Título: El ABC del comunismo libertario
Fecha: 1929
Temas: Clásico Comunismo Libertario Introductorio
Notas: Título original: What is communist anarchism? (Now and after: The ABC of Communist Anarchism), 1929. Traducción: Gabriel Guijarro. Digitalización KCL.
Fuente: Recuperado el 12 de marzo de 2013 desde kclibertaria.comyr.comIX. ¿Puede ayudarte la Iglesia?
X. El reformador y el político
XIX. ¿Es el anarquismo violencia?
XXII. ¿Funcionará el anarquismo comunista?
XXIII. Anarquistas no comunistas
Parte tercera: La revolución social
XXVII. La organización de los trabajadores para la revolución social
La calidad superior de la literatura anarquista, comparada con los escritos de otras escuelas sociales, consiste en su simplicidad de estilo. Mijail Bakunin, Elisee Réclus, Errico Malatesta y otros escribieron de un modo que sus ideas pudieron ser entendidas fácilmente por los trabajadores. Esto es particularmente verdad de Kropotkin y Malatesta. Sin embargo, sería verdad de que incluso ellos, apenas pensaban en el hombre medio, el hombre medio de mentalidad anglosajona. No se puede eludir el hecho de que existe una considerable diferencia entre la mentalidad del trabajador latina y la de su hermano en los Estados Unidos y en Inglaterra: el primero se ha empapado en las tradiciones y luchas revolucionarias por la libertad y otras causas, mientras que el último ha sido educado en las «bendiciones» del parlamentarismo. Por consiguiente, era esencial un tratamiento diferente, si se quería llegar de algún modo a la mentalidad anglosajona.
Fue este factor el que decidió a Alexander Berkman a escribir este libro El ABC del comunismo libertario[1] y a escribirlo en el estilo sencillo de la conversación, un estilo que se dirigirá al hombre de la calle, cuyo conocimiento y uso del lenguaje inglés no va mucho más allá del estadio elemental, esto era lo más necesario, pues es precisamente el hombre de la calle el que está saturado con las nociones más extravagantes sobre el anarquismo. La prensa diaria se ha encargado de esto: un día sí y otro no, llenan a sus lectores con historias horripilantes de bombas, puñales, complots para asesinar presidentes y otras espeluznantes descripciones de esos terribles criminales, los anarquistas empeñados en el asesinato y en la destrucción.
Tampoco sería verdad asumir que tan sólo son las masas ignorantes de la humanidad las que están imbuidas con esas nociones estúpidas sobre el anarquismo comunista. Existe un número considerable entre las denominadas clases educadas que no han escapada al influjo funesto ejercido por la prensa capitalista y que no están más informadas con respecto al significado del anarquismo comunista. Aun cuando no ven más bombas y dagas en el aire, todavía se aferran a la creencia de que los anarquistas son individuos chiflados y que el anarquismo es una idea totalmente absurda, y que sólo cuando los humanos se conviertan en ángeles podría ser posible poner en práctica el anarquismo.
Toda esa gente necesita un libro de texto elemental sobre el anarquismo, un ABC, por decirlo así, que les enseñe los principios rudimentarios del anarquismo comunista y les estimule el deseo por algo más profundo. El ABC del comunismo libertario tenía la intención de servir este objetivo. Nadie que haya leído este librito negará que ha cumplido su propósito.
Había, además, otro motivo que impulsó a Alexander Berkman a emprender este trabajo. Era la necesidad urgente de una nueva orientación en la táctica revolucionaria, extraída de la Revolución rusa. Los anarquistas, lo mismo que todos los revolucionarios sociales se han impregnado con el hechizo romántico de la Revolución francesa. Todos nosotros creíamos (no me incluyo a mí misma) que la revolución social tenía un poder mágico no sólo para destruir el viejo sistema caduco, sino que podría, por su propia fuerza terrible, construir el nuevo edificio social. La Revolución rusa demolió este sueño romántico. Probó que, aunque puede elevar las masas hasta el mismo cenit del fervor revolucionario, no puede mantenerlas en esa altura durante mucho tiempo. El propio hecho de que Lenin y sus camaradas consiguieran en un espacio de tiempo muy breve alienar a las masas rusas de la revolución y que Stalin fuera capaz de mutilar a esta última del todo, mostraron que no bastaba el mero fervor revolucionario. Se necesitaba más para salvaguardar la revolución de las intenciones del Estado político de los nuevos amos de Rusia. Se necesitaba la voluntad para el trabajo constructivo, la preparación económica y social para dirigir la revolución hacia los canales por los que se tenía la intención de marchar.
Ninguno de los escritos anarquistas posteriores a la revolución ha intentado tratar la nueva orientación. Se le dejó a Alexander Berkman llevar a cabo esta tarea difícil, y sin embargo de la máxima importancia. ¿Y quién había tan eminentemente cualificado, tan capaz y con un entendimiento tan penetrante como para tratar debidamente un asunto así?
Ni en sus fantasías más exaltadas anticipó Alexander Berkman que la lección de la Revolución rusa, discutida por él con tanta habilidad en este volumen, se convertiría en un factor vital escasamente a los seis años de su creación. La Revolución española del 19 de julio de 1936 y la parte que desempeñaron en ella los anarco-sindicalistas y los anarquistas dotaron de un sentido mucho más profundo las ideas presentadas en el presente volumen de El ABC de comunismo libertario de Alexander Berkman de lo que su autor se atrevió alguna vez a esperar. Desde el primer momento mismo del 19 de julio, la Confederación Nacional del Trabajo (CNT) y la Federación Anarquista Ibérica (FAI) ─las organizaciones más dominantes, ardientes y atrevidas─ fueron las fuerzas que hicieron retroceder a las hordas fascistas de Cataluña. Su realización maravillosa es la primera de su género en cualquier revolución. Meramente hace patente la evidencia afirmada por Alexander Berkman con respecto a la necesidad imperativa de una preparación constructiva si la revolución social no va a repetir los errores del pasado.
¡Cómo se hubiera enorgullecido mi viejo amigo y camarada con la Revolución española, con la determinación heroica del pueblo de luchar contra el fascismo! Sobre todo, ¡qué compensación hubiera sido para él ver al pueblo español que daba señales de un sentimiento y una comprensión profundos del Comunismo Libertario![2] ¡Cómo hubiera sido esta rejuvenecedor para nuestro camarada y le hubiera dado a él nuevas fuerzas, nueva esperanza! ¡Si hubiera vivido tan sólo un poco más! Pero los muchos años en el exilio, las increíbles humillaciones a las que estuvo sometido, teniendo que suplicar el derecho a respirar a unos oficiales horribles, la lucha enervante y agotadora por la existencia, y su grave enfermedad se combinaron para hacerle la vida intolerable. Alexander Berkman odiaba la dependencia, odiaba convertirse en una carga para los que amaba, y de este modo hizo lo que siempre había dicho que haría: acortó su fin mediante su propia mano.
Alexander Berkman se entregó a su ideal y le sirvió resueltamente, excluyendo cualquier consideración de sí mismo. Si hubiera anticipado remotamente la llegada de la Revolución española, habría hecho un esfuerzo para continuar viviendo a pesar de su siquismo quebrantado y de otros muchos handicaps. La posibilidad de servir a nuestros camaradas españoles en su lucha valiente habría fortalecido su arraigo a la vida, pero el cielo político de Europa en junio de 1936 estaba tan nublado que no mostraba rayo alguno de esperanza revolucionaria y por ello la vida no tenía incentivo alguno para él.
Alexander Berkman yace sepultado en una tumba sencilla en Niza. Pero su idea había renacido en España el 19 de julio de 1936.
Londres, julio de 1937. Emma Goldman.
Considero el anarquismo como la concepción más racional y práctica de una vida social en libertad y en armonía. Estoy convencido de que su realización es una certeza en el curso del desarrollo humano.
La época de esa realización dependerá de dos factores: primero, de la rapidez con la que las condiciones existentes se conviertan en algo insoportable física y espiritualmente para porciones considerables de la humanidad, particularmente para las clases trabajadoras; y, en segundo lugar, del grado en que las concepciones anarquistas sean comprendidas y aceptadas.
Nuestras instituciones sociales están fundadas en ciertas ideas; mientras que estas últimas sean aceptadas generalmente, están a salvo las instituciones edificadas sobre ellas. El gobierno permanece fuerte porque el pueblo piensa que la autoridad política y la compulsión legal son necesarias. El capitalismo continuará mientras que un sistema económico así sea considerado adecuado y justo. El debilitamiento de las ideas que sostienen las condiciones actuales perversas y opresivas significa el derrumbamiento último del gobierno y del capitalismo. El progreso consiste en abolir lo que el hombre ha superado y sustituirlo por un entorno más adecuado.
Tiene que ser evidente incluso para el observador casual que la sociedad está experimentando un cambio radical en sus concepciones fundamentales. La Guerra mundial y la Revolución rusa son las principales causas de ello. La guerra a desenmascarado el carácter corrompido de la competencia capitalista y la incompetencia criminal de los gobiernos para solucionar conflictos entre las naciones, o más bien entre las camarillas financieras gobernantes. Precisamente porque el pueblo está perdiendo la fe en los viejos métodos, las grandes potencias se ven obligadas ahora a discutir la limitación de los armamentos e incluso a convertir la guerra en algo ilegal. No hace tanto tiempo cuando la mera sugerencia de una posibilidad así era recibida con el máximo escarnio y ridículo.
De modo semejante se está derrumbando la creencia en otras instituciones establecidas. El capitalismo todavía «funciona», pero la duda sobre su eficacia y su justicia está royendo el corazón de círculos sociales cada vez más amplios. La Revolución rusa ha difundido ideas y sentimientos que están minando la sociedad capitalista, particularmente sus bases económicas y la santidad de la propiedad privada sobre los medios de la existencia social. Pues el cambio de octubre tuvo lugar no sólo en Rusia: ha influido en las masas de todo el mundo. La acariciada superstición de que lo que existe es algo permanente ha sido sacudida más allá de toda recuperación.
La Guerra, la Revolución rusa y los desarrollos posteriores a la guerra se han combinado también para desilusionar a grandes cantidades de personas sobre el socialismo. Es literalmente verdad que el socialismo, como el cristianismo, ha conquistado al mundo derrotándose a sí mismo. Los partidos socialistas dirigirán o ayudarán a dirigir la mayoría de los gobiernos europeos, pero el pueblo no cree más que son diferentes de otros regimenes burgueses. Ellos sienten que el socialismo ha fracasado y que está en bancarrota.
De la misma manera, los bolcheviques han probado que el dogma marxista y los principios leninistas pueden conducir tan sólo a la dictadura y a la reacción.
Para los anarquistas no hay nada sorprendente en todo esto. Siempre han sostenido que el Estado es destructor de la libertad individual y de la armonía social y que tan sólo la abolición de la autoridad coercitiva y la desigualdad material pueden resolver nuestros problemas políticos, económicos y nacionales. Pero sus argumentos, aunque estaban basados en la antigua experiencia del hombre, parecían mera teoría a la generación presente, hasta que los acontecimientos de las últimas dos décadas han demostrado en su vida actual la verdad de la posición anarquista.
El derrumbamiento del socialismo y del bolchevismo han despejado el camino para el anarquismo.
Existe una considerable literatura sobre el anarquismo, pero la mayoría de sus grandes obras están escritas antes de la Guerra mundial. La experiencia del pasado reciente ha sido vital y ha hecho necesarias ciertas revisiones en la actitud anarquista y en su argumentación. Aunque las proposiciones básicas permanecen las mismas, algunas modificaciones de aplicación práctica están dictadas por los hechos de la historia actual. En particular las lecciones de la Revolución rusa exigen un nuevo planteamiento de varios problemas importantes, de modo especial entre ellos el relativo al carácter y a las actividades de la revolución social.
Además, los libros anarquistas, con muy pocas excepciones, no son accesibles a la comprensión del lector medio. Es un defecto común entre la mayoría de las obras que tratan de cuestiones sociales que estén escritas en el supuesto de que el lector está ya familiarizado en una extensión considerable con el asunto, lo cual no ocurre por lo general en modo alguno. Como resultado de esto, existen muy pocos libros que traten los problemas sociales de una forma sencilla e inteligible.
Por eso razón considero como muy necesaria una nueva exposición de la postura anarquista en este momento, una nueva exposición en los término más llanos y claros, que puedan entenderlos todo el mundo. Es decir, un ABC del anarquismo.
Teniendo presente este objetivo es como han sido escritas las siguientes páginas.
París, 1928.
Quiero hablarte del anarquismo.
Quiero hablarte de lo que es el anarquismo, porque pienso que es bueno que lo conozcas. También porque se conoce tan poco de él y lo que se conoce por lo general es de oídas y en la mayoría de los casos falso.
Quiero hablarte de él, porque creo que el anarquismo es la cosa más preciosa y más grande que el hombre ha pensado nunca, la única cosa que puede proporcionarte libertad y bienestar, y que puede traer la paz y el gozo del mundo.
Quiero hablarte de él en un lenguaje llano y sencillo de modo que no exista malentendido. Las palabras subidas y las frases grandilocuentes sirven tan sólo para confundir. Un pensamiento directo significa un lenguaje directo.
Pero antes de decirte lo que es el anarquismo, quiero decirte lo que no es.
Esto es necesario, porque se ha difundido mucha falsedad sobre el anarquismo. Incluso personas inteligentes con frecuencia tienen nociones enteramente erróneas sobre él. Algunas hablan sobre el anarquismo sin saber absolutamente nada de él. Y algunos mienten sobre el anarquismo, porque no quieren que tú sepas la verdad sobre él.
El anarquismo tiene muchos enemigos; ellos no te dirán la verdad sobre él. Posteriormente, en el curso de esta exposición, verás por qué el anarquismo tiene enemigos y quienes son. Por el momento puedo decirte que ni tu jefe político ni tu empresario, ni el capitalista, ni el policía, te hablarán con honestidad sobre el anarquismo. La mayoría de ellos no saben nada de él y todos lo odian. Sus periódicos y publicaciones ─la prensa capitalista─ también están en contra de él.
Incluso la mayoría de los socialistas y los bolcheviques desfiguran el anarquismo. También es verdad que la mayoría de ellos tampoco lo conocen mejor. Pero los que lo conocen mejor también mienten con frecuencia sobre el anarquismo y hablan de él como «desorden y caos». Puedes comprobar por ti mismo lo deshonestos que son en esto: los maestros más grandes del socialismo, Karl Marx y Friedrich Engels, han enseñado que el anarquismo surgirá del socialismo. Dijeron que primero tenemos que tener el socialismo, pero que después del socialismo habrá anarquismo, y que será una condición de sociedad más libre y más hermosa para vivir en ella que el socialismo. Sin embargo, los socialistas, que juran en nombre de Marx y Engels, insisten en llamar al anarquismo «caos y desorden», lo que prueba lo ignorantes o deshonestos que son.
Los bolcheviques hacen lo mismo, aunque su maestro supremo, Lenin, ha dicho que el anarquismo seguiría al bolchevismo, y que entonces se viviría mejor y más libremente.
Por ello tengo que decirte, antes que nada, lo que no es el anarquismo:
No es las bombas, el desorden o el caos.
No es el robo y el asesinato.
No es una guerra de todos contra todos.
No es un retorno a la barbarie o al estado salvaje del hombre.
El anarquismo es precisamente lo opuesto a todo esto.
El anarquismo significa que tú serías libre, que nadie te esclavizaría, ni sería tu jefe, ni te robaría, ni se impondría a ti.
Significa que tú serías libre para hacer las cosas que deseas hacer y que tú no serías obligado a hacer lo que no quieres hacer.
Significa que tú tendrías una oportunidad para escoger el género de vida que deseas vivir y vivirla sin ninguna interferencia.
Significa que el otro individuo tendría la misma libertad que tú, que cada uno tendría los mismos derechos y libertades.
Significa que todos los hombres son hermanos y que vivirían como hermanos, en paz y armonía.
Es decir, que no habría guerra ni violencia empleada por un grupo de hombres contra otro, ni monopolio, ni pobreza, ni opresión, ni sacar ventaja de tu prójimo.
En una palabra, anarquismo significa una condición o sociedad donde todos los hombres y mujeres son libres, y donde todos disfrutan igualmente los beneficios de una vida ordenada y sensata.
«¿Puede existir eso?», preguntas. «¿Y cómo?»
«No antes de que todos se conviertan en ángeles», anota tu amigo.
Bien, hablemos sobre eso. Tal vez yo pueda mostrarte que podemos ser honrados y vivir como gente honrada incluso sin que nos crezcan alas.
¿Qué es lo que todo el mundo desea en la vida? ¿Qué deseas tú más?
Después de todo, todos somos iguales bajo nuestra piel. Seas quien seas ─hombre o mujer, rico o pobre, aristócrata o vagabundo, blanco, amarillo, rojo o negro, de cualquier país, nacionalidad o religión─, todos nosotros somos semejantes sintiendo frío y hambre, amor y odio; todos nosotros tenemos el desastre y la enfermedad, y tratamos de preservarnos de todo daño y de la muerte.
Lo que tú más le pides a la vida, lo que tú temes más, todo eso es también así, por lo general, en ti vecino.
Hombres eruditos han escrito gruesos libros, muchos de ellos sobre sociología, psicología y muchas otras «ologías», para decirte lo que tú deseas, pero no hay dos de esos libros que se pongan de acuerdo. Y, sin embargo, creo que sabes muy bien sin ellos lo que deseas.
Ellos han estudiado y escrito y especulado tanto sobre eso, que para ellos es una cuestión tan difícil, que tú, el individuo, te has sentido totalmente perdido en sus filosofías, y ellos han llegado al final a la conclusión de que tú, amigo mío, no cuentas en absoluto. Lo que es importante, dicen ellos, no eres tú, sino «el todo», toda la gente junta. Este «todo» lo denominan ellos «sociedad», «la commonwealth» o «el Estado», y los sabihondos han decidido actualmente que no importa si tú, el individuo, eres miserable, mientras que la «sociedad» esté en orden. De alguna manera olvidan explicar cómo puede estar en orden la «sociedad» o «el todo», si los miembros singulares de ella son desgraciados.
Así siguen ellos hilando sus tejidos filosóficos y produciendo gruesos volúmenes para describir dónde entras tú realmente en el esquema de las cosas denominado vida y qué deseas tú realmente.
Pero tú mismo sabes muy bien lo que deseas y lo mismo le pasa a tu vecino.
Tú deseas estar bien y con salud, deseas ser libre, no servir a ningún amo, no tener que arrastrarte y humillarte ante ningún hombre, deseas tener el bienestar para ti, tu familia y aquellos que están cerca de ti y que te son queridos. Y no deseas ser hostigado y estar preocupado por el temor al mañana.
Puedes sentirte seguro de que todos los demás desean lo mismo.
Por eso todo mundo se centra en lo siguiente:
Tú deseas salud, libertad y bienestar. Todos los demás son como tú a este respecto. Por consiguiente, todos nosotros buscamos la misma cosa en la vida.
Entonces, ¿por qué no la buscaríamos juntos, mediante un esfuerzo conjunto, ayudándonos unos a otros en eso?
¿Por qué tenemos que estafarnos y robarnos, matarnos y asesinarnos unos a otros, si todos buscamos la misma cosa? ¿No tienes tú derecho a las cosas que deseas lo mismo que el prójimo?
¿O acaso podemos asegurar nuestra salud, libertad y bienestar de una manera mejor luchando y matándonos unos a otros?
¿O porque no existe otro camino?
Vamos a considerarlo.
¿No es evidente que si todos nosotros deseamos la misma cosa en la vida, si todos tenemos el mismo objetivo, entonces nuestros intereses deben ser los mismos? En ese caso debemos vivir como hermanos, en paz y amistad; debemos ser buenos unos con otros y ayudarnos mutuamente en todo lo que podamos.
Pero tú sabes que no es eso lo que ocurre en la vida.
Sabes que no vivimos como hermanos. Sabes que el mundo está lleno de contiendas y guerras, de miseria, injusticia y maldad, de crimen, pobreza y opresión.
¿Por qué ocurre entonces esto?
Porque, aunque todos nosotros tenemos el mismo objetivo en la vida, nuestros intereses son diferentes. Esto es lo que ocasiona todo el mal en el mundo.
Piensa sobre esto tú mismo.
Supón que deseas un par de zapatos o un sombrero. Vas al almacén e intentas comprar lo que necesitas tan razonable y baratamente como puedes. Ese es tu interés. Pero el interés del dueño del almacén es venderte tan caro como se puede, porque entonces su ganancia será mayor. Esto es así porque en la vida que vivimos todo está estructurado para hacer ganancias de una manera o de otra. Vivimos en un sistema de hacer ganancias.
Ahora bien, está claro que si tenemos que hacer ganancias sacándolas cada uno del otro, entonces nuestros intereses no pueden ser los mismos. Tienen que ser diferentes y con frecuencia incluso opuestos mutuamente.
En cada país encontrarás gente que vive de sacar ganancias de los demás. Los que hacen las ganancias más grandes son ricos. Los que no pueden hacer ganancias son pobres. Los únicos que pueden hacer ganancia alguna son los trabajadores. Por ello puedes comprender que los intereses de los trabajadores no pueden ser los mismos que los intereses de otra gente. Por eso encontrarás en cada país diversas clases de gente con intereses enteramente diferentes.
En todas partes encontrarás:
Una clase comparativamente pequeña que hace grandes ganancias y que son muy ricos, tales como banqueros, grandes propietarios de fábricas y terratenientes, gente que tiene mucho capital y que por ello se denominan capitalistas. Estos pertenecen a la clase capitalista;
Una clase de gente, más o menos acomodada, que consiste en hombres de negocio y sus agentes, hombres de bienes raíces, especuladores y profesionales, tales como doctores, abogados, etc. Esta es la clase media o la burguesía;
Grandes cantidades de trabajadores empleados en diversos trabajos, en empresas y minas, en fábricas y talleres, en el transporte y en la tierra. Esta es la clase trabajadora, denominada también el proletariado.
La burguesía y los capitalistas pertenecen realmente a la misma clase capitalista, porque tienen aproximadamente los mismos intereses y, por consiguiente la gente de la burguesía por lo general también se pone al lado de la clase capitalista contra la clase trabajadora.
Encontrarás que la clase trabajadora, en todos los países, es siempre la clase más pobre. Tal vez tú mismo perteneces a los trabajadores, al proletario. En ese caso, sabes que tus salarios nunca te harán rico.
¿Por qué son los trabajadores la clase más pobre? Ciertamente ellos trabajan más que otras clases y más duramente. ¿Es porque los trabajadores no son muy importantes en la vida de la sociedad? ¿Acaso podemos incluso seguir la vida sin ellos?
Veamos. ¿Qué necesitamos para vivir? Necesitamos alimento, vestido y cobijo, escuelas para nuestros hijos, coches y trenes para viajar y otras mil cosas.
¿Puedes mirar alrededor y señalar una sola cosa que se hace sin trabajo? Como ves, los zapatos en los que te apoyas y las calles por las que caminas son el resultado del trabajo. Sin el trabajo no habría nada, a no ser la mera tierra, y la vida humana sería enteramente imposible.
De este modo, esto significa que el trabajo ha creado todo lo que tenemos, toda la riqueza en el mundo. Todo es el producto del trabajo aplicado a la tierra y a sus recursos naturales.
Pero, si toda la riqueza es el producto del trabajo, ¿entonces por qué no pertenece ella al trabajo? Es decir, a aquellos que han trabajado con sus manos o con sus cabezas para crearla, al trabajador manual y al trabajador intelectual.
Todo el mundo está de acuerdo en que una persona tiene derecho a poseer la cosa que él mismo ha hecho.
Pero nadie ha hecho o puede hacer todo por sí mismo. Se requieren muchos hombres, de diferentes oficios y profesiones, para crear algo. El carpintero, por ejemplo, no puede hacer una simple silla o banco totalmente por sí solo; ni siquiera en el caso en el que cortara el árbol y preparara la madera por sí mismo. Necesita una sierra y un martillo, clavos y herramientas que él no puede hacer por sí mismo. E incluso si las hiciera él, tendría que tener primero las materias primas, el acero y el hierro, que otros hombres tendrían que suministrarle.
O si consideras otro ejemplo, digamos el de un ingeniero. El no podría hacer nada sin papel y lápiz e instrumentos de medición, y otras personas tienen que hacer estas cosas para él. Sin mencionar que en primer lugar él tiene que aprender su profesión y gastar muchos años en el estudio, mientras que otros hacen posible que él viva mientras tanto. Esto vale para cada ser humano en el mundo actual.
Puedes ver, por tanto, que nadie puede hacer mediante sus propios esfuerzos solo las cosas que necesita para existir. En los primeros tiempos el hombre primitivo que vivía en una caverna podía martillar hasta hacerse un hacha de una piedra o fabricarse él mismo un arco y flechas, y vivir de eso. Pero esos días han pasado. Actualmente nadie puede vivir por su propio trabajo, tiene que ser ayudado por el trabajo de los demás. Por consiguiente, todo lo que tenemos, toda la riqueza, es el producto del trabajo de mucha gente, incluso de muchas generaciones. Esto quiere decir: todo el trabajo y los productos del trabajo son sociales, hechos por la sociedad como un todo.
Pero si toda la riqueza que tenemos es social, entonces es lógico que debería pertenecer a la sociedad, al pueblo como un todo. ¿Cómo ocurre, entonces, que la riqueza del mundo la poseen algunos individuos y no el pueblo? ¿Por qué no pertenece a los que se han fatigado para crearla, a las masas que trabajan con las manos o el cerebro, a la clase trabajadora como a un todo?
Sabes muy bien que es la clase capitalista la que posee la mayor parte de la riqueza del mundo. ¿No debemos concluir, por consiguiente, que el pueblo trabajador ha perdido la riqueza que ha creado o que de alguna manera se la han arrebatado?
Ellos no la perdieron, pues nunca la poseyeron. Por tanto, tiene que ser que se la arrebataron.
Esto comienza a parecer serio. Pues si dicen que la riqueza que crearon se la han arrebatado al pueblo que la creó, entonces esto significa que se la han robado, que han sido despojados, pues con toda seguridad nadie ha consentido nunca de buena gana que le arrebaten su riqueza.
Es un cargo terrible, pero verdadero. La riqueza que los trabajadores han creado, como clase, ciertamente, se la han robado. Y han sido despojados del mismo modo cada día de sus vidas, incluso en este preciso momento. Por esto una de los más grandes pensadores, el filosofo Proudhon, dijo que las posesiones de los ricos son propiedad robada.
Puedes entender fácilmente qué importancia tiene que todos los hombres honrados sepan esto. Y puedes estar seguro de que si los trabajadores lo supieran, no lo apoyarían.
Veamos entonces cómo ellos son despojados y por quien.
Te has detenido alguna vez a plantearte esta pregunta: ¿por qué naciste de tus padres y no de otros?
Comprendes, por supuesto, a lo que quiero llegar. Quiero indicar que no se te pidió tu consentimiento. Simplemente naciste, no tuviste la posibilidad de elegir el lugar de tu nacimiento o escoger tus padres. Fue mera casualidad.
De este modo ocurrió que no naciste rico. Tal vez tu gente es de la clase media; más probablemente, sin embargo, pertenece a los trabajadores y así tú eres una de esos millones, las masas, que tienen que trabajar para vivir.
El hombre que tiene dinero puede colocarlo en algún negocio o industria. Lo invierte y vive de las ganancias. Pero tú no tienes dinero. Tienes tan sólo tu habilidad para trabajar, tu fuerza de trabajo.
Hubo una época en la que cada trabajador trabajaba para sí mismo. Entonces no había fábricas ni grandes industrias. El trabajador tenía sus propias herramientas y su propio pequeño taller, e incluso él mismo se compraba las materias primas que necesitaba. Trabajaba por sí mismo y se denominaba un artesano o menestral.
Entonces vinieron las fábricas y los grandes talleres. Poco a poco excluyeron al trabajador independiente, al artesano, porque él no podía hacer las cosas tan baratas como la fábrica, no podía competir con el gran industrial. De este modo el artesano tuvo que abandonar su pequeño taller e ir a trabajar a la fábrica.
En las fábricas y en las grandes plantas se producen las cosas en gran escala. Esa producción a gran escala se denomina industrialismo. Ha hecho muy ricos a los empresarios e industriales, de modo que los señores de la industria y del comercio han acumulado mucho dinero, mucho capital. Por eso ese sistema se denomina capitalismo. Todos nosotros vivimos actualmente en el sistema capitalista.
En el sistema capitalista, el trabajador no puede trabajar para sí mismo, como en los tiempos pasados. No puede competir con los grandes industriales. Por eso, si eres un trabajador, tienes que encontrar un empresario. Tú trabajas para él; es decir, le das tu trabajo durante tantas y tantas horas al día o a la semana y él te paga por ello. Tú le vendes tu fuerza de trabajo y él te paga los salarios.
En el sistema capitalista la totalidad de la clase trabajadora vende su fuerza de trabajo a la clase empresarial. Los trabajadores construyen fábricas, hacen maquinaria y herramientas y producen mercancías. Los empresarios se guardan las fábricas, la maquinaria, las herramientas y las mercancías para sí mismos como su ganancia. Los trabajadores tan sólo obtienen salarios.
Esta disposición se denomina el sistema salarial.
Hombres de ciencia han calculado que el trabajador recibe como salario tan sólo una décima parte aproximadamente de lo que él produce. Las otras nueve décimas partes se dividen entre el terrateniente, el industrial, la compañía de ferrocarril, el vendedor al por mayor, el agiotista y otros intermediarios.
Esto quiere decir que: Aunque los trabajadores, como clase, han construido las fábricas, un trozo de su trabajo diario se lo quitan por el privilegio de usar esas fábricas. Esa es la ganancia del terrateniente.
Aunque los trabajadores han hecho las herramientas y la maquinaria, otro trozo de su trabajo diario se lo quitan por el privilegio de usar esas herramientas y maquinaria. Esa es la ganancia del industrial.
Aunque los trabajadores construyen los ferrocarriles y los están poniendo en funcionamiento, otra parte de su trabajo diario se lo quitan por el transporte de las mercancías que ellos hacen. Esta es la ganancia de los ferrocarriles.
Y así sucesivamente, incluyendo al banquero que presta al industrial el dinero de otra gente, al vendedor al por mayor, al agiotista y a otros intermediarios, todos los cuales obtienen su porción de la fatiga del trabajador.
Lo que queda después ─una décima parte del valor real del trabajo del productor─ es su porción, su salario.
¿Puedes adivinar ahora por qué el inteligente Proudhon dijo que las posesiones de los ricos son propiedad robada? Robadas al productor, al trabajador.
¿No parece extraño que se permita una cosa así?
Sí, ciertamente, es muy extraño; y lo más extraño de todo es que todo el mundo lo ve y no hace nada al respecto. Más aún, la mayoría piensa que todo está en orden y que el sistema capitalista es bueno.
Esto ocurre porque los trabajadores no ven lo que les está ocurriendo. No entienden que les están robando. El resto del mundo también entiende muy poco al respecto, y cuando algún hombre honrado intenta decírselo, le gritan «anarquista», le hacen callar o lo meten a la cárcel.
Por supuesto, los capitalistas están muy contentos con el sistema capitalista. ¿Por qué no iban a estarlo? Mediante él se hacen ricos. No puedes esperar que ellos digan que no es bueno.
Las clases medias son los ayudantes de los capitalistas y también viven del trabajo de la clase trabajadora; por eso, ¿por qué iban ellos a poner reparos? Por supuesto aquí y allí encontrarás algún hombre o mujer de la clase media que se alza y habla la verdad sobre todo el asunto. Pero esas personas rápidamente son reducidas al silencio y se les desacredita como «enemigos del pueblo», como locos alborotadores y anarquistas.
Pero tú pensarás que los trabajadores serían los primeros en poner reparos al sistema capitalista, pues son ellos los que son despojados y los que más sufren a causa de él.
Sí, así debería ser. Pero no ocurre de ese modo, lo cual es muy triste.
Los trabajadores saben que el zapato aprieta en alguna parte. Saben que ellos se fatigan duramente toda la vida y que obtienen exactamente lo indispensable para vivir, y a veces ni siquiera lo indispensable. Ven que sus empresarios pueden ir montados en estupendos automóviles y viven en el mayor lujo, con sus mujeres cubiertas de vestidos caros y de diamantes, mientras que la mujer del trabajador apenas puede permitirse un nuevo vestido de calicó. De este modo los trabajadores tratan de mejorar su condición intentando conseguir mejores salarios. Es lo mismo que si yo me despertara por la noche en mi casa y encontrara que un ladrón había recogido todas mis cosas y estaba a punto de escaparse con ellas. Supón que, en lugar de detenerlo, le dijera: «Por favor, señor ladrón, déjeme al menos algún vestido, para que pueda tener algo que ponerme», y luego le diera las gracias porque me devuelve una décima parte de las cosas que me ha robado.
Pero me estoy adelantando en mi exposición. Volveremos al trabajador y veremos cómo intenta mejorar su condición y qué poco lo consigue. Por el momento quiero decirte por qué el trabajador no coge al ladrón por el cuello y lo echa a patadas; es decir, por qué le suplica al capitalista un poco más de pan o salario, y por qué no lo tira de una vez.
Porque al trabajador, como al resto del mundo, se le ha hecho creer que todo está en orden y que debe permanecer tal como es, y que si algunas pocas cosas no son precisamente como deberían ser, es porque «la gente es mala» y todo se pondrá en orden por sí mismo al final, de alguna manera.
Considera si no es verdad esto en tu caso. En casa, cuando eras un niño y preguntabas tantas cosas, te decían que «así tiene que ser», que debe «ser de ese modo», que «Dios lo hizo así» y que todo estaba en orden.
Y tú creías a tu padre y a tu madre, lo mismo que ellos habían creído a sus padres y madres, y esa es la razón por la que ahora piensas exactamente como lo hicieron tus abuelos.
Después, en la escuela, te dijeron las mismas cosas. Te enseñaron que Dios ha hecho el mundo y que todo está bien, que tiene que haber ricos y pobres, y que debes respetar al rico y debes estar contento con tu suerte. Te dijeron que tu país defendía la justicia y que tú debes obedecer la ley. El maestro, el sacerdote y el predicador, todos te inculcaron que tu vida estaba ordenada por Dios y que «se hará su voluntad». Y cuando veías que arrastraban a un pobre hombre a la cárcel. Te decían que él era malo porque había robado algo, y que eso era un gran crimen.
Pero ni en casa, ni en la escuela, ni en ninguna parte te dijeron que es un crimen que el rico robe el producto del trabajo del pobre, o que los capitalistas son ricos porque se han apoderado de la riqueza que ha creado el trabajo.
No, nunca te dijeron eso, ni lo oyó cualquier otro en la escuela o en la iglesia. ¿Cómo puedes esperar entonces que lo sepan los trabajadores?
Al contrario, tu menta ─cuando eras niño y también después─ ha sido atiborrada tan plenamente de ideas falsas que, cuando oyes la escueta verdad, te admiras de que sea realmente posible.
Tal vez puedes ver ahora por qué los trabajadores no entienden que la riqueza que ellos han creado se la han robado y se la siguen robando cada día.
«Pero la ley», preguntas, «el gobierno, ¿acaso permiten ellos un robo así? ¿No está prohibido por la ley el robo?»
Sí, tienes razón: la ley prohíbe el robo.
Si yo te robara algo, podrías llamar a un policía y me arrestarían. La ley castigará al ladrón y el gobierno te devolverá la propiedad robada, si esto es posible, porque la ley prohíbe robar. Esto significa que nadie tiene el derecho a coger algo de ti sin tu consentimiento.
Pero tu empresario coge de ti lo que tú produces. Toda la riqueza producida por el trabajo la cogen los capitalistas y la guardan como su propiedad.
La ley dice que tu empresario no roba nada de ti, porque lo hace con tu consentimiento. Tú has estado de acuerdo en trabajar para tu patrón a cambio de una determinada paga, y él ha estado de acuerdo en quedarse con todo lo que tú produces. Puesto que tú estuviste de acuerdo con esto, la ley dice que él no te roba nada.
¿Pero estuviste tú realmente de acuerdo?
Cuando el salteador de caminos apunto con su escopeta a tu cabeza, tú le entregas tus cosas de valor. De acuerdo en que tú «consientes», pero lo haces porque no puedes actuar de otro modo, porque te obliga su escopeta.
¿No estás obligado a trabajar para un empresario? Tu necesidad te obliga, exactamente igual que la escopeta del salteador de caminos. Tienes que vivir y lo mismo tienen que vivir tu mujer y tus hijos. No puedes trabajar para ti mismo; en el sistema industrial capitalista tienes que trabajar para un empresario. Las fábricas, las maquinarias y las herramientas pertenecen a la clase empresarial, de modo que tú debes alquilarte a ti mismo a esa clase para trabajar y vivir. Sea cual fuere tu trabajo, sea quien fuere tu empresario, siempre se llega a lo mismo: tienes que trabajar para él. No puedes impedirlo. Estás obligado.
De esta forma la totalidad de la clase trabajadora está compelida a trabajar para la clase capitalista. De este modo los trabajadores se ven forzados a entregar toda la riqueza que producen. Los empresarios guardan esa riqueza como su ganancia, mientras que el trabajador consigue tan sólo un salario, lo justo y suficiente como para seguir viviendo, de modo que pueda seguir produciendo más riqueza para su empresario. ¿No es eso una estafa, un robo?
La ley dice que es un «libre acuerdo». Del mismo modo podría el salteador de caminos decir que tú «acordaste» entregarle tus cosas valiosas. La única diferencia consiste en que la manera de actuar del salteador de caminos se denomina robo y atraco, y está prohibida por la ley, mientras que la manera de actuar capitalista se denomina negocio, industria, realización de ganancias y está protegida por la ley.
Pero ya sea al modo del salteador de caminos o al modo capitalista, tú saber que te han robado.
La totalidad del sistema capitalista descansa en un robo así.
La totalidad del sistema de leyes y gobiernos sostiene y justifica este robo.
Ese es el orden de cosas denominado capitalismo, y la ley y el gobierno existen para proteger ese orden de cosas.
¿Te asombras que el capitalista y el empresario, y todos los que se aprovechan de este orden de cosas estén fuertemente a favor de la «ley y el orden»?
¿Pero dónde entras tú? ¿Qué beneficio tienes tú de esa especie de «ley y orden»? ¿No ves que esta «ley y orden» tan sólo te despoja, te engaña, y precisamente te esclaviza?
«¿Me esclaviza?», me dices con extrañeza. «¡Pero si soy ciudadano libre!»
¿Eres realmente libre? ¿Libre para hacer qué? ¿Para vivir como te parezca? ¿Haces lo que te agrada?
Veamos. ¿Cómo vives? ¿A qué equivale tu libertad?
Tú dependes de tu empresario para tus salarios o tu sueldo, ¿no es así? Y tus salarios determinan tu modo de vida, ¿no es así? Las condiciones de tu vida, incluso lo que tú comes y bebes, a dónde vas y con quien te asocias, todo esto depende de tus salarios.
No, no eres un hombre libre. Depende de tu empresario y de tus salarios. Eres realmente un esclavo asalariado.
La totalidad de la clase trabajadora, bajo el sistema capitalista, depende de la clase capitalista. Los trabajadores son esclavos asalariados.
Por tanto, ¿en qué se convierte tu libertad? ¿Qué puedes hacer con ella? ¿Puedes hacer con ella más de lo que te permiten tus salarios?
¿Puedes ver que ni salario, tu sueldo o tus ingresos, es toda la libertad que tienes? ¿Tu libertad no llega un solo paso más allá de lo que llegan tus salarios?
La libertad que te dan en el papel, que está escrita en los libros de leyes y en las constituciones, no te proporciona bienestar alguno. Una libertad así significa tan sólo que tienes el derecho de hacer una cosa determinada. Pero no significa que puedes hacerla. Para ser capaz de hacer algo, tienes que tener la oportunidad, la ocasión. Tienes el derecho de comer tres estupendas comidas al día, pero si no tienes los medios, la oportunidad para conseguir esas comidas, entonces ¿a qué viene ese tu derecho?
De este modo, la libertad significa realmente la oportunidad de satisfacer tus necesidades y deseos. Si tu libertad no te proporciona esa oportunidad, entonces no te sirve de nada. La libertad real significa oportunidad y bienestar. Si no significa eso, no significa nada.
Ves, entonces, que toda la situación se reduce a esto:
El capitalismo te roba y te convierte en un esclavo asalariado.
La ley sostiene y protege ese robo.
El gobierno te engaña haciéndote creer que eres independiente y libre.
De este modo te engañan y te timan cada día de tu vida.
¿Pero por qué ocurre que tú no pensaste en esto antes? ¿Cómo es que la mayoría de los otros tampoco lo ve?
Porque a ti y a todos los demás os mienten constantemente a este respecto, desde vuestra temprana infancia.
Te dicen que tienes que ser honrado, mientras que te roban durante toda la vida.
Te ordenan que respetes la ley, mientras que la ley protege al capitalista que te está robando.
Te enseñan que es malo matar, mientras que el gobierno ahorca y electrocuta a la gente y hace con ellos matanzas en la guerra.
Te dicen que obedezcas la ley y al gobierno, aunque la ley y el gobierno apoyan el robo y el asesinato.
Así, durante toda tu vida te mienten, te engañan y te defraudan, de modo que sea más fácil sacar ganancias de ti, explotarte.
Porque no es sólo el empresario y el capitalista los que sacan ganancias de ti. El gobierno, la Iglesia y la escuela, todos ellos viven de tu trabajo. Tú los sostienes a todos. Esa es la razón por la que todos ellos te enseñan que tienes que estar contento con tu suerte y comportarte bien.
«¿Es realmente verdad que yo los sostengo a todos?», preguntas desconcertado.
Veamos. Ellos comen y beben y se visten, sin hablar de lujos que disfrutan. ¿Hacen ellos las cosas que usan y consumen? ¿Plantan ellos y siembran y construyen y todo lo demás?
«Pero ellos pagan por esas cosas», objeta tu amigo. Sí, ellos pagan. Supón que un tipo te roba cincuenta dólares y entonces va y compra con ellos un traje. ¿Es ese traje según el derecho suyo? ¿No pagó por él? Bien, de ese mismo modo la gente que no produce nada o que no realiza un trabajo útil paga por las cosas. Su dinero es la ganancia que ellos o sus padres antes que ellos exprimieron de ti, de los trabajadores.
«¿Entonces no es mi patrón el que me sostiene, sino que yo le sostengo a él?»
Por supuesto. El te da un empleo; es decir, te da el permiso para trabajar en la fábrica o industria que no construyó él sino otros trabajadores como tú. Y por ese permiso tú contribuyes a sostenerle durante el resto de tu vida o mientras que trabajes para él. Lo sostienes tan generosamente que él se puede permitir una mansión en la ciudad y una cada en el campo, incluso varias, y criados para atender sus deseos y los de su familia y para el entretenimiento de sus amigos, y para carreras de caballos y carreras de botes, y para centenares de cosas. Pero no es sólo con él con quien eres tan generoso. Con tu trabajo, mediante el impuesto directo e indirecto, se sostienen el gobierno entero, local, estatal y nacional, las escuelas y las iglesias, y todas las otras instituciones cuyo asunto consiste en proteger las ganancias y mantenerte engañado. Tú y tus compañeros trabajadores, el trabajo como un todo, sostenéis a todos ellos. ¿Te extrañas de que todos ellos te digan que todo está en orden y que tienes que ser bueno y permanecer tranquilo?
Es bueno para ellos que tú te mantengas tranquilo, porque ellos no podrían seguir engañando y robando, una vez que tú abras tus ojos y veas lo que te está ocurriendo.
Por eso todos ellos apoyan decididamente el sistema capitalista, están por «la ley y el orden».
Pero, ¿es bueno ese sistema para ti? ¿Piensas que es correcto y justo?
Si no lo crees así, ¿por qué lo aguantas? ¿Por qué lo sostienes?
«¿Qué puedo hacer?», dices. «Estoy solo».
¿Realmente estás solo? ¿No eres más bien uno de los muchos miles, de millones, que son explotados todos y que están esclavizados lo mismo que tú lo estás? Sólo que ellos no lo saben. Si lo supieran, no lo apoyarían. Esto es cierto. Por eso la cuestión es hacérselo comprender a ellos.
Cada trabajador en tu ciudad, cada uno que se fatiga trabajando en tu país, en cada país, en el mundo entero, está explotado y esclavizado lo mismo que lo estás tú.
Y no sólo los obreros. Los campesinos son engañados y robados de la misma manera.
Exactamente igual que los obreros, el campesino depende de la clase capitalista. Trabaja durante toda su vida, pero la mayor parte de su trabajo pasa a los trusts y a los monopolios de la tierra, que según el derecho no es más de ellos que lo es la luna.
El campesino produce el alimento del mundo. Nos alimenta a todos nosotros. Pero antes de que pueda hacer llegar sus bienes a nosotros, le hacen pagar el tributo a la clase que vive del trabajo de los demás, a la clase que saca ganancias, a la clase capitalista. Al campesino le quitan la mayor parte de su producto, lo mismo que al obrero. Se lo quita el dueño de la tierra y el que tiene su hipoteca; se lo quita el trusts del acero y el ferrocarril. El banquero, el comisionista, el detallista y una legión de otros intermediarios exprimen sus ganancias del campesino, antes que a éste se le permita llevar su alimento hasta ti.
La ley y el gobierno permiten y favorecen este robo decretando que:
– La tierra que nadie ha creado, pertenece al terrateniente;
– Los ferrocarriles, que han construido los obreros, pertenecen a los magnates de los ferrocarriles;
– Los almacenes, silos y depósitos, erigidos por los obreros, pertenecen a los capitalistas;
– Todos esos monopolistas y capitalistas tienen derecho a obtener ganancias del campesino por usar los ferrocarriles y otros servicios antes de que pueda hacer llegar su alimento hasta ti.
Puedes ver entonces cómo roba al campesino el gran capital y los hombres de negocios, y cómo la ley ayuda a ese robo, exactamente igual que en el robo del obrero.
Pero no es sólo el obrero y el campesino los que son explotados y forzados a entregar la mayor parte de su producto a los capitalistas, a los que han monopolizado la tierra, los ferrocarriles, las fábricas, la maquinaria y todos los recursos naturales. El país entero, el mundo entero es obligado a pagar tributo a los reyes de las finanzas y de la industria.
El pequeño hombre de negocios depende del vendedor al por mayor; el vendedor al por mayor del industrial; el industrial de los magnates de la industria, y todos ellos dependen de los señores del dinero y de los bancos para su crédito. Los grandes banqueros y financieros pueden eliminar a cualquiera de los negocios simplemente retirándoles su crédito. Hacen esto siempre que desean excluir a alguien del negocio. El hombre de negocios está enteramente a merced de ellos. Si no desarrolla el juego que ellos desean, que convenga a sus intereses, entonces simplemente lo echan del juego.
De este modo, toda la humanidad depende de y está esclavizada por un puñado de hombres que han monopolizado casi la riqueza entera del mundo, pero que ellos mismos nunca han creado nada.
«Pero esos hombres trabajan duro», dices.
Bien, algunos de ellos no trabajan de ninguna manera. Algunos son precisamente zánganos, cuyos negocios los dirigen otros. Algunos de ellos sí trabajan. ¿Pero qué clase de trabajo realizan? ¿Producen algo, como hace el obrero y el campesino? No, no producen nada, aunque puedan trabajar. Trabajan para desposeer al pueblo, para sacar ganancias de él. ¿Te beneficia su trabajo? También el salteador de caminos trabaja duro y también corre grandes riesgos. Su «trabajo», como el del capitalista proporciona empleo a los abogados, los carceleros y a una muchedumbre de otros secuaces, a todos los cuales sostiene tu trabajo.
Parece ciertamente ridículo que todo el mundo tenga que estar esclavizado para el beneficio de un puñado de monopolistas y que todos tengan que depender de ellos para su derecho y oportunidad de vivir. Pero la realidad es precisamente esa. Y todavía es más ridículo cuando consideras que los obreros y los campesinos, que solamente ellos crean toda la riqueza, tienen que ser los más dependientes y los más pobres de todas las otras clases en la sociedad.
Realmente es monstruoso, y es muy triste. Seguramente tu sentido común tiene que decirte que una situación así está muy cerca de la locura. Si las grandes masas del pueblo, los millones de todo el mundo, pudieran ver cómo son engañados, explotados y esclavizados, tal como tú lo ves ahora, ¿seguirán apoyando que esto marchara así? ¡Con seguridad que no lo harían!
Los capitalistas saben que no lo harían. Por eso necesitan al gobierno para que legalice sus métodos de robo, para proteger el sistema capitalista.
Y así es como el gobierno necesita leyes, policía y soldados, tribunales y prisiones, para proteger el capitalismo.
Pero, ¿quiénes son la policía y los soldados que protegen a los capitalistas contra ti, contra el pueblo?
Si ellos mismos fueran capitalistas, entonces sería razonable que ellos desearan proteger la riqueza que han robado, y que intentaran conservar, incluso por la fuerza, el sistema que les da el privilegio de robar al pueblo.
Pero la policía y los soldados, los defensores de «la ley y el orden», no son de la clase capitalista. Son hombres de las filas del pueblo, pobres hombres que por una paga protegen el sistema mismo que los mantiene pobres. Es increíble, ¿verdad? Sin embargo, es verdad. La cosa se reduce a esto: algunos de los esclavos protegen a sus amos manteniendo a ellos y al resto del pueblo en la esclavitud. Del mismo modo, Gran Bretaña, por ejemplo, mantiene a los hindúes en la India sometidos mediante una policía de nativos, de los mismos hindúes. O lo mismo que hace Bélgica con los negros en el Congo. O lo mismo que hace cualquier gobierno con un pueblo subyugado.
Es el mismo sistema. Esto es lo que supone:
El capitalismo roba y explota a todo el pueblo; las leyes legalizan y defienden este robo capitalista; el gobierno usa una parte del pueblo para ayudar y proteger a los capitalistas en su robo a todo el pueblo.
Todo el asunto se mantiene educando al pueblo a creer que el capitalismo es correcto, que la ley es justa y que el gobierno debe ser obedecido.
¿Descubres ahora este juego?
Pero considera un poco más cerca esto y mira cómo «funciona» el sistema.
Considera cómo la vida y su significado real se ha trastocado y trastornado. Mira cómo tu propia existencia está envenenada y se ha convertido en algo miserable a causa del sistema absurdo.
¿Dónde se encuentra el objetivo de tu vida, dónde el gozo de ella?
La tierra es rica y hermosa, el rayo del sol brillante debería alegrar tu corazón. El genio y el trabajo del hombre han conquistado las fuerzas de la naturaleza y han utilizado la luz y el aire para el servicio de la humanidad. La ciencia y la invención, el trabajo y el esfuerzo humano han producido riquezas indecibles. Hemos tendido un puente sobre los mares in orillas, la máquina de vapor ha aniquilado la distancia, la chispa eléctrica y el motor de gasolina ha desencadenado al hombre de la tierra y ha encadenado incluso a la atmósfera para que atienda sus órdenes. Hemos triunfado sobre el espacio, y los rincones más lejanos del globo se han aproximado. La voz humana circunda ahora los hemisferios, y a través del firmamento se mueven veloces mensajeros, que portan el saludo del hombre a todos los pueblos del mundo.
Sin embargo, el pueblo gime bajo unas cargas pesadas y no hay gozo en sus corazones. Sus vidas están llenas de miseria, sus almas están frías con la necesidad y la carencia. La pobreza y el crimen llenan cada país; miles de hombres son presa de la enfermedad y de la locura, la guerra destruye a millones y trae a los que viven la tiranía y la opresión.
¿Por qué existe esta miseria y estos asesinatos en un mundo tan rico y tan hermoso? ¿Por qué todo el sufrimiento y el dolor sobre una tierra tan llena de la esplendidez y de la claridad de la naturaleza?
«Es la voluntad de Dios», dice la Iglesia.
«La gente es mala», dice el legislador.
«Tiene que ser así», dice el loco.
¿Es verdad? ¿Tiene realmente que ser así?
Tú y yo, cada uno de nosotros, todos deseamos vivir. No tenemos sino una vida y deseamos hacerla lo mejor posible, exactamente así. Deseamos el mismo gozo y claridad mientras vivimos. No sabemos lo que ocurrirá cuando hayamos muerto. Nadie lo sabe. Las posibilidades son que una vez muertos permaneceremos muertos. Pero sea o no sea esto así, mientras vivamos todo nuestro ser tiene ansia de gozo y de risa, de claridad y de felicidad. La naturaleza nos ha hecho de esta forma. Te ha hecho y me ha hecho, y a millones como nosotros, de tal modo que anhelamos la vida y el gozo. ¿Es correcto y justo que tengamos que ser privados de ello y permanecer para siempre los esclavos de un puñado de hombres que disponen de nosotros y de nuestra vida?
¿Puede ser esto «la voluntad de Dios», como nos dice la Iglesia?
Pero si hubiera un Dios, tendría que ser justo. ¿Permitiría él que seamos defraudados y despojados de la vida y de sus gozos? Si hubiera un Dios, tendría que ser nuestro padre y todos los hombres serían sus hijos. ¿Permitiría un buen padre que algunos de sus hijos sufriera hambre y miseria, mientras que los otros tienen tanto que no saben qué hacer con ello? ¿Soportaría que miles e incluso millones de sus hijos fueran asesinados y destrozados precisamente por la gloria de algún rey o por la ganancia del capitalista? ¿Sancionaría él la injusticia, el ultraje y el asesinato? No, amigo mío, no puedes creer eso de un buen padre, de un Dios justo. Si la gente te dice que Dios desea tales cosas, ciertamente te mienten.
Tal vez digas que Dios es bueno, pero que la gente es mala y que esa es la razón por la que las cosas van mal en el mundo.
Pero si la gente es mala, ¿quién la hizo así? Seguramente no crees que Dios hizo a la gente mala, porque en ese caso él mismo sería responsable de ello. Entonces esto significa que si la gente es mala, alguna otra cosa la hizo así. Esto pudiera ser. Vamos a examinarlo.
Veamos cómo es la gente, qué es y cómo vive. Veamos como vives tú.
Desde la primera infancia te han instruido que tenías que tener éxito, que debías «hacer dinero». Dinero significa comodidad, seguridad, poder. No importa quién eres, se te valora por lo que «vales», por el tamaño de tu cuenta en el banco. Así te lo han enseñado y lo mismo le han enseñado a todos los demás. ¿Te puedes extrañar de que la vida de cada uno se convierta en una caza del dinero, del dólar y que toda tu existencia se haya vuelto una lucha por la posesión, por la riqueza?
El hombre de dinero crece a medida que se la alimenta. El hombre pobre lucha por vivir, por un pedazo de comodidad. El hombre acomodado desea mayores riquezas que le den seguridad y protección contra el temor del mañana, y cuando se convierta en un gran banquero no debe aminorar sus esfuerzos, tiene que mantener la mirada atenta en sus competidores por temor a perder la carrera y que le gane otro.
Así, todo el mundo se ve obligado a tomar parte en la caza salvaje y el hambre por la posesión cada vez se apodera más del hombre. Se convierte en la parte más importante de la vida; cada pensamiento es sobre el dinero, todas las energías se dirigen a llegar a ser rico y actualmente la sed de riqueza se convierte en una manía, en una locura que se apodera de aquellos que tienen y de los que no tienen.
De este modo la vida ha perdido su único significado verdadero de gozo y de belleza; la existencia se ha convertido en algo irracional, danzará alrededor del becerro de oro, una adoración loca del Dios Mammom. En esa danza y en esa adoración el hombre ha sacrificado todas sus cualidades más delicadas del corazón y del alma: la amabilidad y la justicia, el honor y la virilidad, la compasión y la simpatía hacia sus prójimos.
«Cada uno para sí y que el diablo coja al último», esto tiene que convertirse forzosamente en el principio y acuciar a la mayoría de la gente bajo esas condiciones. ¿Se puede uno extrañar que con esa caza loca del dinero se hayan desarrollado los peores rasgos del hombre: la codicia, la envidia, el odio y las pasiones más bajas? El hombre crece corrompido y malo; se hace infame e injusto; recurre al engaño, el robo y el asesinato.
Mira más cerca y considera cuantas maldades y crímenes se cometen en tu ciudad, en tu país, en el mundo en general, a causa del dinero, de la propiedad y de la posesión. Mira lo lleno que está el mundo de pobreza y de miseria; mira a miles que caen presas de la enfermedad y la locura, del destino y del ultraje, del suicidio y del asesinato; y todo esto por las condiciones inhumanas y embrutecedoras en las que vivimos.
Con toda verdad ha dicho el hombre sabio que el dinero es la raíz de todo mal. A dondequiera que mires verás el efecto corrosivo y degradante del dinero, de la posesión, de la manía por tener y por poseer. Todos están furiosos por conseguir, por apropiarse de la manera que sea, por acumular tanto como puedan, de modo que puedan disfrutar hoy y asegurarse para el mañana.
¿Pero tienes que decir por ello que el hombre es malo? ¿No se ve forzado a tomar parte en esta caza del dinero por las condiciones de la existencia, por el desatinado sistema en el que vivimos? Pues no tienes elección: tienes que participar en la carrera o sucumbir.
¿Es tu culpa entonces que la vida te fuerce a ser y a actuar de esa manera? Reflexiona y verás que en el fondo no eres en absoluto malo, sino que las condiciones te impulsan con frecuencia a hacer cosas que tú sabes que son malas. Tú más bien no las harías. Cuando te lo puedes permitir, tu impulso consiste en ser amable y ayudar a los demás. Pero si siguieras tus inclinaciones en esta dirección, descuidarías tus propios intereses y pronto estarías en la indigencia tú mismo.
Por eso las condiciones de la existencia suprimen y ahogan los instintos de amabilidad y de humanidad que existen en nosotros y no nos endurecen frente a la necesidad y la miseria de nuestros prójimos.
Esto lo verás en cada fase de la existencia, en todas las relaciones entre los hombres, a través de toda nuestra vida social. Por supuesto, si nuestros intereses fueran los mismos, no habría necesidad de sacar ventaja alguna de los demás. Porque lo que sería bueno para Jack lo sería también para Jim. Ciertamente, como seres humanos, como hijos de una humanidad, realmente tenemos los mismos intereses. Pero como miembros de una estructura social disparatada y criminal, nuestro sistema capitalista actual, nuestros intereses no son en modo alguno los mismos. Dé hecho, los intereses de las diferentes clases de la sociedad son opuestos; son hostiles y antagónicos, tal como he señalado en los capítulos precedentes.
Esa es la razón por la que ves a los hombres aprovechándose unos de otros, cuando pueden beneficiarse con ello, cuando se lo dictan sus intereses. En el negocio, en el comercio, en las relaciones entre empresario y trabajador, en todas partes encontrarás en acción este principio. Cada uno intenta aventajar a su prójimo. La competencia se convierte en el alma de la vida capitalista, comenzando por el banquero millonario, el gran industrial y el señor de la industria, pasando por toda la escala social y económica, hasta el último obrero en la fábrica. Pues incluso los obreros se ven forzados a competir mutuamente en busca de empleos y de una paga mejor.
De esta forma toda nuestra vida se convierte en una lucha del hombre contra el hombre, de una clase contra otra. En esa lucha se utiliza cualquier método para conseguir el éxito, para hundir a tu competidor, para elevarte por encima de él, mediante todos los medios posibles.
Está claro que unas condiciones así desarrollarán y cultivarán las peores cualidades del hombre. Está tan claro como que la ley protegerá a los que tengan poder e influencia, al rico y al acomodado, sea cual fuere el procedimiento por el que consigan sus riquezas. El pobre tiene que llevar inevitablemente la peor parte en tales circunstancias. Intentará hacer lo mismo que hace el rico. Pero como no tiene la misma oportunidad para hacer avanzar sus intereses baja la protección de la ley, lo intentará con frecuencia fuera de la ley y caerá en sus redes. Aunque no hizo sino lo que suele hacer el rico ─aprovecharse de alguien, engañar a alguien─, lo hizo «ilegalmente», y tú le llamas criminal.
Mira, por ejemplo, ese pobre niño en la esquina de la calle. Está harapiento, pálido y medio muerto de hambre. Ve a otro niño, el hijo de unos padres ricos, y ese niño lleva estupendos vestidos, está bien alimentado y no se digna siquiera jugar con el padre. El niño harapiento está encolerizado con él, está resentido y odia al rico. Y por dondequiera que va el niño pobre experimenta lo mismo: es ignorado y escarnecido, con frecuencia le dan patadas, siente que la gente no piensa de él como del niño rico, con el que todo el mundo es respetuoso y atento. El niño pobre se amarga. Y cuando crece, ve de nuevo lo mismo: se admira y respeta al rico, se recibe a puntapiés al pobre y se le desprecia. De este modo el niño pobre odia su pobreza y piensa cómo podría llegar a ser rico, conseguir dinero e intenta conseguirlo de cualquier manera que puede, aprovechándose de los demás, lo mismo que los demás se han aprovechado siempre de él, engañando y mintiendo, y algunas veces incluso cometiendo un crimen.
Entonces dices tú que es «malo». ¿Pero no ves lo que lo ha hecho malo? ¿No ves que las condiciones de toda su vida lo han hecho lo que es? ¿Y no ves que el sistema que mantiene esas condiciones es un criminal más grande que el ladrón insignificante? La ley intervendrá y lo castigará, pero ¿no es la misma ley que permite que existan esas malas condiciones y que sostiene el sistema que hace criminales?
Reflexiona y mira si no es la misma ley, el gobierno, la que realmente crea el crimen al obligar a la gente a vivir en condiciones que las hacen malas. Considera cómo la ley y el gobierno sostiene y protege el crimen más grande de todos, la madre de todos los crímenes, el sistema salarial capitalista, y luego se pone a castigar al criminal pobre.
Considera: ¿existe alguna diferencia si haces algo malo protegido por la ley o si lo haces al margen de la ley? La cosa es la misma y los efectos son los mismos. Peor aún: cometer una maldad legalmente es un mal mayor porque causa más miseria e injusticia que la maldad ilegal. El crimen legal prosigue todo el tiempo; no es punible y se hace fácilmente, mientras que el crimen ilegal no es tan frecuente y está más limitado en su objetivo y en su efecto.
¿Quién causa más miseria, el rico industrial que reduce los salarios de miles de obreros para engrosar sus ganancias, o el hombre que queda sin trabajo y que roba algo para no morir de hambre?
¿Quién comete una maldad mayor, la mujer del magnate industrial que gasta mil dólares en un collar de plata para su perro faldero, o la muchacha insuficientemente pagada en el almacén del magnate que es incapaz de resistir la tentación y se apropia de alguna baratija?
¿Quién es un criminal mayor, el especulador que acapara el mercado del trigo y saca un millón de dólares de ganancia elevando el precio del pan del pobre o el vagabundo sin hogar que comete algún robo?
¿Quién es un enemigo mayor, el codicioso barón del carbón responsable del sacrificio de vidas humanas en las minas malamente ventiladas y peligrosas, o el hombre desesperado culpable de asalto y de robo?
No son los males y los crímenes castigados por la ley los que causan más daño en el mundo. Son los males legales y los crímenes no castigables, justificados y protegidos por la ley y el gobierno, los que llenan la tierra con la miseria y la necesidad, con la reyerta y el conflicto, con las luchas de clases, la matanza y la destrucción.
Oímos mucho sobre el crimen y los criminales, sobre asaltos y robos, sobre ofensas contra las personas y la propiedad. Las columnas de la prensa diaria están llenas de esas historias. Se consideran las «novedades» del día.
Pero, ¿oyes mucho sobre los crímenes de la industria y de los negocios capitalistas? ¿Te dicen los periódicos algo sobre el robo y el hurto constante que suponen los salarios bajos y los precios elevados? ¿Escriben mucho sobre la difundida miseria que causa la especulación del mercado, la adulteración del alimento, las mil y una formas de fraude extorsión y usura sobre los que florecen los negocios y el comercio? ¿Te dicen las maldades, la pobreza, los corazones rotos y arruinados, la enfermedad y muerte prematura, la desesperación y el suicidio que siguen como una procesión constante y regular al despertar del sistema capitalista?
¿Te dicen la aflicción y la angustia de los millares que son arrojados fuera del trabajo, sin que nadie se preocupe de si viven o mueren? ¿Te dicen algo sobre los salarios de hambre pagados a mujeres y muchachas en nuestras industrias, salarios miserables que las obligan directamente a prostituir sus cuerpos para ayudarse a duras penas a sobrevivir? ¿Te dicen algo sobre el ejército de parados que el capitalismo mantiene dispuesto para quitarte el pan de tu boca cuando te pongas en huelga por una paga mejor? ¿Te dicen que el paro, con toda su angustia, sufrimiento y miseria se debe directamente al sistema capitalista? ¿Te dicen cómo la fatiga y el sudor del esclavo asalariado quedan acuñados en ganancias para el capitalista? ¿Te dicen cómo la salud del obrero, su mente y su cuerpo son sacrificados a: la codicia de los señores de la industria? ¿Te dicen cómo el trabajo y las vidas, son desperdiciados en la estúpida competencia capitalista y en una producción sin plan?
Ciertamente, ellos te refieren una gran cantidad de cosas sobre crímenes y criminales, sobre la «maldad« y la «perversidad» del hombre, especialmente de las clases «inferiores», de los obreros. Pero no te dicen que las condiciones capitalistas producen la mayoría de nuestros males y crímenes, y que el mismo capitalismo es el crimen más grande de todos, que devora más vidas en un solo día que todos los asesinos puestos juntos. La destrucción de vidas y propiedades que han causado los criminales en todo el mundo desde que comenzó la vida humana es mero juego de niños comparada con los diez millones de muertos y los veinte millones de heridos, y el estrago y la miseria incalculables originados por un solo acontecimiento capitalista, la reciente Guerra mundial. El enorme holocausto era el hijo legítimo del capitalismo, lo mismo que todas las guerras de conquista y de ganancia son el resultado de los intereses financieros y comerciales conflictivos de la burguesía internacional. Fue una guerra para las ganancias, como lo admitió posteriormente Woodrow Wilson y su clase.
De nuevo las ganancias, como ves. Acuñando carne y sangre humanas en ganancias con el hombre de patriotismo.
«¡Patriotismo!», protestas tú. «¡Y qué, esa es una causa noble!»
«¿Y el desempleo?», pregunta tu amigo. «¿Es responsable el capitalismo también de eso? ¿Es la culpa de mi patrón que no tenga trabajo para mí?»
Me alegro de que tu amigo hiciera la pregunta, pues cada trabajador se da cuenta de la importancia que tiene este asunto del paro para él. Sabes lo que es tu vida cuando estás fuera del trabajo; y cuando tienes un empleo, sabes cómo cuelga sobre ti el temor de perderlo. También te das cuenta del peligro que supone el ejército permanente de parados cuando te lanzas a la huelga por mejores condiciones. Sabes que los esquiroles son reclutados entre los parados a los que el capitalismo siempre tiene a mano para ayudarle a romper tu huelga.
«¿Cómo dispone el capitalismo de los parados?», preguntas.
Simplemente obligándote a trabajar largas jornadas y lo más duro posible de modo que produzcas la mayor cantidad. Todos los modernos esquemas de «eficiencia», el sistema Taylor y otros sistemas de «economía» y de «racionalización» sirven tan sólo para exprimir grandes ganancias del trabajador. Es economía tan sólo en interés del empresario. Pero en lo que se refiere a ti, el trabajador, esta «economía» supone el gasto más grande de tu esfuerzo y de tu energía, un desgaste fatal de tu vitalidad.
Le conviene al empresario utilizar y explotar tu fuerza y habilidad con la máxima intensidad. Verdaderamente esto arruina tu salud y destruye tu sistema nervioso, te convierte en presa de la enfermedad y los achaques (existen incluso especiales enfermedades proletarias), te mutila y te lleva a una muerte temprana; pero, ¿qué le importa todo eso a tu patrón? ¿No hay miles de parados que esperan conseguir tu trabajo y que están dispuestos a cogerlo en el momento en que estés incapacitado o muerto?
Por esta razón, le conviene al capitalista mantener un ejército de parados a mano. Es una parte y una parcela del sistema salarial, una característica necesaria e inevitable de él.
Al pueblo le interesa que no haya paro, que todos tengan una oportunidad de trabajar y de ganar su sustento, que todos contribuyan, cada uno de acuerdo con su habilidad y su fuerza, a incrementar la riqueza del país, de modo que todos sean capaces de tener una participación más grande en ella.
Pero el capitalismo no está interesado en el bienestar del pueblo. El capitalismo, como lo he mostrado antes, está interesado tan sólo en la ganancia. Empleando menos gente y haciéndoles trabajar largas jornadas se puede sacar más ganancia que dando trabajo a más gente con jornadas más cortas. Por eso le interesa más a tu empresario, por ejemplo, hacer trabajar a 100 personas durante diez horas diarias, que emplear a 200 durante cinco horas. Necesitaría más espacio para 200 que para 100, una fábrica más grande, más herramientas y maquinaria, etc. Es decir, necesitaría más inversión de capital. El empleo de una fuerza mayor durante menos horas aportaría menos ganancia, y esa es la razón por la que tu empresario no dirigiría su fábrica o su tienda en esa forma. Lo cual significa que un sistema de buscar ganancias no es compatible con consideraciones de humanidad y de bienestar de los trabajadores. Al contrario, cuanto más duro y más «eficientemente» trabajes, y cuantas más horas permanezcas allí, tanto mejor para el empresario y tanta mayor será la ganancia.
Puedes ver, por tanto, que el capitalismo no está interesado en emplear a todos los que desean y son capaces de trabajar. Al contrario, un mínimo de «brazos» y un máximo de esfuerzo es el principio y la ganancia del sistema capitalista. Este es todo el secreto de cualquier esquema de «racionalización». Y esta es la razón por la que encontrarás a millares de personas en cada país capitalista deseando trabajar y ansiosos por trabajar, pero incapaces de conseguir un empleo. Este ejército de parados es una amenaza constante a tu nivel de vida. Están dispuestos a coger tu puesto con una paga inferior, porque la necesidad los impulsa a esto. Esto es, por supuesto, muy ventajoso para el patrón; es un látigo en sus manos que mantiene constantemente sobre ti, para que trabajes como un negro por él y sepas «comportarte».
Puedes ver por ti mismo lo peligrosa y degradante que es una situación así para el trabajador, sin hablar de otros males del sistema.
«¿Entonces por qué no suprimir el paro?», preguntas. Sí, sería estupendo suprimirlo. Pero sólo se podría realizar suprimiendo el sistema capitalista y su esclavitud asalariada. Mientras que tengas capitalismo ─o cualquier otro sistema de explotación del trabajo y de hacer ganancias─, tendrás paro. El capitalismo no puede existir sin él, es algo inherente al sistema salarial. Es la condición fundamental de una producción capitalista con éxito.
«¿Por qué?»
Porque el sistema industrial capitalista no produce para las necesidades del pueblo, produce para la ganancia. Los industriales no producen mercancías porque la gente las necesite y no producen tantas cuantas se necesitan. Producen lo que esperan vender y vender con una ganancia.
Si tuviéramos un sistema sensato, produciríamos las cosas que la gente necesita y la cantidad que necesita. Supón que los habitantes de una cierta localidad necesitaran 1.000 pares de zapatos, y supón que tuviéramos 50 zapateros para ese trabajo. Entonces en un trabajo de 20 horas esos zapateros producirían los zapatos que necesita nuestra comunidad.
Pero el fabricante de calzado actual no sabe y no se preocupa de cuántos pares de zapatos necesitan. Miles de personas pueden necesitar unos zapatos nuevos en tu ciudad, pero no pueden permitirse el comprarlos. Por eso, ¿para qué necesita el fabricante conocer quién necesita zapatos? Lo que necesita saber es quién puede comprar los zapatos que él hace, cuántos pares puede él vender con ganancia.
