la unidad de la Naturaleza y de su existencia infinita, despertando el gusto por las generalizaciones. En cuanto éstas se establecían, sin embargo, por medio de una semi-consciente inducción o por el método dialéctico, adolecían siempre de una desesperante vaguedad.
El método dialéctico, en particular, se funda, para Kropotkin, en afirmaciones ingenuas, como las que hacían los griegos al sostener que los planetas se mueven necesariamente describiendo circunferencias porque la circunferencia es la más perfecta de las curvas.
Cuando Hegel expresó todas esas vagas generalizaciones de tesis, antítesis y síntesis, el campo quedó libre a la deducción de las más contradictorias conclusiones prácticas. Del hegelianismo ─señala─ se pueden deducir tanto el espíritu revolucionario de Bakunin y de Marx como el reconocimiento de la autocracia y el más crudo conservatismo. Si hubiera vivido unos años más, hubiera podido añadir: el liberalismo de Croce, el comunismo de Lenin y el fascismo de Gentile.
Especialmente nefasto le parece el método dialéctico cuando se aplica al estudio de los fenómenos económicos. Por eso, la doctrina marxista no constituye, para él, el resultado de una deficiente aplicación del método científico, sino más bien la consecuencia de un extravío metodológico radical, una metafísica más que una ciencia o una parte de la ciencia. «Apenas es necesario mencionar aquí ─escribe─ los errores económicos en que cayeron últimamente los marxistas, debido a su predilección por el método dialéctico y la metafísica económica y a su aversión al estudio de los hechos actuales en la vida económica de los pueblos».[597]
Si el único método válido para el estudio de la Naturaleza y de la Sociedad, para la ciencia y para la filosofía, es, según Kropotkin, el método individuo-deductivo en la perspectiva del evolucionismo darviniano, no resulta demasiado difícil inferir que su concepción del mundo no ha de diferir de la que está implicada en las teorías biológicas del mismo Darwin. Ahora bien, resulta evidente que la teoría de la adaptación al medio y de la supervivencia del más apto se funda en una concepción estrictamente mecanicista del cambio cualitativo. Y aun que el mismo Darwin no haya querido o no haya podido confesarlo abiertamente (por prudencia científica o por timidez metafísica), lo cierto es que detrás de su visión del mundo viviente hay una concepción materialista de la realidad.
Kropotkin que, como vimos, fundamenta su anarquismo en una ética del apoyo mutuo, pero no encuentra ni quiere encontrar para dicha ética sino una base científica en la teoría evolutiva de la vida, tal como Darwin la formulara, defiende consecuentemente y ya sin timidez alguna la concepción materialista y mecanicista del mundo.
Por eso, al preguntarse por el lugar que el anarquismo ocupa en el panorama intelectual del siglo XIX, responde, explicando lo que se encuentra sobreentendido en sus críticas a la filosofía de este siglo y en toda su obra en general: «el anarquismo es una concepción del universo fundada en la totalidad de la naturaleza, incluso la vida de las sociedades humanas y sus problemas económicos, políticos y morales».[598]
Para Kropotkin, a diferencia de lo que después sostendrán muchos insignes teóricos, como Malatesta por ejemplo, el anarquismo es, pues, una concepción del mundo y, en cuanto concepción racional, que pretende fundarse en la experiencia, es una filosofía.
Esta filosofía se basa, según expresa, en la interpretación «mecánica» de los fenómenos de la Naturaleza. Pero en una nota al pie de página aclara: «Sería mejor decir cinética (relación entre la fuerza y el movimiento), pero esta palabra es menos conocida». De todos modos la nota especifica lo que entiende en la definición por «mecánica», y nos permite hablar de «mecanicismo».
Tal mecanismo se extiende para Kropotkin a todo el ámbito de la realidad: no vale sólo para explicar la materia inorgánica sino también los organismos vivientes y no sólo plantas y animales sino también el hombre y la sociedad humana en toda su complejidad. Se trata, sin duda, de un monismo y de un monismo reduccionista, en la medida en que lo cualitativo es reducido a lo cuantitativo, lo social a lo biológico de lo físico-químico.
Tal concepción del mundo surge, según Kropotkin, del método propio de las ciencias naturales (esto es, del método inductivo-deductivo). Todas las conclusiones a las que el anarquismo llegue, como sistema filosófico, deben ser, pues, verificadas por dicho método. En ningún momento parece haber sospechado, sin embargo, que la reducción de la realidad a los elementos últimos de carácter extenso que se mueven en el espacio constituyente también una suposición no basada en la experiencia ni deducida directamente de ella.
Lo que Kropotkin aspira a constituir es, sin duda, según el mismo expresa, una filosofía sintética que abarque todos los hechos de la naturaleza y de la sociedad, pero sin incurrir en los errores de Comnte y Spencer, o, en otras palabras, una filosofía no meramente positivista (y, por ende, agnóstica) sino materialista (y, por consiguiente, atea), que dé razón de la totalidad sin recurrir a ningún método destinto de aquel que con tanto éxito aplican las ciencias físicas.