¿Qué sucede? Bien, él hará que se produzcan aproximadamente tantos pares de zapatos como piensa que será capaz de vender. Hará lo posible por producirlos tan baratos y venderlos tan caros como pueda, de modo que saque una buena ganancia. Por consiguiente, empleará tan pocos obreros como sea posible para producir la cantidad de zapatos que necesita y los hará trabajar tan «eficientemente» y tan duramente como pueda obligarles a ello.
Ves que la producción para la ganancia significa largas jornadas y menos personas empleadas que lo que sería la producción para el uso.
El capitalismo es el sistema de producción para la ganancia y por eso el capitalismo siempre tiene que tener parados.
Pero sigue examinando este sistema de producción para la ganancia y verás que este mal básico hace funcionar otros cien males.
Sigamos con el fabricante de calzado de tu ciudad. No tiene medio para saber, como ya he indicado, quién será o no será capaz de comprar sus zapatos. Hace una conjetura grosera, él calcula, y decide producir, digamos, 50.000 pares. Luego pone su producto en el mercado. Es decir, el comerciante al por mayor, el agiotista y el detallista los poseen a la venta.
Supón que sólo se venden 30.000 pares; 20.000 pares permanecen disponibles. Nuestro fabricante, incapaz de vender el saldo en su propia ciudad, intentará disponer de él en alguna otra parte del país. Pero los fabricantes de calzado allí han tenido también la misma experiencia. Por tanto, no pueden vender todo lo que han producido. La oferta de zapatos es mayor que la demanda de ellos, según te dicen. Tienen que disminuir la producción. Esto supone el despido de algunos de sus empleados, incrementando de esta manera el ejército de parados.
«Sobreproducción» denominan a esto. Pero en verdad no es en modo alguno sobreproducción. Es bajo consumo, porque hay mucha gente que necesita zapatos nuevos, pero que no pueden permitirse el comprarlos.
¿El resultado? Los almacenes están repletos de los zapatos que el pueblo necesita pero que no puede comprarse; las tiendas y las fábricas cierran por un «exceso de oferta». Lo mismo ocurre en otras industrias. Te dicen que hay una «crisis» y que tienen que reducirse tus salarios.
Reducen tus salarios, te dejan trabajar sólo una parte de la jornada o pierdes tu trabajo del todo. De esta manera arrojan de su empleo a miles de hombres y mujeres. Sus salarios se acaban y no pueden comprar el alimento y las otras cosas que necesitan. ¿Es que no se tienen esas cosas? No, al contrario; los almacenes y grandes tiendas están llenas de ellas, hay demasiadas, hay «sobreproducción».
De este modo el sistema capitalista de producción para la ganancia desemboca en una situación disparatada:
La gente tiene que morirse de hambre, no porque no haya suficiente alimento, sino porque hay demasiado; tienen que prescindir de las cosas que necesitan, porque hay demasiadas cosas disponibles;
Porque hay demasiado, se disminuye la producción industrial, arrojando del trabajo a millares;
Al encontrarse fuera del trabajo y, por consiguiente, al no ganar, estos millares pierden su capacidad de compra, como resultado de esto sufren el tendero, el carnicero, el sastre, etc. Esto supone un incremento general del paro, y la crisis se empeora.
Bajo el capitalismo esto ocurre en cada industria.
Tales crisis son inevitables en un sistema de producción para la ganancia. Ocurren de vez en cuando; retornan periódicamente, y siempre se hacen peores. Privan a miles y a cientos de miles del empleo, causando la pobreza, la angustia y una miseria indecible. Tienen como resultado la bancarrota y las quiebras bancarias que se tragan todo lo poco que el trabajador ha ahorrado en tiempos de «prosperidad». Causan necesidad e indigencia, empujan a la gente a la desesperación y al crimen, al suicidio y a la locura.
Tales son los resultados de la producción para la ganancia; tales son los frutos del sistema del capitalismo.
Sin embargo, no es esto todo. Hay otro resultado de este sistema, un resultado incluso peor que todos los otros combinados.
Es la guerra.
¡Guerra! ¿Te das cuenta de lo que esto significa? ¿Conoces alguna palabra más terrible en nuestro lenguaje? ¿No trae a tu mente imágenes de matanzas y de carnicerías, de asesinatos, pillajes y destrucción? ¿No puedes oír el vomitar de los cañones, los gritos de los que mueren y de los heridos? ¿No puedes ver el campo de batalla sembrado de cadáveres? Seres humanos destrozados, su sangre y sus cerebros esparcidos, hombres llenos de vida convertidos de repente en carroña. Y allí, en casa, miles de padres y madres, viudas y novias viviendo en un temor continuo de que le ocurra alguna desgracia a sus seres queridos y esperando, esperando el retorno de los que no retornarán nunca.
Sabes lo que significa la guerra. Incluso si tú mismo no has estado nunca en el frente, sabes que no hay una maldición mayor que la guerra con sus millones de muertos y mutilados, sus incontables sacrificios humanos, sus vidas rotas, los hogares en ruina, con su angustia y miseria indescriptibles.
«Es terrible», admites, «pero no puede evitar». Piensas que la guerra tiene que llegar, que viene el momento en que es inevitable, que tú tienes que defender tu país cuando esta en peligro.
Veamos, entonces, si tú realmente defiendes a tu país cuando vas a la guerra. Consideremos qué es lo que causa la guerra y si es para el beneficio de tu país para lo que te llaman a ponerte el uniforme y comenzar con la campaña de matanza.
Consideremos a quién y qué defiendes en la guerra, quién está interesado en ella y quién se aprovecha de ella.
Debemos volver a nuestro fabricante. Incapaz de vender su producto con alguna ganancia en su propio país, él (y los fabricantes de otras mercancías de igual manera) busca un mercado en algún país extranjero. Va a Inglaterra, Alemania, Francia, o a cualquier otro país, e intenta disponer allí de su «superproducción», de su «excedente».
Pero allí encuentra las mismas condiciones que en su propio país. También allí tienen «superproducción»; es decir, los trabajadores están de tal manera explotados y mal pagados que no pueden comprar las mercancías que han producido. Los fabricantes de Inglaterra, Alemania, Francia, etc., están buscando, por consiguiente, otros mercados, exactamente igual que los fabricantes de América.
Los fabricantes de América de una determinada industria se organizan en un monopolio, los magnates industriales de otros países hacen lo mismo y los monopolios nacionales comienzan a competir entre sí. Los capitalistas de cada país intentan apoderarse de los mejores mercados, especialmente de nuevos mercados. Encuentran nuevos mercados así en China, Japón, India y en países semejantes; es decir, en países que todavía no han desarrollado sus propias industrias. Cuando cada país haya desarrollado sus propias industrias, no habrá más mercado extranjero y entonces algún grupo capitalista poderoso se convertirá en trust internacional de todo el mundo. Pero mientras tanto los intereses capitalistas de los diversos países industriales luchan por los mercados extranjeros y compiten entre sí. Obligan a ciertas naciones más débiles a concederles especiales privilegios, «tratamiento favorable»; provocan la envidia de sus competidores, se meten en problemas sobre concesiones y fuentes de ganancia, e invocan a sus respectivos gobiernos para defender sus intereses. El capitalista americano apela a su gobierno para proteger los intereses americanos. Los capitalistas de Francia, Alemania e Inglaterra hacen lo mismo: invocan a sus gobiernos para que éstos protejan sus ganancias, entonces los diferentes gobiernos llaman a su pueblo para «defender su país».
¿Ves cómo se ha desarrollado el juego? No te dicen que te piden proteger los privilegios y los dividendos de algunos capitalistas americanos en un país extranjero. Saben que si te dijeran esto, te reirías de ellos y rehusarías que te mataran para aumentar las ganancias de los plutócratas. ¡Pero sin ti y sin otros como tú, ellos no pueden hacer la guerra! Por eso elevan el grito de «Defiende tu país. Han insultado tu bandera». Algunas veces efectivamente alquilan desalmados que insulten a la bandera de tu país en un país extranjero o que destruyan alguna propiedad americana allí, con lo que se aseguran que el pueblo en su país se enfurecerá con ello y se lanzará a unirse al ejército y a la armada.
No creas que exagero. Se sabe que los capitalistas americanos han causado incluso revoluciones en países extranjeros (particularmente en Sudamérica), para conseguir allí un nuevo gobierno más «amistoso» y asegurar de este modo las concesiones que deseaban.
Pero, por lo general, no necesitan llagar tan lejos. Todo lo que tienen que hacer es apelar a tu «patriotismo», adularte un poco, decirte que tú «puedes vencer al mundo entero» y ya te tienen dispuesto a vestirte el uniforme de soldado y a ejecutar sus órdenes.
Para eso es utilizado tu patriotismo, tu amor a la patria. Con razón escribió el gran pensador inglés Carlyle:
«¿Cuál es, hablando en un lenguaje totalmente no oficial, el significado neto y el resultado de la guerra? Por lo que sé, por ejemplo, en el pueblo británico de Dumdrudge viven y se afanan ordinariamente unas quinientas almas. De entre estos ciertos “enemigos naturales” de los franceses seleccionaron sucesivamente, durante la guerra con Francia, digamos unos treinta hombres hábiles. Dumdrudge, con sus propios medios, los ha criado y cuidado; los ha alimentado, no sin dificultad y sufrimiento, hasta la virilidad e incluso los ha preparado en los oficios, de modo que uno puede tejer, otro construir, otro martillar y el más débil puede encontrarse bajo treinta avoirdupois de piedra. Sin embargo, entre muchos sollozos y juramentos, son seleccionados; todos vestidos de rojo; y son embarcados, con los costes pagados por el Estado, unos dos mil, o digamos sólo al Sur de España; y son alimentados allí todo lo que desearan.
Y ahora, hacia el mismo lugar en el Sur de España se están dirigiendo otros treinta artesanos franceses semejantes, de una Dumdrudge francesa; hasta que por fin, después de un esfuerzo infinito, los dos grupos se encuentran en una yuxtaposición real; y treinta se enfrentan a treinta, cada uno con un fusil en su mano.
Se da directamente la orden de “¡fuego!” y se disparan mutuamente matándose, y en lugar de sesenta artesanos vigorosos y útiles, el mundo tiene sesenta cadáveres, que hay que enterrar y por los que luego se derraman lágrimas. ¿Tenían estos hombres una disputa? Por más ocupado que está el diablo, no tenían ninguna. Vivían a mucha distancia, eran por completo extraños, incluso, en un universo tan amplio, existía, de modo inconsciente, por el comercio una cierta ayuda mutua entre ellos. ¿Cómo ocurrió entonces? ¡Inocente! Sus gobiernos se habían peleado, y en lugar de dispararse mutuamente, tuvieron la astucia de hacer que se dispararan estos pobres zoquetes.»
Cuando vas a la guerra no peleas por tu país. Es por tus gobernantes, por tus dirigentes, tus amos capitalistas.
Ni tu país, ni la humanidad, ni tú ni tu clase ─los trabajadores─ gana nada con la guerra. Tan sólo los grandes funcionarios y los capitalistas se aprovechan de ello.
La guerra es mala para ti. Es mala para los trabajadores. Ellos tienen todo que perder y nada que ganar con ella. Ellos no consiguen ni siquiera gloria alguna de ella, pues ésta recae sobre los grandes generales y mariscales.
¿Qué consigues tú en la guerra? Estás lleno de piojos, te disparan, te asfixian con gas, te mutilan o te matan. Esto es todo lo que los trabajadores de cualquier país consiguen de la guerra.
La guerra es mala para tu país, mala para la humanidad; significa matanza y destrucción. Todo lo que la guerra destruye, puentes y puertos, ciudades y barcos, campos y fábricas, todo hay que reconstruirlo. Esto significa que al pueblo se le ponen impuestos directos e indirectos para reconstruirlo. Pues en último término todo proviene de los bolsillos del pueblo. Así, la guerra es mala para ellos materialmente, sin hablar del efecto embrutecedor que tiene la guerra sobre la humanidad en general. Y no olvides que 999 de cada 1.000 que quedan muertos, ciegos o mutilados en la guerra son de la clase trabajadora, hijos de obreros y campesinos.
En la guerra moderna no hay vencedor, pues el lado vencedor pierde casi tanto como el lado vencido. Algunas veces incluso más, como Francia en la última lucha; Francia es actualmente más pobre que Alemania. Los obreros de ambos países tienen que pagar impuestos hasta morir de hambre para reparar las pérdidas sufridas en la guerra. Los salarios de los trabajadores y los niveles de vida son mucho más bajos ahora en los países europeos que participaron en la Guerra mundial que lo eran antes de la gran catástrofe.
«Pero los Estados Unidos se hicieron ricos mediante la guerra», objetas.
Quieres decir que un puñado de hombres ganó millones y que los grandes capitalistas hicieron enormes ganancias. Ciertamente que las hicieron; los grandes financieros lo consiguieron prestando dinero Europa con una elevada tasa de interés y suministrando material y municiones de guerra. ¿Pero dónde entras tú?
Párate precisamente a considerar cómo está pagando Europa su deuda financiera a América o el interés de ella. Lo hace exprimiendo más trabajo y ganancias de los obreros. Pagando salarios más bajos y produciendo mercancías, más baratas, los fabricantes europeos pueden vender más barato que sus competidores americanos y por esta razón el fabricante americano está obligado también a producir a un costo más bajo. Así es como viene su «economía» y su «racionalización» y como resultado tú tienes que trabajar más duro o tener reducidos tus salarios o ser arrojado de tu empleo del todo. ¿Ves cómo los salarios bajos en Europa afectan directamente tu propia condición? ¿Te das cuenta de que tú, obrero americano, estás ayudando a pagar a los banqueros americanos el interés por sus préstamos a Europea?
Hay gente que pretende que la guerra es buena porque cultiva el coraje físico. El argumento es estúpido. Lo han hecho aquellos que nunca estuvieron en la guerra y cuya lucha la llevan a cabo otros. Es un argumento deshonesto, para inducir a unos pobres locos a luchar por los intereses de los ricos. La gente que efectivamente ha peleado en batallas te dirá que la guerra moderna no tiene nada que ver con el coraje personal; es una lucha masiva, a una gran distancia del enemigo. Encuentros personales, en los que pueda vencer el mejor, son extremadamente raros. En la guerra moderna no ves a tus antagonistas, luchas a ciegas, como una máquina. Entras en la batalla asustado hasta la muerte, temiendo que el próximo minuto podrás ser alcanzado y despedazado. Vas sólo porque no tienes el coraje de rehusar.
El hombre que puede afrontar el envilecimiento y la desgracia, que puede resistir la corriente popular, incluso contra sus amigos y su país, cuando sabe que lleva razón, que puede desafiar a los que tienen autoridad sobre él, que puede aceptar el castigo y la prisión y permanecer firme, ese es un hombre de coraje. El tipo del que te mofas como un gandul, porque rehúsa convertirse en un asesino, necesita coraje. Pero, ¿necesitas tú mucho coraje precisamente para obedecer órdenes, para hacer lo que te dicen y para caer alineado con otros miles al son de la aprobación general y del «Star Spangled Banner»?
La guerra paraliza tu coraje y amortigua el espíritu de la verdadera hombría. La guerra degrada y priva de la sensibilidad con el sentimiento de que tú no eres responsable, de que «no es asunto tuyo pensar y razonar el por qué, sino que tu asunto es actuar y morir», como otros cientos de miles condenados como tú. La guerra significa obediencia ciega, estupidez irreflexiva, bruta insensibilidad, destrucción sin propósito y asesinato irresponsable.
He encontrado a personas que dicen que la guerra es buena porque mata a mucha gente, de modo que hay más trabajo para los supervivientes.
Considera qué terrible acusación es esto contra el sistema presente. Imagina un estado de cosas en el que sea bueno para la gente de una cierta comunidad que sean matados algunos de entre ellos, para que el resto pueda vivir mejor. ¿No sería esto el peor sistema devorador de hombres, el peor canibalismo?
Esto es precisamente el capitalismo: un sistema de canibalismo en el que uno devora a su prójimo o es devorado por él. Esto es verdad del capitalismo en el tiempo de paz lo mismo que en tiempo de guerra, excepto que en la guerra su carácter real aparece al descubierto y es más evidente.
En una sociedad sensata, humana, esto no podría acontecer. Al contrario, cuanto más grande sea la población de una cierta comunidad, mejor sería para todos, porque el trabajo de cada uno sería más suave.
A este respecto, una comunidad no es diferente de una familia. Cada familia necesita que se realice una cierta cantidad de trabajo para mantener satisfechas sus necesidades. Ahora bien, cuantas más personas haya en la familia para hacer el trabajo necesario, tanto más fácil será para cada miembro, tanto menos trabajo habrá para cada uno.
Lo mismo es verdad de una comunidad o de un país, que es tan sólo una familia en grandes porciones. Cuanta más gente haya para hacer el trabajo necesario para satisfacer las necesidades de la comunidad, tanto más fácil será la tarea de cada miembro.[3]
Si ocurre lo contrario en nuestra sociedad actual, esto prueba meramente que las condiciones son malas, bárbaras y perversas. Más aún: prueba que son absolutamente criminales, si el sistema capitalista puede florecer sobre la matanza de sus miembros.
Es evidente que para los obreros la guerra significa sólo mayores cargas, más impuestos, un trabajo más duro y la reducción de su nivel de vida anterior a la guerra.
Pero hay un elemento de la sociedad capitalista para el que la guerra es buena. Es el elemento que forja dinero de la guerra, que se hace rico a base de tu «patriotismo» y autosacrificio. Se trata de los fabricantes de municiones, los especuladores con el alimento y otras provisiones, los armadores de buques de guerra. En resumen, se trata de los grandes señores de las finanzas, de la industria y del comercio, quienes son los únicos que se benefician de la guerra.
Para éstos la guerra es una bendición. Una bendición en más de un sentido. Puesto que la guerra sirve también para distraer la atención de las masas trabajadoras de su miseria diaria y dirigirla a la «alta política» y a la matanza humana. Los gobiernos y los dirigentes han tratado de evitar sublevaciones y revoluciones populares organizando una guerra. La historia está llena de tales ejemplos. Por supuesto, la guerra es una espada de dos filos. Con frecuencia, a su vez, conduce a la rebelión. Pero este es otro asunto, sobre el cual volveremos cuando lleguemos a la Revolución rusa.
Si me has seguido hasta aquí, tienes que darte cuenta de que la guerra es precisamente tanto un resultado directo y un efecto inevitable del sistema capitalista como lo son las crisis regulares financieras e industriales.
Cuando llega una crisis, en la forma que he descrito, con su paro y sus penalidades, te dicen que no es la culpa de nadie, que son «malos tiempos», el resultado de la superproducción y semejantes camelos. Y cuando la competencia capitalista por las ganancias hace surgir una situación de guerra, los capitalistas y sus lacayos ─los políticos y la prensa─ levantan el grito de «¡Salva a tu patria!» para llenarte con falso patriotismo y hacer que pelees las batallas de ellos y para ellos.
En nombre del patriotismo te ordenan dejar de ser tú mismo, suspender tu propio juicio y entregar tu vida, convertirte en una ruedecilla sin voluntad en una máquina asesina, obedeciendo ciegamente la orden de matar, de saquear y de destruir, abandonar a tu padre y a tu madre, a tu mujer y a tu hijo, y a todo lo que amas, y comenzar a matar a tus prójimos que nunca te hicieron daño alguno, los cuales son exactamente tan desgraciados y tan víctimas engañadas por sus amos como lo eres tú por los tuyos.
Con toda verdad dijo Carlyle que «el patriotismo es el refugio de los canallas».
¿Ves ahora cómo se burlan de ti y te engañan? Coge la Guerra mundial, por ejemplo. Considera cómo el pueblo de América se dejó persuadir mediante engaños a la participación. No querían mezclarse en los asuntos europeos. Conocían poco sobre ellos y procuraba no dejarse arrastrar a las pendencias criminales. Eligieron a Woodrow Wilson con el eslogan de «nos mantuvo fuera de la guerra».
Pero la plutocracia americana vio las enormes fortunas que se podían ganar en la guerra. No estaban satisfechos con los millones que estaban cosechando mediante la venta de municiones y otros suministros a los combatientes europeos; había que hacer ganancias inconmensurablemente mayores metiendo a un gran país como los Estados Unidos, con sus más de cien millones de habitantes en la refriega. El presidente Wilson no pudo resistir la presión de ellos. Después de todo, el gobierno no es sino el criado de los poderes financieros, está allí para cumplir sus órdenes.
¿Pero cómo meter a América en la guerra cuando su pueblo está expresamente contra ello? ¿No eligieron a Wilson como presidente con la promesa clara de mantener al país fuera de la guerra?
En los tiempos antiguos, bajo los monarcas absolutos, los súbditos eran obligados simplemente a obedecer los mandatos del rey. Pero eso suponía con frecuencia resistencia y peligro de rebelión. En los tiempos modernos, hay medios más seguros y sin peligro de hacer que el pueblo sirva a los intereses de sus gobernantes. Todo lo que se necesita es hacerles creer que ellos mismos desean lo que desean sus dueños que hagan; que es su propio interés, por el bien de su país, por el bien de la humanidad. De esta forma los instintos nobles y delicados del hombre son utilizados para hacer el trabajo sucio de la clase de los amos capitalistas, para vergüenza y oprobio de la humanidad.
Los inventos modernos ayudan a este juego y lo hacen comparativamente fácil. La palabra impresa, el telégrafo, el teléfono y la radio, todos ellos son seguras ayudas en este asunto. El genio del hombre, que produjo estas cosas maravillosas, es explotado y degradado en interés de Mammon y de Marte.
El presidente Wilson inventó un nuevo ardid para atrapar al pueblo americano en la guerra para beneficio del Gran Negocio. Woodrow Wilson, el antiguo presidente descubrió una «guerra por la democracia», una «guerra para terminar con la guerra». Con ese lema hipócrita se comenzó una campaña extendida por todo el país, suscitando las peores tendencias de intolerancia, persecución y crimen en los corazones americanos, llenándolos con el veneno y el odio contra cualquiera que tuviera el coraje de expresar una opinión honesta e independiente, golpeando, encarcelando y deportando a los que se atrevían a decir que era una guerra capitalista en busca de ganancias. Los objetores de conciencia con respecto a destruir vidas humanas eran maltratados brutalmente como «gandules» y condenados a largos periodos de cárcel; hombres y mujeres que recordaban a sus paisanos cristianos el mandato del Nazareno «no matarás», eran marcados como cobardes y silenciados en la cárcel; los radicales que declaraban que la guerra era tan sólo en interés del capitalismo eran tratados como «extranjeros corrompidos» y «espías enemigos». Precipitadamente se introdujeron leyes especiales para ahogar cualquier libre expresión de la opinión. Cualquier objetor se encontraba con un castigo extremado. Desde el Atlántico al Pacífico una turba, borracha con el patriotismo asesino, difundía el terror. Todo el país se volvió loco con el frenesí de la patriotería. La propaganda militarista difundida por toda la nación arrastró por fin al pueblo americano al campo de la carnicería.
Wilson era «demasiado orgulloso para luchar», pero no demasiado orgulloso como para enviar a otros para que lucharan por los que lo sostenían financieramente. Era «demasiado orgulloso para luchar», pero no demasiado orgulloso para ayudar a que la plutocracia americana acuñara oro de las vidas de setenta mil americanos que quedaron muertos en los campos de batalla de Europa.
La «guerra por la democracia», la «guerra para terminar con la guerra» se manifestó como la mayor vergüenza de la historia. En realidad dio origen a una cadena de nuevas guerras que todavía no han terminado. Se ha admitido desde entonces, incluso por el mismo Wilson, que la guerra no sirvió para otro objeto que para cosechar considerables ganancias para el Gran Negocio. Creó más complicaciones en los asuntos europeos de los que habían existido nunca. Empobreció a Alemania y a Francia, y las colocó al borde de la bancarrota nacional. Cargó a los pueblos de Europa con enormes deudas y puso cargas insoportables sobre sus clases trabajadoras. Se forzaron hasta el agotamiento los recursos de cada país. Se constató el progreso de la ciencia mediante nuevas facilidades de destrucción. Se demostró el precepto cristiano mediante la multiplicación del asesinato, y los tratados se firmaron con sangre humana.
La Guerra mundial edificó gigantescas fortunas para los señores de la finanza y tumbas para los trabajadores.
¿Y actualmente? Actualmente nos encontramos de nuevo al borde de una nueva guerra, mucho más grande y terrible que el último holocausto. Cada gobierno se está preparando para ella y se está apropiando millones de dólares del sudor y de la sangre de los trabajadores para la próxima carnicería.
Reflexiona sobre esto, amigo mío, y mira lo que están haciendo el capital y el gobierno por ti, lo que te están haciendo.
Pronto te llamarán de nuevo para «defender tu patria». En tiempos de paz haces el trabajo de esclavo en el campo y en la fábrica, durante la guerra sirves como carne de cañón, y todo ello por la suprema gloria de tus amos.
Sin embargo, te dicen que «todo está en orden», que es «la voluntad de Dios», que esto «tiene que ser así».
¿No ves que en modo alguno es la voluntad de Dios, sino las actuaciones del capital y del gobierno? ¿No ves que es así y «tiene que ser así» sólo porque tú permites que tus amos políticos e industriales se burlen de ti y te engañen, de modo que ellos puedan vivir con comodidad y lujo a base de tu fatiga y sudores, mientras que ellos te tratan como pueblo «vulgar», los «estamentos más bajos», justamente lo suficientemente buenos como para que trabajen como esclavos para ellos?
«Siempre ha sido así», anotas mansamente.
Sí, amigo mío, siempre ha sido así. Es decir, la ley y el gobierno han estado siempre del lado de los amos. El rico y el poderoso siempre te han engañado mediante «la voluntad de Dios», con la ayuda de la Iglesia y la escuela.
¿Pero tiene esto que permanecer siempre así? En los antiguos tiempos, cuando la gente era esclava de algún tirano, de un zar o de otro autócrata, la Iglesia (de cualquier religión o denominación) enseñaba que la esclavitud existía por «la voluntad de Dios», que era buena y necesaria, que no podía ser de otra manera y que cualquiera que estuviera contra ella estaría contra la voluntad de Dios y era un hombre descreído, un hereje, un blasfemo y un pecador.
La escuela enseñaba que esto era bueno y justo, que el tirano gobernaba «por la gracia de Dios», que su autoridad no podía ser cuestionada, y que había que servirle y obedecerle.
El pueblo lo creía y permanecía esclavo. Pero poco a poco surgieron algunos hombres que llegaron a ver que la esclavitud era mala, que no era justo que un hombre estuviera sometido a todo un pueblo y fuera señor y amo de sus vidas y de sus trabajos. Y fueron al pueblo y le dijeron lo que pensaban.
Entonces el gobierno del tirano se lanzó sobre esos hombres. Se les acusó de quebrantar la ley del país, se les llamó alborotadores de la paz pública, criminales y enemigos del pueblo. Los mataron y la Iglesia y la escuela dijeron que era correcto, que merecían la muerte como rebeldes contra las leyes de Dios y del hombre. Y los esclavos lo creyeron.
Pero no se puede suprimir la verdad para siempre. Gradualmente cada vez vinieron más personas a descubrir que los «agitadores» que habían matado llevaban razón. Llegaron a comprender que la esclavitud era injusta y mala para ellos y su número creció continuamente. El tirano dio leyes severas para suprimirlos; su gobierno hizo todo lo posible para detenerlos y para detener sus «designios malvados». La Iglesia y la escuela denunció a esos hombres. Fueron perseguidos y acosados y ejecutados a la manera de aquellos días.
Algunas veces los ponían en una gran cruz y los clavaban a ella, o les cortaban sus cabezas con un hacha. Otras veces eran estrangulados, quemados en un poste, descuartizados o atados a caballos y desgarrados lentamente.
Esto lo hizo la Iglesia y la escuela y la ley; con frecuencia incluso la multitud engañada, en diversos países, y en los museos actuales puedes ver todavía los instrumentos de tortura y de muerte que usaban para castigar a los que intentaban decir la verdad al pueblo.
Pero, a pesar de la tortura y de la muerte, a pesar de la ley y el gobierno, a pesar de la Iglesia y la escuela y la prensa, se abolió finalmente la esclavitud, aunque la gente había insistido en que «siempre fue así y que tiene que permanecer así».
Posteriormente, en los días de la servidumbre, cuando los nobles gobernaban sobre el pueblo ordinario, la Iglesia y la escuela estaban de nuevo de parte de los gobernantes y de los ricos. De nuevo amenazaban al pueblo con la ira divina si se atrevían a hacerse rebeldes y rehusaban obedecer a sus señores y gobernantes. De nuevo lanzaron sus maldiciones sobre las cabezas de los «perturbadores» y los herejes que se atrevían a desafiar la ley y que predicaban el evangelio de una mayor libertad y bienestar. De nuevo esos «enemigos del pueblo» fueron perseguidos, acosados y asesinados. Pero llegó el día en que la servidumbre fue abolida.
La servidumbre cedió su lugar al capitalismo con su esclavitud asalariada y de nuevo encuentras a la Iglesia y a la escuela al lado del amo y del gobernante. De nuevo truenan contra los «herejes», los descreídos que desean que el pueblo sea libre y feliz. De nuevo la Iglesia y la escuela te predicen «la voluntad de Dios»; el capitalismo es bueno y necesario, te dicen; tienes que ser obediente a tus amos, pues «es la voluntad de Dios» que haya ricos y pobres, y cualquiera que se opone a ello es un pecador, un inconformista, un anarquista.
Así, ves que la Iglesia y la escuela están todavía con los amos contra sus esclavos, exactamente igual que en el pasado. Como el leopardo, pueden cambiar sus manchas, pero nunca su naturaleza. Todavía se alinea la Iglesia y la escuela con el rico contra el pobre, con el poderoso contra sus víctimas, con «la ley y el orden» contra la libertad y justicia.
Ahora como antes, enseñan al pueblo a respetar y obedecer a sus amos. Cuando el tirano era un rey; la Iglesia y la escuela enseñaban el respeto por y la obediencia a «la ley y el orden» del rey. Cuando se abolió la realeza y se instituyó la república, la Iglesia y la escuela enseñan el respeto y la obediencia a «la ley y el orden» republicanos. ¡Obedecer! Ese es el grito eterno de la Iglesia y de la escuela, sin importarle lo vil que sea el tirano, sin importarle lo opresivos e injustos que sea «la ley y el orden».
¡Obedecer! Pues si tú dejaras de obedecer a la autoridad, podrías comenzar a pensar por ti mismo. Eso sería lo más peligroso para «la ley y el orden», la mayor desgracia para la Iglesia y la escuela. Pues entonces tú descubrirías que todo lo que ellos te han enseñado era mentira, y que solo lo hacían con el objetivo de mantenerte esclavizado, en la mente y en el cuerpo, de modo que tú continuaras trabajando y sufriendo y estando tranquilo.
Un despertar así por tu parte sería ciertamente la mayor calamidad para la Iglesia y para la escuela, para el Amo y el Gobernante.
Pero si has llegado así de lejos conmigo, si has comenzado ahora a pensar por ti mismo, si comprendes que el capitalismo te roba y que el gobierno con su «ley y orden» se encuentra ahí para ayudar a que te hagan eso, si te das cuenta que todas las agencias de la religión y de la educación institucionalizadas sirven tan sólo para engañarte y para mantenerte en la esclavitud, entonces te puedes sentir con razón ofendido y gritar: «¿No hay justicia en el mundo?».
No, amigo mío, aunque es terrible admitirlo, no hay justicia en el mundo.
Peor aún: no puede haber justicia alguna, mientras que vivamos bajo las condiciones que hacen posible que una persona se aproveche de la necesidad de otra, que la convierta en ventaja para él, y que explote a su prójimo.
No puede haber justicia mientras que un hombre sea gobernado por otro, mientras que uno tenga autoridad y poder para obligar a otro contra su voluntad.
No puede haber justicia entre amo y siervo. Ni tampoco igualdad.
La justicia y la igualdad sólo pueden existir entre iguales. ¿Es el pobre barrendero socialmente igual que Morgan? ¿Es la limpiadora igual que Lady Astor?
Haz que la limpiadora y Lady Astor entren en cualquier lugar, público o privado. ¿Recibirían una bienvenida y un tratamiento igual? El mero atavío de ellas determinará su respectiva recepción. Puesto que incluso sus vestidos indican, en las presentes circunstancias, la diferencia en su posición social, su situación en la vida, su influencia y su riqueza.
Puede ser que la limpiadora haya trabajado con fatiga y duramente toda su vida, puede ser que haya sido un miembro de los más laboriosos y útiles de la comunidad. Puede ser que la Lady nunca haya dado un golpe en cuanto a trabajo, puede ser que nunca haya sido útil en lo más mínimo a la sociedad. A pesar de todo, será bien recibida la señora rica y ella será preferida.
He recogido este ejemplo casero porque es típico de todo el carácter de nuestra sociedad, típico de toda nuestra civilización.
Sólo el dinero, y el influjo y la autoridad que impone el dinero, es lo que cuenta en el mundo.
No la justicia, sino la posesión. Amplía este ejemplo para que cubra tu propia vida y encontrarás que la justicia y la igualdad sólo son habladuría barata, mentiras que te enseñan, mientras que el dinero y el poder son las cosas verdaderas, las realidades.
Sin embargo, existe un sentido de justicia profundamente asentado en la humanidad, y tu mejor naturaleza se resiente siempre que ves que se comete injusticia con alguien. Te sientes ultrajado y te indignas de ello; porque todos nosotros tenemos una simpatía instintiva hacia nuestros prójimos, pues por naturaleza y por costumbre somos seres sociales. Pero cuando están implicados tus intereses o tu seguridad, tú actúas de un modo diferente; incluso sientes de un modo diferente.
Supón que ves que tu hermano hace daño a un extraño. Le llamarás la atención por esto, le reprocharás esto.
Cuando ves a tu patrón cometer una injusticia con algún compañero obrero, también te resientes y sientes el deseo de protestar. Pero lo más probable es que te contengas de expresar tus sentimientos, porque podrías perder tu puesto o quedar en malas relaciones con tu patrón.
Tus intereses suprimen el mejor impulso de tu naturaleza. Tu dependencia con respecto al patrón y a su poder económico sobre ti influyen en tu conducta.
Supón que tú ves a John que golpea y da patadas a Bill cuando este último está en el suelo. Puede ser que ambos te sean extraños, pero si no le tienes miedo a John, le dirás que deje de dar patadas a un sujeto que está tendido.
Pero cuando ves un policía que hace lo mismo a un ciudadano, te lo pensarás dos veces antes de interferir, porque también te podría golpear a ti y detenerte también. El tiene la autoridad.
John, que no tiene autoridad y que sabe que alguien podría interferir cuando él está actuando injustamente, por lo general será cuidadoso en lo que está haciendo.
El policía que está investido con alguna autoridad y que sabe que existe poca probabilidad de que alguien interfiera en sus cosas, es más probable que actúe injustamente.
Incluso en este caso simple puedes observar el efecto de la autoridad: su efecto sobre uno que la posee y sobre aquellos sobre los cuales ejerce. La autoridad tiende a convertir a su poseedor en injusto y en arbitrario; también convierte a los que están sometidos a su aquiescencia en injustos, subordinados y serviles. La autoridad corrompe al que la detenta y rebaja a sus víctimas.
Si esto es verdad de las relaciones más simples de la existencia, ¡cuánto más ocurre en el terreno más amplio de la vida industrial, política y social!
Hemos visto cómo tu dependencia económica con respecto a tu patrón afectará tus acciones. De modo semejante tendrá influencia en otros que dependan de él y de su buena voluntad. Sus intereses controlarán de ese modo sus acciones, incluso si no se dan claramente cuenta de ello.
¿Y el patrón? ¿No estará influenciado también por sus intereses? ¿No serán sus simpatías, su actitud y su comportamiento el resultado de sus intereses particulares?
El hecho es que todos están controlados, por lo general, por sus intereses. Nuestros sentimientos, nuestros pensamientos, nuestras acciones, toda nuestra vida está configurada, consciente e inconscientemente, por nuestros intereses.
Estoy hablando de la naturaleza humana ordinaria, del hombre medio. Aquí y allí encontrarás casos que parecen excepciones. Una gran idea o un ideal, por ejemplo, puede apoderarse de tal modo de una persona que se consagre enteramente a él y algunas veces incluso que sacrifique su vida por él. En un caso así podría parecer como si el hombre actuara contra sus intereses. Pero eso es una equivocación, tan sólo parece así. Pues en realidad la idea o el ideal por el que vivió o incluso dio su vida fue su interés principal. La única diferencia es que el idealista encuentra su interés principal en vivir para alguna idea, mientras que el interés más fuerte del hombre medio es tener éxito en el mundo y vivir confortablemente y en paz. Pero ambos están controlados por sus intereses dominantes.
Los intereses de los hombres difieren, pero todos somos semejantes en que cada uno de nosotros siente, piensa y actúa de acuerdo con sus intereses particulares, su concepción de ellos.
¿Puedes esperar, entonces, que tu patrón sienta y actúe contra sus intereses? ¿Puedes esperar que el capitalista esté guiado por los intereses de sus empleados? ¿Puedes esperar que el propietario de la mina dirija su negocio de acuerdo con los intereses de los mineros?
Hemos visto que los intereses de los empresarios y de los obreros son diferentes; tan diferentes que son mutuamente opuestos.
¿Puede haber justicia entre ellos? La justicia significa que cada uno obtiene lo que se le debe. ¿Puede el obrero obtener lo que se le debe o tener justicia en una sociedad capitalista?
Si fuera así, el capitalismo no existiría; puesto que entonces tu empresario no podría hacer ganancia alguna a costa de tu trabajo. Si el obrero pudiera obtener lo que se le debe, es decir, las cosas que él produce o su equivalente, ¿de dónde vendrían las ganancias del capitalista? Si el trabajo poseyera la riqueza que produce, no habría capitalismo.
Esto significa que el obrero no puede obtener lo que él produce, no puede obtener lo que le es debido y, por consiguiente, no puede conseguir justicia bajo una esclavitud asalariada. «Si eso es así», anotas, «podría apelar a la ley, a los tribunales».
¿Qué son los tribunales? ¿A qué fin sirven? Existen para defender la ley. Si alguien ha robado tu abrigo y puedes probarlo, los tribunales decidirán en tu favor. Si el acusado es rico o tiene un abogado inteligente, las posibilidades son que el veredicto dirá que todo el asunto fue un malentendido, o que fue un acto de aberración, y lo más probable es que ese hombre se vaya libre.
Pero si tú acusas a tu empresario de robarte la mayor parte de tu trabajo, de que te explota para su beneficio y provecho personal, ¿puedes obtener lo que te es debido en los tribunales? El juez rechazará el caso, porque no es contra la ley que tu patrón haga ganancia a costa de tu trabajo. No hay ley que lo prohíba. No conseguirás de ese modo que te hagan justicia.
Se dice que «la justicia es ciega». Con esto se quiere decir que ella no reconoce distinción de condición, de influencia, de raza, de credo o de color.
Esta proposición tan sólo necesita que sea declarada y reconocida como totalmente falsa. Pues la justicia es administrada por seres humanos, por jueces y jurados, y cada ser humano tiene sus intereses particulares, sin hablar de sus sentimientos, opiniones, gustos, antipatías y prejuicios personales de los que no puede desprenderse por el mero hecho de colocarse una vestimenta de juez y sentarse en el Tribunal. La actitud del juez para con las cosas, como la de cualquier otro, estará determinada, consciente e inconscientemente, por su educación y formación, por el entorno en el que vive, por sus sentimientos y opiniones, y particularmente por sus intereses y los intereses del grupo social al que pertenece.
Considerando lo arriba expuesto, tienes que darte cuenta de que la pretendida imparcialidad de los tribunales de justicia es en verdad una imposibilidad psicológica. No existe una cosa así ni puede existir. En el mejor de los casos, el juez puede ser relativamente imparcial en los casos en los que no están implicados en modo alguno ni sus sentimientos ni sus intereses, como individuo o como miembro de un cierto grupo social. En esos casos puedes conseguir que te hagan justicia. Pero éstos son de ordinario de pequeña importancia y desempeñan un papel insignificante en la administración general de justicia.
Pongamos un ejemplo. Supón que dos hombres de negocio disputan sobre la posesión de una determinada propiedad, sin que el asunto implique consideraciones políticas o sociales de ningún tipo. En tal caso el juez, al no tener sentimientos o intereses personales en el asunto, puede decidir el caso según las circunstancias. Incluso entonces esta actitud dependerá, en una extensión considerable, de su estado de salud y de su digestión, del humor con el que, dejó su casa, de una probable disputa con su esposa y otros factores humanos al parecer sin importancia e irrelevantes, pero que, sin embargo, son muy decisivos.
O supón que dos obreros están en litigio sobre la propiedad de un gallinero. El juez puede en tal caso decidir con justicia, pues un veredicto en favor de uno o de otro de los litigantes en modo alguno afecta la posición, los sentimientos o los intereses del juez.
Pero supón que se presenta ante él el caso de un trabajador en litigio con su terrateniente o con su empresario. En tales circunstancias todo el carácter y personalidad del juez afectarán su decisión. No quiere decir que esta última tenga que ser necesariamente injusta. No es esa la cuestión que trato de probar. Lo que deseo que consideres es que en ese caso, la actitud del juez no puede ser y no será imparcial. Sus sentimientos hacia los trabajadores, su opinión personal de los terratenientes o empresarios, y sus puntos de vista sociales influenciarán su juicio, algunas veces incluso inconscientemente para él. Su veredicto puede ser o no puede ser justo; en cualquier caso no estará basado exclusivamente en la evidencia. Estará afectado por sus sentimientos personales, subjetivos, y por sus puntos de vista referentes a la clase trabajadora y al capital. Su actitud será por lo general la de su círculo de amigos y conocidos, la de su grupo social y su opinión en el asunto corresponderá a los intereses de ese grupo. El mismo puede ser incluso un terrateniente o tener acciones en alguna compañía que emplea obreros. Consciente o inconscientemente su punto de vista sobre la evidencia presentada en el juicio estará coloreado por sus propios sentimientos y prejuicios, y su veredicto será el resultado de eso.
Además, la apariencia de los dos litigantes, su manera de hablar y se comportarse, y particularmente su habilidad respectiva para emplear un abogado inteligente, tendrá un influjo considerable en las impresiones del juez y consecuentemente en su decisión.
Por ello está claro que en tales casos el veredicto dependerá más de la mentalidad y de la conciencia de clase del juez particular que de los méritos de la causa.
La experiencia es tan general que la voz popular la ha expresado en el sentimiento de que «el hombre pobre no puede conseguir justicia contra el rico». Puede haber excepciones de cuando en cuando, pero por lo general es verdad y no puede ser de otra manera, mientras que la sociedad esté dividida en diferentes clases con diferentes intereses. Mientras que ocurra así, la justicia tienen que ser unilateral, justicia de clase; es decir, injusticia en favor de una clase que está contra la otra.
Puedes ver esto todavía más claramente ilustrado en los casos que implican resoluciones definitivas de clase, casos de lucha de clases.
Considera, por ejemplo, una huelga de obreros contra una compañía o contra un empresario rico. ¿De qué parte encontrarás a los jueces, a los tribunales? ¿Qué intereses protegerá la ley y el gobierno? Los obreros están en la huelga por mejores condiciones de vida; tienen esposas e hijos en casa para los que están intentando conseguir una participación un poco mayor de la riqueza que ellos están creando. ¿Les ayuda a ellos la ley y el gobierno en este digno objetivo?
¿Qué ocurre en la realidad? Cada rama del gobierno acude en ayuda del capitalista contra los trabajadores. Los tribunales emitirán un mandato contra los huelguistas, prohibirán formar piquetes o los harán inefectivos, no permitiendo que los huelguistas persuadan a los extraños para que no les quiten el pan de la boca, la policía golpeará y arrestará a los piquetes, los jueces impondrán multas a ellos y rápidamente los encarcelarán. Toda la maquinaria del gobierno estará al servicio de los capitalistas para romper la huelga, para aplastar la unión, si fuera posible, y para reducir los obreros a la sumisión. Algunas veces el gobernador del Estado incluso llamará a la milicia y el presidente mandará tropas regulares, todo ello en apoyo del capital contra los trabajadores.
Mientras tanto el trust o la compañía, donde está teniendo lugar la huelga, ordenará que sus empleados desalojen las casas de la compañía, los arrojarán a ellos y a sus familias a la intemperie, y los reemplazará en la industria, la mina o la fábrica con esquiroles, bajo la protección y con ayuda de la policía, los tribunales y el gobierno, todos los cuales están sostenidos por tu trabajo y tus impuestos.
¿Puedes hablar de justicia en tales circunstancias? ¿Puedes ser tan ingenuo que creas que es posible la justicia en la lucha del pobre contra el rico, de los trabajadores contra el capital? ¿Puedes ver que es una lucha encarnizada, una lucha de intereses opuestos, una guerra de dos clases? ¿Puedes esperar justicia en la guerra?
Verdaderamente la clase capitalista sabe que es una guerra y usa todos los medios a su alcance para vencer a los trabajadores. Pero, desgraciadamente, los trabajadores no ven la situación con tanta claridad como sus amos, y por ello todavía dicen tonterías sobre la «justicia», sobre la «igualdad ante la ley» y sobre la «libertad».
Le es útil a la clase capitalista que los trabajadores crean en tales cuentos de hadas. Ello garantiza la continuación del gobierno de los amos. Por consiguiente, emplean todos sus esfuerzos en mantener esa creencia. La prensa capitalista, el político, el orador público, nunca pierde una oportunidad de imprimir en ti que la ley significa justicia, que todos son iguales ante la ley, y que todos disfrutan de la libertad y tienen la misma oportunidad en la vida que su prójimo. Toda la maquinaria de la ley y el orden, del capitalista y del gobierno, nuestra civilización entera está basada esta mentira gigantesca, y la constante propaganda que hacen de ella la escuela, la Iglesia y la prensa no tienen otro objetivo que mantener las circunstancias tales como son, sostener y proteger las «instituciones sagradas» de tu esclavitud asalariada y mantenerte obediente a la ley y a la autoridad.
Por todos los métodos tratan de infundir esta mentira de la «justicia», «libertad» e «igualdad» en las masas, pues saben perfectamente bien que todo su poder y su dominio descansan en esta fe. En toda ocasión apropiada e inapropiada, ellos te alimentan con esta trola; incluso han creado días especiales para imprimir en ti la lección de un modo más enfático. Sus oradores te atiborran con esta materia el 4 de julio, y te permiten disparar tu miseria y descontento con cohetes, y te permiten olvidar tu esclavitud asalariada con el gran ruido y la barahúnda.
Todo lo cual es un insulto a la memoria gloriosa de ese gran acontecimiento, la Guerra revolucionaria americana, que abolió la tiranía de Jorge III y convirtió las colonias americanas en una república independiente. Ahora se utiliza el aniversario de ese acontecimiento para enmascarar tu servidumbre en el país donde los trabajadores no tienen la libertad ni independencia. ¡Para añadir el insulto a la injuria, te han dado un Día de acción de gracias, de modo que puedas ofrecer agradecimientos piadosos por lo que no tienes!
Tan grande es la seguridad de tus amos en tu estupidez que se atreven a tales cosas. Se sienten seguros de haberte engañado tan por completo y de haber reducido tu espíritu naturalmente rebelde hasta una adoración tan abyecta de «la ley y el orden», que tú nunca soñarás con abrir los ojos y dejar que tu corazón estalle en una protesta violenta en un sueño.
A la menor señal de tu rebelión el peso entero del gobierno, de la ley y el orden, caerán sobre tu cabeza, comenzando con la comisaría, la cárcel, el penal y terminando con la horca o la silla eléctrica. Todo el sistema del capitalismo y del gobierno está movilizado para aplastar cada síntoma de descontento y de rebelión; sí incluso para aplastar cualquier intento por mejorar tu condición como trabajador. Porque tus amos comprenden bien la situación y saben perfectamente el peligro que supondría que tú despertaras dándote cuenta de los hechos reales de la situación, que te dieras cuenta de tu condición real de esclavo. Ellos son conscientes de sus intereses, de los intereses de su clase. Tienen conciencia de clase, mientras que los obreros permanecen confundidos y aturdidos.
Los señores industriales saben que es bueno para ellos que permanezcas sin organización alguna y desorganizado, o destruir tus sindicatos cuando se hacen fuertes y militantes. Con todos los medios posibles se oponen a cualquier avance tuyo como obrero con conciencia de clase. Odian y luchan encarnizadamente contra cualquier movimiento en favor de la mejora de la condición de la clase trabajadora. Gastarán millones en el género de educación y de propaganda que sirve para continuar su mando más que para mejorar tus circunstancias como trabajador. No ahorrarán ni gastos ni energía para ahogar cualquier pensamiento o idea que pueda reducir sus ganancias o amenazar su dominio sobre ti.
Por esta razón intentan aplastar cualquier aspiración de los trabajadores en busca de mejores condiciones. Considera, por ejemplo, el movimiento por la jornada de ocho horas. Es una historia comparativamente reciente y probablemente recuerdas con qué fiereza y determinación se opusieron los empresarios a ese esfuerzo de los trabajadores. En algunas industrias de América y en la mayor parte de los países europeos la lucha todavía sigue. En los Estados Unidos comenzó en 1886 y los patrones combatieron con mayor brutalidad para hacer volver a los obreros a las fábricas bajo las condiciones antiguas. Recurrieron a los cierres; echar a miles del trabajo, a la violencia mediante asesinos a sueldo y Pinkertons contra las asambleas de obreros y contra sus miembros activos, a la demolición de los centros y lugares de reunión de los sindicatos.
¿Dónde estaba «la ley y el orden»? ¿De qué lado estaba el gobierno en la lucha? ¿Qué hicieron los tribunales y jueces? ¿Dónde estaba la justicia?
Las autoridades locales, estatales y federales usaron toda la maquinaria y, el poder a su disposición para ayudar a los empresarios. No se contuvieron siquiera ante el asesinato. Los líderes más activos y capaces del movimiento tuvieron que pagar con sus vidas el intento de los trabajadores por reducir sus horas de fatiga.
Se han escrito muchos libros sobre esa lucha, de modo que no es necesario que yo entre en detalles. Pero un breve resumen de esos acontecimientos refrescará la memoria del lector.
El movimiento por la jornada de ocho horas comenzó en Chicago el primero de mayo de 1886, extendiéndose gradualmente por todo el país. Su comienzo estuvo señalado por huelgas que se declararon en la mayoría de los grandes centros industriales. Veinticinco mil obreros dejaron sus herramientas en Chicago en el primer día de la huelga y a los dos días su número se duplicó. El 4 de mayo casi todos los trabajadores sindicados de la ciudad estaban en huelga.
El puño armado de la ley se apresuró inmediatamente a ayudar a los empresarios. La prensa capitalista insultaba frenéticamente a los huelguistas y pedía el uso de mano dura contra ellos. Siguieron de inmediato asaltos de la policía a los mítines de los obreros. El ataque más virulento tuvo lugar en los talleres de MacCormick, donde las condiciones de trabajo eran tan insoportables que los hombres se vieron obligados a ir a la huelga ya en febrero. En este lugar la policía y los Pinkertons deliberadamente dispararon una descarga contra los obreros reunidos matando a cuatro e hiriendo a una buena cantidad.
Para protestar contra ese ultraje se convocó un mitin en la plaza Haymarket el 4 de mayo de 1886.
Fue una reunión ordenada, como las que tenían lugar diariamente en Chicago por esa época. El alcalde de la ciudad, Carter Harrison, estaba presente; él escuchó diversos discursos y entonces, de acuerdo con su propio testimonio jurado y que ofreció después en el tribunal, volvió al cuartel general de la policía para informar al jefe de policía de que el mitin estaba transcurriendo en orden. Se hacia tarde, aproximadamente las diez de la tarde, pesadas nubes cubrieron el cielo; parecía que iba a llover. El auditorio comenzaba a dispersarse hasta que sólo quedaron unos cientos. Entonces, de repente, un destacamento de cien policías se precipitó en la escena, mandados por el inspector de policía Bonfield. Se pararon junto a la plataforma del orador, desde la que Samuel Fielden se estaba dirigiendo a los que quedaban del auditorio. El inspector ordenó que se dispersara el mitin. Fielden replicó: «Esta es una asamblea pacifica». Sin aviso ulterior la policía se lanzó contra la gente aporreando y dando golpes a hombres y mujeres. En ese momento algo silbó por el aire. Hubo una explosión como de una bomba. Siete policías estaban muertos y unos sesenta heridos.
Nunca se descubrió quién arrojó la bomba e incluso actualmente no se ha establecido la identidad de ese hombre.
Ha habido tanta brutalidad por parte de la policía y de los Pinkertons contra los huelguistas, que no era sorprendente que alguno expresara su protesta con un acto así. ¿Quién fue? Los amos industriales de Chicago no estaban interesados en este detalle. Estaban determinados a aplastar a los trabajadores rebeldes, a hundir el movimiento de la jornada de ocho horas y a sofocar la voz de los portavoces de los obreros. Abiertamente declararon su determinación de «darles a esos hombres una lección».
Entre los líderes más activos e inteligentes del movimiento obrero en aquel tiempo se encontraba Albert Parsons, un hombre de vieja raigambre americana, cuyos antepasados habían luchado en la Revolución americana. Estaban asociados con él en la agitación por una jornada de trabajo más corta August Spies, Adolf Fischer, George Engel y Louis Lingg. Los intereses monetarios de Chicago y el Estado de Illinois determinaron «cogerlos». Su objetivo era castigar y aterrorizar a los trabajadores asesinando a sus líderes más entusiastas. El juicio de esos hombres fue la conspiración más infernal del capital contra el trabajo en la historia de América. Evidencias mediante perjuros, jurado sobornado y venganza policíaca, todo ello se combinó para producir su condena.
Parsons, Spies, Fischer, Engel y Lingg fueron condenados a muerte. Lingg se suicidó en la prisión. Samuel Fielden y Michael Schwab fueron condenados a cadena perpetua, mientras que Oscar Neebe recibió 15 años. Nunca se escenificó una parodia de la justicia más grande que este proceso de esos hombres conocidos como los anarquistas de Chicago.
Qué ultraje legal fue el veredicto lo puedes deducir de la actuación de John P. Altgeld, después Gobernador de Illinois, que revisó cuidadosamente el proceso y declaró que los hombres ejecutados y encarcelados habían sido víctimas de un complot de los empresarios, los tribunales y la policía. No pudo deshacer los asesinatos judiciales, pero con el mayor coraje liberó a los anarquistas que todavía se encontraban encarcelados, declarando que tan sólo estaba remediando, en cuanto estaba en su poder, el terrible crimen que se había cometido contra ellos.
La venganza de los explotadores llegó tan lejos que castigaron a Altgeld por su valiente postura, eliminándolo de la vida política de América.
La tragedia de Haymarket, tal como se conoce el hecho, es una ilustración llamativa de la clase de justicia que los trabajadores pueden esperar de sus amos. Es una demostración de su carácter de clase y de los medios a los que recurren el capital y el gobierno para aplastar a los trabajadores.
La historia del movimiento obrero americano está repleta de tales ejemplos. No está dentro del objetivo de este libro repasar el gran número que hay de ellos. Numerosos libros y publicaciones los tratan, a los que remito al lector para un conocimiento más abundante del Gólgota del proletariado americano. En menor escala los asesinos judiciales de Chicago se repitieron en cada lucha de los trabajadores. Basta con mencionar las huelgas de los mineros en el Estado de Colorado, con su diabólico capítulo de Ludlow, donde la milicia estatal deliberadamente disparó a las tiendas de los obreros, incendiándolas y causando la muerte de una serie de hombres, mujeres y niños; el asesinato de los huelguistas en los campos de lúpulo de Wheatland, California, en el verano de 1913; en Everett, Washington, en 1916; en Tulsa, Oklahoma; en Virginia y en Kansas; en las minas de cobre en Montana, y en otros numerosos lugares en todo el país.
Examina dos casos recientes como ejemplos de esta actitud, que nunca cambia, de la autoridad y de la propiedad: el caso de Mooney-Billings y el de Sacco y Vanzetti. Uno tuvo lugar en el Este, el otro en el Oeste, separados los dos por una década y por toda la extensión del continente. Sin embargo, eran exactamente iguales probando que no existe ni Este ni Oeste, ni diferencia alguna de tiempo o de lugar en el tratamiento que dan los amos a sus esclavos.
Mooney y Billings se encuentran encarcelados en California para toda la vida. ¿Por qué? Si tuviera que responderte precisamente en unas pocas palabras, te diría, con perfecta verdad y sin dejar nada: porque eran hombres inteligentes del sindicato que intentaron ilustrar a sus compañeros trabajadores y mejorar su condición.
Fue esto y no otra razón lo que los condenó. La Cámara de Comercio de San Francisco, el poder del dinero de California, no podían tolerar las actividades de dos hombres tan enérgicos y militantes. Los trabajadores de San Francisco se estaban volviendo intranquilos, estaban teniendo lugar huelgas y se expresaban peticiones de una mayor participación en la riqueza que ellos producían por parte de los trabajadores.
Los magnates industriales de la costa declararon la guerra al trabajo organizado. Proclamaron la «open shop» y su determinación de romper los sindicatos. Ese era el paso preliminar hacia la colocación de los trabajadores en una posición indefensa y después hacia la reducción de los salarios. Su odio y persecución estaban dirigidos en primer lugar contra los miembros más activos de los trabajadores.
Tom Mooney había organizado a los tranviarios de San Francisco, un crimen que no podía perdonarle la compañía de tracción. Mooney junto con Warren Billings y otros obreros habían sido activos en una serie de huelgas. Eran conocidos y admirados por su dedicación a la causa de los sindicatos. Esto les bastaba a los empresarios y a la Cámara de Comercio de San Francisco para intentar ponerlos fuera de juego. En diversas ocasiones los habían detenido con cargos fraguados por los agentes de la compañía de tracción y otras corporaciones. Pero las acusaciones contra ellos eran de una naturaleza tan débil que tuvieron que ser puestos en libertad. La Cámara de Comercio aguardó su oportunidad de «coger» a estos dos hombres del trabajo, tal como amenazaron abiertamente sus agentes con hacerlo.
La oportunidad llegó con la explosión durante la Preparedness Parade en San Francisco, el 22 de julio de 1916. Los sindicatos de la ciudad habían decidido no participar en el desfile, porque este último no era más que una exhibición de la fuerza del capital de California contra los trabajadores sindicados, a los que había de aplastar la Cámara de Comercio; la «open shop» era su política abiertamente proclamada y no ocultaba en absoluto su hostilidad determinada y amarga contra los sindicatos.
Nunca se ha descubierto quién colocó la máquina infernal que explotó durante el desfile, pero la policía de San Francisco nunca realizó esfuerzo alguno serio por encontrar al grupo o a los grupos responsables. Inmediatamente después del trágico acontecimiento, fueron detenidos Thomas Mooney y su mujer Rena, lo mismo que Warren Billings, Edward D. Notan, miembro del sindicato de los maquinistas, y I. Weinberg, del sindicato de los conductores de coche.
El juicio de Billings y Mooney se mostró como uno de los peores escándalos en la historia de los tribunales de América.
Los testigos de cargo eran perjuros declarados, sobornados y amenazados por la policía para dar falso testimonio. La evidencia que mostraba la completa inocencia de Mooney y de Billings fue ignorada. Mooney fue acusado de haber colocado la máquina infernal en el mismo momento en que estaba en compañía de amigos encima del tejado de una casa a una milla y media de distancia de la escena de la explosión. Una fotografía tomada del desfile por una compañía de cine durante el festejo muestra claramente a Mooney en el tejado y en el fondo un reloj en la calle que indica las dos y dos segundos de la tarde. Habiendo tenido lugar la explosión a las dos y seis segundos de la tarde, habría sido una imposibilidad física para Mooney el haber estado en los dos lugares casi al mismo tiempo.
Pero no era una cuestión de evidencia, de culpabilidad o de inocencia. Tom Mooney era odiado ferozmente por los intereses creados de San Francisco. Tenía que ser puesto fuera de juego. Mooney y Billings fueron condenados, el primero fue sentenciado a muerte, el último recibió una condena a cadena perpetua.
La manera monstruosa con la que se llevó a cabo el proceso, el perjurio evidente de los testigos de cargo y la clara mano de los empresarios detrás del proceso sublevaron al país. El asunto fue llevado en último término ante el Congreso. Este último aprobó una resolución ordenando que el Departamento de trabajo investigara el caso. La relación del encargado John B. Densmore, enviado a San Francisco con este propósito, expuso la conspiración para ahorcar a Mooney como uno de los métodos de la Cámara de Comercio para destruir la organización del trabajo en California.
Desde entonces la mayoría de los testigos de cargo, al no haber recibido la recompensa que les habían prometido, confesaron que habían perjurado a instigación de Charles M. Fickert, entonces fiscal del distrito de San Francisco e instrumento conocido de la Cámara de Comercio. Draper Hand y R. W. Smith, oficiales de policía de la ciudad, ambos declararon bajo juramento que las pruebas contra Mooney y Billings fueron fabricadas desde el principio hasta el final por el fiscal del distrito y sus testigos sobornados, que provenían de las heces sociales más bajas de la costa. El proceso Mooney-Billings atrajo la atención nacional e incluso internacional. El presidente Wilson se sintió inducido a telegrafiar dos veces al Gobernador de California, pidiéndole una revisión del caso. La sentencia de muerte de Mooney fue conmutada por la cadena perpetua, pero ningún esfuerzo ha conseguido proporcionarle un nuevo juicio.
El poder del dinero de California estaba resuelto a mantener a Mooney y Billings en el penal. El Tribunal Supremo del Estado, obediente a la Cámara de Comercio, rehusó constantemente, por motivos técnicos, revisar los testimonios del juicio, cuyo carácter perjuro se había convertido en un refrán de California.
Desde entonces todos los miembros del jurado supervivientes han hecho declaraciones en el sentido de que, si ellos hubieran conocido los verdaderos hechos del caso durante el proceso, nunca habrían condenado a Mooney. Incluso el juez Fraser, que presidió el juicio, pidió perdón a Mooney, por motivos semejantes.
Sin embargo, tanto Tom Mooney como Warren Billings permanecen todavía en el penal. La Cámara de Comercio de California está dispuesta a dejarlos allí y su poder es supremo en los tribunales y en el gobierno.
¿Puedes hablar todavía de justicia? ¿Piensas que es posible la justicia para los trabajadores bajo el reino del capitalismo?
El asesinato judicial de los anarquistas de Chicago tuvo lugar hace muchos años, en 1887. Ha transcurrido considerable tiempo desde el caso Mooney-Billings, en 1916-1917. Este último, además, ocurrió lejos, en la costa del Pacífico, en una época de historia bélica. Una injusticia de esa categoría, diarias tal vez, podría tener lugar sólo en aquellos días, pero con dificultad se repetiría actualmente.
Cambiemos entonces la escena hasta nuestros días, hasta el mismo corazón de América, la orgullosa sede de la cultura, hasta Boston, Massachussets.
Basta mencionar a Boston para evocar la imagen de dos proletarios, Nicola Sacco y Bartolomeo Venzetti, uno un zapatero pobre, el otro un vendedor ambulante de pescado, cuyos nombres actualmente son conocidos y honrados en todo país civilizado del mundo.
Mártires de la humanidad, si es que hubo alguno. Dos hombres que entregaron sus vidas por su dedicación a la humanidad, por su lealtad para con el ideal de una clase obrera emancipada y liberada. Dos hombres inocentes que sufrieron con valor la tortura durante siete largos años y que sufrieron una muerte terrible con una serenidad de espíritu raramente igualada por los mayores mártires de todos los tiempos.
La historia de ese asesinato judicial de dos de los más nobles hombres, el crimen de Massachussets, que nunca será olvidado ni perdonado mientras que exista el Estado, está demasiado reciente en la memoria de todos para que se necesite aquí recapitularlo.
¿Pero por qué tuvieron Sacco y Vanzetti que morir? Esta pregunta es de la máxima importancia, recae directamente sobre el asunto en cuestión.
¿Crees que si Sacco y Vanzetti hubieran sido precisamente un par de criminales, como el fiscal intentaba hacer creer, habría existido tal determinación despiadada de ejecutarlos a la vista de las apelaciones, súplicas y protestas del mundo entero?
O, si ellos hubieran sido plutócratas efectivamente culpables de asesinato, sin que estuviera implicada ninguna otra cuestión, ¿habrían sido ejecutados? ¿No habrían permitido la apelación a los tribunales superiores de Estado? ¿Habría rehusado la Corte suprema federal considerar el caso?
Con frecuencia has oído que algún tipo rico mata a un hombre o que los hijos de padres ricos son hallados culpables de asesinato en primer grado. Pero, ¿puedes mencionar a uno solo de ellos que haya sido ejecutado alguna vez en los Estados Unidos? ¿Descubrirías siquiera a muchos de ellos en la cárcel? ¿No encuentra la ley siempre excusas de «excitación mental», de «tempestad cerebral», de «irresponsabilidad legal» en los casos de los ricos convictos de crimen?
Pero incluso si Sacco y Vanzetti hubieran sido criminales ordinarios sentenciados a muerte, ¿no hubieran conseguido clemencia para ellos las apelaciones de hombres prominentes en todas las esferas de la vida, desde las sociedades de caridad y cientos de miles de amigos simpatizantes? ¿No hubiera tenido como resultado la duda de su culpabilidad, expresada por las autoridades legales supremas, un nuevo juicio, una revisión de los antiguos testimonios y la consideración de nueva evidencia en su favor?
¿Por qué se le rehusó todo esto a Sacco y Vanzetti? ¿Por qué «la ley y el orden», comenzando con la policía local y los detectives federales, siguiendo con el juez del tribunal declaradamente parcial, a través de la Corte suprema del Estado, el Gobernador y terminando en la Corte suprema federal, mostraron una determinación así de enviarlos a la silla eléctrica?
Porque Sacco y Vanzetti eran peligrosos a los intereses del capital. Estos hombres expresaban el descontento de los obreros con su condición de servidumbre. Expresaban conscientemente lo que los obreros en la mayor parte de los casos sienten inconscientemente. Es por ser hombres con conciencia de clase, anarquistas, por lo que eran una mayor amenaza a la seguridad del capitalismo que si hubieran sido todo un ejército de huelguistas no conscientes de los objetivos reales de la lucha de clase. Los amos saben que cuando te pones en huelga, tú pides solamente mayor paga o menos horas de trabajo. Pero la lucha con conciencia de clase del trabajo contra el capital es un asunto mucho más serio; significa la abolición completa del sistema asalariado y la liberación del trabajo de la dominación del capital. Puedes entender fácilmente entonces por qué los amos vieron un peligro mayor en tales hombres como Sacco y Vanzetti que en la huelga más grande por la mera mejora de las condiciones dentro del capitalismo.
Sacco y Vanzetti amenazaban la estructura completa del capitalismo del gobierno. No esos dos pobres proletarios como individuos. No; más bien lo que esos dos hombres representaban: el espíritu de la rebelión consciente contra las condiciones existentes de explotación y opresión.
En ese espíritu lo que el capital y el gobierno quisieron matar en las personas de esos hombres. Matar ese espíritu y el movimiento de la emancipación del trabajo infundiendo terror en los corazones de los que pudieran pensar y sentir como Sacco y Vanzetti hacer un escarmiento con esos dos hombres que intimidara a los obreros y los mantuviera lejos del movimiento proletario.
Esta es la razón por la que ni los tribunales ni el gobierno de Massachussets pudieron ser inducidos a que se le diera un nuevo juicio a Sacco y Vanzetti. Había el peligro de que fueran absueltos en la atmósfera de un sentido público creciente de justicia; existía el temor de que apareciera a la luz el complot para asesinarlos. Por eso los jueces de la Corte suprema federal rehusaron oír el caso, lo mismo que los jueces de la Corte suprema del Estado de Massachussets rehusaron un nuevo juicio a pesar de importantes evidencias nuevas. Por esa razón el Presidente de los Estados Unidos intercedió en el asunto, aunque hacer eso era no menos su deber moral que su deber legal. Su deber moral en interés de la justicia; su obligación, porque como presidente había jurado mantener la Constitución que garantiza a cada uno un juicio honrado, que no tuvieron Sacco y Vanzetti.
El presidente Coolidge tenía precedentes suficientes para interceder en favor de la justicia, especialmente el ejemplo de Woodrow Wilson en el caso de Mooney. Pero Coolidge no tenía el coraje para hacer eso, al ser un completo lacayo de los grandes intereses. No hay duda de que el caso Sacco y Vanzetti fue considerado incluso de mayor importancia y con mayor significado de clase que el de Mooney. De cualquier forma, tanto en capital como el gobierno estaban de acuerdo en su resolución de sostener los tribunales de Massachussets a toda costa y de sacrificar a Nicola Sacco y Bartolomeo Vanzetti.
Los amos estaban decididos a sostener la leyenda de «la justicia en los tribunales», porque todo su poder descansa en la creencia popular en esa justicia. No es que los jueces pretendan la infalibilidad. Si fuera esa la actitud, no habría apelación alguna frente a la decisión de un juez, no habría tribunales superiores ni tribunales supremos. Se admite la falibilidad de la justicia, pero el hecho de que los tribunales y todas las instituciones gubernamentales sirvan tan sólo para sostener el dominio de los amos sobre sus esclavos asalariados y que su justicia no es sino justicia de clase, eso no podía ser admitido ni siquiera un instante. Pues si el pueblo descubriera eso, el capitalismo y el gobierno estarían condenados. Esta es exactamente la razón por la que el caso de Sacco y Vanzetti no se podía permitir una revisión imparcial, ni se les podía dar un nuevo juicio, pues un procedimiento así habría mostrado los motivos y los objetivos de su enjuiciamiento.
Consiguientemente, no hubo apelación ni nuevo juicio, tan sólo un despacho oficial a puerta cerrada en la mansión del Gobernador, una vista realizada por hombres cuya lealtad a la clase dominante estaba más allá de toda sospecha; hombres que por toda su preparación y educación, por su tradición e intereses estaban obligados a sostener a los tribunales y a limpiar el veredicto contra Sacco y Vanzetti de toda imputación de justicia de clase. Por ello Sacco y Vanzetti tenían que morir.
El gobernador Fuller, de Massachussets, pronunció la última palabra de la condena de ellos. Hasta el último momento había miles que esperaban que el gobernador no se atrevería a cometer ese asesinato a sangre fría. Pero ellos no sabían o habían olvidado que años antes, en 1919, el mismo Fuller había declarado en el Congreso que todo «radical, socialista, I. W. W.[4] o anarquista debería ser exterminado»; es decir, que aquellos que tratan de liberar al trabajo deberían ser asesinados. ¿Podías esperar razonablemente que un hombre así hiciera justicia a Sacco y Vanzetti, dos anarquistas declarados?
El gobernador Fuller actúa de acuerdo con sus sentimientos al mantener su actitud y sus intereses como miembro de la clase dirigente con completa conciencia de clase. De una manera similar había actuado el juez Thayer y todos los otros que estaban implicados en el proceso, no menos que los «señores respetables» de la comisión designada por Fuller para «revisar» el caso en una sesión secreta. Todos ellos con conciencia de clase estaban interesados tan sólo en mantener la «justicia» capitalista, de modo que se preservara «la ley y el orden» mediante los cuales viven y se benefician ellos.
¿Existe justicia para los trabajadores dentro del capitalismo y del gobierno? ¿Puede existir alguna justicia mientras que perviva el sistema presente? Decide por ti mismo.