En este sentido, el anarquismo será capaz ─según juzga Kropotkin─ de dar respuestas propias a todos los problemas que la vida moderna puede plantear, y adoptará frente a ellos actitudes totalmente diferentes a las de todos los partidos políticos y, hasta cierto punto, también a las de los partidos socialistas, los cuales (en cuento guiados por la filosofía marxista) no se encuentran todavía liberados de las antiguas funciones metafísicas. La aspiración a la universalidad y la tendencia a constituir una doctrina totalizadora y onmiabarcante, que caracteriza en nuestros días al marxismo oficial, la encontramos así ya en la interpretación Kropotkiniana del anarquismo. La diferencia consiste ─según el mismo Kropotkin diría─ en que el método dialéctico empleado por los marxistas, que sigue siendo en el fondo una derivación de la metafísica, es sustituido por el método de las ciencias.
Al anarquismo no le satisface ya, en lo que se refiere al estudio de la sociedad y de la historia ─añade─ las conclusiones metafísicas vigentes en el pasado y no se conforma sino con proporcionar bases naturalistas a todas sus investigaciones: «Se niega al engaño de las metafísicas de Hegel, Schelling y Kant; de los apologistas de las leyes romanas o canónicas; de los sabios profesores del Estado, de la economía política de los propios metafísicos, y trata de comprender con claridad meridiana todas las cuestiones que surgen de tales esferas del conocimiento, fundándose en la masa de hechos que, durante treinta o cuarenta últimos años, nos ha suministrado el punto de vista adoptado por las ciencias naturales».[599]
El prestigio que estas últimas han alcanzado llega a su punto más alto precisamente durante los años en que Kropotkin vive y escribe. Sus indudables éxitos, paralelos al desprestigio en que ha caído la metafísica, gracias a la desenfrenada especulación de los epígonos, las consagran como oráculo universal, de donde pueden y deben llegar las soluciones a todos los problemas humanos y sociales.
«Del mismo modo que las concepciones metafísicas del “espíritu del universo”, la “fuerza creatriz de la Naturaleza”, la “atracción amorosa de la materia”, la “encarnación de la idea”, la “finalidad de la Naturaleza”, la “razón de la existencia”, lo “incognoscible”, y otras muchas, fueron gradualmente abandonadas por la filosofía materialista (mecánica, o mejor, cinética); del propio modo que el embrión de generalizaciones arrancadas al misterios oculto detrás de esas palabras fue traducido al lenguaje concreto de los hechos, así tratamos nosotros ahora de proceder cuando nos colocamos frente a frente de los hechos de la vida social».[600] Spencer (lo «incognoscible») cae aquí junto con Hegel (la «encarnación de la idea») y con Schelling (la «atracción amorosa de la materia»), ante el materialismo mecanicista que Kropotkin identifica con las ciencias naturaleza tan plena e ingenuamente como a la Sociedad misma con la Naturaleza, y a la Naturaleza con la combinación mecánica de los átomos en el espacio.
No resulta fácil determinar si Kropotkin tenía plena conciencia de que su materialismo lo oponía al positivismo de Comte y Spencer casi tanto como al idealismo de Kant y de Hegel. Es evidente, en cambio, que advertía claramente las diferencias existentes entre su mecanicismo y la dialéctica marxista.
El método dialéctico que los marxistas utilizan en la elaboración del ideal socialista de ninguna manera puede sustituir para él al método de las ciencias naturales, esto es, al inductivo-deductivo. Aquel método evoca, para el hombre de ciencia moderno, procedimientos anacrónicos, felizmente olvidados desde hace mucho tiempo, dice. Y, más aún, no se le puede atribuir uno solo de los muchos descubrimientos realizados durante el siglo XIX en el campo de las diferentes ramas de la ciencia: «Toda la inmensa serie de adquisiciones del siglo al método inductivo-deductivo, que el único científico, se la debemos».[601]
Como el hombre es una parte de la naturaleza, y como su vida individual y social constituye un fenómeno natural, igual al desarrollo de una flor o a la revolución de una colmena; como, en el fondo, todo hecho humano o social es resultado del movimiento mecánico de la materia tanto como lo es la formación de un sistema planetario o la aparición de una especie animal, «no hay razón alguna para que, cuando pasamos de la flor al hombre o de las poblaciones de castores a las ciudades de los hombres, abandonemos el método que tan espléndidos frutos ha dado hasta ahora y busquemos otro en el reinado de la encopetada metafísica»[602], escribe. Y por «encopetada metafísica» entiende aquí nada menos que la dialéctica utilizada por los marxistas en el estudio de la sociedad y de la historia. Su el método inductivo-deductivo se ha demostrado fructífero en la investigación de la naturaleza ─arguye─ ¿por qué pretende sustituirlo por algo tan arbitrario, tan oscuro y tan estéril como el método dialéctico, surgido de las entrañas de las metafísica hegeliana, cuando se trata de estudiar al hombre, la sociedad, la economía y la historia? Y si tales consideraciones le merecen el materialismo histórico, inútil es decir lo que hubiera dicho del materialismo histórico dialéctico, que pretende extender ─desde Engels por lo menos─ la dialéctica a la indagación de la Naturaleza y de los fenómenos físicos y biológicos.
Así pues, Kropotkin hace corresponde con plena consecuencia un monismo metodológico a su monismo ontológico: la realidad toda, que no es, en definitiva, sino producto del movimiento mecánico de la materia, puede y debe ser investigada mediante el único método que se ha demostrado útil y fructífero en la investigación de la materia inorgánica y orgánica.
Este método, el inductivo-deductivo, empleado por las ciencias naturales, ha demostrado de tal manera su eficacia ─dice─ que ha hecho posible, en el siglo XIX, un progreso de los conocimientos científicos superior al realizado antes en dos milenios. Desde que, a mediados de aquel siglo, se lo comenzó a aplicar al estudio de las sociedades humanas ─añade─ nunca encontraron los científicos impedimento alguno que lo obligara a retroceder a la escolástica medieval, resucitada por Hegel.
El hecho de que algunos hombres de ciencia, mediante la aplicación del método inductivo-deductivo, llegaran a considerar la destrucción del más débil o la desigualdad de las fortunas como leyes de la Naturaleza, parece contradecir la pretensión Kropotkiniana de fundamentar el anarquismo mediante dicho método y de presentarlo como el último resultado de la investigación científica de la sociedad. Pero Kropotkin arguye en seguida que no se trata sino de una errónea aplicación del método científico, inducida por la educación burguesa y los prejuicios de clase de algunos hombres de ciencia. De hecho, como hemos visto, su mayor y más sostenido esfuerzo en el terreno de las ciencias biológicas estuvo dedicado a refutar la interpretación huxleyana del concepto de «lucha por la vida», y las consecuencias sociales surgidas de ducha interpretación (darwinismo social).
El materialismo mecanicista de Kropotkin tiene sus raíces históricas de Lamettrie, De’Holbach y otros pensadores franceses del siglo XVIII, pero alcanza su formulación definitiva gracias al evolucionismo de Darwin. Lo que Hegel fue para Marx, Darwin lo fue para Kropotkin. El autor de El origen de las especies le proveyó, sobre todo, su teoría mecánica del cambio, su determinismo bio-físico, su anti-teologismo. La concepción darviniana de la naturaleza que, como dice F. A. Lange (Histoire du matèrialisme, Paris, 1879 ─ II ─ pág. 267), «puede satisfacer a la vez el corazón y el espíritu, pues al mismo tiempo que se funda en la sólida base de los hechos, representa con rasgos grandiosos la unidad del mundo sin contradecir los datos particulares», ejercicio sobre él una atracción profunda y decisiva. Mérito es, sin duda de Kropotkin, su constante aspiración a lograr una visión racional omniabarcante, el no haber renunciado a alcanzar un punto de vista sobre el Todo, el haber señalado la continuidad entre Naturaleza y Espíritu, en haber insistido en la unidad de lo real, el haber vinculado estrechamente la ética con la antología y la filosofía social con la ética.
Como crítico no se le puede dejar de reconocer asimismo el acierto de muchas de sus negaciones y la perspicacia que revelan alguna de sus observaciones sobre el pensamiento de su época y el pasado. Su conocimiento de la filosofía antigua y medieval y del idealismo alemán parece, sin embargo, bastante superficial. Nadie, en efecto, que haya leído ha Kant o a Hegel con cierto detenimiento y con un mínimo de esfuerzo de comprensión puede dejar de ver allí ─cualquiera se el juicio que dichos filósofos merezcan─ algo más que meras palabras y fórmulas vacías.
Por otra parte, hay en la filosofía de Kropotkin una serie de supuestos no examinados ni críticamente enfrentados, cosa que quizás puede explicarse por el carácter no técnico sino divulgativo de sus escritos, pero que, en todo caso, resulta muy propio del materialismo mecanicistas de la época, como puede verse en Büchner, Vogt, Moleschott, Haeckel. No podemos entrar aquí en la crítica del reduccionismo o en el análisis de la dialéctica, y ya hemos apuntado las dificultades que estricto determinismo físico-biológico presenta a una ética social revolucionaria. Baste señalar, como conclusión, que ni éste ni ninguna de las contradicciones que se pueden señalar en el pensamiento filosófico de Kropotkin bastaron nunca a obstaculizar su acción a favor de la justicia y de la libertad, ni estancaron el poderoso impulso de su vida moral.
[1] Memorias de un revolucionario, Madrid, 1973, Editorial Zero-ZYX, Biblioteca «Promoción del pueblo», pág. 16.
[2] Ibíd. pág. 51.
[3] Ibíd. págs. 134-145
[4] Ibíd. Pág. 145.
[5] Ibíd. Pág. 182
[6] Ibíd. Pág. 182.
[7] Ibíd. Pág. 204.
[8] Ibíd. Págs. 204-205.
[9] Ibíd. Pág. 241.
[10] Ibíd. Pág. 245-247.
[11] Ibíd. Págs. 254-275.
[12] Ibíd. Págs. 275-317.
[13] Ibíd. Págs. 327-328.
[14] Ibíd. Pág. 332.
[15] Ibíd. Pág. 334.
[16] Ibíd. Pág. 334.
[17] Ibíd. Págs. 338-339.
[18] Ibíd. Págs. 343-344.
[19] Ibíd. Págs. 344-345.
[20] Ibíd. Págs. 350─ 358.
[21] Ibíd. pág. 358.
[22] Esta fecha puede ser errónea, pero se encuentra de tal manera en el texto.
[23] Ibíd. Págs. 369-360.
[24] Ibíd. Pág. 366.
[25] Ibíd. págs. 367-371.
[26] Ibíd. Págs. 371-376
[27] Ibíd. págs. 377-387.
[28] Ibíd. Pág. 388.
[29] Ibíd. Págs. 407-408.
[30] Ibíd. Págs. 408-410.
[31] Ibíd. Págs. 418-420
[32] Ibíd. Pág. 421.