Los casos que he citado son tan sólo unos pocos de las numerosas luchas de los trabajadores americanos contra el capital. Lo mismo se puede repetir de cada país. Demuestran claramente que:
Sólo hay una justicia de la clase en la guerra del capital contra el trabajo; no puede haber justicia para los trabajadores bajo el capitalismo;
La ley y el gobierno, lo mismo que todas las instituciones capitalistas (la prensa, la escuela, la Iglesia, la policía y los tribunales) están siempre al servicio del capital contra los trabajadores, sean cuales fueren las circunstancias en un caso determinado. El capital y el gobierno son gemelos con un interés común;
El capital y el gobierno usarán todos y cada uno de los medios para mantener sometido al proletariado; aterrorizarán a la clase trabajadora y asesinarán despiadadamente a sus miembros más inteligentes y abnegados.
No puede ser de otro modo, pues existe una lucha a vida o muerte entre el capital y el trabajo.
Cada vez que el capital y su servidora, la ley, cuelgan a hombres tales como los anarquistas de Chicago o electrocutan a los Saccos y a los Vanzettis, proclaman que han «liberado a la sociedad de una amenaza». Quieren hacerte creer a ti que los ejecutados eran tus enemigos, enemigos de la sociedad. También desean que creas que su muerte a resultado el asunto, que la justicia capitalista ha sido vindicada y que han triunfado «la ley y el orden». Pero el asunto no está resuelto, y victoria de los amos es sólo temporal. La lucha prosigue, lo mismo que ha continuado toda la historia del hombre, durante toda la marcha del trabajo y de la libertad. Ningún asunto está resuelto a no ser que esté resuelto correctamente. No puedes suprimir el ansia natural del corazón humano por la libertad y el bienestar, por mucho que puedan recurrir los gobiernos al terror y al asesinato. No puedes sofocar la demanda de los trabajadores por mejores condiciones. La lucha prosigue y continuará ha pesar de todo lo que puedan hacer la ley, el gobierno y el capital. Pero para que los obreros no desgasten su energía y sus esfuerzos en la dirección equivocada, tienen que comprender claramente que no pueden esperar más la justicia de los tribunales, de la ley y del gobierno, de lo que ellos pudieran esperar que quede abolida la esclavitud asalariada por sus amos.
«¿Qué hay que hacer entonces?», preguntas. «¿Cómo obtendrían justicia los obreros?»
¿Qué hay que hacer?
¿Cómo abolir la pobreza, la opresión y la tiranía? ¿Cómo eliminar el mal y la injusticia, la mala hierba de la corrupción, y poner fin al crimen y al asesinato?
¿Cómo suprimir la esclavitud asalariada?
¿Cómo asegurar la libertad y el bienestar, el gozo y la alegría para todos?
«Vuélvete a Dios», manda la Iglesia. «Sólo una vida cristiana puede salvar al mundo».
«Demos nuevas leyes», dice el reformador. «Hay que obligar a la gente a ser bueno»
«¡Vótame!», dice el político. «Yo cuidaré de tus intereses».
«Los sindicatos», aconseja tu compañero de trabajo. «Esa es tu esperanza».
«Sólo el socialismo puede abolir el capitalismo y suprimir la esclavitud asalariada», insiste el socialista.
«Soy un bolchevique», anuncia otro; «tan sólo la dictadura del proletariado liberará a los obreros».
«Permaneceremos esclavos mientras tengamos gobernantes y amos», dice el anarquista. «Sólo la libertad puede hacernos libres».
El proteccionismo y la libertad de comercio, el impuesto único y el fabiano, el partido de Tolstoi y el mutualista, y una legión de otros métodos sociales, todos ellos prescriben su medicina particular para curar los males de la sociedad, y tú te preguntas quién lleva la razón y cuál podría ser la verdadera solución.
No puedes cometer mayor error que aceptar ciegamente este o el otro consejo. Puedes estar seguro de que es un camino equivocado.
Sólo tu propia razón y experiencia pueden decidir dónde se encuentra el camino correcto. Examina las diversas propuestas y determina con tu propio sentido común cuál es la más razonable y la más práctica. Sólo entonces sabrás lo que es mejor para ti, para el trabajador, para la humanidad.
Consideremos los diferentes planes.
¿Puede ayudarte la Iglesia?
Tal ves tú eres un cristiano, o un miembro de alguna otra religión, judío, mormón, mahometano, budista, o cualquier otra cosa.
No constituye diferencia alguna. Un hombre debería ser libre para creer lo que le plazca. La cuestión está no en cuál es tu fe religiosa, sino en si la religión puede abolir los males que sufrimos.
Como dije antes, sólo tenemos una vida que vivir en esta tierra, y queremos hacerla lo mejor posible. No sabemos lo que nos ocurrirá después de muertos. Las posibilidades son que nunca lo sabremos y por ello no vale la pena preocuparse de eso.
La cuestión es aquí sobre la vida, no sobre la muerte. Nos estamos refiriendo a los vivos, a ti, a mí y a otros como nosotros. ¿Se puede hacer del mundo un ligar mejor donde podamos vivir? Esto es lo que deseamos saber. ¿Puede hacerlo la religión?
El cristianismo tiene aproximadamente dos mil años de antigüedad. ¿Ha abolido algún mal? ¿Ha suprimido el crimen y el asesinato? ¿Nos ha liberado de la pobreza y de la miseria, del despotismo y de la tiranía?
Sabes que no. sabes que la Iglesia cristiana, como todas las otras iglesias, ha estado siempre del lado de los amos, contra el pueblo. Más aún: la Iglesia ha causado peores contiendas y derramamientos de sangre que todas las guerras de los reyes y emperadores. La religión ha dividido a la humanidad en creencias opuestas, y han tenido lugar las guerras más sangrientas a causa de diferencias religiosas. La Iglesia ha perseguido a la gente por sus opiniones, los ha encarcelados y los ha matado. La inquisición católica aterrorizó a todo el mundo, torturó a los denominados herejes y los quemó vivos. Otras iglesias hicieron lo mismo cuando tenían el poder. Ellas siempre buscaron esclavizar y explotar al pueblo, mantenerlos en la ignorancia y en la oscuridad. Condenaron cualquier esfuerzo del hombre por desarrollar su mente, por avanzar, por mejorar su condición. Condenaron la ciencia y silenciaron a los hombres que tenían sed de conocimiento. Hasta este mismo día la religión institucionalizada es el Judas de su pretendido Salvador. Aprueba el asesinato y la guerra, la esclavitud asalariada y el robo capitalista, y siempre apoya «la ley y el orden» que crucificó al Nazareno.
Considera esto: Jesús deseaba que todos los hombres fueran hermanos, que vivieran en paz y en buena voluntad. La Iglesia sostiene la desigualdad, la disensión nacional y la guerra.
El Nazareno nació en un pesebre y permaneció pobre toda su vida. Sus pretendidos representantes y portavoces sobre la tierra viven en palacios.
Jesús predicó la mansedumbre. Los príncipes de la Iglesia son altaneros e hinchados por la riqueza.
«Lo mismo hicierais con el último de mis hermanos», dijo Cristo, «conmigo lo hacéis». La Iglesia sostiene el sistema capitalista que esclaviza a los niños pequeños y los lleva a una muerte prematura.
«No, matarás», ordenó el Nazareno. La Iglesia aprueba las ejecuciones y la guerra.
El cristianismo es la mayor hipocresía que se recuerda. Ni las naciones cristianas ni los individuos cristianos practican los preceptos de Jesús. Los primeros cristianos lo hicieron y fueron crucificados, quemados en el poste o arrojados a las fieras en el circo romano. Luego la Iglesia cristiana pactó con los que estaban en el poder, ganó dinero e influjo al ponerse al lado de los tiranos y contra del pueblo. Sancionó todo lo que Cristo condenó y con esto se ganó la buena voluntad y el apoyo de los reyes y los amos. Actualmente el rey, el amo y el sacerdote forman una trinidad. Ellos crucifican a Jesús a diario, ellos lo glorifican con unos oficios religiosos meramente de palabra y lo traicionan por algunas monedas de plata, ellos alaban su nombre y matan su espíritu.
Es obvio que el cristianismo es la mayor impostura y vergüenza de la humanidad y un completo fracaso, porque la apelación cristiana es una mentira. Las iglesias no practican lo que ellas predican. Además, te predican un evangelio que ellas saben que no puedes vivir de acuerdo con él; te exhortan a convertirte en un «hombre mejor», sin darte la posibilidad de hacer eso. Al contrario, las iglesias mantienen las condiciones que te hacen «malo», mientras que ellas te ordenan que seas «bueno». Se benefician materialmente del régimen existente y están interesadas financieramente en su mantenimiento. La Iglesia católica, la protestante, la anglicana, la ciencia cristiana, los mormones y otras denominaciones se encuentran entre las organizaciones más ricas del mundo en la actualidad. Sus posesiones representan la carne y la sangre de los trabajadores. Su influjo es una prueba de cómo es engañado el pueblo. Los profetas de la religión están muertos y olvidados; permanecen tan sólo las ganancias.
«Pero si lleváramos una vida verdaderamente cristiana», observas, «el mundo sería diferente».
Tienen razón, amigo mío. ¿Pero puedes vivir una vida cristiana bajo las condiciones presentes? ¿Permite el capitalismo que la vivas? ¿Te dará incluso la Iglesia una posibilidad de vivir una vida cristiana?
Inténtalo precisamente durante un solo día y verás lo que ocurre.
Cuando salgas de casa por la mañana, decídete a ser un cristiano ese día y hablar tan sólo la verdad. Cuando pases al lado del policía que está en la esquina, recuérdale a Cristo y sus mandamientos. Dile que «ame a su enemigo como a sí mismo y persuádele a que tire su porra y su pistola»
Y cuando encuentres a un soldado por la calle, incúlcale que Jesús dijo «No matarás».
En tu tienda u oficina dile la completa verdad a tu empresario. Dile el aviso del Nazareno: «¿De qué te servirá ganar todo el mundo si pierdes tu alma y su salvación?» Menciónale que él manda que compartamos hasta el último trozo de pan con el pobre, que él dijo que el rico no tiene más posibilidad de entrar en el cielo que el camello la tiene de pasar por el ojo de una aguja.
Y cuando seas llevado al tribunal por perturbar la paz de los buenos cristianos; recuérdale al juez: «No juzguéis y no seréis juzgados».
Te declararán loco o enajenado y te enviarán a un manicomio o a la cárcel.
Puedes ver entonces qué enorme hipocresía es que el piloto celestial te predique la vida cristiana. Él sabe tan bien como tú que bajo el capitalismo y el gobierno no hay más posibilidad de llevar una vida cristiana que para el camello «pasar por el ojo de una aguja». Toda esa buena gente que pretenden ser cristianos son precisamente hipócritas que predican lo que no se puede practicar, pues ellos no te dan oportunidad alguna de llevar una vida cristiana. No, ni siquiera la oportunidad de llevar una vida decente y honrada, sin impostura y engaño, sin pretensiones y mentiras.
Es verdad que si pudiéramos los preceptos del Nazareno, este sería un mundo diferente para vivir en él. No habría entonces ni asesinatos ni guerra, ni engaño y mentira, ni hacer ganancias. No habría ni esclavo ni amo, y todos viviríamos como hermanos en paz y armonía. No habría pobre ni rico, ni crimen ni prisión, pero no habría lo que la Iglesia desea. Sería lo que desea el anarquista y lo que discutiremos más adelante.
De este modo, amigo mío, no tienes nada que esperar de la Iglesia cristiana o de ninguna otra Iglesia. Todo el progreso y las mejoras en el mundo se han llevado a cabo contra la voluntad y los deseos de la Iglesia. Puedes creer en la religión que te guste, pero no pongas ninguna esperanza de mejora social en la Iglesia.
Ahora veamos si pueden ayudarnos el reformador o el político.
¿Quién es el reformador y qué propone?
El reformador desea «reformar y mejorar». No está seguro qué es lo que él desea realmente cambiar; algunas veces dice que «el pueblo es malo» y es al pueblo al que desea «reformar»; otras veces él quiere decir «mejorar» las condiciones. No cree en la abolición completa del mal. Suprimir algo que está podrido es «demasiado radical» para él. «Por todos los santos», te previene, «no te precipites demasiado» quiere cambiar las cosas gradualmente; poco a poco. Considera la guerra, por ejemplo. El reformador admite, por supuesto, que la guerra es mala; es un asesinato al por mayor, una mancha sobre nuestra civilización. ¿Pero abolirla? ¡Oh no! Él quiere «reformarla». Quiere «limitar los armamentos»; por ejemplo. Con menos armamento, dice él, mataremos menos gente. Quiere «humanizar» la guerra, hacer la matanza más decente, por así decir.
Si tú pusieras en práctica sus ideas en tu vida personal, nunca te sacarían el diente podrido que te causa dolor. Te lo sacarían un poco hoy, otro poco la semana que viene, y así durante meses o años, y entonces estarías en condiciones de sacártelo del todo, de modo que así no te haría mucho daño. Esa es la lógica del reformador. «No te apresures demasiado», no te saques inmediatamente un diente malo.
El reformador piensa que puede mejorar a la gente mediante la ley, «aprueba una nueva ley», dice siempre que algo va mal; «obliga a los hombres a ser buenos».
Olvida que durante centenares e incluso millares de años, se han hecho leyes para forzar al pueblo a «ser bueno», y que, sin embargo, la naturaleza humana sigue siendo más o menos lo que siempre fue. Tenemos tantas leyes que incluso el abogado proverbial de Filadelfia se pierde en si laberinto. La persona ordinaria tampoco te puede decir qué es correcto e incorrecto de acuerdo con lo estatuido, qué es justo, qué es verdadero o falso. Una clase especial de personas, los jueces, deciden lo que es honesto o deshonesto, cuándo está permitido robar y de qué manera, cuándo el fraude es legal y cuándo no lo es, cuándo el asesinato es correcto y cuándo es un crimen, qué uniforme te da derecho a matar y cuál no. Se necesitan muchas leyes para determinar todo esto y durante cientos de años los legisladores han estado ocupados componiendo leyes (con un buen salario) e incluso actualmente necesitamos todavía más leyes, pues las otras leyes no han conseguido hacernos «buenos».
Sin embargo, el legislador continúa obligando a la gente a ser buena. Si las leyes existentes, dice, no te han hecho mejor, entonces necesitamos más leyes y unas leyes más estrictas. Unas condenas más fuertes disminuirán el crimen y serán un preventivo contra él ─según pretende─, mientras que apela en favor de su «reforma» a los mismos hombres que le han robado al pueblo la tierra.
Si alguien ha matado a otro en una disputa de negocio, por dinero y otras ventajas, el reformador no admitirá que el dinero y el conseguir dinero suscite las peores pasiones y empuje a los hombres al crimen y al asesinato. Argüirá que quitarle voluntariamente la vida a otro merece la pena capital y ayudará directamente al gobierno a enviar hombres armados a algún país extranjero para efectuar una matanza en gran escala allí.
El reformador no puede pensar con franqueza. No entiende que si los hombres actúan con maldad es porque piensan que les trae cuenta actuar así. El reformador dice que una ley nueva cambiará todo eso. Él es un prohibicionista de nacimiento; desea prohibirles a los hombres que sean malos. Si, por ejemplo, un hombre ha perdido su empleo, se siente abatido por ello se emborracha para olvidar sus penas, el reformador no pensaría en ayudar al hombre a que encuentre trabajo. No; lo que hay que prohibir es la bebida, insiste él. Piensa que ha reformado sacándote del salón del bar y metiéndote en la celda, donde sigilosamente te entregas al sentimentalismo a la vil luz de la luna, en lugar de tomar abiertamente un trago. Del mismo modo, él desea reformarte en lo que tú comes y haces, en lo que piensas y sientes.
Rehúsa ver que sus «reformas» crean mayores males que los que se supone que van a suprimir; que causan más engaño, corrupción y vicio. Pone a un grupo de hombres para vigilar a otro, y piensa que ha «elevado el nivel de la moralidad»; pretende haberte hecho «mejor» al obligarte a ser un hipócrita.
No pretendo detenerte mucho tiempo con el reformador. Nos vamos a encontrar con él de nuevo como político. Sin deseo de ser grosero con él, puedo decir con franqueza que cuando el reformador es honesto es que está loco, cuando es un político es un bribón. En cualquiera de los dos casos, como lo veremos dentro de poco, él no puede resolver nuestro problema de cómo hacer el mundo un lugar mejor para vivir en él.
El político es el primo carnal del reformador. «Aprueba una nueva ley», dice el reformador, «y obliga a los hombres a que sean buenos». «Permítanme que yo haga aprobar la ley», dice el político, «y las cosas serán mejores».
Puedes conocer al político por su forma de hablar. En la mayoría de los casos es un chanchullero, que desea trepar sobre tus hombros hasta el poder, una vez ahí, el olvida sus promesas solemnes y piensa tan sólo en sus propias ambiciones e intereses.
Cuando el político es honesto, te desorienta no menos que el chanchullero, quizá peor, porque pones la confianza en él y te quedas completamente desengañado cuando no consigue hacerte bien alguno.
El reformador y el político se encuentran los dos en la vía falsa. Intentar cambiar a los hombres mediante las leyes es precisamente como intentar cambiar tu rostro recibiendo un nuevo espejo. Pues son los hombres los que hacen las leyes y no las leyes a los hombres. La ley meramente refleja a los hombres tal como son, lo mismo que el espejo refleja sus facciones.
«Pero la ley impide que la gente se convierta en criminales», aseguran el reformador y el político.
Si eso fuera verdad, si la ley impidiera realmente el crimen, entonces cuantas más leyes mejor. En la actualidad hemos aprobado tantas leyes que no habría más crimen. Bien, ¿por qué te ríes? Porque sabes que es absurdo. Sabes que lo más que puede hacer las leyes castigar el crimen; no puede impedirlo.
Si llegara un momento cuando la ley pudiera leer la mente de un hombre y detectar ahí su intención de cometer un crimen, entonces podría prevenirlo, pero en ese caso la ley no tendría a los policías para prevenir, porque ellos mismos habrían estado en la cárcel. Y si la administración de la ley fuera honesta e imparcial, no habría ni jueces ni legisladores, porque ellos se encontrarían en compañía de la policía.
Pero hablado seriamente, tal como son las cosas, ¿cómo puede la ley prevenir el crimen? Sólo lo puede hacer cuando se ha anunciado la intención de cometer un crimen o se ha conocido esa intención de laguna manera, pero esos casos son muy raros. Uno no advierte sus planes criminales, por tanto, la pretensión de que la ley previene el crimen es algo por completo carente de base.
«Pero el temor al castigo», objetas, «¿no impide eso el crimen?»
Si eso fuera así, hace mucho tiempo que se habría detenido el crimen, pues con toda seguridad la ley ha castigado suficientemente. Toda la experiencia de la humanidad desaprueba la idea de que el castigo impide el crimen. Al contrario, se ha descubierto que incluso los castigos más severos no asustan a la gente apartándola del crimen.
Inglaterra, lo mismo que otros países, solían castigar no sólo el asesinato sino toda una serie de delitos menores con la muerte. Sin embargo, esto no asustó a otros para que no cometieran los mismos crímenes. Entonces se ejecutaba a la gente en público, ahorcándoles, dándoles garrote, guillotinándolos, para inspirar mayor temor. Sin embargo, incluso es castigo más terrible no consiguió impedir o disminuir el crimen. Se descubrió que las ejecuciones públicas tenían un efecto embrutecedor sobre el pueblo, y existen casos constatados en los que personas que presenciaban una ejecución cometían inmediatamente el mismo crimen, cuyo terrible castigo acababan de presenciar. Por esto se abolió la ejecución pública; hacia más daño que bien. Las estadísticas muestran que no se han incrementado los crímenes en los países que han abolido por completo la pena de muerte.
Por supuesto puede haber algunos casos en los que el temor al castigo impida el crimen; pero en conjunto su único efecto es hacer al criminal más circunspecto, de modo que es más difícil su detención.
Existen, generalmente hablando, dos tipos de crímenes: uno cometido en el calor de la cólera y la pasión, y en tales casos uno no se detiene a considerar las consecuencias, y así el temor al castigo no interviene aquí como un factor. La otra clase de crimen se comete con deliberación fría, en la mayor parte de los casos profesionalmente, y en tales casos el temor al castigo sólo sirve para hacer al criminal más cuidadoso en no dejar huellas. Es un rasgo bien conocido del criminal profesional que él piensa ser lo suficientemente inteligente como para evitar que le detengan, sin que importe la frecuencia con la que de hecho lo cojan. Siempre echará la culpa a alguna circunstancia particular, alguna causa accidental, o a la «mala suerte» por haber sido arrestado. «La próxima vez tendré más cuidado», dice; o «no me fiaré más de mi compañero». Pero casi nunca encontrarás en él más débil pensamiento de abandonar el crimen a causa del castigo que pueda encontrar. He conocido a miles de criminales y; sin embargo, apenas alguno de ellos tuvo en consideración alguna vez el posible castigo.
Precisamente por e temor al castigo no tiene efecto alguno disuasivo, continúa el crimen a pesar de todas las leyes y tribunales, cárceles y ejecuciones.
Pero supongamos que el castigo tiene un efecto disuasivo. ¿No habrá algunas razones poderosas que causen que la gente cometa el crimen, a pesar de todo el extremado castigo infligido?
¿Cuáles son esas razones?
Cada guardia de cárcel te dirá que, siempre hay mucho para, tiempos duros, las prisiones se llenan. Este hecho es descuidado por la investigación en las causas del crimen. El porcentaje más elevado del crimen se debe directamente a las condiciones de vida, a las razones industriales y económicas. Por este motivo la inmensa mayoría de la población reclusa proviene de las clases pobres. Se ha establecido que la pobreza y el paro, con su criado la miseria y la desesperación, son las fuentes principales del crimen. ¿Hay alguna ley para impedir la pobreza y el desempleo?
¿Existe alguna ley para abolir estas causas principales del crimen? ¿No están trazadas todas las leyes para mantener las condiciones que producen la pobreza y la miseria, y producir así continuamente el crimen?
Supón que se rompe una cañería en tu casa. Pones un cubo debajo de la rotura para recoger el agua que se escapa. Puedes seguir poniendo cubos allí, pero mientras que no repares la cañería rota, continuará el escape, por mucho que te afanes con él.
Nuestras cárceles llenas son los cubos. Puedes aprobar tantas leyes como quieras, castigar a los criminales como puedas; el escape continuará hasta que repares la cañería social rota.
¿Desean el reformador o el político realmente reparar esa cañería?
He dicho que la mayoría de los crímenes son de una naturaleza económica. Es decir, tienen que ver con el dinero, con la posesión, con el deseo de conseguir algo con el menor esfuerzo, con asegurarse la vida o la riqueza de la manera que sea.
Pero esa es precisamente la ambición de nuestra vida entera, de nuestra civilización entera. Mientras que nuestra existencia esté basada en un espíritu de esa calaña, ¿será posible erradicar el crimen? Mientras que la sociedad esté edificada en el principio de apropiarse de todo lo que se pueda, tenemos que seguir viviendo de esa forma. Algunos intentarán hacer eso «dentro de la ley»; otros, más atrevidos, temerarios o desesperados, harán esto fuera de la ley. Pero unos y otros estarán haciendo realmente lo mismo, y es eso mismo lo que es el crimen, no la manera como lo haga.
Los que lo pueden hacer dentro de la ley denominan a los otros criminales. Para los criminales «ilegales», y para los que se pueden convertir en eso, se hace la mayoría de las leyes.
Con frecuencia se coge a los criminales «ilegales». Su condena y castigo depende principalmente del éxito que han tenido en su carrera criminal. Cuanto más éxito hayan tenido, menos probabilidades de condena, más ligero será su castigo. Lo que en último término decidirá su suerte no es el crimen que ellos han cometido, sino su habilidad para emplear abogados caros, sus conexiones políticas y sociales, su dinero e influjo. Por lo general serán el pobre y el individuo sin amigos el que sentirá todo el peso de la ley; él conseguirá una «justicia» rápida y el castigo más duro. El no es capaz de aprovecharse de las diversas dilataciones que concede la ley a sus compañeros criminales más ricos, pues las apelaciones a los tribunales superiores son lujos caros que no se puede permitir el criminal sin dinero. Por esta razón casi nunca ves a un rico detrás de los barrotes de una prisión; gente así en alguna ocasión «son declarados culpables», pero muy raramente castigados. Tampoco encontrarás a muchos criminales profesionales en la cárcel. Estos conocen «las cuerdas»; tienen amigos y conexiones; de ordinario tienen también «dinero perdido», precisamente para tales ocasiones, con el que «untan» su salida de las redes legales. A los que encuentras en nuestras prisiones y penitenciarias son a los más pobres de la sociedad, criminales accidentales, la mayoría de ellos hijos de obreros y campesinos a los que ha puesto tras los barrotes la pobreza y la desgracia, la huelga y el actuar en los piquetes de huelga, el paro y el desamparo general.
¿Son éstos al menos reformados por la ley y los castigos que sufren? Con dificultad. Salen de la cárcel debilitados en cuerpo y mente, endurecidos por los malos tratos y la crueldad que sufrieron o de la que fueron testigos allí, amargados por su suerte. Tienen que volver a las mismas condiciones que los convirtieron en unos infractores de la ley en primer lugar, pero ahora se encuentran etiquetados como «criminales», son despreciados, se burlan de ellos incluso sus antiguos amigos, y son perseguidos y acosados por la policía como hombres «con un pasado criminal». No pasa mucho tiempo antes de que la mayoría de ellos se encuentren de nuevo encarcelados.
De este modo da vueltas nuestro tiovivo social. Y durante todo el tiempo las condiciones que han convertido a esos desgraciados en criminales continúan produciendo nuevas cosechas de ellos, y «la ley y el orden» sigue como antes, y el reformador y el político siguen ocupados confeccionando más leyes.
Es un negocio ventajoso ese de hacer leyes. ¿Te has detenido alguna vez a considerar si nuestros tribunales, policía y toda la maquinaria de la denominada justicia desean realmente la abolición del crimen? ¿Le interesa al policía, al detective, al sheriff, al juez, al abogado, a los contratistas de prisiones, a los guardias, tenientes, vigilantes y a los otros miles que viven de la «administración de justicia» que se suprima el crimen? Suponiendo que no hubiera criminales, ¿podrían esos «administradores» mantener sus puestos? ¿Te gustaría poner impuestos para sostenerlos? ¿No tendrían que hacer algún trabajo honesto?
Piensa sobre eso y mira si el criminal no es una fuente de impuestos más lucrativa para los «administradores de justicia» que para los mismos criminales. ¿Puedes creer razonablemente que ellos desean realmente abolir el crimen?
Su «negocio» es apresar y castigar al criminal; pero no les interesa suprimir el crimen, pues es su pan y mantequilla. Esta es la razón por la que no quieren considerar las causas del crimen. Están perfectamente satisfechos con las cosas tal como son. Son los defensores más leales del sistema existente, de la «injusticia» y del castigo, los campeones de «la ley y el orden». Detienen y castigan a los «criminales», pero dejan plenamente tranquilos al crimen y a sus causas.
«¿Pero que es la ley para ellos?», preguntas.
La ley es mantener las condiciones existentes, preservar «la ley y el orden». Constantemente se hacen más leyes, y todas ellas con el mismo objetivo de defender y sostener el estado de cosas presente. «Reformar a los hombres», como dice el «reformador»; «mejorar las condiciones», como te asegura el político.
Pero las nuevas leyes dejan a los hombres como son, y las condiciones permanecen, por lo general, las mismas. Desde que comenzó el capitalismo y la esclavitud asalariada, se han aprobado millones de leyes, pero todavía permanecen el capitalismo y la esclavitud asalariada. La verdad es que todas las leyes sirven tan sólo para hacer al capitalismo más fuerte y para perpetuar el sometimiento de los trabajadores. Es asunto del político, de la «ciencia de la política», hacerte creer que la ley te protege a ti y a tus intereses, siendo así que sirve meramente para conservar el sistema que te roba, te engaña y te esclaviza en el cuerpo y en la mente. Todas las instituciones de la sociedad tienen este único objetivo: infundir en ti el respeto por la ley y el gobierno, hacer que tú reverencies su autoridad y santidad y de este modo sostener la estructura social que descansa en tu ignorancia y en tu obediencia. Todo el secreto del asunto es que los amos desean conservar sus posiciones robadas. La ley y el gobierno son los medios mediante los cuales lo hacen.
No existe un gran misterio en torno a este asunto del gobierno y de las leyes. Tampoco hay nada sagrado o santo en ellos. Las leyes se hacen y deshacen; las leyes viejas quedan abolidas y se aprueban otras nuevas. Todo esto es el trabajo de hombres, un trabajo humano y, por consiguiente, falible y temporal. Pero sean cuales fueren las leyes que hagan y sea cual fuere el modo como las cambies, ellas siempre sirven a un objetivo: obligar a la gente a que haga determinadas cosas, prohibirles o castigarlos por hacer otras. Es decir, el único objetivo de las leyes y del gobierno es gobernar al pueblo, impedir que hagan lo que desean y prescribirles lo que otra gente desea que hagan.
¿Pero por qué hay que impedir a la gente que haga lo que desea? ¿Y qué es lo que desean hacer?
Si examinas esto, encontrarás que la gente desea vivir, satisfacer sus necesidades, disfrutar de la vida. Y en esto toda la gente es igual, como ya he indicado antes. Pero si se le impide a la gente que viva y disfrute de su vida, entonces es que tiene que haber algunos entre nosotros que tienen interés en hacer eso.
Así es lo que ocurre; hay ciertamente gente que no desea que nosotros vivamos y disfrutemos de la vida, porque ellos han suprimido el gozo de nuestras vidas y no desean restituírnoslo. El capitalismo ha hecho esto y el gobierno sirve al capitalismo. Dejar que la gente disfrute la vida, supondría detener el robo y la opresión. Por eso el capitalismo necesita el gobierno, por eso nos enseñan a respetar la «santidad de la ley». Nos han hecho creer que violar la ley es criminal, aunque la violación de la ley y el crimen con frecuencia son cosas enteramente diferentes. Nos han hecho creer que cualquier acción contra la ley es mala para la sociedad, aunque pueda ser mala solamente para los amos y explotadores. Nos han hecho creer que todo lo que amenaza las posesiones del rico es «malo» e «injusto», y que todo lo que debilita nuestras cadenas y destruye nuestra esclavitud es «criminal».
En resumen, en el curso del tiempo de ha desarrollado una especie de «moralidad» que es útil para los gobernantes y los amos tan sólo, una moralidad de clase; en realidad, una moralidad de esclavos, porque contribuye a mantenernos en la esclavitud. Y cualquiera que vaya contra esta moralidad de esclavos es llamado «malo», «inmoral», un criminal, un anarquista.
¿Si te robara todo lo que tienes y luego te persuadiera de que lo que te hice es bueno para ti y que tú deberías guardar mi botín contra otros, no sería esto un truco muy inteligente de mi parte? Me aseguraría en mis posesiones robadas. Supón además que consiguiera también convencerte de que hicieras una norma que ninguno pudiera tocar mi riqueza robada y que yo pudiera continuar acumulando más de la misma manera y que esa ordenación es justa y para tu mejor interés. Si un esquema disparatado así fuera llevado a cabo efectivamente, entonces tendríamos «la ley y el orden» del gobierno y del capitalismo que tenemos en la actualidad.
Está claro, por supuesto, que las leyes no tendrían fuerza alguna si el pueblo no creyese en ellas y no las obedeciese. Por eso la primera cosa que hay que hacer es hacerles creer que las leyes son necesarias y que son buenas para ellos. Y todavía es mejor si puedes llevarlos a creer que son ellos mismos los que hacen las leyes. Entonces ellos estarán deseosos y ansiosos por obedecerlas. A esto se le denomina democracia: conseguir que el pueblo crea que ellos son sus propios gobernantes y que ellos mismo aprueban las leyes de su país. Esta es la gran ventaja que tienen una democracia o una república frente a una monarquía. En los viejos tiempos, el negocio de gobernar y robar al pueblo era mucho más duro y más peligroso. El rey o el señor feudal tenía que obligar al pueblo por la fuerza a servirle. Tenía que alquilar bandas armadas para que sus súbditos estuvieran sometidos y le pagasen el tributo. Pero eso era costoso y molesto. Se encontró una forma mejor al «educar» al populacho para que creyeran que ellos «debían» al rey lealtad y servicio fiel. Entonces el gobernar se convirtió en algo mucho más fácil, pero el pueblo sabía todavía que el rey era su señor y su comandante. Una república, sin embargo, es mucho más segura y más confortable para los gobernantes, pues allí el pueblo se imagina que él mismo es el dueño. Y no importa lo explotados y oprimidos que están; en una «democracia» ellos se creen a sí mismos libres e independientes.
Esta es la razón por la que el obrero medio en los Estados Unidos, por ejemplo, se considera un ciudadano soberano, aunque él no tiene más que decir sobre el gobierno de su país que el campesino muerto de hambre de la Rusia bajo los zares. Piensa que es libre, cuando de hecho es tan sólo un esclavo asalariado. Cree que disfruta la «libertad para la prosecución de la felicidad», cuando sus días, semanas y años, y toda su vida, están hipotecados al patrón de la mina o de la fábrica.
El pueblo bajo una tiranía sabe que está esclavizado y algunas veces se rebela. El pueblo de América está esclavizado y no lo sabe. Por esto no hay revoluciones en América.
El capitalismo moderno es juicioso. Sabe que prospera bajo instituciones «democráticas», con un pueblo que elige a sus propios representantes para los cuerpos legislativos e indirectamente emitiendo un voto incluso para el presidente. Los amos capitalistas no se preocupan de cómo o por quién votas tú, si por la candidatura republicana o demócrata. ¿Qué diferencia hay para ellos? Cualquiera que tú elijas, legislará en favor de «la ley y el orden», para proteger las cosas tal como están. La preocupación principal de los poderes existentes es que el pueblo continúe creyendo y manteniendo el sistema presente. Por eso dedican millones a las escuelas, colegios y universidades que te «educan» a creer en el capitalismo y en el gobierno. La política y los políticos, los gobernadores y los legisladores, todos ellos son sus marionetas. Ellos cuidarán de que no se apruebe legislación alguna contraría a sus intereses. De cuando en cuando aparentarán luchar contra ciertas leyes y favorecer otras, pues de otra manera el juego perdería su interés para ti. Pero sean cuales fueren las leyes, los amos procurarán que ellas no dañen sus negocios y sus abogados bien pagados saben cómo convertir cada ley en beneficio de los Grandes Intereses, como lo prueba la experiencia diaria.
Una ilustración muy llamativa de esto es la famosa Ley Sherman Anti-Trust. La clase trabajadora organizada gastó miles de dólares y años de energía para hacer aprobar esa legislación. Estaba dirigida contra el monopolio capitalista creciente, contra las poderosas combinaciones de dinero que controlaban los cuerpos legislativos y los tribunales y dominaban a los obreros con una mano de hierro. Después de un esfuerzo largo y costoso, por fin se aprobó la Ley Sherman, y los líderes y políticos de los trabajadores, estaban exultantes sobre la «nueva época» creada por la ley, tal como ellos aseguraban con entusiasmo a los trabajadores.
¿Qué ha realizado la ley? No ha alcanzado a los trust; éstos permanecen sanos y salvos; de hecho, los trust han crecido y se han multiplicado. Ellos dominan el país y tratan a los obreros como a esclavos abyectos. Son más poderosos y gozan de más prosperidad que nunca.
Pero al Ley Sherman realizó una cosa importante. Fue aprobada especialmente en «interés de los trabajadores», pero la han convertido en una ley contra los obreros y sus asociaciones. Ahora se usa para destruir las organizaciones de los trabajadores como algo que «impide la libre competencia». Las asociaciones de trabajadores se encuentran ahora amenazadas constantemente por esa ley antitrusts, mientras que los trusts capitalistas siguen su camino sin ser molestados.
Amigo mío, ¿necesito hablarte de los sobornos y la corrupción de la política, de la corrupción de los tribunales y de la vil administración de la «justicia»? ¿Necesito recordarte la gran Teapot-Dome y los escándalos sobre los arrendamientos petrolíferos, y los mil y un casos menores de la actualidad diaria? Sería insultar tu inteligencia detenerme en estas cosas conocidas universalmente, pues forman parte esencial de toda política en cualquier país.
El gran mal no es que los políticos estén corrompidos y que la administración de la ley sea injusta. Si fueran ésas las únicas desgracias, entonces podríamos intentar, como el reformador, «purificar» la política y trabajar por un más «justa administración». Pero no es eso lo que contribuye la desgracia real. La desgracia no reside en la política impura, sino en que todo el juego de la política está podrido. La desgracia no reside en lo que falta en la administración de la ley, sino en que la ley misma es un instrumento para subyugar y oprimir al pueblo.
El sistema entero de la ley y el gobierno es una máquina para mantener a los obreros esclavizados y para robarles su esfuerzo. Toda «reforma» social, cuya realización depende de la ley y del gobierno, está ya condenada, como resulta de eso, al fracaso.
«Pero el sindicato», exclama tu amigo, «el sindicato es la mejor defensa del obrero».
«Sí, el sindicato es nuestra única esperanza», convienes tú. «Nos hace fuertes».
Ciertamente, nunca se dijo una frase más verdadera: en la unión está la fuerza. Le ha costado al trabajo mucho tiempo constatar esto e incluso actualmente muchos proletarios no lo comprenden del todo.
Hubo una época en que los obreros no sabían nada sobre la organización. Luego, cuando comenzaron a agruparse para mejorar su condición, se aprobaron leyes contra eso y fueron prohibidas las asociaciones trabajadoras.
Los amos siempre se opusieron a la organización de sus empleados, y el gobierno les ayudó a impedir y a suprimir los sindicatos. No hace tanto tiempo que Inglaterra y otros países tenían leyes muy severas contra cualquier organización de los trabajadores. El intento por mejorar su situación mediante un esfuerzo conjunto fue condenado como «conspiración» y fue prohibido. Tuvieron que emplear mucho tiempo los asalariados en conquistarse mediante la lucha el derecho de asociación; y, recuérdalo, ellos tuvieron que luchar por ella. Lo cual te prueba que los patrones nunca concedieron nada a los obreros, excepto cuando estos últimos lucharon por ello y les obligaron a otorgarlo. Incluso actualmente muchos empresarios se oponen a la organización de sus trabajadores; ellos la impiden siempre que pueden; hacen que detengan a los organizadores de los trabajadores y que los expulsen de la ciudad, y la ley está siempre de parte de ellos y les ayuda a hacer esto. O recurren a la argucia de formar cuerpos laborales falsos, sindicatos amarillos, en los que se puede confiar, y que harán lo que manden los patronos.
El fácil comprender por qué los amos no desean que tú estés organizado, por qué tienen miedo a la unión real de los trabajadores. Saben muy bien que un sindicato fuerte y combativo fuerza a unos salarios más elevados y a unas mejores condiciones, lo que significa menos ganancia para los plutócratas. Por eso es por lo que hacen todo lo que está en su poder para detener la organización de los trabajadores. Cuando no pueden detenerla, intentan todo lo que está a su alcance para debilitar el sindicato o para corromper a sus líderes, de modo que el sindicato no sea peligroso a los intereses de los patronos.
Los amos han encontrado un medio muy efectivo de paralizar la fuerza del trabajo organizado. Han persuadido a los obreros que ellos tienen los mismos intereses que los empresarios; les han hecho creer que el capital y el trabajo tienen «intereses idénticos» y que lo que es bueno para el empresario es bueno también para sus trabajadores. A esto le han dado el nombre que suena tan bonitamente de «armonía entre capital y trabajo». Si tus intereses son los mismos que los de tu patrón, ¿por qué entonces tendrías tú que luchar contra él? Eso es lo que te dicen. La prensa capitalista, el gobierno, la escuela y la Iglesia, todos te predican lo mismo: que vivas en paz y amistad con tu empresario. Es bueno para los magnates industriales que sus obreros crean que ellos son «socios» en un negocio común; entonces ellos trabajarán duro y con lealtad porque es «para su propio interés»; los obreros no pensarán en luchar contra sus amos por mejores condiciones, sino que serán pacientes y esperarán hasta que el empresario pueda «compartir su prosperidad» con ellos. Ellos considerarán también los intereses y el bienestar de «su» país y no «perturbarán la industria» y la «vida ordenada de la comunidad» mediante huelgas y paros del trabajo. Si escuchas a tus explotadores y a sus portavoces, serás «bueno» y considerarás tan sólo los intereses de tus amos, de tu ciudad y de tu país, pero a ninguno le preocupa tus intereses y los de tu familia, los intereses de tu sindicato y de tus compañeros obreros de la clase trabajadora. «No seas egoísta», te advierten, mientras que el patrono se hace rico por ser tú bueno y desprendido. Y ellos se ríen con disimulo y le dan gracias al Señor de que tú eres tan idiota.
Pero si me has seguido hasta ahora, sabrás que los intereses del capital y del trabajo no son los mismos. Nunca se inventó una mentira mayor que la denominada «identidad de intereses». Sabes que el trabajo produce toda la riqueza del mundo y que el mismo capital es tan sólo el producto acumulado del trabajo. Sabes que no puede haber capital, ni riqueza de ninguna clase, excepto como resultado del trabajo. De modo que con derecho toda riqueza pertenece al trabajo, a los hombres y mujeres que la han creado y que la siguen creando mediante su cerebro y sus músculos; es decir, pertenece a los trabajadores industriales, agrícolas y mentales del mundo; en resumen, pertenece a la totalidad de la clase trabajadora.
Sabes también que el capital que poseen los amos es una propiedad rabada, productos robados del trabajo. La industria capitalista es el proceso de continuar apropiándose los productos del trabajo para beneficio de la clase de los amos. Los amos, en otras palabras, existen y se hacen ricos guardando para sí mismos los productos de tu fatiga. Sin embargo, se te pide creer que tú, los trabajadores, tienes los mismos intereses que tus explotadores y saqueadores. ¿Se puede coger en un fraude tan notorio a alguien que no sea en absoluto imbécil?
Está claro que tus intereses como trabajador son diferentes de los intereses de tus amos capitalistas. Más que diferentes: son enteramente opuestos; de hecho son contrarios, antagónicos. Cuando mejores salarios te paga el patrón, tanta menos ganancia saca él de ti. No requiere una gran filosofía comprender eso. No puedes prescindir de eso, y ningún artilugio y sutileza puede cambiar esta verdad sólida.
La misma existencia de los sindicatos es de por sí una prueba de esto, aunque la mayoría de los sindicatos y de sus miembros no lo comprendan. Si los intereses del trabajo y del capital fueran los mismos, ¿por qué los sindicatos? Si el patrono creyera realmente que lo que es bueno para él, como patrón, es también bueno para ti, su empleado, entonces te trataría con seguridad correctamente, te pagaría los salarios más elevados posibles; ¿para qué serviría entonces tu sindicato? Pero sabes que tú necesitas el sindicato, necesitas de él para que te ayude a luchar por mejores salarios y por mejores condiciones de trabajo. ¿Para luchar contra quien? Contra tu patrón, por supuesto contra tu empresario, contra el industrial, contra el capitalista. Pero si tienes que luchar contra él, entonces no parece que tus intereses y los de él son los mismos; ¿verdad que no? ¿En qué se convierte entonces la magnifica «identidad de intereses»? ¿O tal vez tú estás luchando contra tu patrón en busca de mejores salarios porque él es tan tonto que no comprende sus propios intereses? ¿Tal vez él no comprende que es bueno para él pagarte a ti más?
Bien, puedes ver a qué sin sentido conduce la idea de la «identidad de intereses». Y sin embargo, el sindicato promedio está construido sobre esta «identidad de intereses». Existen algunas excepciones, por supuesto, tales como los Obreros Industriales del Mundo (I.W.W.), las uniones sindicalistas revolucionarias y otras organizaciones trabajadoras con conciencia de clase. Ellos lo saben mejor. Pero los sindicatos ordinarios, tales como los que pertenecen a la Federación Americana del Trabajo en los Estados Unidos, o a los sindicatos conservadores en Inglaterra, Francia y Alemania, y en otros países, todos ellos proclaman la identidad de intereses entre el trabajo y el capital. Sin embargo, como acabamos de ver, su mera existencia, sus huelgas y luchas, todo ello prueba que la «identidad» es una impostura y una mentira. ¿Cómo ocurre entonces que los sindicatos pretenden creer en la identidad de intereses, mientras que su mera existencia y actividad lo niegan?
Porque el trabajador medio no se detiene a pensar por sí mismo. Se fía de sus líderes sindicales y de los periódicos para que piensen por él, y ellos se encargan de que él no piense directamente. Pues si los trabajadores comenzasen a pensar por sí mismos, pronto descubrirían todo el esquema de corrupción, engaño y robo que se denomina gobierno y capitalismo, y no lo apoyarían. Harían lo que ha hecho el pueblo antes en diversas ocasiones. En cuanto comprendieron que eran esclavos, destruyeron la esclavitud. Posteriormente, cuando se dieron cuenta de que eran siervos, suprimieron la servidumbre. Y en cuanto comprendan que son esclavos asalariados, abolirán también la esclavitud asalariada.
Ves entonces que le interesa al capital impedir que los trabajadores comprendan que son esclavos asalariados. El timo de la «identidad de intereses» es uno de los medios para conseguir esto.
Pero no es sólo el capitalista el que está interesado en engañar de este modo a los trabajadores. Todos los que se aprovechan de la esclavitud asalariada están interesados en mantener el sistema, y todos ellos naturalmente intentan impedir que los trabajadores comprendan la situación.
Hemos visto antes quiénes se aprovechan de que las cosas sigan como están: los dirigentes y gobiernos, las iglesias, las clases medias, en resumen, todos los que viven a costa del trabajo de las masas. Pero incluso los mismos líderes de los trabajadores están interesados en mantener la esclavitud asalariada. La mayoría de ellos es demasiado ignorante para comprender el fraude y por ello creen realmente que el capitalismo es correcto y que no podemos prescindir de él. Sin embargo, otros, los más inteligentes, saben la verdad muy bien, pero en cuanto funcionarios del sindicato, bien pagados y con influjo, ellos se benefician de la continuación del sistema capitalista. Saben que si los trabajadores vieran toda la cuestión, exigirían que sus líderes dieran cuenta por haberlos desorientado y engañado. Se rebelarían contra su esclavitud y contra sus falsos líderes, se podría llegar a una revolución, como ha ocurrido con frecuencia antes en la historia. Pero los líderes de los trabajadores no se interesan por la revolución; prefieren que las cosas sigan por si solas, pues las cosas son lo suficientemente buenas para ellos.
Ciertamente, los falsos líderes de los trabajadores no favorecen la revolución; ellos se oponen incluso a las huelgas e intentan impedirlas siempre que pueden.
Cuando estalla una huelga procurarán que los hombres «no vayan demasiado lejos», y harán todo lo que puedan para solucionar las diferencias con el empresario mediante el «arbitraje», en el que los trabajadores por lo general suelen llevar la peor parte. Mantendrán reuniones con los patronos y les suplicarán que hagan algunas concesiones menores, y con demasiada frecuencia harán un compromiso en la huelga con desventaja del sindicato; pero en cualquiera de los casos y en todos ellos exhortarán a los trabajadores a «mantener la ley y el orden», a conservarse tranquilos y a ser pacientes. Se sentarán a la misma mesa con los explotadores, serán invitados por ellos a beber y a comer, y apelarán al gobierno para «interceder» y para solucionar la «dificultad», pero tendrán extraordinario cuidado de no mencionar nunca la fuente de todas las dificultades laborales ni tocar la misma esclavitud asalariada.
¿Has visto alguna vez a un solo líder laboral de la Federación Americana del Trabajo, por ejemplo, levantarse y declarar que todo el sistema salarial en un puro robo y un timo, y exigir para los trabajadores el producto completo de su esfuerzo? ¿Has oído alguna vez se algún líder «oficial» en algún país que haga eso? Yo nunca lo oí ni tampoco ningún otro. Al contrario, cuando algún hombre decente se atreve a hacer eso, son los líderes laborales los primeros que le declaran un perturbador, un «enemigo de los trabajadores», un socialista o anarquista. Son los primeros en gritar: «¡Crucifícale!» y los trabajadores que no piensan, desgraciadamente, les hacen eco.
Tales hombres son crucificados, porque el capital y el gobierno se sienten seguros haciéndolo, mientras que el pueblo lo apruebe.
¿Ves, amigo mío, dónde está la fuerza de la cuestión? ¿Acaso aparece como si tus líderes laborales desearan que tú te aproximaras a las cosas, que entendieras que eres un esclavo asalariado? ¿No sirven ellos realmente a los intereses de los amos?
Los líderes sindicales y los políticos ─los más inteligentes─ saben de sobra bien qué gran poder podría ejercer el trabajo como el único productor de la riqueza del mundo. Pero ellos no desean que tú lo sepas. Ellos no desean que tú sepas que los trabajadores, organizados e ilustrados apropiadamente, podrían suprimir su esclavitud y su sometimiento. En lugar de eso te dicen que tu sindicato existe tan sólo para ayudarte a conseguir mejores salarios, aunque ellos son conscientes de que tú no mejorarás mucho tu condición dentro del capitalismo y que tú tienes que permanecer siempre un esclavo asalariado, sea cual fuere la paga que pueda darte el patrón. Tú sabes bien que incluso cuando tienes éxito, por medio de una huelga, y consigues un aumento, lo pierdes de nuevo con el coste creciente de la vida, sin hablar de los salarios que pierdes mientras que estás en huelga.
La estadística muestra que la mayoría de las huelgas importantes se han perdido. Pero supongamos que tú ganas tu huelga y que estuviste sin trabajar sólo unas pocas semanas. En ese tiempo has perdido más en salario que lo que puedes recuperar trabajando durante meses con una paga superior.
Examina un ejemplo sencillo. Supón que estabas ganando 40 dólares a la semana cuando te pusiste en huelga. Concedamos el resultado mejor posible: digamos que la huelga duró solamente tres semanas y que conseguiste un aumento de 5 dólares. Durante tu huelga de tres semanas perdiste 120 dólares en salario. Ahora consigues 5 dólares a la semana más y esto supondrá 24 semanas para recuperar de nuevo los 120 dólares perdidos. Así, después de trabajar durante seis meses con una paga superior te encontrarás al mismo nivel. ¿Pero qué ocurrirá con el incremento del costo de la vida mientras tanto? Porque no sólo eres un productor, también eres un consumidor. Y cuando vas a comprar cosas, encontrarás que son más caras que antes. Salarios más altos suponen un incremento del coste de la vida. Porque lo que el empresario pierde pagándote un salario mayor, lo recupera de nuevo elevando el precio de su producto.
Puedes ver entonces que toda la idea de salarios superiores es en realidad muy engañosa. Hace creer al trabajador que se encuentra actualmente mejor cuando consigue más paga, pero el hecho es que, por lo que refiere a la totalidad de la clase trabajadora, todo lo que el trabajador gana mediante salarios superiores, lo pierde como consumidor y a la larga la situación permanece la misma. Al final de un año de «salarios superiores», el trabajador no tiene más que después de un año de «salarios inferiores». Algunas veces incluso se encuentra peor, porque el costo de la vida se incrementa con mayor rapidez que los salarios.
Esa es la regla general. Por supuesto, existen factores particulares que afectan a los salarios lo mismo que al costo de la vida, tales como la escasez de materiales o de mano de obra. Pero no necesitamos entrar en situaciones especiales, en casos de crisis industrial o financiera, o en épocas de prosperidad desacostumbrada, lo que nos interesa es la situación regular, la condición normal del obrero. Y la condición normal es que siempre permanece un obrero, un esclavo asalariado, que gana justo lo suficiente como para permitirle vivir y continuar trabajando para su patrón. Encontrarás excepciones acá y allá, como un trabajador que hereda o que de otro modo consigue algún dinero, lo que le capacita para hacer negocios, o que inventa algo que puede aportarle riqueza. Pero esos casos son excepciones y no alteran tu condición; es decir, la condición del trabajador medio, de los millones de trabajadores en todo el mundo.
Por lo que respecta a esos millones, y por lo que a ti respecta, como a uno de ellos, tú permaneces un esclavo asalariado, sea cual fuere tu trabajo o tu paga, y no hay posibilidad alguna para ti de que seas ninguna otra cosa bajo el sistema capitalista.
Ahora podrías preguntarme justamente: «¿Cuál es la utilidad del sindicato? ¿Qué están haciendo los líderes sindicales sobre ello?»
La verdad es que tus líderes sindicales no hacen nada sobre ello. Al contrario, hacen todo lo que pueden para mantenerte un esclavo asalariado. Realizan esto al hacerte creer que el capitalismo es correcto y al conseguir que tú sostengas el sistema existente con su gobierno y su «ley y orden». Se burlan de ti diciéndote que no puede ser de otro modo, lo mismo que te dicen tu patrón, la escuela, la Iglesia y el gobierno. De hecho, tu líder laboral está haciendo el mismo trabajo en favor del capitalismo que está haciendo tu líder político para el gobierno: ambos sostienen y consiguen que tú sostengas el presente sistema de justicia y de explotación.
«Pero el sindicato», dices, «¿por qué el sindicato no cambia las cosas?»
El sindicato podría cambiar las cosas. ¿Pero qué es el sindicato? El sindicato eres precisamente tú y el otro compañero y otros más, los miembros y los funcionarios. Te das cuenta ahora que los funcionarios, los líderes laborales, no están interesados en cambiar las cosas. Entonces corresponde a los miembros el hacerlo, ¿no es así?
Es así. Pero si los miembros, los trabajadores en general, no ven de qué se trata, entonces el sindicato no puede hacer nada. Esto significa, por consiguiente, que es necesario hacer que los miembros comprendan la situación real.
Este debería ser el verdadero objetivo del sindicato. Debería ser la ocupación del sindicato el iluminar a sus miembros sobre su condición, mostrarles por qué y cómo son despojados y explotados, y encontrar las vías y los medios de suprimir esto.
Esto estaría cumpliendo el verdadero objetivo del Sindicato de proteger los intereses de los trabajadores. La abolición del orden capitalista con su gobierno y su ley sería la única defensa real de los intereses de los trabajadores. Y mientras que el sindicato se está preparando para eso, también se ocuparía de las necesidades inmediatas de los trabajadores, la mejora de las condiciones presentes, en cuanto esto es posible dentro del capitalismo.
Pero el sindicato ordinario, conservador, tal como hemos visto, sostiene el capitalismo y todo lo que está conectado con él. Considera evidente que eres un trabajador y que tienes que seguir siéndolo, y que las cosas deben permanecer como son. Asegura que todo lo que puede hacer el sindicato es ayudarte a conseguir mejores salarios, disminuir la jornada de trabajo y mejorar las condiciones en las que trabajad. Considera al empresario como un socio de negocio, por así decir, y hace contratos con él. Pero nunca se pregunta por qué uno de los socios, el patrón, se hace rico a costa de ese tipo de contrato, mientras que el otro socio, el obrero, permanece siempre pobre, trabaja duramente y muere siendo un esclavo asalariado. No parece que es una sociedad igual, en modo alguno. Más bien parece un abuso de confianza, ¿no es así?
Bien, así es. Es un juego en el que una parte saca todas las castañas del fuego, mientras que la otra parte se apodera de ellas. Una sociedad muy desigual, y todas las huelgas de los trabajadores son meramente para robarle o forzarle al socio capitalista a que entregue unas pocas castañas de su enorme montón. En conjunto, un timo, incluso cuando el trabajador consigue sacar unas pocas castañas extra.
Sin embargo, ellos te hablan de tu dignidad, de la «dignidad del trabajo». ¿Puedes pensar un insulto más grande? Tú trabajas como un esclavo para tus amos durante toda tu vida, les sirves y los mantienes con comodidad y lujo, les permites ser tus dueños, y en sus corazones ellos se ríen de ti y te desprecian por tu estupidez, entonces ellos te hablan de tu «dignidad».
Desde el púlpito y el estrado, en la escuela y en la sala de lectura, incluso el líder laboral y el político, cada explotador y chanchullero exalta la «dignidad del trabajo», mientras que él mismo se sienta confortablemente todo el tiempo a tu espalda. ¿No ves cómo están jugando contigo como con un bobo?
¿Qué está haciendo el sindicato sobre ello? ¿Qué están haciendo tus líderes laborales por el buen salario que ellos te hacen pagarles? Ellos están ocupados «organizándote», están ocupados diciéndote lo bueno que eres, lo grande y fuerte que es tu sindicato, y lo mucho que están haciendo por tus funcionarios. ¿Pero qué están haciendo? Tienen todo el tiempo ocupado con insignificantes asuntos burocráticos, con luchas de facciones, con cuestiones de jurisdicción, con elecciones de funcionarios, con conferencias y congresos. Y tú pagas por todo eso, por supuesto, y ésa es la razón por la que tus funcionarios están siempre en favor de un gran tesoro sindical, pero ¿qué has conseguido tú de eso? Tú sigues trabajando en la fábrica o en la industria y pagando tus deudas, y tú líder laboral se preocupa divinamente poco de lo duro que trabajas o de cómo vives, y tú tienes que levantar un gran alboroto en la asamblea de tu sindicato para obligar a que dirijan la atención a tus necesidades y a tus quejas.
Cuando se afronta la cuestión de una huelga, notarás, como te lo he mencionado antes, que los líderes por lo general se oponen a ella; pues también ellos, como el patrón y el gobernante, desean la «paz y tranquilidad» en lugar de las incomodidades que supone una lucha. Siempre que puedan, los líderes laborales te disuadirán de ir a la huelga, y algunas veces incluso de modo directo te prevendrán contra ello y te lo prohibirán. Ellos pondrán fuera de la ley tu organización si te pones en huelga sin el consentimiento de ellos. Pero si la presión es demasiada para que ellos puedan resistirla, ellos «autorizarán» graciosamente la huelga. Imagínatelo exactamente: tú trabajas duro y de tus escasas ganancias sostienes a los funcionarios sindicales, que deberían servirte, y sin embargo tú tienes que conseguir el permiso de ellos para mejorar tu condición. Esto se debe a que los has convertido en los patronos de tu organización, del mismo modo que has hecho al gobierno tu amo en lugar de tu servidor, o del mismo modo que permites que el policía, al que tú pagas con tus impuestos, te ordene, en lugar de darle tú órdenes a él.
¿Te preguntaste alguna vez cómo es que ocurre que, siempre que estás de huelga (y en cualquier otro momento también), la ley y toda la maquinaria del gobierno está siempre del lado del patrón? Fíjate, los huelguistas cuentan con millares mientras que el patrón es uno solo, y se supone que ellos y él son ciudadanos con iguales derechos; y sin embargo, aunque parezca extraño decirlo, es el patrón el que siempre tiene el gobierno a su servicio. Puede conseguir que los tribunales den un mandato contra tu «interferencia» en «su» negocio, puede hacer que la policía te aporree la línea de piquetes, puede conseguir que te arresten y te encarcelen. ¿Oíste alguna ves que algún alcalde, jefe de policía o gobernador ordenase a la policía o a la milicia que protegiesen tus intereses en la huelga? ¿No es curioso? Además, el patrón puede conseguir una cantidad de esquiroles, bajo la protección de la policía, para que le ayuden a romper la huelga, porque tú has estado trabajando tantas horas que siempre hay un ejército de parados a mano dispuesto a coger tu puesto. Por lo general, tú pierdes tu huelga porque tus líderes laborales no permitieron que te organizasen del modo correcto.
He visto, por ejemplo, albañiles en rascacielos de Nueva York hacer un paro, mientras que los carpinteros y herreros, que trabajaban en lo mismo, seguían con su trabajo. Según decían sus sindicatos, la huelga no les concernía, porque ellos pertenecían a otro oficio; o ellos no podían unirse a los huelguistas porque esto supondría romper el contrato que sus organizaciones habían hecho con el patrón. De este modo, ellos seguían trabajando en el edificio, mientras que los hombres de un sindicato hermano estaban en huelga. Es decir, ellos estaban actuando de esquiroles de modo efectivo y ayudando a romper la huelga de los albañiles. Porque, en verdad, ellos pertenecían a otro oficio, a una rama diferente. ¡Cómo si la lucha del trabajo contra el capital fuera un asunto de oficio y no la causa común de toda la clase obrera!
Otro ejemplo: los mineros de Pensilvania están en huelga, y los mineros de Virginia pagan un impuesto para ayudar a los mineros sin dinero. Los mineros de Virginia permanecen en el trabajo porque están «obligados por el contrato». Ellos prosiguen extrayendo carbón con lo que los magnates del carbón pueden seguir suministrando al mercado y no pierden nada con la huelga de los mineros de Pensilvania. Algunas veces incluso ganan al hacer de la huelga una excusa para elevar el precio del carbón. ¿Te puedes extrañar de que los mineros de Pensilvania perdieran la huelga, ya que sus propios compañeros mineros actuaban de esquiroles con ellos? Pero si los trabajadores comprendieran sus verdaderos intereses, si ellos estuvieran organizados no por oficios o por profesiones, sino por industrias, de modo que la industria entera, y si fuera necesario toda clase trabajadora, pudiera ir a la huelga como un solo hombre, ¿se podía perder alguna huelga?
Volveremos sobre este asunto. Por ahora deseo hacerte notar que tu sindicato, tal como está organizado actualmente, y sus funcionarios sindicales, no están estructurados para luchar efectivamente contra el capitalismo. No están estructurados siquiera para dirigir con éxito las huelgas. Materialmente no pueden mejorar tu condición.
Sirven tan sólo para mantener a los trabajadores divididos en diferentes organizaciones, con frecuencia opuestas unas a otras; ellos entrenan a los trabajadores para creer que el capitalismo es correcto, paralizan su iniciativa y capacidad de pensar y de actuar de una forma con conciencia de clase. Por esta razón los líderes laborales y los sindicatos conservadores son el baluarte más firme de las instituciones existentes. Son la espina dorsal del capitalismo y del gobierno, el mejor apoyo a «la ley y el orden», y la razón por la que permaneces en la esclavitud asalariada.
«Pero nosotros mismos escogemos nuestros funcionarios sindicales», objetas. «Si los actuales no son buenos, podemos elegir otros».
Por supuesto, puedes elegir nuevos líderes; pero ¿hay alguna diferencia si tu líder es este o aquel hombre, si es Gompers o Green, Jouhaux en Francia, o Thomas en Inglaterra, mientras que tu sindicato se aferre a las mismas ideas necias y a los mismos métodos falsos, mientras que crea en el capitalismo y sostenga la «armonía de intereses», mientras que divida a los trabajadores y reduzca la fuerza de ellos mediante la organización por oficios, mientras que haga contratos con el patrono que obliguen a los miembros y los haga hacer de esquiroles con sus compañeros, y mientras sostenga de muchas otras maneras el régimen de tu esclavitud?
«¿Entonces no es bueno el sindicato?», preguntas.
En la unión está la fuerza, pero tiene que ser una unión real, una verdadera organización del trabajo, porque los trabajadores en cualquier parte tienen los mismos intereses, sin importar qué clase de trabajo hacen o a que oficio en particular pertenecen. Una unión así estaría basada en los intereses mutuos y en la solidaridad del trabajo en todo el mundo. Sería consciente de su tremendo poder como el creador de toda la riqueza.
«¡Poder!», objetas. «¡Dijiste que éramos esclavos! ¿Qué poder pueden tener los esclavos?»
Veamos esto entonces.
La gente habla de la grandeza de su país, de la fuerza del gobierno y del poder de la clase capitalista. Veamos en qué consiste realmente el poder, dónde reside y quién lo tiene efectivamente.
¿Qué es el gobierno de un país? Es el rey con sus ministros, o el presidente con su gabinete, el parlamento o el congreso, y los funcionarios de los diversos departamentos estatales y federales. En conjunto, un número pequeño de personas comparado con la población entera.
Ahora bien, ¿cuándo es fuerte ese puñado de hombres, denominado gobierno, y en qué consiste su fuerza?
Es fuerte cuando el pueblo está con él. Entonces proporcionan al gobierno dinero, un ejército y una armada, lo obedecen y posibilitan que funcione. En otras palabras, la fuerza de un gobierno depende enteramente del apoyo que recibe.
Pero, ¿puede existir un gobierno si el pueblo está activamente opuesto a él? ¿Puede llevar a cabo incluso el gobierno más fuerte cualquier empresa sin la ayuda de la plebe, sin la ayuda de las masas, de los trabajadores del país?
Está claro, por supuesto, que ningún gobierno puede realizar algo solo. Sólo puede hacer lo que el pueblo apruebe o al menos permita que se haga.
Considera la gran Guerra mundial, por ejemplo. Los financieros americanos deseaban que los Estados Unidos entraran en ella, porque sabían que ellos sacarían tremendas ganancias, como efectivamente ocurrió. Pero los trabajadores no tenían nada que ganar de la guerra, pues ¿cómo pueden beneficiarse los trabajadores con la matanza de sus compañeros en algo otro país? Las masas de América no estaban a favor de mezclarse en los embrollos europeos. Como lo mencioné previamente, habían elegido a Woodrow Wilson como presidente sobre la plataforma de «mantenernos fuera de la guerra». Si el pueblo americano, hubiera persistido en esta determinación, ¿podría en gobierno habernos metido en la carnicería?
¿Cómo consiguieron, entonces, que el pueblo de los Estados Unidos fuera inducido a ir a la guerra, cuando había votado contra ella al elegir a Wilson? Lo he explicado ya en un capítulo previo. Los que estaban interesados en la guerra comenzaron una gran campaña de propaganda en favor de ella. Se llevó a cabo esa campaña en la prensa, en las escuelas y en el púlpito, mediante desfiles militares, oradores patrióticos y gritos en favor de la «democracia» y de «guerra para terminar con la guerra». Fue una forma atroz de engañar al pueblo haciéndole creer que la guerra era por algún «ideal», en lugar de ser precisamente una guerra capitalista en busca de ganancias, como son todas las guerras modernas. Se gastaron millones de dólares en esa propaganda, el dinero del pueblo, por supuesto, pues al final el pueblo paga por todo. Se suscitó un entusiasmo artificial con toda clase de promesas a los trabajadores sobre las cosas maravillosas que resultarían para ellos de la guerra. Fue el mayor fraude y el mayor embuste, pero el pueblo de los Estados Unidos cayó en él, y fue a la guerra, aunque no voluntariamente, sino mediante el servicio militar obligatorio.
¿Y los portavoces de los trabajadores, los líderes laborales? Como de costumbre, se mostraron los mejores «patriotas», exhortando a los miembros del sindicato a ir y hacer que los matasen, a la mayor gloria de Mammon. ¿Qué hizo el difunto Samuel Gompers, entonces presidente de la Federación Americana del Trabajo? Se convirtió en la mano derecha del presidente Wilson, en su principal lugarteniente para el reclutamiento. El y sus funcionarios sindicales se convirtieron en sargentos del capital, acorralando a los trabajadores para la matanza. Los líderes laborales de los otros países hicieron lo mismo.
Todo el mundo sabe que la «guerra para terminar con la guerra» acabó realmente en nada. Al contrario, ha causado más complicaciones políticas de las que existieron nunca en Europa y preparo el terreno para una nueva y más terrible guerra que la última. Pero esa cuestión no pertenece a lo que estamos tratando. Me he referido a ese asunto meramente para mostrarte que sin Gompers y los otros líderes laborales, sin el consentimiento y el apoyo de las masas trabajadoras, el Gobierno de los Estados Unidos hubiera sido enteramente incapaz de llevar a cabo los deseos de los dueños de la finanza, la industria y el comercio.
O considera el caso de Sacco y Vanzetti. ¿Los podría haber ejecutado Massachussets, si los trabajadores organizados de América hubieran estado en contra de ellos, si hubieran emprendido acciones para impedirlo? Supón que los trabajadores de Massachussets hubieran rehusado apoyar al gobierno del Estado en su intención asesina, supón que los trabajadores hubieran boicoteado al gobernador y a sus agentes hubieran dejado de suministrarles alimento, hubieran cortado sus medios de comunicación y hubieran cortado la corriente eléctrica en la prisión de Boston y Charleston. El gobierno hubiera sido importante para cualquier función.
Si consideras este asunto con ojos claros y sin prejuicios, te darás cuenta de que no es el pueblo el que depende del gobierno, como se cree generalmente, sino precisamente lo contrario.
Cuando el pueblo le retira su ayuda al gobierno, cuando rehúsan la obediencia y no pagan impuestos, ¿qué ocurre entonces? El gobierno no puede sostener a sus funcionarios, no puede pagar su policía, no puede alimentar su ejército y armada. Se queda sin fondos, sin medios para llevar a cabo sus órdenes. Se queda paralizado. El puñado de personas que se denomina a sí mismo el gobierno se vuelve indefenso, pierde su poder y su autoridad. Si pueden reunir hombres suficientes que les ayuden, pueden intentar luchar contra el pueblo. Si no lo pueden hacer, o pierden la lucha, tienen que abandonar. Su «gobierno» está acabado.
Es decir, el poder, incluso del gobierno más fuerte, descansa enteramente en el pueblo, en su apoyo gustoso y en su obediencia. Se sigue de esto que el gobierno por sí mismo no tiene poder alguno. En el momento en que el pueblo rehúsa inclinarse ante su autoridad, el gobierno deja de existir.
Ahora bien, ¿qué fuerza tiene el capitalismo? ¿Descansa el poder de los capitalistas en ellos mismos, o de dónde proviene?
Es evidente que su fuerza reside en su capital, en su riqueza. Ellos poseen las industrias, los talleres, las fábricas y la tierra. Pero sus posesiones no les favorecerían, a no ser por la buena voluntad del pueblo para trabajar para ellos y para pagarles el tributo. Supón que los trabajadores dijeran a los capitalistas: «Estamos cansados de hacer ganancias para vosotros no creasteis la tierra, no por construisteis las fábricas ni las industrias o los talleres. Nosotros los construimos y desde ahora en adelante nosotros los usaremos para trabajar en ellos y lo que produzcamos no será vuestro sino que pertenecerá al pueblo. No obtendréis nada y no os daremos siquiera alimento alguno por vuestro dinero. Seréis exactamente como nosotros y trabajaréis como el resto de nosotros».
¿Qué ocurriría? Bien, los capitalistas apelarían al gobierno en busca de ayuda. Pedirían protección para sus intereses y posesiones. Pero si el pueblo rehusase reconocer la autoridad del gobierno, este mismo gobierno se quedaría indefenso.
Podrías decir que se trata de la revolución. Puede ser que lo sea. Pero lo llames como lo llames, supondría lo siguiente: el gobierno y los capitalistas, los gobernantes políticos y financieros, descubrirían que todo el poder y la fuerza de los que hacían alarde desaparecería, cuando el pueblo rehusase reconocerles como amos, cuando se negase a dejar que ellos los dominasen.
Te extrañas de que esto pueda suceder. Bien, ha ocurrido muchas veces antes, y no hace mucho ocurrió de nuevo en Rusia, en Alemania y en Austria. En Alemania, ese poderoso señor de la guerra, el Kaiser, tuvo que huir para siempre, porque las masas habían decidido que lo querían más. En Austria fue arrojada la monarquía, porque la gente se había cansado de su tiranía y de su corrupción. En Rusia, el zar más poderoso estaba contento con abandonar su trono para salvar su cabeza y fracasó incluso en eso. En su propia capital no pudo encontrar un solo regimiento que lo protegiese, y toda su gran autoridad se convirtió en humo cuando el pueblo rehusó doblegarse ante ella. Del mismo modo, los capitalistas de Rusia se hicieron impotentes cuando el pueblo dejó de trabajar para ellos y se apoderó de la tierra, de las fábricas, de las minas y de las industrias para ellos mismos. Todo el dinero y el «poder» de la burguesía en Rusia no pudo proporcionarles una libra de pan, cuando las masas rehusaron suministrárselo a no ser que realizaran un trabajo honesto.
¿Qué prueba todo esto?
Prueba que el denominado poder político, industrial y financiero, toda la autoridad del gobierno y del capitalismo está realmente en las manos del pueblo. Prueba que sólo el pueblo, las masas, tienen poder.
Este poder, el poder del pueblo, es efectivo; no se lo pueden quitar, como puede ocurrir con el poder del gobernante, del político o del capitalista. No se lo pueden quitar, porque no consiste en las posesiones sino en la capacidad. Es la capacidad de crear, de producir; es el poder que alimenta y viste al mundo, que nos proporciona vida, salud y comodidad, gozo y placer.
Te darás cuenta de lo grande que es este poder cuando preguntes a ti mismo:
¿Sería posible la vida de alguna manera si los trabajadores no trabajaran? ¿No perecerían de hambre las ciudades si los campesinos no consiguieran suministrarles alimento?
¿Podrían funcionar los ferrocarriles si los ferroviarios dejaran el trabajo? ¿Podría cualquier fábrica, taller o industria continuar sus operaciones a no ser por los mineros de carbón?
¿Podría continuar el comercio si los trabajadores del transporte se pusieran en huelga?
¿Podrían tener luz los teatros y los cines, tu oficina y tu casa, si los trabajadores de la electricidad no suministraran la corriente?
Con toda verdad ha dicho el poeta:
«Todas las ruedas se detienen,
cuando tus fuertes brazos lo desean».
Es ese el poder productivo, el poder industrial de los trabajadores.
Ese poder no depende de ninguna política, ni del rey, ni del presidente, parlamento o congreso. Ese poder no depende ni de la policía ni del ejército ni de la armada, pues todos éstos tan sólo consumen y destruyen, ellos no crean nada. Tampoco depende de las leyes ni de los gobernantes, de los legisladores o de los tribunales, de los políticos o de los plutócratas. Reside entera y exclusivamente en la capacidad de los trabajadores en la fábrica y en el campo, en el cerebro y en los músculos del proletariado industrial y agrícola, para trabajar, para crear, para producir.
Es el poder productivo de los trabajadores, del hombre con el arado y del hombre con el martillo, del hombre de inteligencia y músculos, de las masas, de la clase trabajadora entera.
Por consiguiente, se sigue de todo esto que la clase trabajadora, en cada país, es la parte más importante de la población. De hecho, es la única parte vital. El resto del pueblo ayuda en la vida social; pero en caso de necesidad podríamos prescindir de ellos, mientras que no podemos vivir siquiera un solo día sin el hombre del trabajo. Suyo es el poder económico que tiene toda la importancia.
La fuerza del gobierno y del capital es exterior, se encuentra fuera de ellos mismos.
La fuerza del trabajo no es exterior. Se encuentra en el mismo, en su capacidad de trabajar y de crear. Es el único poder real.
Sin embargo, al trabajo lo mantienen en la posición más baja en la escala social.
¿No es un mundo invertido, este mundo del capitalismo y del gobierno? Los trabajadores, que como clase son la parte más esencial de la sociedad, que son los únicos que tienen el poder real, son importantes bajo las condiciones presentes. Son la clase más pobre, la que tiene menos influencia y a la que menos se respeta. Son despreciados, son las víctimas de todo género de opresión y de explotación, son los menos apreciados y honrados. Viven miserablemente en viviendas feas y malsanas, el índice de mortalidad es entre ellos el más grande, las prisiones se llenan con ellos, la horca y la silla eléctrica son para ellos.
Esta es la recompensa del trabajo en nuestra sociedad por parte del gobierno y del capitalismo; eso es lo que tú consigues del sistema de «la ley y el orden».
¿Sirven esa ley y ese orden para vivir? ¿No se debería cambiar por alguna otra cosa, por algo mejor, y no está interesado el trabajador más que ningún otro en que esto se lleve a cabo? ¿No debería ayudarle a realizar esto su propia organización, el sindicato, formado especialmente en favor de sus intereses?
¿Cómo?
Cuando preguntas esto, el socialista te dice:
«Vota la candidatura socialista. Elige a nuestro partido. Nosotros aboliremos el capitalismo y estableceremos el socialismo».
¿Qué desea el socialista y cómo se propone conseguirlo?
Hay muchas variedades de socialismo. Hay socialdemócratas, socialistas fabianos, nacionalsocialistas, socialistas cristianos y otras calificaciones. Generalmente hablando, todos ellos creen en la abolición de la pobreza y de las condiciones sociales injustas. Pero discrepan muchísimo en cuanto a cuáles serían las condiciones «justas» y todavía más, en cuanto a cómo hacerlas llegar.
En estos días incluso meros intentos de mejorar el capitalismo se denominan con frecuencia «socialismo», mientras que en realidad son tan sólo reformas. Pero tales reformas no se pueden considerar socialistas, porque el verdadero socialismo no significa «mejorar» el capitalismo, sino abolirlo por completo. El socialismo enseña que las condiciones de los trabajadores no se pueden mejorar esencialmente bajo el capitalismo; por el contrario, muestra que la suerte del trabajador se tiene que empeorar continuamente con el desarrollo progresivo del industrialismo, de modo que los esfuerzos por «reformar» y «mejorar» el capitalismo son directamente opuestos al socialismo y tan sólo retrasan su realización.
Hemos visto en los capítulos que preceden que la esclavitud de los trabajadores, la desigualdad, la injusticia y otros males sociales son el resultado del monopolio y de la explotación, y que el sistema es mantenido por la máquina política denominada gobierno. Por eso no serviría de nada discutir aquellas escuelas de socialismo (impropiamente denominadas así) que no sostienen la abolición del capitalismo y de la esclavitud asalariada. Igualmente inútil sería para nosotros penetrar en algunas propuestas pretendidamente socialistas como «una más justa distribución de la riqueza», «igualdad de ingresos», «impuestos únicos» u otros planes semejantes. Estos no son socialismos, son únicamente reformas. Es mero socialismo de salón, como el fabianismo, por ejemplo, y, por consiguiente, no es de interés vital alguno para las masas.
Examinemos, por consiguiente, esa escuela de socialismo que fundamentalmente trata del capitalismo y del sistema asalariado, que se refiere al trabajador, al desheredado, y que se conoce como el movimiento socialdemócrata.[5] Considera todas las otras formas de socialismo como no prácticas y utópicas; se denomina a sí mismo la única teoría sólida y científica del verdadero socialismo, tal como la formuló Karl Marx, el autor de El Capital, que es el evangelio y guía de todos los socialdemócratas.
Ahora bien, ¿qué se proponen los socialistas que siguen a Karl Marx, conocidos como socialistas marxistas y a los que, por motivos de brevedad, denominaremos simplemente socialistas?
Dicen que los trabajadores nunca pueden llegar a ser libres y seguros a no ser que quede abolido el capitalismo. Hay que quitar de las manos privadas, enseñan ellos, las fuentes de la producción y los medios de distribución. Es decir, la tierra, la maquinaria, las industrias, las fábricas, las minas, los ferrocarriles y otros servicios públicos no deberían ser poseídos privadamente, pues una propiedad así esclaviza a los trabajadores lo mismo que a la humanidad en general. Debe, por tanto, cesar la posesión privada de las cosas sin las cuales no puede existir la humanidad. Los medios de producción y de distribución tienen que convertirse en propiedad pública. La oportunidad para el libre uso suprimiría el monopolio, el interés y la ganancia, la explotación y la esclavitud asalariada. Serían eliminadas la desigualdad y la injusticia, serían abolidas las clases y todos los hombres se convertirían en libres e iguales.
Estos puntos de vista del socialismo están, por tanto, en completo acuerdo con las ideas de la mayoría de los anarquistas.
Los propietarios actuales ─sigue enseñando el socialismo─ no abandonarán sus posesiones sin lucha. Lo prueba toda la historia y la experiencia pasada. Las clases privilegiadas siempre se han aferrado a sus ventajas, siempre se opusieron a cualquier intento de debilitar su poder sobre las masas. Incluso actualmente luchan implacablemente contra cualquier esfuerzo de los trabajadores por mejorar su situación. Es, por consiguiente, cierto que en un futuro, lo mismo que en el pasado, la plutocracia se resistirá si intentas privarla de sus monopolios, de sus derechos especiales y de sus privilegios. Esa resistencia traerá consigo una dura lucha, una revolución.
El verdadero socialismo es, por consiguiente, radical y revolucionario. Radical, porque va a la raíz misma de la dificultad social (radix en latín quiere decir raíz); no cree en reformas y en arreglos provisionales, desea cambiar las cosas desde su fundamento mismo. Es revolucionario, no porque desea el derramamiento de sangre, sino porque prevé claramente que la revolución es inevitable, sabe que el capitalismo no puede ser cambiado en socialismo sin una lucha violenta entre las clases que poseen y las masas desposeídas.
«Pero si hay una revolución», preguntas, «¿por qué entonces desean los socialistas que yo los vote al poder? ¿Acaso se va a combatir la revolución allí?»
Tu pregunta toca la cuestión principal. Si el capitalismo tiene que abolirse mediante la revolución, ¿qué busca el socialismo en el poder? ¿Por qué intentan ellos entrar en el gobierno?
Aquí es precisamente donde entra la gran contradicción del socialismo marxista, una contradicción fundamental que ha sido fatal para el movimiento socialista en todos los países, y que lo ha convertido en inefectivo e impotente para que pueda servir de algo a la clase trabajadora.
Es muy necesario constatar claramente esa contradicción para comprender por qué ha fracasado el socialismo, por que se han encontrado los socialistas en un callejón sin salida y no pueden conducir los trabajadores a su emancipación.
¿Cuál es esa contradicción? Es la siguiente: Marx enseñaba que «la revolución es partera del capitalismo que llevaba en su seno una nueva sociedad»; es decir, el capitalismo no se cambiará en socialismo a nos ser mediante la revolución. Pero en su «Manifiesto Comunista», por otra parte, Marx insiste en que el proletariado debe apoderarse de la maquinaria política, del gobierno, para conquistar a la burguesía. La clase trabajadora, enseña él, tiene que agarrar las riendas del Estado por medio de los partidos socialistas y usar el poder político para introducir el socialismo.
Esta contradicción ha creado la mayor confusión entre los socialistas y ha dividido el movimiento en muchas facciones. La mayoría, los partidos socialistas oficiales en cada país, apoyan ahora la conquista del poder político, el establecimiento de un gobierno socialista cuya tarea será abolir el capitalismo y traer el socialismo.
Juzga por ti mismo si una cosa así es posible. En primer lugar, los socialistas mismos admiten que las clases poseedoras no abandonarán su riqueza y sus privilegios sin una lucha encarnizada y que esto tendrá como resultado la revolución.
Además, ¿es la cosa de alguna manera práctica? Considera los Estados Unidos, por ejemplo. Durante cincuenta años los socialistas han estado intentando que elijan a miembros del partido para el Congreso, con el resultado de que, después de medio siglo de trabajo político, acaban de tener un miembro en la Cámara de representantes en Washington. ¿Cuántos siglos harán falta a este ritmo (y el ritmo más bien está descendiendo que aumentando) para conseguir una mayoría socialista en el Congreso?
Pero supón incluso que los socialistas pudieran asegurarse algún día esa mayoría. Haría falta rectificar y alterar la Constitución de los Estados Unidos, lo mismo que en los estados individuales, para lo cual sería necesaria una mayoría de dos tercios. Detente ahora y considera: los plutócratas americanos, los trusts, la burguesía y todas las otras fuerzas que se benefician con el capitalismo, ¿se estarían tranquilamente sentadas y permitirían que cambiasen la Constitución de tal manera que los privasen de su riqueza y privilegios? ¿Puedes creer eso? ¿Recuerdas lo que Jay Gould dijo cuando fue acusado de conseguir sus millones de modo ilegal y a despecho de la Constitución?: «Al diablo con la Constitución», replicó. Y así es como siente todo plutócrata, incluso si no es tan franco como Gould. Constitución o no Constitución, los capitalistas lucharían hasta la muerte por su riqueza y sus privilegios. Y esto es lo que se quiere decir con revolución. Puedes juzgar por ti mismo si el capitalismo se puede abolir mediante la elección al poder de los socialistas o si se puede votar al socialismo mediante unas elecciones. No es difícil adivinar quién ganaría una lucha entre votos y disparos.
En los primeros días los socialistas se dieron cuenta de eso muy bien. Entonces pretendieron que ellos tenían la intención de usar la política tan sólo con el objetivo de la propaganda. Fue en los días cuando la agitación socialista fue prohibida, particularmente en Alemania. «Si nos eliges para el Reichstag» (el Parlamento alemán), decían los socialistas entonces a los trabajadores, «seremos capaces de predicar allí el socialismo y educar al pueblo en él». Había alguna razón en eso, porque las leyes que prohibían los discursos socialistas no valían para el Reichstag. De modo que los socialistas favorecieron la actividad política y tomaron parte en las elecciones para tener una oportunidad de defender al socialismo.
Puede parecer una cosa inocua, pero se mostró como la perdición del socialismo. Porque nada es más cierto que le hecho de que los medios que usas para conseguir tu objetivo, se convierten ellos mismos pronto en tu objetivo. De este modo, el dinero, por ejemplo, que es tan sólo un medio para la existencia, se ha convertido él mismo en el fin de nuestras vidas. Lo mismo ocurre con el gobierno. El «más anciano», escogido por la comunidad primitiva para atender a ciertos asuntos del pueblo, se convierte en el amo, en el gobernante. Lo mismo ocurrió con los socialistas.
Poco a poco cambiaron su actitud. En lugar de que las elecciones fueran meramente un método educativo, gradualmente se convirtió en el único objetivo asegurarse el poder político, conseguir ser elegidos para los cuerpos legislativos y para otras posiciones gubernamentales. El cambio condujo naturalmente a los socialistas a que suavizaran su ardor revolucionario; los obligó a que ablandaran su criticismo del capitalismo y del gobierno para evitar la persecución y asegurarse más votos. Actualmente es acento principal de la propaganda socialista no se coloca más en el valor educativo de la política, sino en la elección efectiva de socialistas a puestos de poder.
Los partidos socialistas no hablan más de revolución. Pretenden ahora que cuando consigan una mayoría en el Congreso o en el parlamento ellos harán surgir el socialismo mediante la legislación: abolirán legal y pacíficamente el capitalismo. En otras palabras, han dejado de ser revolucionarios; se han convertido en reformistas que desean cambiar las cosas mediante la ley.
Veamos, entonces, cómo han estado actuando durante algunas décadas pasadas.
En casi todos los países europeos los socialistas han obtenido gran poder político. Algunos países tienen ahora gobiernos socialistas; en otros países los partidos socialistas tienen una mayoría; en otros, igualmente los socialistas ocupan las posiciones más altas en el Estado, tales como puestos en el gabinete ministerial, incluso el puesto de primer ministro. Examinemos lo que ellos han realizado por el socialismo y lo que están haciendo por los trabajadores.
En Alemania, la madre del movimiento socialista, el partido socialdemócrata tiene numerosos puestos en el gobierno; sus miembros se encuentran en los cuerpos legislativos municipales y nacionales, en los tribunales y en el gabinete. Dos presidentes alemanes, Haase y Ebert, fueron socialistas. El presente Reichskanzler (canciller), Dr. Herman Müller, es un socialista. Herr Loebe, presidente del Reichstag, es también un miembro del partido socialista. Scheidemann, Noske y una buena cantidad de otros en los puestos más altos del gobierno, del ejército y de la marina, son todos ellos líderes del poderoso partido socialdemócrata alemán. ¿Qué han hecho por el proletariado de cuya causa se supone que es campeón el partido? ¿Han traído el socialismo? ¿Han abolido la esclavitud asalariada? ¿Han realizado el menor intento hacia esos objetivos?
La sublevación de los trabajadores en Alemania en 1918 obligó al Kaiser a huir del país y se terminó el reinado de los Hohenzollern. El pueblo puso su confianza en los socialdemócratas y los votó llevándolos al poder. Pero una vez seguros en el gobierno, los socialistas se volvieron contra las masas. Se unieron a la burguesía alemana y a la camarilla militarista y ellos mismos se convirtieron en el baluarte del capitalismo y del militarismo. No sólo desarmaron al pueblo y sofocaron el levantamiento de los trabajadores, sino que incluso mataron o encarcelaron a todo socialista que se atrevía a protestar contra su traición. Noske, como jefe socialista del ejército durante la revolución, ordenó a sus soldados que se lanzaran contra los trabajadores y que los mataran en gran escala, los mismos proletarios que lo habían votado a él al poder, sus propios hermanos socialistas. En sus manos perecieron Karl Liebknecht y Rosa Luxemburgo, dos de los revolucionarios más abnegados y leales, asesinados a sangre fría en Berlín el 16 de enero de 1919 por los oficiales del ejército, con la connivencia secreta del gobierno socialista. El poeta y pensador anarquista, Gustav Landauer, y muchos de los mejores amigos de los trabajadores compartieron la misma suerte en toda Alemania.
Haase, Ebert, Scheidemann, Noske y sus lugartenientes socialistas no permitieron que la revolución realizara nada vital. Desde el momento en que consiguieron el poder, lo usaron para aplastar a los trabajadores rebeldes. El asesinato declarado y clandestino de los elementos verdaderamente revolucionarios fue tan sólo uno de los medios usados por el gobierno socialista para sojuzgar la revolución. Lejos de introducir cualquier cambio que beneficiase a los trabajadores, el partido socialista se convirtió en el defensor más celoso del capitalismo, preservando todas las prerrogativas y beneficios de la aristocracia y de la clase de los amos. Esta es la razón por la que la revolución alemana no realizó nada, a no ser expulsar al Kaiser. La nobleza permaneció en posesión de sus títulos, sus posesiones, sus derechos especiales y sus privilegios; la casta militar retuvo el poder que tenía bajo la monarquía; la burguesía fue fortalecida y los reyes de las finanzas y los magnates industriales dominaron al trabajador alemán con una arbitrariedad más grande que antes. El partido socialista de Alemania, con muchos millones de votos tras él, tuvo éxito… en conseguir el poder. Los trabajadores siguen trabajando como esclavos y sufriendo como antes.
El mismo cuadro lo encontrarás en otros países. En Francia el partido socialista está frecuentemente representado en el gobierno. El ministro de asuntos exteriores, Aristide Briand, que también había tenido el puesto de primer ministro, fue anteriormente una de las grades lumbreras del partido en Francia. Actualmente es el campeón más fuerte del capitalismo y del militarismo. Muchos de sus anteriores compañeros socialistas son sus colegas en el gobierno, y muchos más socialistas actuales están en el Parlamento francés y en otros cargos importantes. ¿Qué están haciendo por el socialismo? ¿Qué están haciendo por los trabajadores?
Están contribuyendo a defender y «estabilizar» el régimen capitalista en Francia; están ocupados aprobando leyes que aumentan los impuestos, de modo que los altos funcionarios gubernamentales puedan conseguir mejores sueldos; están empeñados en recoger la indemnización de guerra de Alemania, cuyos trabajadores, igual que sus hermanos franceses, tienen que desangrarse por ello. Están trabajando duro para ayudar a «educar» a Francia, y particularmente a sus hijos, que están en la escuela, a odiar al pueblo alemán, están ayudando a construir más barcos de guerra y más aviones militares para la próxima guerra que ellos mismos están preparando al cultivar el espíritu de patrioterismo y de venganza contra sus países vecinos. Las nuevas leyes movilizando a cualquier adulto, hombre o mujer, en Francia en caso de guerra fueron propuestas por el prominente socialista Paul Boncour y aprobadas con la ayuda de los miembros socialistas de la Cámara de diputados.
En Austria y en Bélgica, en Suecia y en Noruega, en Holanda y Dinamarca, en Checoslovaquia, y en la mayoría de los demás países europeos, los socialistas han subido al poder. Y en todas partes, sin una solo excepción, han seguido el mismo curso; en todas partes han abjurado de sus ideales, han engañado a las masas, y han convertido su elevación política en su propio provecho y gloria.
«Estos hombres que se alzaron al poder sobre las espaldas de los trabajadores y que luego los traicionaron son unos canallas», escucho decir conjunta indignación. Es verdad, pero eso no es todo. Existe una razón más profunda para está traición constante y regular, una causa mayor y más significativa para este fenómeno casi universal. Los socialistas no son esencialmente diferentes de otros hombres. Son humanos, tal como lo eres tú y lo soy yo. Y nadie se convierte de repente en un canalla o en un traidor.
Es el poder el que corrompe. La conciencia de que posees poder es en sí misma el peor veneno que corroe el metal más delicado del hombre. La inmundicia y la contaminación de la política en todas partes prueban suficientemente esto. Además, incluso con las mejores intenciones, los socialistas en los cuerpos legislativos o en los cargos de gobierno se encuentran a sí mismos impotentes para realizar algo que tenga una naturaleza socialista, algo que beneficie a los trabajadores. Pues la política no es un medio para mejorar las condiciones de los trabajadores. Nunca lo fue y nunca lo será.
La desmoralización y la perversión tienen lugar poco a poco, tan gradualmente que uno apenas percibe. Trata de contemplar por un momento la condición de un socialista elegido para el Congreso, por ejemplo. El se encuentra solo contra varios centenares de otros partidos políticos. Siente la oposición de ellos a sus ideas radicales, y se encuentra a sí mismo en una atmósfera extraña y hostil. Pero él se encuentra allí y tiene que participar en el negocio que se tiene que llevar a cabo. La mayor parte de esas ocupaciones, los decretos que se presentan, las leyes que se proponen, todo ello le es enteramente extraño. No tienen conexión con los intereses de los votantes de la clase trabajadora que lo eligieron. Es meramente la rutina de la legislación. Tan sólo cuando se presenta un decreto de alguna importancia sobre los trabajadores o sobre la situación industrial y económica, puede nuestro socialista tomar parte en las deliberaciones. El lo hace, y se le ignora o se ríen de él por sus ideas poco prácticas sobre el asunto. Pues ellas son ciertamente poco prácticas. Incluso en el mejor de los casos, cuando la ley propuesta no está proyectada especialmente para otorgar nuevos privilegios al monopolio, trata de asuntos en los que está implicado el negocio capitalista, con algún tratado o convenio comercial entre un gobierno y otro. Pero él, el socialista, fue elegido en calidad de socialista y su asunto es abolir el gobierno capitalista, suprimir de una vez el sistema de comercio y de ganancia; ¿cómo puede hablar él «prácticamente» de las leyes presentadas? Por supuesto, él se convierte en el blanco de las burlas de sus colegas y pronto comienza a ver qué estúpida e inútil es su presencia en los recintos de la legislación. Esta es la razón por la que algunos de los mejores hombres del partido socialista en Alemania se volvieron contra la acción política, como lo hizo John Most, por ejemplo. Pero hay pocas personas de una honestidad y coraje así. Por regla general, el socialista permanece en su puesto y cada día se ve obligado a constatar más y más el papel tan sin sentido que tiene que desempeñar. Llega a sentir que tiene que encontrar algún medio de tomar parte seriamente en el trabajo, expresar opiniones sólidas en las discusiones y convertirse en un factor real en las elaboraciones. Esto es necesario para poder preservar su propia dignidad, para forzar el respeto de sus colegas, y también para: mostrar a sus electores que no eligieron a un mero maniquí.
De este modo comienza a estar al corriente de la rutina. Estudia las obras de dragado de los ríos y la mejora de las costas, lee a fondo sobre apropiaciones, examina los cientos y pico de decretos que llegan para su consideración, y cuando consigue la palabra ─que no es muy frecuente─, intenta explicar la legislación propuesta desde el punto de vista socialista, como es su deber hacerlo. «Hace un discurso socialista». Se detiene a considerar el sufrimiento de los trabajadores y los crímenes de la esclavitud asalariada; informa a sus colegas que el capitalismo es un mal, que hay que abolir al rico y que hay que suprimir todo el sistema. El termina su peroración y se sienta. Los políticos intercambian unas miradas, se sonríen y hacen comentarios jocosos, y la asamblea pasa al asunto que trae entre manos.
Nuestro socialista se da cuenta de que lo consideran como una cosa de risa. Sus colegas se están cansando de su «palabrería» y él encuentra cada vez más difícil que le concedan la palabra. Con frecuencia lo llaman al orden y le dicen que tiene que hablar sobre el asunto en cuestión, pero él sabe que ni por sus palabras ni por su voto puede tener la menor influencia en los debates. Sus discursos ni siquiera llegan al público; quedan enterrados en las Actas del Congreso que nadie lee, y él es dolorosamente consciente de ser una voz solidaria y desatendida en el desierto de las maquinaciones políticas.
Apela a los votantes a que elijan más camaradas a los cuerpos legislativos. Un socialista solitario no puede realizar nada, les dice. Pasan los años y por fin el partido socialista consigue tener una serie de miembros elegidos. Cada uno de ellos pasa por la misma experiencia de su primer colega, pero ahora rápidamente llegan a la conclusión de que predicar las doctrinas socialistas a los políticos es algo peor que inútil. Deciden participar en la legislación. Tienen que mostrar que ellos no son precisamente unos «declamadores de la revolución», sino que son hombres prácticos, estadistas, que están haciendo algo por su distrito electoral, que están ocupándose de sus intereses.
De este modo, la situación les obliga a tomar parte «práctica» en las deliberaciones, a «hablar sobre el asunto», a ponerse al mismo nivel que los asuntos que actualmente se tratan en el cuerpo legislativo. Saben muy bien que estas cosas no tienen relación alguna con el socialismo o con la abolición del capitalismo. Al contrario, toda esa mojiganga legislativa y política fortalece tan sólo el dominio de los amos sobre el pueblo; peor aún, desorienta a los trabajadores haciéndoles creer que la legislación puede hacer algo por ellos y los engaña con la falsa esperanza de que pueden obtener resultados mediante la política. De esta forma, los mantiene esperando que la ley y el gobierno «cambie las cosas», que «mejore» su condición.
De este modo, la maquinaria del gobierno sigue realizando su trabajo, los amos permanecen seguros en su posición y los trabajadores son mantenidos a distancia con las promesas de «acción» mediante sus representantes en los cuerpos legislativos, mediante nuevas leyes que les van a dar «un alivio».
Durante años ha continuado este proceso en todos los países de Europa. Los partidos socialistas han conseguido que eligieran a muchos de sus miembros para puestos legislativos y de gobierno. Al emplear años en esa atmósfera, disfrutando de puestos y pagas buenas, los socialistas elegidos se han convertido ellos mismos en una parte y en una parcela de la maquinaria política. Han llegado a sentir que no vale la pena esperar que la revolución socialista suprima el capitalismo. Es más práctico trabajar por alguna «mejora», intentar conseguir una mayoría socialista en el gobierno. Pues cuando tengan una mayoría, no necesitarán revolución alguna, dicen ahora.
Lentamente, gradualmente, ha tenido lugar el cambio socialista. Con el éxito creciente en las elecciones y al asegurarse el poder político se hicieron más conservadores y se contentaron con las condiciones existentes. Apartados de la vida y de los sufrimientos de la clase trabajadora, viviendo en la atmósfera de la burguesía, de la abundancia y de la influencia, se han convertido en lo que ellos denominan «prácticos». Al contemplar de primera mano en su actuación a la maquinaria política, al conocer su libertinaje y su corrupción, se han dado cuenta de que no hay esperanza alguna para el socialismo en el pantano del engaño, del soborno y de la corrupción. Pero pocos, muy pocos socialistas encuentran el coraje de ilustrar a los trabajadores sobre la ausencia de esperanza de que la política pueda ayudar a la causa del trabajo. Una confesión así significaría el final de su carrera política, con sus emolumentos y ventajas. Por eso la gran mayoría está contenta con guardar silencio y no mezclarse innecesariamente. El poder y la posición han sofocado su conciencia y no tienen fuerza ni honestidad para nadar contra la corriente.
Esto es lo que ha llegado a ser el socialismo, que una vez había sido la esperanza de los oprimidos del mundo. Los partidos socialistas se han dado la mano con la burguesía y con los enemigos de los trabajadores. Se han convertido en el baluarte más firme del capitalismo, pretendiendo ante las masas que ellos están luchando por sus intereses, mientras que en la realidad han hecho causa común con los explotadores. Hasta tal punto han olvidado y han retrocedido de su socialismo originario, que en la Guerra mundial los partidos socialistas en cada país de Europa ayudaron a sus gobiernos a conducir a los trabajadores a la matanza.
La guerra ha demostrado claramente la bancarrota del socialismo. Los partidos socialistas, cuya divisa era «¡Obreros del mundo, uníos!», enviaron a los trabajadores a que se asesinaron mutuamente. De haber sido enemigos encarnizados del militarismo y de la guerra pasaron a convertirse en defensores de «su» país, urgiendo a los trabajadores a que se vistiesen el uniforme de soldados y que matasen a sus compañeros trabajadores de otros países.
¡Ciertamente extraño! Durante años han estado diciendo a los proletarios que no tienen país, que sus intereses son opuestos a los de sus amos, que los trabajadores «no tienen nada que perder a no ser sus cadenas», pero a la primera señal de guerra exhortan a los trabajadores a unirse al ejército y votan la ayuda y el dinero para que el gobierno hiciera el trabajo de carnicería. Esto sucedió en cada país se Europa. Es verdad que hubo minorías socialistas que protestaron contra la guerra, pero la mayoría dominante en los partidos socialistas los condenó y los ignoró y se alinearon a favor de la matanza.
Fue una traición de lo más terrible, no sólo al socialismo sino a toda la clase trabajadora, a la humanidad misma. El socialismo, cuyo objetivo era educar al mundo en los males del capitalismo, en el carácter asesino del patriotismo, en la brutalidad y la inutilidad de la guerra; el socialismo, que era el campeón de los derechos del hombre, de la libertad y de la justicia, la esperanza y la promesa de días mejores, se convirtió miserablemente en un defensor del gobierno y de los amos, se convirtió en la sirvienta de los militaristas y de los nacionalistas patrioteros. Los antiguos socialdemócratas se convirtieron en los «socialpatriotas».
Sin embargo, esto no ocurrió por una mera traición. Tomar ese punto de vista sería no acertar con el punto principal y comprender mal su lección de aviso. Ciertamente hubo traición, tanto en su naturaleza como en su efecto, y los resultados de esa traición han puesto al socialismo en bancarrota, han desilusionado a millones que creían seriamente en él, y han llenado al mundo con una negra reacción. Pero no hubo tan sólo traición, no una traición de un género ordinario. La causa real se encuentra mucho más profunda.
Un gran pensador dijo que somos lo que comemos. Es decir, la vida llevamos, el entorno en que vivimos, los pensamientos que pensamos y las acciones que llevamos a cabo, todo ello conforma sutilmente nuestro carácter y nos hace lo que somos.
La larga actividad política de los socialistas y su cooperación con los partidos burgueses gradualmente apartó sus pensamientos y sus hábitos mentales de las formas socialistas de pensar. Poco a poco ellos olvidaron que el propósito del socialismo era educar a las masas, hacerles ver el juego del capitalismo, enseñarles que el gobierno es su enemigo, que la Iglesia los mantiene en la ignorancia, que los engañan con ideas destinadas a perpetuar las supersticiones y las injusticias sobre las cuales está edificada la sociedad actual. En resumen, olvidaron que el socialismo tenía que ser el Mesías, que expulsaría oscuridad de las mentes y de las vidas de los hombres, los sacaría de la piel de la ignorancia y del materialismo, y elevaría su idealismo natural, su esfuerzo por la justicia y la fraternidad, hacia la libertad y la luz.
Olvidaron esto. Tuvieron que olvidarlo para ser «prácticos», para «realizar» algo, para convertirse en políticos con éxito. No puedes meterte en una ciénaga y permanecer limpio. Tuvieron que olvidar esto, porque su objetivo se había convertido en «conseguir resultados», ganar elecciones, obtener el poder. Sabían que no podían tener éxito en política diciéndole al pueblo toda la verdad sobre las condiciones. Pues la verdad no sólo se enfrenta al gobierno, a la Iglesia y a la escuela; también ofende los prejuicios de las masas. Es necesario educar a éstas, y eso es un proceso lento y difícil. Pero el juego político exige éxito, resultados rápidos. Los socialistas tenían que tener cuidado de no entrar en gran conflicto con los poderes establecidos; no podían tener tiempo educando al pueblo.
Por consiguiente, su principal objetivo se convirtió en ganar votos. Conseguir que ellos tuvieran que orientar sus velas. Tuvieron que cortar, poco a poco, aquellas partes del socialismo que pudieran tener como resultado la persecución por las autoridades, la desaprobación de la Iglesia, o que impidiera que los elementos fanáticos se unieran a sus filas. Tuvieron que llegar a un compromiso.
Y lo hicieron. Ante todo dejaron de hablar de revolución. Sabían que el capitalismo no se puede abolir sin una lucha encarnizada, pero decidieron decir al pueblo que ellos podrían traer el socialismo mediante la legislación, mediante la ley, y que todo lo que se necesitaba era colocar suficiente número de socialistas en el gobierno.
Dejaron de denunciar al gobierno como a un mal; desistieron de ilustrar a los trabajadores sobre su carácter real como una agencia para esclavizar. En lugar se eso, comenzaron a asegurar que ellos, los socialistas, son lo mantenedores más leales del «Estado» y sus mejores defensores; que, lejos de oponerse a «la ley y el orden», ellos son sus verdaderos amigos; que ellos son ciertamente los únicos que creen sinceramente en el gobierno, a no ser que el gobierno sea un gobierno socialista; es decir, que ellos, los socialistas, tienen que hacer las leyes y dirigir el gobierno.
De este modo, en lugar de debilitar la creencia falsa y esclavizadora en la ley y el gobierno, de debilitarla de modo que esas instituciones pudieran ser abolidas como un medio de opresión. Los socialistas trabajan efectivamente por fortalecer la fe del pueblo en la autoridad poderosa y en el gobierno, de modo que actualmente los miembros de los partidos socialistas en todo el mundo son los creyentes más firmes en el Estado y son denominados por ellos estatistas. Sin embargo, sus grandes maestros, Marx y Engels, enseñaron claramente que el Estado sirve tan sólo para reprimir y que cuando el pueblo consiguiera la libertad real, el Estado sería abolido, «desaparecería».
El compromiso socialista por el éxito político no se detuvo ahí. Llegó más lejos. Para ganar votos, los partidos socialistas decidieron no educar al pueblo en la falsedad, la hipocresía y la amenaza de la religión organizada. Sabemos qué baluarte del capitalismo y de la esclavitud es y ha sido siempre, la Iglesia, como institución. Es obvio que el pueblo que cree en la Iglesia, jura por el sacerdote y se inclina ante su autoridad, naturalmente le será obediente a él y a sus órdenes. Gente así, empapada en la ignorancia y en la superstición, son las víctimas más fáciles de los amos. Pero para conseguir mayor éxito en sus campañas electorales, los socialistas decidieron eliminar la propaganda educacional antirreligiosa, para no ofender los prejuicios populares. Declararon la religión un «asunto privado» y excluyeron toda crítica a la Iglesia de su agitación.
Ciertamente, lo que creas personalmente es tu asunto privado; pero cuando te reúnes con otros y los organizas en un cuerpo para imponer tu creencia a los demás, para forzarlos a pensar como tú y para castigarlos (según el alcance de tu poder), si ellos tienen otras creencias, entonces ya no se trata más de tu «asunto privado». Podrías decir del mismo modo que la Inquisición, que torturaba y quemaba viva a la gente como herejes era un «asunto privado».
Una de las pobres traiciones a la causa de la libertad por parte de los socialistas es esta declaración de que la religión es «asunto privado». La humanidad ha surgido lentamente de la terrible ignorancia, superstición, fanatismo e intolerancia. El avance de la ciencia y de los inventos, la palabra impresa y los medios de comunicación han traído la ilustración, y es esa ilustración la que en cierta medida ha liberado la mente humana de las garras de la Iglesia. No es que ella haya dejado de condenar a los que no aceptan sus dogmas. Todavía hay bastante de esa persecución, pero el avance del conocimiento ha privado a la Iglesia de su primitivo imperio absoluto sobre la mente, la vida y la libertad del hombre; del mismo modo que el progreso a privado en igual forma al gobierno del poder de tratar al pueblo como esclavos y siervos absolutos.
Puedes ver entonces con facilidad qué importancia tiene continuar el trabajo de ilustración que se ha manifestado como una bendición liberadora para el pueblo en el pasado; continuarlo, de modo que pueda ayudarnos algún día a suprimir todas las fuerzas de la superstición y de la tiranía.
Pero los socialistas determinaron abandonar este trabajo sumamente necesario, declarando a la religión un «asunto privado».
Esos compromisos y el repudio de los objetivos reales del socialismo fueron muy provechosos. Los socialistas, con el sacrificio de sus ideas, ganaron fuerza política. Pero esa «fuerza» en último término supuso una debilidad y una ruina.
No hay nada más corrupto que el compromiso. Un paso en esa dirección exige otro, lo hace necesario y obligatorio y pronto te sumerge con la fuerza de una bola de nieve que se desliza y que se convierte en un alud.
Uno tras otro, aquellos rasgos del socialismo que eran realmente significativos, educacionales y libertadores fueron sacrificados en bien de la política, para conseguir una opinión pública más favorable, para disminuir la persecución, y realizar «algo práctico»; es decir, para conseguir que fueran elegidos en puestos oficiales más socialistas. En este proceso, que se ha estado desarrollando durante años en cada país, los partidos socialistas en Europa adquirieron un número de afiliados que llegaban a millones. Pero esos millones no eran en modo alguno socialistas; eran seguidores del partido que no tenían idea alguna del espíritu y del significado reales del socialismo; los hombres y las mujeres estaban empapados de los viejos prejuicios y de los puntos de vista capitalistas; gente con una mentalidad burguesa, nacionalistas estrechos, miembros de la Iglesia, creyentes en la autoridad divina y, consecuentemente, también en el gobierno humano, en la dominación del hombre por el hombre, en el Estado y en sus instituciones de opresión y explotación, en la necesidad de defender «su» gobierno y «su» país, en el patriotismo y en el militarismo.
¿Se puede uno extrañar, entonces, de que cuando estalló la gran guerra, los socialistas en todos los países, con pocas excepciones, tomaran las armas par «defender la patria», la patria de sus gobernantes y amos? El socialista alemán luchó por su Kaiser autocrático, el austriaco por la monarquía de los Habsburgo, el socialista ruso por el zar, el italiano por su rey, el francés por la «república» y de ese modo los «socialistas» de todos los países y sus seguidores prosiguieron matándose unos a otros hasta que diez millones de ellos quedaron muertos y veinte millones quedaron ciegos, mutilados y lisiados.
Fue inevitable que la política de la actividad política y parlamentaria condujera a tales resultados. Pues en verdad la así denominada «acción» política es, por lo que se refiere a la causa de los trabajadores y al verdadero progreso, peor que la inacción. La esencia misma de la política es la corrupción, el navegar a todos los vientos, el sacrificio de tus ideales y de la integridad en bien del éxito. Son amargos los frutos de ese «éxito» para las masas y para cada hombre y mujer decente en todo el mundo.
Como una consecuencia directa de ello, millones de trabajadores en todos los países quedaron desanimados y desalentados. Tal como ellos lo sentían justamente, el socialismo los había engañado y traicionado. Cincuenta, no, casi cien años de «trabajo» socialista habían tenido como resultado la bancarrota completa de los partidos socialistas, la desilusión de las masas y había traído consigo una reacción que dominaba ahora el mundo entero y que tenía cogido al trabajo por el cuello con un apretón de hierro.
¿Todavía piensas que los partidos socialistas, con sus elecciones y su política, pueden ayudar al proletariado a salir de la esclavitud asalariada? Por sus frutos los conoceréis.
«Pero los bolcheviques», protestas, «ellos no traicionaron a los trabajadores. ¡Ellos tienen actualmente en Rusia el socialismo».
Echemos un vistazo, entonces, a Rusia.
En Rusia los bolcheviques, conocidos como el partido comunista, están en el control del gobierno. La Revolución de octubre, 1917, los puso en el poder.[6]
Esa revolución, fue el acontecimiento más importante en el mundo desde la Revolución francesa en 1789-1793. Fue incluso más grande que la última, pues llegó mucho más profundamente hasta la base sólida de la sociedad. La Revolución francesa trataba de establecer la libertad y la igualdad políticas, creyendo que esto también aseguraría así la fraternidad y el bienestar para todos. Fue un paso poderoso en el avance por el camino del progreso y cambió en último término la faz política completa de Europa. Abolió la monarquía en Francia, estableció una república, y dio un golpe mortal al feudalismo, al gobierno absoluto de la Iglesia y de la nobleza. Influyó en cada país del continente en líneas progresivas, y ayudó a fomentar el sentimiento democrático en toda Europa.
Pero fundamentalmente no alteró nada. Fue una revolución política para conseguir derechos y libertades políticos. Los consiguió, Francia es una «democracia» actualmente y la divisa «Libertad, fraternidad, igualdad» está escrita en cada cárcel. Pero no liberó al hombre de la explotación y de la opresión; y eso es, después de todo, la cosa que más se necesita.
La Revolución francesa puso en el gobierno a las clases medias, a la burguesía, en lugar de la aristocracia y la nobleza. Dio ciertos derechos constitucionales al agricultor y al obrero, que hasta entonces eran meros siervos. Pero el poder de la burguesía, su dominio industrial, hizo del agricultor su abyecto subordinado y convirtió al obrero de la ciudad en un esclavo asalariado.
No podía ser de otra manera, porque la libertad es un sonido vacío, mientras que te mantengan en una esclavitud económica. Como lo he señalado antes, la libertad significa que tú tienes el derecho a hacer una determinada cosa; pero si no tienes oportunidad alguna de hacerla, ese derecho es una completa burla. La oportunidad reside en tu condición económica, sea cual fuere la situación política. Ningún derecho político le puede servir de nada al hombre que se ve obligado a esclavizar toda su vida para librarse él mismo y su familia de la muerte por inanición. A pesar de que la Revolución francesa fue grande como un paso hacia la emancipación del despotismo del rey y del noble, no pudo realizar nada para la libertad real del hombre, pues no le aseguró la oportunidad y la independencia económica.
Por esa razón la Revolución rusa fue un acontecimiento mucho más significativo que todas las sacudidas previas. No sólo abolió al zar y a su dominio absoluto; hizo algo más importante: destruyó el poder económico de las clases propietarias, de los barones de la tierra y de los reyes industriales. Por esta razón es el acontecimiento más grande en toda la historia, la primera y la única vez que se ha intentado una cosa así.
Esto no lo podía hacer hecho la Revolución francesa, porque el pueblo creía entonces todavía que la emancipación política bastaría para hacerles libres e iguales. No se dieron cuenta de que la base de toda libertad es económica. Pero este no es en modo alguno para desacreditar la Revolución francesa; los tiempos todavía no estaban maduros para un cambio económico fundamental.
Al llegar ciento veinticinco años después, la Revolución rusa estaba más instruida. Fue a la raíz del problema. Sabía que ninguna libertad política aportaría bien alguno, a no ser que los campesinos consiguieran tierras y los obreros tuvieran la posesión de las fábricas, de modo que no permanecieran a merced de los monopolistas de la tierra y de los propietarios capitalistas de las industrias.
Por supuesto, la Revolución rusa no realizó esta gran labor en un instante. Las revoluciones, como cualquier otra cosa, comienzan pequeñas, acumulan fuerza, se desarrollan y se amplían.
La Revolución rusa comenzó durante la guerra, a causa del descontento del pueblo en el interior y del ejército en el frente. El país estaba cansado de luchar; se encontraba rendido por el hambre y la miseria. Los soldados habían tenido bastante matanza: comenzaron a preguntarse por qué tenían que matar o que los matasen, y cuando los soldados comienzan a hacer preguntas, ninguna guerra prosigue durante mucho tiempo.
El despotismo y la corrupción del gobierno zarista añadió aceite al fuego. La corte se había convertido en un escándalo público, con el sacerdote Rasputín corrompiendo a la emperatriz, y mediante su influencia sobre ella y, sobre el zar controlando los asuntos del Estado. Las intrigas, el soborno y toda forma de venalidades cundían. Los fondos del ejército eran robados por altos oficiales, y con frecuencia se obligaba a que los soldados entrasen en el combate sin municiones y pertrechos suficientes. Sus botas tenían suelas de papel y muchos no tenían botas de ninguna clase. Se rebelaron algunos regimientos; otros rehusaron combatir. Cada vez con mayor frecuencia los soldados fraternizaban con el «enemigo», jóvenes como ellos, que tenían la desgracia de haber nacido en un país diferente y que, como los rusos, habían recibido la orden de ir a la guerra sin saber por qué debían disparar o morir. Muchos abandonaron sus armas y volvieron a casa. Allí refirieron a la gente las terribles condiciones del frente, la carnicería inútil, la miseria y el desastre. Contribuyeron a incrementar el descontento de las masas y entonces se comenzaron a oír voces contra el zar y su régimen.
Día a día fue creciendo este sentimiento; se atizó hasta convertirse en una llamada por los impuestos crecientes y la gran miseria, por la escasez de alimentos y de provisiones.
En febrero de 1917 estalló la revolución. Como suele ocurrir en casos semejantes, los poderes existentes estaban aquejados de ceguera. El autócrata y sus ministros, los aristócratas y sus consejeros, todos creyeron que se trataba de un asunto de algunos desórdenes callejeros, de huelgas y de tumultos en demanda de pan. Se imaginaban seguros en la silla. Pero los «desórdenes» proseguían, extendiéndose a todo el país, y entonces el zar se vio obligado a dejar el trono. Antes de que pasara mucho tiempo el monarca que una vez fue poderoso fue arrestado y exiliado a Siberia, donde él mismo había enviado anteriormente a miles a la muerte, y donde él y toda su familia encontraron posteriormente su condena.[7] Fue abolida la autocracia rusa. La Revolución de febrero contra el gobierno más poderoso de Europa se llevó a cabo sin disparar un fusil.
«¿Cómo se pudo realizar tan fácilmente?», preguntas extrañado.
El régimen de los Romanov era un absolutismo; Rusia bajo los zares era el país más esclavizado de Europa. El pueblo prácticamente no tenía derechos. El capricho del autócrata era supremo, las órdenes de la policía era la ley suprema. Las masas vivían en la pobreza y sufrían la mayor opresión. Anhelaban la libertad.
Durante más de cien años trabajaron los libertarios y los revolucionarios en Rusia para minar el régimen de tiranía, para ilustrar el pueblo y para alzarlos a la rebelión contra su sujeción. La historia de ese movimiento está repleta de la entrega y la dedicación de los mejores hombres y mujeres. Miles, incluso cientos de miles, se alinearon a lo largo del camino del Gólgota, llenando las cárceles, torturados y destrozados hasta la muerte en los parajes inhóspitos y helados de Siberia. Comenzando con el intento de los decembristas por conseguir una constitución, hace más de cien años, durante todo el siglo los fuegos de la libertad se mantuvieron encendidos por el heroico autosacrificio de los nihilistas y de los revolucionarios. La historia de ese gran martirio no tiene igual en los anales del hombre.
Aparentemente se trataba de una lucha perdida, pues la negación completa de la libertad hacía prácticamente imposible para los pioneros de la libertad alcanzar al pueblo, ilustrar a las masas. El zarismo estaba bien protegido por su numerosa policía y por los servicios secretos, lo mismo que por la Iglesia oficial, la prensa y la escuela, que adiestraban al pueblo a la servidumbre abyecta frente al zar y a la obediencia incondicional a «la ley y el orden». Castigos extremos caían sobre cualquiera que se atrevía a expresar un sentimiento liberal; las leyes más severas castigaban incluso el intento de enseñar a los campesinos a leer y escribir. El gobierno, la nobleza, los clérigos y la burguesía, todos se unían, como es habitual, para suprimir y aplastar hasta el menor esfuerzo por ilustrar a las masas. Privados de cualquier medio de difundir sus ideas, los elemento liberales en Rusia fueron empujados a la necesidad de emplear la violencia contra la tiranía bárbara, de recurrir a actos de terror con el fin de mitigar mediante esos medios, incluso en una extensión pequeña, el gobierno del despotismo, y al mismo tiempo para obligar a que se dirigiera la atención de su país y del mundo en general a las condiciones insoportables. Fue esta necesidad trágica la que hizo surgir en Rusia las actividades terroristas, convirtiendo a los idealistas, para quienes la vida humana es algo sagrado, en ejecutores de tiranos. Eran nobles por naturaleza, esos hombres y mujeres que voluntariamente, incluso con avidez, dieron sus vidas por quitar el terrible yugo del pueblo. Como brillantes estrellas en el firmamento de una larga lucha entre la opresión y la libertad, se encuentran los nombres de Sofía Perovskaia, Kibaltchitch, Grinesvitski, Sasonov y otros innumerables mártires, conocidos y desconocidos, de la Rusia más oscura.
Fue una lucha de lo más desigual, aparentemente una batalla sin esperanza. Pues los revolucionarios no eran sino un puñado contra el poder casi ilimitado del zarismo con sus grandes ejércitos, su numerosa policía, sus departamentos especiales de espías políticos, su conocido Tercer departamento, la ojrama secreta, su sistema universal de porteros en las casas como ayudantes de la policía, y con todos los otros grandes recursos de un vasto país de una población de más de cien millones.
Una lucha perdida. Y, sin embargo, el espléndido idealismo de la juventud rusa, particularmente del elemento estudiantil, su entusiasmo invencible y su consagración a la libertad no fueron en vano. El pueblo salió vencedor, como en último término le ocurre siempre en la lucha de la luz contra las tinieblas. ¡Qué lección para el mundo, qué estímulo para el débil de espíritu, qué esperanza encierra para el ulterior avance, que nunca se detiene, de la humanidad, a pesar de todas las tiranías y de todas las persecuciones!
En 1905 estalló la primera revolución en Rusia. La autocracia era todavía fuerte, y el levantamiento de las masas fue aplastado, aunque no sin haber obligado al zar a conceder ciertos derechos constitucionales. Pero el gobierno se vengó ferozmente, incluso de esas pequeñas concesiones. Cientos de revolucionarios pagaron por ellas con sus vidas, miles fueron encarcelados y otros muchos miles fueron condenados a Siberia.
De nuevo se tomó un respiro el despotismo y se sintió seguro contra el pueblo. Pero no por mucho tiempo. Se puede suprimir el hambre por la libertad durante un tiempo; sin embargo nunca se puede examinar. El instinto natural del hombre está en favor de la libertad y ningún poder sobre la tierra puede conseguir aplastarlo por mucho tiempo.
Doce años depuse, un período de tiempo muy corto en la vida de un pueblo, llegó otra revolución, la de febrero de 1917. Probó que el espíritu de 1905 no estaba muerto, que el precio pagado por él en vidas humanas, no había sido en vano. Se ha dicho con verdad que la sangre de los mártires alimenta el árbol de la libertad. El trabajo y el autosacrificio de los revolucionarios había dado su fruto. Rusia había aprendido mucho de la pasada experiencia, como lo mostraron los acontecimientos subsiguientes.
El pueblo había aprendido. En 1905 habían pedido tan sólo cierta mitigación del despotismo, algunas pequeñas libertades políticas; ahora pedían la completa abolición del dominio tiránico.
La Revolución de febrero hizo sonar el tañido a muerto del zarismo. Fue la revolución menos sangrienta de toda la historia. Como lo expliqué antes, incluso el poder de los gobiernos más fuertes se evapora como el humo en el momento en que el pueblo rehúsa reconocer su autoridad, inclinarse ante él y le niega su apoyo. El régimen de los Romanov fue conquistado casi sin lucha, cosa muy natural, puesto que el pueblo entero se había cansado de su mando y había decidido que era nocivo y superfluo, y que el país se encontraría mejor sin él. La agitación incesante y el trabajo educacional llevado a cabo por los elementos revolucionarios (los socialistas de diversos grupos, incluyendo a los anarquistas) había enseñado a las masas a comprender que el zarismo tenía que ser suprimido. Este sentimiento se había extendido tanto que incluso el ejército ─el grupo más ignorante en Rusia, como en cualquier otro país─ había perdido la fe en las condiciones existentes. El despotismo le venía estrecho al pueblo; el pueblo se había liberado a sí mismo en su mente y en su espíritu de él, y por ello consiguió la fuerza y la posibilidad de liberarse a sí mismo de modo real, de modo físico.
Es esa la razón por la que el todopoderoso autócrata no pudo encontrar ya apoyo en Rusia; no, ni siquiera un solo regimiento que lo protegiese. El gobierno más poderoso de Europa se vino abajo como un castillo de naipes.
Ocupó el lugar del zar un gobierno temporal, un gobierno provisional. Rusia era libre.
Recuerdo que asistí a un gran mitin masivo en Madison Square Garden, en Nueva York, convocado para celebrar el destronamiento del zar. La enorme sala estaba abarrotada con veinte mil personas llevadas a la cumbre más alta del entusiasmo. «¡Rusia es libre!», comenzó el orador principal. Un verdadero huracán de aplausos, gritos y hurras saludó la declaración esto continuó durante varios minutos, estallando una y otra vez. Pero cuando el auditorio se calmó y el orador estaba a punto de proseguir, surgió una voz de la multitud:
«Libre, ¿para qué?».
No hubo respuesta. El orador continuó su arenga.
Los rusos son un pueblo simple e ingenuo. Al no haber tenido nunca derechos constitucionales, no tenían interés alguno por la política y no estaban corrompidos por ella. Sabían poco de congresos y de parlamentos, y se preocupaban menos de ellos.
«Libre, ¿para qué?», se preguntaban.
«Estás libre del zar y de la tiranía», le decían.
Eso estaba muy bien, pensaban ellos. «¿Pero qué pasa con la guerra?», preguntaba el soldado. «¿Qué pasa con la tierra?», exigía el campesino. «¿Qué pasa con una existencia decente?», instaba el proletario. Como ves, amigo mío, esos rusos estaban tan «poco educados» que no se contentaban precisamente con estar libre de algo; querían ser libres para algo, libres para hacer lo que deseaban. Y lo que ellos deseaban era una posibilidad de vivir, de trabajar y de disfrutar de los frutos de su trabajo. Es decir, deseaban el acceso a la tierra, de modo que pudieran sacar alimento para ellos mismos; deseaban el acceso a las minas, a los talleres y a las fábricas, de modo que pudieran producir lo que ellos necesitaban. Pero bajo el gobierno provisional, lo mismo que bajo los Romanov, esas cosas pertenecían a los ricos; seguían siendo «propiedad privada».
Como digo, el sencillo ruso no sabía nada de política, pero sabía exactamente lo que quería. No perdió tiempo en dar a conocer sus deseos estaba determinado a conseguirlos. Los soldados y los marineros escogieron portavoces de entre ellos mismos para presentar al gobierno provisional su demanda de terminar la guerra. Sus representantes se organizaron ellos mismos como consejos de soldados, denominados en Rusia soviet. Los campesinos y los obreros de ciudad hicieron lo mismo. De esta forma, cada rama del ejército y de la armada, cada distrito agrícola e industrial, incluso cada fábrica, estableció sus propios soviets. Con el transcurso del tiempo los diversos soviets formaron el Soviet para toda Rusia de los diputados de los obreros, soldados y campesinos, que tenía sus sesiones en Petrogrado.
Mediante los soviets el pueblo comenzó afectivamente a expresar sus demandas.
El gobierno provisional, el nuevo régimen «liberal», bajo la dirección de Miliukov, no les prestó atención. Es característico de todos los partidos políticos por igual que, una vez en el poder, se hacen oído sordo a las necesidades y a los deseos de las masas. El gobierno provisional no fue diferente en esto de la autocracia zarista. No consiguió comprender el espíritu de la época, y creyó estúpidamente que unas pocas reformas pequeñas satisficieran al país. Se mantuvo ocupado charlando y discutiendo, proponiendo nuevos decretos y promulgando más legislación, pero no eran leyes lo que quería el pueblo. Ellos deseaban la paz, mientras que el gobierno insistía en continuar la guerra. Ellos gritaban en busca de tierra y de pan, pero lo que conseguían era más leyes.
Si la historia enseña algo, su lección más clara es que no puedes desafiar o resistir la voluntad de todo un pueblo. Puedes reprimirla por un momento, contener la ola de protesta popular, pero tanto más violentamente se enseñará a la tormenta cuando llegue. Entonces derribará todo obstáculo, barrerá toda oposición, y su punto álgido la llevará más lejos que su intención original.
Esa ha sido la historia de todo gran conflicto, de cada revolución.
Recuerda la Guerra americana por la independencia, por ejemplo. La rebelión de las colonias contra Gran Bretaña comenzó con la negación a pagar el impuesto del té que exigía el gobierno de Jorge III. La objeción comparativamente sin importancia al «impuesto sin representación», al encontrarse con la oposición del rey, tuvo como resultado una guerra y terminó en la liberación completa de las colonias americanas del dominio inglés. De este modo nació la república de los Estados Unidos.
De modo similar, la Revolución francesa comenzó con la demanda de pequeñas mejoras y reformas. La negación de Luis XVI a prestar oído a la voz popular le costó no sólo su trono sino también su cabeza, y trajo consigo la destrucción del sistema feudal entero en Francia.
Así creyó el zar Nicolás II que unas pocas concesiones insignificantes detendrían a la revolución. También el pagó por su estupidez con su corona y con su vida. La misma suerte corrió el gobierno provisional. Por eso dijo un hombre inteligente que «la historia se repite». Siempre ocurre así con el gobierno.
El gobierno provisional consistía en su mayoría en hombres conservadores que no comprendían al pueblo y que se encontraban muy distantes de sus necesidades. Las masas pedían la paz antes que nada. El gobierno provisional, bajo la dirección de Miliukov y después bajo Kerensky, estaba dispuesto a continuar la guerra incluso frente al descontento general y al serio derrumbamiento de la vida industrial y económica del país. El oleaje creciente de la revolución lo barrería pronto; el soviet de los diputados de obreros y soldados se estaba preparando para tomar los asuntos en sus propias manos.
Mientras tanto el pueblo no esperaba. Los soldados en el frente ya habían decidido ellos mismo abandonar la guerra como una matanza innecesaria e inútil. Por centenares de miles estaban dejando los campos de combate y estaban volviendo a casa a sus granjas y fábricas. Allí comenzaron a poner en efecto los objetivos reales de la revolución. Pues para ellos la revolución no significaba constituciones impresas y derechos en el papel, sino la tierra y el taller. Entre junio y octubre de 1917, mientras el gobierno provisional seguía discutiendo interminablemente «reformas», los campesinos comenzaban a confiscar las fincas de los grandes terratenientes y los obreros tomaban posesión de las industrias.
Esto se denominaba expropiación de la clase capitalista, es decir, privar a los amos de las cosas que no tenían derecho a monopolizar, las cosas que se habían apoderado de la clase trabajadora, del pueblo.
De esta manera, se expropio la tierra de los terratenientes, las minas y las fábricas de sus «propietarios», los almacenes de los especuladores. Los obreros y los campesinos se hicieron cargo de todo mediante sus sindicatos y organizaciones agrarias.
El gobierno «liberal» de Miliukov había insistido en mantener la guerra, porque deseaban los aliados. El gobierno «revolucionario» de Kerensky permaneció también sordo a las demandas populares. Aprobó normas drásticas contra la «no autorizada» toma de la tierra por parte de los campesinos. Kerensky hizo todo lo que estaba en su poder para mantener al ejército en el frente e incluso volvió a introducir la pena de muerte por «deserción». Pero el pueblo ignoraba ahora al gobierno.
De nuevo probó la situación que el poder real de un país se encuentra en las manos de las masas, de los que luchan, trabajan y producen, y no en ningún parlamento o gobierno. Kerensky en una ocasión fue el ídolo adorado de Rusia, más poderoso que cualquier zar. Sin embargo, perdió su autoridad, cayó su gobierno, y él mismo tuvo que huir para salvar su vida, cuando el pueblo se dio cuenta de que no estaba sirviendo a su causa. Mientras que todavía era la cabeza del gobierno provisional, el poder efectivo comenzó a pasar al Soviet de Petrogrado, la mayoría de cuyos miembros eran obreros, campesinos y soldados revolucionarios.
En el soviet estaban representados puntos de vista diversos e incluso opuestos, como es inevitable en los cuerpos que componen de clases diferentes de población con sus intereses particulares. Pero el influjo mayor de tales circunstancias lo ejercen siempre aquellos que expresan los sentimientos y las necesidades más profundas del pueblo. Por consiguiente, los elementos más revolucionarios en el soviet gradualmente se ganaron el dominio, pues ellos expresaban los verdaderos deseos y las aspiraciones de las masas.
Había algunos en el soviet que sostenían que era una constitución, algo como la de los Estados Unidos, todo lo que necesitaba Rusia para alcanzar la libertad y el bienestar. Aseguraban que el capitalismo era correcto: tiene que haber amos y siervos, ricos y pobres; el pueblo tendría que estar satisfecho con los derechos y las libertades que le concedería un gobierno democrático. Estos eran los demócratas constitucionales denominados brevemente en Rusia cadetes. Ellos perdieron rápidamente su influjo, porque los «ingenuos» obreros y campesinos rusos sabían que no eran derechos y libertades en el papel lo que ellos deseaban, sino una posibilidad de trabajar y disfrutar de los frutos de su trabajo. Señalaban a América con su constitución y su declaración de independencia, y decían que ellos no deseaban la injusticia, la corrupción y la esclavitud asalariada que existían constitucionalmente en ese país.
Los siguientes elementos liberales eran los socialdemócratas, conocidos como mencheviques. Como socialistas creían en la abolición del capitalismo, pero declaraban que no era el momento oportuno para hacer la revolución. ¿Por qué no? Porque no era una revolución proletaria, según pretendían ellos, aunque pareciese así. Mantenían que no podía ser una revolución social y, por consiguiente, no alteraría las condiciones económicas fundamentales del país. De acuerdo con ellos se trataba tan sólo de una revolución burguesa, una revolución política, y como tal haría tan sólo cambios políticos. No podía ser otra cosa que una revolución burguesa, según argumentaban los mencheviques, porque ¿no había enseñado el gran Karl Marx que una revolución proletaria podía tener lugar tan sólo en un país donde el capitalismo hubiera alcanzado su estadio más alto de desarrollo? Rusia estaba industrialmente atrasada y, por consiguiente, sería contra la enseñanza de Marx considerar la revolución proletaria allí. Por esta razón el capitalismo tenía que permanecer en Rusia y tenía que dársele una oportunidad de madurar, antes de que el pueblo pudiera pensar en abolir la esclavitud asalariada.
Los socialdemócratas tenían muchos partidarios entre los trabajadores de Rusia, y muchos sindicatos eran mencheviques. Pero el argumento de que la revolución no era proletaria sólo porque Marx cincuenta años antes dijo que no podía serlo, no le llamó la atención a los trabajadores. Ellos habían hecho la revolución, ellos habían luchado y derramado su sangre por ella. Ellos habían arrojado al zar y a su camarilla, y estaban ahora expulsando a sus amos industriales, aboliendo de este modo la esclavitud asalariada y el capitalismo. No podían ver por qué no serían capaces de hacer lo que estaban efectivamente haciendo, sólo porque uno que estaba muerto hacía mucho tiempo había creído que no se podía hacer. El razonamiento de los líderes socialistas era demasiado «científico» para ellos. Su sentido común les decía que era puro desatino, y los mencheviques perdieron a la mayoría de sus partidarios entre los trabajadores.
Otro partido político se denominaban socialistas revolucionarios. A este partido pertenecían muchos de los terroristas que habían actuado contra el zarismo en el pasado. Los socialistas revolucionarios tenían numerosos partidarios, principalmente entre la población agrícola. Pero se les alienaron al tomar una postura en favor de la continuación de la guerra, cuando el país estaba en contra de ella. Esta actitud causó también una división en el partido, siendo conocidos los elementos conservadores como los socialistas revolucionarios de derecha, mientras que la facción más revolucionaria se denomino a sí misma socialistas revolucionarios de izquierda. Estos últimos, conocidos por Maria Spiridonova, que había sufrido muchos años de encarcelamiento en Siberia bajo el zar, defendían la terminación de la guerra y consiguieron una cantidad muy considerable de partidarios, particularmente entre las clases campesinas más pobres.
El elemento más radical en Rusia eran los anarquistas, que exigían la paz inmediata, tierra libre para el campesino y la socialización de los medios de producción y de distribución. Ellos deseaban la abolición del capitalismo y de la esclavitud asalariada, iguales derechos para todos y privilegios especiales para nada. La tierra, las fábricas e industrias, la maquinaria de producción y los medios de distribución tenía que convertirse en posesión de todo el pueblo. Cada persona capaz tenía que trabajar de acuerdo con su capacidad y recibir de acuerdo con sus necesidades. Tenía que haber una libertad plena para cada uno y un uso en común sobre la base de los intereses mutuos. Los anarquistas previnieron al proletariado contra la delegación de poder a cualquier gobierno o contra el hecho de colocar en la autoridad a un partido político. Ellos decían que cualquier gobierno ahogaría la revolución y privaría a los trabajadores de los resultados que habían conseguido. La vida y el bienestar de un país dependían de la economía y no de la política, según argüían ellos. Es decir, lo que desea el pueblo es vivir, trabajar y satisfacer sus necesidades. Pues lo que se necesita es esto, un manejo sensato de la industria, y no política. Insistían en que la política es un juego para dominar y gobernar a los hombres, no para ayudarles a vivir. En resumen, los anarquistas aconsejaron a los trabajadores que no permitieran que nadie se convirtiera de nuevo en el amo de ellos, que abolieran el gobierno político y que dirigieran sus asuntos agrícolas, industriales y sociales por el bien de todos, en lugar de hacerlos para el beneficio de los gobernantes y de los explotadores. Exhortaban a las masas a que apoyaran a los soviets y a que cuidaran de sus propios intereses mediante sus propias organizaciones.
Sin embargo, los anarquistas eran comparativamente pocos en número. Pues los elementos más avanzados y revolucionarios habían sido perseguidos por el régimen zarista incluso más duramente que los socialistas. Muchos de ellos habían sido ejecutados, otros encarcelados y sus organizaciones habían sido suprimidas como ilegales. Era muy peligroso pertenecer a los anarquistas, y su trabajo educativo era extremadamente difícil. Por ello los anarquistas no eran fuertes y no pudieron ejercer mucha influencia en el pueblo en general, en un país de 120 millones de habitantes.
Pero tenían una gran ventaja en que su idea apelaba a los instintos sanos y al sentido común de las masas. Hasta donde llegaban su capacidad y su poder limitado, los anarquistas estimulaban la demanda por la paz, la tierra y el pan, y contribuyeron activamente a llevar a cabo esas demandas mediante la expropiación directa y la formación de una vida comunal libre.
Había otro partido político en Rusia que era mucho más numeroso y estaba mejor organizado que los anarquistas. Ese partido comprendió el valor de las ideas anarquistas y se puso a trabajar para llevarlas a cabo.
Se trata de los bolcheviques.
¿Quiénes eran los bolcheviques y qué querían? Hasta el año 1903, los bolcheviques eran miembros del partido socialista ruso; es decir, eran socialdemócratas, seguidores de Karl Marx y de sus enseñanzas. En ese año el partido socialdemócrata obrero de Rusia se escindió sobre la cuestión de la organización y de otros asuntos menores. Bajo la dirección de Lenin, la oposición formó un nuevo partido, que se denomino a sí mismo bolchevique. Al viejo partido se le conoció como menchevique.[8]
Los bolcheviques eran más revolucionarios que el partido madre del que se separaron. Cuando estalló la guerra mundial, no traicionaron la causa de los trabajadores y no se unieron a los patrioteros, como hizo la mayoría de los otros partidos socialistas. Hay que decir en su favor que, como la mayoría de los anarquistas y de los socialistas revolucionarios de izquierda, los bolcheviques se opusieron a la guerra sobre la base de que el proletariado no tenía interés alguno en disputas entre grupos capitalistas en conflicto. Cuando comenzó la Revolución de febrero, los bolcheviques se dieron cuenta de que unos cambios políticos tan sólo no harían bien alguno, no solucionarían los problemas laborales y sociales. Sabían que colocar un gobierno en lugar de otro no resolvería el asunto. Lo que se necesitaba era un cambio radical, un cambio fundamental.
Aunque eran marxistas, como sus hermanastros los mencheviques (creyentes de las teorías de Karl Marx), los bolcheviques no estaban con los mencheviques en su actitud para con la gran sublevación. Desdeñaban la idea de que Rusia no podía tener una revolución proletaria, porque la industria capitalista no se había desarrollado allí hasta sus posibilidades más plenas. Se dieron cuenta de que lo que estaba teniendo lugar no era meramente un cambio político burgués. Sabían que el pueblo no estaba satisfecho con la abolición del zar y que no se contentaba con una constitución. Vieron que las cosas se estaban desarrollando más lejos. Comprendieron que la toma de posesión de la tierra por parte del campesinado y la creciente expropiación de las clases proletarias no significaba «reforma». Al estar más cerca de las masas que los mencheviques, los bolcheviques sintieron el pulso popular y juzgaron con más corrección el espíritu y el objetivo de los tremendos acontecimientos. Fue antes que nadie Lenin, el líder bolchevique, el que creyó que se acercaba el momento cuando él y su partido podían agarrar las riendas del gobierno y establecer el socialismo sobre la base del plan bolchevique.
El socialismo bolchevique significaba apoderarse del poder político los bolcheviques en nombre del proletariado. Estaban de acuerdo con los anarquistas en que el comunismo sería el mejor sistema económico; es decir, la tierra, la maquinaria de producción y distribución, y todos los servicios públicos deberían ser poseídos en común, excluyendo la posesión privada en esas cosas. Pero mientras que los anarquistas deseaban que los propietarios fueran el pueblo como un todo, los bolcheviques sostenían que todo debería estar en manos del Estado, lo que significaba que en gobierno no sólo sería el dirigente político del país, sino también su amo industrial y económico. Los bolcheviques o como marxistas, creían en un gobierno fuerte para dirigir el país, con poder absoluto sobre las vidas y las fortunas del pueblo. En otras palabras, la idea bolchevique era una dictadura, y una dictadura que estuviera en las manos de ellos mismos, de su partido político.
A una estructura así la denominaban «dictadura del proletariado», porque su partido, según decían ellos, representaba el elemento mejor y principal, la vanguardia de la clase obrera, y su partido debería ser, en consecuencia, el dictador en nombre del proletariado.
La gran diferencia entre los anarquistas y los bolcheviques era que los anarquistas deseaban que las masas decidieran y dirigieran sus asuntos por ellos mismos, mediante sus propias organizaciones, sin recibir órdenes de ningún partido político. Deseaban la libertad real y la cooperación voluntaria en una propiedad conjunta. Por consiguiente, los anarquistas se denominaban a sí mismos comunistas libres o anarquistas comunistas, mientras que los bolcheviques eran comunistas autoritarios[9], comunistas gubernamentales o comunistas estatales. Los anarquistas no deseaban que ningún Estado mandase al pueblo, porque un mando así, como argüían, significa siempre la tiranía y la opresión. Los bolcheviques, por otra parte, mientras repudiaban el Estado capitalista y la dictadura burguesa, deseaban su Estado y su dictadura, es decir, de su partido.
Por consiguiente, puedes ver que entre los anarquistas y los bolcheviques existe toda la diferencia del mundo. Los anarquistas se oponen a todo gobierno; los bolcheviques están muy a favor del gobierno, con tal que ese gobierno estuviese en sus manos. «No están en contra del palo grande», como le gustaba decir a un inteligente amigo mío, «ellos desean tan sólo encontrarse en su extremo correcto».