[33] Ibíd. Pág. 422.
[34] El apoyo mutuo ─ un factor de evolución ─ Buenos Aires ─ 1970 ─ editorial ─ Proyección ─ págs. 30-31.
[35] Ibíd. págs. 33-38
[36] Ibíd. Págs. 38-50
[37] Ibíd. Págs. 51-57
[38] Ibíd. Pág. 58.
[39] Ibíd. pág. 59-68.
[40] Ibíd. Pág. 68.
[41] Ibíd. págs. 70-71
[42] Ibíd. Págs. 93-96
[43] Ibíd. págs. 23-34.
[44] Ibíd. Pág. 23.
[45] Ibíd. pág. 25
[46] Ibíd. Pág. 27
[47] Ibíd. Págs. 93-94.
[48] Ibíd. Pág. 96.
[49] Ibíd. Págs. 97-99.
[50] Ibíd. Págs. 101-124
[51] Ibíd. Pág. 125.
[52] Ibíd. Págs. 130-131
[53] Ibíd. Págs. 131.
[54] Ibíd. Págs. Pág. 134
[55] Ibíd. Págs. 136-142
[56] Ibíd. Págs. 149.
[57] Ibíd. Págs. 149.
[58] Ibíd. Págs. 149-159.
[59] Ibíd. Págs. Pág. 160.
[60] Ibíd. Págs. 160-161.
[61] Ibíd. Págs. 171-172.
[62] Ibíd. Pág. 172.
[63] Ibíd. Págs. 174.
[64] Ibíd. Págs. 176.
[65] Ibíd. Págs. 177.
[66] Ibíd. Págs. 178.
[67] Ibíd. Págs. 179-184
[68] Ibíd. Págs. 184.
[69] Ibíd. Págs. 184-185.
[70] Ibíd. Págs. 185.
[71] Ibíd. Págs. 186-187.
[72] Ibíd. Págs. 188.
[73] Ibíd. Págs. 189-193.
[74] Ibíd. Págs. 200-201.
[75] Ibíd. Págs. 201.
[76] Ibíd. Págs. 202.
[77] Ibíd. Págs. 203.
[78] Ibíd. Págs. 225-226.
[79] Ibíd. Págs. 230-231.
[80] Ibíd. Págs. 233.
[81] Ibíd. Págs. 234.
[82] Ibíd. Págs. 235-241.
[83] Ibíd. Págs. 241.
[84] Ibíd. Págs. 265-268.
[85] Ibíd. Págs. 268-270
[86] Ibíd. Págs. 270-271.
[87] Ibíd. Págs. 272.
[88] Ibíd. Págs. 273.
[89] Ibíd. Págs. 273.
[90] Ibíd. Págs. 276-282.
[91] Ibíd. Págs. 283.
[92] Ibíd. Págs. 278.
[93] L’Etica — Catania 1969 — EDIGRAF — pág. 96 (Las citas son traducidas de esta edición italiana).
[94] Ibíd. Págs. 97-98
[95] Ibíd. Págs. 99-101.
[96] Ibíd. Págs. 111.
[97] Ibíd. Págs. 11-112.
[98] Ibíd. Págs. 113.
[99] Ibíd. Págs. 108.
[100] Ibíd. Págs. 114-117.
[101] Ibíd. Págs. 122.
[102] Ibíd. Págs. 123.
[103] Ibíd. Págs. 124.
[104] Ibíd. Págs. 125.
[105] Ibíd. Págs. 126.
[106] Ibíd. Págs. 128.
[107] Ibíd. Págs. 129.
[108] Ibíd. Págs. 130.
[109] Ibíd. Págs. 131-132.
[110] Ibíd. Págs. 131-132.
[111] Ibíd. Págs. 135.
[112] Ibíd. Págs. 137
[113] Ibíd. Págs. 137-145.
[114] Ibíd. Págs. 146.
[115] Ibíd. Págs. 147-149.
[116] Ibíd. Págs. 150.
[117] Ibíd. Págs. 152.
[118] Ibíd. Págs. 155.
[119] Ibíd. Págs. 157.
[120] Ibíd. Págs. 158.
[121] Ibíd. Págs. 160.
[122] Ibíd. Págs. 162.
[123] Ibíd. Págs. 164-167.
[124] Ibíd. Págs. 171-172.
[125] Ibíd. Págs. 174.
[126] Ibíd. Págs. 174-175.
[127] Ibíd. Págs. 176.
[128] Ibíd. Págs. 178-181.
[129] Ibíd. Págs. 181.
[130] Ibíd. Págs. 182-185.
[131] Ibíd. Págs. 185.
[132] Ibíd. Págs. 186.
[133] Ibíd. Págs. 187.
[134] Ibíd. Págs. 187-188.
[135] Ibíd. Págs. 188-189.
[136] Ibíd. Págs. 194-202.
[137] Ibíd. Págs. 203.
[138] Ibíd. Págs. 206.
[139] Ibíd. Págs. 204-206.
[140] Ibíd. Págs. 214.
[141] Ibíd. Págs. 215
[142] Ibíd. Págs. 215.
[143] Ibíd. Págs. 215-217.
[144] Ibíd. Págs. 217-218
[145] Ibíd. Págs. 219.
[146] Ibíd. Págs. 220-226.
[147] Ibíd. Págs. 226-228.
[148] Ibíd. Págs. 229-232.