Pero los bolcheviques se dieron cuenta de que los puntos de vista y los métodos defendidos por los anarquistas eran sólidos y prácticos, y que únicamente tales métodos podían asegurar el éxito de la revolución. Ellos decidieron hacer uso de las ideas anarquistas para sus propios objetivos. De este modo ocurrió que, aunque los anarquistas eran ellos mismos demasiado débiles en número para alcanzar a las masas, consiguieron influenciar a los bolcheviques, que comenzaron entonces a defender los métodos y las tácticas anarquistas, pretendiendo, por supuesto, que eran suyos.
Pero no eran suyos. Podrías decir que no importa quién defiende o ayuda a llevar a cabo una idea que beneficia al pueblo. Pero si piensas un poco en ello, te darás cuenta que importa mucho, como lo prueba la historia y particularmente la historia de la revolución rusa.
Importa, porque todo depende del de los motivos, del objetivo y del espíritu en que se lleva a cabo algo. Incluso la mejor idea se puede aplicar de tal forma que produzca mucho daño. Pues las masas, enardecidas por la gran idea, pueden dejar de darse cuenta de cómo, en qué manera y mediante qué medios se está llevando a cabo. Pero si se lleva a cabo con un espíritu equivocado o mediante medios falsos, incluso la idea más noble y más hermosa se puede convertir en la ruina del país y de su pueblo.
Esto es precisamente lo que ocurrió en Rusia. Los bolcheviques defendieron y en parte llevaron a cabo ideas anarquistas, pero los bolcheviques no eran anarquistas y no creían en su corazón en esas ideas. Las usaban para sus propios objetivos, objetivos que no eran anarquistas, que en realidad eran antianarquistas, contrarios a la idea anarquista. ¿Cuáles eran los objetivos bolcheviques?
La idea anarquista era suprimir la opresión de cualquier clase, abolir el dominio de una clase sobre otra, sustituir el dominio del hombre por el hombre por la administración de las cosas, garantizar la libertad y el bienestar para todos. Los métodos anarquistas estaban calculados para producir un resultado así.
Los bolcheviques utilizaron los métodos anarquistas para un objetivo enteramente distinto. No deseaban abolir la dominación política y el gobierno, tan sólo pretendían ponerlos en sus propias manos. Su objetivo era, como ya se ha explicado, ganar el control del poder político mediante su partido y establecer una dictadura bolchevique. Es necesario tener esto muy claro para comprender lo que sucedió en la revolución rusa y por qué la «dictadura del proletariado» se convirtió pronto en una dictadura bolchevique sobre el proletariado.
Pronto después de la Revolución de febrero, comenzaron los bolcheviques a proclamar los principios y las tácticas anarquistas. Entre éstos se encontraban la «acción directa», la «huelga general», la «expropiación» y semejantes modos de acción por las masas. Como he dicho, los bolcheviques como marxistas no creían en tales métodos. Al menos no habían creído en ellos hasta la revolución. Durante años los socialistas anteriormente y en todas partes, incluyendo a los bolcheviques, habían ridiculizado la defensa anarquista de la huelga general como el arma más fuerte de los trabajadores en su lucha contra la explotación capitalista y la opresión del gobierno. «La huelga general es un desatino general» era el grito de guerra de los socialistas contra los anarquistas. Los socialistas no deseaban que los trabajadores recurrieran a la acción directa de masas y a la huelga general, porque esto podría conducir a la revolución y a coger las cosas con sus propias manos. Los socialistas no deseaban ninguna acción revolucionaria independiente por parte de las masas. Ellos defendían la actividad política. Deseaban que los trabajadores los pusiesen a ellos, los socialistas, en el poder, de modo que ellos pudieran hacer la «revolución».
Si ojeas los escritos socialistas de los últimos cuarenta años, te convencerás de que los socialistas estaban siempre en contra de la huelga general y de la acción directa, lo mismo que se oponían a la expropiación y al sindicalismo revolucionario, que es otro nombre para los soviets de los trabajadores. Los congresos socialistas aprobaron resoluciones drásticas en contra, y los agitadores socialistas denunciaron ferozmente todas esas tácticas revolucionarias.
Pero los bolcheviques aceptaron esos métodos y comenzaron a defenderlos con un recién nacido convencimiento. No, por supuesto, en el estallido de la revolución, en febrero de 1917. Hicieron esto mucho después, cuando vieron que las masas no estaban contentas con meros cambios políticos y estaban pidiendo pan en lugar de una constitución. Los acontecimientos, que se desarrollaron con toda rapidez, de la revolución obligaron a los bolcheviques a alinearse con las aspiraciones populares más radicales para no ser dejados detrás de la revolución, como les sucedió a los mencheviques, a los socialistas revolucionarios de derecha, a los demócratas constitucionales y a otros reformadores.
Esta aceptación bolchevique de los métodos anarquistas fue muy repentina, pues sólo poco antes habían reclamado insistentemente la Asamblea constituyente. Durante los meses que siguieron a la Revolución de febrero estaban pidiendo la convocatoria de un cuerpo representativo para determinar la forma de gobierno que Rusia iba a tener. Era correcto que los bolcheviques estuvieran a favor de la Asamblea constituyente, puesto que eran marxistas y pretendían creer en el gobierno mayoritario. La Asamblea constituyente tenía que ser elegida por todo el pueblo y la mayoría en la Asamblea decidiría los asuntos. Pero la razón por la que los bolcheviques agitaban en favor de la Asamblea era porque creían que las masas estaban con ellos y que ellos, el partido bolchevique, estarían seguros de conseguir una mayoría en la Asamblea. Luego, sin embargo, apareció claro que ellos quedarían como una minoría insignificante en ese cuerpo. Se desvaneció su esperanza de dominarlo. Como bueno gubernamentales, y creyentes en el gobierno de la mayoría, ellos deberían haberse inclinado ante la voluntad del pueblo. Pero eso no se adaptaba a los planes de Lenin y de sus amigos. Buscaron medios de obtener el control del gobierno y su primer paso fue comenzar con una campaña vehemente contra la Asamblea constituyente.
Con toda seguridad la Asamblea no podía aportar nada de valor al país. Era una mera máquina para charlar, a la que le falta toda vitalidad, y que era incapaz de realizar ningún trabajo constructivo. La revolución un hecho fuera e independiente de la Asamblea constituyente, independiente de cualquier cuerpo legislativo o gubernamental. Comenzó y se estuvo desarrollando a pesar del gobierno y de la constitución, a pesar de toda la oposición, desafiando a la ley. En todo su carácter era ilegal, no gubernamental, incluso antigubernamental. La revolución seguía los impulsos naturales sanos del pueblo, sus necesidades y aspiraciones. En su sentido más verdadero era anarquista en el espíritu y en los hechos. Sólo los anarquistas, esos herejes frente a lo gubernamental, que creían en la libertad y en la iniciativa popular como la cura de los males sociales, saludaron la revolución tal como era y colaboraron por su ulterior desarrollo y profundización, de modo que se pusiera la vida entera del país dentro de la esfera de su influencia.
Todos los otros partidos, incluyendo a los bolcheviques, tenían el único objetivo de cazar a lazo el movimiento revolucionario y ligarlo a su vagón particular de banda. Los bolcheviques necesitaban el apoyo de las masas para arrebatar el poder político para su partido y proclamar la dictadura comunista. Viendo que no había esperanza alguna de realizar esto mediante la Asamblea constituyente, se volvieron contra ella, se unieron a los anarquistas en la condena a esa Asamblea, y posteriormente la dispersaron a la fuerza. Pero puedes ver que, mientras que los anarquistas podían hacer esto con honestidad, de acuerdo con sus ideas no gubernamentales, una acción similar por parte de los bolcheviques era una redomada hipocresía y una astucia política.
Junto con su oposición a la Asamblea constituyente, los bolcheviques sacaron prestadas del arsenal anarquista una serie de otras tácticas militantes. De este modo proclamaron el gran grito de combate: «Todo el poder a los soviets», aconsejaron a los trabajadores que ignoraran e incluso desafiaran al gobierno provisional y que recurrieran a la acción directa de las masas para llevar a cabo sus demandas. Al mismo tiempo adoptaron también los métodos anarquistas de la huelga general y agitaron enérgicamente en favor de la «expropiación de los expropiadores».
Es importante retener en la mente que estás tácticas de los bolcheviques no eran, como ya he indicado, el resultado lógico de sus ideas, sino tan sólo un medio para ganar la confianza de las masas con el objetivo de conseguir el dominio político. Ciertamente, esos métodos eran realmente opuestos a las teorías marxistas y los bolcheviques no creían en ellos. No fue, por consiguiente, sorprendente que, una vez en el poder, ellos repudiaran todas aquellas ideas y tácticas antimarxistas.
Las consignas anarquistas proclamadas por los bolcheviques no dejaron de conseguir resultados. Las masas se estrecharon en torno a su bandera. De un partido con casi ninguna influencia, con sus principales líderes, Lenin y Zinoviev, desacreditados[10] y escondidos. Con Trotsky y otros en la cárcel, se convirtieron rápidamente en el factor más importante del movimiento del proletariado revolucionario.
Atentos a las demandas de las masas, particularmente a las necesidades de los soldados y de los obreros, expresando sus necesidades con energía y persistencia, los bolcheviques se ganaron cada vez más influencia entre el pueblo y en los soviets, especialmente en los de Petrogrado y Moscú. La inactividad del gobierno provisional y su fracaso en emprender cualquier cambio importante agravaron el descontento general y el resentimiento, que pronto iba a estallar en furia. El carácter pusilánime del régimen de Kerensky sirvió para fortalecer las manos de los bolcheviques en los soviets. Cada día crecía más la ruptura entre estos últimos y el gobierno, desarrollándose luego en un antagonismo y en una lucha abierta.
El desamparo evidente del gobierno, la decisión de Kerensky de renovar un movimiento agresivo en el frente, junto con la reintroducción de la pena de muerte para la deserción militar, la persecución de los elementos revolucionarios y la detención de sus líderes, todo ello precipitó la crisis el 3 de julio de 1917[11], miles de obreros, soldados y marineros armados se manifestaron por las calles de Petrogrado, a pesar de la prohibición del gobierno, exigiendo «todo el poder a los soviets». Kerensky intentó suprimir el movimiento popular. Incluso volvió a llamar a regimientos «fieles» del frente para dar una «lección saludable» al proletariado de Petrogrado. Pero todos los esfuerzos de la burguesía, representada por Kerensky, por los líderes socialdemócratas y por los socialistas revolucionarios de derecha, eran en vano para contener la creciente aleada. Se suprimieron las demostraciones de julio, pero al cabo de poco tiempo el movimiento revolucionario barrió al gobierno provisional: El soviet de Petrogrado de los soldados y los obreros, declaró abolido el gobierno y Kerensky salvó su vida sólo huyendo disfrazado.
Las masas respaldaban el soviet de Petrogrado. El ejemplo de la capital fue seguido pronto por Moscú, extendiéndose desde ahí a todo el país.
Era el 25 de octubre[12] cuando se declaró abolido el gobierno provisional, sus miembros quedaron arrestados y el Palacio de Invierno fue tomado por el comité militar revolucionario del soviet de Petrogrado. Ese mismo día abrió sus sesiones el segundo Congreso de los soviets de todo Rusia. El gobierno político estaba prácticamente abolido. Todo el poder se encontraba en las manos de los obreros, los soldados y los campesinos representados en el Congreso. Este último comenzó inmediatamente a considerar los pasos que había que dar para llevar acabo la voluntad de las masas: terminar la guerra, conseguir tierra para los campesinos, asegurar las industrias para los obreros y establecer la libertad y el bienestar para todos.
Esta era la situación de la Revolución rusa de octubre de 1917. Comenzando con la abolición del zar, se amplió y desarrolló gradualmente hasta llegar a una completa reorganización industrial y económica del país. Es espíritu del pueblo y sus necesidades indicaron el ulterior progreso de la revolución hacia la reconstrucción de la vida sobre los fundamentos de la libertad política, la igualdad económica y la justicia social.
Esto se pudo realizar sólo tal como se habían realizado los grandes cambios anteriores desde febrero hasta octubre: mediante el esfuerzo conjunto y la libre cooperación de los obreros y los campesinos, uniéndose a estos últimos ahora el grueso del ejército.
Pero un desarrollo así no entraba dentro del esquema de los bolcheviques. Como ya se ha explicado, el objetivo de ellos era establecer una dictadura manejada por su partido. Pero una dictadura significa un dictado, la imposición de la voluntad de los gobernantes sobre el país. Los bolcheviques se sentían ahora lo suficientemente fuertes coma para llevar a cabo sus objetivos reales. Prescindieron de las consignas revolucionarias y anarquistas. Declararon que tenía que haber un poder político vigoroso para llevar a cabo el trabajo de la revolución. Bajo el disfraz de proteger al pueblo contra los monárquicos y contra la burguesía, comenzaron a utilizar medidas represivas. De hecho no había en Rusia partidos del zar o monárquicos dignos de mención. El pueblo se había desprendido del zarismo y no había ya posibilidad alguna para una monarquía en Rusia. En cuanto a la burguesía, nunca ha existido una clase capitalista organizada en Rusia, tal como la tenemos en los países industriales altamente desarrollados, en los Estados Unidos, en Inglaterra, en Francia y en Alemania. La burguesía rusa era numéricamente pequeña y débil. Continuó existiendo de la Revolución de febrero sólo mediante la protección del gobierno de Kerensky. En el momento en que se abolió este último, la burguesía se deshizo. Nunca tuvo ni fuerza ni medios para poder detener la confiscación de sus tierras y de sus fábricas por los campesinos y los obreros. Por muy extraño que pueda parecer, es un hecho que durante todo este período de la revolución la burguesía rusa no hizo intento alguno organizado y efectivo para volver a recuperar sus posesiones.[13]
Considera lo distinto que hubiera sido en América. Allí los capitalistas, que son fuertes y están organizados, habrían ofrecido la máxima resistencia. Habrían formado grupos de defensa para protegerse y para proteger a sus intereses por la fuerza de las armas. No tengo la menor duda de ellos actuarían así, cuando las cosas comenzaron a desarrollarse como en Rusia en 1917. Esto no quiere decir, sin embargo, que tuviesen éxito. Pero como digo, la revolución en Rusia no dio origen a ninguna resistencia organizada y efectiva de la burguesía, por la sencilla razón de que no existía ninguna burguesía o clase capitalista real en ese país. Hubo ciertamente intentos militares, tales como el del zarista general Kornilov para atacar Petrogrado con los cosacos traídos del frente, pero esa aventura fue tan inofensiva, que el ejército de Kornilov se diluyó incluso antes de que alcanzase la capital. Sus hombres se pasaron a la guarnición revolucionaria de Petrogrado casi sin disparar un tiro.[14]
La cuestión es que cuando las masas están con la revolución, no se puede pensar en una resistencia de cualquier enemigo que tenga éxito, ni se puede pensar en la posibilidad de suprimir la revolución. Esa era la situación de Rusia en octubre de 1917, cuando los soviets tomaron el poder en sus manos.
El plan bolchevique era conseguir el control completo y exclusivo del gobierno para su partido. No encajaba en su esquema permitir al pueblo mismo que dirigiera las cosas mediante sus organizaciones de soviets. Mientras que los soviets tuvieran por entera la palabra, los bolcheviques no podían conseguir su propósito. Fue necesario, por consiguiente, o bien abolir los soviets o bien ganarse el control de ellos.
Abolir los soviets era imposible. Ellos representaban a las masas trabajadoras; la idea del soviet había sido un sueño acariciado por el pueblo ruso durante siglos. Incluso en el pasado lejano Rusia tuvo soviets de diferentes clases, y toda la vida de las aldeas estaba construida sobre el principio del soviet; es decir, sobre el derecho y representación iguales de todos los miembros. El antiguo mir ruso, la asamblea popular para llevar a cabo los negocios del pueblo o de la ciudad, era una de las formas de la idea soviet.
Los bolcheviques sabían que los obreros y campesinos revolucionarios, lo mismo que los soldados (que eran obreros y campesinos de uniforme), no apoyarían la abolición de sus soviets. Quedaba la otra alternativa de conseguir; el control de ellos. Manteniendo el principio de Lenin de que «el fin justifica los medios», los bolcheviques no se acobardaron ante cualquier método para desacreditar y eliminar a los elementos revolucionarios de los soviets. Llevaron a cabo una campaña persistente de ataque venenoso y de detracción con el objetivo de engañar a las masas y volverlas contra los otros partidos, particularmente contra los socialistas revolucionarios de izquierda y contra los anarquistas. Sistemáticamente y mediante los medios más jesuíticos trataron de convertirse en el único poder, de modo que fueran capaces de realizar el esquema de Lenin de la «dictadura del proletariado».
Mediante tales tácticas los bolcheviques consiguieron finalmente organizar un soviet de comisarios del pueblo, que se convirtió en realidad en el nuevo gobierno, todos sus miembros eran bolcheviques, con dos excepciones sin importancia: los comisariados de justicia y de agricultura estaban encabezados por socialistas revolucionarios, de izquierda. No pasó mucho tiempo antes de que también fueran eliminados y reemplazados por bolcheviques. El soviet de los comisarios del pueblo fue la máquina política del partido bolchevique, que quedó ahora rebautizado como partido comunista de Rusia.
Ya sabemos lo que defendía este partido comunista y cuáles eran sus objetivos y propósitos. Claramente confesó su determinación de conseguir la dominación exclusiva bolchevique bajo la etiqueta de la «dictadura del proletariado».
Esto fue fatal para la revolución y para su gran objetivo de una reconstrucción social y económica, como lo probó la historia posterior de Rusia.
¿Por qué?
Porque la revolución y la dictadura bolchevique eran cosas de una naturaleza enteramente diferente e incluso opuesta. Y aquí es donde la mayoría de la gente comete el mayor error al confundir la Revolución rusa con el partido comunista, y habla de ellos como si fueran una sola cosa, lo cual hay que decir enfáticamente que no es así.
Esto nos resultará claro si comparamos los objetivos de la revolución con los fines perseguidos por los bolcheviques.
La revolución fue un poderoso alzamiento contra la opresión y la miseria. Expresaba el anhelo de las masas por la libertad y la justicia. Intentaba suprimir todo lo que mantenía al hombre avasallado y todo lo que hacía de él un esclavo y una bestia de carga. La revolución intentaba establecer nuevas formas de vida, condiciones de igualdad y fraternidad reales.
Hemos visto ya que la revolución no era un cambio superficial, que no se detenía con los acontecimientos de febrero. Se había abolido el zarismo y se había roto el poder de la autocracia, pero el resultado fue tan sólo otra forma de gobierno. Las condiciones económicas y sociales seguían siendo las mismas. Sin embargo, eran precisamente éstas las que el pueblo tenía intención de cambiar, por esta razón tuvo lugar la Revolución de octubre. Su objetivo fue reconstruir del todo la vida, reconstruirla sobre unas nuevas bases socialistas.
¿Cómo había que reconstruirla? Es evidente que no se conseguiría esto echando a Romanov del palacio de Kremlin y poniendo en su lugar a Lenin. Era necesario algo más. Era necesario dar tierra al campesino, poner las fábricas en manos de los obreros y de sus organizaciones laborales. En resumen, el objetivo de octubre era proporcionar al pueblo una oportunidad para usar la libertad política conquistada en febrero.
Por eso las masas aprovecharon la situación. Y actuaron de acuerdo con ello. Comenzaron a aplicar la libertad a sus necesidades. Querían paz y por ello detuvieron la guerra en primer lugar. Meses después el gobierno bolchevique firmó el tratado de Brest-Litovsk y llegó a una paz oficial con Alemania. Pero por lo que se refería a los ejércitos rusos, la guerra había terminado incluso antes, sin negociaciones diplomáticas. Trotsky admite francamente esto en su trabajo sobre la revolución.[15]
Los obreros y campesinos rusos, temporalmente en uniformes de soldado, habían tomado el asunto en sus propias manos y habían terminado la guerra abandonando los frentes.
De modo semejante actuaron el campesinado y el proletariado al resolver los problemas industriales y agrarios. Mientras que el gobierno provisional estaba todavía discutiendo las reformas agrarias, las masas mismas actuaron mediante sus consejos y soviets locales. Los campesinos cogieron la tierra que necesitaban y comenzaron a cultivarla. Con un simple sentido común y con la justicia popular inherente resolvieron el problema agrario sobre el que los políticos y los legisladores se han estado rompiendo la cabeza durante muchas décadas sin resultado. Los bolcheviques, cuando llegaron al poder, «legalizaron» lo que los campesinos habían ya realizado sin pedirle permiso a nadie.
De la misma manera, los soviets de los obreros comenzaron a resolver el problema industrial, tomando posesión de las fábricas y de las minas, y dirigiéndolas para el beneficio general en lugar de hacerlo para el beneficio de los «propietarios». Esa fue la abolición efectiva del capitalismo y de la esclavitud asalariada, mucho antes de que el gobierno bolchevique declarara «legalmente» finalizada la propiedad capitalista.
Todos los otros problemas de la vida diaria de la revolución se estaban resolviendo de un modo semejante mediante la actividad práctica y directa de las mismas masas. Las organizaciones cooperativas unieron a la ciudad y al campo para el intercambio de productos; los comités de viviendas se preocuparon de la cuestión de la vivienda; los comités de calles y de distritos quedaron organizados para la seguridad de la ciudad y se formaron otros cuerpos voluntarios para la defensa de los intereses del pueblo y para la defensa de la revolución.
Las exigencias de la situación orientaban los esfuerzos de las masas; la libertad de acción ponía en juego la iniciativa, y las necesidades del pueblo daban forma a sus capacidades creadoras de acuerdo con las necesidades del momento.
Estas actividades colectivas constituían la revolución. Ellas eran la revolución. Pues la «revolución no es una cosa vaga sin significado y objetivo definidos; tampoco significa el cambio de la escena política o una nueva legislación». La revolución efectiva no tuvo lugar ni en febrero ni en octubre, sino entre esos meses. Consistió en la libre acción e interacción de las energías y esfuerzos revolucionarios del pueblo, consistió en la iniciativa popular y en el trabajo creador independientes, inspirados por la necesidad común y los intereses mutuos.
Ese fue el espíritu y la tendencia de la gran sacudida económica y social de Rusia. Resolvió los problemas según iban surgiendo, sobre la base de la libertad y de la libre cooperación.
Este proceso de la revolución lo detuvo en su desarrollo el partido comunista al apoderarse del poder político y al constituirse en un nuevo gobierno.
Acabamos de ver lo que fue el objetivo de la revolución; sabemos lo que deseaban las masas de Rusia y los medios que utilizaban para conseguirlo.
Los objetivos de los bolcheviques como partido político eran, por otra parte, de una naturaleza enteramente diferente. Como lo admitían francamente ellos mismos, su fin inmediato era una dictadura; es decir, la formación de un poderoso estado bolchevique que debería dirigir la vida y las actividades del país de acuerdo con los puntos de vista y las teorías del partido comunista.
Para tributarle a los bolcheviques el reconocimiento debido, permíteme decir aquí mismo que nunca hubo un partido político más dedicado a su causa, más incondicional en sus esfuerzos por llevarla adelante, más determinado y enérgico en conseguir sus objetivos. Pero, esos objetivos eran enteramente ajenos a la revolución y se oponían a sus necesidades reales. Eran en realidad tan contrarios al espíritu y a los fines de la revolución que su consecución significaba la destrucción de la revolución misma.
No hay duda de que los bolcheviques pensaban realmente que sólo mediante su dictadura podría Rusia convertirse en un paraíso socialista para los obreros y los campesinos.
Ciertamente, como marxistas no podían ver las cosas de otra manera. Por ser creyentes en un Estado todopoderoso, ellos no tenían confianza alguna en el pueblo; no tenía fe en la iniciativa y en la capacidad creadora de los trabajadores. Desconfiaban de ellos como de una «turba abigarrada que ha de ser obligada a la libertad». Estaban de acuerdo con la cínica máxima de Rousseau de que las masas «pueden ser hechas libres sólo por compulsión».
«La compulsión proletaria en todas sus formas», escribía Bujarin, el teórico comunista más destacado, «comenzando por la ejecución sumaria y terminando por el trabajo forzado es, por muy paradójico que pueda sonar, un método de remodelar el material humano de la época capitalista transformándolo en una humanidad comunista».
Ese era el evangelio bolchevique; fue la actitud de un partido que creía que podía dirigir una revolución mediante las órdenes de un comité central.
Lo que siguió fue el resultado lógico de la idea bolchevique.
Pretendiendo que sólo la dictadura de su partido podría conducir la revolución de un modo adecuado, dedicaron todas las energías a conseguir esa dictadura. Esto significaba que tenían que coger las cosas de modo exclusivo en sus propias manos, conseguir que se cumplieran los designios del partido a toda costa.
No necesitamos entrar en detalles de los esquemas y de las manipulaciones políticas de aquellos días, que tuvieron como resultado final que el partido comunista consiguiera la primacía. La cuestión importante es que los bolcheviques lograron llevar a cabo su plan. Al cabo de unos pocos meses de la Revolución de octubre, en abril de 1918, estaban en control total del gobierno.
Al sacar partido del entusiasmo de los días revolucionarios y de la confusión inevitable, ellos explotaban la situación en favor de sus propios objetivos. Utilizaron las diferentes políticas para suscitar feroces pasiones de partido, recurrieron a cualquier medio para denunciar a sus adversarios como enemigos del pueblo, los estigmatizaron como contrarrevolucionarios, y finalmente consiguieron condenarlos a los ojos de los obreros y de los soldados. Al declarar que la revolución tenía que ser protegida contra pretendidos enemigos, fueron capaces de proclamar su propia dictadura. En nombre de la «salvación de la revolución», comenzaron a eliminar a todos los otros elementos revolucionarios no bolcheviques de las posiciones de influencia, terminando por suprimirlos enteramente.
Hay que dejar a futuros historiadores determinar si la represión bolchevique de la burguesía, con la que comenzaron su gobierno, no fue meramente un medio para el objetivo ulterior de suprimir todos los otros elementos no bolcheviques. Pues la burguesía ruso no era peligrosa a la revolución. Como ya he explicado, la burguesía rusa era una minoría insignificante, sin organización y sin poder. Los elementos revolucionarios, por el contrario, eran un obstáculo real a la dictadura de cualquier partido político.
Puesto que la dictadura se encontraría con la oposición más fuerte, no por parte de la burguesía, sino por parte de las clases verdaderamente revolucionarias, que consideraban la dictadura como hostil a los mejores intereses de la revolución, la eliminación de éstas sería de primera necesidad para cualquier partido que buscara la dictadura. Una política así, sin embargo, no podía comenzar con éxito con la supresión de los revolucionarios; esto provocaría la desaprobación y la resistencia de los obreros y soldados. Tenía que comenzar cuando el fin y los medios burgueses apareciesen como que extendían su red gradualmente sobre los otros elementos. Había que debilitar la desconfianza y el antagonismo, y había que estimular la intolerancia y la persecución, había que crear un temor popular por la seguridad de la revolución, para conseguir el apoyo popular en favor de una campaña cada vez más amplia de eliminación y de supresión, en favor de la introducción de la mano sangrienta del terror rojo en la vida de la revolución.
Pero, como ya dije, le corresponde al historiador futuro determinar hasta qué amplitud configuraron esos motivos los acontecimientos de aquellos días. Aquí nos ocupamos más de lo que sucedió efectivamente.
Lo que sucedió fue que, antes de que pasara mucho tiempo, los bolcheviques establecieron la dictadura exclusiva de su partido.
«¿Qué era esa dictadura?», preguntas, «y ¿qué consiguió?»
Consiguió el dominio completo de los bolcheviques sobre un país de 140 millones de habitantes. En nombre de «la dictadura del proletariado» una organización política, el partido comunista, se convirtió en el dirigente absoluto de Rusia. La dictadura del proletariado no era la dictadura por el proletariado. Millones de personas no pueden ser todos ellos dictadores. Tampoco pueden ser dictadores los millares de miembros de un partido. Por su misma naturaleza una dictadura está limitada a un pequeño número de personas. Cuantas menos sean, tanto más fuerte y más unificada es la dictadura. La realidad es que la dictadura se encuentra siempre en las manos de una persona, el hombre fuerte, cuya voluntad fuerza siempre al consentimiento de sus codictadores nominales. No puede ser de otra forma, y así ocurrió con los bolcheviques.
El dictador real no era ni el proletariado ni siquiera el partido comunista. Teóricamente el poder lo tenía el comité central del partido, pero en realidad lo ejercía el círculo íntimo de ese comité, denominado buró político o «politburó». Pero incluso el politburó no era el dictador real, aunque sus miembros eran menos de una veintena. Pues en el politburó existían diferentes puntos de vista sobre cada cuestión importante, como tiene que ocurrir cuando existen muchas cabezas. El dictador real era el hombre cuyo influjo se aseguraba el apoyo de la mayoría del politburó. Ese hombre era Lenin, y fue él quien constituía la verdadera «dictadura del proletariado», del mismo modo que Mussolini, por ejemplo, y no el partido fascista, es el dictador en Italia. Siempre fueron los puntos de vista e ideas de Lenin los que se llevaron a cabo, desde el comienzo mismo del partido bolchevique hasta el último día de la vida de Lenin; y se llevaron a cabo cuando todo el partido se oponía a su opinión y cuando el comité central atacaba duramente sus propuestas en su primera presentación. Fue Lenin el que venció siempre, y fue su voluntad la que prevaleció. Y esto ocurrió en todos los períodos críticos de la historia bolchevique. No podía ser de otra manera, pues la dictadura siempre significa el dominio de la personalidad más fuerte, la supremacía de una sola voluntad.
Toda la historia del partido comunista, como la de cualquier dictadura, prueba indiscutiblemente esto. Los escritos bolcheviques mismos lo demuestran. Aquí nos basta mencionar tan sólo unos pocos de los acontecimientos más vitales para evidenciar mi aseveración.
En marzo de 1917, cuando Lenin volvió al país de su exilio en Suiza, el comité central de su partido en Rusia había decidido entrar en el gobierno de coalición formado después de la abolición del régimen zarista. Lenin se opuso a la cooperación con la burguesía y los mencheviques que estaban en el gobierno. Sin embargo, a pesar de que el partido ya había decidido la cuestión y que Lenin estaba casi solo en su oposición, su influjo tuvo efecto. El comité central cambió completamente de opinión y aceptó la posición de Lenin.
Posteriormente, en julio de 1917, Lenin defendió una revolución inmediata contra el gobierno de Kerensky. Su propuesta fue rotundamente condenada incluso por sus camaradas y amigos más cercanos como algo temerario y criminal. Pero una vez más ganó Lenin, incluso a costa de que Zinoviev, Kamenev y otros bolcheviques influyentes rehusaran participar en el plan y dimitieran del comité central. A propósito, el golpe (el intento por derribar a Kerensky) se manifestó como un fracaso y costó las vidas de muchos obreros.
El terror rojo instituido por Lenin tan pronto como llegó al poder después de la Revolución de octubre fue denunciado duramente por sus colaboradores como algo enteramente gratuito y como una traición directa a la revolución. Pero a pesar de las protestas oficiales de los miembros más activos e influyentes del partido, Lenin se salió con la suya.[16]
Durante las negociaciones de Brest-Litovsk, fue otra vez Lenin quien insistió en que se hiciese con Alemania la paz en los «términos que sean», mientras que Trotsky, Radek y otros líderes bolcheviques importantes se oponían a las condiciones del Kaiser como humillantes y destructivas. Una vez más se apuntó el tanto Lenin.
La «nuevo política económica» (NEP) propuesta por Lenin a su partido durante los acontecimientos de Kronstadt[17] fue combatida por el comité central como algo que anulaba todas las realizaciones revolucionarias y como un golpe mortal al comunismo. Ciertamente fue una revocación completa de todo aquello que defendía la revolución y una vuelta a las mismas condiciones que había abolido el gran cambio de octubre. Pero de nuevo prevaleció la voluntad de Lenin y su resolución fue llevada a cabo en el IX Congreso Comunista, que tuvo lugar en Moscú en marzo de 1921.
Como ves, la pretendida dictadura del proletariado era tan sólo la dictadura de Lenin. El mandaba al politburó, el politburó al comité central, el comité central al partido, el partido al proletariado y al resto del pueblo. Rusia contaba con una población de más de cien millones; el partido comunista tenía menos de cincuenta mil miembros; el comité central se componía de algunas veintenas; el politburó contaba aproximadamente con doce miembros, y Lenin era uno. Pero ese uno era la dictadura del proletariado.
Rusia es un país de una vasta amplitud, que se extiende por más de la mitad de Europa y una buena parte de Asia. Está poblada por numerosas razas y nacionalidades que hablan diferentes lenguas, con una psicología diversa, con interese variados y diversos modos de ver la vida. Sabemos lo que la dictadura de los zares hizo al país. Veamos lo que realizó la dictadura del «proletariado».
Actualmente, después de más de una década de dominio bolchevique en Rusia, podemos formarnos una estimación clara de sus efectos y examinar los resultados conseguidos. Hagamos un resumen de ellos.
Políticamente el objetivo de la revolución era abolir la tiranía y la opresión gubernamentales y hacer libre al pueblo. El gobierno bolchevique es indudablemente el peor despotismo de Europa, con la única excepción del dominio fascista en Italia. Los ciudadanos no tienen derecho alguno que el gobierno se sienta obligado a respetar. El partido comunista es un monopolio político, una vez que han quedado fuera de la ley todos los otros partidos y movimientos. Es desconocida la seguridad de la persona y del domicilio. No existe la libertad de expresión y de prensa. Incluso dentro del partido se suprime y se castiga mediante la cárcel y el exilio la menor diferencia de opinión, como lo testifica el destino de Trotsky y de sus partidarios de la oposición. No se tolera la opinión independiente. La GPU, la policía secreta denominada anteriormente la checa, es un supergobierno con poderes arbitrarios e ilimitados sobre la libertad y las vidas del pueblo. Sólo aquellos que están enteramente de parte de la camarilla dominante del partido disfrutan de libertad y de privilegios. Pero una tal «libertad» se puede tener bajo el peor despotismo; si no tienes nada que decir, eres perfectamente libre para decirlo incluso en el país de Mussolini. Como lo expresó un miembro prominente de un reciente congreso comunista. «Hay cabida en Rusia para todos los partidos políticos: el partido comunista está en el gobierno, los otros están en la cárcel».
Económicamente el objetivo fundamental de la revolución era abolir el capitalismo y establecer el comunismo y la igualdad.
La dictadura bolchevique comenzó instituyendo un sistema de compensación desigual y de recompensa discriminatoria, y terminó con la reintroducción de la propiedad capitalista después de haber quedado abolida mediante la acción directa del proletariado industrial y agrícola. Actualmente Rusia es un país en parte de capitalismo estatal y en parte capitalismo privado.
La dictadura y el terror rojo, mediante el cual se mantenía, se mostraron como los factores principales en la paralización de la vida económica del país. El gobierno arbitrario bolchevique enemistó al pueblo, su despotismo amargó a las masas. La represión de todo esfuerzo independiente alienó a los mejores elementos de la revolución y les hizo sentir que esa revolución de había convertido en un asunto privado del partido político en el poder. Al tener delante una nueva tiranía en lugar de la libertad tanto tiempo anhelada, los trabajadores se desanimaron. Sintieron que les habían arrebatado sus logros y que los habían usado como un arma contra ellos mismos y contra sus aspiraciones. El proletariado vio su comité de fábrica sometido a los dictados del partido comunista e impotente para proteger sus intereses como trabajador. Su sindicato se convirtió en el portavoz y transmisor de las órdenes bolcheviques, y él mismo se encontró privada de toda voz no solo en la dirección de la industria, sino incluso en su propia fábrica, donde se le mantenía en una larga jornada de trabajo y con la paga más pobre. Pronto se dieron cuenta los trabajadores de que les había quitado de sus manos la revolución, que habían privado a los soviets de todo poder, y que el país estaba siendo gobernado por algunos individuos muy distantes en el Kremlin, lo mismo que ocurría en los días de los zares. Eliminado de la actividad revolucionaria y creadora, viviendo tan sólo para obedecer a los nuevos amos, constantemente hostigado por los bolcheviques y los chequistas, y siempre con el temor de la cárcel o de la ejecución por la menor expresión de protesta, el obrero se amargó contra la revolución. Desertó de la fábrica y se fue en busca del pueblo, donde podía encontrarse lo más lejos posible de los temidos gobernantes y al menos seguro en cuanto a su pan diario. De este modo se vinieron abajo las industrias del país.
El campesino vio a los comunistas vestidos de pieles y armados que descendían a su pueblo tranquilo, lo despojaban del fruto de su duro trabajo y lo trataban con la brutalidad y la insolencia de los antiguos oficiales zaristas. Vio a su soviet dominado por algún gandul de pueblo, vago, inútil, que se llamaba a sí mismo bolchevique y que tenía el poder desde Moscú. El había dado con gusto, e incluso generosamente, su trigo y su grano para alimentar a los obreros y a los soldados, pero veía que sus provisiones se pudrían en las estaciones de ferrocarriles y en los depósitos, porque los bolcheviques no podían ellos mismos arreglar las cosas y no permitirían que nadie lo hiciese. Sabía que sus hermanos en la fábrica y en el ejército sufrían por falta de alimento a causa de la ineficiencia, burocracia y corrupción comunistas. Entendía por qué se exigía cada vez más de él. Veía cómo los chequistas confiscaban sus pocas posesiones, sus propias provisiones familiares, e incluso esos chequistas se apoderaban de su último caballo sin el cual el campesino no podía trabajar ni vivir. Vio a sus pueblos vecinos, que se habían rebelado contra estos abusos, destruidos hasta los cimientos y a los campesinos azotados y fusilados, precisamente como en los viejos tiempos. Se volvió contra la revolución y en su desesperación decidió no plantar ni sembrar más que lo que necesitaba para sí mismo y para su familia y ocultar en el bosque incluso eso.
Tales fueron los resultados de la dictadura, del comunismo militar de Lenin y de los métodos bolcheviques. Se paralizó la industria, y el hambre se apoderó del país. El sufrimiento general, la amargura de los obreros y las sublevaciones campesinas comenzaban a amenazar la existencia del régimen bolchevique. Para salvar la dictadura, Lenin decidió introducir una nueva política económica, conocida como la «NEP».
El objetivo de la «NEP» era el de reavivar la vida económica del país. Se trataba de estimular una mayor producción por parte del campesinado, permitiéndole vender su excedente, en lugar de que lo confiscara por la fuerza el gobierno. Se trataba también de posibilitar el intercambio de productos legalizando el comercio y revitalizando las cooperativas, suprimidas anteriormente como contrarrevolucionarias. Pero la determinación del partido comunista de mantener su dictadura hicieron ineficaces todas las reformas económicas, porque la industria no se puede desarrollar bajo un régimen despótico. El crecimiento económico, lo mismo que el comercio, requiere la seguridad de la persona y de la propiedad, una cierta cantidad de libertad y de no injerencia para que pueda funcionar. Pero la dictadura no permite esa libertad; sus «garantías» no pueden inspirar confianza. De ahí que la nueva política económica no ha producido los resultados deseados y Rusia sigue sufriendo todas las molestias de la pobreza, y constantemente está al borde del desastre económico.
Industrialmente la dictadura ha mutilado a la revolución de su objetivo básico de colocar la producción en las manos del proletariado y hacer al trabajador independiente de sus amos económicos. La dictadura meramente cambió de amos: el gobierno se ha convertido en el patrón el lugar del capitalista individual, aunque este último también se está desarrollando ahora como una nueva clase en Rusia. El trabajador ha permanecido tan dependiente como antes. De hecho más. Y sus sindicatos han quedado privados de todo poder, y él ha perdido incluso el derecho a la huelga contra su empresario gubernamental. «Puesto que los obreros, como una clase, ejercen la dictadura», arguyen los comunistas, «ellos no pueden hacer la huelga contra ellos mismos». De acuerdo con esto, los proletarios en Rusia se pagan a sí mismos unos sueldos que no son suficientes para la mera existencia, viven hacinados en barrios sin higiene, trabajan bajo las condiciones más insalubres, ponen en peligro su salud y sus vidas a causa de la falta de seguridad y prevención laboral, y se detienen y encarcelan a sí mismos por una expresión de descontento.
Culturalmente el régimen bolchevique es una escuela de adiestramiento en el comunismo y en el fanatismo de partido, con ningún acceso a ideas que defieran de los puntos de vista de la camarilla dominante. Es la cría de un pueblo entero en los dogmas de una iglesia política, con ninguna oportunidad de ampliar y cultivar la mente fuera del círculo de opiniones permitidas por la clase dominante. No existe prensa alguna en Rusia excepto las publicaciones oficiales comunistas y aquellas otras que son aprobadas por el censor bolchevique. Ningún sentir público puede encontrar allí su expresión, ya que el gobierno tiene un, monopolio de la palabra, la prensa y la reunión.
No es exagerado decir que hay menos libertad de opinión y menos oportunidad para expresarla bajo la dictadura bolchevique que la que hubo bajo los zares. Cuando Rusia estaba gobernada por los Romanov, al menos se podía publicar en secreto panfletos y libros, ya que el gobierno no tenía el monopolio del suministro de papel y de las imprentas. Estos se encontraban en manos privadas y los revolucionarios podían encontrar siempre medios para usarlas para su propaganda.
Actualmente en Rusia todos los medios de publicación y distribución son posesión exclusiva del gobierno y nadie puede expresar sus opiniones al público, a no ser que antes se consiga el permiso de los bolcheviques. Los partidos revolucionarios han hecho surgir miles de publicaciones ilegales durante el régimen autocrático de los Romanov. Bajo el gobierno comunista un acontecimiento así es extremadamente excepcional, como lo testifica el desconcierto indignado de los bolcheviques cuando se descubrió que Trotsky había conseguido publicar la plataforma del grupo de oposición en el partido.
Socialmente la Rusia bolchevique, diez años después de la revolución, es un país donde nadie puede disfrutar de la seguridad política o de la independencia económica, donde la mano oculta de la G.P.U. está siempre actuando, aterrorizando al pueblo mediante repentinos registros nocturnos, detenciones por causas que nadie sabe, denuncias secretas por una pretendida contrarrevolución; pero que provienen de una venganza personal, encarcelamiento sin investigación o juicio, y largos años de exilio al Norte helado de Siberia o a los desiertos áridos de Asia occidental. Una gigantesca prisión, donde la igualdad significa el temor igual de todos y donde la «libertad» significa sometimiento incondicional a los poderes existentes.
Moralmente Rusia representa la lucha de las cualidades más delicadas del hombre contra los efectos degradantes y corruptores de un sistema edificado sobre la represión y la intimidación. La revolución puso en primer plano los mejores instintos del hombre: su humanidad, su conciencia del valor humano, su amor por la libertad y la justicia. La atmósfera revolucionaria inspiraba y cultivaba estas tendencias que se encuentran adormiladas en el pueblo, particularmente el sometimiento contra la opresión, el hambre de libertad, el espíritu de ayuda y cooperación mutuas. Pero la dictadura ha tenido el efecto de contrarrestar estos rasgos y de hacer surgir en lugar de ellos el miedo y el odio, el espíritu de intolerancia y de persecución. Los métodos bolcheviques han debilitado sistemáticamente la moral del pueblo, han estimulado el servilismo y la hipocresía, han creado la desilusión y la desconfianza y han desarrollado una atmósfera de contemporización, que domina actualmente en Rusia.
Tal es la situación actualmente en ese país desgraciado, y tales son los efectos de idea bolchevique de que puedes hacer libre a un pueblo mediante la compulsión, el dogma de que la dictadura puede conducir a la libertad.
«¿Piensas entonces que fracasó la revolución a causa de la dictadura?», preguntas. «¿No estaba Rusia demasiado atrasada para que tuviera en ella?».
Fracasó a causa de las ideas y de los métodos bolcheviques. Las masas rusas no estaban demasiado «atrasadas» para abolir el zar, para derrocar al gobierno provisional, para destruir el capitalismo y el sistema asalariado, para devolver la tierra al campesinado y las industrias obreras. Hasta ese punto la revolución fue el mayor éxito y el pueblo estaba comenzando a construir su nueva vida sobre la base de la libertad, oportunidad y justicia iguales. Pero desde el momento en que un partido político usurpó las riendas del gobierno y proclamó su dictadura, fueron inevitables los resultados desastrosos.
La revolución, cuando llega, tiene que habérselas con las circunstancias tal como las encuentra. Lo que es vital son los medios y los métodos usados y los objetivos paro los que son usados. De ellos depende el curso y la suerte de la revolución.
Sea cual fuere la situación social, política o económica de un determinado país, ya sea la «atrasada» Rusia o la «avanzada» América, el problema más importante es lo que deseas realizar y qué medios servirán mejor para conseguir tus objetivos.
Si el propósito de la revolución rusa era establecer una dictadura, entonces los métodos bolcheviques eran correctos y su éxito fue completo.
Pero si el fin de la revolución era abolir la opresión y la servidumbre, entonces los bolcheviques y su política se están mostrando como el mayor fracaso.
Como ves, todo depende de cuál es tu objetivo, qué es lo que deseas realizar. Tus fines deben determinar los medios. Medios y fines son en realidad la misma cosa: no puedes separarlos. Son los medios los que configuran tus fines. Los medios son las semillas que brotan luego como flores y se transforman en frutos. El fruto será siempre la naturaleza de la semilla que plantaste. No puedes hacer crecer una rosa de una semilla de cactus. Y tampoco puedes cosechar libertad a partir de la compulsión, o justicia y humanidad a partir de la dictadura.
Aprendamos bien esta lección porque la suerte de la revolución depende de ella. «Recogerás lo que siembres» es la suma de toda la sabiduría y la experiencia humana.
No puedes curar a un hombre enfermo extrayéndole su sangre. La actividad libre de las masas es la sangre vital de la revolución. Elimínala o reprímela y la revolución se convierte en anémica y muere.
Esto significa que los fines de la revolución deben configurar sus métodos. No es la coerción y la dictadura, sino tan sólo la libertad y la libre expresión de las masas lo que puede servir a los objetivos de la revolución. En la revolución, como en la vida ordinaria, no existe un camino intermedio: o es compulsión o es libertad.
Se ha ensayado en Rusia la dictadura y el terror. La lección de ese experimento es clara y convincente: esos métodos implican la destrucción de la revolución. Hay que encontrar un nuevo camino.
«¿Existe otro camino?», preguntas. Existe tan sólo el camino de la libertad, y ese camino todavía no ha sido probado.
No sé si estás dispuesto a probarlo: la mayoría de la gente tiene miedo a la libertad. Pero yo sé que, a no ser que se pruebe ese camino, el camino de la libertad, de la justicia y de la razón, la revolución tiene que conducir a la dictadura, al fracaso y a la muerte.
La dictadura, ya sea blanca o roja, siempre significa lo mismo: significa compulsión, opresión y miseria. Ese es su carácter y esencia. No puede ser otra cosa. La dictadura es el gobierno que más gobierna. Pero como dijo inteligentemente Thomas Jefferson: «El mejor gobierno es el que gobierna menos».
Eso es lo que afirma los anarquistas y por eso, dejando el socialismo y el bolchevismo, dejando a Marx y Lenin, pasemos a considerar lo que tiene el anarquismo que ofrecernos.
Has oído que los anarquistas arrojan bombas, que creen en la violencia, y que la anarquía significa desorden y caos.
No es sorprendente que tú tengas que pensar así. La prensa, el púlpito y todos los que tienen autoridad aturden constantemente tus oídos con esto. Pero la mayoría de ellos conoce este asunto mejor, aunque tengan sus razones para no decirte la verdad. Es tiempo de que la oigas.
Pienso hablarte con la honestidad y franqueza, y puedo asegurártelo, porque yo soy precisamente uno de esos anarquistas a los que se les señala como hombres de violencia y destrucción. Yo debería saberlo y yo no tengo nada que ocultar.
«Entonces, ¿significa realmente el anarquismo desorden y violencia?», preguntas.
No, amigo mío, son el capitalismo y el gobierno los que sostienen el desorden y la violencia. El anarquismo es el reverso mismo de eso; supone orden sin gobierno y paz sin violencia.
«Pero, ¿es eso posible?», preguntas, precisamente te voy a hablar ahora sobre eso. Pero primeramente tu amigo desea saber si los anarquistas han arrojado alguna vez bombas o han usado alguna vez de la violencia.
Sí, los anarquistas han arrojado bombas y han recurrido algunas veces a la violencia.
«¡Lo ves!» exclama tu amigo. «Así es como yo pensaba». Pero no nos precipitemos. Si los anarquistas han empleado alguna vez la violencia, ¿significa eso necesariamente que el anarquismo supone la violencia?
Hazte esta pregunta y trata de responderla con honradez. Cuando un ciudadano se pone un uniforme de soldado, puede ser que tenga que arrojar bombas y usar la violencia. ¿Dirías entonces que el ser ciudadano defiende las bombas y la violencia?
Tú tomarás a mal y con indignación la imputación. Simplemente significa ─replicarás─ que bajo ciertas circunstancias un hombre puede ser que tenga que recurrir a la violencia. Puede ser que ese hombre sea un demócrata, un monárquico, un socialista, un bolchevique o un anarquista.
Te darás cuenta de que esto se aplica a todos los hombres y a todos los tiempos.
Bruto mató a César porque temía que su amigo tenía la intención de traicionar a la república y convertirse en rey. No es que Bruto «amase a César menos, sino que amaba más a Roma». Bruto no era un anarquista. Era un fiel republicano.
Guillermo Tell, como nos lo refiere el folklore, disparó y mató al tirano para liberar a su país de la opresión. Tell nunca había oído hablar del anarquismo.
Menciono estos ejemplos para ilustrar el hecho de que, desde los tiempos inmemoriales, los déspotas encontraron su destino a manos de ultrajados amantes de la libertad. Tales hombres eran rebeldes contra la tiranía. Por lo general eran patriotas, demócratas o republicanos, ocasionalmente socialistas o anarquistas. Sus acciones eran casos de rebelión individual contra la maldad y la injusticia. El anarquista no tiene nada que ver con esto.
Hubo una época en la antigua Grecia cuando matar a un déspota era considerado como la virtud suprema. La ley moderna condena tales actos, pero el sentimiento humano parece que ha permanecido el mismo en esta cuestión, tal como era en los viejos tiempos. La conciencia del mundo no se siente ultrajado por el tiranicidio. Incluso si no se lo aprueba públicamente, el corazón de la humanidad perdona y con frecuencia incluso se alegra secretamente con tales actos. ¿No había miles de de jóvenes patriotas en América deseosos de asesinar al Kaiser alemán, al que ellos consideraban responsable de iniciar la Guerra mundial? ¿No absolvió recientemente un tribunal francés al hombre que mató a Petlura para vengar a los miles de hombres y mujeres y niños asesinados en las persecuciones y matanzas de Petlura contra los judíos en el sur de Rusia?
En todos los países, en todas épocas, han existido tiranicidios; es decir, hombres y mujeres que amaban a su país lo suficiente como sacrificar sus propias vidas por él. De ordinario eran personas sin partido político o ideas políticas; simplemente odiaban la tiranía. Ocasionalmente eran fanáticos religiosos, como el católico devoto Kulmann que intentó asesinar a Bismarck[18] a la entusiasta y mal aconsejada Charlotte Corday, que mató a Marat durante la Revolución francesa.
En los Estados Unidos mataron a tres presidentes en acciones individuales. Dispararon contra Lincoln y lo mataron en 1865; lo hizo John Wilkes Booth, que era un demócrata sureño. A Garfield lo mató en 1881, Charles Jules Guiteau, un republicano. Y a Mackinley, en 1901, Leon Czolgosz. De los tres tan sólo uno era anarquista.
El país que tiene los peores opresores produce también el mayor número de tiranicidas, lo cual es natural. Considera, por ejemplo, a Rusia. Con la supresión completa de la libertad de expresión y de prensa bajo los zares, no había otro camino de mitigar el régimen despótico que «metiendo el temor de Dios» en el corazón del tirano.
Estos vengadores eran, en su mayor parte, hijos e hijas de la más alta nobleza, jóvenes idealistas que amaban la libertad y al pueblo. Al tener cerrados todos los otros caminos, se sentían obligados a recurrir a la pistola y a la dinamita con la esperanza de aliviar las condiciones miserables de su país. Eran conocidos como nihilistas y terroristas. No eran anarquistas.
En los tiempos modernos han existido incluso con más frecuencia que en el pasado actos individuales de violencia política. Las mujeres partidarias del voto femenino en Inglaterra, por poner un ejemplo, recurrieron frecuentemente a ella para propagar y llevar a cabo sus exigencias en busca de derechos iguales. En Alemania, desde la guerra, hombres de las ideas políticas más conservadoras han usado tales métodos con la esperanza de restablecer la monarquía. Fue un monárquico el que mató a Karl Erzberger, ministro prusiano de finanzas, y Walter Rathenau, ministro de asuntos exteriores, fue abatido también por un hombre del mismo partido.
Además, la causa original de, o al menos la excusa para, la misma gran guerra fue el asesinato del heredero austriaco al trono por un patriota serbio que nunca oyó hablar del anarquismo. En Alemania, Hungría, Francia, Italia, España, Portugal y en todos los otros países europeos, hombres de sus más variadas ideas políticas han recurrido a actos de violencia, sin hablar del terror político en gran escala, practicado por grupos organizados, tales como los fascistas en Italia, el Ku Klux Klan en América o la Iglesia católica en México.
Ves, entonces, que los anarquistas no tienen el monopolio de la violencia política. El número de tales actos llevados a cabo por los anarquistas es infinitamente pequeño comparado con los que han cometido personas de otras convicciones políticas.
La verdad es que en todos los países, en todos los movimientos sociales, la violencia ha sido una parte de la lucha desde tiempos inmemoriales incluso el Nazareno, que vino a predicar el evangelio de la paz, recurrió a la violencia para expulsar a los cambistas del templo.
Como he dicho, los anarquistas no tienen el monopolio de la violencia. Por el contrario, las enseñanzas del anarquismo son las de la paz y la armonía, de la no invasión de lo sagrado de la vida y la libertad. Pero los anarquistas son humanos, como el resto de la humanidad, y quizás más. Ellos son más sensibles a la maldad y a la injusticia, se resienten más rápidamente de la opresión y, por consiguiente, no están exentos de expresar ocasionalmente su protesta mediante un acto de violencia. Pero tales actos son la expresión de un temperamento individual y no la expresión de una teoría en particular.
Podrías preguntarte si mantener ideas revolucionarias no influye naturalmente a una persona hacía acciones de violencia. Yo no lo creo, porque hemos visto que gente de las opiniones más conservadoras emplearon también métodos violentos. Si personas de concepciones políticas directamente opuestas cometen actos semejantes, es poco, razonable decir que sus ideas son responsables de dichos actos.
Resultados semejantes tienen una causa semejante, pero esa causa no hay que encontrarla en las convicciones políticas, sino más bien en el temperamento individual y en el sentimiento general sobre la violencia.
«Puede que tengas razón sobre el temperamento», dices. «Puedo ver que las ideas revolucionarias no son la causa de los actos políticos de violencia; en caso contrario, todo revolucionario estaría cometiendo tales actos. ¿Pero no justifican hasta cierto punto esas ideas a los que cometen tales actos?»
A primera vista podría parecer así, pero si reflexionas sobre eso, encontrarás que es una idea completamente falsa. La mejor prueba de ello es que anarquistas que sostienen exactamente los mismos puntos de vista sobre el gobierno y sobre la necesidad de suprimirlo, con frecuencia están totalmente en desacuerdo en la cuestión de la violencia. Así los anarquistas de línea de Tolstoi y la mayoría de los anarquistas individuales condenan la violencia política, mientras que otros anarquistas la aprueban o al menos la justifican.
¿Es razonable entonces decir que las concepciones anarquistas son responsables de la violencia o que influyen de algún modo en tales actos?
Además, muchos anarquistas que en alguna época creyeron en la violencia como un medio de propaganda, han cambiado su opinión sobre el asunto y no favorecen ya tales métodos. Hubo una época, por ejemplo, cuando los anarquistas defendían los actos individuales de violencia, conocidos como «propaganda por la acción». No esperaban cambiar el gobierno y el capitalismo transformándolos en anarquismo mediante tales actos ni pensaban que la supresión de un déspota aboliría el despotismo. No, el terrorismo fue considerado como un medio de vengar una injusticia popular, de inspirar miedo al enemigo y también de llamar la atención sobre el mal contra el que estaba dirigido el acto de terror. Pero la mayoría de los anarquistas actualmente no creen más en la «propaganda por la acción» y no están a favor de actos de esa naturaleza.
La experiencia les ha enseñado que tales métodos pueden haber estado justificados y haber sido útiles en el pasado, pero que las circunstancias modernas de vida los hace innecesarios e incluso perjudiciales a la difusión de sus ideas. Pero sus ideas permanecen las mismas, lo que significa que no era el anarquismo los que configuraba su actitud hacia la violencia. Esto prueba que no son ciertas ideas o «ismos» lo que conduce a la violencia, sino que algunas otras causas la provocan.
Por consiguiente, debemos mirar hacia alguna otra parte para encontrar la explicación correcta.
Tal como hemos visto, los actos de violencia política han sido cometidos no sólo por los anarquistas, socialistas y revolucionarios de: todo tipo, sino también por patriotas y nacionalistas, por demócratas y republicanos, por partidarios del derecho al sufragio universal, por conservadores y reaccionarios, por monárquicos e incluso por hombres religiosos y por cristianos devotos. Sabemos ahora que no ha podido ser ninguna idea en particular o «ismo» lo que influyo en sus actos, porque las ideas e «ismos» más variados produjeron acciones semejantes. He dado como razón el temperamento individual y el sentimiento general sobre la violencia.
Aquí está el nervio de la cuestión. ¿Qué es este sentimiento general sobre la violencia? Si podemos responder correctamente la pregunta, nos quedará claro todo el asunto.
Si hablamos con honradez, debemos admitir que todo el mundo cree en la violencia y la práctica, por mucho que la condenen los demás. De hecho, todas las instituciones que sostenemos y la vida entera de la sociedad presente están basadas en la violencia.
¿Qué es eso que denominamos gobierno? ¿Es otra cosa que la violencia organizada? La ley te ordena que hagas esto y que no hagas eso, y si tú no consigues obedecer, te obligará por la fuerza. No estamos discutiendo precisamente ahora si es justo o injusto, si debería o no debería ser así. Por el momento estamos interesados en el hecho de que es así, de que todo gobierno, toda ley y autoridad descansan finalmente en la fuerza y en la violencia, en el castigo o en el miedo al castigo.
Incluso la autoridad espiritual, la autoridad de la Iglesia y de Dios descansan sobre la fuerza y la violencia, porque es el temor a la cólera y a la venganza divinas lo que ejerce poder sobre ti, lo que te obliga a obedecer e incluso a creer contra tu propia razón.
A donde quiera que te vuelvas, encontrarás que nuestra vida entera está edificada sobre la violencia o sobre el temor a ella. Desde la primera infancia estás sometido a la violencia de tus padres o de los mayores. En casa, en la escuela, en la oficina, en la fábrica, en el campo o en la tienda, siempre es la autoridad de alguien la que te mantiene obediente y te obliga a hacer su voluntad.
El derecho a obligarte se denomina autoridad. El temor al castigo lo han convertido en deber y lo han denominado obediencia.
En esta atmósfera de fuerza y violencia, de autoridad y obediencia, de deber, temor y castigo en donde hemos crecido; la respiramos durante toda nuestra vida. Estamos tan empapados con el espíritu de violencia que nunca nos detenemos a preguntarnos si la violencia es justo o injusta. Tan sólo preguntamos si es legal, si la permite la ley. No te cuestiones el derecho del gobierno a matar, a confiscar y a encarcelar. Si una persona privada fuera culpable de las cosas que el gobierno está continuamente haciendo, tú la estigmatizarías como asesino, ladrón y canalla. Pero mientras que la violencia que se cometa sea «legal», tú la apruebas y te sometes a ella. Por eso, no es realmente a la violencia a lo que te opones, sino a que la gente use la violencia «ilegalmente».
Esa violencia legal y el temor a ella domina toda nuestra existencia, individual y colectiva. La autoridad controla nuestras vidas desde la cuna hasta la tumba, la autoridad paterna, sacerdotal y divina, la autoridad política, económica, social y moral. Pero sea cual fuere el carácter de esa autoridad, siempre es el mismo verdugo el que ejerce poder sobre ti mediante tu miedo al castigo de una forma o de otra. Tienes miedo de Dios y del diablo, del sacerdote y del vecino, de tu empresario y patrón, del político y del policía, del juez y del carcelero, de la ley y del gobierno. Toda la vida es una larga cadena de miedos, miedos que machacan tu cuerpo y desgarran tu alma. Sobre esos miedos está basada la autoridad de Dios, de la Iglesia, de los padres, del capitalista y del gobernante.
Mira dentro de ti mismo y considero si lo que te digo no es verdad. Fíjate, incluso entre los niños. Johnny con sus diez años domina a su hermano o hermana más pequeños por la autoridad de su mayor fuerza física, del mismo modo que el padre de Johnny domina a éste por su fuerza superior y por la dependencia de Johnny con respeto a su ayuda. Tú apoyas la autoridad del sacerdote y del predicador, porque piensas que ellos pueden «hacer bajar la ira de Dios sobre tu cabeza». Te sometes al dominio del patrón, del juez y del gobierno por el poder que ellos tienen de privarte del trabajo, de arruinar tu negocio, de meterte en la cárcel, un poder, dicho sea de paso, que tú mismo has puesto en sus manos.
De este modo, la autoridad gobierna toda tu vida, la autoridad del pasado y del presente, de los muertos y de los vivos, y tu existencia es una continua invasión y violación de mismidad, un continuo sometimiento a los pensamientos y a la voluntad de algún otro.
Y puesto que tú encuentras invadido y violado, por ello tu subconsciente se venga invadiendo y violando a otros, sobre los cuales tú tienes autoridad o puedes ejercer la compulsión, física o moral. De esta forma, toda nuestra vida se ha convertido en un centón de autoridad, de dominio y sumisión, de mandato y obediencia, de coacción y sometimiento, de gobernantes y gobernados, de violencia y de fuerza en mil y una formas.
¿Puedes extrañarte de que incluso idealistas se encuentran todavía presos en las mallas de este espíritu de autoridad y de violencia, y se ven obligados por sus sentimientos y por el medio ambiente a unos actos invasivos, completamente disonantes con sus ideas?
Todos nosotros somos bárbaros que recurrimos a la fuerza y a la violencia para solucionar nuestras dudas, dificultades y preocupaciones. La violencia es el método de la ignorancia, el arma del débil. La fuerza del corazón y del cerebro no necesitan violencia alguna, pues son irresistibles en su conciencia de tener razón. Cuanto más nos alejemos del hombre primitivo y de la Edad de Piedra, tanto menos tenemos que recurrir a la fuerza y a la violencia. Cuanto más ilustrado se convierte el hombre, tanto menos empleará la compulsión y la coacción. El hombre realmente civilizado renunciará a todo temor y a toda autoridad. Se levantará del polvo y se mantendrá erguido; no se inclinará ante ningún zar en el cielo o en la tierra. Se convertirá plenamente en un ser humano cuando desprecie gobernar y rehúse ser gobernado. Será verdaderamente libre tan sólo cuando no existan más amos.
El anarquismo es el ideal de una condición así, de una sociedad sin fuerza y compulsión, donde todos los hombres sean iguales y vivan en libertad, en paz y armonía.
La palabra anarquismo viene del griego y significa sin fuerza, sin violencia o gobierno; porque el gobierno es la fuente misma de la violencia, de la coacción y de la coerción.
Anarquía[19], por consiguiente, no significa desorden y caos, como pensabas antes. Al contrario, es el reverso mismo de esto; anarquía significa no gobierno, lo cual es libertad. El desorden es el hijo de la autoridad y de la compulsión. La libertad es la madre del orden.
«Un ideal hermoso», dices; «pero sólo los ángeles son aptos para él».
Veamos entonces si nos pueden crecer las alas que necesitamos para ese estado ideal de sociedad.
«¿Puedes decirnos brevemente?», pregunta tu amigo, «¿qué es realmente el anarquismo?»
Lo intentaré. En pocas palabras, el anarquismo enseña que podemos vivir en una sociedad donde no existe compulsión de ninguna clase.
Una vida sin compulsión naturalmente significa libertad; significa la libertad de no ser forzado o coaccionado, la posibilidad de llevar a cabo la vida que mejor se nos acomode.
Tú no puedes realizar una vida así a no ser que supriman las instituciones que cercenan e interfieren en tu vida, sin que suprimas las condiciones que te obligan a actuar de un modo diferente a como realmente gustaría hacerlo.
¿Cuáles son esas instituciones y condiciones? Veamos lo que tenemos que suprimir para asegurar una vida libre y armoniosa. Una vez que sepamos lo que hay que abolir y lo que tenemos que poner en su lugar, encontraremos el camino de hacerlo.
¿Qué hay que abolir, entonces, para asegurar la libertad? Ante todo, por supuesto, lo que más te invade, lo que obstaculiza o impide tu libre actividad, lo que interfiere en tu libertad y te obliga a vivir de un modo diferente al que estaría de acuerdo con tu propia elección.
Eso es el gobierno.
Considera bien esto y verás que el gobierno es el mayor invasor; más que eso, es el peor criminal que el hombre ha conocido nunca. Llena el mundo con violencia, con fraude y engaño, con opresión y miseria. Como dijo una vez un gran pensador: «su aliento es veneno». Corrompe todo lo que toca.
«Sí, gobierno significa violencia y es un mal», admites. «Pero, ¿podemos pasarnos sin él?»
Precisamente de esto es de lo que quiero hablarte. Ahora bien, si yo te preguntara si tú necesitas el gobierno, estoy seguro de que responderías que tú no lo necesitas, pero que es para los demás para quienes es necesario.
Pero si se lo preguntas a cualquiera de esos «otros» te respondería lo mismo que tú: te diría que él no tiene necesidad de él, pero que es necesario «para los otros».
¿Por qué cada uno piensa que él puede ser lo suficientemente honrado sin el policía, pero que se necesita la porra para «los otros»?
«La gente se robaría y mataría unos a otros si no hubiera gobierno y ley», dices.
Si realmente fuera así, ¿por qué lo harían? ¿Lo harían precisamente por el placer que sacan de ello o por determinadas razones? Tal vez si examinamos sus razones, descubriremos el remedio para ellas.
Supón que tú y yo y muchos otros hemos sufrido un naufragio y nos encontramos en una isla rica en frutos de toda especie. Por supuesto, tenemos que ponernos a trabajar para recoger el alimento. Pero supón que uno de nosotros declara que todo le pertenece y que nadie podría tener un solo bocado, a no ser que primero pagase tributo por él. Nos indignaríamos, ¿no es verdad? Nos reiríamos de sus pretensiones. Si intentara hacer problema sobre ese asunto, tal vez lo arrojaríamos al mar, y le estaría bien merecido, ¿no es así?
Supón además que nosotros mismos y nuestros antepasados hemos cultivado la isla y la hemos abastecido de todo lo que se necesita para la vida y la comodidad, y que llegara alguien y pretendiera que todo es suyo. ¿Qué diríamos? No haríamos caso de él, ¿no es así? Podríamos decirle que compartiera con nosotros eso y que se uniera a nuestro trabajo. Pero supón que insiste en su propiedad y que saca un trozo de papel y dice que eso prueba que todo le pertenece. Le diríamos que está loco y nos iríamos a nuestros asuntos. Pero si él tuviera un gobierno que lo respaldara, apelaría a él para la protección de «sus derechos», y el gobierno enviaría a la policía y a los soldados que nos desahuciarían y que podrían «en posesión al propietario legal».
Esa es la función del gobierno; esa es la razón por la que existe el gobierno y lo que está haciendo constantemente.
Ahora bien, ¿sigues pensando que sin esa cosa llama gobierno nos robaríamos y nos mataríamos mutuamente?
¿No es más bien verdad que con el gobierno robamos y matamos? Porque el gobierno no nos asegura en nuestras posesiones justas, sino que, por el contrario, nos las arrebata para el beneficio de aquellos que no tienen derecho sobre ellas, tal como hemos visto en los anteriores capítulos.
Si te despertaras mañana y supieras que ya no había gobierno, ¿sería tu primer pensamiento lanzarte a la calle y matar a alguien? No, sabes que eso es absurdo. Hablamos de hombres cuerdos, normales. El hombre demente que desea matar no pregunta primero si existe o no existe un gobierno. Tales hombres pertenecen al cuidado de los médicos y de los especialistas en enfermos mentales; habría que colocarlos en hospitales para ser tratados de su enfermedad.
Lo más probable es que, si tú o Jonson os despertarais descubriendo que no había gobierno, os dedicarías a ajustar vuestra vida a las nuevas condiciones.
Es muy probable, por supuesto, que si tú vieras entonces alguna gente que se atraca mientras que tú pasas hambre, tú exigirías la oportunidad de comer, y en eso tendrías perfectamente la razón. Y lo mismo pasaría con cualquier otro; lo cual significa que la gente no apoyaría que alguien acaparase todas las cosas buenas de la vida: desearían tener parte en ellas. Esto significa además que el pobre rehusaría permanecer pobre mientras que otros nadan en la abundancia. Esto significa que el obrero se negaría a entregar su producto al patrón que pretende «poseer» la fábrica y todo lo que se hace en ella. Esto significa que el campesino no permitiría que miles de acres permanezcan ociosos, mientras que él no tiene tierra suficiente para mantenerse a sí mismo y a su familia. Esto significa que no se permitiría a nadie que monopolizara la tierra o la maquinaria de producción. Esto significa que no se toleraría más la propiedad privada de los recursos vitales. Se consideraría como el mayor crimen que alguien poseyera más de lo que puede usar en doce vidas, mientras que sus vecinos no tienen suficiente para sus hijos. Esto significa que todos los hombres participarían en la riqueza social y que todos ayudarían a producir la riqueza.
Esto significa, en resumen, que por vez primera en la historia el derecho, la justicia y la igualdad triunfarían en lugar de la ley.
Ves, por consiguiente, que la supresión del gobierno significa también la abolición del monopolio y de la propiedad personal de los medios de producción y de distribución.
Se sigue de aquí que, cuando quede abolido el gobierno, también tiene que desaparecer la esclavitud asalariada y el capitalismo, porque éstos no pueden existir sin el apoyo y la protección del gobierno. Lo mismo que el hombre que pretendía tener un monopolio sobre la isla, del cual te hablé antes, no podía poner en práctica su loca pretensión sin la ayuda del gobierno.
Un estado de cosas donde hubiera libertad en lugar de gobierno sería la anarquía, y un estado de cosas donde la igualdad de uso ocupara el lugar de la propiedad privada, sería el comunismo.
Sería el anarquismo comunista.
«¡Oh, comunismo!», exclama tu amigo. «¡Pero dijiste que no eras un bolchevique!»
No, no soy un bolchevique, porque los bolcheviques desean un gobierno o Estado poderoso, mientras que el anarquismo significa la supresión sin más del Estado o gobierno.
«¿Pero no son los bolcheviques comunistas?», preguntas.
Sí, los bolcheviques son comunistas, pero ellos desean su dictadura, su gobierno, desean obligar a la gente a que viva en el comunismo. El comunismo anarquista, por el contrario, significa un comunismo voluntario, un comunismo de libre elección.
«Veo la diferencia. Sería estupendo, por supuesto», admite tu amigo. «¿Pero piensas realmente que es posible?»
«Sería posible», dices, «si pudiéramos prescindir del gobierno. ¿Pero podemos?»
Tal vez la mejor manera de responder a tu pregunta es examinar tu propia vida.
¿Qué papel desempeña el gobierno en tu existencia? ¿Te ayuda a vivir? ¿Te alimenta, viste y te proporciona cobijo? ¿Tienes necesidad de él para tu trabajo o diversión? Si estás enfermo, ¿llamas al médico o al policía? ¿Puede proporcionarte el gobierno mayor habilidad de la que te ha concedido la naturaleza? ¿Te puede liberar de la enfermedad, de la vejez, de la muerte?
Considera tu vida diaria y encontraras que en realidad el gobierno no es ningún factor en ella, a no ser cuando comienza a interferir un tus asuntos, cuando te obliga a hacer ciertas cosas o te prohíbe que hagas otras. Te fuerza, por ejemplo, a que pagues impuestos y a que lo sostengas, lo desees o no. Te hace vestirte un uniforme y unirte al ejército. Invade tu vida personal, te da órdenes en ella, te coacciona, te prescribe tu comportamiento y generalmente te trata como le da la gana. Te dice incluso lo que tienes que creer y te castiga por pensar y actuar de otro modo. Te manda lo que tienes que comer y beber, y te encarcela o ejecuta por desobediencia. Manda y domina en cada etapa de tu vida. Te trata como a un crío malo o como a un niño irresponsable que necesita la mano fuerte de un guardián, pero si desobedeces te considera, sin embargo, responsable.
Consideremos después los detalles de la vida bajo la anarquía y veremos qué condiciones o instituciones existirán en esa forma de sociedad, cómo funcionarán y qué efecto es probable que tendrán sobre el hombre.
Por el momento queremos asegurarnos de que una situación así es posible, de que la anarquía es algo practicable.
¿Cómo es la existencia del hombre medio actualmente? Casi todo tu tiempo está consagrado a ganar su sustento. Estás tan ocupado ganándote la vida que apenas tienes tiempo para vivirla, para disfrutar de la vida. Ni tiempo ni dinero. Te sientes feliz si tienes alguna fuente de apoyo, algún empleo. De vez en cuando vienen tiempos malos, hay paro y miles son arrojados del trabajo, cada año, en cada país.
Esa época significa que no hay ingresos, no hay salarios. Y como resultado preocupaciones y privación, enfermedad, desesperación y suicidio. Supone pobreza y crimen. Para aliviar esa pobreza construimos casas de caridad, asilos para pobres, hospitales gratuitos, todo lo cual lo sostienes tú mediante tus impuestos. Para impedir el crimen y castigar a los criminales de nuevo eres tú el que sostienes a la policía, a los detectives, a las fuerzas estatales, a los jueces, abogados, prisiones, guardianes. ¿Puedes imaginar algo con menos sentido y tan poco práctico? Los cuerpos legislativos aprueban leyes, los jueces las interpretan, los diversos oficiales las ejecutan, la policía persigue y detiene al criminal y, finalmente, el guardia de la prisión lo mantiene custodiado. Numerosas personas e instituciones están ocupadas impidiendo que el hombre sin empleo robe y castigándolo si intenta hacerlo. En este caso le proporcionan los medios de existencia, cuya falta es lo que en primer lugar le ha hecho quebrantar la ley. Después de un período más o menos largo lo dejan suelto. Si no consigue trabajo, comienza el mismo círculo de robo, detención, juicio y encarcelamiento, todo una vez más.
Esta es una ilustración superficial pero típica de carácter estúpido de nuestro sistema: estúpido e ineficaz. La ley y el gobierno sostienen ese sistema.
¿No es posible que la mayoría de la gente se imagina que no podríamos prescindir del gobierno, cuando de hecho nuestra vida real no tiene conexión de ninguna clase con él, no necesita de él y sólo queda estorbada cuando se entrometen la ley y el gobierno?
«Pero la seguridad y el orden público», objetas, «¿podríamos tener eso sin la ley y el gobierno? ¿Quién nos protegerá contra el criminal?»
La verdad es que lo que se denomina «ley y orden» es realmente el peor desorden, tal como hemos visto en los capítulos previos. El poco orden y pan que tenemos de lo debemos al buen sentido común y a los esfuerzos conjuntos del pueblo, en su mayor parte a pesar del gobierno. ¿Necesitas del gobierno para que te diga que no vayas de frente a un automóvil en marcha? ¿Necesitas de él para que te ordene que no saltes desde el puente de Brooklyn o desde la torre Eiffel?
El hombre es un ser social; no puede existir solo; vive en comunidades o sociedades. La necesidad mutua y los intereses comunes tienen como resultado diversos arreglos para proporcionarnos seguridad y comodidad. Una colaboración así es libre, voluntaria, no necesita compulsión por parte de ningún gobierno. Te unes a un club deportivo o a una sociedad de canto, porque tu inclinación se encuentra ahí y cooperas con los otros miembros sin que nadie te coaccione. El hombre de ciencia, el escritor, el artista y el inventor buscan su propia clase de inspiración y de trabajo mutuo. Sus impulsos y sus necesidades son su mejor estímulo; la interferencia de cualquier gobierno o de cualquier autoridad tan sólo puede obstaculizar sus esfuerzos.
En toda la vida encontrarás que las necesidades y las inclinaciones de la gente conducen a la asociación, la mutua protección y la ayuda. Esta es la diferencia entre dirigir las cosas y gobernar hombres, entre hacer algo por la libre elección y ser obligado. Es la diferencia entre la libertad y la coacción, entre el anarquismo y el gobierno, porque el anarquismo significa cooperación voluntaria en lugar de la participación forzada. Significa armonía y orden en lugar de entrometimiento y desorden.
«¿Pero quién nos protegerá contra el crimen y los criminales?», preguntas.
Pregúntate más bien si el gobierno realmente nos protege contra ellos. ¿No crea y sostiene el gobierno las condiciones que conducen al crimen? ¿No cultivan la ingerencia y la violencia, sobre las cuales descansa, todo gobierno, el espíritu de intolerancia y de persecución, de odio y de más violencia? ¿No se incrementa el crimen con el crecimiento de la pobreza y de la injusticia fomentadas por el gobierno? ¿No es el gobierno mismo la injusticia y el crimen más grande?
El crimen es el resultado de condiciones económicas, de desigualdad social, de injusticia y males, de los cuales el gobierno y el monopolio son los padres. El gobierno y la ley sólo pueden castigar al criminal. Nunca pueden curar ni prevenir el crimen. La única cura real del crimen es abolir sus causas, y esto no lo puede hacer nunca el gobierno, porque existe para preservar esas mismas causas. Tan sólo se puede eliminar el crimen suprimiendo las condiciones que lo crean. El gobierno no puede hacerlo.
El anarquismo significa suprimir esas condiciones. Los crímenes que resultan del gobierno, de su opresión e injusticia, de la desigualdad y la pobreza, desaparecerán bajo la anarquía. Estos constituyen con mucho el porcentaje más elevado del crimen.
Otros determinados crímenes persistirán durante algún tiempo, tales como los que surgen de los celos, la pasión y el espíritu de coacción y de violencia que domina al mundo actualmente. Pero éstos, vástagos de la autoridad y de la propiedad, también desaparecerán gradualmente bajo unas condiciones saludables y con la supresión de la atmósfera que los cultiva.
Por ello la anarquía ni engendrará al crimen ni ofrecerá ningún terreno para su florecimiento. Los actos ocasionales antisociales serán considerados como pervivencias de las precedentes condiciones y actitudes depravadas y serán tratados como un estado enfermo de mente más bien que como crimen.
La anarquía comenzará alimentando al «criminal» y asegurándole trabajo, en lugar de comenzar por vigilarlo, detenerlo, juzgarlo y encarcelarlo y terminando por alimentarlo a él y a muchos otros que tienen que vigilarlo y alimentarle a él. Con toda seguridad incluso este ejemplo muestra cuánto más cuerda y simple será la vida bajo el anarquismo que ahora.
La verdad es que la vida presente es engorrosa, compleja y confusa, y no es satisfactoria desde ningún punto de vista. Por eso hay tanta miseria y descontento. El trabajador no está satisfecho, tampoco es feliz el amo en su ansiedad constante por los «malos tiempos», que suponen la pérdida de la propiedad y del poder. El espectro del temor al mañana persigue las huellas del pobre y del rico por igual.
Ciertamente el trabajador no tiene nada que perder con un cambio de gobierno y del capitalismo a una situación de no gobierno, de anarquía.
Las clases medias están casi tan inciertas de su existencia como los trabajadores. Dependen de la buena voluntad del empresario y del comerciante al por mayor, de las grandes agrupaciones de la industria y del capital, y siempre se encuentran en peligro de bancarrota y de ruina.
Incluso el gran capitalista tiene poco que perder en el cambio del sistema actual a uno de anarquía, pues bajo este último todos tendrán asegurado su sustento y su comodidad; se eliminará el temor a la competencia con la abolición de la propiedad privada. Cada uno tendrá la oportunidad plena y sin estorbos de vivir y disfrutar su vida hasta el máximo de su capacidad.
Añade a esto la conciencia de la paz y de la armonía, el sentimiento que llega con la libertad de las preocupaciones financieras o materiales, la constatación de que te encuentras en un mundo amigo sin envidia o rivalidad de negocios que turben tu mente, en un mundo de hermanos, en una atmósfera de libertad y de bienestar general.
Es casi imposible imaginar las maravillosas oportunidades que se que se abrirán al hombre en una sociedad de anarquismo comunista. El científico se podría dedicar por completo a sus ocupaciones favoritas, sin estar hostigado por la preocupación por su pan diario. El inventor encontraría a su disposición todas las facilidades para beneficiar a la humanidad mediante sus descubrimientos e invenciones. El escritor, el poeta, el artista, todos se elevarían en las alas de la libertad y de la armonía social a las alturas más elevadas de sus logros.
Sólo entonces entrarán en posesión de lo suyo la justicia y el derecho. No menosprecies el papel de estos sentimientos en la vida del hombre o de la nación. No vivimos sólo de pan. Ciertamente, no es posible la existencia sin la oportunidad de satisfacer nuestras necesidades físicas. Pero la satisfacción de estás no constituye en modo alguno todo en la vida. Nuestro sistema presente de civilización, al desheredar a millones, ha convertido; por así decir, el vientre en el centro del universo. Pero en una sociedad sensible, con abundancia para todos, la cuestión de la mera existencia, la seguridad de un sustento sería considerada como algo evidente y libre como lo es el aire para todos. Los sentimientos de la simpatía humana, de la justicia y del derecho tendrían una oportunidad de desarrollarse, de ser satisfechos, de extenderse y crecer. Incluso actualmente el sentido de justicia y de juego limpio todavía se encuentra vivo en el corazón del hombre, a pesar de los siglos de represión y perversión. No se ha exterminado y no puede ser exterminado, porque es congénito, innato en el hombre, es un instinto tan fuerte como el de la autoconservación y justamente tan vital para nuestra felicidad. Pues no toda la miseria que tenemos actualmente en el mundo proviene de la falta de bienestar material. El hombre puede soportar mejor la inanición que la conciencia de justicia. La conciencia de que eres tratado injustamente hará te alces a la protesta y a la rebelión tan rápidamente como lo hace el hambre, e incluso más rápidamente quizá. El hambre puede ser la causa inmediata de toda rebelión o sublevación, pero debajo de ella se encuentra el antagonismo y el odio adormilados de las masas contra aquellos por cuya causa están sufriendo injusticia y maldad. La verdad es que el derecho y la justicia desempeñan un papel en nuestras vidas mucho más importante de lo que es consciente la mayoría de la gente. Los que nieguen esto, conocen tan poco de la naturaleza humana como de la historia. En la vida de cada día ves constantemente que la gente se indigna con lo que considera que es una injusticia. «Esto no es justo», es la protesta instintiva del hombre cuando siente que se ha actuado mal. Por supuesto, la concepción que cada uno tiene de lo justo y de lo injusto depende de sus tradiciones, medio ambiente y educación. Pero sea cual fuere esta concepción, su impulso natural le lleva a resentirse de lo que él piensa que incorrecto e injusto.
Históricamente sigue siendo verdad eso mismo. Más rebeliones y más guerras se han llevado a cabo por ideas de lo justo y lo injusto que por razones materiales. Los marxistas pueden objetar que nuestros puntos de vista sobre lo justo y lo injusto están configurados ellos mismos por las condiciones materiales; pero eso en modo alguno altera el hecho de que el sentido de la justicia y del derecho ha inspirado en todas las épocas al pueblo hacia el heroísmo y el sacrificio de uno mismo en favor de los ideales.
Los cristos y los budas de todas épocas no estaban inspirados por consideraciones materiales, sino por su entrega a la justicia y al derecho. Los pioneros en toda empresa humana han sufrido calumnias, persecuciones, incluso la muerte, no por motivos de engrandecimiento personal, sino por su fe en la justicia de su causa. Los que fueron como Jan Hus, Lucero, Bruno, Savonarola, Galileo y otros numerosos idealistas religiosos y sociales, lucharon y murieron defendiendo la causa de la justicia tal como ellos la veían. De modo semejante en los caminos de la ciencia, la filosofía, el arte, la poesía y la educación, algunos hombres desde la época Sócrates hasta los días actuales han consagrado sus vidas al servicio de la verdad y de la justicia. En el campo del progreso político y social, comenzando por Moisés y Espartaco, los seres más nobles de la humanidad se han consagrado a sí mismos a los ideales de la libertad y de la igualdad, y el poder impulsor del idealismo tampoco se limita solamente a los individuos excepcionales. Las masas han estado siempre inspiradas por él. La Guerra de independencia americana, por ejemplo, comenzó con el resentimiento popular en las colonias contra la injusticia de unos impuestos sin representación. Las cruzadas prosiguieron durante doscientos años en un esfuerzo por asegurar la Tierra Santa para los cristianos. Este ideal religioso inspiró a seis millones de hombres, incluso a ejércitos de niños, a enfrentar indecibles dificultades, la peste y la muerte en nombre del derecho y de la justicia. Incluso durante la guerra mundial, a pesar de ser una guerra capitalista en su causa y en su resultado, millones de hombres lucharon en la creencia acariciada de que esa guerra se estaba realizando por una causa justa, por la democracia y por la terminación de todas las guerras.
De este modo, a través de toda la historia, pasada y moderna, el sentido del derecho y de la justicia ha inspirado al hombre, individual y colectivamente, a acciones de sacrificio de sí mismo y de entrega, y lo han elevado muy por encima de la miserable monotonía de su existencia cotidiana. Es trágico, por supuesto, que este idealismo se expresó en actos de persecución, violencia y matanza. La perversión y el egoísmo del rey, el sacerdote y el amo, la ignorancia y el fanatismo fue lo que determinó esas formas. Pero el espíritu que los animaba era el del derecho y la justicia. Toda la experiencia pasada prueba que este espíritu siempre está vivo y que es un factor poderos y dominante en la escala completa de la vida humana.
Las condiciones de nuestra existencia actual debilitan y vician este rasgo, el más humano, del hombre, pervierten sus manifestaciones y lo convierten en canales de intolerancia, persecución, odio y contienda. Pero una vez que el hombre queda liberado de los influjos corruptores de los intereses materiales, elevado por encima de la ignorancia y del antagonismo de clases, su espíritu innato del derecho y de la injusticia encontrará nuevas formas de expresión, formas que tenderán hacia una mayor fraternidad y buena voluntad, hacia la paz individual y la armonía social.
Sólo la anarquía podía llegar este espíritu a su pleno desarrollo. Liberados de la lucha degradante y embrutecedora por nuestro pan de cada día, participando todos en el trabajo y en el bienestar, las mejores cualidades del corazón y de la mente humana tendrán la oportunidad de crecer y de encontrar una aplicación beneficiosa. El hombre se convertirá ciertamente en la noble obra de la naturaleza que él ahora ha entrevisto tan sólo en sus sueños.
Por estas razones la anarquía es el ideal no sólo de algún grupo o clase particular, sino toda la humanidad, pues beneficiará, en el sentido más amplio, a todos nosotros. Pues el anarquismo es la formulación de un deseo universal y perenne de la humanidad.
Todo hombre y mujer, por tanto, debería ser vitalmente interesado en ayudar a hacer surgir la anarquía. Ciertamente lo harían si comprendieran tan sólo la belleza y la injusticia de una nueva vida así. Todo ser humano que no está desprovisto de sentimiento y de sentido común está inclinado hacia el anarquismo. Todo el que sufre por el agravio y la injusticia, por la maldad, la corrupción y la sociedad de nuestra vida actual, tiene una simpatía instintiva por la anarquía. Todo aquel cuyo corazón no está muerto a la amabilidad, la compasión y la simpatía por el prójimo tiene que estar interesado en promoverla. Todo aquel que tiene que soportar la pobreza y la miseria, la tiranía y la opresión debería saludar la llegada de la anarquía. Todo hombre y toda mujer que ame la libertad y la justicia, debería ayudar a que se realizara.
Y ante todo y más vitalmente, que todos los oprimidos y los hundidos del mundo deberían estar interesados en ella. Los que construyen los palacios y viven en cuchitriles, los que ponen la mesa de la vida pero a los que no se les permite tomar parte en la comida, los que crean la riqueza del mundo y se encuentran desheredados, los que llenan la vida de gozo y claridad, pero ellos permanecen despreciados en lo profundo de la oscuridad, el Sansón de la vida despojado de su fuerza por temor y la ignorancia, el indefenso gigante del trabajo, el proletariado del cerebro y de los músculos, las masas industriales y agrícolas, éstos tendrían que abrazar con el mayor contento la anarquía.
A ellos es a quienes el anarquismo dirige su llamada más fuerte; son ellos los que, en primer lugar y ante todo, tienen que trabajar por el nuevo día que les devuelva su herencia y traiga la libertad y el bienestar, el gozo y la claridad a toda la humanidad.
«Una cosa espléndida», anotas. «¿Pero funcionará? ¿Y cómo la conseguiremos?»
Como hemos visto en el capítulo precedente, ninguna vida puede ser libre y segura, armoniosa y satisfactoria, a no ser que esté edificada sobre los principios de la justicia y del juego limpio. El primer requisito de la justicia es una libertad y oportunidad iguales.
Bajo el gobierno y la explotación no puede haber ni libertad igual ni oportunidad igual; de ahí surgen todos los males y trastornos de la sociedad actual.
El anarquismo comunista está basado en la comprensión de esta verdad incontrovertible. Está fundado en el principio de la no invasión y de la coacción; en otras palabras, está basado en la libertad y en la oportunidad.
La vida sobre una base así satisface plenamente las demandas de la justicia. Tú tienes que ser completamente libre y todos los demás tienen que disfrutar una libertad igual, lo que significa que nadie tiene el derecho de obligar o forzar a otra, pues la coacción de cualquier género es una interferencia en tu libertad.
De modo semejante, la oportunidad igual es la herencia de todos. El monopolio y la propiedad privada de los medios de existencia son eliminados, por consiguiente, como una privación de la oportunidad igual para todos.
Si retenemos este simple principio de la libertad igual, seremos capaces de resolver las cuestiones implicadas en la construcción de una sociedad de anarquismo comunista.
Políticamente, entonces, el hombre no reconocerá autoridad alguna que le fuerce o le coaccione. El gobierno será abolido.
Económicamente, no permitirá la posesión exclusiva de las fuentes de vida, a fin de preservar su oportunidad de un acceso libre.
El monopolio sobre la tierra, la propiedad privada de la maquinaria de la producción, distribución y comunicación no se podrá tolerar, por consiguiente, bajo la anarquía. La oportunidad de usar lo que cada uno necesite para vivir debe ser libre para todos.
En resumidas cuentas, entonces, el significado del anarquismo comunista es el siguiente: la abolición del gobierno, de la autoridad coercitiva y de todas sus dependencias, y la propiedad común, lo cual significa la participación libre e igual en el trabajo y en el bienestar general.
«Dijiste que la anarquía asegurará la igualdad económica», anota tu amigo. «¿Significa eso una paga igual para todos?»
Ciertamente. O, lo que viene a ser lo mismo, la participación igual en el bienestar público. Porque, como ya sabemos, el trabajo es social. Nadie puede crear algo por sí mismo, por sus propios esfuerzos. Ahora bien, en ese caso, si el trabajo es social, es razonable que los resultados de él, la riqueza producida, tienen que ser también sociales, pertenecen a la colectividad. Por consiguiente, nadie puede con justicia pretender la propiedad exclusiva de la riqueza social. Tienen que disfrutarla todos igualmente.
«¿Pero por qué no dar a cada uno de acuerdo con el valor de su trabajo?», preguntas.
Porque no existe modo alguno de medir ese valor: Es esa la diferencia entre valor y precio. El valor es lo que vale una cosa, mientras que el precio es aquello en lo que puede ser vendido o comprado en el mercado. Nadie puede decir realmente lo que vale una cosa. Los economistas pretenden por lo general que el valor de una mercancía, es la cantidad de trabajo que se requiere para producirla, la cantidad de «trabajo socialmente necesario», como dice Marx. Pero evidentemente no es una pauta justa de medición. Supón que el carpintero trabajó durante tres horas para hacer una silla de cocina, mientras que el cirujano empleó media hora para realizar una operación que salvó tu vida. Si la cantidad de trabajo usado determina el valor, entonces la silla vale más que tu vida. Un absurdo obvio, por supuesto. Incluso si contaras los años de estudio y práctica que necesitó el cirujano para hacerle capaz de realizar la operación, ¿cómo vas a decidir lo que vale «una hora de operación»? también el carpintero y el albañil tienen que ser adiestrados antes de que puedan hacer su trabajo adecuadamente, pero tú no calcular esos años de aprendizaje cuando los contratas para algún trabajo. Además, también hay que considerar la habilidad y aptitud particulares que debe ejercer en sus trabajos cada obrero, escritor, artista o médico. Eso en un factor puramente individual, personal. ¿Cómo vas a calcular su valor?
Esa es la razón por la que no se puede determinar el valor. La misma cosa puede valer mucho para una persona, mientras que no vale nada o vale muy poco para otra. Puede valer mucho o poco incluso para la misma persona, en épocas diferentes. Un diamante, una pintura o un libro puede valer una gran cantidad para un hombre y valer muy poco para otro. Un panecillo será muy valioso para ti cuando estás hambriento y mucho menos cuando no lo estás. Por consiguiente, el valor real de una cosa no puede ser establecido; es una cantidad desconocida.
Pero el precio se puede descubrir fácilmente. Si hay cinco panecillos a disposición y diez personas que desean un panecillo cada una, el precio del pan se elevará. Si hay diez panecillos y tan sólo cinco compradores, entonces el precio descenderá. El precio depende de la oferta y la demanda.
El intercambio de mercancías mediante los precios conduce a la realización de ganancias, a aprovecharse y a la explotación; en una palabra, conduce a alguna forma de capitalismo. Si suprimes las ganancias, no puedes tener ningún sistema de precios ni sistema alguno de salarios o pago. Eso significa que el intercambio tiene que ser de acuerdo con el valor. Pero como el valor es incierto o no averiguable, el intercambio debe, consecuentemente, ser libre, sin un valor «igual», puesto que algo así no existe. En otras palabras, el trabajo y sus productos tienen que ser intercambiados sin precio, sin ganancia, libremente, de acuerdo con la necesidad. Esto conduce lógicamente a la propiedad en común y al uso colectivo. Lo cual es un sistema razonable, justo y equitativo, y es conocido como comunismo.
«¿Pero esto supone entonces que todos participarán por igual?», preguntas. «¿El hombre de inteligencia y el de pocas luces, el eficiente y el ineficiente, todos los mismos? ¿No habrá distinción alguna, ningún reconocimiento especial para los que tengan una habilidad?»
Permíteme, a su vez, que te pregunte amigo mío, si debemos castigar al hombre al que la naturaleza no ha dotado tan generosamente como a su vecino más fuerte y más inteligente. ¿Añadiremos injusticia a la desventaja que ha puesto en él la naturaleza? Todo lo que podemos esperar razonablemente de cualquier hombre es que lo haga lo mejor posible; ¿puede hacerlo alguien más? y si eso mejor de John no es tan bueno como lo de su hermano Jim, es debido a su infortunio, pero en modo alguno se debe a una falta que tenga que ser castigada.
No hay nada más peligroso que la discriminación. El momento en que comienzas a discriminar contra el menos capaz, estableces condiciones que engendran el descontento y el resentimiento; invitas a la envidia, la discordia y la contienda. Pensarías que es brutal negarle al menos capaz el aire o el agua que necesita. ¿No se debe aplicar el mismo principio a las otras necesidades del hombre? Después de todo, la cuestión del alimento, vestido y cobijo son los apartados más pequeños en la economía del mundo.
El modo más seguro de que uno lo haga de la mejor manera no es mediante la discriminación contra él, sino tratándolo en un mismo pie de igualdad con los otros. Este es el incentivo y el estímulo más efectivo. Es justo y es humano.
«¿Pero qué harás con el vago, con el hombre que no desea trabajar?», pregunta tu amigo.
Esta es una cuestión interesante, y probablemente te quedarás muy sorprendido cuando diga que no existe realmente una cosa así como la pereza. Lo que denominamos un perezoso es por lo general un hombre cuadrado en un agujero redondo. Es decir, el hombre adecuado en el lugar inadecuado. Y siempre encontrarás que, cuando un individuo está en el lugar inadecuado, será ineficiente o indolente. Pues la denominado pereza y una buena parte de la ineficiencia son meramente incapacidad, inadaptación. Si te obligan a hacer lo que no eres capaz de hacer por tus inclinaciones o temperamento, serás ineficiente en eso; si te fuerzan a realizar un trabajo en el que no estás interesado, serás perezoso en él.
Todo el que haya dirigido negocios en los que estén empleados grandes cantidades de hombres podrá verificar esto. La vida en la cárcel es una prueba particularmente convincente de la verdad de esto; y, después de todo, la existencia actual para la mayoría de la gente no es sino una gran cárcel. Cada guardia de prisión te dirá que los presos a los que se les pone tareas para las que no tienen capacidad o interés son siempre perezosos y están sujetos a un castigo continuo. Pero en cuanto que se les asigna a estos «convictos refractarios» un trabajo que atrae sus inclinaciones, se convierten en «hombres modelos», como los denominan los carceleros.
Rusia ha demostrado de modo señalado la verdad de esto. Ha probado lo poco que conocemos las potencialidades humanas y el efecto del medio ambiente sobre ellas, ha probado cómo confundimos las condiciones erróneas con la mala conducta. Los refugiados rusos, que llevan una vida miserable e insignificante en países extranjeros, al volver a casa y encontrar en la revolución un campo apropiado para sus actividades, han realizado el trabajo más admirable en su esfera apropiada, se han convertido en brillantes organizadores, constructores de ferrocarriles y creadores de industrias. Entre los nombres rusos mejor conocidos en el extranjero actualmente se encuentran los de hombres que eran considerados indolentes e ineficientes bajo unas condiciones donde su habilidad y sus energías no podían encontrar una aplicación apropiada.
Esa es la naturaleza humana: la eficiencia en una determinada dirección significa inclinación y capacidad para ella; la laboriosidad y la aplicación significa interés. Por eso existe tanta ineficiencia y pereza en el mundo actual. Pues, ¿quién se encuentra actualmente en su lugar correcto? ¿Quién trabaja en lo que realmente le agrada y en lo que está interesado?
Bajo las condiciones actuales se le ofrece poca elección al hombre medio para entregarse a las tareas que estimulan sus inclinaciones y preferencias. La casualidad de tu nacimiento y la posición social predetermina tu oficio o profesión. El hijo de un financiero no se convierte, por regla general, en un leñador, aunque él pueda estar más capacitado para manejar leños que cuentas bancarias. Las clases medias envían a sus hijos a los colegios universitarios que los convierten en doctores, abogados o ingenieros. Pero si tus padres fueran obreros que no se pudieran permitir que estudiases, las posibilidades son que cogerías cualquier trabajo que te ofrecieran o entrarías en algún oficio que pudiera proporcionarte un aprendizaje. Tu situación particular decidirá tu trabajo o profesión, no tus preferencias, inclinaciones o habilidades naturales. ¿Es extraño, entonces, que la mayoría de la gente, la mayoría aplastante, de hecho está fuera de su lugar? Pregunta a los primeros cien hombres que encuentres si hubieran elegido el trabajo que están haciendo o si continuarían en él, si fueran libres para escoger, y noventa y nueve admitirían que preferirían alguna otra ocupación. La necesidad y las ventajas materiales, o la esperanza de ellas, mantiene a la mayor parte de la gente en el lugar inadecuado.
Es razonable que una persona da lo mejor de sí misma cuando su interés se encuentra en su trabajo, cuando siente una atracción natural por él, cuando le gusta. Entonces será laborioso y eficiente. Las cosas que producía el artesano en los días antes del capitalismo moderno eran objetos de gozo y de belleza, porque el artesano amaba su trabajo. ¿Puedes esperar que el esclavo moderno en la fea y enorme fábrica haga cosas hermosas? El es una parte de la máquina, una rueda dentada en la industria sin alma; su trabajo es mecánico, forzado. Añade a esto su sentimiento de que no está trabajando para sí mismo, sino para el beneficio de cualquier otro, y que él odia su trabajo o en el mejor caso no tiene interés alguno en él, excepto en cuanto que le asegura su salario semanal. El resultado es holgazanería, ineficiencia, pereza.
La necesidad de actividad es uno de los impulsos más fundamentales del hombre. Observa al niño y verás lo fuerte que es este instinto por la acción, por el movimiento, por hacer algo. Es un instinto fuerte y continuo. Lo mismo ocurre con el hombre sano. Su energía y vitalidad exige una expresión. Permítele que haga el trabajo que sea de su elección, la cosa que ama y su entrega no conocerá ni cansancio ni holgazanería. Puedes observarlo en el obrero cuando tiene la suficiente buena suerte de poseer un jardín o un trozo de terreno donde pueda cultivar flores u hortalizas. A pesar de estar cansado de su trabajo, disfruta con el trabajo más duro que él hace para su propio beneficio y que realiza por su propia elección.
Bajo el anarquismo cada uno tendrá la oportunidad de seguir cualquier ocupación que atraiga sus inclinaciones y aptitudes naturales. El trabajo se convertirá en un placer, en lugar de ser la esclavitud matante que es actualmente. Será desconocida la pereza, y las cosas creadas por interés y amor serán objetos de belleza y de gozo.
«¿Pero puede el trabajo convertirse alguna vez en un placer?», preguntas.
El trabajo actualmente es un esfuerzo desagradable, exhaustivo y aburrido. Pero ordinariamente no es el trabajo mismo lo que es duro; son las condiciones bajo las cuales estás obligado al trabajo lo que lo convierten en eso. Particularmente son las largas horas, los talleres malsanos, el mal trato, la paga insuficiente, etc. Sin embargo, el trabajo más desagradable se puede hacer más suave mejorando el entorno. Considera la limpieza del alcantarillado, por ejemplo. Es un trabajo sucio y pobremente pagado. Pero supón, por ejemplo, que conseguirías 20 dólares diarios en lugar de los 5 dólares por ese trabajo. Inmediatamente encontrarás tu trabajo mucho más ligero y agradable. El número de los que solicitan el trabajo crecerá de inmediato. Lo cual significa que los hombres no son perezosos, no se asustan ante el trabajo duro y desagradable, si está adecuadamente recompensado. Pero un trabajo así es considerado bajo y es menospreciado. ¿Por qué se le considera bajo? ¿No es de la máxima utilidad y absolutamente necesario? ¿No se ensañarían las epidemias con nuestra ciudad, a no ser por los que limpian las calles y las alcantarillas? Ciertamente, los hombres que mantienen limpia y en condiciones higiénicas nuestra ciudad son benefactores reales, más vitales para nuestra salud y bienestar que le médico de cabecera. Desde el punto de vista de la utilidad social el barrendero es el colega profesional del doctor; este último nos trata cuando estamos enfermos, pero el primero nos ayuda a mantenernos sanos. Sin embargo, el médico es considerado y respetado, mientras que se menosprecia al barrendero. ¿Por qué? ¿Por qué el trabajo del barrendero es un trabajo sucio? Pero el cirujano con frecuencia tiene que realizar trabajos mucho «más sucios». Entonces, ¿por qué se desprecia al barrendero? Porque él gana poco.
En nuestra perversa civilización se valoran las cosas de acuerdo con las medidas pecuniarias. Las personas que hacen el trabajo más útil se encuentran en lo más bajo de la escala social cuando su empleo está mal pagado. Si ocurriera algo, sin embargo, que tuviese como efecto el que el barrendero ganase 100 dólares diarios, mientras que el médico ganase 50, el «sucio» barrendero se elevaría inmediatamente en la estima y en la posición social, y de un «trabajador mugriento» se convertiría en un hombre muy solicitado de buenos ingresos.
Ves que es la paga, la remuneración, la escala del salario, y no el valor o el mérito, lo que actualmente, bajo nuestro sistema de ganancia, determina el valor del trabajo, lo mismo que el «valor» de un hombre.
Una sociedad sensata, bajo condiciones anarquistas, tendría pautas enteramente diferentes para juzgar tales asuntos. Se apreciaría entonces a la gente de acuerdo con su buena voluntad de ser socialmente útiles.
¿Puedes darte cuenta de los grandes cambios que produciría una nueva actitud así? Todos ansían el respeto y la admiración de los prójimos; es un tónico sin el que no podemos vivir. Incluso en la cárcel he visto cómo el carterista o el atracador, ansía el aprecio de sus amigos y cómo intenta con fuerza ganarse su buena estima. Las opiniones de nuestro círculo gobiernan nuestra conducta. La atmósfera social, hasta un grado profundo, determina nuestros valores y nuestra actitud. Tu experiencia personal te dirá hasta qué punto es esto verdad y, por consiguiente, no te sorprenderá cuando te diga que en una sociedad anarquista los hombres buscaran más el trabajo útil y difícil que el trabajo más suave. Si consideras esto, no tendrás más miedo de la pereza o de la holgazanería.
Pero la tarea más dura y más onerosa se puede hacer más fácil y más limpia que en la actualidad. El empresario capitalista no se interesa en gastar dinero, si puede evitarlo, para hacer el trabajo de sus empleados más agradable y más luminoso. El introducirá mejoras tan sólo cuando espera ganar con ello mayores beneficios, pero no pasará a un gasto extra por razones puramente humanitarias. Aunque aquí tengo que recordarte que los empresarios más inteligentes están comenzando a ver que vale la pena mejorar sus fábricas, hacerlas más saludables e higiénicas, y en general mejorar las condiciones del trabajo. Se dan cuenta de que es una buena inversión, tiene como resultado un contento incrementado y, consiguientemente, mayor eficiencia de sus trabajadores. El principio es firme. Actualmente, por supuesto, está siendo explotado con el único propósito de mayores ganancias. Pero bajo el anarquismo será aplicado no por la ganancia personal, sino en interés de la salud del trabajador, para aliviar su trabajo. Nuestro progreso en la mecánica es tan grande y está avanzado tan continuamente que se podrían eliminar la mayoría de los trabajos duros mediante el uso de la maquinaria moderna y los inventos que ahorran el trabajo. En muchas industrias, lo mismo que en las minas de carbón, por ejemplo, no se introducen nuevos aparatos de seguridad y sanitarios a causa de la indiferencia de los amos al bienestar de sus empleados y por los gastos que implican. Pero en un sistema que no es de ganancia la ciencia técnica trabajará exclusivamente con el fin de hacer el trabajo más seguro, más saludable, más ligero y más agradable.
«Pero por muy ligero que hagas el trabajo, ocho horas al día de trabajo no es un placer», objeta tu amigo.
Tienes plenamente razón. ¿Pero te has detenido alguna vez a considerar por qué tenemos que trabajar ocho horas diarias? ¿Sabes que hasta no hace mucho tiempo la gente tenía que realizar el trabajo de un esclavo durante doce y catorce horas, y que eso es lo que sigue ocurriendo todavía en países atrasados como China e India?
Se puede probar estadísticamente que tres horas de trabajo al día, como máximo, es suficiente para alimentar, dar cobijo y vestido al mundo, y para satisfacer no sólo sus necesidades, sino también todas las comodidades modernas de la vida. La cuestión es que apenas uno de cada cinco hombres está realizando actualmente un trabajo productivo. El mundo entero está sostenido por una pequeña minoría de trabajadores.
En primer lugar, considera la cantidad de trabajo realizado en la sociedad presente y que se convertiría en innecesario bajos las condiciones anarquistas. Coge los ejércitos y las armadas del mundo, y piensa cuántos millones de hombres quedarán libres para un esfuerzo útil y productivo, una vez que quede abolida la guerra, como naturalmente sería el caso de la anarquía.
En cada país actualmente los trabajadores sostienen a los millones que no contribuyen en nada al bienestar del país, que no crean nada y que no realizan ningún trabajo útil de ninguna clase. Esos millones son tan sólo consumidores, sin ser productores. En los Estados Unidos, de una población de 120 millones hay menos de 30 millones de trabajadores, incluyendo a los campesinos.[20] Una situación semejante es la regla general en cada país.
¿Es extraño que los trabajadores tengan que trabajar durante muchas horas, puesto que tan sólo hay 30 trabajadores de cada 120 personas? Las amplias clases de los negocios, con sus oficinistas, ayudantes, agentes y viajantes de comercio; los tribunales, con sus jueces, archiveros, alguaciles, etc.; la legión de los abogados con sus servidumbres; la milicia y las fuerzas de policía; las iglesias y los monasterios; las instituciones benéficas y las casas para pobres; las cárceles con sus guardianes, oficiales, vigilantes y la población convicta no productiva; el ejército de agentes de publicidad y sus ayudantes, cuyo negocio es persuadirte a que compres lo que no deseas o necesitas; sin hablar de los grupos numerosos que viven con lujo en un ocio completo. Todos estos se elevan a millones en cada país.
Ahora bien, si todos esos millones se dedicaran a un trabajo útil, ¿tendría el trabajador que fatigarse como un esclavo durante ocho horas diarias? Si treinta hombres tienen que dedicar ocho horas para realizar una tarea determinada, ¿cuánto menos tiempo llevaría si ciento veinte hombres realizaran lo mismo? No quiero cargarte con estadísticas, pero hay suficientes datos para probar que serían suficientes menos de tres horas diarias de esfuerzo físico para realizar el trabajo del mundo.
¿Puedes dudar de que incluso el trabajo más duro se convertiría en un placer, en lugar de una maldita esclavitud como lo es actualmente, si tan sólo se necesitasen tres horas diarias, y eso bajo las condiciones sanitarias e higiénicas más extremadas, en una atmósfera de hermandad y de respeto hacia el trabajo?
Pero no es difícil prever el día en que incluso esas pocas horas se reducirían todavía más, pues constantemente estamos mejorando nuestros métodos técnicos y, se inventa sin interrupción nueva maquinaria que ahorra trabajo. El progreso mecánico significa menos trabajo y mayores comodidades, como puedes ver comparando la vida en los Estados Unidos con la vida en China o en la India. En los últimos países trabajan muchas horas para conseguir satisfacer las necesidades más estrictas de la existencia, mientras que en América incluso el trabajador medio disfruta de un nivel de vida mucho más elevado con menos horas de trabajo. El adelanto de la ciencia y de los inventos significa más tiempo libre para las ocupaciones que nos agradan.
Hemos bosquejado en líneas generales las posibilidades de vida bajo un sistema sensato, donde quede abolida la ganancia. No es necesario descender a los detalles minúsculos de una situación social así; se ha dicho lo suficiente para mostrar que el anarquismo comunista significa el bienestar material más grande con una vida de libertad para todos y cada uno.
Podemos imaginarnos el momento en que el trabajo se haya convertido en un ejercicio agradable, una gozosa del esfuerzo físico a las necesidades del mundo. Entonces el hombre volverá su mirada atrás a nuestra época presente y se admirará de que el trabajo haya podido ser alguna vez una esclavitud y se cuestionará la cordura de una generación que soportaba que menos de una quinta parte de su población ganara el pan para el resto mediante el sudor de su frente, mientras que los otros holgazaneaban y desperdiciaban su tiempo, su salud y la riqueza del pueblo. Se extrañarán de que la más libre satisfacción de las necesidades humanas pudiera ser considerada alguna vez como algo que no fuera evidente de por sí, o que personas que naturalmente buscaban los mismos objetivos insistiesen en hacerse la vida dura y miserable, mediante la mutua discordia. Rehusarán creer que la existencia entera del hombre era una lucha continua por el alimento en un mundo rico en abundancia, una lucha que no dejaba a la inmensa mayoría ni tiempo ni fuerza para la búsqueda superior de lo que satisface al corazón y a la mente.
«¿Pero no significará la vida bajo la anarquía, con la igualdad económica y social, una nivelación general?», preguntas.
No, amigo mío, precisamente lo contrario. Pues la igualdad no significa una cantidad igual, sino igual oportunidad. No significa, por ejemplo, que si Smith necesita cinco comidas al día, Johnson tenga que tener también otras tantas. Si Johnson desea sólo tres comidas, mientras Smith necesita cinco, la cantidad que cada uno consume puede ser desigual, pero ambos son perfectamente iguales en cuanto a la oportunidad que cada uno tiene de consumir tanto como necesite, tanto como su naturaleza particular exija.
No cometas el error de identificar la igualdad en la libertad con la igualdad forzada de un campo de presidiarios. La verdadera igualdad anarquista implica libertad, no cantidad. No supone que cada uno tenga que comer, beber o vestir lo mismo, hacer el mismo trabajo o vivir de la misma manera. Muy lejos de eso; de hecho es exactamente lo contrario.
Las necesidades y los gustos individuales difieren, lo mismo que difieren los apetitos. Lo que constituye la verdadera igualdad es la oportunidad igual para satisfacerlos.
Lejos de nivelar, una igualdad así abre la puerta a la mayor variedad posible de actividad y de desarrollo. Pues el carácter humano es diverso y sólo la represión de esta diversidad tiene como resultado la nivelación, la uniformidad y la identidad. La libre oportunidad de expresar y hacer actuar tu individualidad significa el desarrollo de las desemejanzas y las variaciones naturales.
Se dice que no hay dos tallos de hierba que sean iguales. Mucho menos lo son los seres humanos. En todo el ancho mundo no existen dos personas exactamente iguales, ni siquiera en su apariencia física; todavía más diferentes son en su carácter fisiológico, mental y psíquico. Sin embargo, a pesar de esta diversidad y de más de mil diferencias de carácter, actualmente obligamos a la gente a ser, iguales. Nuestra vida y nuestros hábitos, nuestro comportamiento y modales, incluso nuestros pensamientos y sentimientos quedan prensados en un molde uniforme y son configurados hasta convertirnos en idénticos. El espíritu de la autoridad, la ley, escrita y no escrita, la tradición y la costumbre, nos fuerzan a una rutina común y convierten al hombre en un autómata sin voluntad, sin independencia o individualidad. Esta servidumbre moral e intelectual es más coercitiva que cualquier coacción física, y es más devastadora para nuestra humanidad y nuestro desarrollo. Todos nosotros somos sus víctimas y sólo el que es excepcionalmente fuerte consigue romper sus cadenas, y eso sólo en parte.
La autoridad del pasado y del presente dicta no sólo nuestro comportamiento, sino que domina nuestras mismas mentes y almas, está continuamente actuando para ahogar cualquier síntoma de inconformismo, de actitud independiente y de opinión heterodoxa. Todo el peso de la condena social desciende sobre la cabeza del hombre o de la mujer que se atreve a desafiar los códigos convencionales. Se desencadena una venganza despiadada sobre el protestante que rehúsa seguir la ruta trillada, o sobre el hereje que no cree en las fórmulas aceptadas. En la ciencia y en el arte, en la literatura, la poesía y la pintura este espíritu obliga a la adaptación y ala ajuste, teniendo como resultado la imitación de lo establecido y de lo aprobado, la uniformidad y la identidad, la expresión estereotipada. Pero mucho más terriblemente todavía se castiga el inconformismo en la vida real, en nuestras relaciones y en nuestro comportamiento de cada día. Al pintor y al escritor se le puede perdonar ocasionalmente que desafíe a la costumbre y a lo precedente, porque, después de todo, su rebelión se limita al papel o al lienzo; tan sólo afecta a un círculo comparativamente pequeño. Pueden ser desdeñados o se les etiqueta como a personas raras que pueden hacer poco daño; pero no ocurre lo mismo con el hombre de acción que lleva su desafío de las normas aceptadas hasta la vida social. El no es inofensivo. Es peligroso por el poder el ejemplo, por su misma presencia. Su infracción de los cánones sociales no se puede ignorar ni perdonar. Será denunciado como un enemigo de la sociedad.
Por está razón el sentimiento o el pensamiento revolucionario expresado en una poesía exótica o enmascarado en subidas disertaciones filosóficas se puede perdonar, puede pasar la censura oficial y no oficial, porque ni es accesible ni lo entiende al público en general. Pero expresa la misma actitud disconforme en una forma popular e inmediatamente afrontarás la denuncia frívola de todas las fuerzas que constituyen a preservar lo establecido.
Más perniciosa y mortífera es la sumisión forzada que el veneno más virulento. A través de los tiempos a constituido el mayor impedimento al avance del hombre, poniéndole obstáculos con mil prohibiciones y tabúes, hundiendo su mente y su corazón con cánones y códigos caducos, impidiendo su voluntad con imperativos de pensamiento y de sentimientos, con el «debes» y «no debes» de la conducta y de la acción. La vida, el arte de la vivir, se ha convertido en una insulsa fórmula, monótona e inerte.
Sin embargo, es tan fuerte la diversidad innata de la naturaleza del hombre que siglos de este atontamiento no han conseguido erradicar por completo su originalidad y unicidad. Es verdad que la gran mayoría ha caído en unos carriles tan profundos, mediante incontables pasos, que no pueden volver atrás a los espacios amplios. Pero algunos se escapan de la senda trillada y encuentran el camino abierto donde nuevas vistas de belleza y de inspiración atraen al corazón y al espíritu. A estos los condena el mundo, pero poco a poco sigue el ejemplo y la dirección de ellos. Mientras tanto esos descubridores de sendas han llegado mucho más lejos o han muerto, y entonces les construimos monumentos y glorificamos a los hombres a los que hemos vilipendiado y crucificado, como seguimos crucificando a sus hermanos en el espíritu, los pioneros de nuestros días.
Debajo de este espíritu de intolerancia y de persecución se encuentra el hábito de la autoridad: la coerción a conformarse con las normas dominantes, la compulsión, moral y legal, a ser y actuar como los demás, de acuerdo con lo precedente y con la regla.
Pero la opinión general de que la conformidad es un rasgo natural es enteramente falsa. Al contrario, en el momento en que se presenta la menor oportunidad, sin que lo impidan los hábitos mentales infundidos desde la misma cuna, el hombre manifiesta su unicidad y originalidad. Observa, por ejemplo, a los niños y verás la diferenciación más variada en las maneras y actitudes, en la expresión mental y psíquica. Descubrirás una tendencia instintiva a la individualidad y a la independencia, al inconformismo, manifestada en un desafía abierto y secreto a la voluntad que se impone desde fuera, en la rebelión contra la autoridad de los padres y de los maestros. Toda la instrucción y la «educación» del niño es un proceso continuo de ahogar y aplastar esta tendencia, la extirpación de sus características distintivas, de su distinción de los demás, de su personalidad y originalidad. Sin embargo, incluso a pesar de una represión, supresión y amoldamiento de años, persiste alguna originalidad en el niño cuando alcanza la madurez, lo cual muestra lo profundas que son las fuentes de la individualidad. Coge dos personas cualesquiera, por ejemplo, que han presenciado alguna tragedia, un gran fuego, digamos, al mismo tiempo y en el mismo lugar. Cada una te contará la historia de una manera diferente, cada una será original en su modo de relatarlo y en la impresión que producirá, por su psicología naturalmente diferente. Pero habla a las mismas dos personas sobre un asunto social fundamental, sobre la vida y el gobierno, por ejemplo, e inmediatamente oirás expresada una actitud exactamente similar, el punto de vista aceptado, la mentalidad dominante.
¿Por qué? Porque donde se deja al hombre libre para pensar y sentir por sí mismo, donde no se lo impide el precepto y la regla, y donde no está reprimido por el temor de ser «diferente» y heterodoxo, con las consecuencias desagradables que esto implica, será independiente y libre. Pero desde el momento en que la conversación toca asuntos dentro de la esfera de nuestros imperativos sociales, se encuentra uno en las garras de los tabúes, y se convierte en una copia y en un papagayo.
La vida en libertad, en anarquía, hará más que liberar al hombre meramente de su sumisión política y económica presente. Esto será tan sólo el primer paso, los preliminares para una existencia verdaderamente humana. Mucho más grande y significativos serán los resultados de tal libertad, sus efectos sobre la mente humana, sobre su personalidad. La abolición de la voluntad exterior coercitiva, y con ello el temor a la autoridad, desatará las ataduras de la compulsión moral no menos que de la compulsión económica y física. El espíritu del hombre respirará libremente, y esa emancipación mental será el nacimiento de una nueva cultura, de una nueva humanidad. Desaparecerán los imperativos y los tabúes, y el hombre comenzará a ser él mismo, comenzará a desarrollar y expresar sus tendencias individuales y su unicidad. En lugar del «no debes», la conciencia pública dirás «puedes, tomando la plena responsabilidad». Eso será una educación en la dignidad y la autodependencia humanas, comenzando en el hogar y en la escuela, lo cual producirá una nueva raza con una nueva actitud hacia la vida.
El hombre de los días venideros verá y sentirá la existencia desde un plano completamente diferente. Vivir para él será un arte y un gozo. Dejará de considerar la vida como una carrera donde cada uno tiene que intentar convertirse en un corredor tan bueno como el más rápido. Considerará el tiempo libre como más importante que el trabajo, y el trabajo descenderá a su lugar apropiado, subordinado, como el medio para el tiempo libre, para disfrutar de la vida.
La vida significará el esfuerzo por valores culturales más delicados, la penetración en los misterios de la naturaleza, la consecución de la verdad superior. Libre para ejercer las posibilidades sin límites de su genio inventivo, para crear y para elevarse sobre las alas de la imaginación, el hombre alcanzará su plena estatura y se convertirá ciertamente en hombre. Crecerá y se desarrollará de acuerdo con su naturaleza. Despreciará la uniformidad y la diversidad humana le proporcionará un interés incrementado en la riqueza de la existencia y un mayor sentido satisfecho de ella. La vida no consistirá para él en funcionar sino en vivir, y consiguientemente alcanzará la especie más grande de libertad, de la que es capaz el hombre, la libertad en el gozo.
«Ese día se encuentra lejos en el futuro», dices. «¿Cómo lo haremos llegar?»
Tal vez lejos en el futuro. Sin embargo, tal vez no tan lejos, podría uno decir. De todos modos, debemos tener presente siempre nuestro último objetivo, si queremos permanecer en el camino correcto. El cambio que he descrito no llegará de pronto; nada lo hace así. Será un desarrollo gradual, como todo en la naturaleza y en la vida social. Pero un desarrollo lógico, necesario y, me atrevo a decir, inevitable. Inevitable, porque toda la tendencia del crecimiento humano ha ido en esa dirección; incluso si ha ido en zigzags, perdiendo a menudo su camino, sin embargo, siempre ha vuelto al sendero correcto.
Entonces, ¿cómo podríamos hacerlo llegar?
Antes de que sigamos, permíteme que dé una breve explicación. Se la debo a los anarquistas que no son comunistas.
Pues tienes que saber que no todos los anarquistas, no todos creen que el comunismo ─la propiedad social y la participación de acuerdo con la necesidad─ sería el arreglo económico mejor y más justo. Te he explicado primero el anarquismo comunista porque es, a mi juicio, la forma más deseable y más práctica de sociedad. Los anarquistas comunistas sostienen que sólo bajo unas condiciones comunistas podría prosperar la anarquía, y estaría asegurada a cada uno sin discriminación una libertad, justicia y bienestar iguales.
Pero existen anarquistas que no creen en el comunismo. Se pueden clasificar en general como individualistas y mutualistas.[21]
Todos los anarquistas están de acuerdo en esta postura fundamental: el gobierno significa injusticia y opresión, el gobierno es algo que nos invade, nos esclaviza y es el mayor impedimento al desarrollo y al crecimiento del hombre. Todos ellos creen que la libertado sólo puede existir en una sociedad donde no hay coacción de ninguna clase. Por consiguiente, todos los anarquistas están de acuerdo en el principio básico de la abolición del gobierno.
Están en desacuerdo sobre todo en los puntos siguientes: En primer lugar, la manera cómo llegará la anarquía.
Los anarquistas comunistas dicen que sólo una revolución social puede abolir el gobierno y establecer la anarquía, mientras que los anarquistas individualistas y mutualistas no creen el la revolución. Piensan que la sociedad presente se desarrollará gradualmente a partir del gobierno hasta convertirse en una situación de no gobierno.
En segundo lugar, los anarquistas individualistas y los mutualistas creen en la propiedad individual, en contraste con los anarquistas comunistas, que ven en la institución de la propiedad privada una de las fuentes principales de la injusticia y de la desigualdad, de la pobreza y de la miseria. Los individualistas y los mutualistas mantienen que la libertad significa «el derecho de cada uno al producto de su trabajo»; lo cual es verdad, por supuesto. La libertad significa eso. Pero la cuestión no es si uno tiene derecho a su producto, sino si existe una cosa así como un producto individual. He señalado en los capítulos precedentes que no existe una cosa así en la industria moderna: todo el trabajo y todos los productos del trabajo son sociales. Por consiguiente, el argumento sobre el derecho del individuo a su producto no tiene valor práctico.
He mostrado también que el intercambio de productos o mercancías no puede ser individual o privado, a no ser que se emplee el sistema de ganancia. Puesto que no se puede determinar adecuadamente el valor de una mercancía, ningún trueque es equitativo. Este hecho conduce, en mi opinión, a la propiedad y al uso social, es decir, al comunismo, como el sistema económico más practicable y más justo.
Pero, como se ha, expuesto, los anarquistas individualistas y los mutualistas no están de acuerdo con los anarquistas comunistas en este punto. Ellos afirman que la fuente de la desigualdad económica es el monopolio y arguyen que el monopolio desaparecerá con la abolición del gobierno, porque es su privilegio especial, dado y protegido por el gobierno, lo que hace posible el monopolio. Ellos pretenden que la libre competencia suprimiría el monopolio y sus males.
Los anarquistas individualista, seguidores de Stirner y Tucker, lo mismo que los anarquistas partidarios de Tolstoi, que creen en la no resistencia, no tienen un plan muy claro de la vida económica bajo la anarquía.
Los mutualistas, por otra parte, proponen un determinado sistema económico nuevo. Ellos creen, con su maestro, el filósofo francés Proudhon, que el banco y crédito mutuos sin interés serían la mejor forma económica de una sociedad sin gobierno. De acuerdo con la teoría, el crédito libre, que proporciona a cada uno la oportunidad de recibir dinero prestado sin interés, tendería a igualar los ingresos y a reducir las ganancias a un mínimo, y eliminaría de ese modo la riqueza lo mismo que la pobreza. Crédito libre y libre competencia en un mercado abierto, dicen ellos, tendrán como resultado la igualdad económica, mientras que la abolición del gobierno aseguraría la libertad igual. La vida social de la comunidad mutualista, lo mismo que la sociedad individualista, estaría basada en la santidad del acuerdo voluntario, del libre contrato.
Sólo he dado aquí el bosquejo más breve de la actitud de los anarquistas individualistas y mutualistas. No es el propósito de esta obra tratar en detalle esas ideas anarquistas que el autor considera erróneas y poco prácticas. Al ser un anarquista comunista, estoy interesado en proponer al lector los puntos de vista que considero mejores y más razonables. Pensé, sin embargo, que era honrado no dejar en la ignorancia sobre la existencia de otras teorías anarquistas que no son comunistas. Para un conocimiento más cercano con ellas, te remito a la lista añadida de libros sobre el anarquismo en general.[22]
Volvamos a tu pregunta: «¿Cómo llegará la anarquía? ¿Podemos contribuir a que surja?»
Este es el punto más importante, porque en cualquier problema hay dos cosas vitales: en primer lugar, saber claramente lo que se desea, y en segundo lugar, saber cómo conseguirlo.
Ya sabemos lo que deseamos. Deseamos unas condiciones sociales donde todos sean libres y donde cada uno tenga la más completa oportunidad de satisfacer sus necesidades y aspiraciones, sobre la base de una libertad igual para todos. En otras palabras, nos esforzamos por la libre commonwealth cooperativa del anarquismo comunista.
¿Cómo se realizará? No somos profetas y nadie puede decir cómo ocurrirá exactamente algo. Pero el mundo no existe desde ayer; y el hombre, como un ser razonable, se debe beneficiar de la experiencia del pasado.
Ahora bien, ¿cuál es esa experiencia? Si echas una mirada a la historia, verás que toda la vida del hombre ha sido una lucha por la existencia. En su estado primitivo, el hombre luchaba sin ayuda de nadie contra las bestias salvajes del bosque y se enfrentaba desvalido al hambre, el frío, la oscuridad y la tormenta. A causa de su ignorancia todas las fuerzas de la naturaleza eran sus enemigos, ellas elaboraban el mal y la destrucción para él, y él sólo era impotente para combatirlas. Pero poco a poco el hombre aprendió a reunirse con otros de su especie; juntos buscaron la seguridad. Mediante un esfuerzo común comenzaron entonces a convertir las energías de la naturaleza en su servicio. La mutua ayuda y cooperación multiplicaron gradualmente la fuerza y la habilidad del hombre hasta que consiguió conquistar la naturaleza, aplicando las fuerzas de ella a su utilidad, encadenando la luz, tendiendo puentes a través de los océanos y dominando incluso el aire.
De modo semejante, la ignorancia y miedo del hombre primitivo convirtieron la vida en una lucha continua del hombre contra el hombre, de una familia contra otra, de una tribu contra otra, hasta que los hombres se dieron cuenta de que reuniéndose, mediante el esfuerzo común y la ayuda mutua, podrían realizar más que mediante la contienda y la enemistad. La ciencia moderna muestra que incluso los animales han aprendido otro tanto en la lucha por la existencia. Ciertas especies sobrevivieron porque dejaron de luchar unos contra otros y vivieron en rebaños, y de ese modo eran más capaces de protegerse a sí mismos contra otras bestias.[23] En la proporción con la que los hombres sustituyeron la lucha mutua por el esfuerzo común y la cooperación, avanzaron, salieron de la barbarie y se convirtieron en civilizados. Las familias que se habían combatido mutuamente a muerte se unieron y formaron un grupo común; los grupos se juntaron y se convirtieron en tribus, y las tribus se federaron en naciones. Las naciones todavía siguen combatiéndose estúpidamente unas a otras, pero gradualmente también ellas están aprendiendo la misma lección, y ahora están comenzando a buscar un medio para detener la matanza internacional conocida como guerra.
Desgraciadamente, en nuestra vida social nos encontramos todavía en una condición de barbarie, destructiva y fratricida: los grupos combaten todavía a los grupos, las clases luchan contra las clases. Pero también aquí los hombres están comenzando a ver que es una guerra sin sentido y ruinosa, que el mundo es lo suficientemente grande y rico como para ser disfrutado por todos, como a la luz del sol y que una humanidad unida conseguiría más que una dividida contra sí misma.
Lo que se denomina progreso es precisamente la realización de esto, un paso en esa dirección.
Todo el avance del hombre consiste en el esfuerzo por una mayor seguridad y paz, por más seguridad y bienestar. El impulso natural del hombre es hacia la ayuda mutua y el esfuerzo común: su anhelo más instintivo es hacia la libertad y el gozo. Estas tendencias tratan de expresarse y afirmarse a sí mismas, a pesar de todos los obstáculos y dificultades. La lección de la historia entera del hombre consiste en que ni las fuerzas naturales hostiles ni la oposición humana pueden contener su marcha hacia delante. Si me pidieran que definiera lo que es civilización en una sola frase, diría que es el triunfo del hombre sobre los poderes de la oscuridad, natural y humana. Las fuerzas hostiles de la naturaleza las hemos conquistado, pero todavía tenemos que luchar contra los poderes tenebrosos de los hombres.
La historia no consigue mostrarnos una sola mejora social importante que no encontrara la oposición de los poderes dominantes: la Iglesia, el gobierno y el capital. No se dio un solo paso hacia delante a no ser destruyendo la resistencia de los amos cada avance ha costado una dura lucha. Tuvieron que darse muchas y largas luchas para destruir la esclavitud; fueron necesarias revueltas y sublevaciones para asegurar los derechos más fundamentales para el pueblo: se necesitaron rebeliones y revoluciones para abolir el feudalismo y la servidumbre. Se necesitó la guerra civil para acabar con el poder absoluto de los reyes y establecer las democracias, para conquistar más libertad y bienestar para las masas. No hay un país en la tierra ni una época en la historia, donde se eliminara cualquier mal social grande sin una lucha encarnizada con los poderes constituidos. En los momentos actuales una vez más fueron las revoluciones las que expulsaron al zarismo de Rusia, al Kaiser de Alemania, al Sultán de Turquía, a la monarquía de China y así sucesivamente en diversos países.
No se recuerda ningún gobierno o autoridad, ningún grupo o clase en el poder que haya abandonado su dominio voluntariamente. En todos los casos fue necesario el uso de la fuerza o por lo menos la amenaza de ello.
¿Es razonable asumir que la autoridad y la riqueza experimentarán una repentina conversión y se comportarán en el futuro de un modo diferente a como lo hicieron en el pasado?
Tu sentido común te dirá que es una esperanza vana y loca. El gobierno y el capital lucrarán para retener el poder. Ellos lo hacen incluso ahora a la menor amenaza a sus privilegios. Ellos lucharán hasta la muerte por su existencia.
Por está razón no es ninguna profecía prever que algún día se tiene que llegar a una lucha decisiva entre los amos de la vida y las clases desposeídas.
Tenemos que constatar como un hecho que la lucha prosigue durante todo el tiempo. Existe una guerra continua entre el capital y el trabajo. Esa guerra por lo general transcurre dentro de las denominadas formas legales. Pero incluso estás estallan de cuando en cuando en violencia, como ocurre durante las huelgas y cierres patronales, porque le puñado armado del gobierno está siempre al servicio de los amos y ese puño se pone en acción en el momento en que el capital siente amenazadas sus ganancias; entonces deja caer la máscara de «intereses mutuos» y «asociación» con el trabajo y recurre al argumento final de todo amo: a la coerción y a la fuerza.
Por tanto, es cierto que el gobierno y el capital no permitirán se abolidos tranquilamente, si pueden impedirlos; tampoco «desaparecerán» milagrosamente por sí mismos, como algunos pretenden creer. Se requeriría una revolución para deshacerse de ellos.
Hay algunos que se ríen incrédulamente ante la mención de la revolución. «¡Imposible!», dicen confiadamente. Lo mismo pensaban Luis XVI y Maria Antonieta de Francia tan sólo unas semanas antes de que perdieran su trono junto con sus cabezas. Lo mismo creía la nobleza en la corte del zar Nicolás II la víspera misma de la sublevación que los barrió. «No parece una revolución», arguye el observador superficial. Pero las revoluciones tienen una forma de estallar cuando «no parecen que va a ser una revolución». Los modernos capitalistas, más clarividentes, sin embargo, no parecen deseosos de correr ningún riesgo. Saben que las sublevaciones y las revoluciones son posibles en cualquier momento. Por eso las grandes corporaciones y los grandes empresarios, particularmente en América, están comenzando a introducir nuevos métodos calculados para ser como pararrayos contra el descontento y la revuelta populares. Comenzaron a dar primas a sus empleados, participación de las ganancias y otros métodos semejantes para hacer que el trabajador esté más satisfecho y financieramente interesado en la prosperidad de su industria. Estos métodos pueden cegar temporalmente al proletariado en cuanto a sus verdaderos intereses, pero no creas que el obrero permanecerá para siempre contento con su esclavitud asalariada, incluso si su jaula queda ligeramente dorada de cuando en cuando. La mejora de las condiciones materiales no es un seguro contra la revolución. Al contrario, la satisfacción de nuestras necesidades crea nuevas necesidades, da origen a nuevos deseos y aspiraciones. Así es la naturaleza humana y esto es lo que posibilita y mejora el progreso. El descontento de los trabajadores no se puede contener con un trozo extra de pan, incluso si queda untando con mantequilla. Por esta razón hay más revueltas conscientes y activas en los centros industriales de la Europa mejor acomodada que en la atrasada Asia y África. El espíritu del hombre aspira continuamente a una comodidad y libertad mayores, y son las masas las que constituyen los verdaderos portadores de este incentivo por un ulterior avance. La esperanza de la plutocracia moderna de anticipar e impedir la revolución arrojando un hueso más grande al trabajador de cuando en cuando, es una esperanza ilusoria y sin fundamento. La nueva política del capital puede parecer que apacigua a los trabajadores durante un instante, pero su marcha hacia delante no puede ser detenida por tales arreglos. La abolición del capitalismo es inevitable, a pesar de todos los esquemas y resistencias, y será realizada tan sólo mediante la revolución.
Una revolución, es semejante a la lucha del hombre contra la naturaleza. Sin ayuda de nadie él es impotente y no puede tener éxito; mediante la ayuda de sus compañeros él triunfa sobre todos los obstáculos.
¿Puede el obrero individual conseguir algo contra la gran corporación? ¿Puede un pequeño sindicato obligar a que el gran empresario acceda a sus demandas? La clase capitalista está organizada en su lucha contra el trabajo. Es razonable que en una revolución se puede luchar con éxito tan sólo cuando los trabajadores están unidos, cuando están organizados en todo el país, cuando el proletariado de todos los países haga un esfuerzo común, pues el capital es internacional y los amos siempre se unen contra el trabajo en cada cuestión considerable. Esta es la razón, por ejemplo, por la que la plutocracia de todo el mundo se volvió contra la Revolución rusa. Mientras que el pueblo de Rusia tan sólo tenía la intención de abolir al zar, el capital internacional no se entremetió; no le preocupaba qué forma política tenía Rusia, mientras que le gobierno fuera burgués y capitalista. Pero tan pronto como la revolución intentó suprimir el sistema capitalista, los gobiernos y la burguesía de todos los países se unieron para aplastar. Vieron en ella una amenaza a la continuidad de su propio dominio.
Recuerdo bien esto, amigo mío. Porque hay revoluciones y revoluciones. Algunas revoluciones tan sólo cambian la forma gubernamental, colocando un nuevo grupo de gobernantes en lugar de los antiguos. Estas son revoluciones políticas y como tales con frecuencia encuentran poca resistencia. Pero una revolución que se propone abolir el sistema completo de la esclavitud asalariada tiene que deshacerse también del poder de una clase para oprimir a otra. Es decir, no es más un mero cambio de gobernantes, de gobierno, no es una revolución política, sino una revolución que intenta alterar todo el carácter de la sociedad. Esa sería una revolución social. Como tal tendría que luchar no sólo contra el gobierno y contra el capitalismo, sino que tendría que afrontar la oposición de la ignorancia y el prejuicio popular, la oposición de aquellos que creen en el gobierno y en el capitalismo.
¿Cómo se realizará entonces?
¿Te has preguntado alguna vez cómo ocurre que el gobierno y el capitalismo continúan existiendo, a pesar de todo el mal y de toda la perturbación que causan en el mundo?
Si lo hiciste, entonces tu respuesta tiene que ser que se debe a que el pueblo sostiene esas instituciones y que los sostiene porque cree en ellas. Esta es la clave de toda la cuestión: la sociedad actual descansa en la creencia del pueblo de que es buena y útil. Está basada en la idea de la autoridad y de la propiedad privada. Son las ideas las que mantienen esas condiciones. El gobierno y el capitalismo son las formas en las que las ideas populares se expresan a sí mismas. Las ideas son la base; las instituciones son la casa construida sobre ella.
Una nueva estructura social tiene que tener una nueva base, nuevas ideas como base. Por más que puedas cambiar la forma de una institución, su carácter y su significado permanecerán el mismo, como la base sobre la que está construida. Mira de cerca de la vida y te darás cuenta de la verdad de esto. Existe toda clase y formas de gobiernos en el mundo, pero su naturaleza real es la misma en todas partes, lo mismo que son iguales sus efectos: siempre significa autoridad y obediencia.
Ahora bien, ¿qué hace que exista el gobierno? ¿Los ejércitos y las armadas? Sí, pero sólo en apariencia es así. ¿Qué es lo que sostiene a los ejércitos y a las armadas? Es la creencia del pueblo, de las masas, en que el gobierno es necesario, es la idea generalmente aceptada de la necesidad del gobierno. Esa es su base real y sólida. Siempre esa idea o creencia y ningún gobierno podrá durar un día más.
Lo mismo se aplica a la propiedad privada. La idea de que es correcta y necesaria es el pilar que la sostiene y que le da seguridad.
Ni una sola institución existe actualmente que no esté basada en la creencia popular de que es buena y beneficiosa.
Veamos un caso; los Estados Unidos, por ejemplo. Pregúntate por qué la propaganda revolucionaria ha tenido tan poco efecto en ese país, a pesar de los cincuenta años de esfuerzo socialista y anarquista. ¿No está el obrero americano más intensamente explotado que el trabajador en otros países? ¿Es la corrupción política tan desenfrenada en algún otro país? ¿No es la clase capitalista en América la más arbitraria y despótica en el mundo? Es verdad que el obrero en los Estados Unidos está mejor situado materialmente que en Europa, pero ¿no es tratado al mismo tiempo con la más extrema brutalidad y terrorismo en cuanto que muestra el menor descontento? Y, sin embargo, el obrero americano permanece fiel al gobierno y es el primero en defenderlo contra las críticas. El es todavía el campeón más ferviente de las «grandes y nobles instituciones del país más grande en la tierra». ¿Por qué? Porque cree que son sus instituciones, que él, como ciudadano soberano y libre, las está dirigiendo y que él podría, si lo deseara, cambiarlas. Es su fe en el orden existente lo que constituye la seguridad más grande de éste contra la revolución. Su fe es estúpida e injustificada, y algún día se vendrá abajo, y con ella el capitalismo y el despotismo americanos. Pero mientras que persista esa fe, la plutocracia está segura contra la revolución.
A medida que se amplían y desarrollan las mentes de los hombres, a medida que avanzan hacia nuevas ideas y pierden la fe en sus antiguas creencias, las instituciones comienzan a cambiar y en último término quedan eliminadas. El pueblo progresa en la comprensión de que sus puntos de vista anteriores eran falsos, que no eran la verdad, sino prejuicio y superstición.
De esta forma, muchas ideas, que una vez fueron consideradas como verdaderas, han llegado a ser consideradas como falsas y depravadas. Así ocurrió con las ideas del derecho divino de los reyes y con las ideas de la esclavitud y la servidumbre. Hubo un tiempo cuando el mundo entero creía que esas instituciones eran correctas, justas e inmutables. En la medida en que esas supersticiones y falsas creencias fueron combatidas por pensadores avanzados, quedaron desacreditadas y perdieron su sostén en el pueblo, y finalmente quedaron abolidas las instituciones que incorporaban esas ideas. Los intelectuales te dirán que «pervivían más allá de su utilidad» y que, por consiguiente, «murieron». Pero, ¿cómo es que «pervivían» a su «utilidad»? ¿A quiénes eran útiles y cómo «murieron»?
Sabemos ya que eran útiles tan sólo a la clase dominante y que fueron suprimidas mediante las sublevaciones y revoluciones populares.
¿Por qué las instituciones viejas y caducas no «desaparecen» y mueren de una manera pacífica?
Por dos razones. En primer lugar, porque algunos piensan más rápidamente que otros. De este modo ocurre que una minoría en un determinado lugar avanza en sus puntos de vista más rápidamente que el resto. Cuanto más imbuida quede esa minoría con las nuevas ideas, cuanto más convencida esté de su verdad y cuanto más fuertes se sientan a sí mismos más rápidamente tratarán de realizar sus ideas; y eso ocurre de ordinario antes de que la mayoría haya llegado a ver la nueva luz. De modo que la minoría tiene que luchar contra la mayoría que todavía se aferra a los viejos puntos de vista y a las viejas condiciones.