[149] Ibíd. Págs. 232.
[150] Ibíd. Págs. 236.
[151] Ibíd. Págs. 243.
[152] Ibíd. Págs. 246-248
[153] Ibíd. Págs. 248.
[154] Ibíd. Págs. 249.
[155] Ibíd. Págs. 250-259.
[156] Ibíd. Págs. 258
[157] Ibíd. Págs. 259-260.
[158] Ibíd. Págs.261
[159] Ibíd. Págs. 262.
[160] Ibíd. Págs. 262-264.
[161] Ibíd. Págs. 265.
[162] Ibíd. Págs. 267-268.
[163] Ibíd. Págs. 268.
[164] Ibíd. Págs. 268-269, 288-293.
[165] Ibíd. Págs. 271.
[166] Ibíd. Págs. 272.
[167] Ibíd. Págs. 272-273.
[168] Ibíd. Págs. 273.
[169] Ibíd. Págs. 296-305.
[170] La moral anarquista, el anarquismo — Caracas — 1972 — Ediciones Vértice — pág. 107-0108. (al citar corregimos a veces algún giro incorrecto de esta edición española).
[171] Ibíd. Pág. 108.
[172] Ibíd. Pág. 112.
[173] Ibíd. Pág. 112.
[174] Ibíd. Págs. 106-108.
[175] Ibíd. Págs. 113-115.
[176] Ibíd. Pág. 115.
[177] Ibíd. Págs. 115-116.
[178] Ibíd. Págs. 116-117.
[179] Ibíd. Págs. 119-120.
[180] Ibíd. Págs. 120-121.
[181] Ibíd. Págs. 122.
[182] L’Etica. Págs., 31-32
[183] La moral anarquista pág. 123.
[184] Ibíd. Pág. 124.
[185] LÈtica págs. 34-35
[186] La moral anarquista págs. 124-125
[187] Más sobre la moral, en El anarquismo — Caracas — 1972 — Ediciones Vértice — pág. 152.
[188] Ibíd. Pág. 153.
[189] Ibíd. Pág. 154.
[190] Ibíd. Págs. 154-158.
[191] Ibíd. Pág. 159.
[192] Ibíd. Pág. 158.
[193] Ibíd. págs. 159-160.
[194] La moral anarquista, pág. 125.
[195] Ibíd. pág. 126.
[196] Ibíd. pág. 126.
[197] Ibíd. Pág. 126.
[198] Ibíd. Pág. 129.
[199] Ibíd. Pág. 130.
[200] Ibíd. Págs. 130-131.
[201] Ibíd. Pág. 131.
[202] Ibíd. Pág. 131.
[203] Ibíd. Pág. 134.
[204] Ibíd. Págs. 134-135.
[205] Ibíd. Pág. 135.
[206] Ibíd. Pág. 138.
[207] Ibíd. Págs.138
[208] Ibíd. Pág. 139.
[209] Ibíd. Págs. 141-142.
[210] Ibíd. Págs. 143-144.
[211] Ibíd. pág. 144.
[212] La conquista del pan — Madrid — 1973 — Editorial Zero — Biblioteca «Promoción del pueblo» — pág. 13.
[213] Ibíd. Pág. 5
[214] Ibíd. Pág. 17.
[215] Ibíd. Págs. 19-21.
[216] Ibíd. Pág. 22.
[217] Ibíd. Pág. 23.
[218] Ibíd. Pág. 23.
[219] Ibíd. Pág. 25.
[220] Ibíd. Pág. 25.
[221] Ibíd. Pág. 26.
[222] Ibíd. Págs. 27-28.
[223] Ibíd. Pág. 28.
[224] El salario en El anarquismo. Pág. 79.
[225] Ibíd. Pág. 80.
[226] Ibíd. pág. 82.
[227] Ibíd. pág. 81.
[228] Ibíd. págs. 82-83.
[229] Ibíd. pág. 83.
[230] Ibíd. pág. 84.
[231] Ibíd. págs. 84-85.
[232] Ibíd. pág. 87.
[233] La conquista del pan, pág. 28.
[234] Ibíd. págs. 29-30.
[235] Ibíd. pág. 31.
[236] Ibíd. Págs. 31-32.
[237] Ibíd. Pág. 32
[238] Ibíd. Pág. 32.
[239] Ibíd. Pág. 32.
[240] Ibíd. Págs. 32-33.
[241] Ibíd. Pág. 33.
[242] Ibíd. Págs. 33-34.
[243] Ibíd. Pág. 34.
[244] Ibíd. Págs. 34-35.
[245] El anarquismo pág. 11
[246] Ibíd. Pág. 11.
[247] Ibíd. Págs. 11-12
[248] Ibíd. Pág. 13.
[249] Ibíd. Pág. 14.
[250] Palabras de un rebelde — Barcelona — 1916 — pág. 29.
[251] El Estado, Su rol histórico, Buenos Aires, 1923, Biblioteca de «La Protesta», pág. 12.
[252] Ibíd. pág. 13.
[253] Ibíd. pág. 13.
[254] Ibíd. Pág. 16.
[255] Ibíd. Pág. 16
[256] Ibíd. Pág. 17.
[257] Ibíd. Pág. 18.
[258] Ibíd. Pág. 19.
[259] Ibíd. Págs. 21-22.
[260] Ibíd. Págs. 23-24
[261] Ibíd. Págs. 26-27.