En segundo lugar, por la resistencia de los que tienen el poder. No constituye diferencia alguna si se trata de la Iglesia, el rey o el emperador, un gobierno democrático o una dictadura, una república o una autocracia; los que tienen la autoridad lucharán desesperadamente para retenerla tanto como puedan esperar que tienen la mayor posibilidad de éxito, y cuanta más ayuda reciban de la mayoría atrasada en sus pensamientos, tanto mejor pueden; ellos mantener la lucha. De ahí la furia de la revuelta y la revolución.
La desesperación de las masas, su odio contra los responsables de su miseria y la determinación de los señores de la vida de perseverar en sus privilegios y en su dominio se combinan para producir la violencia de las sublevaciones y rebeliones populares.
Pero una rebelión ciega, sin objetivo y propósito definidos, no es revolución alguna. La revolución es la rebelión que se convierte en consciente de sus objetivos. La revolución es social cuando se esfuerza por un cambio fundamental. Puesto que la base de la vida es la economía, la revolución social significa la reorganización de la vida industrial y económica del país y, consiguientemente, la reorganización también de la completa estructura de la sociedad.
Pero hemos visto que la estructura social descansa sobre la base de las ideas, lo que implica que el cambio de la estructura presupone el cambio de las ideas. En otras palabras, las ideas sociales deben cambiarse primero, antes de que se pueda edificar una nueva estructura social.
La revolución social, por consiguiente, no es una casualidad, no es un acontecimiento repentino. No hay nada repentino en ella, pues las ideas no cambian repentinamente. Crecen lentamente, gradualmente, como la planta o la flor. De ahí que la revolución social es un resultado, un desarrollo, lo que significa que es revolucionaria. Se desarrolla hasta el punto en que un considerable número de gente ha abrazado las ideas y están dispuestos a ponerlas en práctica. Cuando intentan hacer eso y se encuentran con una oposición, entonces la evolución lenta, tranquila y pacífica se convierte en rápida, militante y violenta. La evolución se transforma en revolución.
Graba entonces en la mente que evolución y revolución no son dos cosas separadas y diferentes. Menos aún son ellas dos cosas opuestas, como algunos creen erróneamente. La revolución es meramente el punto de ebullición de la evolución.
Puesto que la revolución es la evolución en su punto de ebullición, tú no puedes «hacer» una revolución real, como tampoco puedes apresurar la ebullición de una tetera. Es el fuego que se encuentra debajo lo que la hace hervir, la rapidez con la que llegará al punto de ebullición dependerá de lo fuerte que sea el fuego.
Las condiciones económicas y políticas de un país son el fuego bajo la olla de la evolución. Cuanto peor sea la opresión, tanto mayor será el descontento del pueblo, tanto más fuerte será la llama. Esto explica que los fuegos de la revolución social barrieran Rusia, el país más tiránico y más atrasado, en lugar de hacerlo con América, donde el desarrollo industrial ha alcanzado casi su punto álgido, y eso a pesar de todas las demostraciones eruditas en contra provenientes de Karl Marx.
Vemos, entonces, que las revoluciones, aunque no se pueden hacer, pueden ser apresuradas por ciertos factores, concretamente, por la presión desde arriba, por una opresión política y económica más intensa y por una presión desde abajo, por una mayor ilustración y agitación. Estas difunden las ideas, fomentan la evolución y con ello también la llegada de la revolución.
Pero la presión desde arriba, aunque apresure la revolución, puede causar también su fracaso, porque tal revolución es capaz de estallar antes de que él, proceso de evolución haya avanzado suficientemente. Al llegar prematuramente, como sería el caso, se apagaría en una mera rebelión; es decir, sin un fin y objetivo claro y consciente. En el mejor de los casos, la rebelión puede conseguir tan sólo un cierto alivio temporal; sin embargo, las causas reales de la contienda permanecerían intactas y continuarían operando el mismo efecto, continuarían causando una insatisfacción y rebelión ulteriores.
Resumiendo lo que he dicho sobre la revolución, tenemos que llegar a la conclusión de que:
Una revolución social es una revolución que cambia por completo la base de la sociedad, su carácter político, económico y social;
Un cambio así debe tener lugar primero en las ideas y opiniones del pueblo, en las mentes de los hombres;
La opresión y la miseria pueden apresurar la revolución, pero pueden de ese modo también hacerla fracasar, porque la falta de preparación evolutiva haría imposible su realización efectiva;
Sólo puede ser fundamental, social y tener éxito aquella revolución que sea la expresión de un cambio básico en las ideas y en las opiniones.
De esto se sigue obviamente que la revolución social tiene que ser preparada. Preparada en el sentido de fomentar el proceso evolutivo, de ilustrar al pueblo sobre los males de la sociedad presente y convencerle de lo deseable y posible, lo justo y practicable que sería una vida social basada en la libertad. Preparada, además, haciendo que las masas constaten muy claramente precisamente lo que ellas necesitan y cómo hacer que eso se realice.
Una preparación tal no es sólo un paso preliminar absolutamente necesario. Ahí se encuentra también la seguridad de la revolución, la única garantía de que cumplirá sus objetivos.
El destino de la mayoría de las revoluciones ─como resultado de su falta de preparación─ ha sido el quedar desviada de su objetivo principal, que se abuse de ella y que llevase a caminos sin salida. Rusia es la mejor ilustración reciente de esto, la revolución de febrero, que trataba de suprimir la autocracia, tuvo un éxito completo; el pueblo sabía exactamente lo que deseaba, concretamente la abolición del zarismo. Todas las maquinaciones de los políticos, toda la oratoria y las intrigas de los Lvov y Miliukov ─los líderes «liberales» de aquellos días─ no pudieron salvar el régimen de los Romanov frente a la voluntad inteligente y consciente del pueblo. Fue esta clara comprensión de sus objetivos lo que hizo que la Revolución de febrero tuviera un éxito completo ─recuérdalo─ casi sin ningún derramamiento de sangre.
Además, ni las exhortaciones ni las amenazas del gobierno provisional pudieran valer a la determinación del pueblo de terminar la guerra. Los ejércitos abandonaron el frente y de ese modo terminaron en asunto mediante su propia acción directa. La voluntad de un pueblo consciente de sus objetivos vence siempre.
Fue de nuevo la voluntad del pueblo, su finalidad resuelta de apoderarse de la tierra lo que aseguró para el campesino la tierra que necesitaba. De modo semejante, los obreros de las ciudades, como lo hemos mencionado repetidamente antes, se apoderaron ellos mismos de las fábricas y de la maquinaria de la producción.
Hasta ese momento la Revolución rusa fue un completo éxito. Pero en el momento en que a las masas les faltó la conciencia de un objetivo definido comenzó la derrota. Ese es siempre el momento en que los políticos y los partidos políticos se meten para explotar la revolución en favor de sus propios intereses o para experimentar en ella sus teorías. Esto sucedió en Rusia como había ocurrido en muchas revoluciones previas. El pueblo había peleado una buena batalla, los partidos políticos pelearon por los despojos para detrimento de la revolución y para ruina del pueblo.
Esto es, entonces, lo que tuvo lugar en Rusia. El campesino, habiendo conseguido la tierra, no tuvo las herramientas y la maquinaria que necesitaba. El obrero, habiendo tomado posesión de la maquinaria y de las fábricas, no sabía como manejarlas para realizar sus objetivos. En otras palabras, no tenía la experiencia necesaria para organizar la producción, y no podía dirigir la distribución de las cosas que estaba produciendo.
Sus propios esfuerzos, los del obrero, los del campesino y los del soldado, habían suprimido el zarismo, habían paralizado el gobierno, habían detenido la guerra y habían abolido la propiedad privada sobre la tierra y la maquinaria. Para eso él estaba preparado durante años de educación y agitación revolucionarias. Pero, para no más que eso. Y puesto que no estaba preparado para más, donde cesaba su conocimiento y faltaba un objetivo definido, allí se metía el partido político y arrebataba los asuntos de las manos de las masas que habían hecho la revolución. La política reemplazo la reconstrucción económica y de ese modo doblaron a muerte sobre la revolución social; pues el pueblo vive del pan, de la economía, no de la política. El alimento y las provisiones no se crean mediante el decreto de un partido o de un gobierno. Los edictos legislativos no eran la tierra; las leyes no hacen girar las ruedas de la industria. El descontento, la contienda y el hambre siguieron las pisadas de la coerción y la dictadura del gobierno. Una vez más, como siempre, la política y la autoridad se mostraron como el pantano en el que se extinguieron los fuegos revolucionarios.
Aprendamos esta lección extremadamente vital: una completa comprensión por parte de las masas de los verdaderos objetivos de la revolución significa el éxito. Llevar a cabo su voluntad consciente mediante sus propios esfuerzos garantiza el desarrollo correcto de la nueva vida. Por otra parte, la falta de esta comprensión y de esta preparación supone una derrota cierta, bien a manos de la reacción o bien mediante las teorías experimentales de los llamados partidos políticos amigos.
Preparemos, entonces.
¿Qué y cómo?
«¡Preparar para la revolución!», exclama tu amigo. «¿Es eso posible?»
Sí. No sólo es posible sino absolutamente necesario.
«¿Te refieres a la preparación secreta, a bandas armadas y a hombres para dirigir la lucha?», preguntas.
No, amigo mío no se trata en absoluto de eso.
Si la revolución social significara tan sólo batallas callejeras y barricadas, entonces los preparativos que tienes en cuenta serían lo apropiado. Pero la revolución no significa eso; al menos la fase de lucha de ella es la parte más pequeña y menos importante.
La verdad es que en los tiempos modernos la revolución ya no significa más barricadas. Estas pertenecen al pasado. La revolución social es un asunto muy diferente y más esencial; implica la reorganización de la vida entera de la sociedad. Estarás de acuerdo en que esto ciertamente no se puede realizar meramente combatiendo.
Por supuesto, tienen que ser apartados los obstáculos en el camino de la reconstrucción social. Esto quiere decir que los medios de esa reconstrucción tienen que ser conseguidos por las masas. Esos medios se encuentran actualmente en las manos del gobierno y del capitalismo, y éstos resistirán cualquier esfuerzo por privarlos de su poder y sus posesiones. Esa resistencia supondrá una lucha. Pero recuerda que la lucha no es lo principal, no es el objetivo, no es la revolución. Es solamente el prefacio, los preliminares de ella.
Es muy necesario que tú tengas esto claro. La mayoría de la gente tiene nociones muy confusas sobre la revolución. Para ellos la revolución significa peleas, destrucción de cosas, destrozos. Es lo mismo que si el arremangarte las mangas para el trabajo lo consideraran como el trabajo mismo que tienes que hacer. La parte de lucha de la revolución es meramente el arremangarte tus mangas. La tarea real, efectiva está por delante.
¿Cuál es esa tarea? «La destrucción de las condiciones existentes», replicas. Es verdad. Pero las condiciones no se destruyen mediante ruptura y destrozo de las cosas. No puedes destruir la esclavitud asalariada destrozando la maquinaria de las fábricas, ¿no te parece? No destruirás al gobierno incendiando la Casa Blanca.
Pensar en la revolución en términos de violencia y destrucción es interpretar mal y falsificar toda la idea sobre ella. En la aplicación práctica una concepción así es seguro que lleva a resultados desastrosos.
Cuando un gran pensador, como el famoso anarquista Bakunin, habla de la revolución como destrucción, tiene en la mente las ideas de autoridad y de obediencia que tienen que ser destruidas. Por esta razón dijo él que la destrucción significa construcción, pues destruir una creencia falsa es ciertamente el trabajo más constructivo.
Pero el hombre medio, y con demasiada frecuencia también el revolucionario, irreflexiblemente habla de la revolución como algo que es exclusivamente destructivo en el sentido fisco de la palabra. Esta es una idea falsa y peligrosa. Cuanto antes nos deshagamos de ella tanto mejor.
La revolución y particularmente la revolución social, no es destrucción sino construcción. Esto no se puede ponderar suficientemente, y a no ser que claramente caigamos en cuenta de eso, la revolución permanecerá solamente destructiva y de ese modo será siempre un fracaso. Naturalmente la revolución está acompañada por la violencia, pero lo mismo podrías decir que la construcción de una nueva casa en lugar de una vieja es destructivo, porque tienes primero que derribar la vieja. La revolución es el punto culminante de un determinado proceso revolucionario, comienza con un levantamiento violento. Es el arremangarte preparatorio al comienzo del trabajo efectivo.
Ciertamente, considera lo que tiene que hacer la revolución social, lo que tiene que realizar y te darás cuenta de que viene no para destruir sino para edificar.
¿Qué hay realmente que destruir?
¿La riqueza de los ricos? No, eso es algo que deseamos que toda la sociedad lo disfrute.
¿La tierra, los campos, las minas de carbón, los ferrocarriles, las fábricas, las empresas y las tiendas? Estas cosas no deseamos destruirlas sino hacerlas útiles para todo el pueblo.
Los telégrafos, teléfonos, los medios de comunicación y distribución, ¿deseamos destruirlos? No, queremos que ellos sirvan a las necesidades de todos.
¿Qué es entonces lo que tiene que destruir la revolución social? Es el tomar posesión de las cosas para beneficio general no el destruirlas. Es el reorganizar las condiciones para el bienestar público.
El fin de la revolución no es destruir, sino reconstruir y reedificar.
Por esta razón se necesita la preparación, porque la revolución social no es el Mesías bíblico que ha de realizar su misión mediante un simple edicto o una orden. La revolución trabaja con las manos y el cerebro de los hombres, y éstos tienen que comprender los objetivos de la revolución, de modo que sean capaces de llevarlos a cabo. Tendrán que saber lo que desean y cómo realizarlo. El camino para conseguirlo estará indicado por los objetivos que hay que alcanzar. Pues el fin determina los medios, del mismo modo que tenemos que sembrar una determinada simiente para cultivar lo que necesitas.
¿Cuál tiene que ser, entonces, la preparación para la revolución social?
Si tu objetivo es conseguir la libertad, tienes que aprender a actuar sin autoridad y compulsión. Si tienes la intención de vivir en paz y armonía con tus prójimos, tú y ellos tenéis que cultivar la fraternidad y el respeto mutuo. Si deseas trabajar junto con ellos para el beneficio mutuo, tienes que practicar la cooperación. La revolución social significa mucho más que la mera reorganización de las condiciones: significa el establecimiento de nuevos valores humanos y nuevas relaciones sociales, un cambio de actitud del hombre para con el hombre, como un ser libre e independiente para con su igual; significa un espíritu diferente en la vida individual y colectiva, y ese espíritu no puede nacer de repente. Es un espíritu que tiene que ser cultivado, que tiene que ser alimentado y formado, como ocurre con la flor más delicada, pues ciertamente es la flor de una existencia nueva y hermosa.
No te engañes a ti mismo con la noción estúpida de que «las cosas se pondrán en orden por sí mismas». Nada se pone en orden nunca por sí mismo, y menos que nada en las relaciones humanas. Son los hombres los que ponen en orden las cosas y lo hacen de acuerdo con su actitud y su comprensión de las cosas.
Las situaciones nuevas y las condiciones cambiantes nos hacen sentir, pensar y actuar de una manera diferente. Pero las nuevas condiciones mismas que surgen tan sólo como un resultado de los nuevos sentimientos e ideas. La revolución social es una nueva condición de ese tipo. Tenemos que aprender a pensar de una manera diferente antes de que pueda llagar la revolución.
Tenemos que aprender a pensar de una manera diferente sobre el gobierno y la autoridad, pues mientras que pensemos y actuemos como ahora, existirá la intolerancia, la persecución y la opresión, incluso cuando quede abolido el gobierno organizado. Tenemos que aprender a respetar la humanidad de nuestros prójimos, no invadir su vida y no ejercer coacción sobre él, considerar su libertad tan sagrada como la nuestra, respetar su libertad y su personalidad, rechazar la compulsión en cualquier forma, comprender que la cura contra los males de la libertad es más libertad, que la libertad es la madre del orden.
Y, además, tenemos que aprender que la igualdad significa oportunidad igual, que el monopolio es su negación, y que sólo la fraternidad asegura la igualdad. Podemos aprender esto tan sólo liberándonos a nosotros mismos de las falsas ideas del capitalismo y de la propiedad, de lo mío y de lo tuyo, de la estrecha concepción de la propiedad.
Aprendiendo esto nos meteremos en el espíritu de la verdadera libertad y solidaridad, y sabemos que la libre asociación es el alma de toda realización. Nos daremos cuento entonces de que la revolución social es un trabajo de cooperación, de objetivo solidario, de esfuerzo mutuo.
Tal vez pienses que éste es un proceso demasiado lento, un trabajo que requerirá demasiado tiempo. Sí, tengo que admitir que es una tarea difícil. Pero pregúntate a ti mismo si es mejor edificar tu nueva casa rápidamente y de mala manera y que se derrumbe sobre tu cabeza, más bien que hacerlo con eficiencia, incluso si esto requiere un trabajo más largo y más duro.
Recuerda que la revolución social representa la libertad y el bienestar de toda la humanidad, que la emancipación completa y final del trabajo depende de ella. Considera también que si se hace malamente el trabajo, todo el esfuerzo y el sufrimiento que supone no servirá para nada y tal vez peor aún que para nada, porque hacer una chapucería de la revolución supone colocar una nueva tiranía en lugar de la antigua, y las nuevas tiranías, precisamente porque son nuevas, tienen nuevo vigor. Esto significa que se forjan nuevas cadenas que son más fuertes que las antiguas.
Considera también que la revolución social que consideramos tiene que realizar el trabajo que han estado esforzándose por realizar muchas generaciones de hombres, pues la historia entera del hombre ha sido una lucha de la libertad contra la servidumbre, una lucha del bienestar social contra la pobreza y la miseria, una lucha de la justicia contra la iniquidad. Lo que denominamos progreso ha sido una marcha penosa pero continua en la dirección de limitar la autoridad y el poder del gobierno y en la dirección de incrementar los derechos y las libertades del individuo, de las masas. Ha sido una lucha que ha durado miles de años. La razón de que haya tardado tanto tiempo ─y todavía no ha terminado─ es porque la gente no sabía cuál era la dificultad real; ellos luchaban contra esto y en favor de aquello, cambian los reyes y formaban nuevos gobiernos, deponían a un gobernante para poner a otro, y expulsaban a un opresor «extranjero» tan sólo para soportar el yugo de un opresor nativo, abolían una forma de tiranía, como la de los zares, y se sometían a la tiranía de la dictadura de un partido, y siempre y constantemente derramaban su sangre y sacrificaban heroicamente sus vidas con la esperanza de conseguir la libertad y el bienestar.
Pero tan sólo se aseguraban nuevos amos, porque por muy desesperada y noblemente que hubieran luchado, nunca tocaban la fuente real de los problemas, el principio de la autoridad y el gobierno. No sabían que ésa era la fuente de la esclavitud y de la opresión y, por tanto, nunca consiguieron ganar la libertad.
Pero ahora comprendemos que la verdadera libertad no es una cuestión de cambiar reyes o gobernantes. Sabemos que debe desaparecer todo el sistema de amos y esclavos, que el esquema social completo está equivocado, que tiene que ser abolido el gobierno y la compulsión, que tienen que ser desarraigados los fundamentos mismos de la autoridad y de monopolio. ¿Piensas todavía que puede ser demasiado difícil cualquier clase de preparación para una tarea tan grande?
Reconozcamos, entonces, plenamente la importancia que tiene preparar para la revolución social y preparar para ella en forma correcta.
«¿Pero cuál es la forma correcta?», preguntas. «¿Y quién tiene que prepararla?»
¿Quién tiene que prepararla? Ante todo, tú y yo, los que están interesados en el éxito de la revolución, los que desean ayudar a que se realice. Y tú y yo significa todo hombre y mujer; al menos todo hombre y mujer decentes, todo el que odie la opresión y ame la libertad, todo el que no pueda soportar la miseria y la injusticia que llenan el mundo actual.
Y, sobre todo, aquellos que más sufren a causa de las condiciones existentes, a causa de la esclavitud asalariada, a causa de la sujeción y la indignidad.
«Los obreros, por supuesto», dices. Sí, los obreros. Como las peores víctimas de las instituciones presentes, es en el propio interés de ellos el abolirlas. Se ha dicho con verdad que «la emancipación de los trabajadores tiene que ser realizada por los trabajadores mismos», pues ninguna otra clase social lo hará por ellos. Sin embargo, la emancipación del trabajo significa al mismo tiempo la redención de la sociedad entera, y esa es la razón por la que algunos hablan de la «misión histórica» del trabajo, que sería realizar esa época mejor.
Pero «misión» es una palabra incorrecta. Sugiere un deber o una tarea impuesta a uno desde fuera por algún poder externo. Es una concepción falsa y que desorienta, es esencialmente una concepción religiosa, un sentimiento metafísico. Ciertamente, si la emancipación del trabajo es una «misión histórica», entonces la historia procurará que se lleve a cabo, sin que tenga importancia lo que nosotros pensemos, sintamos o hagamos al respecto. Esta actitud hace innecesario y superfluo el esfuerzo humano, porque «será lo que tiene que ser». Una noción fatalista así destruye toda iniciativa y toda utilización de la propia mente y de la propia voluntad.
Es una idea peligrosa y dañina. No existe poder fuera del hombre, que pueda liberarte no existe nada que pueda encargarte ninguna «misión». Ni el cielo ni la historia pueden hacer eso; la historia es la narración de lo que ha sucedido. Puede enseñar una lección, pero no puede imponer una tarea. No se trata de la «misión», sino del interés del proletariado por emanciparse a sí mismo de la esclavitud. Si los trabajadores no se esfuerzan por ello consciente y activamente, no «ocurrirá» nunca. Es necesario liberarnos de la noción estúpida y falsa de las «misiones históricas». Las masas pueden alcanzar la libertad sólo mediante su desarrollo hasta conseguir una verdadera realización de su posición presente, mediante la visión de sus posibilidades y poderes, mediante el aprendizaje de la unidad y la cooperación y mediante la práctica de estas cosas. Consiguiendo esto, habrán liberado también al resto de la humanidad.
A causa de esto la lucha del proletariado es algo que concierne a cada uno, y todos los hombres y mujeres sinceros debían por ello estar al servicio de los trabajadores en su gran tarea. Ciertamente, aunque tan sólo los trabajadores puedan realizar el trabajo de emancipación, ellos necesitan la ayuda de otros grupos sociales. Pues tienes que recordar que la revolución afronta el difícil problema de reorganizar el mundo y construir una nueva civilización, un trabajo que requerirá la integridad revolucionaria más grande y la inteligente cooperación de todos los elementos con buena voluntad y que amen la libertad. Sabemos ya que la revolución social no es solamente una cuestión de abolir el capitalismo. Podríamos arrojar el capitalismo, como fue eliminado el feudalismo, y todavía permanecer esclavos como antes. En lugar de ser, como ahora, los esclavos del monopolio privado, podríamos convertirnos en los siervos del capitalismo del Estado, como ha sucedido con el pueblo de Rusia, por ejemplo, y tal como está ocurriendo en Italia y en otros países.
La revolución social ─no hay que olvidarlo nunca─ no consiste en cambiar una forma de sujeción por otra, sino que es la supresión de todo aquello que puede esclavizarte y oprimirte.
Una revolución política puede ser realizada con éxito mediante una minoría conspirativa, que reemplace una facción dirigente por otra. Pero la revolución social no es un mero cambio político: es una fundamental transformación económica, ética y cultural. Una minoría conspirativa o un partido político que emprenda un trabajo así tiene que afrontar la oposición activa y pasiva de la gran mayoría y, por ello, tiene que degenerar convirtiéndose en un sistema de dictadura y de terror.
Frente a una mayoría hostil, la revolución social está condenada al fracaso desde su mismo comienzo. Esto significa, entonces, que el primer trabajo preparatorio de la revolución consiste en conquistar a las masas en general en favor de la revolución y de sus objetivos, conquistándolas, al menos, hasta el punto de neutralizarlas, de transformarlas de enemigos activos en simpatizantes pasivos, de modo que no luchen contra la revolución, incluso si no luchan en favor de ella.
El trabajo actual, positivo, de la revolución social debe ser llevado a cabo, por supuesto, por los trabajadores mismos; por el pueblo trabajador. Y aquí permítasenos recordar que no es sólo la mano de obra de las fábricas la que pertenece al trabajo sino también el trabajador campesino igualmente. Algunos radicales se sienten inclinados a poner demasiados énfasis en el proletariado industrial, ignorando casi la existencia del trabajador agrícola. Sin embargo, ¿qué podría realizar el obrero de fábrica sin el agricultor? La agricultura es la fuente primaria de la vida, y la ciudad perecería de hambre a no ser por el campo. Es ocioso comparar al obrero industrial con el trabajador de campo o discutir su valor relativo. Ninguno puede actuar sin el otro; ambos son igualmente importantes en el esquema de la vida e igualmente importantes en la revolución y en la construcción de una nueva sociedad.
Es verdad que la revolución estalla primero en las localidades industriales más bien que en las agrícolas. Esto es natural, puesto que aquéllas son centros más grandes de la población trabajadora y, por consiguiente, también del descontento popular. Pero si el proletariado industrial es la vanguardia de la revolución, entonces el trabajador agrícola en su espina dorsal. Si esta última es débil o se rompe, la vanguardia, la revolución misma, está perdida.
Por consiguiente, el trabajo de la revolución social se encuentra en las manos de ambos, del obrero industrial y del trabajador agrícola. Desgraciadamente, hay que admitir que existe demasiado poco entendimiento y casi ninguna amistad o directa cooperación entre los dos. Peor que eso ─y sin duda resultado de eso─, existe un cierto desagrado y antagonismo entre los proletarios del campo y de la fábrica. El hombre de ciudad tiene demasiado poco aprecio por el esfuerzo duro y exhaustivo del campesino. Este último se resiente instintivamente de ello; además, al no serle familiar el trabajo arduo y con frecuencia peligroso de la fábrica, el campesino está muy inclinado a considerar al obrero de ciudad como un vago. Es absolutamente vital un acercamiento más estrecho y una mejor comprensión entre ambos. El capitalismo no se esfuerza tanto en la división del trabajo como en la división de los trabajadores. Trata de incitar raza contra raza, la mano de obre de fábrica contra el campesino, el trabajador contra el especialista, a los trabajadores de un país contra los de otro. La fuerza de la clase explotadora se encuentra en una clase trabajadora disminuida, dividida. Pero la revolución social requiere la unidad de las masas trabajadoras, y ante todo la cooperación del proletariado de fábrica con su hermano del campo.
Un acercamiento más estrecho de los dos es un paso importante en la preparación para la revolución social. El contacto real entre ellos es de primera necesidad. Consejos comunes, intercambio de delegados, un sistema de cooperativas y otros métodos semejantes, tenderían a formar un vínculo más estrecho y una mejor comprensión entre el obrero y el campesino.
Pero no es sólo la cooperación del proletariado de fábrica con el trabajador agrícola lo que es necesario para la revolución. Hay otro elemento absolutamente necesario en su trabajo constructivo. Se trata de la mente adiestrada del profesional.
No caigas en el terror de pensar que el mundo ha sido destruido sólo con las manos. También ha sido necesario el cerebro. De modo semejante, la revolución necesita a ambos, al hombre de músculos y al hombre de cerebro. Mucha imagina que el trabajador manual sólo puede realizar el trabajo entero de la sociedad. Esa es una idea falsa, un error muy grave que puede aportar un daño interminable. De hecho, esta concepción ha causado un gran mal en previas ocasiones y existen buenas razones para temer que puede hacer fracasar los mejores esfuerzos de la revolución.
La clase trabajadora está formada por los que ganan un salario industrial y por los trabajadores agrícolas: Pero los trabajadores requieren los servicios de los grupos profesionales, de los que organizan las industrias, de los ingenieros en electricidad y mecánica, los especialistas técnicos, los científicos, inventores, químicos, educadores, doctores y cirujanos. En resumen, el proletariado necesita absolutamente la ayuda de ciertos grupos profesionales sin cuya cooperación no es posible ningún trabajo productivo.
La mayoría de esos profesionales en realidad también pertenecen al proletariado. Son el proletariado intelectual, el proletariado del cerebro. Está claro que no constituye diferencia alguna si uno se gana su sustento con sus manos o con su cabeza. En realidad, ningún trabajo se realiza sólo con las manos o sólo con el cerebro. Se requiere la aplicación de ambos en toda clase de esfuerzo. El carpintero, por ejemplo, debe calcular, medir e imaginar en el curso de su tarea: él tiene que usar tanto la mano como el cerebro. De modo semejante, el arquitecto tiene que elaborar su plan antes de que pueda diseñarlo en el papel y ponerlo en práctica.
«Pero sólo el trabajo puede producir», objeta tu amigo. «El trabajo del cerebro no es productivo».
Falso, amigo mío. Ni el trabajo manual ni el trabajo cerebral por sí solos pueden producir algo. Ambos son necesarios, trabajando juntos, para crear algo. El albañil no puede edificar la fábrica sin los planos del arquitecto, como tampoco puede el arquitecto levantar un puente sin el herrero o el que trabaje el acero. Ninguno de los dos puede producir solo. Pero ambos juntos pueden realizar maravillas.
Además, no caigas en el error de creer que tan sólo cuenta el trabajo productivo. Hay muchos trabajos que no son directamente productivos, pero que son útiles e incluso absolutamente necesarios para nuestra existencia y nuestra comodidad y, por consiguiente, son precisamente tan importantes como el trabajo productivo.
Considera, por ejemplo, el maquinista y el conductor de ferrocarriles. Con son productores, pero son factores esenciales en el sistema de producción. Sin lo ferrocarriles y otros medios de transporte y comunicación no podríamos dirigir ni la producción ni la distribución.
La producción y la distribución son los dos puntos del mismo polo vital. El trabajo que se requiere para uno es tan importante como el que se necesita para otro.
Los que dije antes se aplica a numerosas fases del esfuerzo humano que, aunque en sí mismas no sean directamente productivas, desempeñan una parte vital en el variado proceso de nuestra vida económica y social. El hombre de ciencia, el educador, el médico y el cirujano no son productivos en el sentido industrial de la palabra. Pero el trabajo de ellos es absolutamente necesario para nuestra vida y bienestar. La sociedad civilizadora no puede existir sin ellos.
Es, por consiguiente, evidente que el trabajo útil es igualmente importante ya lo haga el cerebro o los músculos, ya sea manual o mental. Tampoco importa si es un sueldo o salario lo que uno recibe, si se paga mucho o poco, o cuales puedan ser sus opiniones políticas o sus otras opiniones.
Todos los grupos que pueden contribuir a un trabajo útil para el bienestar general son necesarios en la revolución para la construcción de la nueva vida. Ninguna revolución puede tener éxito sin su cooperación solidaria, y cuanto antes comprendamos esto tanto mejor. La reconstrucción de la sociedad implica la reorganización de la industria, el adecuado funcionamiento de la producción, el manejo de la distribución y otros numerosos esfuerzos sociales, educacionales y culturales para transformar la esclavitud y servidumbre actual en una vida de libertad y de bienestar. Sólo trabajando codo con codo el proletariado del cerebro y el proletariado de los músculos serán capaces de resolver esos problemas.
Es muy lamentable que exista un espíritu de falta de cordialidad, incluso de enemistad, entre los trabajadores manuales e intelectuales. Ese sentimiento está enraizado en la falta de comprensión, en el prejuicio y en la cerrazón de ambos lados. Es triste admitir una tendencia en ciertos círculos laborales, incluso entre algunos socialistas y anarquistas, a oponer a los obreros contra los miembros del proletariado intelectual. Una actitud así es estúpida y criminal, porque tan sólo puede producir daño al crecimiento y al desarrollo de la revolución social. Fue uno de los errores fatales de los bolcheviques durante las primeras fases de la Revolución rusa el haber opuesto deliberadamente a los asalariados contra las clases profesionales, hasta tal medida por cierto que se hizo imposible una cooperación amistosa. Un resultado directo de esa política fue el derrumbamiento de la industria por falta de esa dirección inteligente, lo mismo que la casi total suspensión de las comunicaciones por ferrocarril porque no existía una dirección experimentada. Viendo que Rusia se dirigía hacia un naufragio económico, Lenin decidió que los obreros de fábricas y los agricultores solos no podían llevar a cabo la vida industrial y agrícola del país, y que era necesaria la ayuda de los obreros profesionales. Introdujo un nuevo sistema para inducir a los técnicos a que ayudasen en el trabajo de la reconstrucción. Pero el cambio vino casi demasiado tarde, pues los años de mutuo odio y acoso también habían creado tal abismo entre el obrero manual y su hermano intelectual que se había hecho excepcionalmente difícil la mutua comprensión y cooperación. Han sido necesarios en Rusia años de esfuerzo heroico para deshacer, hasta cierto punto, los efectos de esa guerra fraticida.
Aprendamos esta lección valiosa de la experiencia rusa.
«Pero los profesionales pertenecen a las clases medias», objetas. «Y tienen una mentalidad burguesa».
Es verdad; los hombres de profesiones generalmente tienen una actitud burguesa hacia las cosas. ¿Pero no tienen también una mentalidad burguesa la mayoría de los obreros? Esto dignifica meramente que ambos están impregnados de prejuicios autoritarios y capitalistas. Son precisamente éstos los que tienen que ser arrancados mediante la ilustración y la educación del pueblo, sean esos componentes del pueblo obreros manuales o del cerebro. Ese es el primer paso en la preparación para la revolución social.
Pero no es verdad que los profesionales, como tales, necesariamente pertenezcan a las clases medias.
Los intereses reales de los denominados intelectuales están con los trabajadores más bien que con los amos. Ciertamente, la mayoría de ellos no se da cuenta de esto. Pero tampoco se sienten más a sí mismos miembros de la clase obrera el maquinista o el fogonero que reciben un salario comparativamente alto. Por sus ingresos y por su actitud también ellos pertenecen a la burguesía. Pero no son sus ingresos o sus sentimientos los que determinan a qué clase social pertenece una persona. Si el mendigo callejero se imagina ser un millonario, ¿sería por eso uno de ellos? Lo que uno se imagina que es no altera su situación real, y la situación real es que todo el que tiene que vender su trabajo es un empleado, un subordinado asalariado, uno que gana su salario, y como tal sus verdaderos intereses son los de los empleados y él pertenece a la clase obrera.
En realidad, el proletariado intelectual está incluso más subordinado a su amo capitalista que el hombre del pico y la pala. Este último puede fácilmente cambiar su lugar y su empleo. Si no le interesa trabajar para un determinado patrón puede buscar otro. El proletario intelectual, por el contrario, es mucho más dependiente de su empleo particular. Su esfera de actuación es más limitada. Al no estar capacitado para ningún oficio y al ser físicamente incapaz de servir como un jornalero, por lo general está confinado al campo comparativamente estrecho de la arquitectura, la ingeniería, el periodismo o un trabajo semejante. Esto lo coloca más a merced de su empresario y, por consiguiente, también lo inclina al lado de este último, lo mismo que lo coloca contra su compañero de trabajo más independiente en la fábrica.
Pero sea cual fuere la actitud del intelectual asalariado y dependiente, él pertenece a la clase proletaria. Sin embargo, es enteramente falso mantener que los intelectuales siempre se colocan del lado de los amos y contra los obreros. «Generalmente hacen eso», oigo que interrumpe un fanático radical. ¿Y los obreros? ¿No sostienen ellos, por lo general, a sus amos y al sistema capitalista? ¿Podría continuar ese sistema sin el apoyo de ellos? Sin embargo, sería erróneo argüir a partir de eso que los obreros se dan la mano conscientemente con sus explotadores. Tampoco es eso más verdadero referido a los intelectuales. Si la mayoría de estos últimos apoya a la clase dominante es a causa de su ignorancia social, porque ellos no comprenden sus mejores intereses propios, a pesar de toda su «intelectualidad». Del mismo modo las grandes masas de trabajadores, que de una forma semejante no son conscientes de sus verdaderos intereses, ayudan a los amos contra sus compañeros de trabajo, y algunas veces incluso en el mismo oficio y en la misma fábrica, sin hablar de su falta de solidaridad nacional e internacional. Esto prueba meramente que tanto uno como otro, el obrero manual no menos que el proletario del cerebro, necesitan los dos ilustración.
Haciendo justicia a los intelectuales, no olvidamos que sus mejores representantes se han colocado siempre del lado de los oprimidos. Ellos han defendido la libertad y la emancipación y con frecuencia eran los primeros en expresar las aspiraciones más profundas de las masas trabajadoras. En la lucha por la libertad, han luchado con frecuencia en las barricadas hombro con hombro con los obreros y han muerto defendiendo su causa.
No necesitamos mirar lejos para encontrar una prueba de esto. Es un hecho familiar que todo movimiento progresista, radical y revolucionario dentro de los últimos cien años ha estado inspirado, mental y espiritualmente, por los esfuerzos del grupo más escogido de las clases intelectuales. Los iniciadores y organizadores del movimiento revolucionario en Rusia, por ejemplo, remontándonos en un siglo, eran intelectuales, hombres y mujeres de origen y condición no proletarios. Y el amor de ellos por la libertad no era meramente teórico. Literalmente miles de ellos consagraron sus conocimientos y su experiencia, y dedicaron sus vidas, al servicio de las masas. No existe un solo país donde no hayan testificados tales hombres y mujeres nobles su solidaridad con los desheredados, exponiéndose ellos mismos a la cólera y a la persecución de su propia clase y dándose las manos con los oprimidos. La historia reciente, lo mismo que la pasada, está llena de tales ejemplos. ¿Quiénes eran los Garibaldi, los Kossuth, los Liebknecht, los Rosa Luxemburg, los Landauer, los Lenin y los Trotsky, sino intelectuales de las clases medias que se entregaron a sí mismos al proletariado? La historia de cada país y de cada revolución brilla con su entrega desinteresada a la libertad y a los trabajadores.
Recordemos estos hechos y no nos ceguemos por el prejuicio fanático y por antagonismo sin fundamento. El intelectual ha hecho un gran servicio a los trabajadores en el pasado. Dependerá de la actitud de los trabajadores hacia él en qué proporción será capaz y deseará contribuir a la preparación y a la realización de la revolución social.
Una preparación adecuada, tal como se ha sugerido en las páginas precedentes, aliviará grandemente la tarea de la revolución social y asegurará su desarrollo y su funcionamiento.
Ahora bien, ¿cuáles serán las principales funciones de la revolución?
Cada país tiene sus condiciones específicas, su propia psicología, costumbres y tradiciones y el proceso de la revolución reflejará naturalmente las peculiaridades de cada país y de su pueblo. Pero fundamentalmente todos los países son semejantes en su carácter social (más bien antisocial): sean cuales fueren las formas políticas o las condiciones económicas, están edificadas todas ellas sobre la autoridad que invade, sobre el monopolio, sobre la explotación de los trabajadores. La tarea principal de la revolución social es por ello esencialmente la misma en todas partes: la abolición del gobierno y de la desigualdad económica y la socialización de los medios de producción y distribución.
La producción, la distribución y la comunicación son las fuentes básicas de la existencia; sobre ellas descansa el poder de la autoridad coercitiva y del capital. Privados de ese poder, los gobernantes y autoridades se convierten sin más en hombres ordinarios, como tú y como yo, ciudadanos comunes entre millones de otros. Realizar eso es, por consiguiente, la función primaria y más vital de la revolución social.
Sabemos que la revolución comienza con disturbios y estallidos callejeros: es la fase inicial que implica fuerza y violencia. Pero eso es meramente el prólogo espectacular de la revolución real. La larga miseria y afrenta sufrida por las masas estalla en desorden y tumulto, la humillación y la injusticia, mansamente soportadas durante décadas, descargan en actos de furia y de destrucción. Esto es inevitable, y es únicamente la clase de los amos la que es responsable de este carácter preliminar de la revolución. Pues es incluso más verdad social que individualmente de «siembra vientos recogerá tempestades»; cuanto más grande sea la opresión y la miseria a la que hayan estado sometidas las masas, tanto más ferozmente estallará la tormenta social. Toda la historia lo prueba, pero los señores de la vida nunca han escuchado su voz de advertencia.
Esta fase de la revolución es de corta duración. La sigue de ordinario la destrucción más consciente, pero todavía espontánea, de las ciudades de la autoridad, los símbolos visibles de la violencia y la brutalidad organizadas: cárceles, jefaturas de policía y otros edificios gubernamentales son atacados, los presos son liberados, se destruyen documentos legales. Es la manifestación de la justicia popular instintiva. Así, uno de los primeros gestos de la Revolución francesa fue la demolición de la Bastilla. De modo semejante, en Rusia fueron asaltadas las cárceles y fueron liberados los presos al comienzo de la revolución.[24] La sana intuición del pueblo ve justamente en los presos desgraciados sociales, víctimas de las condiciones y simpatiza con ellos como tales. Las masas consideran los tribunales y los registros como instrumentos de la injusticia de clase y éstos son destruidos al comienzo de la revolución y con razón.
Pero este estadio para rápidamente; la ira del pueblo se apaga pronto. Simultáneamente la revolución comienza su trabajo constructivo.
«¿Realmente piensas que la reconstrucción podría comenzar tan pronto?», preguntas.
Amigo mío, tienen que comenzar inmediatamente. De hecho, cuanta más ilustración hayan recibido las masas, cuanto más claramente constaten los trabajadores sus objetivos y cuanto mejor estén preparados para llevarlos a cabo, tanto menos destructora será la revolución y tanto más rápida y efectivamente comenzará el trabajo de reconstrucción.
«¿No eres demasiado optimista?»
No, no lo creo. Estoy convencido de que la revolución social no va a «ocurrir sin más». Tendrá que ser preparada, organizada. Sí, ciertamente, organizada, lo mismo que se organiza una huelga. En realidad, será una huelga, la huelga de los trabajadores unidos de un país entero, una huelga general.
Detengámonos un momento y consideremos esto.
¿Cómo te imaginas que se pueda luchar en una revolución de estos días de tanques blindados, gas envenenado y aviones militares? ¿Crees que las masas desarmadas y sus barricadas podrían resistir la artillería de enorme poder y las bombas arrojadas a ellas desde los aviones? ¿Podrían los trabajadores luchar contra las fuerzas militares del gobierno y del capital?
Es ridículo frente a eso, ¿no es así? Y no menos ridícula es la sugerencia de que los trabajadores deberían formar sus propios regimientos, sus «tropas de choque» o un «frente rojo», como los partidos comunistas te aconsejan que hagas. ¿Serán capaces tales cuerpos proletarios de resistir a los ejércitos adiestrados del gobierno y a las tropas privadas del capital? ¿Tendrán la menor posibilidad?
Basta formular una proposición así para que se muestre en toda su locura imposible. Significaría simplemente enviar a miles de trabajadores a una muerte cierta.
Es hora de acabar con esta idea anticuada de revolución. Actualmente el gobierno y el capital están demasiado bien organizados en el sentido militar como para que los trabajadores sean alguna vez capaces de poder con ellos. Sería criminal intentarlo, sería una locura incluso pensar en ello.
La fuerza de los trabajadores no está en el campo de batalla. Se encuentra en el taller, en la mina y en la fábrica. Allí reside su poder que ningún ejército en el mundo puede derrotar y ninguna acción humana puede conquistar.
En otras palabras, la revolución social sólo puede tener lugar por media de la huelga general. La huelga general, correctamente entendida y plenamente llevada a cabo, es la revolución social. De esto se dio cuenta el gobierno británico mucho más rápidamente que los trabajadores cuando se declaró la huelga general en Inglaterra en mayo de 1926. «Esto significa la revolución», dijo el gobierno, en efecto, a los líderes de la huelga. Con todos sus ejércitos y sus naves las autoridades eran impotentes frente la situación. Puedes disparar y matar a la gente, pero no puedes dispararle para que trabajen. Los mismos líderes laborales estaban asustados ante la idea de que la huelga general supusiese realmente la revolución.
El capital y el gobierno británico ganaron en la huelga, no por la fuerza de las armas, sino por la falta de inteligencia y de coraje por parte de los líderes laborales y porque los trabajadores ingleses no estaban preparados para las consecuencias de la huelga general. En realidad, la idea era algo totalmente nuevo para ellos. Nunca se habían interesado antes en ella, nunca habían estudiado su importancia y sus posibilidades. Se puede decir con seguridad que una situación semejante en Francia se habría desarrollado de una manera bastante diferente, porque en ese país los trabajadores estaban familiarizados desde hacía años con la huelga general como un arma proletaria revolucionaria.
Es sumamente importante constatar que la huelga general es la única posibilidad de una revolución social. En el pasado la huelga general se ha propagado a varios países sin el énfasis suficiente en que su significado real es la revolución, que es el único camino práctico hacía ella. Es hora de que aprendamos esto y cuando lo hagamos la revolución social dejará de ser la una cantidad vaga y desconocida. Se convertiría en una actualidad, en un método y un fin definidos, en un programa cuyo primer paso en que el trabajo organizado se apodere de las industrias.
«Comprendo ahora por qué has dicho que la revolución social significa construcción más bien que destrucción», anota tu amigo.
Me agrada que lo digas. Si me has seguido hasta aquí, estarás de acuerdo en que la cuestión de apoderarse de las industrias no es algo que pueda dejarse a la suerte ni puede llevarse a cabo de una manera fortuita. Sólo se puede realizar de una forma bien planificada, sistemática y organizada. Tú solo no lo puedes hacer, tampoco yo solo, ni cualquier otro hombre, sea un trabajador, un Ford o el Papa de Roma. No hay hombre o grupo de hombres que pueda conseguirlo, excepto los trabajadores mismos, pues le incumbe a los trabajadores operar las industrias. Pero incluso los trabajadores no pueden hacerlo, a no ser que estén organizados y organizados precisamente para tal empresa.
«Pero yo pensé que eras un anarquista», interrumpe tu amigo.
Los soy.
«He oído decir que los anarquistas no creen en la organización».
Supongo que lo habrás oído, pero ése es un viejo argumento. Cualquiera que te diga que los anarquistas no creen en la organización está diciendo tonterías. La organización lo es todo y todo es organización. Toda la vida es organización, consciente o inconsciente. Cada nación, cada familia e incluso cada individuo es organización u organismo. Cualquier parte de cualquier cosa viva está organizada de tal forma que la totalidad trabaja en armonía. En caso contrario, los diferentes órganos no podrían funcionar adecuadamente y no podría existir la vida.
Pero hay organización y desorganización. La sociedad capitalista está tan malamente organizada que sufren sus diversos miembros; del mismo modo que cuando te duele en alguna parte, todo tu cuerpo lo siente y estás enfermo.
Hay organizaciones que son dolorosas, porque son enfermas, y organizaciones que son alegres, porque suponen salud y fuerza. Una organización está enferma o es mala cuando descuida o suprime a cualquiera de sus órganos o miembros. En el organismo sano todas sus partes son igualmente valiosas y no se discrimina contra ninguna. La organización basada en la compulsión, que coacciona y fuerza, es mala y enfermiza. La organización libertaria, formada voluntariamente y en la que cada miembro es libre e igual, es un cuerpo sano y puede actuar bien. Una organización así es una unión libre de partes iguales. Es la clase de organización en la que creen los anarquistas.
Así tiene que ser la organización de los trabajadores si el trabajo tiene que tener un cuerpo sano, un cuerpo que pueda operar con efectividad.
Esto significa, ante todo, que ningún miembro singular de la organización o de la unión puede ser discriminado con impunidad, ni puede ser suprimido o ignorado. Hacer así sería lo mismo que ignorar un diente dolorido: te sentirás enfermo en todo tu cuerpo.
En otras palabras, el sindicato tiene que ser construido sobre el principio de la libertad igual de todos los miembros. Sólo cuando cada uno sea una unidad libre e independiente, que coopere con los otros desde su propia elección a causa de los intereses mutuos, podrá tener éxito el trabajo en conjunto y se convertirá en algo poderoso.
Esta igualdad significa que no existe diferencia alguna en qué o quién es el trabajador particular: si es cualificado o no cualificado, si es albañil, carpintero, ingeniero o jornalero, si gana mucho o poco. Los intereses de todos son los mismos: todos forman una cosa, y tan sólo permaneciendo unidos pueden realizar su objetivo.
Esto significa que los obreros de la fábrica, la industria o la mina deben estar organizados como un cuerpo; pues no es una cuestión del trabajo particular que tengan, del oficio o de la rama a la que pertenezcan, sino de cuáles son sus intereses. Y sus intereses son idénticos, y contrarios a los empresarios y al sistema de explotación.
Considera tú mismo qué disparatada e ineficaz es la forma actual de la organización laboral, en que un oficio o empleo puede estar en huelga mientras que las otras ramas de la misma industria continúa trabajando. ¿No es ridículo que cuando los trabajadores de los taxis en Nueva York, por ejemplo, abandonan el trabajo, los empleados del metro, los conductores de los cabriolés y de los autobuses sigan trabajando? El objetivo principal de una huelga es suscitar una situación que obligue al empresario a ceder a las demandas de los trabajadores. Una situación así se puede crear tan sólo mediante un enlace completo de la industria en cuestión, de modo que una huelga parcial es meramente una pérdida de tiempo y de energía de los trabajadores, sin hablar del efecto moral nocivo que causa la derrota inevitable.
Piensa en las huelgas en las que tú mismo has tomado parte y en otras que conoces. ¿Venció alguna vez tu sindicato en alguna lucha, a no ser que fuera capaz de obligar a que cediera el empresario? ¿Pero cuándo fue capaz de conseguir eso? Sólo cuando el patrón sabía que los trabajadores iban en serio, que no había disensión entre ellos, que no había duda y dilatación, que estaban determinados a vencer a cualquier precio. Pero en particular cuando el empresario se sentía a sí mismo a merced del sindicato, cuando no podía hacer funcionar su fábrica o su mina frente a la actitud resuelta de los trabajadores, cuando no podía conseguir esquiroles o gente que rompiera la huelga, y cuando veía que sus intereses sufrirían más desafiando a sus empleados que concediendo sus demandas.
Está claro, entonces, que puedes forzar la sumisión sólo cuando estás resuelto, cuando tu sindicato es fuerte, cuando estás bien organizado, cuando estás unido de tal manera que el patrono no puede hacer funcionar su fábrica contra tu voluntad. Pero el empresario de ordinario es un gran fabricante o una compañía que tiene industrias o minas en diversos lugares. Supón que es un monopolio de carbón. Si no puede hacer funcionar sus minas en Pensilvania a causa de una huelga, intentará reparar sus pérdidas continuando la extracción en Virginia o en Colorado, e incrementando allí la producción. Ahora bien, si los mineros en esos estados siguen trabajando mientras que tú en Pensilvania estás en huelga, la compañía no pierde nada. Puede incluso saludar la huelga aprovechándose de ella para elevar el precio del carbón con el motivo de que escasea el suministro a causa de tu huelga. De ese modo, no sólo rompe tu huelga la compañía, sino que también influye en la opinión pública disponiéndola contra ti, porque la gente cree estúpidamente que el precio superior del carbón es realmente el resultado de tu huelga, mientras que de hecho se debe a la codicia de los propietarios de las minas.
Tú perderás tu huelga y durante algún tiempo tú y los obreros en todas partes tendéis que pagar más por el carbón y no sólo por el carbón, sino por todas las otras necesidades de la vida, porque junto con el precio del carbón se elevará el coste general de la vida.
Reflexiona, entonces, lo estúpido que es la política actual de los sindicatos al permitir que sigan trabajando otras minas, mientras que la tuya está en huelga. Los otros continúan en el trabajo y aportan una ayuda financiera a tu huelga; ¿pero no ves que su ayuda sólo sirve para destruir tu huelga, porque tienen que seguir trabajando y con ellos hacen de esquiroles, para contribuir a los fondos de tu huelga? ¿Puede algo ser más absurdo y criminal?
Y esto sigue siendo verdad de cualquier industria y de cualquier huelga. ¿Te puedes extrañar de que se pierda la mayoría de las huelgas? Esto ocurre en América lo mismo que en otros países. Tengo ante mí el Blue Book[25], que se acaba de publicar en Inglaterra bajo el título de Labor Statistics. Los datos prueban que las huelgas no conducen a victorias de los trabajadores. Las cifras para los últimos ocho años son las siguientes:
Año | Resultados en favor de los trabajadores | Resultados en favor de los empresarios |
---|---|---|
1927 | 61 | 118 |
1920 | 390 | 507 |
1921 | 152 | 315 |
1922 | 111 | 222 |
1923 | 187 | 182 |
1924 | 163 | 235 |
1925 | 154 | 189 |
1926 | 67 | 126 |
En la actualidad, por tanto, se pierde casi el 60% de las huelgas. De paso, considera también la pérdida de días de salario que resultan de las huelgas y que suponen que no hay salario. El número total de los días de trabajo perdidos en Inglaterra en 1912 fue de 40.890.000, lo que casi iguale la vida de 2.000 hombres, concediendo a cada uno 60 años. En 1919 el número de días de trabajo perdidos fue de 34.969.000; en 1920 de 26.568.000; en 1921 de 85.872.000; en 1926, como resultado de la huelga general, 162.233.000. Estas cifras no incluyen el tiempo y los salarios perdidos por el desempleo.
No hace falta mucha aritmética para ver que las huelgas, tal como están dirigidas actualmente, no compensan, que los sindicatos no son los vencedores en las disputas laborales.
Esto no significa, sin embargo, que las huelgas no sirvan para ningún objetivo. Por el contrario, son de gran valor: enseñan al trabajador la necesidad vital de la cooperación, de mantenerse hombro con hombro con sus compañeros y luchar unidos en la causa común. Las huelgas lo entrenan en la lucha de clase y desarrollan su espíritu de esfuerzo conjunto, de resistencia a los amos, de solidaridad y responsabilidad. En este sentido, una huelga sin éxito no es una pérdida completa. Mediante ella los trabajadores aprenden que «una ofensa a uno es algo que les concierne a todos», sabiduría práctica que encarna en el sentido más profundo de la lucha proletaria. Esto no se refiere únicamente a la batalla diaria por la mejora material, sino igualmente se refiere a todo lo que tenga que ver con el trabajador y con su existencia, y de modo particular se refiere a las cuestiones en las que están implicadas la justicia y la libertad.
Una de las cosas más estimulantes es ver que las masas se levantan a favor de la justicia social, sea cual fuere el caso que esté en juego. Pues, ciertamente, nos concierne a todos nosotros en el sentido más verdadero y más profundo. Cuanto más ilustrada consciente de sus intereses más generales llegue a ser la clase trabajadora, tanto más amplias y más universales serán sus simpatías, tanto más universal será su defensa de la justicia y de la libertad. Fue una manifestación de esta comprensión cuando los trabajadores en todos los países protestaron contra el asesinato judicial de Sacco y Vanzetti en Massachussets. Instintiva y conscientemente las masas en todo el mundo sintieron, como lo hicieron todos los hombres y las mujeres decentes, que les concernía a ellos cuando se comete un crimen así. Desgraciadamente, esa protesta, como muchas otras semejantes, se contentaban con meras resoluciones. Si el trabajo organizado hubiera recurrido a la acción, como una huelga general, no se habría ignorado sus demandas y no se habría sacrificado a las fuerzas de la reacción dos de los mejores amigos de los trabajadores y dos de los hombres más nobles.
Y lo que es igualmente importante: habría servido como una valiosa demostración del tremendo poder del proletariado, el poder que siempre vence cuando está unificado y decidido. Esto de ha probado en numerosas ocasiones en el pasado, cuando una postura resuelta de los trabajadores impidió ofensas legales planeadas, como en el caso de Haywood, Moyer y Pettibones, funcionarios de la Federación Occidental de Mineros, contra los cuales los barones del carbón del Estado de Idaho habían conspirado para enviarlos a la horca durante la huelga de los mineros en 1905. Igualmente, en 1917, fue la solidaridad de los trabajadores la que impidió la ejecución de Tom Mooney en California. La actitud de simpatía de los trabajadores organizados de América hacia México ha sido también hasta ahora un obstáculo a la ocupación militar del país por parte del gobierno de los Estados Unidos en favor de los intereses petrolíferos americanos. De modo semejante, en Europa, la acción unida de los trabajadores ha tenido éxito al obligar repetidamente a las autoridades a una gran amnistía de presos políticos. El gobierno de Inglaterra temía tanto la declarada simpatía de los trabajadores británicos por la Revolución rusa que se vio obligado a su pretendida neutralidad. Cuando los cargadores del puerto rehusaron cargar vivieres y municiones dirigidos a los ejércitos blancos, el gobierno inglés recurrió al engaño. Aseguró solemnemente a los trabajadores que los cargamentos estaban dirigidos a Francia. En el curso de mi trabajo recogiendo material histórico en Rusia, en los años 1920 y 1921, entré en posesión de documentos oficiales británicos que probaban que los cargamentos habían sido dirigidos inmediatamente desde Francia, por órdenes directas del gobierno británico, a los generales contrarrevolucionarios en el norte de Rusia, que habían establecido allí el denominado gobierno Tchaikovsky-Miller. Este incidente ─uno de muchos─ demuestra el saludable temor que tienen los poderes establecidos ante el despertar de la conciencia de clase y de la solidaridad del proletariado internacional.
Cuanto más firme lleguen a ser los trabajadores en este espíritu, tanto más efectiva será su lucha por la emancipación. La conciencia de clase y la solidaridad tienen que asumir proporciones nacionales e internacionales, antes que los trabajadores puedan alcanzar toda su fuerza. Dondequiera que exista la injusticia, dondequiera que haya persecución y opresión, ya sea en el sometimiento de las Filipinas, la invasión de Nicaragua, la esclavitud de los trabajadores en el Congo por parte de los explotadores belgas, la opresión de las masas en Egipto, China, Marruecos o la India, es asunto de los trabajadores en todas partes levantar su voz contra tales abusos y demostrar su solidaridad en la causa común de los despojados y los desheredados en todo el mundo.
Los trabajadores están avanzando lentamente hacia esta conciencia social; las huelgas y otras expresiones de simpatía son una manifestación valiosa de este espíritu. Si la mayor parte de las huelgas se pierden actualmente, es porque el proletariado no es todavía plenamente consciente de sus intereses nacionales e internacionales, no está organizado de acuerdo con los principios correctos, y no constata suficientemente la necesidad de la cooperación a escala mundial.
Tus luchas diarias por mejores condiciones asumirían rápidamente un carácter diferente, si estuvieras organizado de tal forma que cuando tu fábrica o mina fuera a la huelga, la industria entera parase; no gradualmente, sino inmediatamente, toda al mismo tiempo. Entonces el empresario estaría a tu merced, pues ¿qué podría hacer cuando no gira una sola rueda en toda la industria? El puede conseguir suficientes esquiroles para una o para unas pocas fábricas, pero no puede suministrar esquiroles a toda una industria, ni tampoco la consideraría él seguro o aconsejable. Además, la suspensión del trabajo en cualquiera de las industrias afectaría inmediatamente a un gran número de otras, porque las industrias modernas están entretejidas. La situación se convertiría en una preocupación directa de todo el país, el público se levantaría y exigiría una solución. (Actualmente, cuando tu fábrica sola se pone en huelga, nadie se preocupa y tú puedes morirte de hambre, con tal de que permanezcas tranquilo). Esa solución dependería igualmente de ti, de la fuerza de tu organización. Cuando los patronos vieran que tú conocer tu poder y que estás resuelto, cederían con la suficiente rapidez o buscarían un compromiso. Ellos estarían perdiendo millones cada día, los huelguistas podrían sabotear incluso los trabajos y la maquinaria y los empresarios estarían solamente demasiado ansiosos de «solucionar», mientras que en una huelga en una fábrica o distrito de ordinario acogen bien la situación, sabiendo por experiencia que todas las posibilidades están en contra tuya.
Reflexiona, por consiguiente, sobre la importancia que tiene de qué modo, sobre que principios está construido tu sindicato, y lo vital que es la solidaridad y la cooperación de los trabajadores en tu lucha diaria por mejores condiciones. En la unidad se encuentra la fuerza, pero esa unidad es algo que no existe y que es imposible, mientras que estés organizado por grupos de oficios, en lugar de estarlo por industrias.
No hay nada más importante y urgente que conseguir que tú y tus compañeros trabajadores veáis esto de modo inmediato, que cambiéis la forma de vuestra organización.
Pero no es sólo la forma lo que tiene que cambiar. Tu sindicato tiene que aclararse respecto a sus fines y objetivos. El trabajador debería considerar seriamente lo que realmente desea, cómo piensa conseguirlo y con qué métodos. Tiene que aprender lo que debería ser su sindicato, cómo tendría que funcionar y qué tendría que intentar realizar.
Ahora bien, ¿qué tiene que realizar el sindicato? ¿Cuáles deberían ser los fines de un sindicato auténtico?
Ante todo el objetivo del sindicato es servir a los intereses de sus miembros. Ese es su deber primario. No hay discusión en torno a eso; cada trabajador lo comprende. Si algunos rehúsan unirse a un grupo laboral es porque son demasiado ignorantes para apreciar su gran valor, en cuyo caso tienen que ser ilustrados. Pero por lo general se niegan a pertenecer al sindicato porque no tienen fe en él o están desengañados. La mayoría de los que permanecen fuera del sindicato lo hacen porque oyen mucha jactancia sobre la fuerza de los trabajadores organizados, mientras que saben, con frecuencia a partir de una experiencia amarga, que son derrotados casi en cada lucha importante. «¡Oh, el sindicato!», dicen con desprecio, «no vale para nada». Hablando con plena sinceridad, ellos tienen razón hasta cierto punto. Ellos ven cómo el capital organizado proclama la política de «open shop» y derrotan a los sindicatos, ven que los líderes laborales liquidan malamente las huelgas y traicionan a los trabajadores, ven que los miembros del sindicato, los simples afiliados, están indefensos en las maquinaciones políticas dentro y fuera del sindicato. Ciertamente, ellos no comprenden por qué es así; pero ven los hechos y se vuelven contra el sindicato.
Algunos rehúsan igualmente tener nada que ver con el sindicato porque pertenecieron en una ocasión a él, y saben el papel tan insignificante que desempeña el miembro individual, el trabajador ordinario, en los asuntos de la organización. Los líderes locales, los grupos del distrito y los grupos centrales, los funcionarios nacionales e internacionales y los jefes de la Federación Americana del Trabajo, en los Estados Unidos, «hacen toda la representación», como te dirán ellos; «tú no tienes otra cosa que hacer más que votar, y si pones objeciones saldrás volando».
Desgraciadamente tienen razón. Sabes cómo dirigen el sindicato. El afiliado ordinario tiene poco que decir. Ellos han delegado todo el poder en los líderes, y éstos se han convertido en los patronos; lo mismo que en la vida más amplia de la sociedad el pueblo ha quedado sometido a las órdenes de los que originalmente tenían que servirle, es decir, ha quedado sometido al gobierno y a sus agentes. Una vez que has hecho eso, el poder que has delegado lo usarán contra ti y contra tus propios intereses constantemente. Y entonces te lamentarás de que tus líderes «abusan de su poder». No, amigo mío, ellos no abusan de él; ellos tan sólo lo usan, pues el uso del poder lo que es en sí mismo el peor abuso.
Todo esto tiene que cambiarse si deseas realmente conseguir resultados. En la sociedad tiene que cambiarse esto quitando el poder político a tus gobernantes, aboliendo sin más ese poder. Te he probado que el poder político significa autoridad, opresión y tiranía, y que lo que necesitamos no es el gobierno político, sino la dirección racional de nuestros asuntos colectivos.
Exactamente así en tu sindicato: necesitas una administración sensata de tus asuntos. Sabemos el tremendo poder que tiene el trabajo como el creador de toda la riqueza y el sostiene al mundo. Si se organizan y unen adecuadamente, los trabajadores podrían controlar la situación, ser los dueños de ella. Pero la fuerza del trabajador no se encuentra en la sala de mítines del sindicato; se encuentra en el taller y en la fábrica, en la industria y en la mina. Es allí donde tiene que organizarse; allí, en el trabajo. Allí sabe lo que desea, cuáles son sus necesidades, y es allí donde tiene que concentrar sus esfuerzos y su voluntad. Cada taller y cada fábrica tendría que tener un comité especial para atender los deseos y las necesidades de los hombres, no de los líderes, sino de los miembros ordinarios, las necesidades de los que trabajan en el banco y en el horno, para atender las demandas y las quejas de sus compañeros de trabajo. Un comité así, al encontrarse en el sitio y al estar constantemente bajo la dirección y la supervisión de los trabajadores, no ejerce poder alguno: meramente lleva a cabo las instrucciones. Sus miembros son revocados a voluntad y se elige a otros en su lugar, de acuerdo con las necesidades del momento y la habilidad que se necesite para la tarea que se lleve entre manos. Son los trabajadores los que deciden los asuntos en cuestión y los que realizan sus decisiones mediante los comités de taller.
Este es el carácter y la forma de organización que necesitan los trabajadores. Sólo esta forma puede expresar su objetivo y su voluntad reales, sólo esta forma puede ser su portavoz adecuado y servir a sus verdaderos intereses.
Estos comités de taller y de fábrica, combinados con órganos semejantes en otras industrias y minas, asociados local, regional y nacionalmente, constituirían un nuevo tipo de organización de los trabajadores que sería la voz viril del trabajo y su medio efectivo. Tendría todo el peso y la energía de los trabajadores unidos respaldándola y representaría un poder tremendo en su esfera de acción y en sus potencialidades.
En la lucha diaria del proletariado una organización así sería capaz de conseguir victorias, en las que el sindicato conservador, tal como actualmente está constituido, no podría ni soñar. Gozaría del respeto y de la confianza de las masas, atraería a los que no pertenecen a ninguna organización y uniría las fuerzas de trabajo sobre la base de la igualdad de todos sus trabajadores y de sus intereses y fines comunes. Se enfrentaría a los amos con todo el poder de la clase trabajadora respaldándola, en una nueva actitud de conciencia y de fuerza. Sólo entonces adquiriría el trabajo la dignidad y la expresión de ella asumiría un significado real.
Un sindicato así se convertiría pronto en algo más que un mero defensor y protector del trabajador. Conseguiría una realización vital del significado de la unidad y del consiguiente poder, de la solidaridad de los trabajadores. La fábrica y el taller serviría como un campo de entrenamiento para desarrollar la comprensión del trabajador sobre su propio papel en la vida, en el campo de entrenamiento para cultivar su confianza en sí mismo y su independencia, para enseñarle la ayuda mutua y la cooperación, y para hacerle consciente de su responsabilidad. Aprenderá a decidirse y a actuar de acuerdo con su propio juicio, no dejando a sus líderes o políticos que cuiden sus asuntos y que busquen su bienestar. Será él el que determine, junto con sus compañeros de trabajo, lo que ellos desean y que métodos servirán mejor para conseguir sus fines, y su comité en el lugar meramente realizará sus instrucciones. El taller y la fábrica se convertirán en la escuela y el colegio del trabajador. Allí aprenderá su lugar en la sociedad, su función en la industria y su objetivo en la vida. Madurará como obrero y como hombre y el gigante del trabajo alcanzará su plena estatura. Ello sabrá y de ese modo será fuerte.
No se contentará ya más con permanecer un esclavo asalariado, un empleado y dependiente de la buena voluntad de su amo, al que sostiene su trabajo. Llegará a comprender que la ordenación económica y social actual es injusta y criminal, y él se decidirá a cambiarla. El comité de taller y el sindicato se convertirán en el campo de preparación para un nuevo sistema económico, para una nueva vida social.
Ves, entonces, lo necesario que es que tú y yo, y todo hombre y mujer que tenga los intereses de los trabajadores en su corazón, trabajemos hacia estos objetivos.
Y precisamente aquí deseo recalcar que es particularmente urgente que el proletario más avanzado, el radical y el revolucionario, reflexione sobre esta más seriamente, pues para la mayoría de ellos, incluso para algunos anarquistas, esto es tan sólo un deseo piadoso, una esperanza distante. No consiguen darse cuenta de la importancia esencial de los esfuerzos en esa dirección. Sin embargo, no es un mero sueño. Gran cantidad de trabajadores progresistas están llegando a esta comprensión; los obreros industriales del mundo y los anarcosindicalistas revolucionarios en todos los países se están consagrando a este fin. Es la necesidad más urgente del presente. No se puede subrayar demasiado que sólo la organización correcta de los trabajadores puede realizar aquellos por lo que nos esforzamos. En ello, se encuentra la salvación del trabajo y del futuro. Organización desde el fondo hacia arriba, comenzando con el taller y la fábrica, sobre la base de los intereses conjuntos de los trabajadores de todas partes, sin tener en cuenta el oficio, la raza o el país, por medio del esfuerzo mutuo y de la voluntad unida, sólo eso puede resolver la cuestión del trabajo y servir a la verdadera emancipación del hombre.
«Estabas hablando de que los trabajadores se apoderaban de las industrias», me recuerda tu amigo. «¿Cómo van a hacer eso?»
Sí, me encontraba en ese asunto cuando hiciste esa anotación sobre la organización. Pero esta bien que se haya discutido el asunto, porque no hay nada más vital en los problemas que estamos examinando.
Pero vuelto a la toma de posesión de las industrias. Esto significa no sólo cogerlas, sino que los trabajadores las dirijan. Por lo que se refiere a la toma de posesión, tienes que considerar que los obreros se encuentran actualmente en las industrias. La toma de posesión consiste en que los obreros permanezcan donde están, y, sin embargo, permanezcan no como empleados, sino como dueños colectivos legítimos.
Capta este punto, amigo mío. La expropiación de la clase capitalista durante la revolución social, la toma de posesión de las industrias, requiere una táctica que es directamente el reverso de las utilizadas ahora en una huelga. En esta última tú dejas el trabajo y dejas al patrón en plena posesión de la fábrica o de la mina. Es un procedimiento estúpido, por supuesto, pues tú concedes al dueño toda la ventaja: puede poner esquiroles en tu lugar y tú permaneces al margen.
Al expropiar, por el contrario, tú te quedas en el trabajo y echas al patrono. El puede quedarse sólo en igualdad de condiciones con el resto: como un trabajador entre los trabajadores.
Las organizaciones laborales de un determinado lugar se hacen cargo de los servicios públicos, de los medios de comunicación, de la producción y distribución en su localidad particular. Es decir los encargados de los telégrafos, de los teléfonos y los trabajadores de la electricidad, los ferroviarios, etc., toman posesión (por medio de sus comités revolucionarios de taller) de los talleres, fábricas y otros establecimientos. Los capataces, supervisores y directores capitalistas son removidos de sus puestos, si se resisten al cambio y rehúsan cooperar. Si desean participar, se les hace comprender que en adelante no son ni amos ni propietarios, que la fábrica se convierte en propiedad pública a cargo de la unión de los trabajadores empleados en la industria, siendo todos ellos socios iguales en una empresa general.
Se puede esperar que los altos encargados de los grandes monopolios industriales rehusarán cooperar. De este modo ellos se eliminan a sí mismos. Su lugar lo tienen que ocupar obreros, preparados previamente para el trabajo. Por eso he ponderado la extrema importancia de la preparación industrial. Esta es una necesidad primaria en una situación que se desarrollará inevitablemente y de esto dependerá, más que de ningún otro factor, el éxito de la revolución social. La preparación industrial es el punto más esencial, pues sin él la revolución está condenada al hundimiento.
Los ingenieros y otros especialistas técnicos es más probable que se den la mano con los trabajadores cuando llegue la revolución social, particularmente si mientras tanto se ha establecido un lazo más estrecho y una mejor comprensión entre los trabajadores manuales y mentales.
En caso de que rehusaran, y si los trabajadores no hubieran conseguido preparar industrial y técnicamente, entonces la producción dependería de que se obligue a cooperar a los voluntariamente obstinados, un experimento que se intentó en la Revolución rusa y que se mostró como un completo fracaso.