[262] Ibíd. Pág. 28.
[263] Ibíd. Págs. 27-27.
[264] Ibíd. Pág. 29-30.
[265] Ibíd. Pág. 30
[266] Ibíd. Pág. 32.
[267] Ibíd. Pág. 31.
[268] Ibíd. Págs. 31-32.
[269] Ibíd. Pág. 33.
[270] Ibíd. Págs. 33-34.
[271] Ibíd. Pág. 34.
[272] Ibíd. Pág. 35.
[273] Ibíd. Pág. 35.
[274] Ibíd. Págs. 35-36.
[275] Ibíd. Pág. 36.
[276] Ibíd. Págs. 37-38.
[277] Ibíd. Págs. 38-39.
[278] Ibíd. Págs. 39-40.
[279] Ibíd. Págs. 41-42.
[280] Ibíd. Pág. 42
[281] Ibíd. Págs. 42-43
[282] Ibíd. Pág. 43.
[283] Ibíd. Pág. 44.
[284] Ibíd. Págs. 44-45.
[285] Ibíd. Págs. 44-45.
[286] Ibíd. Pág. 45.
[287] Ibíd. Págs. 46-47.
[288] Ibíd. Págs. 47-48.
[289] Ibíd. Págs. 48-49.
[290] Ibíd. Pág. 50.
[291] Ibíd. Pág. 53.
[292] Ibíd. Págs. 54-57.
[293] Ibíd. Pág. 58.
[294] Ibíd. Págs. 58.
[295] Ibíd. Págs. 58-59.
[296] Ibíd. Pág. 60.
[297] Ibíd. Pág. 61.
[298] Ibíd. Pág. 63.
[299] Ibíd. Págs. 62-63.
[300] Ibíd. Pág. 63.
[301] Ibíd. Págs. 63-64.
[302] El Estado moderno — Buenos Aires — 1923 — Biblioteca de «La Protesta» (Publicado junto con El Estado — SU rol histórico) pág. 68.
[303] Ibíd. Págs. 69-70.
[304] Ibíd. Pág. 70.
[305] Ibíd. Págs. 70-71.
[306] Ibíd. Págs. 72-73.
[307] Ibíd. Págs. 73-77.
[308] Ibíd. Págs. 80-81.
[309] Ibíd. pág. 81.
[310] Ibíd. pág. 82.
[311] Ibíd. pág. 83.
[312] Ibíd. págs. 83-84.
[313] Ibíd. pág. 86.
[314] Ibíd. pág. 86.
[315] Ibíd. pág. 95.
[316] Ibíd. págs. 96-99.
[317] Ibíd. pág. 99.
[318] Ibíd. pág. 101.
[319] Ibíd. pág. 101.
[320] Ibíd. pág. 102.
[321] Ibíd. pág. 103.
[322] Ibíd. pág. 103.
[323] Ibíd. págs. 103-104.
[324] Ibíd. págs. 104-105.
[325] Ibíd. pág. 110.
[326] Ibíd. págs. 110-113.
[327] Ibíd. págs. 113-115.
[328] Ibíd. Págs. 115-16.
[329] Ibíd. Pág. 117.
[330] Ibíd. pág. 118.
[331] Ibíd. Págs. 119-120.
[332] Ibíd. pág. 20.
[333] Ibíd. pág. 121.
[334] Ibíd. Págs. 121-123.
[335] Ibíd. pág. 123.
[336] Ibíd. pág. 125.
[337] Ibíd. Págs. 125-126.
[338] Ibíd. Págs. 127-128.
[339] Ibíd. pág. 128.
[340] Ibíd. pág. 129.
[341] Ibíd. pág. 30.
[342] Ibíd. pág. 131.
[343] Ibíd. pág. 131.
[344] Ibíd. pág. 134.
[345] Ibíd. Págs. 134-137.
[346] Ibíd. pág. 137.
[347] Ibíd. pág. 138-139.
[348] Ibíd. pág. 140.
[349] Ibíd. pág. 140.
[350] Ibíd. pág. 141.
[351] Ibíd. pág. 142.
[352] Ibíd. pág. 143.
[353] Ibíd. Págs. 144.
[354] La gran revolución, México, 1967, Editora Nacional (traducción de Anselmo Lorenzo), tomo I, pág. 16.
[355] Ibíd. I, pág. 23.
[356] Ibíd. I, págs. 27-28.
[357] Ibíd. I, pág. 30.
[358] Ibíd. I, pág. 31.
[359] Ibíd. I, pág. 63.
[360] Ibíd. I, pág. 93.
[361] Ibíd. I, pág. 96.
[362] Ibíd. I. págs. 107 sgs.
[363] Ibíd. Págs. I. 175-176.
[364] Ibíd. Págs. I. 180. sgs.
[365] Ibíd. Pág. I. 146.
[366] Ibíd. Pág. I.
[367] Ibíd. I. págs. 184 y sgs.
[368] Ibíd. I. págs. 193 sgs.
[369] Ibíd. Pág. I. 208.
[370] Ibíd. I. págs. 209-210.
[371] Ibíd. I. págs. 210 sgs.
[372] Ibíd. I. pág. 233.
[373] Ibíd. I. Pág. 236.
[374] Ibíd. I. Pág. 258.
[375] Ibíd. I. Pág. 260.
[376] Ibíd. I. Pág. 260.
[377] Ibíd. I. Págs. 260-261.
[378] Ibíd. I. Pág. 261.
[379] Ibíd. I. Pág. 262.
[380] Ibíd. I. Págs. 262-263.
[381] Ibíd. I. Págs. 263-264.
[382] Ibíd. I. Págs. 264-265.
[383] Ibíd. I. Pág. 265.
[384] Ibíd. I. Pág. 267.
[385] Ibíd. I. Págs. 269-270.
[386] Ibíd. I. Pág. 271.
[387] Ibíd. I. Pág. 272.
[388] Ibíd. II. Pág. 24.
[389] Ibíd. II. Pág. 25
[390] Ibíd. II. Págs. 25-26.
[391] Ibíd. II. Págs. 30-32.
[392] Ibíd. II. Págs. 33-35.
[393] Ibíd. II. Págs. 39-44.
[394] Ibíd. II. Págs. 47-50.
[395] Ibíd. II. Págs. 50-51
[396] Ibíd. II. Pág. 51.
[397] Ibíd. II. Págs. 51-52.
[398] Ibíd. II. Págs. 52-53.
[399] Ibíd. II. Págs. 53-54.
[400] Ibíd. II. Pág. 54.
[401] Ibíd. II. Págs. 56-57.
[402] Ibíd. II. Pág. 59.
[403] Ibíd. II. Págs. 61-63.
[404] Ibíd. II. Pág. 64.
[405] Ibíd. II. Pág. 67.
[406] Ibíd. II. Págs. 75-82.
[407] Ibíd. II. Pág. 83.
[408] Ibíd. II. Págs. 83-84.
[409] Ibíd. II. Págs. 84-85.
[410] Ibíd. II. Págs. 88-89.
[411] Ibíd. II. Pág. 101.
[412] Ibíd. II. Pág. 102.
[413] Ibíd. II. Pág. 103.
[414] Ibíd. II. Pág. 133.
[415] Ibíd. II. Pág. 134.
[416] Ibíd. II. Pág. 155 (Cfr. cap. XIII-XVIII)
[417] Ibíd. II. Pág. 156.
[418] Ibíd. II. cap. XIX.
[419] Ibíd. II. cap. XX.
[420] Ibíd. II. cap. XXI.
[421] Ibíd. II. cap. XXII.
[422] Ibíd. II. Págs. 258-259.
[423] Ibíd. II. Págs. 262-263.
[424] Ibíd. II. Pág. 267.
[425] Ibíd. II. Pág. 268.
[426] Ibíd. II. Págs. 268-269.
[427] Ibíd. II. Págs. 269-270.
[428] Ibíd. II. Pág. 270.
[429] Ibíd. II. Págs. 272-274.
[430] Ibíd. II. Pág. 272.
[431] Ibíd. II. págs. 274-276.
[432] Ibíd. II. pág. 277.
[433] Ibíd. II. pág. 278.
[434] Ibíd. II. págs. 278-279.
[435] Ibíd. II. pág. 279.
[436] Ibíd. II. págs. 281-282.
[437] Ibíd. II. pág. 282.
[438] Ibíd. II. págs. 282-283.
[439] Ibíd. II. pág. 283.
[440] Ibíd. II. págs. 285-286.
[441] Ibíd. II. pág. 286.
[442] Ibíd. II. pág. 289.
[443] Ibíd. II. págs. 291-292.
[444] Ibíd. II. págs. 292-293.
[445] Ibíd. II. págs. 303-304.
[446] Ibíd. II. págs. 305-307.
[447] Ibíd. II. pág. 307.
[448] Ibíd. II. pág. 311.
[449] Ibíd. II. págs. 311-314.
[450] Ibíd. II. pág. 315.
[451] Ibíd. II. pág. 316.
[452] Ibíd. II. págs. 316-318.
[453] Ibíd. II. pág. 320.
[454] Ibíd. II. págs. 321-322.
[455] Ibíd. II. pág. 322.
[456] Ibíd. II. pág. 323.
[457] Ibíd. II. págs. 323-324.
[458] Ibíd. II. págs. 325-328.
[459] Ibíd. II. pág. 330.
[460] Ibíd. II. pág. 331.
[461] Ibíd. II. pág. 332.
[462] Ibíd. II. pág. 336.
[463] Ibíd. II. págs. 339-348.
[464] Ibíd. II. págs. 349-358.
[465] Ibíd. II. págs. 359-362.
[466] Ibíd. II. pág. 362.
[467] Ibíd. II. pág. 366.
[468] Ibíd. II. pág. 367.
[469] Ibíd. II. pág. 369.
[470] Ibíd. II. pág. 371.
[471] Ibíd. II. pág. 376.
[472] Ibíd. II. pág. 378.
[473] Ibíd. II. pág. 379.
[474] Ibíd. II. pág. 388.
[475] Ibíd. II. pág. 389.
[476] Ibíd. II. pág. 393.
[477] Ibíd. II. pág. 394.
[478] Ibíd. II. pág. 395.
[479] Ibíd. II. pág. 396.
[480] Ibíd. II. págs. 398-399.
[481] Ibíd. II. pág. 400.
[482] Ibíd. II. págs. 400-401.
[483] Ibíd. II. págs. 401-402.
[484] Ibíd. II. pág. 402.
[485] Ibíd. II. págs. 403-404.
[486] Ibíd. II. pág. 404.