El grave error de los bolcheviques a este respecto fue su trato hostil a la clase entera de la inteligencia a propósito de la oposición de algunos miembros de ella. Fue el espíritu de intolerancia, inherente al dogma fanático, lo que causó el que ellos persiguieran a todo un grupo social por la falta de unos pocos. Esto se manifestó en la política de venganza en gran escala contra los elementos profesionales, contra las personas de cultura en general. La mayoría de ellos, al principio amigos de la revolución, algunos incluso de un modo entusiasta en su favor, quedó alienada por estas tácticas bolcheviques, y se hizo imposible la cooperación. Como resultado de su actitud dictatorial, los comunistas se vieron conducidos a una opresión y a una tiranía crecientes, hasta que finalmente introdujeron métodos puramente militares en la vida industrial del país. Fue la era del trabajo obligatorio, de la militarización de la fábrica, lo que terminó inevitablemente en el desastre, porque el trabajo forzado es, por la naturaleza misma de la coerción, malo e ineficaz; además, los que fueron obligados de ese modo reaccionaron ante la situación mediante el sabotaje voluntario, la dilatación sistemática y la pérdida de trabajo, lo cual lo puede practicar un enemigo inteligente de una forma que no se puede detectar a su debido tiempo y que tiene como resultado un daño mayor a la maquinaria y al producto que la negativa directa a trabajar. A pesar de las medidas más drásticas contra esta especie de sabotaje, a pesar incluso de la pena dé muerte, el gobierno fue impotente para superar el mal. La colocación de un bolchevique de un comisario político, sobre cada técnico en las posiciones más responsables no sirvió de nada. Meramente creó una legión de funcionarios parásitos que, al ignorar los asuntos industriales, tan sólo se entrometían en el trabajo de los que eran amigos de la revolución y deseosos de ayudar, mientras que con su falta de familiaridad con la tarea en modo alguno impidieron el continuo sabotaje. El sistema de trabajo forzado se convirtió al final en lo que prácticamente llegó a ser una contrarrevolución económica, y ningún esfuerzo de la dictadura pudo alterar la situación. Fue esto lo que hizo que los bolcheviques cambiaran de un trabajo obligatorio a una política de ganarse a los especialistas y a los técnicos devolviéndoles la autoridad en las industrias y recompensándoles con una paga elevada y con emolumentos especiales.
Sería estúpido y criminal intentar de nuevo los métodos que han fracasado tan señaladamente en la Revolución rusa y que, por su mismo carácter, están destinados a fracasar siempre tanto laboral como moralmente.
La única solución de este problema es la preparación ya sugerida y el adiestramiento de los trabajadores en el arte de organizar y dirigir la industria, lo mismo que un contacto más estrecho entre los trabajadores manuales y los técnicos. Cada fábrica, mina e industria tendría que tener su consejo especial de trabajadores, separado e independiente del comité de taller, con el objetivo de familiarizar a los trabajadores con las diversas fases de su industria particular, incluyendo las fuentes de materia prima, los procesos consecutivos de la producción, los productos derivados y la forma de distribución. El consejo industrial debería ser permanente, pero sus miembros tienen que rotar de tal forma que quedaran incluidos en él prácticamente todos los trabajadores de una determinada fábrica o empresa. Para ilustrar esto, supón que el consejo industrial de un determinado establecimiento se compone de cinco miembros o de veinticinco, según los casos, de acuerdo con la complejidad de la industria y del tamaño de la fábrica particular. Los miembros del consejo, después de familiarizarse ellos mismos plenamente con su industria, publican lo que han aprendido para información de sus compañeros trabajadores, y se escogen nuevos miembros del consejo para continuar los estudios industriales. De esta forma, toda la fábrica o empresa puede adquirir consecutivamente el conocimiento necesario sobre la organización y el manejo de su rama y mantenerse al ritmo de su desarrollo. Estos consejos servirían como colegios industriales donde los trabajadores se familiarizarían con la técnica de su industria en todas sus fases.
Al mismo tiempo, la organización más extensa, el sindicato, debe utilizar todos los esfuerzos para obligar al capital a que permita una mayor participación de los trabajadores en la dirección actual. Pero esto, incluso en el mejor de los casos, puede beneficiar tan sólo a una pequeña minoría de los trabajadores. El plan sugerido más arriba; por otra parte, abre la posibilidad del adiestramiento industrial a prácticamente cada obrero en el taller, la fábrica o la empresa.
Es verdad, por supuesto, que hay ciertas clases de trabajo, como el del ingeniero de servicios públicos, ingeniero en electricidad y mecánica, que los consejos industriales no son capaces de asimilar con la práctica actual. Pero lo que aprenderán de los procesos generales de la industria, será de un valor inestimable como preparación. En cuanto al resto, el vínculo más estrecho de amistad y de cooperación entre el obrero y el técnico es una necesidad capital.
La toma de posesión de las industrias es por ello el primer gran objetivo de la revolución social. La ha de realizar el proletariado, la parte de él que está organizada y preparada para la tarea. Una cantidad considerable de trabajadores ya está comenzando a darse cuenta de la importancia de esto y a comprender la tarea que se encuentra ante ellos. Pero no basta comprenderlo. Le toca a la clase trabajadora organizada meterse inmediatamente en ese trabajo preparatorio.
El objetivo principal de la revolución social tiene que ser la mejora inmediata de las condiciones para las masas. El éxito de la revolución depende fundamentalmente de ello. Esto se puede conseguir solamente mediante la organización del consumo y de la producción, de modo que redunde en beneficio real de la población. Ahí se encuentra la mayor y de hecho la única, seguridad de la revolución social. No fue el ejército rojo el que venció la contrarrevolución en Rusia; fue el aferrarse los campesinos a más no poder a la tierra que habían cogido durante la sublevación. La revolución social tiene en ganancias materiales para las masas, si va a vivir y a progresar. El pueblo en general tiene que estar seguro de la ventaja actual de sus esfuerzos, o al menos mantener la esperanza de una ventaja así en un futuro próximo. La revolución está condenada si depende para su existencia y defensa de medios mecánicos, tales como la guerra y los ejércitos.
La seguridad real de la revolución es orgánica; es decir, es una seguridad que se encuentra en la industria y en la producción.
El objetivo de la revolución es asegurar más libertad, incrementar el bienestar material del pueblo. El objetivo de la revolución social en particular, es capacitar a las masas mediante sus propios esfuerzos a producir las condiciones de bienestar material y social, a elevarse a niveles más altos moral y espiritualmente.
En otras palabras, es la libertad lo que tiene que establecer la revolución social. Pues la verdadera libertad se basa en la oportunidad económica. Sin ella toda la libertad es un engaño y una mentira, una máscara para la explotación y la opresión. En su sentido más profundo la libertad es hija de la igualdad económica.
El objetivo principal de la revolución social es, por consiguiente, establecer una libertad igual sobre la base de una oportunidad igual. La reorganización revolucionaria de la vida debe proceder inmediatamente a asegurar la igualdad de todos económica, política y socialmente.
Esa reorganización dependerá, ante todo y sobre todo, de la completa familiaridad de los trabajadores con la situación económica del país: de un inventario completo de las provisiones, de un conocimiento exacto de las fuentes de materias primas y de la organización adecuada de las fuentes de trabajo para una dirección eficiente.
Esto supone que la estadística y las asociaciones inteligentes de los trabajadores son necesidades vitales de la revolución, al día siguiente después del levantamiento. El problema entero de la producción y distribución — la vida de la revolución — está basado en eso. Es obvio, como lo señalamos antes, que los trabajadores tienen que adquirir este conocimiento antes de la revolución, si esta última va a realizar sus objetivos.
Por esta razón son tan importantes los comités de taller y de fábrica, de los que tratamos en el capítulo anterior, y desempeñarán un papel tan decisivo en la reconstrucción revolucionaria.
Pues una nueva sociedad no nace repentinamente, como tampoco lo hace un niño. La nueva vida social se gesta en el cuerpo de la vieja, lo mismo que la nueva vida individual lo hace en el seno materno. Se requiere tiempo y determinados procesos para desarrollar esto, hasta que se convierta en un organismo completo capaz de funcionar. Cuando se ha alcanzado ese estadio, tiene lugar el nacimiento con angustia y dolor, tanto social como individualmente. La revolución, para utilizar un dicho trillado pero expresivo, es la partera del nuevo ser social. Esto es verdad en el sentido más literal. El capitalismo es el padre de la nueva sociedad; el comité de taller y de fábrica, el sindicato con conciencia de clase y fines revolucionarios, es el germen de la nueva vida. En ese comité de taller y en ese sindicato el trabajador debe adquirir el conocimiento de cómo manejar sus asuntos; en ese proceso llegará a darse cuenta de que la vida social es una cuestión de organización adecuada, de esfuerzo unido, de solidaridad. Llegará a comprender que no es el mandar y dirigir a los hombres, sino la libre asociación y el trabajar armoniosamente juntos, lo que realiza las cosas, que no es el gobierno y las leyes lo que produce y crea, lo que hace crecer el trigo y girar las ruedas, sino la concordia y la cooperación. La experiencia le enseñará a sustituir el gobierno de los hombres por la administración de las cosas. En la vida y en las luchas diarias de su comité de taller el obrero tiene que aprender cómo conducir la revolución.
Los comités de taller y de fábrica, organizados localmente, por distritos, regiones y estados, y federados nacionalmente, serán los órganos más adecuados para llevar adelante la producción revolucionaria.
Los consejos de trabajadores locales y estatales, federados nacionalmente, serán la forma de organización más adecuada para dirigir la distribución por medio de las cooperativas del pueblo.
Estos comités, elegidos por los trabajadores en el trabajo, conectan su taller y su fábrica con otros talleres y fábricas de la misma industria. El consejo general de una industria entera une esa industria con otras industrias y de ese modo se forma una federación de consejos laborales para el país entero.
Las asociaciones cooperativas son los medios de intercambio entre el campo y la ciudad. Los agricultores, organizados localmente y federados a nivel regional y nacional, satisfacen con sus suministros las necesidades de las ciudades por medio de las cooperativas y reciben mediante las últimas a cambio los productos de las industrias de las ciudades.
Cada revolución está acompañada de un gran estallido de entusiasmo popular lleno de esperanza y de aspiraciones. Es el trampolín de la revolución. Esta oleada elevada, espontánea y poderosa, abre las fuentes humanas de la iniciativa y de la actividad. El sentido de igualdad libera lo mejor que existe en el hombre y lo hace conscientemente creador. Estos son los grandes motores de la revolución social, sus fuerzas motrices. Su expresión libre y no obstaculizada significa el desarrollo y la profundización de la revolución. Su supresión significa el decaimiento y la muerte. La revolución está segura, crece y se hace fuerte, mientras que las masas sientan que son participes directas de ella, que están configurando sus propias vidas, que ellas están haciendo la revolución, que ellas son la revolución. Pero en el momento en que sus actividades son suplantadas por un partido político o están centradas en alguna organización especial, el esfuerzo revolucionario se convierte en algo limitado a un círculo comparativamente pequeño del que quedan excluidas prácticamente las grandes masas. El resultado natural es que el entusiasmo popular queda amortiguado, se debilita gradualmente el interés, languidece la iniciativa, se desvanece la creatividad y la revolución se convierte en el monopolio de una camarilla que se convierte efectivamente en el dictador.
Esto es fatal para la revolución. La única manera de prevenir una catástrofe así se encuentra en el interés continuo y activo de los trabajadores mediante su participación diaria en todos los asuntos concernientes a la revolución. La fuente de este interés y de esta actividad es el taller y el sindicato.
El interés de las masas y su lealtad para la revolución depende además de su sentimiento de que la revolución representa justicia y juego limpio. Esto explica por qué las revoluciones tienen el poder de levantar al pueblo a actos de gran heroísmo y entrega. Como lo hemos señalado ya, las masas ven instintivamente en la revolución el enemigo de la injusticia y de la iniquidad y el precursor de la justicia. En este sentido, la revolución es un factor sumamente ético y una inspiración. Fundamentalmente sólo los grandes principios morales pueden inflamar las masas y elevarlas a alturas espirituales.
Todas las sublevaciones populares han mostrado que esto es verdad; particularmente lo ha hecho la Revolución rusa. A causa de ese espíritu las masas rusas han triunfado tan clamorosamente sobre todos los obstáculos en los días de febrero y de octubre. Ninguna oposición podía vencer su entrega inspirada por una causa grande y noble. Pero la revolución comenzó a declinar cuando quedó mutilada de sus valores altamente morales, cuando fue privada de sus elementos de justicia, igualdad y libertad. Su pérdida fue la condena de la revolución.
No se puede ponderar demasiado lo esencial que son los valores espirituales a la revolución social. Estos y la conciencia de las masas de que la revolución significa también la mejora material son influencias dinámicas en la vida y en el crecimiento de la nueva sociedad. De esos dos factores los valores espirituales son el principal. La historia de las revoluciones previas prueba que las masas siempre estaban deseosas de sufrir y sacrificar el bienestar material en bien de una mayor libertad y justicia. De este modo en Rusia ni el frío ni el hambre podían inducir a los campesinos y a los obreros a ayudar a la contrarrevolución. A pesar de todas las privaciones y miserias, sirvieron heroicamente a los intereses de la gran causa. Fue tan sólo cuando vieron que la revolución quedaba monopolizada por un partido político, que las libertades recién adquiridas eran recortadas, que se establecía una dictadura y que de nuevo dominaban la injusticia y la desigualdad, cuando se volvieron indiferentes a la revolución, rehusaron participar en el engaño, se negaron a cooperar e incluso se volvieron contra ella.
Olvidar los valores éticos, introducir prácticas y métodos inconsecuentes u opuestos a los objetivos altamente morales de la revolución, supone invitar a la contrarrevolución y al desastre.
Por consiguiente, está claro que el éxito de la revolución social depende primariamente de la libertad y de la igualdad. Cualquier desviación de ellas tan sólo puede ser nociva; en realidad es seguro que se manifestará destructora. Se sigue de ahí que todas las actividades de la revolución deben estar basadas en la libertar y en los derechos iguales. Esto se aplica tanto a las cosas pequeñas como a las grandes. Cualquier acto o método que tienda a limitar la libertad, a crear la desigualdad y la injusticia, puede tener como resultado tan sólo una actitud popular hostil a la revolución y a sus mejores intereses.
Desde este ángulo hay que considerar y resolver todos los problemas del período revolucionario. Entre esos problemas los más importantes son los del consumo y la vivienda, los de la producción y el intercambio.
Consideremos en primer lugar la organización del consumo, porque el pueblo tiene que comer antes que pueda trabajar y producir.
«¿Qué entiendes tú por la organización del consumo?», pregunta tu amigo.
«Supongo que se entiende el racionamiento», anotas tú.
Yo también lo veo así. Por supuesto, cuando la revolución social se haya organizado completamente y la producción esté funcionando normalmente, habrá lo suficiente para todos. Pero en los primeros estadios de la revolución, durante, el proceso de reconstrucción, tenemos que preocuparnos de realizar el suministro al pueblo lo mejor que podamos y de un modo igual, lo que supone racionamiento.
«Los bolchevique no tuvieron un racionamiento igual», interrumpe tu amigo. «Ellos tuvieron diferentes clases de racionamiento para las diferentes personas».
Así ocurrió y ese fue uno de los grandes errores que cometieron. El pueblo se resintió de eso como de algo injusto, y provocó la irritación y el descontento. Los bolcheviques tenían una clase de racionamiento para el marino, otra de más baja calidad y cantidad para el soldado, una tercera para el trabajador cualificado, una cuarta para el no cualificado; otra ración igualmente para el ciudadano medio, y otra todavía para el burgués. Las mejores raciones eran para los bolcheviques, los miembros del partido, y había raciones especiales para los funcionarios y comisarios comunistas. Hubo un momento en que había hasta catorce raciones diferentes de alimento. Tu propio sentido común te dirá que fue absolutamente equivocado. ¿Era correcto discriminar entre la gente del pueblo porque fueran agricultores, mecánicos o intelectuales, en lugar de ser soldados o marinos? Tales métodos eran injustos y depravados: crearon inmediatamente la desigualdad material y abrieron la puerta al abuso de posición y al oportunismo, a la especulación, al soborno y a la estafa. También estimularon la contrarrevolución, pues los que eran indiferentes o no amigos de la revolución se amargaron por la discriminación y, por ello, se convirtieron en una presa fácil para los influjos contrarrevolucionarios.
Esta discriminación inicial y muchas otras que siguieron no estaban dictadas por las necesidades de la situación, sino únicamente por consideraciones de partido político. Habiendo usurpado las riendas del gobierno y temiendo la oposición del pueblo, los bolcheviques trataban de fortalecerse en los puestos gubernamentales buscándose los favores de los marinos, los saldados y los obreros. Pero mediante estos medios consiguieron tan sólo crear la indignación y enfrentar a las masas, pues la injusticia del sistema era demasiado clamorosa y obvia. Además, incluso la «clase favorecida», el proletariado, se sintió discriminado negativamente, pues se les daba a los soldados mejores raciones. ¿No era el obrero tan bueno como el soldado? ¿Podría el soldado luchar por la revolución -argüía el hombre de la fábrica-, si no le suministrara municiones el obrero? El soldado, a su vez, protestaba de que el marino consiguiese más. ¿No valía él tanto como el marino? Y condenaban los racionamientos especiales y los privilegios concedidos a los miembros del partido bolchevique y, particularmente, las comodidades e incluso lujos que disfrutaban los funcionarios superiores y los comisarios, mientras que las masas sufrían privaciones.
El resentimiento popular ante tales prácticas lo expresaron impresionantemente los marinos de Kronstadt. Fue a mitad de un invierno extremadamente crudo y cargado de hambre, en marzo de 1921, cuando un mitin masivo y público de los marinos resolvió unánimemente renunciar voluntariamente a sus raciones extra en favor de la población menos favorecida de Kronstadt e igualar los racionamientos en toda la ciudad.[26] Esta acción revolucionaria verdaderamente ética expresó el sentimiento general contra la discriminación y el favoritismo y dio una prueba convincente del sentido profundo de justicia inherente a las masas.
Toda la experiencia enseña que lo justo y lo honrado es al mismo tiempo también lo más sensato y práctico a la larga. Esto es igualmente verdad, tanto de la vida individual como de la vida colectiva. La discriminación y la injusticia son particularmente destructoras en la revolución, porque el espíritu mismo de la revolución ha nacido del hambre de equidad y justicia.
Ya he mencionado que cuando la revolución social alcance el estadio en el que pueda producir lo suficiente para todos, entonces se adopta el principio anarquista de «a cada uno de acuerdo con sus necesidades». En los países desarrollados industrialmente y más eficientes ese estadio se alcanzaría naturalmente más pronto que en los países atrasados. Pero hasta que se alcance, el sistema de una participación igual, de una distribución igual per cápita, es imperativo como el único método justo. No hay que decir, por supuesto, que hay que conceder una consideración especial al enfermo y al anciano, a los niños y a las mujeres durante y después del embarazo, como se practicó también en la Revolución rusa.
«Quiero ir al grano», anotas. «Dices que tiene que haber una participación igual». ¿Entonces no podrás comprar nada?
No, no habrá compra o venta. La revolución suprime la propiedad privada de los medios de producción y de distribución, y con ello se va el negocio capitalista. La posesión permanece tan sólo en las cosas que usas. De este modo, tu reloj es tuyo propio, pero la fábrica de relojes es del pueblo. La tierra, la maquinaria y todos los servicios públicos serán propiedad colectiva, que no se puede comprar ni vender. El uso actual será considerado el único título; no la propiedad sino la posesión. La organización de los mineros de carbón, por ejemplo, estará encargada de las minas de carbón, no como propietarios, sino como un medio de hacerlas funcionar. De modo semejante, las hermandades de los ferrocarriles dirigirán éstos y así sucesivamente. La posesión colectiva, dirigida de un modo cooperativo en interés de la comunidad, sustituirá a la propiedad privada dirigida privadamente para la ganancia.
«Pero si no puedes comprar nada, ¿cuál será entonces el uso de dinero?, preguntas».
Ninguno; el dinero se convertirá en algo superfluo. No podrás conseguir nada a cambio de él. Cuando las fuentes de los suministros, la tierra, las fábricas y los productos de conviertan en propiedad pública socializada, no podrás ni comprar ni vender. Puesto que el dinero es tan sólo un medio para tales transacciones, pierde su utilidad.
«¿Pero cómo intercambiarás las cosas?»
El intercambio será libre. Los mineros de carbón, por ejemplo, entregarán el carbón que extraigan a los depósitos de carbón para el uso de la comunidad. A su vez los mineros recibirán de los almacenes de la comunidad la maquinaria, herramientas y otros objetos que necesitan. Esto significa intercambio libre sin la mediación del dinero y sin la ganancia, sobre la base de tener disponibles tanto lo que se requiere como el abastecimiento.
«Pero, ¿y si no hay maquinaria o alimento que entregar a los mineros?».
Si no hay nada, el dinero no ayudaría a resolver el problema. Los mineros no se podrían alimentar con billetes de banco. Considera cómo se llevan a cabo esas cosas actualmente. Tú intercambias carbón por dinero y por el dinero consigues alimento. La comunidad libre, de la que estamos hablando, intercambia el carbón por el alimento directamente, sin la mediación del dinero.
«Pero, ¿sobre qué base? Actualmente sabes cuánto vale un dólar, más o menos, pero ¿cuánto carbón entregarás por un saco de harina?»
Quieres decir cómo se determinará el valor o el precio. Pero hemos visto ya en los capítulos precedentes que no existe una medida real del valor y que el precio depende de la oferta y la demanda, y varía de acuerdo con eso. El precio del carbón se eleva si hay escasez de él; se abarata si la oferta es mayor que la demanda. Para sacar mayores ganancias, los propietarios del carbón limitan artificialmente la producción, y los mismos métodos prevalecen en todo el sistema capitalista. Con la abolición del capitalismo nadie estará interesado en elevar el precio del carbón o en limitar su suministro. Se extraerá tanto carbón cuanto sea necesario para satisfacer la necesidad. De modo semejante, se sacará tanto alimento como necesite el país. Serán las necesidades de la humanidad y las provisiones obtenibles lo que determine la cantidad que se va a recibir. Esto se aplica al carbón y al alimento, lo mismo que a otras necesidades del pueblo.
«Pero supón que no hay suficiente de un producto para arreglárselas. ¿Qué harás entonces?»
Entonces se hará lo que se hace incluso en una sociedad capitalista en tiempos de guerra y de escasez: la gente queda racionada, con la diferencia de que en la comunidad libre el racionamiento será manejado por los principios de la igualdad.
«Pero supón que el campesino rehúsa suministrar a la cuidad sus productos a no ser que consiga dinero».
El campesino, como cualquier otro, desea dinero sólo si puede comprar con él las cosas que necesita. El verá pronto que el dinero le es inútil. En Rusia durante la revolución no podías hacer que un campesino te vendiera una libra de harina por una bolsa se dinero. Pero él estaba ansioso de darte un tonel con el trigo más delicado por un viejo por de botas. Lo que necesita el campesino es arados, palas, rastrillos, maquinaria agrícola y no dinero. A cambio de esas cosas dejará que tengas su trigo, cebada y maíz. En otras palabras, la ciudad intercambiará con la granja los productos que cada una necesita, sobre la base de la necesidad.
Algunos han sugerido que el intercambio durante el período de reconstrucción revolucionaria debería estar basado en alguna medida definitiva. Se ha propuesto, por ejemplo, que cada comunidad emitiera su propio dinero, como se ha hecho como frecuencia en tiempos de revolución; o que un trabajo de un día debería ser considerado la unidad de valor y que los denominados billetes de trabajo sirviesen como medio de intercambio. Pero ninguna de estas propuestas es de ayuda práctica. El dinero emitido por las comunidades en la revolución se depreciaría rápidamente hasta el punto de perder todo su valor, puesto que tal dinero no tendría garantía segura detrás de él, sin la cual el dinero no vale nada. De modo semejante, los billetes de trabajo no representarían ningún valor definido y medible como medio de intercambio. ¿Qué valdría, por ejemplo, una hora de trabajo de un minero de carbón? ¿O qué valdrían quince minutos de consulta con un médico? Incluso si se considerasen iguales todos los esfuerzos en cuanto a su valor y se hiciera el trabajo de una hora la unidad, ¿podría la hora de trabajo del pintor de casas o la operación del cirujano ser medidas equitativamente en términos de trigo?
El sentido común resolverá este problema sobre la base de la igualdad humana y el derecho de todos a la vida.
«Un sistema así podría funcionar entre gente honrada», objeta tu amigo. «¿Pero qué pasa con los gandules? ¿No tenían razón los bolcheviques al establecer el principio de que “el que no trabaja que no como”?»
No, amigo mío, estás equivocado. A primera vista puede parecer que esa sería una idea justa y sensata. Pero en realidad se muestra que no es práctica, sin hablar de la injusticia y del daño que causarían por todas partes.
«¿Cómo es eso?» No sería práctica porque requeriría un ejército de encargados que vigilaran la gente que trabaja o que no trabaja. Esto conduciría a incriminaciones y recriminaciones y a disputas interminables sobre las decisiones oficiales. De modo que, al cabo de un breve plazo de tiempo, el número de los que no trabajan se doblaría e incluso triplicaría por el esfuerzo de obligar a la gente a que trabajara y de vigilar si escurrían el bulto o hacían un mal trabajo. Era el sistema de trabajo obligatorio lo que pronto se manifestó como un fracaso tan grande que los bolcheviques se vieron obligados a dejarlo.
Además, el sistema causó incluso mayores males en otras direcciones. Su injusticia radica en el hecho de que no puedes meterte en el corazón o en la mente de una persona y decidir qué condición peculiar física o mental le imposibilita temporalmente trabajar. Considera además el precedente que estableces introduciendo un falso principio y de ese modo suscitando la opresión de los que lo consideran injusto y opresivo y, consiguientemente, rehúsan cooperar.
Una comunidad racional encontrará más práctico y beneficioso tratar a todos de la misma manera, ya sea que trabaje en ese momento o no, que crear más no trabajadores que vigilen a los que ya están disponibles, o construir cárceles para castigarlos y mantenerlos. Pues si rehúsas alimentar a un hombre, por cualquier causa, lo empujas al robo y a otros crímenes, y de ese modo tú mismo te creas la necesidad de los tribunales, abogados, jueces, cárceles y guardianes, cuyo mantenimiento es mucho más pesado que alimentar a los delincuentes. Y a éstos tienes que alimentarlos, de cualquier modo, incluso si los metes en la cárcel.
La comunidad revolucionaria confiará más en despertar la conciencia social y la solidaridad de sus delincuentes que en castigarlos. Se apoyará en el ejemplo dado por sus miembros trabajadores, y hará bien al apoyarse en eso. Pues la actitud natural del hombre trabajador para con el gandul es tal, que este último encontrará la atmósfera social tan desagradable que preferiría trabajar y disfrutar del respeto y de la buena voluntad de sus compañeros, más que ser despreciado por su pereza.
Recuerda que es más importante, y al final más práctico y útil, hacer la cosa justa que ganar una aparente ventaja inmediata. Es decir, hacer justicia es más vital que castigar. Pues el castigo nunca es justo y siempre es nocivo para ambos lados, el castigado y el que castiga; nocivo incluso más espiritual que físicamente, y no hay mayor daño que eso, pues te endurece y te corrompe. Esto es incondicionalmente verdadero en tu vida individual y con la misma fuerza se aplica a la existencia social colectiva.
Sobre las bases de la libertad, la justicia y la igualdad, lo mismo que sobre la comprensión y la simpatía, tiene que construirse toda fase de la vida en la revolución social. Sólo de ese modo puede resistir esto se aplica a los problemas de la vivienda, el alimento y la seguridad de tu distrito o ciudad, lo mismo que se aplica a la defensa de la revolución.
Con respecto a la vivienda y a la seguridad local, Rusia ha mostrado el camino durante los primeros meses de la revolución de octubre. Los comités de viviendas, escogidos por los inquilinos y las federaciones en las ciudades de tales comités, tomaron en sus manos el problema. Ellos recogieron datos sobre las posibilidades de un determinado distrito y del número de solicitantes que pedían vivienda. Estas últimas eran asignadas de acuerdo con la necesidad personal o familiar sobre la base de derechos iguales.
Semejantes comités de viviendas y de distrito se han encargado del aprovisionamiento de la ciudad. La solicitud individual de racionamiento en los centros de distribución es una enorme pérdida de tiempo y de energía. Igualmente falso es el sistema, practicado en Rusia en los primeros años de la revolución, de distribuir las raciones en las instituciones del propio lugar de trabajo, en los talleres, fábricas y oficinas. El medio mejor y más eficiente, que al mismo tiempo asegura una distribución más equitativa y cierra la puerta al favoritismo y al abuso, es racionar por casa y calles. El comité autorizado de la casa o de la calle se procura en el centro de distribución local las provisiones, vestidos, etc., de acuerdo con el número de inquilinos representados por el comité. Un racionamiento igual tiene además la ventaja de desarraigar la especulación con el alimento, la práctica viciosa que se desarrolló en enormes proporciones de Rusia a causa del sistema de desigualdad y de privilegio. Los miembros del partido o las personas con un buen enchufe político podían traer tranquilamente a las ciudades carretadas de harina, mientras que algunas viejas campesinas eran castigadas severamente por vender un panecillo. No es de extrañar que floreciese la especulación y hasta tal medida ciertamente que los bolcheviques tuvieron que formar regimientos especiales pare vencer el mal.[27] Se llenaron de cárceles con los culpables; se recurrió a la pena capital; pero incluso las medidas más drásticas del gobierno fracasaron en cuanto a detener la especulación, pues esta última era la consecuencia directa del sistema de discriminación y de favoritismo. Tan sólo la igualdad y la libertad de intercambio puede obviar tales males o al menos reducirlos al mínimo.
El que se encarguen de la sanidad y de las necesidades afines de la calle y del distrito los comités voluntarios de las viviendas y de la localidad proporciona los mejores resultados, pues tales cuerpos, al ser ellos mismos inquilinos de un determinado distrito están interesados personalmente en la salud y la seguridad de sus familias y amigos. Este sistema funcionó mucho mejor en Rusia que la fuerza regular de policía que se estableció a continuación. Esa última, que se componía en su mayor parte de los peores elementos de la ciudad, se mostró corrompida, brutal y opresiva.
La esperanza de una mejora material, como ya hemos mencionado, un factor poderoso en el movimiento hacia delante de la humanidad. Pero ese incentivo solo no es suficiente para inspirar a las masas, para darles la visión de un mundo nuevo y mejor, y para motivarlas a afrontar el peligro y la privación por su causa. Para eso se necesita un ideal, un ideal que apele no sólo al estómago, sino incluso más al corazón y a la imaginación, que haga levantarse nuestro anhelo adormilado por lo que es admirable y hermoso, por los valores espirituales y culturales de la vida. Un ideal, en una palabra, que despierte los instintos sociales inherentes al hombre, que alimente sus simpatías y su sentimiento de benevolencia con el prójimo, que encienda su amor por la libertad y la justicia y que imbuya incluso a los más bajos con la nobleza de pensamiento y de acción, como lo presenciamos con frecuencia en los acontecimientos catastróficos de la vida. En cuanto ocurre una gran tragedia en alguna parte, un terremoto, una inundación o un accidente ferroviario, la compasión del mundo entero surge hacia los que sufren. Los actos de heroico sacrificio de uno mismo, de salvamento valiente y de una ayuda ilimitada demuestran la naturaleza real del hombre y su humanidad y unidad profundamente sentidas.
Esto es verdad de la humanidad en todos los tiempos, en todos los climas y en todos los estratos sociales. La historia de Amundsen es una ilustración sorprendente de esto. Después de décadas de trabajo arduo y peligroso, el famoso explorador noruego decide disfrutar los años que le quedan en ocupaciones pacíficamente literarias. Está anunciando su decisión en un banquete dado en su honor, y casi en el mismo momento llega la noticia de que la expedición de Nobile al Polo Norte ha sufrido un desastre. Al instante renuncia Amundsen a todos sus planes de una vida tranquila y se prepara para volar en ayuda de los aviadores perdidos plenamente consciente del peligro de una empresa así. La simpatía humana y el impulso que lanza a uno en ayuda de los que se encuentran en apuro superan todas las consideraciones de seguridad personal, y Amundsen sacrifica su vida en un intento por rescatar al grupo de Nobile.
En lo profundo de todos nosotros vive el espíritu de Amundsen. ¡Cuántos hombres de ciencia han entregados sus vidas buscando el conocimiento que beneficiaría a sus prójimos, cuántos médicos y enfermeras han perecido en el trabajo de atender a la gente afectada con enfermedades contagiosas, cuántos hombres y mujeres han afrontado voluntariamente la muerte en el esfuerzo por cortar una epidemia que estaba diezmando su país o incluso algún país extranjero, cuántos hombres, trabajadores ordinarios, mineros, marineros, empleados de ferrocarril, desconocidos a la fama y que no han sido cantados, se han entregado en el espíritu de Amundsen! Su nombre es legión.
Es esta naturaleza humana, este idealismo, lo que tiene que suscitar la revolución social. Sin ello la revolución no puede existir, sin ello no puede vivir. Sin ello el hombre está condenado para siempre a permanecer un esclavo y un cobarde.
El trabajo del anarquista, del revolucionario, del proletario inteligente y con conciencia de clase es ejemplificar y cultivar este espíritu e infundirlo en los otros. Sólo él puede vencer a los poderes del mal y de la oscuridad, y edificar un nuevo mundo de humanidad, libertad y justicia.
«¿Qué hay sobre la producción?», preguntas. «¿Cómo hay que dirigirla?»
Ya hemos visto los principios que deben servir de base a las actividades de la revolución si ha de ser social y cumplir sus fines. Los mismos principios de libertad y cooperación voluntaria tienen también que dirigir la reorganización de las industrias.
El primer efecto de la revolución es una producción reducida. La huelga general, que he predicho como el momento inicial de la revolución social, constituye ella misma una suspensión de la actividad laboral. Los trabajadores dejan sus herramientas, se manifiestan por las calles y de este modo se para temporalmente la producción.
Pero la vida sigue. Las necesidades esenciales del pueblo deben ser satisfechas. En ese estadio la revolución vive de las provisiones ya existentes. Pero agotar esas provisiones sería desastroso. La situación se encuentra en manos de los trabajadores, la inmediata reanudación de la actividad laboral es imperativa. El proletariado organizado, agrícola e industrial, toma posesión de la tierra, las fábricas, los talleres, las minas y las empresas. La consigna tiene que ser ahora la dedicación más enérgica.
Habría que comprender claramente que la revolución social necesita de una producción más intensa que bajo el capitalismo, para poder atender las necesidades de las grandes masas que hasta entonces han vivido en la penuria. Esta mayor producción se puede conseguir tan sólo si los trabajadores se han preparado previamente para la nueva situación. La familiaridad con los procesos de la industria, el conocimiento de las fuentes de abastecimiento y la determinación de triunfar, realizarán la tarea. El entusiasmo generado por la revolución, las energías liberadas y la iniciativa estimulada por todo ello, tienen que dar plena libertad y esfera de acción para encontrar canales creadores. La revolución siempre despierta un elevado grado de responsabilidad. Junto con la nueva atmósfera de libertad y fraternidad, crea la realización que necesita un trabajo duro y una severa autodisciplina para poner la producción a la altura de las exigencias del consumo.
Por otra parte, la nueva situación simplificará grandemente los problemas actuales muy complejos de la industria. Pues tienen que considerar que el capitalismo, a causa de su carácter competitivo y sus intereses contradictorios financieros y comerciales, implica muchas cuestiones intrincadas y perplejas que quedarían enteramente eliminadas mediante la abolición de las condiciones actuales. Las cuestiones de las escalas de salarios y de los precios de venta, las exigencias de los mercados existentes y la caza por nuevos mercados, la escasez de capital para grandes operaciones y el fuerte interés que hay que pagar por él, las nuevas investigaciones, los efectos de la especulación y del monopolio, y una serie de problemas relacionados que preocupan al capitalismo y que convierten a la industria actualmente en una red difícil y molesta, todo esto desaparecería. En la actualidad, estas cuestiones requieren diversos departamentos de estudio y hombres muy especializados para mantener desenmarañada la enredada madeja de los entrecruzados objetivos de la plutocracia, y requieren muchos especialistas para calcular la situación actual y las posibilidades de ganancia y pérdida, y una considerable serie de ayudas para contribuir a mantener el barco industrial entre las rocas peligrosas que obstruyen el curso caótico de la competencia capitalista, nacional e internacional.
Todo esto se suprimirá automáticamente con la socialización de la industria y la conclusión del sistema de competencia; y de este modo los problemas de la producción se aliviarán inmensamente. La enmarañada complejidad de la industria capitalista no necesita por eso inspirar un temor indebido al futuro. Los que hablan de que los trabajadores no están a la altura para manejar la industria «moderna», no consiguen tener en cuanta los factores referidos antes. El laberinto industrial resultará menos formidable el día de la reconstrucción social.
De paso se puede mencionar que todos los otros aspectos de la vida quedarán mucho más simplificados como resultado de los cambios indicados; caerán en desuso hábitos, costumbres, y modos de vida actuales forzados y malsanos.
Además, hay que considerar que la tarea de la producción incrementada quedará enormemente facilitada por la adición a las filas del trabajo de grandes cantidades de hombres a los que las condiciones económicas alteradas liberarán para el trabajo.
Las estadísticas resientes muestran que en 1920 había en los Estados Unidos 41 millones de personas de ambos sexos dedicadas a ocupaciones gananciales de una población total de más de 105 millones.[28] De esos 41 millones tan sólo 26 millones estaban empleados realmente en las industrias, excluyendo el transporte y la agricultura, estando formados el resto de 15 millones en su mayor parte por personas dedicadas al comercio, viajantes de comercio, agentes de publicidad y varias otras clases de intermediarios del presente sistema. En otras palabras, 15 millones de personas[29] quedarían liberadas por una revolución en los Estados Unidos para un trabajo útil. Una situación semejante, proporciona a la población, se desarrollaría en otros países.
La mayor producción que se necesita en la revolución social tendría de este modo un ejército adicional de muchos millones de personas a su disposición. La incorporación sistemática de esos millones a la industria y a la agricultura, ayudadas por los métodos científicos modernos de organización y de producción, contribuirán mucho a solucionar los problemas del abastecimiento.
La producción capitalista es para la ganancia; se emplea actualmente más trabajo en vender cosas que en producirlas. La revolución social reorganiza las industrias sobre la base de las necesidades de la población. Las necesidades esenciales vienen primero, naturalmente. El alimento, el vestido y la vivienda son las exigencias primarias del hombre. El primer paso en esta dirección es asegurar el abastecimiento disponible de los víveres y de otras cosas útiles. Las asociaciones de trabajadores en cada ciudad y comunidad asumen este trabajo con el objeto de una distribución equitativa. Los comités de los trabajadores en cada calle y distrito se encargan de ello, cooperando con comités semejantes en la ciudad y en el Estado, y federando sus esfuerzos en todo el país mediante los consejos generales de productores y consumidores.
Los grandes acontecimientos y trastornos hacen avanzar a un primer plano a los elementos más activos y enérgicos. La revolución social cristalizará en los trabajadores ordinarios con conciencia de clase. Con cualquier nombre con que se les conozca -como uniones industriales, grupos sindicalistas revolucionarios, asociaciones cooperativas, ligas de productores y de consumidores-, representarán la parte más ilustrada y avanzada de los trabajadores, representarán a los trabajadores organizados conscientes de sus fines y de cómo conseguirlos. Son ellos los que serán el espíritu impulsor de la revolución.
Con la ayuda de la maquinaria industrial y mediante el cultivo científico de la tierra liberada del monopolio, la revolución debe ante todo satisfacer los deseos elementales de la sociedad. En la producción agrícola de secano y de regadío, el cultivo intensivo y los métodos modernos nos han hecho prácticamente independientes de la cualidad natural del suelo y del clima. Hasta una extensión muy considerable el hombre hace actualmente su propio suelo y su propio clima, gracias a las realizaciones de la química. Los frutos exóticos se pueden cultivar en el Norte y se abastece con ellos al cálido Sur, como se ha hecho en Francia. La ciencia es un brujo que hace posible que el hombre domine todas las dificultades y supere todos los obstáculos. El futuro, librado del engendro del sistema de ganancia y enriquecido por el trabajo de los millones de no productores actuales, contiene el mayor bienestar para la sociedad. Ese futuro debe ser el objetivo de la revolución social; su lema: pan y bienestar para todos. Primero pan, y luego el bienestar y el lujo. Incluso el lujo, pues el lujo es una necesidad profundamente sentida por el hombre, una necesidad de su ser físico tanto como de su ser espiritual.
La dedicación intensa a este objetivo tiene que ser el esfuerzo continuo de la revolución; no es algo que se posponga para un día distante, sino algo de una realización inmediata. La revolución tiene que esforzarse por capacitar a toda comunidad a sostenerse ella misma, a convertirse en materialmente independiente. Ningún país tendría que depender de ayuda externa o de la explotación de las colonias para su sostenimiento. Ese es el procedimiento capitalista. El fin del anarquismo, por el contrario, es la independencia material no sólo del individuo, sino de cada comunidad.
Esto supone la gradual descentralización en lugar de la centralización. Bajo el capitalismo vemos manifestarse la tendencia a la descentralización a pesar del carácter esencialmente centralista del sistema industrial actual. Los países que antes dependían enteramente de manufacturas extranjeras, como Alemania como el último cuarto del siglo XIX, y posteriormente Italia y Japón, y ahora Hungría, Checoslovaquia, etc., se están emancipando gradualmente en el aspecto industrial, elaborando sus propios recursos naturales, construyendo sus propias fábricas y empresas y alcanzando la independencia económica de otros países. La fianza internacional con recibe con agrado este desarrollo e intenta lo más que puede retardar su progreso, porque es más rentable para los Morgan y los Rockefeller mantener a tales países como México, China, la India, Irlanda o Egipto industrialmente atrasados, para poder explotar sus recursos naturales y al mismo tiempo tener asegurados mercados extranjeros para la «superproducción» en casa. El gobierno de los grandes financieros y señores de la industria les ayuda a asegurarse esos recursos naturales extranjeros y esos mercados, incluso con la punta de la bayoneta. De este modo Gran Bretaña, por la fuerza de las armas, obliga a China a que permita que el opio inglés envenene a los chinos con gran beneficio de Gran Bretaña, y explota todos los medios para disponer en ese país de la mayor parte de sus productos textiles. Por la misma razón, no se permite a Egipto, la India, Irlanda, y a otras dependencias y colonias desarrollar sus industrias nacionales.
En resumen, el capitalismo busca la centralización. Pero un país libre necesita la descentralización, la independencia no sólo política sino también industrial, económica.
Rusia ilustra llamativamente la necesidad imperativa que existe de la independencia económica, particularmente con respecto a la revolución social. Durante años después del levantamiento de octubre, el gobierno bolchevique concentró sus esfuerzos en buscar los favores de los gobiernos burgueses para su «reconocimiento» y en evitar a los capitalistas extranjeros a que ayudaran a explotar los recursos de Rusia. Pero el capital, temeroso de hacer grandes inversiones bajo las condiciones inseguras de la dictadura, no llegó a responder con algún grado de entusiasmo. Mientras tanto Rusia comenzó se estaba acercando al hundimiento económico. La situación obligó finalmente a los bolcheviques a comprender que el país debía depender de sus propios esfuerzos para su mantenimiento. Rusia comenzó a buscar en torno medios para ayudarse a sí misma; y de este modo adquirió mayor confianza en sus propias capacidades, aprendió a ejercer la confianza en sí misma y la iniciativa, y comenzó a desarrollar sus propias industrias. Un poco lento y penoso, pero una saludable necesidad que convertirá a Rusia en último término en autosuficiente e independiente económicamente.
La revolución social en un determinado país debe, desde el mismo comienzo, decidirse a convertirse a sí misma en autosuficiente. Tiene que apoyarse en sí misma. Este principio de la autoayuda[30] no se ha de comprender como una falta de solidaridad con otros países. Al contrario, la ayuda mutua y la cooperación entre los países, lo mismo que entre los individuos, puede existir tan sólo sobre la base de la igualdad, entre iguales. La dependencia es el reverso mismo de ello.
Si la revolución social tuviera lugar en diversos países al mismo tiempo, en Francia y en Alemania, por ejemplo, entonces el esfuerzo común sería algo evidente y haría mucho más fácil la tarea de la reorganización revolucionaria.
Afortunadamente, los trabajadores están aprendiendo a comprender que su causa es internacional; la organización de los trabajadores se está desarrollando ahora más allá de los límites nacionales. Hay que esperar que no esté lejano el momento en que el proletariado entero de Europa se una en una huelga general, que sería el preludio de la revolución social. Hay que ponderar que esto es una perfección a la que no hay que aspirar con la mayor ansiedad. Pero al mismo tiempo no hay que descontar la probabilidad de que la revolución pueda estallar en un país antes que en otro, digamos en Francia antes que en Alemania, y en tal caso se convertiría en algo imperioso para Francia no esperar una posible ayuda de fuerza, sino aplicar inmediatamente todas sus energías para ayudarse a sí misma, para satisfacer las necesidades más esenciales de su pueblo mediante sus propios esfuerzos.
Cada país en una revolución debe intentar conseguir la independencia agrícola no menos que la política, la autoayuda industrial no menos que la agrícola. Este proceso está avanzando, hasta cierto grado, incluso bajo el capitalismo. Debería ser uno de los principales objetivos de la revolución social. Los métodos modernos lo hacen posible. La manufactura de los relojes de pulsera y de los relojes de pared, por ejemplo, que antes era un monopolio de Suiza, se lleva a cabo en cada país. La producción de la seda, que anteriormente se limitaba a Francia, se encuentra entre las grandes industrias de diversos países en la actualidad. Italia, sin recursos de carbón o de hierro, construye acorazados. Suiza, que no es más rica en esos elementos, también los hace.
La descentralización curará a la sociedad de muchos males del principio de la centralización. La descentralización políticamente significa la libertad: industrialmente supone la independencia material; socialmente implica la seguridad y el bienestar de las pequeñas comunidades; individualmente tiene como resultado la humanidad y la libertad.
Igual importancia para la revolución social que la independencia de los países extranjeros la tiene la descentralización dentro del país mismo. La descentralización interna significa convertir a las regiones más grandes, incluso a cada comunidad, en autosuficientes, en la medida de lo posible. En su trabajo muy luminoso y sugestivo «Campos, fábricas y talleres», Pedro Kropotkin ha mostrado de un modo convincente cómo incluso una ciudad como París, que ahora es casi exclusivamente comercial, podría producir tanto alimento en sus propios alrededores que sostuviese abundantemente su población. Mediante el uso de la moderna maquinaria agrícola y un cultivo intenso Londres y Nueva York podrían subsistir de los productos que se sacaran de sus propias inmediaciones. Es un hecho que «nuestros medios de obtener del suelo todo lo que necesitamos, con cualquier clima y en cualquier suelo, han mejorado últimamente a tal ritmo que no podemos prever todavía cuál es el límite de la productividad de unos pocos acres de tierra. El límite se desvanece en proporción a nuestro mejor conocimiento del asunto, cada año lo hace desvanecerse más y más lejos de nuestra vista».
Cuando comienza la revolución social en cualquier país, su comercio exterior se detiene, se suspende la importación de materias primas y de artículos acabados. Puede ser que incluso le hagan el bloqueo los gobiernos burgueses, como fue el caso con Rusia. De este modo, la revolución está obligada a convertirse en autosuficiente y a proveer sus propias necesidades. Incluso diversas partes del mismo país tal vez tengan que hacer frente a una tal eventualidad. Tendrían que producir lo que necesitan dentro de su propia área, mediante sus propios esfuerzos. Sólo la descentralización puede resolver este problema. El país tendría que reorganizar sus actividades de tal manera que fuera capaz de alimentarse a sí mismo. Tendría que recurrir a la producción en pequeña escala, a la industria doméstica y a la agricultura y horticultura intensiva. La iniciativa del hombre, liberada por la revolución, y su inteligencia, agudizada por la necesidad, se pondrán a la altura de la situación.
Por consiguiente, hay que comprender claramente que sería desastroso para los intereses de la revolución suprimir o interferir en las industrias en pequeña escala, que incluso ahora se practican en tan gran extensión en diversos países europeos. Los campesinos del continente europeo producen numerosos artículos de uso diario durante sus horas de tiempo libre en el invierno. Estas manufacturas domésticas alcanzan cifras tremendas y cubres una gran necesidad. Sería extremadamente nocivo para la revolución destruirlos, como lo hizo estúpidamente Rusia en su loca pasión bolchevique por la centralización. Cuando un país en revolución es atacado por gobiernos extranjeros, cuando está sometido al bloqueo y privado de las importaciones, cuando sus industrias en gran escala están amenazadas con el hundimiento o los ferrocarriles realmente se encuentran destruidos, entonces es precisamente la pequeña industria casera la que se convierte en el nervio vital de la vida económica; sólo ella puede alimentar y salvar la revolución.
Además, tales industrias caseras no sólo son un factor económico poderoso; son también del más grande valor social. Sirven para cultivar el intercambio amistoso entre el campo y la ciudad, poniendo a los dos en un contacto más estrecho y más solidario. En realidad, las industrias caseras son ellas mismas un expresión de un espíritu social extremadamente sano, que se ha manifestado desde los tiempos más antiguos en reuniones del pueblo, en esfuerzos comunales, en la danza y el canto popular. Esta tendencia normal y saludable, en sus diversos aspectos, debería ser estimulada y fomentada por la revolución para el mayor bienestar de la comunidad.
El papel de la descentralización industrial en la revolución se aprecia, por desgracia, demasiado poco. Incluso en las filas progresistas de los trabajadores existe una tendencia peligrosa a ignorar o a minimizar su importancia. La mayor parte de la gente se encuentra todavía en la esclavitud del dogma marxista de que la centralización es «más eficiente y más económica». Cierran sus ojos ante el hecho de que la pretendida «economía» se consigue a costa de los miembros y de la vida de los trabajadores, que la «eficiencia» degrada al trabajador hasta convertirlo en una mera rueda dentada industrial, mata su alma y destroza su cuerpo. Además, en un sistema de centralización la administración de la industria se convierte en algo constantemente unido a pocas manos, produciendo una poderosa burocracia industrial de los jefes supremos. Ciertamente sería la más pura ironía si la revolución tuviera que apuntar a un resultado así. Significaría la creación de una nueva clase de amos.
La revolución puede realizar la emancipación de los trabajadores tan sólo mediante la descentralización gradual desarrollando al trabajador hasta convertirlo en un factor más consciente y más determinante en el proceso de la industria, haciendo de él el impulso de donde proceda toda la actividad industrial y social. El significado profundo de la revolución social radica en la abolición del dominio del hombre sobre el hombre, poniendo en su lugar la administración de las cosas. Sólo de este modo se puede conseguir la libertar industrial y social.
«¿Estás seguro de que funcionaría?», preguntas.
Estoy seguro de eso. Si no funcionara, ninguna otra cosa lo haría. El plan que he esbozado es un comunismo libre, una vida de cooperación voluntaria y de participación igual. No hay otro camino para asegurar la igualdad económica, que únicamente es libertad. Cualquier otro sistema tiene que hacer volver hacía el capitalismo.
Es probable, por supuesto, que un país en su revolución social pueda intentar diversos experimentos económicos. Un capitalismo limitado podría ser en una parte del país o el colectivismo en otro. Pero el colectivismo es tan sólo otra forma del sistema asalariado y tendería rápidamente a convertirse en el capitalismo de la actualidad. Pues el colectivismo comienza con la abolición de la propiedad privada de los medios de producción e inmediatamente se invierte a sí mismo al volver al sistema de la remuneración de acuerdo con el trabajo realizado; lo que significa la reintroducción de la desigualdad.
Se aprende haciendo. Haciendo la revolución social en los diferentes países y regiones probablemente ensayará diversos métodos y mediante le experiencia práctica aprenderá el mejor camino. La revolución es al mismo tiempo la oportunidad y la justificación para ello. No intento profetizar lo que va a hacer este o aquel país, el curso particular que seguirán. Tampoco pretendo dictar al futuro, prescribirle su modo de actuación. Mi propósito es sugerir, en líneas generales, los principios que deben animar la revolución, las líneas generales de acción que debería seguir si realizara su fin: la reconstrucción de la sociedad sobre una base de libertad y de igualdad.
Sabemos que las revoluciones previas en su mayor parte fracasaron en sus objetivos; degeneraron en dictadura y en despotismo, y de este modo restablecieron las viejas instituciones de la opresión y de la explotación. Sabemos esto por la historia pasada y reciente. Por consiguiente, sacamos la conclusión de que no servirá el antiguo camino. Hay que probar uno nuevo en la próxima revolución social. ¿Qué nuevo camino? El único que por ahora conoce el hombre: el camino de la libertad y de la igualdad, el camino del comunismo libre, el camino de la anarquía.
«Supón que se intenta tu sistema; ¿tendrías algún medio de defender la revolución?», preguntas.
Ciertamente.
«¿Incluso con la fuerza armada?»
Sí, si fuera necesario. «Pero la fuerza armada es la violencia organizada. ¿No dijiste que el anarquismo estaba contra ella?»
El anarquismo se opone a toda interferencia con tu libertad, sea por la fuerza y la violencia o por cualquier otro medio. El anarquismo está contra toda invasión y compulsión. Pero si alguien te ataca, entonces es él el que te invade, el que está empleando la violencia contra ti. Tienes derecho a defenderte. Más que eso, es tu deber, como anarquista, proteger tu libertad, resistir la coacción y la compulsión. En caso contrario, eres un esclavo, no un hombre libre. En otras palabras, la revolución social no atacará a nadie, pero se defenderá a sí misma contra la invasión venga de donde venga. Además, no debemos confundir la revolución social con la anarquía. La revolución, en algunas de sus etapas, es un levantamiento violento; la anarquía es una condición social de libertad y de paz. La revolución es el medio de producir la anarquía, pero no es la anarquía misma. Tiene que preparar terreno a la anarquía, establecer las condiciones que harán posible una vida de libertad.
Pero para conseguir su objetivo la revolución tiene que estar imbuida del espíritu y de las ideas anarquistas y estar dirigida por él. El fin configura los medios, del mismo modo que la herramienta que uses tiene que ser adecuada para realizar el trabajo que deseas ejecutar. Es decir, la revolución social tiene que ser anarquista tanto en sus métodos como en su finalidad.
La defensa revolucionaria debe estar en consonancia con este espíritu. La autodefensa excluye todo acto de coerción, de persecución o de venganza. Se preocupa tan sólo de repeler el ataque y de privar al enemigo de la oportunidad a invadirte.
«¿Cómo repelería tú una invasión extranjera?»
Mediante la fuerza de la revolución. ¿En qué consiste esa fuerza? Ante todo y sobre todo, en el apoyo del pueblo, en la dedicación de las masas industriales y campesinas. Si sienten que ellos mismos están haciendo la revolución, que se han convertido en los dueños de sus vidas, que han ganado la libertad y que están construyendo su bienestar, entonces tendrás en ese mismo sentimiento la fuerza mayor de la revolución. Las masas luchan actualmente por reyes, capitalistas o presidentes porque los creen dignos de que se luche por ellos. Haz que crean en la revolución y ellos la defenderán hasta la muerte.
Lucharán por la revolución con toda el alma, lo mismo que los hombres, mujeres e incluso niños de Petrogrado, medio muertos de hambre, defendieron su ciudad, casi con sus solas manos, contra el ejército blanco del general Yudenich. Quítales esa fe, priva al pueblo del poder colocando alguna autoridad sobre él, ya sea un partido político o una organización militar, y habrás asestado un golpe fatal a la revolución. La habrás privado de su fuente principal de fuerza: las masas. La habrás convertido en una indefensa.
Los obreros y campesinos armados son la única defensa efectiva de la revolución. Por medio de sus asociaciones y sindicatos tienen que estar siempre en guardia contra un ataque contrarrevolucionario. El trabajador en la fábrica y en la empresa, en la mina y en el campo, es el soldado de la revolución. Lo es en su fábrica y junto al arado o en el campo de batalla, de acuerdo con las necesidades. Pero en su fábrica lo mismo que en su regimiento él es el alma de la revolución, y es su voluntad la que decide su suerte. En la industria los comités de taller, en los cuarteles los comités de soldados, están son las fuentes de toda la fuerza y la actividad revolucionarias.
Fue la Guardia roja voluntaria, compuesta de trabajadores, la que defendió con éxito la revolución rusa en sus estadios iniciales más críticos. Posteriormente, fueron una vez más regimientos voluntarios de campesinos los que derrotaron a los ejércitos blancos. El ejército rojo regular, organizado después, era impotente sin las divisiones voluntarias de los obreros y campesinos. Siberia fue liberada de Kolchak y de sus hordas por tales campesinos voluntarios. En el Norte de Rusia fueron también los destacamentos de obreros y campesinos los que expulsaron a los ejércitos extranjeros que habían venido a imponer el yugo de los reaccionarios nativos sobre el pueblo.[31] En Ucrania los ejércitos voluntarios de campesinos, conocidos como povstantsi salvaron a la revolución de numerosos generales contrarrevolucionarios y particularmente de Denikin, cuando este último se encontraba a las mismas puertas de Moscú. Fueron los povstantki revolucionarios los que liberaron el Sur de Rusia de los ejércitos invasores de Alemania, Francia, Italia y Grecia y los que, a continuación, derrotaron completamente también las fuerzas blancas del General Wrangel.
La defensa militar de la revolución puede exigir un mando supremo, la coordinación de actividades, la disciplina y la obediencia a las órdenes. Pero éstos tienen que proceder de la dedicación de los obreros y campesinos, y tienen que estar basados en su cooperación voluntaria a través de sus organizaciones locales, regionales y federales. En la cuestión de la defensa contra el ataque extranjero, como en otros problemas de la revolución social, el interés activo de las masas, su autonomía y autodeterminación son las mejores garantías de éxito.
Comprende bien que la única defensa realmente efectiva de la revolución se encuentra en la actitud del pueblo. El descontento popular es el peor enemigo de la revolución y su mayor peligro. Debemos tener siempre en cuenta que la fuerza de la revolución social es orgánica, no mecánica; no se encuentra su poder en las medidas mecánicas, militares, sino en su industria, en su capacidad para reconstruir la vida, para establecer la libertad y la justicia. Haga sentir al pueblo que es ciertamente su propia causa la que está en juego, y hasta su último hombre luchará como un león en su favor.
Lo mismo se aplica tanto a la defensa interior como a la defensa exterior. ¿Qué posibilidad tendría cualquier general blanco o contrarrevolucionario, si no pudiera explotar la opresión y la injusticia para incitar al pueblo contra la revolución? La contrarrevolución sólo se puede alimentar con el descontento popular. Donde las masas son conscientes de que la revolución y todas sus actividades se encuentran en sus propias manos, de que ellos mismos están dirigiendo las cosas y son libres para cambiar sus métodos cuando lo consideren necesario, la contrarrevolución no puede encontrar apoyo y es inofensiva.
¿Pero permitirías que los contrarrevolucionarios inciten al pueblo, si intentaran hacerlo?
Con mucho gusto. Que hablen todo lo que quieran. Reprimirlo serviría tan sólo para crear una clase perseguida y de este modo conseguir para ellos y para su causa la simpatía popular. Suprimir la posibilidad de hablar y publicar no es sólo una ofensa teórica contra la libertad, es un golpe directo a los fundamentos mismos de la revolución. Ante todo suscitaría problemas allí donde no habían existido antes. Introduciría métodos que tienen que conducir al descontento y a la oposición, a la amargura y a la discordia, a la cárcel, la Cheka y a la guerra civil. Engendraría el temor y la desconfianza, incubaría conspiraciones y culminaría en un reinado del terror que siempre ha matada a las revoluciones en el pasado.
La revolución social, desde su comienzo mismo, debe estar basada en principios completamente diferentes, en una nueva concepción y en una nueva actitud. La libertad plena es el aliento mismo de su existencia; y no se olvide nunca que la cura del mal y del desorden es más libertad; no su supresión. La supresión tan sólo conduce tan sólo a la violencia y a la destrucción.
«¿No defenderás entonces la revolución?», pregunta tu amigo.
Ciertamente que lo haremos. Pero no contra la mera charla, no contra una expresión de la opinión. La revolución debe ser lo suficiente grande como para saludar incluso el criticismo más severo y para sacar provecho de él, si está justificado. La revolución se defenderá de la manera más resuelta contra la contrarrevolución real, contra todos los enemigos activos, contra cualquier intento de derrota o sabotearla mediante una invasión por la fuerza o mediante la violencia. Ese es el derecho de la revolución y su deber. Pero no perseguirá al enemigo vencido, no tomará venganza en toda una clase social por la falta de los miembros individuales de ella. Los pecados de los padres no deben ser castigados en sus hijos.
«¿Qué harías con los contrarrevolucionarios?»
El combate efectivo y la resistencia armada implica sacrificios humanos, y los contrarrevolucionarios que pierdan sus vidas en tales circunstancias sufrirán las consecuencias inevitables de sus acciones. Pero el pueblo revolucionario no está compuesto de salvajes. No se asesina a los heridos ni se ejecuta a los que cogen prisioneros. Tampoco se practica el sistema bárbaro de fusilar a los rehenes, como hicieron los bolcheviques.
«¿Cómo tratarás a los contrarrevolucionarios que sean prisioneros durante la contienda?»
La revolución tiene que encontrar nuevos caminos, algún método sensato para tratar con ellos. El viejo método es encarcelarlos, mantenerlos en la ociosidad y emplear muchos hombres para guardarlos y castigarlos. Y mientras que el culpable permanece en la cárcel, el encarcelamiento y el trato brutal lo enemistan más aún con la revolución, fortalece su oposición y fomenta pensamientos de venganza y de nuevas conspiraciones. La revolución considerará tales métodos como estúpidos y perjudiciales para sus mejores intereses. En lugar de eso, intentará convencer, mediante un trato humano, al enemigo derrotado del error y de la inutilidad de su resistencia. Aplicará la libertad en lugar de la venganza. Tendrá en cuenta que la mayoría de los contrarrevolucionarios son gente engañada más que enemigos, víctimas embaucadas de algunos individuos que buscan el poder y la autoridad. Sabrá que ellos necesitan ilustración más que castigo, y que el primero conseguirá más que el último. Incluso actualmente esta idea está ganando terreno. Los bolcheviques derrotaron los ejércitos aliados en Rusia más efectivamente mediante la propaganda revolucionaria entre los soldados enemigos que mediante la fuerza de su artillería. Estos nuevos métodos han sido reconocidos como prácticos incluso por el gobierno de los Estados Unidos que está haciendo uso de ellos en su campaña en Nicaragua. Los aviones americanos esparcen proclamas y llamamientos al pueblo de Nicaragua para persuadirle a que abandonara a Sandino y su causa, y los jefes del ejército americano esperan los mejores resultados de estás tácticas. Pero los patriotas de Sandino están luchando por su hogar y por su país contra un invasor extranjero, mientras que los contrarrevolucionarios hacen la guerra contra su propio pueblo. El trabajo de su ilustración es mucho más simple y promete mejores resultados.
«¿Crees que sería realmente el mejor modo de tratar con los contrarrevolucionarios?»
Con toda seguridad. El trato humano y la amabilidad son más efectivos que la crueldad y la venganza. La nueva actitud en este sentido sugeriría una serie de métodos de carácter similar. Se desarrollarían diversos modos de tratar con conspiradores y con enemigos activos de la revolución, en cuanto que se comience a practicar la nueva política. Podría ser adoptado, por ejemplo, el plan de dispersarlos, individualmente o en grupos pequeños, por distritos alejados de sus influjos contrarrevolucionarios, entre comunidades de espíritu y conciencia revolucionarios. Considere también que los contrarrevolucionarios tienen que comer; lo cual significa que se encontrarían en una situación que reclamaría sus pensamientos y su tiempo para otras cosas y no para incubar conspiraciones. El contrarrevolucionario derrotado, dejado en libertad, en lugar de ser encarcelado, tendrá que buscarse los medios de existencia. Por supuesto, no se le negará su sustento, ya que la revolución será lo suficientemente generosa como para alimentar incluso a sus enemigos. Pero el hombre en cuestión tendrá que unirse a una comunidad, asegurar su alojamiento, etc., para disfrutar de la hospitalidad del centro de distribución. En otras palabras, los «prisioneros en libertad» contrarrevolucionarios dependerán de la comunidad y de la buena voluntad de sus miembros en cuanto a sus medios de existencia. Vivirán en su atmósfera y quedarán influenciados por el medio ambiente revolucionario. Con toda certeza, estarán más seguros y más contentos que en la cárcel, y realmente dejarán de ser un peligro para la revolución. Hemos visto repetidamente tales ejemplos en Rusia, en casos de que algunos contrarrevolucionarios se habían escapado de la Cheka y se habían establecido en algún pueblo o ciudad, donde se convirtieron, como resultado de un trato considerado y honrado, en miembros útiles de la comunidad, frecuentemente con más celo por el bienestar público que el ciudadano medio, mientras que cientos de sus compañeros conspiradores, que no habían sido suficientemente afortunados como para evitar la detención, estaban ocupados en la cárcel con pensamientos de venganza y con nuevas conspiraciones.
El pueblo revolucionario ensayará sin lugar a duda diversos planes para tratar a tales «prisioneros en libertad». Pero sean cuales fueren los métodos, serán más satisfactorios que el sistema actual de venganza y de castigo, cuyo completo fracaso ha sido demostrado por la experiencia humana. Entre los nuevos caminos se podría probar también el de la colonización libre. La revolución ofrecerá a sus enemigos una oportunidad de establecerse en alguna parte del país y de establecer allí la forma de vida social que les encaje mejor. No es una vana especulación prever que no tardará mucho antes de que la mayoría de ellos prefieran la fraternidad y la libertad de la comunidad revolucionaria al régimen reaccionario de su colonia. Pero incluso si no fuera así, nada se perdería. Al contrario, la revolución sería la que más ganase espiritualmente, al abandonar métodos de venganza y de persecución, y al practicar la humanidad y la magnanimidad. La autodefensa revolucionaria, inspirada por tales métodos, será la más efectiva a causa de la misma libertad que garantiza incluso a sus enemigos. Su llamamiento a las masas y al mundo en general será por eso el más irresistible y universal. En la justicia y humanidad se encuentra la fuerza invencible de la revolución social.
Ninguna revolución ha intentado todavía el verdadero camino de la libertad. Ninguna ha tenido suficiente fe en él. La fuerza y la supresión, la persecución, la venganza y el terror han caracterizado todas las revoluciones en el pasado y han derrotado así sus fines originales. Ha llegado el momento de intentar nuevos métodos, nuevos caminos. La revolución social tiene que seguir la emancipación del hombre mediante la libertad, pero si no tenemos fe en la última, la revolución se convierte en una negación y en una traición a sí misma. Tengamos entonces el coraje de la libertad: que ella reemplace la supresión y el terror. Que la libertad se convierta en nuestra fe y en nuestra acción y nos haremos fuertes en ella.
Sólo la libertad puede hacer efectiva y sana la revolución social. Sólo ella puede preparar el terreno para mayores alturas y disponer una sociedad donde el bienestar y el gozo sean la herencia de todos. Entonces apuntará el día cuando el hombre tendrá por primera vez la oportunidad de crecer y desarrollarse en la claridad libre y generosa de la anarquía.
[1] En el texto original «Comunist Anarchism», que podría traducirse igualmente por «anarquismo comunista» o «anarcocomunismo». Hemos preferido la denominación «comunismo libertario» por ser, como lo reconoce la misma Emma Goldman en el prólogo, la preferida en España. (N. de T.).
[2] En el original esta escrito Comunismo Libertario. (N. de T.).
[3] Nunca tiene que haber peligro alguno de superpoblación en la tierra. La naturaleza proporciona sus propios controles contra ellos. Lo que necesitamos es una distribución más racional de la población, cultivo intensivo y un control más inteligente de nuestra tasa de natalidad. (N. de A.).
[4] Abreviatura de «Industrial Workers of the World» (Obreros Industriales del Mundo). (N. de T.).
[5] Organizado bajo los diversos nombres de «Partido socialdemócrata». «Partido obrero socialdemócrata» o «Partido socialista obrero». (N. de T.).
[6] En noviembre, de acuerdo con el antiguo calendario ruso. (N. de T.).
[7] Ejecutado por los bolcheviques en Ekaterinburg, Siberia, en 1918. (N. de T.).
[8] De la palabra rusa bolshe, que significa «más» o «mayoría»; menshe significa «menos». (N. de A.).
[9] La palabra que emplea el autor es compulsory (obligatorio, compulsivo). (N. de T.).
[10] A causa de la acusación, ampliamente creída pero falsa, contra Lenin de que éste estaba pagado por Alemania. (N. de A.).
[11] 16 de julio según el nuevo calendario. (N. de A.).
[12] 7 de noviembre según el nuevo calendario. (N. de A.).
[13] En el sur de Rusia (Ucrania), la burguesía ofreció alguna resistencia, pero sólo durante el gobierno de Temen Skoropadski y Petlura, ayudado por los ejércitos aliados. En cuanto que la ayuda extranjera fue retirada, la burguesía ucraniana también quedó indefensa. (N. de A.).
[14] La contrarrevolución real comenzó mucho después, cuando el terror bolchevique y su dictadura estaban en pleno apogeo, lo cual alienó a las masas y terminó en insurrecciones. (N. de A.).
[15] León Trotsky, 1917 Moscú, 1925. (N. de A.).
[16] Véase las protestas oficiales de bolcheviques antiguos, tales como Lodovski y otros, citadas por Trotsky en su obra 1917. (N. de A.).
[17] La rebelión de los marineros de Kronstadt en marzo de 1921. Véase The Kronstadt Rebellion, por el autor. (N. de A.).
[18] El 13 de julio de 1874. (N. de A.).
[19] Anarquía se refiere a la condición. Anarquismo es la teoría o la doctrina sobre ello. (N. de A.).
[20] N. Y. World Almanac, 1927. (N. de A.).
[21] Los mutualistas, aunque no se denominan a sí mismos anarquistas (probablemente porque el nombre es tan mal comprendido), son, sin embargo, completos anarquistas, puesto que son incrédulos con respecto al gobierno y a la autoridad política de cualquier clase. (N. de A.).
[22] Esa lista no se encuentra en la versión inglesa que hemos traducido. (N. de T.).
[23] Véase El Apoyo Mutuo, de Kropotkin. (N. de A.).
[24] La liberación oficial de los presos políticos en Rusia tuvo lugar con posterioridad, después que las masas revolucionarias hubieran destruido las cárceles en Petrogrado, Moscú, y en otras ciudades. (N. de A.).
[25] Relación de informes oficiales presentados al Parlamento o al Privy Council (o consejos privados del soberano). (N. de T.).
[26] Véase The Kronstadt Rebellion, escrita por el autor. (N. de A.).
[27] Estos grupos especiales de la policía y del ejército, conocidos como zagriaditelniye otriadi eran extremadamente odiados y se le conocía popularmente como «regimientos de salteadores», a causa de sus robos irresponsables, de su increíble depravación y crueldad. Fueron abolidos con la introducción de la «nueva política económica». (N. de A.).
[28] N. Y. World Almanac, 1927. (N. de A.).
[29] Excluyendo al ejército, la milicia y la marina y la gran cantidad de hombres empleados en ocupaciones innecesarias y nocivas, tales como la construcción de buques de guerra, la producción de municiones y otros equipos militares, etc. (N. de A.).
[30] El autor emplea el término self-help, es decir, trabajar para uno mismo sin esperar la ayuda externa. (N. de T.).
[31] El gobierno de Tchaikovski-Miller. (N. de A.).