[487] Ibíd. II. págs. 396-398.
[488] Campos, fábricas y talleres, Madrid, 1972, Editorial Zero, «Biblioteca Promoción del Pueblo», págs. 5-6.
[489] Ibíd. Pág. 6.
[490] Ibíd. Pág. 7.
[491] Ibíd. Pág. 7.
[492] Ibíd. Pág. 8.
[493] Ibíd. Pág. 8.
[494] Ibíd. Págs. 8-11.
[495] Ibíd. Págs. 11-29.
[496] Ibíd. Págs. 126-127.
[497] Ibíd. Págs. 125-126.
[498] Ibíd. Pág. 128.
[499] An appeal to the young — 1848 — The Resistance Press — págs. 1-2. (Traducción de esta introducción inglesa ñpor H. M. Hyndman).
[500] Ibíd. Pág. 2.
[501] Ibíd. Pág. 2.
[502] Ibíd. Pág. 3.
[503] Ibíd. Pág. 4.
[504] Ibíd. Pág. 5.
[505] Ibíd. Págs. 7-8.
[506] Ibíd. Págs. 8-9.
[507] Ibíd. Págs. 9-10.
[508] Ibíd. Págs. 10-11.
[509] Ibíd. Págs. 11-15.
[510] Las prisiones en El anarquismo, pág. 52.
[511] Ibíd. Págs. 52-55.
[512] Ibíd. Págs. 55-56.
[513] Ibíd. Pág. 56.
[514] Ibíd. Pág. 56.
[515] Ibíd. Págs. 57-61.
[516] Ibíd. Pág. 64.
[517] Ibíd. Pág. 66.
[518] Ibíd. Pág. 69.
[519] Ibíd. Págs. 37-38.
[520] Ibíd. Págs. 38-39.
[521] Ibíd. Pág. 43.
[522] Ibíd. Pág. 45.
[523] Ibíd. Pág. 45.
[524] Ibíd. Págs. 45-46.
[525] Ibíd. pág. 58.
[526] Ibíd. págs. 71-72.
[527] An appeal to the young, págs. 10-11.
[528] El apoyo mutuo, págs. 214-215.
[529] Ibíd. pág. 216.
[530] Ibíd. págs. 216-217.
[531] Ibíd. pág. 218.
[532] Los ideales y la realidad en la literatura rusa, Buenos Aires, 1926 (traducción de Salomón Resnick), pág. 9.
[533] Ibíd. pág. 10.
[534] Ibíd. pág. 10.
[535] Ibíd. pág. 11.
[536] Ibíd. Págs. 23-24.
[537] Ibíd. Pág. 27.
[538] Ibíd. pág. 38.
[539] Ibíd. pág. 42.
[540] Ibíd. pág. 50.
[541] Ibíd. pág. 44.
[542] Ibíd. pág. 51.
[543] Ibíd. pág. 44.
[544] Ibíd. Pág. 10.
[545] Ibíd. pág. 58.
[546] Ibíd. pág. 82.
[547] Ibíd. pág. 83.
[548] Ibíd. pág. 83.
[549] Ibíd. pág. 85
[550] Ibíd. pág. 86.
[551] Ibíd. pág. 119.
[552] Ibíd. Págs. 135-136.
[553] Ibíd. pág. 143.
[554] Ibíd. pág. 155.
[555] Ibíd. pág. 159.
[556] Ibíd. pág. 160.
[557] Ibíd. Págs. 160-161.
[558] Ibíd. pág. 164.
[559] Ibíd. pág. 63.
[560] Ibíd. pág. 165.
[561] Ibíd. Págs. 163-164.
[562] Ibíd. pág. 201.
[563] Ibíd. pág. 202.
[564] Ibíd. pág. 230.
[565] Ibíd. pág. 231.
[566] Ibíd. pág. 232.
[567] Ibíd. pág. 238.
[568] Ibíd. pág. 251.
[569] Ibíd. pág. 251.
[570] Ibíd. pág. 252.
[571] Ibíd. pág. 252.
[572] Ibíd. pág. 253.
[573] Ibíd. Págs. 252-253.
[574] Ibíd. pág. 254.
[575] Ibíd. pág. 251.
[576] Ibíd. Págs. 257-258.
[577] Ibíd. pág. 72.
[578] Ibíd. pág. 273.
[579] Ibíd. pág. 274.
[580] La ciencia moderna y el anarquismo — Valencia – (traducción de Ricardo Mella) pág. 19.
[581] Ibíd. pág. 20.
[582] Ibíd. pág. 29.
[583] Ibíd. Págs. 29-31.
[584] Ibíd. pág. 42.
[585] Ibíd. Págs. 44-45.
[586] Ibíd. Págs. 45-46.
[587] Ibíd. Págs. 47-48.
[588] Ibíd. pág. 48.
[589] Ibíd. pág. 50.
[590] Ibíd. pág. 64.
[591] Ibíd. pág. 66.
[592] Ibíd. pág. 67.
[593] Ibíd. pág. 67.
[594] Ibíd. pág. 59.
[595] Ibíd. pág. 60.
[596] Ibíd. pág. 61.
[597] Ibíd. pág. 63.
[598] Ibíd. pág. 79.
[599] Ibíd. pág. 80.
[600] Ibíd. pág. 81.
[601] Ibíd. pág. 82.
[602] Ibíd. Págs. 82-83.